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La inminencia del banquete los volvía ansiosos: podía verlos apiñándose alrededor de las parrillas y mostrando, por los gestos que realizaban sin darse cuenta, su nerviosidad: algunos, como criaturas, cambiaban de pie de apoyo una y otra vez, como si el peso de sus cuerpos los fastidiara, otros, al menor roce, les daban a sus vecinos un empujón violento; muchos se rascaban, con furia distraída, la espalda, los cabellos, las axilas, los genitales; algunos, sosteniéndose en un solo pie se rascaban, con las uñas del otro, como ausentes, la pantorrilla oscura y musculosa hasta hacerla sangrar. Yo me mantenía a distancia, observándolos, y apenas si podía ver los círculos exteriores de la muchedumbre. Tan apretados estaban, que los más mínimos gestos de un individuo sacudían su vecindad de modo tal que el estremecimiento se propagaba a toda la tribu, como los estremecimientos que ocasiona una piedra en el agua. Por esta razón, cuando los que estaban en el círculo más cercano a los asadores empezaron a moverse, bruscamente, la muchedumbre entera se sacudió, siguiendo el impulso que parecía común a todos los individuos: instalarse lo más cerca posible de las parrillas. Esta tendencia general estaba en contradicción con los esfuerzos de los de las primeras filas que, como pudo verse unos minutos después, habiendo ya obtenido un pedazo de carne, trataban de abrirse paso hacia el exterior.

El primero que apareció era un hombre ni joven ni viejo, con la misma piel oscura y lustrosa que el resto de la tribu, el pelo largo y lacio, los miembros musculosos, los genitales colgándole olvidados entre las piernas, el cuerpo sin vello a no ser un matorral ralo en el pubis. Había algo cómico en la manera en que sostenía el pedazo de carne que sin duda debía estar quemándole las manos y al que contemplaba, en hechizo amoroso, con la cabeza baja que logró erguir durante unos pocos segundos buscando, a su alrededor, un lugar apropiado para instalarse a devorar. Cuando lo encontró -un punto bajo los árboles, estratégicamente próximo de las vasijas mantenidas al fresco-, se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra el tronco de un árbol, y empezó a comer.

Antes del primer bocado se sumió, durante unos segundos, en la contemplación de su pedazo con expresión de incredulidad, como si el momento tan esperado, al actualizarse, viniese a satisfacer un deseo tan intenso que el tamaño del don recibido hiciese dudar de su realidad. Después, convencido por la presencia irrefutable de la carne, empezó a masticar: cada bocado, en lugar de apaciguarlo, parecía aumentar su apetito, de modo tal que el intervalo entre bocado y bocado iba haciéndose cada vez más breve, hasta que sus inclinaciones rápidas de cabeza hacían pensar menos en la aferrabilidad firme y segura de los dientes que en la obstinación repetitiva y superficial de un picoteo, a tal punto que, como tenía todavía la boca llena de carne que apenas si lograba masticar, el indio no arrancaba de su pedazo, con sus dentelladas rápidas y sucesivas, más que unos filamentos grisáceos que no llegaban a constituir, aisladamente, verdaderos bocados. Se hubiese dicho que había en él como un exceso de apetito que no únicamente crecía a medida que iba comiendo, sino que además, por su misma abundancia, hecha de gestos incontrolables y repetidos, anulaba o empobrecía el placer que hubiese podido extraer de su presa. Parecía más él la víctima que su pedazo de carne. En él persistía una ansiedad que ya estaba ausente en su presa. Cuando desvié la vista del indio para mirar la multitud, la escena que iluminaba el sol arduo me recordó, de un modo inmediato, la actividad febril de un hormiguero despojando una carroña: un núcleo apretado de cuerpos arremolinándose, llenos de excitación y de apuro, junto a las parrillas y, separados de la mancha central de la muchedumbre, los individuos que iban y venían, a buscar un primer pedazo si todavía no habían comido o un segundo si ya habían terminado el primero, desprendiéndose del tumulto apretado que se estremecía cerca de los asadores, con un pedazo de carne en la mano, para ir a comerlo tranquilos bajo los árboles, parecidos a las hormigas también por la rapidez de la marcha, por las vacilaciones antes de ceder el paso si por las dudas se interceptaban dos que venían en sentido opuesto, como hacen las hormigas cuando se topan en un senderito, y hasta por la frecuencia y la rapidez con que iban y venían a las parrillas, con ansiedad creciente.

En todos esos indios podía verse el mismo frenesí por devorar que parecía impedirles el goce, como si la culpa, tomando la apariencia del deseo, hubiese sido en ellos contemporánea del pecado. A medida que comían, la jovialidad de la mañana iba dándole paso a un silencio pensativo, a la melancolía, a la hosquedad. Rumiaban sus bocados con el mismo ritmo lento, olvidadizo, con el que se enfangaban en quién sabe qué pensamientos. A veces, deteniendo la masticación, la mejilla hinchada por el bocado a medio macerar, la espalda apoyada contra el tronco de un árbol, se quedaban un buen rato con la mirada fija en el vacío. El banquete parecía ir disociándolos poco a poco, y cada uno se iba por su lado con su pedazo de carne como las bestias que, apropiándose de una presa, se esconden para devorarla de miedo de ser despojadas por la manada, o como si el origen de esa carne que se disputaban junto a la parrilla los sumiese en la vergüenza, en el resquemor y en el miedo. A veces se veía, reunida bajo un árbol o en el gran espacio abierto y arenoso que separaba los árboles del río, lo que parecía ser una familia, ya que el grupo, separado de los demás, estaba compuesto de viejos, adultos, criaturas, y porque, en todos los casos, alguno de los viejos, o de los adultos, distribuía entre los demás pedazos de carne que iba a buscar a las parrillas pero, aunque se mantuviesen materialmente próximos, apenas recibían un pedazo de carne parecían hundirse en ese silencio hosco del que no quedaban a salvo ni siquiera los niños. En algunas caras se percibía la atracción y la repulsión, no repulsión por la carne propiamente dicha, sino más bien por el acto de comerla. Pero no bien terminaban un pedazo, se ponían a chupar los huesos con deleite, y cuando ya no había más nada que sacarle, se iban a toda velocidad a buscar otra porción. El gusto que sentían por la carne era evidente, pero el hecho de comerla parecía llenarlos de duda y confusión.

No se veía, a mi alrededor, más que gente que masticaba, en el sol que iba pasando el cénit, que le daba a los cuerpos sudorosos reflejos oscuros y que hacía cabrillear, cerca de las orillas, el agua lenta del gran río. La única excepción a esa manducación general eran los asadores, que seguían vigilando, sobrios y tranquilos, los restos de carne y el fuego que los cocinaba. Al dispersarse, los comensales habían dejado de ocultar las parrillas con sus cuerpos apiñados, y yo podía ver cómo los asadores, con sus cuchillitos de hueso, iban cortando los pedazos de los grandes restos de carne para dárselos a los que se inclinaban hacia ellos solicitando una segunda e incluso una tercera porción. Por la expresión tranquila que mostraban, podía verse que los asadores no probaban la carne.

La comida duró horas. A pesar de la rapidez con que masticaban, la espera junto a las parrillas cada vez que querían servirse otra presa, la distribución de los pedazos en los grupos que se formaban bajo los árboles, el empecinamiento con que arrancaban de cada hueso hasta los últimos filamentos de carne y, al final, la demora con que se obstinaban en tragar los últimos bocados cuando parecía evidente que ya estaban repletos, alargaba la duración del banquete. Algunos descansaban un rato, esperando que bajara un poco lo que ya habían tragado, y después se iban a buscar otro pedazo.

Cuando la tribu pareció satisfecha, una especie de somnolencia se apoderó de los cuerpos diseminados bajo los árboles. Yo estaba observándolos cuando, de detrás de las construcciones de techo de paja, un indio que parecía en ayunas, dado el aire afable con que se encaminó hacia donde yo estaba, empezó, por medio de gestos rápidos y nada perentorios, a indicarme que lo siguiera. Atravesamos el espacio arbolado, dejamos atrás algunas casas y, en una especie de terreno reducido en medio del cual crecían dos o tres árboles y al que circundaba una serie de construcciones, encontrarnos a un grupito de indios que preparaban, silenciosos y tranquilos, pescados a la parrilla. Def-ghi, def-ghi, dijeron algunos, señalándome complacidos, y, juntando los dedos por las yemas y sacudiéndolos hacia la boca abierta, me significaron el acto de comer. La escena contrastaba de un modo evidente con la que había estado desarrollándose hasta hacía unos momentos antes en la playa: la calma y la simplicidad con que esos hombres preparaban su comida, en la parrillita asentada sobre cuatro troncos enterrados en el suelo, la sencillez de su comida, y la actitud generosa y paternal con que me invitaron a compartirla me hicieron creer, por un momento, que esos hombres no pertenecían a la tribu. Poco a poco, sin embargo, empecé a reconocerlos: eran los que habían estado descuartizando los cadáveres y a su vez, como lo sabría mucho más tarde, cuando empezaría a conocer poco a poco las costumbres de la tribu, aquellos cuyas armas habían exterminado al capitán y al resto de mis compañeros.

Mis huéspedes me observaban comer con satisfacción discreta, con placer, casi diría con ternura. Me invitaban a servirme más con delicadeza, con sencillez generosa. Austeros, en la siesta apacible, bajo la sombra fresca de los árboles, se abandonaban a sus recuerdos tranquilos intercambiando, de tanto en tanto, monosílabos cordiales. Eran como una medalla dura y redonda, moldeada en algún metal noble del que el resto de la tribu, dispersa en la playa, parecía el sobrante hír-viente, oscuro y sin forma. Cuando nuestra comida acabó, mis huéspedes apagaron, diestros, el fuego, se lavaron, limpiaron el espacio sobre el que se abrían las habitaciones y se dispersaron no sin antes saludarme, corteses, con sus voces rápidas y chillonas. Algunos se dirigieron hacia la playa, otros hacia el monte espeso que había detrás, otros penetraron en las construcciones que rodeaban el claro. Sentado solo a la sombra, sentí voces y ruidos que llegaban hasta mí desde la playa, a través del silencio soleado. Me incorporé y me dirigí hacia el río.

Dos hombres discutían, violentos, cerca de las parrillas, enfrentándose hasta casi tocarse, echándose miradas brutales, separándose como si estuviesen por alejarse definitivamente y volviendo a enfrentarse de golpe, tan cerca uno del otro que temí varias veces que sus cabezas se entrechocaran. Sus voces chillonas se quebraban, alteradas por la furia. Por último se quedaron inmóviles, en silencio, a pocos centímetros uno del otro, mirándose, respirando rápido, y sus sombras, que el sol proyectaba en la misma dirección, parcialmente superpuestas en el suelo amarillento. Las dos caras enfrentadas expresaban la lucha inminente, el odio, el desdén. Y lo que llamaba la atención, sobre todo, era la indiferencia con que la tribu parecía observarlos -en el caso de los que observaban, porque la mayor parte ni siquiera miraba en dirección de los hombres que discutían. Esa indiferencia parecía mayor en los asadores, parecía incluso deliberada. Estaban vueltos de perfil, apoyados en sus palos, mirando un punto impreciso en dirección al río, como si se hubiesen propuesto no prestar atención a lo que estaba sucediendo en la playa o como si, por el contrario, supiesen exactamente lo que ocurría y simularan ignorarlo, por alguna razón para mí desconocida. Los otros miembros de la tribu, perdidos en su entresueño, o bien dejaban resbalar sus miradas indiferentes sobre los dos hombres o bien parecían ignorar completamente su presencia.

Habían terminado de comer; muy pocos ya -un viejo sin dientes, una criatura- chupaban, pensativos, algún hueso. En la parrilla no quedaba nada. Un hombre que tenía un hueso en la mano cruzó, maquinal, el espacio vacío, y tiró el hueso al fuego. Los asadores, inmóviles, apoyados en sus palos, ni se dignaron mirarlo. Los dos que habían estado peleándose desviaron bruscos la mirada y se alejaron en dirección opuesta, perdiéndose entre la muchedumbre de la que se había apoderado, a causa de la digestión, una somnolencia meditabunda. Algunos estaban estirados en el suelo, boca arriba; otros, parados, no menos inmóviles, con los ojos entrecerrados, parecían a punto de desplomarse. Algunos se habían trepado a los árboles y se habían instalado tratando de adecuar el cuerpo a las irregularidades de las ramas. Esa somnolencia parecía menos próxima del sueño que de la pesadilla. Las caras denunciaban las visiones tenaces que los asaltaban por dentro impidiéndoles dormir. Los ojos se removían, lentos, bajo las cejas fruncidas, y se reunían cerca de la nariz. Las miradas eran bajas y huidizas. En los cuerpos inmóviles, los dedos de los pies se agitaban, autónomos, traicionando lo que el resto del cuerpo pretendía disimular. Parecían atentos a lo que pasaba dentro de ellos, como si esperaran el efecto inmediato del festín y estuviesen sintiendo bajar, paso a paso, cada uno de los bocados ingeridos por los recovecos de sus cuerpos. Era como si estuviesen seguros de que, si a partir de cierto momento ningún efecto terrible se manifestaba en ellos, podían considerarse a salvo y ser capaces de deponer sin peligro su ansiedad vergonzosa. Parecían estar oyendo subir desde sí mismos un rumor arcaico.

Empezaron a sacudirse un poco a media tarde. Se paraban, desperezándose, pestañeaban varias veces, iban corriendo en dirección al río y se dejaban caer, bruscos, en la orilla. Parecían débiles, pesados, incluso cuando corrían. Las criaturas, que se habían mostrado tan vivaces a la mañana, se movían con una lentitud que no se sabía si era malhumor o modorra. Un grupo de indios empezó a aproximarse a las vasijas que reposaban bajo los árboles y a examinarlas con interés, aunque a distancia: algunos se ponían en puntas de pie y estiraban el cuello para tratar de ver, de lejos, el contenido. Otros daban, con exageración, muestras de impaciencia. Todos parecían serios y retraídos. Poco a poco, la tribu entera fue rodeando, aunque manteniéndose a distancia, las vasijas, de modo tal que quedó un espacio circular vacío alrededor de los árboles que las protegían del sol, y se quedaron inmóviles, mirando las vasijas, y removiéndose de tanto en tanto para ostentar impaciencia. Nadie hablaba, ni siquiera se miraba. De vez en cuando, volvían a ponerse en puntas de pie y estirando el cuello escudriñaban un punto impreciso detrás de los árboles, en dirección a las construcciones. Como a la media hora, un murmullo satisfecho se elevó de la muchedumbre: de las construcciones, algunos de los hombres que me habían convidado pescado se aproximaban trayendo consigo montones de pequeños recipientes vegetales. Alrededor de las vasijas, el círculo se estrechó un poco. Los hombres se abrieron paso entre la multitud, dejaron el montón de calabacitas en el suelo y, en silencio, empezaron a llenarlos con el contenido de las vasijas y a pasarlos entre la multitud.

Era evidente que se trataba de alcohol, porque cuando lo probaban, se producía en ellos un cambio, que en algunos era paulatino y en otros inmediato. Con los primeros tragos les volvía la vivacidad habitual, se les encendían las miradas, y la expresión general de sus rostros era casi alegre. Empezaban, otra vez, a salirse un poco de sí mismos, de esa actitud hosca y reconcentrada en que los había sumido la comida. Intercambiaban monosílabos rápidos, cordiales; algunos hasta se reían. La locuacidad aumentaba a medida que el brebaje disminuía en las vasijas: se hubiese dicho que se contaban historias, chistes, porque se formaban corrillos en los cuales uno de los miembros hablaba y, cuando terminaba, los que habían estado escuchándolo, con expresión contenta, silenciosos y atentos, se echaban a reír a carcajadas, sacudiéndose y dándose entre sí empujones suaves y gozosos. La animación era general y se hubiese dicho que iba en aumento. Era extraño verlos así, saliendo del pozo sin fondo en el que parecían haber caído durante la comida, en esa luz ya un poco menos cruel de la media tarde que mandaba al cielo, después de rebotar contra los árboles, reflejos verdosos. El rumor de las voces se desvanecía en el aire, en la luz amarilla, entre las hojas. Igual que con la comida, iban y venían a las vasijas a llenar una y otra vez las calabacitas que vaciaban de un trago. Eufóricos, daban, por momentos, la impresión de que, en vez de proferir voces humanas, iban a lanzar un grito animal. Sus cuerpos se ponían tensos, enhiestos. Los pechos se hinchaban, las cabezas se erguían y los miembros que habían perdido fuerza en la modorra de la digestión la recobraban hasta tal punto que los músculos resaltaban, duros y tirantes, del mismo modo que las venas. La piel parecía más lisa, más suave, más gruesa y más saludable. Las tetas de las hembras daban la impresión de inflarse o de florecer.

La plenitud corporal y el entusiasmo súbito, que los relacionaban armoniosamente a unos con otros, crecían en ellos como un mar interno, dejando adivinar la excitación inminente que volvería a dejarlos solos, otra vez, en la cárcel de los cuerpos. Lo que más me llamaba la atención al observarlos era la desnudez, que hasta un rato antes me había parecido natural y que ahora, sin saber muy bien por qué, me molestaba. Hasta ese momento los cuerpos habían sido un todo nítido, compacto, que se disimulaba en su propio olvido y en su abandono. A medida que los efectos del aguardiente aumentaban, los cuerpos parecían ostentar su desnudez, tenerla presente, girar, espesos, en torno de ella. Los genitales, ignorados hasta entonces, se despertaban. Los hombres, distraídos, se manoseaban la verga, o la tocaban, como al descuido, al pasar, bajando la mano hacia el muslo o hacia la cadera. En el modo de estar paradas, las mujeres se las ingeniaban para que las nalgas resaltasen o las caderas se volviesen prominentes. Más de uno se acariciaba, distraído, el propio cuerpo, o miraba la desnudez ajena con insistencia, sin decir palabra, como esperando del otro una actitud recíproca. Las idas y venidas hacia las vasijas iban haciéndose, entre tanto, cada vez más frenéticas, las voces, más altas -como si el rumor arcaico que hubiesen estado tratando, horas antes, de escuchar en sus cuerpos, estuviese ahora lindando con el grito.

Los hombres que me habían convidado pescado se abstenían también de alcohol y se limitaban, diligentes y diestros, a servir a los otros. No intervenían para nada en su conversación ni trataban de imponer ningún orden ni ninguna justicia en la distribución del brebaje. Un indio podía venir a instalarse cerca de las vasijas y hacerse llenar cinco o seis veces seguidas las calabacitas que vaciaba de un trago, otro, meter cuantas veces se le ocurriese su calabacita en las vasijas: los distribuidores de aguardiante mostraban, en uno u otro caso, la misma indiferencia. También ante la excitación creciente de la tribu se mostraban imperturbables. Se los sentía lejanos, inexistentes, como si ellos y el resto de la tribu perteneciesen a dos realidades distintas. La tribu únicamente les dirigía la palabra para pedirles alcohol, aunque la mayoría se limitaba a extender, perentoria, el recipiente.

Como un sol, la fiebre de esos indios subía, ardua, hacia su cénit. Algo ganaba sus gestos, sus movimientos, sus risas. La tribu entera se estremecía presa de una emoción desmesurada. Hasta cierto momento, parecía ser por descuido que los hombres se rozaban, al bajar la mano, la verga. Más tarde, distraídos, mientras escuchaban alguna conversación, ya la metían en el hueco de la mano y, poco más o menos, se la acariciaban. De pronto, una mujer joven que había estado participando, un poco inquieta, de un corrillo, dio un salto al costado, olvidándose bruscamente de sus interlocutores y, plantándose en un claro, con las piernas firmes y bien abiertas, entrecerró los ojos y empezó a contonear, lenta, la parte superior de su cuerpo. Se ponía rígida, como una tabla, acariciando, con delicia evidente, su propia piel luminosa. Nadie, por el momento, parecía prestarle atención. La mujer puso las manos bajo sus tetas redondas y oscuras y, empujándolas desde abajo trataba de elevarlas para ponerlas al alcance de su lengua que buscaba, infructuosa, los pezones. Se ponía en puntas de pie, como si ignorara que las tetas no se aproximaban a la boca, sino que se elevaban al mismo tiempo que ella manteniendo la misma distancia, pero gracias a ese movimiento instintivo su cuerpo parecía más esbelto, sus músculos se ordenaban de otra manera, las nalgas se apretaban y se redondeaban y una especie de hoyo se le formaba en el flanco, al costado de la nalga, entre el nacimiento del muslo y la cadera. Como la lengua no lograba alcanzar los pezones, sin dejar de meterla y de sacarla, roja, rígida y puntuda, de la boca, la mujer se puso a bramar, mirándose los senos y estrujándoselos, moviéndolos como en círculo cuando se daba cuenta, por momentos, de que la lengua no los tocaba.

Un indio chico y musculoso se le acercó, contemplándola: tenía una verguita nerviosa, vertical, casi pegada al vientre del que era paralela. Obstinada en obtener el contacto de la lengua y los pezones, la mujer, que seguía bramando, lo ignoraba. Viniendo, despacio, por detrás de ella, el indio se le acercó, la consideró un momento, y después, con un salto suave, se pegó a ella, tan estrechamente que su miembro vertical desapareció en la raya que separaba las nalgas firmes y protuberantes, como si la zanja vertical hubiese sido un estuche hecho a su medida. Los brazos del indio rodearon a la mujer y sus manos se apoyaron sobre las manos que estrujaban los senos, sin que la mujer interrumpiese sus bramidos abstraídos y sin que el cuerpo atravesado de estremecimientos rígidos cambiase su posición precedente. Nada, en la expresión de la mujer, ni en su actitud general, denunciaba que hubiese advertido la presencia de ese cuerpo, chico y musculoso, que se pegaba, perentorio, al suyo, más redondo y más abundante. El hombre apoyaba el mentón entre los omóplatos de la mujer y trataba de inducirla, con los brazos, a inclinarse hacia adelante, o incluso, tal vez, a ponerse en cuatro patas, para poder sin duda penetrarla con su verguita vertical que se perdía en la muesca vertical que separaba las nalgas. Pero el cuerpo de la mujer seguía rígido, con las piernas abiertas, las nalgas hacia afuera, las manos que elevaban, estrujándolas, las tetas, la lengua roja y puntuda que entraba y salía y a la que los bramidos mal proferidos a causa justamente de su ir y venir continuo, llenaban de unos filamentos líquidos que escapaban también por las comisuras de los labios y dejaban regueros paralelos a los costados del mentón, y podían ser saliva o baba. Casi con rabia, el hombre seguía clavando, entre las salientes de los omóplatos, el mentón infructuoso. El resto de su cuerpo se pegaba, insistente, al de la mujer, más grande, hasta que la mujer sacó sus propias manos de los senos, estiró los brazos, separándolos del cuerpo y después, con un sacudón del cuerpo, inesperado y brusco, se desembarazó del hombre que fue a caer, de espaldas, en el suelo arenoso. Desdeñosa, la mujer, sin siquiera mirar hacia atrás, pareció salir de su trance y, con paso tranquilo, se perdió en dirección a los árboles. El hombre, como aturdido, se quedó mirándola. No parecía enojado ni humillado por lo que acababa de suceder. Su miembro, tan perentorio hasta hacía unos momentos, se desinfló de golpe y desapareció entre las piernas; su mirada vidriosa se perdía entre los árboles más con distracción que con indiferencia. Era evidente que la mujer que, como el norte a la brújula, había estado atrayéndolo, ya no ocupaba ningún lugar en sus pensamientos. También en los míos su presencia era incierta: había aparecido, brusca y obscena, ante mis ojos, en la transparencia del día y, después de desplegar en ella sus gestos inusuales, había desaparecido desdeñosa, entre la muchedumbre, no menos incierta dos o tres minutos después de su desaparición que ahora, sesenta años después, en que la mano frágil de un viejo, a la luz de una vela, se empeña en materializar, con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni porqué, autónoma, la memoria.

Las paredes blancas, la luz de la vela que hace temblar, cada vez que se estremece, mi sombra en la pared, la ventana abierta a la madrugada silenciosa en la que lo único que se oye es el rasguido de la pluma y, de tanto en tanto, los crujidos de la silla, las piernas que, acalambradas, se remueven debajo de la mesa, las hojas que voy llenando con mi escritura lenta y que van a encimarse con las ya escritas, produciendo un chasquido particular que resuena en la pieza vacía -contra este muro espeso viene a chocar, si no es un entresueño rápido y frágil después de la cena, lo vivido. Si lo que manda, periódica, la memoria, logra agrietar este espesor, una vez que lo que se ha filtrado va a depositarse, reseco, como escoria, en la hoja, la persistencia espesa del presente se recompone y se vuelve otra vez muda y lisa, como si ninguna imagen venida de otros parajes la hubiese atravesado. Son esos otros parajes, inciertos, fantasmales, no más palpables que el aire que respiro, lo que debiera ser mi vida. Y sin embargo, por momentos, las imágenes crecen, adentro, con tanta fuerza, que el espesor se borra y yo me siento como en vaivén, entre dos mundos: el tabique fino del cuerpo que los separa se vuelve, a la vez, poroso y transparente y pareciera ser que es ahora, ahora, que estoy en la gran playa semicircular, que atraviesan, de tanto en tanto, en todas direcciones, cuerpos compactos y desnudos, y en la que la arena floja, en desorden a causa de las huellas deshechas, deja ver, aquí y allá, detritus resecos depositados por el río constante, puntas de palos negros quemados por el fuego y por la intemperie, y hasta la presencia invisible de lo que es extraño a la experiencia.

En ese ahora, de los indios parecía brotar un tumulto que se enredaba, en la altura, entre las hojas de los árboles y cuyo origen estaba en sus propios cuerpos. Ese tumulto mudo llenaba el espacio entero, los árboles que rodeaban la playa y el suelo arenoso en el que se proyectaban, largas, las sombras azules. Rumor de miembros tensos, de esfínteres, de poros, al que se mezclaban el hálito inaudible de los suspiros internos que no llegaban afuera para alterar el aire, y el estridor que producían, al reavivarse, las obsesiones carcomidas, los deseos no sabidos y condenados a apelmazarse y a pudrirse en la negrura húmeda y sin fondo del propio ser, las apetencias arduas que corroen, como un fuego ignorado y frío, el firmamento interno y van llevándolo, insensiblemente, a la muerte. De las miradas lánguidas los indios pasaban, sin transición, al toqueteo. Había quienes se estiraban en el suelo como para descansar, arrastrando consigo a sus vecinos que, blandos, se dejaban llevar, quienes se abrían como flores o como bestias, quienes se paseaban buscando, entre la multitud, el objeto adecuado a su imaginación, con la minuciosidad descabellada del que quiere hacer coincidir, como si estuviesen hechos de la misma pasta, lo interno y lo externo. No tenían en cuenta ni edad ni sexo ni parentesco. Un padre podía penetrar a su propia hija de seis o siete años, un nieto sodomizar a su abuelo, un hijo verse seducido, como por una araña húmeda, por su propia madre, una hermana lamer, con placer evidente, las tetas de su hermana. Aquí y allá, algunos solitarios, echados boca arriba o con la espalda apoyada contra un árbol, se abandonaban, recomenzando una y otra vez, al placer de Onán.

El crepúsculo se llenó de jadeos, de gritos ahogados, de suspiros, de estertores, de lamentos. Algunos se solazaban en pareja, otros en trío, de a cuatro o cinco, y hasta en grupos de una docena o más. Una niña de no más de siete años, en cuatro patas, se entreabría, con dedos decididos, la vulva apretada, incitando, con ojos viciosos, por encima de su hombro, a un muchachón que esperaba, parado detrás de ella, con un palo liso y grueso y redondeado en la punta en una mano y que se acariciaba, anticipando su placer, la verga con la otra. Un hombre se flagelaba con una rama verde. Otros dos, echados de flanco en posición invertida se chupaban, mutuamente, como abstraídos, el miembro. Había

quienes parecían acoplarse con un ser invisible porque, si eran hombres, hendían en vaivén el aire con la verga, y si eran mujeres, en cuatro patas en el suelo, sacudían la grupa y se contorsionaban como si realmente tuviesen alguien adentro, a tal punto que a veces se veía brotar la acabada como en un acoplamiento verdadero o se oía a las mujeres ponerse a gemir como cuando llegan, penetradas de veras, al paroxismo. La mujer que un poco antes se levantaba los senos para tratar de alcanzar los pezones con la punta de la lengua y que se había desembarazado, con un sacudón diestro, del hombre que había tratado de penetrarla, repetía sus ademanes obscenos en diferentes lugares, y cuando alguien se le acercaba abandonaba, brusca y desdeñosa, sus esfuerzos infructuosos y se alejaba sin darse vuelta, buscando un lugar tranquilo para recomenzar.

Como oscurecía, los indios que me habían convidado pescado encendieron hogueras. Los cuerpos desnudos y sudorosos relucían al resplandor de las llamas. Una fogata encendida cerca de la costa se duplicaba en el río. Siluetas en actitudes inequívocas cruzaban, esporádicas y fugaces, la claridad chisporroteante para perderse otra vez en lo negro. Una masa informe de cuerpos, enredada en un acoplamiento múltiple se revolcó, por descuido o a propósito, en un lecho de brasas, y unos gritos terribles se mezclaban a los suspiros, a las exclamaciones y a los espasmos, mientras los cuerpos que se revolcaban levantaban, con sus contorsiones, del fuego removido, un chorro de chispas veloces. Los que acababan iban, todavía jadeantes, a recuperar sus fuerzas y su entusiasmo con el alcohol de las vasijas.

Aunque nos paseábamos sin descanso entre la tribu, se hubiese dicho que los que no participábamos en la orgía éramos invisibles, hasta tal punto la muchedumbre frenética nos ignoraba. Pasaban a nuestro lado sin siquiera dirigirnos una mirada -o, mejor, como si hubiésemos sido transparentes, sus miradas perdidas nos atravesaban buscando algo más real en qué posarse. Era como si deambuláramos por dos mundos diferentes, como si nuestros caminos no pudiesen, cualquiera fuese nuestro itinerario, cruzarse, como si paredes de vidrio nos separaran, ya que si, por ejemplo, una mujer avanzaba hacia nosotros abierta y estremecida, o bien al llegar a nuestro lado paraba de golpe y dando media vuelta se alejaba en dirección contraria, o bien pasaba de largo, ya que nosotros, como por instinto, nos hacíamos a un lado al verla llegar, y ella seguía, sin desviarse, su camino, como si no ocupásemos ningún lugar en el espacio y no hubiésemos estado allí, interceptando el vacío con nuestros cuerpos. Era fácil ver que, por dentro, la tribu estaba embarcada en un viaje sin fondo, y que únicamente los cuerpos, como una cascara vacía, errabundeaban, de un abrazo a otro, a nuestro alrededor. Sobre nuestras cabezas fueron apareciendo, de una a una primero, de a puñados un poco más tarde, y sin término, como brasas, las estrellas. Con su fuego diverso -rojas, amarillas, verdes, azuladas- encendían el cielo negro, más tenues alrededor de la luna inmensa que, del otro lado del río, empezaba a subir. La luna lenta, que cortaba en dos, con una franja ancha, blanca y quebradiza, el vacío negro en que la noche había transformado a ese río infinito, proyectaba a través de los árboles unos rayos de luz cruda, blanca, que iluminaban fragmentos de cuerpos o de grupos de cuerpos, o esos rostros perdidos que se agitaban en la oscuridad vegetal.

La noche fue dejando, en la arena y el campo alrededor, entre ceniza espesa, pasto chamuscado, palos ennegrecidos por el fuego, un rastro de cuerpos abandonados. Algunos se agitaban todavía, entrelazados en abrazos maquinales, otros se movían de tanto en tanto, otros se quejaban, bajo, otros estaban completamente inmóviles. En el alba vacilante, un indio cruzó la playa en dirección al río, toqueteándose la nariz, que le sangraba. De uno que no se movía, estirado bajo un árbol, la boca contra el suelo arenoso, no pude decidir, inclinándome un poco para observarlo mejor, si estaba dormido o muerto. A medida que el alba azul subía, volviéndose incolora, antes de que el primer sol horizontal comenzara a dorar las copas de los árboles, los indios empezaron a reaparecer, tratando de desenredarse, infructuosos, del peso que parecía hacerlos recular hacia el centro de la noche. Oscilaban, indecisos, en el aire cintilante. Muchos seguían echados, remoloneando o incapaces de levantarse, y siete u ocho nunca más se levantarían. Uno se paró, vacilando unos momentos y quedándose inmóvil, pensativo, y después, de un modo brusco, se dio vuelta y empezó a golpearse la cabeza contra un árbol, cada vez con más violencia, hasta que cayó, sangrando por la boca y por los oídos. Algunos hablaban solos, en voz alta, o lloriqueaban. Cuando, todavía un poco pálida, sé instaló la mañana, empezaron a dirigirse hacia las viviendas. En el claro que se abría en medio de ellas, varias marmitas de arcilla, enormes, hervían sobre un gran fuego. Algunos hombres sobrios revolvían su contenido; cuando me acerqué para mirar, comprobé que lo que se cocinaba adentro eran las visceras y las cabezas de mis compañeros, mezcladas a legumbres desconocidas. Me alejé otra vez hacia el río, cruzando la muchedumbre que avanzaba en dirección opuesta, hacia las marmitas. Arrodillado en la orilla, un hombre trataba de vomitar en el agua. Tenía los ojos hinchados, la cara congestionada, y los brazos cruzados contra el vientre; parecía sufrir. Traté de odiarlo, pero no lo conseguí. Al verme, sus ojos se agrandaron un poco, delatando vaya a saber qué esperanza. Def-ghi, def-ghi, murmuró, como si sonriera, y quiso hacer un ademán, pero el cuerpo no le obedecía. Por fin, en un último espasmo, se desplomó en el agua. Durante varios días quedó ahí, la cara hundida en el río, sacudido por la corriente.

Las visceras hervidas y los restos de alcohol mejoraron un poco, aunque no por mucho tiempo, el ánimo de los indios. Una vieja solitaria y tranquila cruzó la playa y se sentó cerca de la orilla, mirando el centro del río, a roer una cabeza ya casi descarnada. No quedaba más que una calavera de la que pendían filamentos cartilaginosos que la vieja, con sus pocos dientes, roía con ineficacia y distracción. Algunos se paseaban en grupo, hablando en voz alta, otros se acuclillaban, silenciosos, en círculo, evitando mirarse, inestables, nerviosos. Una mujer, en cuclillas bajo un árbol, defecaba, pensativa. Algunos grupos dispersos, practicaban todavía apareamientos imperfectos y extravagantes. Recién a media mañana se empezaron a calmar. En el aire luminoso, los últimos indios lentos errabundeaban en la playa amarilla, buscando algún lugar propicio al descanso. Entre tantos cuerpos abandonados, era difícil distinguir a los que estaban dormidos, muertos, o simplemente meditando con los ojos entrecerrados y respirando quedo. Los asadores se paseaban entre ellos, indiferentes, sin que una vez siquiera hubiesen parecido advertir su presencia. Yo me estiré a la sombra de un árbol y me dormí hasta el atardecer. Cuando desperté, el río estaba casi violeta y un indio acuclillado me sacudía con suavidad. Def-ghi, Def-ghi, decía, rozándome el brazo con la punta de los dedos. Cuando abrí los ojos, me sonrió y me indicó con la cabeza que lo siguiera. Otra vez, entre las viviendas del fondo, los asadores comían, modestos, sus pescados. Me convidaron, afables, y me dieron agua. La tribu, dispersa en las inmediaciones, seguía en su sopor.

La segunda noche, en lugar del tumulto de la primera se oyeron, hasta la mañana, susurros y sollozos entrecortados, diálogos apagados y fugaces, llamados sin esperanza, lamentos. Hablaban poco y despacio. Cuando yo me paseaba entre ellos me seguían, como sin fuerzas, con la mirada, y después de un momento sacudían la cabeza, bajaban la vista y algunos hasta se ponían a sollozar. Parecían criaturas enfermas y abandonadas. Al amanecer me topé con uno que, echado de costado en el suelo, hacía dibujos en la arena con un palito y los borroneaba enseguida con el borde de la mano. Durante el día entero se dedicó a esa ocupación.

Había muchos que parecían enfermos. Hacían muecas de dolor, se tocaban el cuerpo, tenían diarrea o estaban tirados en el suelo, respirando a duras penas, de tal modo que parecían asmáticos o moribundos. Tenían los ojos hinchados y entrecerrados, la cara congestionada, el pelo grasoso y opaco. Muchos estaban heridos o tenían la piel estropeada de quemaduras. A uno el brazo le colgaba cómo si se hubiese quebrado a la altura del codo y muchos rengueaban e incluso se arrastraban para desplazarse. Se los veía a menudo aproximarse al río para lavarse la cara acuclillándose en la orilla o refrescarse salpicándose el cuerpo con agua. Los que estaban heridos o enfermos expresaban su dolor aspirando fuerte con los dientes apretados y haciendo, chirriar la saliva. Uno, apoyado en un árbol, escupía sin parar, otro defecaba y se ponía a observar, con gran atención, sus excrementos, removiéndolos con la punta del dedo. El entusiasmo de los días anteriores se había borrado, dejándolos temerosos y maltrechos. Era como si el arco del deseo, después de lanzar sus flechas, hubiese reculado golpeándolos en plena cara y dejándolos aturdidos y dolientes. Los niños parecían viejos y los viejos niños; las mujeres se habían vuelto rudas y sin gracia como los hombres y los hombres blandos y frágiles como mujeres. A muchos le aparecían en la cara unos granos rojizos que terminaban en una punta blanca de pus. Dondequiera que fijara la vista no veía otra cosa que ojos huidizos y carne marchita. Contrastaban, como manchas oscuras y vacilantes, con la claridad firme del verano del que hasta la noche, con la luna inmensa y las estrellas sin límite, parecía sana y luminosa. Pero los asadores, con su discreción tranquila y sus cuerpos limpios y duros, mostraban que también había en esos indios una fuerza capaz de mantenerlos, compactos y nítidos en el día continuo, al abrigo de lo indistinto.

En los días que siguieron fueron saliendo, poco a poco, y no sin trabajo, de su ensimismamiento. Muchos necesitaron semanas, meses, y hubo, en el tiempo que siguió, muchas muertes en la tribu. Empezaron a levantarse, serios pero sobrios, a limpiar el campo y la playa, a ocuparse de los enfermos, que trasladaban al interior de las viviendas, y a enterrar a los muertos. Reconcentrados y compactos, intercambiando frases imprescindibles y rápidas, sin dejar transparentar ningún sentimiento, graves, casi severos, iban y venían por entre los árboles, entraban en el río para lavarse, fabricaban útiles de madera y de hueso, realizaban, con pericia infalible, todos esos actos que les daban, tanto a ellos como al lugar en que vivían, esa exterioridad irrefutable y densa, inmediata a los sentidos y que parecía inmutable, que yo había visto desde la canoa cuando me iba acercando a la playa semicircular y al relente humano que me llegaba desde las fogatas dispersas en el anochecer. Dos o tres días me habían bastado para comprobar de qué fondo negro tenían que subir esos indios tirando con fuerza hacia el aire transparente para poder mostrar, en lo externo de este mundo, un aspecto humano.

La tribu entera parecía un enfermo que estuviese reponiéndose, poco a poco, de sus enfermedades. Los que morían, los que tardaban en curarse, eran como partes irrecuperables o muy maltrechas de un ser unitario. Los cuerpos eran como signos visibles de un mal invisible. Llaga, debilidad, o palidez, sangre, pus o quemadura, no eran más que señales que algo mandaba, porque sí, desde lo negro, algo presente en todos, repartido en ellos, pero que era como una sustancia única respecto de la cual cada uno de los indios, visto por separado, parecía frágil y contingente. No sé que dios podía ser, si era un dios, aunque nunca vi en tantos años que esos indios adoraran nada; era una presencia que los gobernaba a pesar de ellos, que mandaba en sus actos más que la voluntad o los buenos propósitos y que, de tanto en tanto, por mucho que los indios se olvidaran de su existencia o simulasen ignorarla, como el leviatán que es visible únicamente durante sus reapariciones periódicas desde el fondo del océano, se manifestaba.

Una semana más tarde, la mayor parte de los enfermos se había repuesto, y ya me resultaba difícil distinguir a los asadores, tan saludables y tranquilos, del resto de la tribu. Algunos pocos salían todavía, lentos y vacilantes, de las viviendas, y cada mañana se los veía aparecer en la entrada, guiñando los ojos al sol ya alto, paseando la mirada un poco aturdida por las hojas centelleantes, apoyándose contra el borde de la abertura o en alguno de sus familiares. En muchos quedaban marcas imborrables: uno había perdido una oreja, otro un ojo que siguió suputándole de tanto en tanto hasta muchos meses después; un tercero quedó rengo por el resto de su vida. Yo me los cruzaba, algunas veces, por la playa o las arboledas, y viéndolos estropeados y mostrando por lo tanto el signo inequívoco de sus excesos en su propio cuerpo, trataba de interrogarlos con la mirada para ver si un gesto, una expresión o una mueca señalarían que en sus memorias seguían ardiendo rescoldos de esos días abominables, pero sus ojos, al encontrarse con los míos, parecían inocentes y mudos, indiferentes o inaccesibles al recuerdo. La sonrisa rápida, casi irónica que en general me dirigían, no era tampoco un signo de complicidad o de connivencia, como si, aceptando mi testimonio, reconocieran al mismo tiempo la delicadeza de mi silencio, o como si, al encontrarse con mis miradas insistentes e interrogativas experimentaran una especie de superioridad por su actitud impenetrable sino que, muy por el contrario, parecía estar en relación, no con los actos que ellos habían realizado y de los que yo había sido testigo, sino con ciertos actos de los que me creían capaz y que esperaban verme realizar algún día. Pasado el tembladeral, la tribu volvía a tratarme con jovialidad y deferencia. Hay quienes pretenden que nuestras primeras impresiones son siempre las más justas y verdaderas; debo decir que con esos indios, semejante afirmación no se sostiene. Los que habían sido, en los primeros días, peores que animales feroces se fueron convirtiendo, a medida que pasaba el tiempo, en los seres más castos, sobrios y equilibrados de todos los que me ha tocado encontrar en mi larga vida.

La delicadeza de esa tribu merecería llamarse más bien afeminamiento o pacatería; su higiene, manía; su consideración por el prójimo, afectación aparatosa. Esa urbanidad exagerada fue creciendo a medida que pasaban los días, hasta alcanzar una complejidad insólita. Eran de un pudor sorprendente. En los meses siguientes, nunca vi a un solo indio satisfacer sus necesidades en público. A pesar de que andaban completamente desnudos, jamás vi a nadie, ni siquiera entre las criaturas, cuyo miembro denotara otra función o estado como no fuese colgar flácido y casi inexistente entre las piernas que medio lo ocultaban. El toqueteo, el manoseo, la alusión carnal, parecían excluidos de sus relaciones en público. La circunspección al respecto era tan grande, que aún ahora me sé preguntar si fornicaban en privado, y a no ser por los nacimientos que se producían en todas las épocas del año, el más perspicaz observador llegaría a la conclusión de que esos indios desconocían el coito. Hombres y mujeres se dirigían la palabra de un modo evasivo, distante, aun cuando pertenecieran a la misma familia. Sin ser duros ni autoritarios, el comportamiento con las criaturas era severo y, aunque no exento de consideración e incluso de cariño, sentencioso y cortante. En general, había una separación bastante marcada entre las mujeres y los niños por una parte, y los hombres por la otra. En todos, el cuidado por la limpieza era excesivo, casi irritante. Una criatura de uno o dos años, paseándose con las nalgas embadurnadas de excremento, era motivo seguro de discusión entre marido y mujer. Un niño que orinaba contra un árbol en un lugar en el que podía ser visto, recibía rápido una bofetada.

Acabo de consignar un poco más arriba que, como no fuese durante las orgías, nunca los vi orinar o defecar en público; tampoco me topé, jamás, en las inmediaciones del caserío, con sus excrementos, y al poco tiempo comprendí que los enterraban, no limitándose a cubrirlos, más o menos someramente, con tierra, sino haciendo un pocito en el suelo y tapándolos hasta hacerlos desaparecer. Cuando hacía calor, se bañaban en el río varias veces por día, de modo que el espacio amarillo de la playa estaba siempre lleno de indios y cuando me paseaba por la orilla los veía entrar y salir continuamente del agua, y si por casualidad me hallaba en las proximidades, sin que me fuese posible ver el río, no dejaba de oír, el santo día, e incluso de noche, el ruido de los chapuzones. En invierno calentaban agua en sus marmitas de greda y se lavaban, pero no pocos se bañaban también en el río, dirigiéndose con naturalidad hacia la orilla, indiferentes a la escarcha azul del amanecer. Los alimentos los lavaban y relavaban, incansables, antes de empezarlos a cocinar. Con sus escobas de ramas barrían el interior de las viviendas y las inmediaciones varias veces por día, y en los atardeceres de verano regaban el interior y el exterior, trayendo agua del río en sus vasijas y dispersándola con las manos y haciéndola destellar en la última luz del día. De tan serviciales, eran ostentosos y pesados. Bastaba que alguien pasara cerca de sus viviendas para que ellos, en general concentrados en sus trabajos diarios, lo saludaran con insistencia, lo fuesen a buscar incitándolo a detenerse unos instantes en la puerta de su casa, y comenzaran un largo interrogatorio destinado a informarse sobre el estado de salud de cada uno de los parientes del pasante, sin omitir uno solo, exigiendo minucia en las respuestas, motivando respuestas más amplias con nuevas preguntas, de tal modo que la ceremonia duraba una hora y que el dueño de casa exigía precisiones sobre la salud de personas que había visto esa mañana misma en la playa y con las que había intercambiado un saludo distante. Cuando estos encuentros casuales se producían en el espacio público, es decir, en un lugar alejado de las viviendas de los que se encontraban, todo se limitaba a un diálogo rápido, lacónico e incluso un poco altanero. La distancia era también material, ya que un espacio de dos o tres metros los separaba, como si el cuidado principal de los indios hubiese sido no tocarse, evitar a toda costa un roce físico con el interlocutor. Permanecían unos segundos enhiestos, dignos, un poco echados para atrás, intercambiando fórmulas rápidas y nada calurosas ni sinceras, y después seguían su camino con la cabeza alta, los ojos entrecerrados, la espalda y los hombros rígidos, en una actitud convencional que mostraba orgullo y gravedad. Ese exceso de pudor y de dignidad los volvía susceptibles. Las cosas más insignificantes los ofendían. Si, por ejemplo, una alusión un poco chocante se introducía, por descuido, en la conversación, los presentes bajaban la cabeza, adoptaban un aire pensativo, se quedaban un momento en silencio y después de unos minutos aducían un pretexto cualquiera y se retiraban. Antes de tratar temas relativos a la fornicación, a la menstruación, al excremento, alejaban a las criaturas, y si alguno, actuando con ligereza, se ponía a hablar del tema sin haber inducido a los más chicos a retirarse, era llamado al orden con un tono inapelable y perentorio. Como si hubiesen necesitado cierto tiempo para volverlo a aprender, los indios habían ido recuperando ese ritmo rápido con que hacían todo. Esa rapidez era propia de los varones, porque las hembras se movían plácidas y ausentes, y trabajaban siempre como pensando en otra cosa. Los hombres se desplazaban casi al trote, y cuando se cruzaban con las mujeres, la diferencia de velocidad saltaba a la vista. Era como si los hombres hubiesen sido el horizonte móvil y rígido de un centro oscuro, blando y sedentario representado por las mujeres. Cuando los hombres se encontraban en la playa amarilla y se detenían para intercambiar sus formalidades lacónicas, la celeridad de sus gestos era tal que por momentos parecían seguir dando saltitos en el mismo punto, a distancia prudente del interlocutor, como si les estuviese prohibido inmovilizarse por completo. Cuando iban, por ejemplo, de pesca en sus embarcaciones, atravesaban la playa corriendo, saltaban a la embarcación y se alejaban remando con energía, hasta tal punto que en pocos minutos desaparecían entre los riachos que formaban las islas. Era una velocidad constante, regular, de modo que parecía que hacían todo corriendo, y cuando llegaba la noche se desplomaban sobre la tierra barrida de las viviendas y se dormían hasta el amanecer.

Llenaban, con su ir y venir, en las mañanas soleadas, el espacio translúcido. De lo que había pasado en los primeros días no quedaba otro rastro que algunos estropeados que se entreveraban en la tribu. Era un pueblo urbano, trabajador, austero. Bromeaban poco y, aparte de las criaturas, que en general jugaban en las afueras, casi nunca se reían. Las mujeres parecían menos serias que los hombres o, tal vez, menos rígidas. La actitud de los hombres lindaba con la hosquedad, la de las mujeres, con la resignación y con la indiferencia. Hembras y varones parecían hacer las cosas no por gusto, sino por deber. De la vida común, el placer parecía ausente. Que copulaban en privado lo mostraba, no la concupiscencia de sus actos públicos, sino el vientre de las mujeres que crecía durante el embarazo y los niños arrugados y llenos de sangre que aparecían de tanto en tanto al sol de este mundo.

Objeto de atenciones o de indiferencia, de obsequiosidad súbita y pasajera, de demandas incomprensibles o de desdén persistente, yo derivaba entre ellos, convencido de que lo que parecían esperar de mí, si es que esperaban algo, no lo obtendrían con mi muerte sino más bien con mi presencia constante y mi atención paciente a sus peroratas. De vez en cuando, algún indio se me acercaba y, plantándose frente a mí, se embarcaba en un discurso interminable lleno de ademanes lentos, explicativos, que se referían al horizonte, al río, a los árboles, no sin que, por momentos, un brazo se plegara y la palma de la mano golpeara con energía el pecho del orador, que de ese modo se designaba como el centro de ese chorro de palabras cortas, rápidas y chillonas. Otras veces, cuando pasaba cerca de alguna vivienda, la voz de una mujer que trabajaba a la sombra, junto a la puerta, murmurando Def-ghi, def-ghi, con un tono suave y confidencial, me incitaba a pararme y, sin levantar la vista de su trabajo, la mujer pronunciaba un discurso corto y preciso, y después seguía trabajando en silencio, como si yo ya me hubiese ido, sin haberme dirigido una sola mirada. Más expansivos, los niños a veces me seguían y me hablaban. Eran como el reverso tumultuoso de la tribu, pero la gravedad general también los alcanzaba amortiguando su entusiasmo.

Fueron pasando las semanas, los meses. Llegó el otoño: una tormenta barrió el verano y la luz que apareció después de la lluvia fue más pálida, más fina y, en las siestas soleadas, entre las hojas amarillas que caían sin parar y se pudrían al pie de los árboles, yo me quedaba inmóvil, sentado en el suelo, soñando despierto en la fascinación incierta de lo visible. En la luz tenue y uniforme, que se adelgazaba todavía más contra el follaje amarillo, bajo un cielo celeste, incluso blanquecino, entre el pasto descolorido y la arena blanqueada, seca y sedosa, cuando el sol, recalentándome la cabeza, parecía derretir el molde limitador de la costumbre, cuando ni afecto, ni memoria, ni siquiera extrañeza, le daban un orden y un sentido a mi vida, el mundo entero, al que ahora llamo, en ese estadio, el otoño, subía nítido, desde su reverso negro, ante mis sentidos, y se mostraba parte de mí o todo que me abarcaba, tan irrefutable y natural que nada como no fuese la pertenencia mutua nos ligaba, sin esos obstáculos que pueden llegar a ser la emoción, el pavor, la razón o la locura. Y después, cuando el sol empezaba a declinar y la costumbre me guardaba otra vez en su contingencia salvadora, me paseaba entre los indios buscando alguna tarea inútil que me ayudase a llegar al fin del día, para ser otra vez el abandonado, con nombre y memoria, como una red de latidos debatiéndose en el centro del acontecer.

El invierno trajo más realidad. Alternando, escarcha y llovizna nos recordaban la intemperie humana, incitándonos a construir mediaciones para defendernos del mundo, y la choza, las pieles y el fuego elemental alrededor del cual nos apiñábamos, las fintas para reencontrar el calor animal y para sobrevivir, nos ocupaban con labores precisas y nos distraían de lo indecible. Los indios atraviesan con honor la penuria: lo poco que le arrancan al invierno lo comparten con justicia, y los más fuertes se amurallan alrededor de los débiles, procurándoles alimento y vida. Todo lo hacen con discernimiento y discreción; y, de este modo, mucho más tarde comprendí que si algunos hombres robustos gozaban de privilegios durante los meses de penuria, no era porque los otros temiesen su fuerza bruta, sino porque esos hombres fuertes eran necesarios para la supervivencia de la tribu entera en la que cada uno de los miembros, hasta el más humilde, desde el recién nacido hasta el viejo moribundo, tenía asignado su exacto papel. Más de una vez vi a uno de esos hombres robustos ceder su abrigo o su alimento a un viejo, a un enfermo o a una criatura, en contraste sorprendente con el horror de los primeros días.

Así actuaban los indios en el invierno extremado y gris, sin perder ni hosquedad ni retraimiento. A la choza, un poco separada del caserío, que me cedieron, llegaba, cada día, un hombre silencioso con algo de comer y un poco de leña seca para el fuego. Hay que ver también que, de todos los inviernos que pasé entre los indios, el primero fue el más largo y el más riguroso. Durante semanas, una llovizna helada borró el horizonte y el cielo, y cuando por fin paró, el frío, en lugar de disminuir, aumentó, y, noche tras noche, de un cielo tan limpio y tan próximo que casi nos aplastaba, empezaron a caer las heladas, de modo tal que todos los días los campos amanecían blanqueados como si las estrellas, pulverizándose a causa del frío, estuviesen deshaciéndose de a poco y espolvoreando la tierra. Toda agua, aparte del gran río, se volvió escarcha, fina, quebradiza, destellante, azul al alba, de un verde amarillento durante el día y rosa al atardecer. La arena también se afinó, como hecha, incluso ella, de polvo estelar; y la tierra, reseca y dura en los trechos en que no se mezclaba con la arena, se puso azulada y lustrosa. Hubo, durante semanas, una especie de inmovilidad, como si el aire e incluso el tiempo mismo estuviesen congelados -detención gélida de la luz, o más bien transparencia en que la luz cambiante, azul, verde, amarilla, violeta, rosa, rojiza, como en la escarcha, se reflejaba. Los árboles parecían petrificados, y las ramas desnudas, contra el cielo blanquecino, entrecruzadas y negras, como un paisaje de pesadilla. Bestias y pájaros se morían de frío -y ahí quedaban, grises, rígidos, sin descomponerse, intactos y borrosos en el frío y la muerte. A muchos hombres les pasaba lo mismo: a los viejos, sobre todo, que se llenaban, en esas noches interminables, de frío y de sueño y, sin ganas de levantarse, seguían viaje hasta la muerte por pereza o comodidad. Livianos, silenciosos y sin violencia, como en otoño, hacia la tierra, que es su casa verdadera, las hojas de los árboles, así esos hombres, en el invierno desmedido, caían en la muerte. Los sobrevivientes acechaban, del norte incierto, la primera brisa tibia. Y cuando las primeras hojas tiernas, rojas y diminutas, empezaron a brotar, pareció que era, no sus propios botones, sino el aire helado lo que rompían.

Poco a poco, los indios empezaron a salir de sus chozas, menos al espacio exterior que a la primavera. El aire inmóvil fluía otra vez, como la escarcha, que se volvió agua, y los árboles cristalizados que empezaron a lanzar, hacia el aire azul, nubes graduales de hojas verdes. En los campos florecidos el ir y venir rápido de los indios recomenzó. La arena amarilleaba de nuevo y el río parecía dorado. De las islas, pájaros multicolores salían, rígidos, en bandadas, rayando el cielo azul, y se incrustaban entre los árboles del campo, detrás del caserío. Reaparecieron, todavía somnolientos, pumas y caimanes. Los días tibios se prolongaban en atardeceres rojos y un poco febriles, y a medida que la primavera avanzaba podía verse la playa amarilla llena de gente hasta cada día más tarde, de modo tal que, entre los olores a comida, los paseos lentos por la orilla del agua, el brillo amarillo, en un cielo todavía claro, de las primeras estrellas y el resplandor que nimbaba el follaje, los anocheceres en esa estación de esperanza eran tranquilos y benévolos. A media mañana, cuando el frío declinaba, las primeras fogatas se encendían en el exterior, en el frente de las chozas, entre los árboles, y entonces, en el espacio entero, que guardaba todavía los relentes de estaciones antiguas, podridas y enterradas, maceradas por el tiempo y las lluvias, hojas, madera, cuerpos animales, carne y huesos humanos, excremento, el humo recomenzaba, victorioso, a subir lento entre los brotes, y a los que habían perdido, en la privación del invierno, todo rastro de sí mismos, les traía, con las sensaciones que despertaba, el recuerdo de una vieja persistencia. Daba gusto ver cómo salíamos al mundo, en las mañanas cada vez más tibias y más soleadas, después de meses de repliegue y somnolencia. El día luminoso parecía darles euforia y hasta alegría a esos seres circunspectos y acartonados. Algo más vivo y más amistoso que el deber, la eficacia y la subsistencia parecía justificarlos cuando iban al trabajo; y cuando se cruzaban un momento en la playa o entre los árboles, se demoraban a conversar un poco más que de costumbre, como si, en vez de considerar la cortesía como delito o negligencia, sintiesen que el placer austero que intercambiaban era la prueba de una ventaja que le estuviesen llevando al tiempo y a las cosas.

Con los días, sin embargo, esa dulzura se empezó a agrietar. Entrábamos, como en una casa de fuego, en el verano, girando atontados y perdidos en la luz blanca. La sombra pegajosa de los árboles ya no defendía. Únicamente la madrugada atenuaba el calor, porque la primera luz del alba difundía un ardor que no se disipaba hasta bien entrada la noche. La tribu se agitaba en un sueño intranquilo. En los últimos meses los indios se habían estado acostando temprano para levantarse al alba frescos y decididos. Durante la noche, ni un alma era visible entre el caserío: un silencio pacífico reinaba, sin otra interrupción que los gritos de los pájaros nocturnos. Con los grandes calores, esa disciplina espontánea se deterioró. Yo lo atribuí al principio a ese sol árido que iba subiendo constante y embrutecedor, en el cielo sin límites, pero poco a poco fui comprendiendo que el año que pasaba arrastraba consigo, desde una negrura desconocida, como el fin del día la fiebre a las entrañas del moribundo, una muchedumbre de cosas semiolvidadas, semienterradas, cuya persistencia e incluso cuya existencia misma nos parecen improbables y que, cuando reaparecen, nos demuestran, con su presencia perentoria, que habían estado siendo la única realidad de nuestras vidas. Del mismo modo, el gran río, apacible durante meses, muestra, con detritus, bestias desconocidas y violencia gradual, su fuerza verdadera en los días de crecida.

Las relaciones entre los indios, tan corteses y distantes, fueron derivando hacia el secreteo, la indiferencia, la gresca. Más de uno se volvió impaciente, irritable y, en general, todos parecían aislarse y andaban como perdidos o como sonámbulos. El vino de las mañanas no parecía serles, a esos hombres, fácil de tomar, como si fermentara en pesadumbre y nostalgia. Que algo les faltaba era seguro, pero yo no alcanzaba, viéndolos desde fuera, a saber qué. Espiaban el día vacío, el cielo abierto, la costa luminosa, con la esperanza de recibir, del aire que cabrilleaba, un llamado o una visión. Como sin centro y sin fuerzas derivaban, esperando. La sustancia común que parecía aglutinar a la tribu, dándole la cohesión de un ser único, se debilitaba amenazándola de errabundeo y dispersión. En el trato diario, transparentaban ausencia y hosquedad. Parecían presentir la falta de algo sin llegar a nombrarlo; como si buscaran sin saber qué buscaban ni qué se les había perdido.

Cuando lo comprendieron, todos sus gestos se volvieron mensaje, signo, y poco a poco convergían, vacilando cada vez menos, a la acción. Yo iba leyendo, en sus caras y en sus actitudes, la determinación que crecía en ellos. Un día en que pasaba cerca de una choza vi a una vieja que contemplaba, ya lustrosa y reseca, una calavera. La cara arrugada de la vieja expresaba, sin disimulo, ardor y fascinación. En los días siguientes vi más de un corrillo cabildear y a algunos indios sueltos ir y venir de un grupo a otro llevando y trayendo mensajes y pareceres. Otros preparaban, con pericia entusiasta, flechas envenenadas. Sin que yo supiese de dónde empezaron a reaparecer, en diferentes lugares, las pertenencias del capitán y de mis compañeros: ropa, un casco, una espada, metales, monedas. Todo el mundo quería echarles una mirada, tocarlas, manosearlas. En menos de un año habían adquirido el aire sobado y definitivo de las reliquias. Por el privilegio de su contacto fugaz, más de una vez hubo disputas, e incluso sangre. Venían mezcladas con objetos que yo desconocía, pero cuyo origen era fácil adivinar: collares, piedras, cuchillos, pedazos de madera, tan pulidos y amarillentos que apenas si se distinguían de los huesos, humanos y animales, a juzgar por sus diferentes formas y tamaños, entre los que se traspapelaban. Algunas calaveras rodaban por la arena durante las arrebatiñas frecuentes y violentas. Nadie, sin embargo, las guardaba mucho tiempo entre sus manos, como si además de la atracción desmesurada que ejercían, esos objetos sudaran también veneno.

Una mañana, bien temprano, un rumor me despertó. El día apenas si despuntaba. Una muchedumbre de cuerpos oscuros cintilaba en el aire azul de la playa. Agitación, apuro, entusiasmo, alegría incluso la estremecían. Un centenar de hombres se embarcaba en las canoas alineadas en la orilla y la totalidad de la tribu se arremolinaba a su alrededor, en actitud de despedida. Todo el mundo gesticulaba hablando en voz baja y rápida, un poco ahogada por la excitación contenida. Casi todas al mismo tiempo, las canoas se separaron de la orilla -casi al mismo tiempo en que los hombres subían a bordo también- y empezaron a alejarse, todas a la misma velocidad, río arriba, hasta que se perdieron entre las islas. La tribu se quedó un largo rato en la orilla antes de dispersarse, como si contemplara, con estupor y esperanza, el sol rojizo y grande que subía más allá de las islas, limpiando de oscuridad el aire matinal y sembrando el río violáceo de reflejos quebradizos.

En los días que fueron pasando, las miradas iban, casi continuamente, hacia el gran río destellante y desierto. Las islas bajas que había ido formando yacían en el centro, inmóviles, alargándose río arriba. Del agua no subía ninguna frescura. Y del horizonte blanco y borroso a causa del calor, ningún signo, gradual, se aproximaba. Incertidumbre y ansiedad carcomían, con intensidad creciente, el corazón de los indios. De vez en cuando alguno, abandonando por un momento lo que estaba haciendo, se acercaba a la playa y, con disimulo, fingiendo lavarse las manos u orinar en el agua, miraba río arriba con la esperanza de descubrir la vuelta de las canoas. Otros salían, muchas veces por día, a la puerta de las construcciones a cuya sombra se protegían del calor, y escrutaban el agua. La impaciencia fue haciéndolos abandonar, poco a poco, sus ocupaciones y aproximarse a la orilla. Al principio eran tres o cuatro, el segundo día, un puñado, el tercero ya casi una muchedumbre y, el cuarto, la tribu entera estaba en la playa con la vista fija en el lugar del río, entre las islas chatas y alargadas, por donde habían desaparecido las canoas y por donde, sin duda alguna, esperaban verlas reaparecer.

Llegaron otra vez, cintilantes y azules, no en el alba, como cuando se habían ido, sino en el anochecer, como cuando me habían traído con ellos. Las mismas fogatas que, desde el agua, yo había visto iluminar la playa, se habían encendido esta vez ante mis propios ojos. Todo se repetía, pero ahora los acontecimientos venían a empastarse con otros, similares, que se desplegaban en mi memoria. Lo que se avecinaba tenía para mí un gusto conocido: era como si, volviendo a empezar, el tiempo me hubiese dejado en otro punto del espacio, desde el cual me era posible contemplar, con una perspectiva diferente, los mismos acontecimientos que se repetían una y otra vez -y la impresión de que esos acontecimientos ya se había producido fue tan grande que, mientras veía, en el aire azul, sobre el río que reflejaba las hogueras, venir, con su ritmo rápido y uniforme, las embarcaciones, esperé, durante unos momentos, sin darme cuenta realmente pero de un modo intenso y total, verme a mí mismo, perdido y como hechizado, descubriendo poco a poco, en ese anochecer azul lleno de paz exterior y confusión humana, la oscuridad sin límites que dejaban entrever a mi alrededor esas costas primeras.

Pero yo no venía en esas embarcaciones -venía, eso sí, un hombre vivo, que tendría, tal vez, mi edad, y se mantenía rígido e inmóvil entre los remeros. Def-ghi, Def-ghi, le decían algunos apenas pisó tierra, cuando el desorden y la multitud les impedían aproximarse a los cadáveres que los miembros de la expedición desembarcaban y depositaban, apilándolos sin muchas consideraciones, sobre la arena de la playa. El prisionero -aunque la palabra, como se verá, es inapropiada- los ignoraba y si de vez en cuando se dignaba mirar a alguno, lo hacía con desdén calculado y menosprecio indiferente. Def-ghi, Def-ghi, insistían los otros, señalándose a sí mismos para atraer la atención del prisionero hacia sus personas. Las mismas sonrisas acarameladas que yo conocía tanto le eran dirigidas, las mismas bromas de mal gusto, tales como simularse enojados y dispuestos a la agresión, para, unos minutos más tarde, deshacerse en carcajadas, la misma ostentación teatral para configurarse un personaje fácilmente reconocible desde el exterior. Adrede, el prisionero ignoraba esos actos de seducción, lo cual contribuía a estimularlos, incitándolos a tanta variedad que en un determinado momento no se sabía si el cambio de actitud era verdadero o fingido y si el paso de la hilaridad a la rabia, del sentimentalismo a la violencia, de la altanería a la obscenidad, era causado por el deseo que tenían de componer una actitud que podía ser aprehendida de inmediato, una modificación deliberada, o si, en realidad, movidos por la indiferencia del prisionero y por la ansiedad que su presencia parecía infundirles, llenos de incertidumbre y confusión, eran como una sustancia blanda e informe que el vaivén del acontecer moldeaba en figuras arbitrarias y pasajeras. Algo, sin embargo, era seguro: el prisionero sabía, desde el primer momento, lo que esos indios esperaban de él, cosa que yo, en cambio, fui adivinando poco a poco y recién después de mucho tiempo -y hoy todavía, sesenta años más tarde, mientias escribo", en la noche de verano, a la luz de la vela, no estoy seguro de haber entendido, aun cuando ese hecho haya sido, a lo largo de mi vida, mi único objeto de reflexión, el sentido exacto de esa esperanza. Lo que pasó en los días que siguieron se adivina, fácil: desde la acumulación del deseo en la mañana soleada y tranquila mientras los cuerpos despedazados se asaban sobre las brasas hasta el tendal de muertos y estropeados tres o cuatro días más tarde y el recomenzar vacilante de la tribu, pasando por el placer contradictorio del banquete, por la determinación suicida de la borrachera y por el tembladeral de los acoplamientos múltiples, fantásticos y obstinados, el regreso de los acontecimientos, en un orden idéntico, era todavía más asombroso si se tiene en cuenta que no parecía. provenir de ninguna premeditación, que ninguna organización planeada de antemano los determinaba, y que los días medidos, grises y sin alegría de esos indios los iban llevando, poco a poco, y sin que ellos mismos se diesen cuenta, hasta ese nudo ardiente que era su única fiesta, de la que muchos salían maltrechos y a duras penas y en la que algunos quedaban enredados por toda la eternidad. Era como si bailaran a un ritmo que los gobernaba -un ritmo mudo, cuya existencia los hombres presentían pero que era inabordable, dudosa, ausente y presente, real pero indeterminada, como la de un dios.

Como mi propia sombra, el prisionero se paseaba, un poco olvidado, por el gran claro arenoso en el que humeaban las parrillas. A diferencia de mí que el primer día había deambulado con estupor y miedo por entre la tribu, el prisionero parecía, no únicamente in-diferente y tranquilo, sino incluso, si se tienen en cuenta las poses que adoptaba, un poco decepcionado cuan-do los indios, absortos en la contemplación de las parrillas o perdidos en sus sueños carnales, dejaban de prestarle atención. Parecía esperar de los indios halago o sumisión y se le notaba cierta contrariedad cuando comprobaba que los indios no lo festejaban lo suficiente. Se hubiese dicho que el hecho de haber sido capturado le otorgaba cierta superioridad. Es verdad que, en e1 momento de desembarcar, muchos se le habían acercado, rodeándolo, habían tratado por todos los medios de llamar su atención, y que yo veía recomenzar con él e1 asedio que había sufrido durante los primeros tiempos de mi vida en el caserío, pero contrariamente a lo que sucedía conmigo, él parecía conocer a fondo las razones, y su actitud altanera y desdeñosa mostraba que ese asedio no lo molestaba sino que le confería, por causas misteriosas, un poder desconocido. Era evidente que mi presencia, en cambio, lo fastidiaba. Las miradas desdeñosas que me lanzaba, a diferencia de las que le dirigía a la tribu, pretensiosas y arbitrarias, se espesaban de odio. Más de una vez lo sorprendí observándome con disimulo, como quien estudia a un enemigo. Evitaba, en general, mi mirada, del mismo modo que mirarme directamente, ignorándome para establecer, en este mundo en el que yo parecía contrariarlo, por decisión mágica, mi inexistencia. Cuando lo vi llegar, sobreviviente, en situación idéntica a la mía, pensé que el horizonte desconocido me mandaba un aliado, pero un vistazo rápido le había bastado para reconocerme en medio de la tribu y desde ese momento había sido para mí pura evasiva y hostilidad. El sabía. Estaba al tanto, no únicamente de su propio papel, que desempeñaba con fervor y prolijidad, sino también del mío, dándome la impresión más bien desagradable de ser, al mismo tiempo, englobado y rechazado por él. Cuando, en las pausas de frenesí, los indios volvían al asedio, el prisionero se comportaba con ellos como el hombre importante que se digna, sin mucho interés, prestar una atención reticente a las súplicas de la plebe, y después vuelve, con el mismo gesto arbitrario, a sus alturas, sin dejar entrever si en sus decisiones venideras tendrá o no en cuenta los pedidos ni sí lisa y llanamente los ha escuchado. Esa actitud exasperaba a los indios que a veces pasaban, excedidos, de la súplica a la demanda perentoria o a la amenaza. Pero era evidente que esos enojos no espantaban al prisionero. Parecía gobernar, con la simple variación de sus poses exageradas, a la tribu entera. Los asadores, que no eran los mismos de la primera vez, le deparaban la misma cortesía tranquila con que me habían atendido, pero incluso con ellos se mostraba intratable. Todavía hoy me sé preguntar si esa conducta desmedida era un rasgo de carácter o un estilo de interpretación -hoy, esta noche, tanto tiempo más tarde, en que creo saber lo que esos indios esperaban de mí, por haberlo descubierto, poco a poco, en los años que se fueron sucediendo. El prisionero lo sabía desde el principio porque, por pertenecer a alguna tribu no muy lejana, conocía la lengua de los que lo habían capturado o porque, a causa de esa vecindad, su propia tribu había sido objeto de expediciones similares y él debía estar al tanto, por habérselo oído contar a otros, de las razones de su cautiverio. Esas razones establecían, para él, un privilegio del que no se servía, hay que decirlo, con suficiente decencia; por lo que me pareció observar, la extorsión no era del todo ajena a sus manejos y aceptaba, con impudicia, toda clase de obsequios, sin sin embargo darles, a quienes se los ofrecían, la certidumbre de que sus deseos se verían realizados. En esa prebenda pasó un par de meses, hasta que una mañana de otoño en que lloviznaba, en una canoa cargada de alimentos y chucherías, desapareció remando despacio río arriba, silencioso y erguido, sin haber perdido un solo instante ese aire de malhumor y desprecio de quien se siente mal hospedado, entre gente inferior que no merece su excelsa compañía, impasible ante el clamor de la tribu que lo acompañó hasta la canoa como a un príncipe soberano, sin dejar de mostrarle, con sus actos y sus expresiones, hasta qué punto deseaban incrustarse para siempre en su consideración y en su memoria. En el otoño avanzado, en el gris parejo de la tierra, del aire, del agua y del cielo, fue desapareciendo, de a poco, en el horizonte, empastándose en él, como un espejismo más en este mundo que nos depara tantos.

Para ese entonces, los indios ya habían salido, no sin lentitud y dificultad, del agujero negro en el que se hundían, periódicos. En los diez años que viví entre ellos diez veces les volvió, puntual, la misma locura. Lo más singular era que en los meses de abstinencia, ningún signo exterior dejaba traslucir la fuerza desmesurada del deseo que los carcomía. Cuando empecé a orientarme por la selva de su lengua y servirme toscamente de ella, lo que llevó tiempo, más de una vez, curioso, y aunque no de un modo directo, los interrogué. Era como si hubiesen perdido la memoria y no supiesen a qué me estaba refiriendo. No había ni evasiva ni hipocresía en sus respuestas: no, se trataba de olvido o de ignorancia. Esos indios no mentían nunca. Hablaban poco, y siempre por razones precisas. El arte de la conversación les era desconocido. Los cabildeos no eran propiamente conversaciones sino un intercambio de ideas muy precisas que lanzaban, lacónicas, a la concurrencia, que a su vez las recibía sin comentarios. A veces, entre una pregunta y su respuesta podían pasar horas. Y la agitación verbal que a veces ganaba esas reuniones no era el resultado de la abundancia de alocuciones, sino de la repetición, que podía cambiar de fuerza y de velocidad, de dos o tres frases cortas y chillonas, y a veces incluso de una sola palabra. Los saludos convencionales que se dirigían y el exceso de fórmulas corteses parecían ser, desde el punto de vista de ellos, un mal necesario. Esa pobreza oral es para mí prueba de que no mentían, porque en general la mentira se forja en la lengua y necesita, para desplegarse, abundancia de palabras. El olvido y la ignorancia parecían genuinos: era como si una parte de la oscuridad que atravesaban quedase impregnada en sus memorias, emparchando de negro recuerdos que, de seguir presentes, hubiesen podido ser enloquecedores. Sin darse cuenta, exageraban el pudor, horrorizados sin duda alguna, y confusamente, como los animales, de presentir aquello de que eran capaces. En los meses del año en los que la penuria los obligaba a enfrentar lo exterior, el olvido era total y se volvían austeros y fraternales, menos tal vez a causa de sentimientos nobles que por presentir que, para sus fiestas camales, la robustez y la integridad de la tribu eran necesarias. Con el fin del invierno, empezaba el desgaste. El día duradero, en su luz cegadora, iba poniéndolos, abandonados y desnudos, cara a, cara con la evidencia. Pasaban igual que de la apatía al entusiasmo, no a otra estación del año, sino a otro mundo, en el que se olvidaban también de todo, pudor, mesura o parentesco. Iban de un mundo al otro pasando por una zona negra que era como un agua de olvido, y atravesaban, de tanto en tanto, un punto en el cual todos los límites se borraban dejándolos al borde de la aniquilación. Era natural que algunos no volviesen y que muchos saliesen chamuscados, como quien atraviesa un incendio. Ese ir y venir era, creo, para ellos, fuente de desdicha. Bastaba verlos en posesión del objeto tan deseado para darse cuenta de que les quemaba las manos. Y la circunspección de los meses de abstinencia les venía de sentir que los actos cotidianos eran pura apariencia y que ellos debían proceder de un mundo olvidado. Así andaban los indios, del nacimiento a la muerte, perdidos en esa tierra desmedida. El fuego que los consumía, ubicuo, ardía al mismo tiempo en cada uno de los indios y en la tribu entera. Un fuego único que, más que encenderse, de golpe, en cada uno, circulaba continuo por todas partes y de vez en cuando se manifestaba. Llevados y traídos por ese hálito incandescente, no eran más dueños de sus actos que la espiral de tierra en el ciclón de noviembre. Yo crecí con ellos, y puedo decir que, con los años, al horror y a la repugnancia que me inspiraron al principio los fue reemplazando la compasión. Esa intemperie que los maltrataba, hecha de hambre, lluvias, frío, sequía, inundaciones, enfermedades y muerte, estaba adentro de una más grande, que los gobernaba con un rigor propio y sin medida, contra el que no tenían defensa, ya que por estar oculta no podían construir, como con la otra, armas o abrigos que la atenuaran. Yo los sabía capaces de resistencia, de generosidad y de coraje, y diestros en el manejo de lo conocido: bastaba ver sus objetos y la habilidad con que los construían y utilizaban para comprender en seguida que esos indios no se dejaban intimidar por la costra ruda del mundo. Pero eran como náufragos en una balsa tratando de mantener la disciplina a bordo mientras golpea la tormenta, en plena noche y en un mar desconocido.

Diez años están hechos de muchos días, horas y minutos. De muchas muertes y nacimientos también. Lo que cuando toqué la playa en el primer anochecer me era extraño, con el tiempo continuo que nos modela y nos cambia fue haciéndose familiar. Si para cualquier hombre el propio pasado es incierto y difícil de situar en un punto preciso del tiempo y del espacio, para mí, que vengo de la nada, su realidad es mucho más problemática. Ninguna vida humana es más larga que los últimos segundos de lucidez que preceden a la muerte. Veinte, treinta, sesenta, diez mil años de pasado tienen la misma extensión y la misma realidad. Del incendio más colosal no queda más verdad que la ceniza. Pero hay también, en toda vida, un período decisivo, que sin duda también es pura ilusión, pero que sin embargo nos moldea, definitivo. Es una ilusión un poco más espesa que el resto, que se nos prodiga para que, cuando la proferimos, podamos de un modo u otro representarnos la palabra vida. Yo era arcilla blanda cuando toqué esas costas de delirio, y piedra inmutable cuando las dejé, aun cuando mi permanencia en ellas haya sido, teniendo en cuenta la edad a la que estoy llegando, relativamente corta, y aun cuando, en los años que siguieron, haya vivido, en apariencia, tantas cosas que otros llamarían importantes y variadas.

Mi vida entre los indios, por haber durado tanto, no se parecía a la estadía fastuosa de los prisioneros que retenían algunos meses en la tribu y que después mandaban, en canoas cargadas de regalos, hacia el horizonte del río. Aunque me daban algunos privilegios y me protegían sin ostentación, compartí con ellos planes y contingencia. Supieron, eso sí, dejarme al margen de sus fiestas desmedidas. Las últimas veces, para no verlos, me iba solo, durante tres o cuatro días, campo afuera, no por repugnancia sino más bien por pesadumbre, para no ver caer, en los mismos pantanos de años anteriores, a muchos que a menudo me habían mostrado consideración y bondad, despertando en mí algún afecto. El aprendizaje del idioma que hablaban, por ser rudimentario, me resultaba todavía más difícil. Un observador esporádico hubiese podido pensar que ese idioma iba construyéndose según el capricho del que lo hablaba. Más tarde comprendí que aun hasta al capricho nuestro entendimiento le inflige leyes que le dan la ilusión del conocer e incluso en eso la vida de los indios contrastaba con la de los otros hombres entre los que había vivido y viviría. Esa vida me dejó -y el idioma que hablaban los indios no era ajeno a esa sensación-un sabor a planeta, a ganado humano, a mundo no infinito sino inacabado, a vida indiferenciada y confusa, a materia ciega y sin plan, a firmamento mudo: como otros dicen a ceniza. Durante años, me despertaba día tras día sin saber si era oestia o gusano, metal en somnolencia, y el día entero iba pasando entre duda y confusión, como si hubiese estado enredado en un sueño oscuro, lleno de sombras salvajes, del que no me libraba más que la inconsciencia nocturna. Pero ahora que soy un viejo me doy cuenta de que la certidumbre ciega de ser hombre y sólo hombre nos hermana más con la bestia que la duda constante y casi insoportable sobre nuestra propia condición.

A ese horizonte de agua, arena, plantas y cielo, empecé a verlo, poco a poco, como un lugar definitivo. En los primeros meses, en los dos o tres primeros años quizás, mis ojos espiaban lo que vendría a sacarme menos de las penurias que de la extrañeza. Pero esa esperanza fue borrándose con los años. Lo vivido roía, con su espesor engañoso, los recuerdos fijos y sin defensa. Cuando nos olvidamos es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo. Nada nos es connatural. Basta una acumulación de vida, aunque sea neutra y gris, para que nuestras esperanzas más firmes y nuestros deseos más intensos se desmoronen. Recibimos masas continuas de experiencia como el cajón, en la fosa húmeda, paladas de tierra definitiva. En pocas palabras, dos o tres años después de haber llegado era como si nunca hubiese estado en otra parte. No había más que el presente pastoso en el que nuestra lucidez valiente pero endeble se debate y un futuro que anunciaba más repetición que novedad. Mi extrañeza, de ese modo, iba acompañada no de asombro sino de indiferencia. En el vaivén de las estaciones, mi cuerpo, densidad sin destino propio y sin memoria, era llevado y traído, en un lugar salvaje, por la estampida lenta de los acontecimientos, y de ese sistema familiar y desconocido a la vez vendría a sacarme, caprichosa, la muerte. Mi vida ya no soñaba, abierta, con ninguna diversidad.

Es, en general, lo que no se ha previsto lo que sucede. Una tarde, los indios me vinieron a buscar, muy excitados, a mi choza. Yo los había visto discutir a menudo, en voz baja, en los días anteriores, lanzándome miradas que creían disimuladas. Pero del mismo modo habían actuado otra veces, por ejemplo cada vez que se disponían a proponerme algún trabajo o alguna invitación. La primera vez que me habían llevado a cazar con ellos, o cuando me habían pedido, ante la amenaza de una tormenta, ayuda para desenterrar sus legumbres, había habido cabildeos semejantes. Pero lo que difería ahora era que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, el asedio a mi persona, que la convivencia había contribuido a disminuir, cobraba de golpe una intensidad inesperada.