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Me habían preparado, como a mis predecesores, una canoa cargada de comida que se balanceaba en la orilla. Divididos entre la voluntad de abrirme paso y de hacérseme presentes, los indios se agitaban con gestos contradictorios que instauraban un desorden ruidoso en la muchedumbre. Los últimos metros los atravesé casi en el aire, soliviantado por brazos fuertes y ansiosos, hasta que me encontré sentado, como por milagro, en la canoa. Casi al mismo tiempo, varios indios, entrando en el agua, la empujaban río abajo. Yo los dejaba, inmóvil, sin siquiera haber tocado el remo, viendo, mientras me alejaba, la muchedumbre arracimada en la playa, de la que los más próximos a la canoa, con el río que ya estaba llegándoles casi a la cintura, parecían los últimos islotes de un continente atormentado que se adentraba en el océano. Muchos corrían río abajo, por la orilla, gesticulando hacia la canoa. Uno se zambulló y se puso a acompañarla a nado. Cada dos o tres brazadas se paraba y, emergiendo del agua, me hacía gestos desmesurados y se golpeaba el pecho; después volvía a zambullirse y seguía nadando. Yo me aferré por fin al remo, para orientar mejor la embarcación. A medida que me alejaba, lo que transcurría ante mis ojos iba ganando sentido en vez de perderlo, y el conjunto de la tribu, sacudida por un clamor ambiguo, fue por primera vez una evidencia que yo podía percibir desde afuera, hasta tal punto que el que nadaba a mi lado, o los que seguían corriendo por la orilla para acompañar la canoa, con el fin de hacerse notar, de que yo los reconociese y los guardase más que a los otros o más frescos en mi memoria, por el hecho mismo de haberse separado de la tribu, en vez de volverse más nítidos, paradójicos, se borraban. Es verdad que ahora puedo recordarlos por separado, pero no son más que el que nadaba junto a la canoa o los que seguían corriendo por la orilla, sin que pueda afirmar, a ciencia cierta, que era ése el papel que hubiesen querido representar. Pero, por fin, también ellos pararon. El nadador se dirigió, chorreando agua, agobiado por el esfuerzo, hacia la orilla, y los otros corrieron un trecho más y se quedaron inmóviles. Los ¡Def-ghi! ¡Def-ghi! que habían estado dirigiéndome hasta último momento, dejaron de oírse y ya casi nadie gesticulaba, nadie hacía señas ni realizaba actos irrisorios que le hicieran distinguirse de la muchedumbre anónima, de modo que yo podía verlos, estáticos y numerosos, contra el fondo de árboles que se abría en semicírculo detrás de la playa, más acá de las construcciones que dejaban ver, fragmentarias, la vegetación, bajo el sol único que ya declinaba sobre la tierra amarillenta, en un cielo verdoso, enfrentados al río salvaje que apenas si agitaba, avanzando, la canoa. Mientras me alejaba río abajo, sin destino conocido, sentía algo que recién esta noche, sesenta años más tarde, cuando ya no se despliega, frente a mí, casi ningún porvenir, me atrevo, sin estar sin embargo demasiado seguro, a formular: que no venía nadie, remando río abajo, en la canoa, que nadie existía ni había existido nunca, fuera de alguien que, durante diez años, había deambulado, incierto y confuso, en ese espacio de evidencia. Así hasta que un recodo del río borró, abrupto, la visión, y salí de ese sueño para siempre.
La corriente me iba llevando, firme, en el atardecer. Yo orientaba con el remo, y sin mucho esfuerzo, la canoa. Durante horas no se oía más que el ruido del remo y a veces el tumulto de pájaros que ese ruido ocasionaba cuando me aproximaba demasiado a la orilla; sin ruido, adormilados, los yacarés bajaban del barro de las costas carcomidas al agua. A veces, un pescado saltaba y sin ser totalmente visible en la superficie a la que había subido para mandarse, de una boqueada, alguna minucia comestible, se dejaba adivinar por el ruido que hacía, más o menos intenso según su tamaño, y por el penacho de agua blanquecina que levantaba. Los he visto amarillos, como acorazados de oro, atigrados, de un verde cobrizo, con cabezas de gato o de serpiente, algunos dos veces más altos que un hombre, gordos como vacas -diversidad viva y misteriosa que ha hecho de ese río su hogar. Insectos, pájaros, pescados, bestias y hasta monstruos si se quiere: de toda esa fiebre animal yo, con la lucecita encendida dentro de mí, como la llama de una vela capaz de resistir a todos los vientos, que hubiese debido abarcarlos con mi propio ser, derivaba, perdido y abandonado, en la exterioridad pura. Llegó la noche. Era una noche sin luna, muy oscura, llena de estrellas; como en esa tierra llana el horizonte es bajo y el río duplicaba el cielo yo tuve, durante un buen rato, la impresión de ir avanzando, no por el agua, sino por el firmamento negro. Cada vez que el remo tocaba el agua, muchas estrellas, reflejadas en la superfície, parecían estallar, pulverizarse, desaparecer en el elemento que les daba origen y las mantenía en su lugar, transformándose, de puntos firmes y luminosos, en manchas informes o líneas caprichosas de modo tal que parecía que, a mi paso, el elemento por el que derivaba iba siendo aniquilado o reabsorbido por la oscuridad.
El cansancio me llevó a la orilla. Me dormí en la canoa. En el alba, una voz me despertó. Tiene barba, decía, cautelosa, pero no lejos de mis oídos. Cuándo abrí los ojos, dos barbudos, que aferraban armas de fuego, inclinados hacia mí, me observaban, sorprendidos. Cascos relucientes coronaban sus cabezas; parecían cansados y un poco simples. Como yo dormía con la cabeza hacia tierra y ellos estaban inclinados hacia mí desde la orilla, al principio tuve un sobresalto, porque vi sus caras al revés y creí -salía de un sueño-, que eran una especie particular de aborígenes, a los que la naturaleza les había dado, por capricho, cabezas invertidas, pero al incorporarme, brusco, asustando un poco a los dos hombres que se irguieron amenazándome con sus armas, pude comprobar que las cabezas estaban en el lugar adecuado y que las caras que me contemplaban no sin espanto se parecían mucho a tantas otras que había visto, durante mi infancia, en los puertos. Para apaciguarlos, empecé a contarles mi historia, pero a medida que hablaba veía crecer el asombro en sus expresiones hasta que, después de un momento, me di cuenta de que estaba habiéndoles en el idioma de los indios. Traté de hablar en mi lengua materna, pero comprobé que me la había olvidado. Con gran esfuerzo, logré al fin proferir algunas palabras aisladas, formulándolas, por costumbre, con la sintaxis peculiar de los indios, lo cual, si bien no aclaró las explicaciones, les dio, a los dos hombres, junto con mi aspecto físico, la prueba de que, como ellos, también yo era un extraño en ese lugar de pesadilla.
Me ordenaron que los siguiera. Río abajo, en la orilla, había un campamento y, un poco más lejos, una nave inmóvil en medio del río. Todo tenía, en el alba avanzada, ese color singular que anuncia días de exclusión y delirio. Las barbas de los hombres, como máscaras rígidas, envolvían expresiones pálidas y un poco ansiosas. Por la dificultad mutua en el trato, me doy cuenta de que diez años entre los indios me habían desacostumbrado a esos hombres. Cuando llegamos al campamento, los hombres me sustrajeron a la curiosidad de los subalternos que trabajan en la orilla, y me llevaron en presencia de un oficial que empezó a interrogarme sin que yo, a pesar de mis esfuerzos bien intencionados, lograra entender gran cosa. Sus palabras, que él profería con lentitud para facilitar mi comprensión, eran puro ruido, y los pocos sonidos aislados que me permitían representarme alguna imagen precisa eran como fragmentos más o menos reconocibles de un objeto que me había sido familiar en otras épocas, pero que ahora parecía haber sido despedazado por un cataclismo. Y, contrariamente, a cada silencio que el oficial hacía para dejarme intercalar la respuesta, las pocas palabras en nuestro idioma común que yo era capaz de formular, venían como envueltas entre los racimos o las redes de las que había aprendido entre los indios y que parecían, como las plantas que crecían en la región, más fuertes, más rápidas, más fáciles y más numerosas. Al final, terminamos comunicándonos por señas: sí, había indios a menos de una jornada, río arriba; contra la corriente, tal vez llevaría más tiempo llegar; se llamaban colastiné; no, no tenían ni oro ni piedras preciosas, pero lanzas y arcos y flechas, en cambio, sí; sí, sí, comían carne humana. El oficial sacudía la cabeza, un poco impaciente. Aunque, como lo supe más tarde, era la primera vez que pisaba esa tierra, consideraba cada una de mis respuestas rudimentarias como la confirmación de sus propias sospechas y pareceres, y tomaba cada una de las características de los indios, por inocente que fuese, como una afrenta personal. Tuve la impresión de que hasta yo le parecía sospechoso, como si mi larga permanencia en esa tierra me hubiese contaminado de alguna fuerza negativa Por poco me manda al calabozo, pero a último momento condescendió a ponerme en manos de un cura. Ese oficial era lo que en estas naciones se suele llamar una bellísima persona: tenía el pelo y la barba negros, lacios y bien recortados, un cuerpo atlético y proporcionado, la piel bronceada y saludable a causa de su largo comercio con el mar y con la intemperie y aun en ese amanecer insólito, en esas costas barrosas que acechaban, con atención disimulada, cocodrilos, arañas y naturales, parecía vestido como para asistir a un baile en la corte, con camisas almidonadas, metales relucientes, rígido, lustroso y elegante. Cuando se juzgó lo bastante informado pareció olvidarse de mi presencia y empezó a dar órdenes que sus subalternos ejecutaban con rapidez y devoción -en los pocos días en que tuve ocasión de observarlo pude comprobar que los marineros y los soldados lo veneraban y sus bromas, siempre lacónicas y envaradas, contribuían a aliviar no poco los trabajos brutales de todos los que estaban bajo su mando, como si él fuese consciente de los privilegios que ese mando suponía y sintiese compasión y hasta cierto amor por sus hombres, pero apenas lo tuve enfrente sentí por él una especie de repulsión que en los días siguientes no hizo más que aumentar. Los hombres volvieron, rápidos, al barco anclado en medio del río, llevándome con ellos, y durante un par de horas prepararon, con despliegue de armas y de gritos, una expedición. Hasta el anochecer, el barco navegó río arriba y volvió a inmovilizarse lejos de las orillas. Yo pasé la noche en un rincón de cubierta, asistido por el cura que, después de darme de comer, entre largos momentos de silencio, me interrogaba con dulzura pero sin resultado: el cansancio, o esos acontecimientos inciertos y distantes que transcurrían, para, al parecer, mis sentidos, no encontraban, en el fondo de mi ser, un lenguaje que los expresara. A la mañana siguiente, el oficial me volvió a interrogar, señalándome las orillas y, con ademanes, le expliqué que el caserío no estaba lejos y, como estábamos cerca de la borda, comprobé que durante la noche otra nave había anclado cerca de la nuestra. De la segunda, varias embarcaciones cargadas de hombres armados se aproximaban a la nuestra, en la que también la tripulación se preparaba. Hasta último momento, el oficial parecía dispuesto a llevarme con él en su expedición, pero esa especie de desconfianza hacia mi persona, que le venía tal vez de haber adivinado, aun sin darse cuenta, la repulsión que me inspiraba, lo indujo no únicamente a dejarme a bordo, sino a mandarme con el cura a la bodega, como si temiese de mí traición o maleficio. Debo decir que en los primeros tiempos la curiosidad que despertaban ni aventura y mi persona venía mezclada de sospecha y de rechazo, como si mi contacto con esa zona salvaje me hubiese dado una enfermedad contagiosa, y, por el he-cho de haber sido sustraído durante tanto tiempo a la zona a la que esos hombres pertenecían, yo hubies vuelto a ellos contaminado por lo exterior.
La expedición salió a media mañana y volvió al anochecer; habían encontrado los árboles, la playa semicircular, el caserío, pero ni rastro de los supuestos habitantes. Ceniza todavía tibia se mezclaba a la tierra arenosa. El oficial me mandó llamar para interrogarme por tercera vez. El cura me acompañaba. Con señas cansadas, con frases fragmentarias que mezclaban palabras en los dos idiomas y otras que los combinaban sin existir en ninguno de los dos, a pedido del oficial conté que sin duda los indios habían visto llegar las naves y que, como yo había podido observarlo varias veces durante las crecidas o ante el peligro de invasión por alguna tribu vecina, se habían retirado hacia el interior de las tierras. El oficial, entrecerrando los ojos, sacudía la cabeza con movimientos lentos y afirmativos, como si él ya hubiese previsto ese desaire. De sus gestos parecía emanar la convicción de que los indios, en vez de replegarse tierra adentro al verlo llegar con sus embarcaciones llenas de soldados armados, hubiesen debido, en razón de quién sabe qué obligación, quedarse a esperarlo. Era como si ese oficial hubiese tenido la pretensión de que los indios conociesen de antemano los planes que él concebía respecto de ellos y que, aprobándolos sin vacilar, realizasen todos los actos que exigía su consumación. Para el oficial, la idea de que los indios pudiesen tener un punto de vista propio sobre esos planes parecía inconcebible.
Después de haberme vaciado con preguntas que se repetían, inútiles, me transfirieron, con cura y todo, a la otra nave. Nuevos oficiales se encargaron de mí, interrogándome bajo la mirada curiosa de los marineros, hasta que me relegaron a un rincón cualquiera de la cubierta. A la ropa que me habían dado para ocultar mis genitales el primer día, se agregó una camisa y un calzado que, al principio, no hubo forma de hacer entrar. La ropa me raspaba la piel, me hacía sentir extraño, lejos de mi cuerpo, pero poco a poco me fui olvidando de que la llevaba puesta y me acostumbré a ella. A la mañana siguiente, el cura me despertó para recortarme la barba y el cabello y darme algo de comer. Por él supe que una nueva expedición había salido, al alba, hacia la costa y que, a partir de ese momento, nuestra nave había empezado a navegar río abajo. Me asomé a la borda, pero no vi más que el gran río salvaje, que corría hacia el mar, y las costas vacías y silenciosas. No había ni rastro de indios o soldados, y eso que no hacía mucho que navegábamos. Nos detuvimos recién al anochecer. De las orillas que había venido dejando atrás y que ahora flanqueaban, a lo lejos, la nave detenida, agobiaba tanta mudez. Yo escrutaba el horizonte de agua, sin saber bien por qué. Esa noche, después de su ausencia periódica, salió la luna, un arco amarillo. Yo contemplaba, desde la cubierta invadida de mosquitos, por entre los mástiles y las cuerdas, numerosas, las estrellas. Pero ningún ruido subía hacia ellas; de río arriba no llegaba, hasta la cubierta adormecida, más que el mismo silencio ininterrumpido del día entero.
Nada distinto sucedió al siguiente. Al alba seguimos navegando río abajo y al anochecer volvimos a anclar. La tripulación parecía desinteresarse por completo de la nave que habíamos dejado más arriba, entre islas chatas y olvidadas. Yo era el único que miraba, ansioso, más allá de la estela que íbamos dejando. En el amanecer del tercer día, los signos tan buscados llegaron: como, contrariamente a nuestra nave, no se habían detenido durante la noche, muchos cadáveres nos habían sacado ventaja y flotaban más allá de la proa. Había no pocos soldados, pero en su mayoría eran indios. Había hombres, viejos, mujeres, criaturas. De los soldados, muchos llevaban una flecha clavada en el pecho o en la garganta. Corrí a la popa y pude comprobar que, al igual que a la proa, e incluso a babor y a estribor, muchos cadáveres se le acercaban, flotando casi con la misma rapidez que la nave, de modo tal que durante los dos o tres días que fueron pasando, la nave seguía su rumbo río abajo escoltada por una muchedumbre de cadáveres. Los marineros señalaban a algunos soldados cuyos rostros dormidos emergían del agua, satisfechos de reconocerlos. Pero los oficiales dieron orden de dejarlos flotar. Eran, entre indios y soldados, muchos muertos rígidos y borrosos, como una procesión callada derivando cada vez más rápido hasta que, cuando el río alcanzó la anchura de su desembocadura, en el mar dulce que había descubierto, diez años antes, el capitán, los cadáveres se dispersaron y se perdieron en dirección al mar abierto y hospitalario. Ese mismo día supe que a ese mar la nave lo cruzaría, como a un puente de días inmóviles, bajo un sol cegador, hacia lo que los marineros llamaban, no sin solemnidad obtusa, nuestra patria.
Día tras día, el idioma de mi infancia, del que no habían parecido persistir, en las primeras horas, más que pedazos indescifrables, fue volviendo, íntimo y entero, a mi memoria primero, y después poco a poco a la costumbre misma de mi sangre. El cura, con su insistencia, me ayudaba, pero en él la sospecha hacia mi persona, a pesar de que cumplía puntual con su deber de caridad, era más grande que en los otros, porque parecía convencido, como pude ir dándome cuenta por la orientación de sus preguntas, de que la compañía de los indios, de los que él, por otra parte, no sabía nada, había sido para mí una ocasión de probar todos los pecados. Ese cura, que durante tres o cuatro meses se ocupó de mi persona hasta que, aliviado, pudo dejarme en buenas manos, veía mi proximidad como la del demonio y de no haber sido por su rectitud y por su observancia meticulosa de las obligaciones eclesiásticas, me hubiese abandonado, porque era evidente que mi persona le inspiraba más miedo que compasión. La desconfianza que yo despertaba alcanzaba en el cura más certidumbre que en ningún otro: si yo hubiese sido leproso, me hubiese sin duda rozado con más naturalidad. Ese resquemor hacia mi persona fue, en los primeros tiempos, tan generalizado, que por momentos llegué a preguntarme si no había habido, en mi sobrevivencia y en mi larga estadía entre los indios, algún delito secreto del que cualquier hombre honrado debía sentirse culpable, o si los indios, sin que yo lo supiese, me habían hecho solidario de su esencia pastosa, y yo andaba paseándome entre los hombres como un signo viviente que era evidente para todos menos para mí. El viaje y la llegada fueron puro interrogatorio y miradas discretas o escrutadoras de hombres que trataban de arrancarme cosas que, en el fondo, los obsesionaban a ellos pero que yo desconocía. Oficiales, funcionarios, marineros, sacerdotes, parecían padecer la misma obsesión de la que, como yo, también ignoraban todo. Y de las sospechas insistentes y sin contenido con que consideraban mi persona, ni ellos ni yo podíamos decidir si eran o no justificadas.
Un solo hombre no las sintió, menos por piedad que por discreción. Ese hombre, el padre Quesada, murió hace más de cuarenta años. Cuando el cura que me acompañaba en el barco y que me trajo hasta aquí como se puede traer una brasa en la palma de la mano, después que fui interrogado, estudiado, llevado y traído por sabios y cortesanos, preocupado más por su salvación que por la mía, y convencido, por su misma credulidad, de que ambas estaban ligadas, empezó a sentir que llegaba el momento de librarse de mi persona, sugirió a algunos principales que no había para mí más destino posible que la religión. Gracias a la convicción que ese cura tenía de que en mí residía el demonio, pude conocer al padre Quesada. Con él pasé siete años en un convento desde el que se divisaba, en lo alto de una colina, un pueblito blanco.
Desde que los soldados, en el amanecer, me encontraron durmiendo en la canoa, hasta la media tarde en que a caballo llegué, custodiado, al convento, habían pasado muchos meses que me fueron hundiendo, como en un charco de agua turbia, en la tristeza. En la boca, las palabras se me deshacían como puñados de ceniza, y todo parecía, en el día indiferente, desolador. La tentación de no moverme, de no hablar, de volverme cosa olvidada y sin conciencia, me iba invadiendo, día tras día. Durante cierto período, la caída de una hoja, una calle en el puerto, el pliegue de un vestido o cualquier otra cosa insignificante, bastaban para que casi me pusiese a llorar. A veces podía sentir que algo dentro de mí se adelgazaba hasta casi desaparecer y el mundo, entonces, empezando por mi propio cuerpo, era una cosa lejana y extraña que mandaba, en lugar de significación, un zumbido monótono. Cuando no me asediaban esos extremos, atravesaba, como entredormido, los días, insensible al espesor y a la rugosidad de las cosas, y empobrecido por la indiferencia. En pocos meses, empezó a serme difícil cualquier gesto o movimiento. Pasaba horas enteras parado junto a una ventana, sin ver ni el vidrio ni el exterior. Mi primer deseo, al despertarme a la mañana, era que la noche llegara pronto para poder echarme a dormir. Cuando no andaban llevándome y trayéndome para preguntas y observaciones, me quedaba el día entero en mi camastro, en un entresueño vacío. Era como si, sin haberlo pensado nunca hasta ese entonces, le estuviese pidiendo ayuda al olvido para sacarme de algo que me enterraba bajo capas cada vez más espesas de pena sin causa y de pesadumbre.
De esa miseria me fue arrancando, con su sola presencia, el padre Quesada. No era únicamente un hombre bueno; era también valeroso, inteligente y, cuando estaba en vena, podía hacerme reír durante horas. Los otros miembros de la congregación simulaban reprobarlo; en el fondo, lo envidiaban. Cuando yo lo conocí, tenía cincuenta años: la barba entrecana y los cabellos revueltos y ya algo ralos lo avejentaban un poco, pero su cuerpo era espeso y musculoso, y la cabeza se mantenía firme entre los hombros gracias a un cuello tenso y lleno de vigor. Las venas, los músculos, la piel, siempre oscura y quemada por el sol, recordaban las raíces y la leña seca y retorcida. Cuando lo vi por primera vez, estaba volviendo al convento de un paseo a caballo, de modo que entró después que yo y mi custodia y recuerdo que oí los cascos del caballo antes de ver al jinete y que me di vuelta cuando observé la mirada vagamente reprobatoria que le dirigía el fraile que nos estaba recibiendo. Su pelo revuelto y entrecano se recortaba, largo y sedoso, contra el sol declinante, y el sudor le corría por la frente y los pómulos, para ir a perderse, un poco sucio, entre la barba gris. De su persona emanaba una insolencia resignada y generosa. Supe, por la mirada rápida que me dirigió, que adivinaba mis penas, las justificaba y las compadecía. Y, sin embargo, esa mirada era sonriente, casi irónica, como si él hubiese visto más claramente que yo en mi propio misterio y hubiese retrotraído, gracias a su comprensión, el sufrimiento a una dimensión tolerable. Esa mirada irónica, que tanto irritaba a sus pares, tenía la firmeza de un metal al que la llama trabaja, constante, sin lograr su destrucción. En ese sentido, puede decirse que era menos humana, ya que desconocía la inquietud errabunda del pánico y de la distracción resignada. Ese primer encuentro, que duró unos pocos segundos me dio no tanto coraje ni lucidez, como, leve y confusa, alguna esperanza. El padre Quesada nos saludó con una inclinación de cabeza, y dirigió el animal hacia los establos.
Era un hombre erudito, e incluso sabio. Todo lo que puede ser enseñado lo aprendí de él. Tuve, por fin, un padre, que me fue sacando, despacio, de mi abismo gris, hasta hacerme obtener, por etapas, lo máximo que puede acordarnos este mundo: un estado neutro, continuo, monocorde, equidistante del entusiasmo y de la indiferencia y que, de tanto en tanto, por alguna exaltación modesta, se justifica. No fue fácil; más que el latín, el griego, el hebreo y las ciencias que me enseñó, fue dificultoso inculcarme su valor y su necesidad. Para él, eran como tenazas destinadas a manipular la incandescencia de lo sensible; para mí, que estaba fascinado por el poder de la contingencia, era como salir a cazar una fiera que ya me había devorado. Y, sin embargo, me mejoró. Le llevó años, y fue el amor a su paciencia y a su simplicidad, más que al conocimiento, lo que sostuvo mis esfuerzos. Después, mucho más tarde, cuando ya había muerto desde hacía años, comprendí que si el padre Quesada no me hubiese enseñado a leer y escribir, el único acto que podía justificar mi vida hubiese estado fuera de mi alcance.
Me acuerdo que, en los primeros días, no volví a encontrarlo, y después supe que se había ido a Córdoba y a Sevilla a discutir con amigos y a buscar unos tratados. Su saber le daba libertades que los otros miembros de la comunidad consideraban excesivas, pero como no pocas autoridades venían a consultarlo, no les quedaba más remedio que tolerarlo.
En el caballo me había parecido grande, pero cuando lo volví a ver, a pie y en una de las galerías del convento, comprobé que era de baja estatura. Era, sin embargo, la pequeñez de su cuerpo lo que parecía irradiar, multiplicándola y reconcentrándola, su fuerza. Pero se trataba de una fuerza discreta, ajena a toda ostentación y, desde luego, a toda violencia. Era, tal vez, no tanto una fuerza como una firmeza, una cualidad que, a pesar de su modestia o incluso de sus arranques de orgullo, usaba menos para convencer o para transformar que para mantenerse impasible. Tenía una forma particular de humildad, consistente en ridiculizarse a sí mismo con expresiones pensativas y zumbonas, lo que era festejado no tanto por los que lo querían como por los que lo detestaban, deseosos, sin duda, de confirmar sus calumnias en la realidad. La risa excesiva y vulgar con que recibían la caricatura que el padre hacía de sí mismo era como la prueba audible, a causa de su desmesura, de esa esperanza. Y el padre, que se daba cuenta, insistía en ponerse en ridículo, por pura caridad. Los pocos qué lo querían en el convento se apesadumbraban, y él simulaba ignorarlo, como si exigiese de ellos la misma humildad. Yo, que no me hubiese atrevido a hacerle ninguna objeción, percibía, un poco a distancia, por ser recién llegado, la situación, y no lograba saber si había o no algún cálculo en su actitud porque, al ir conociendo poco a poco a los otros religiosos, me daba cuenta de que, bajo su aspecto piadoso y bonachón, muchos de ellos, por tener la autoridad de su parte, eran capaces de cometer los delitos más grandes. Sin duda el padre Quesada deponía su orgullo para no herirlos, ya que eran ignorantes, supersticiosos, mezquinos, acomodaticios, leguleyos y pueriles, pero también para protegerse, porque, a pesar de sus aires mansos y mesurados, eran capaces de mandar a un hombre a la hoguera. El padre Quesada tenía, sin duda, desde el punto de vista de la religión, algunos defectos; pero los otros religiosos los tenían también, sin poseer, en cambio, ninguna de sus virtudes. Se murmuraba que, en Córdoba y en Sevilla, adonde iba con frecuencia, el padre tenía concubinas, cosa que, aparte de serme completamente indiferente, nunca se me dio por comprobar. Lo que es seguro era su amor desmedido por el vino, pero esto, me parece, en vez de corromperlo lo mejoraba. Las cualidades que cuando estaba fresco disimulaba por humildad, cuando había tomado un poco de vino en compañía de sus amigos salían a la luz del día, y, sin que él mismo lo advirtiese, lo mostraban todavía más digno de amor. Durante noches enteras nos maravillaba y nos hacía reír, y todos los temas de conversación le eran familiares. Era un filósofo fino y abierto, un razonador paciente y exacto, pero la vida de todos los días le interesaba tanto como la física o la teología. Al final, cuando ya había tomado demasiado, se ponía triste, pero de una tristeza generosa, por los destinos ajenos, ya que del suyo propio ni una sola vez en siete años lo oí quejarse. Ya en las madrugadas que no refrescaban, un poco sudoroso a causa del vino, se quedaba silencioso, mirando el vacío sin parpadear, y de pronto, sacudiendo la cabeza, empezaba a hablar, por ejemplo, de Simón Cireneo, compadeciéndolo por ese azar que lo había puesto en el camino de la cruz transformándolo en instrumento del calvario, o de San Pedro que, después de haber negado tres veces a Jesucristo, se había echado a llorar. A esa altura, sus amigos se dirigían sonrisas disimuladas y empezaban a despedirse, seguros de que cinco minutos más tarde el padre ya estaría roncando en su sillón. Yo lo incitaba a levantarse, y él, dócil y distraído, se dejaba acompañar, apoyándose contra mi hombro, hasta su celda, y antes de que yo hubiese cerrado la puerta detrás de mí, dejándolo estirado sobre su cama, ya se había dormido. Ese gusto por el vino fue creciendo con los años y las reuniones con los amigos, que en los primeros meses de mi estancia en el convento se hacían una vez por mes, o una vez cada quince días, en los últimos tiempos tenían lugar una vez por semana e incluso hasta dos o tres. El padre decía que sentía dolores fuertes en la espalda, y que únicamente el vino se los hacía pasar. En los últimos meses de su vida, sin embargo, no tomaba más nada, y todavía hoy me pregunto si no fue eso lo que lo mató. Lo cierto es que una mañana salió temprano a caballo, y que unas horas más tarde el animal volvió solo al establo; cuando lo encontramos, al anochecer, en la sierra solitaria, estaba muerto, sin herida visible, a no ser un poco de sangre que le había salido por la nariz y que ya se había secado sobre su barba blanquecina, pero nunca supimos si fue la caída o un ataque lo que lo mató. Como era pleno verano, ha de haberse ido muriendo, bajo el cielo abierto, de cara a la misma luz intensa e indescifrable que había enfrentado su inteligencia en los días de su vida.
Si se ocupó de mí, fue por compasión, no por curiosidad, aunque a medida que fue conociéndome, mi caso, como a veces se le decía a mi situación peculiar, empezó a interesarle más y más. Debo decir que la muerte del capitán y de mis compañeros, que había tenido lugar ante los ojos mismos de la gran mayoría de la tripulación que había quedado en los barcos y que observaba la escena desde la borda, cuando esos barcos regresaron a sus puertos de partida, se había difundido por todas las grandes ciudades y durante muchos meses había sido discutida, amplificada, tergiversada, y llevada y vuelta a traer sin descanso de los puertos a las cortes y de las cortes a los centros comerciales. Varios casos semejantes habían ocurrido en otros puntos del África o las Indias. En uno de ellos, unos indios habían secuestrado a un grupo de marineros y el resto de la tripulación, en vez de retirarse, decidió, después de largas deliberaciones, acudir en su rescate, pero cuando la tripulación llegó al caserío de los indios fue para descubrir que los indios se habían comido crudos a sus prisioneros y apenas si quedaban de ellos algunos huesos filamentosos y algunos cráneos pelados. La condición misma de los indios era objeto de discusión. Para algunos, no eran hombres; para otros, eran hombres pero no cristianos, y para muchos no eran hombres porque no eran cristianos. El padre Quesada me hacía, de tanto en tanto, durante las lecciones, preguntas que a veces me desconcertaban, pero cuyas respuestas él anotaba, haciéndomelas repetir para obtener detalles suplementarios. ¿Tenían gobierno? ¿Propiedades? ¿Cómo defecaban? ¿Trocaban objetos que fabricaban ellos con otros fabricados por tribus vecinas? ¿Eran músicos? ¿Tenían religión? ¿Llevaban adornos en los brazos, en la nariz, en el cuello, en las orejas o en cualquier otra parte del cuerpo? ¿Con qué mano comían? Con los datos que fue recogiendo, el padre escribió un tratado muy breve, al que llamó Relación de abandonado y en el que contaba nuestros diálogos. Pero debo decir que, en esa época, yo estaba todavía aturdido por los acontecimientos, y que mi respeto por el padre era tan grande que, intimidado, no me atrevía a hablarle de tantas cosas esenciales que no evocaban sus preguntas.
Una vez, en una de las reuniones con los amigos, le oí decir, con una sonrisa, sacudiendo un poco la cabeza, que los indios eran hijos de Adán, putativos sin duda, pero hijos de Adán, lo cual significaba para él que eran hombres. Yo, silencioso, pensé esa noche, me acuerdo bien ahora, que para mí no había más hombres sobre esta tierra que esos indios y que, desde el día en que me habían mandado de vuelta yo no había encontrado, aparte del padre Quesada, otra cosa que seres extraños y problemáticos a los cuales únicamente por costumbre o convención la palabra hombres podía aplicárseles.
El convento, que hubiese debido ser un lugar de retiro, era un ir y venir interminable. Los religiosos de buena familia tenían sus propios servidores, y los extraños entraban y salían a toda hora: eran parientes, visitas, campesinos, artesanos, vendedores y muchos religiosos de paso por la región que pernoctaban en el convento. Cada fraile recibía a sus amigos, a sus protectores, y más de uno a sus queridas. Los novicios eran los mandaderos de los que ya habían sido ordenados, y las fiestas religiosas, que empezaban a la mañana temprano con la misa, se prolongaban un día o dos en diversiones y comilonas. De vez en cuando, el superior reunía a los padres y los exhortaba a la discreción. Pero él mismo, que tenía muchas relaciones entre gente de posición, se lo pasaba recibiendo a artistas y principales y organizando procesiones y justas poéticas en honor de tal o cual santo y de las que exigía que superasen en brillo a las que tenían lugar en los conventos de las inmediaciones. Una vez, un pintor de la corte vino a instalarse entre nosotros para pintar una Cena destinada al refectorio. Permaneció casi un ano en el convento, produciendo un gran revuelo con sus preparativos; nos observaba con atención, de frente, de perfil, nos hacía mostrarle las manos y asumir las poses más extrañas, nos vestía de muchos modos diferentes. Por fin eligió sus modelos y empezó a pintar. El convento entero tenía que estar a su disposición y le daba órdenes a todo el mundo, incluso al superior, que se mostraba con él sumiso y reverencioso, pero parecía sentir un gran placer por tenerlo en el convento y le concedía hasta lo menores caprichos. Ese pintor siempre estaba pidiendo cosas que había que procurarle en el acto, e incluso mientras pintaba se lo oía hablar en voz alta si uno pasaba frente a la puerta de la habitación en la que trabajaba. Pero a veces, cuando terminaba el día y empezaba a faltarle luz, despedía con aire cansado y distraído a sus modelos, y después de ordenar con minucia y precaución sus materiales, llevando un poco de vino bajo la capa, se dirigía a la celda del padre Quesada y se quedaba conversando con él, entre los muros cubiertos de libros, discreto y apacible, hasta mucho después de medianoche.
Fue la presencia del padre lo que me retuvo en el convento. Si hubiera sido por mí, no hubiese durado tanto. Yo tenía hábito de intemperie, de silencio verdadero, de soledad, y todo ese tráfico me mareaba. Por otra parte, el padre había adivinado que de la religión que debía regenerarme yo no percibía otra cosa que el ruido monótono de palabras sin sentido y la repetición ritual de manipulaciones vacías. En los primeros días, antes de que el padre me tomara a su cargo, me habían puesto en manos de un exorcista para que, con fórmulas latinas, me librara de mis demonios. Después de varias semanas, el padre intervino y consiguió que me dejaran en paz. Yo empecé por servirle la mesa, por poner orden en su celda, y él, poco a poco, me fue enseñando a leer y a escribir, y como vio que progresaba rápido, decidió informarme de otras cosas porque, me dijo, yo acababa de entrar en el mundo y había llegado desnudo como si estuviese saliendo del vientre de mi madre. Yo casi nunca hablaba, y él respetaba mi silencio. Hay, me dijo una vez, poco tiempo antes de morir, dos clases de sufrimiento: en una, se sabe que se sufre y, mientras se sufre, una vida mejor, cuyo gusto persiste ioda-vía en la memoria, es escamoteada; en la otra, no se sabe, pero el mundo entero, hasta la más modesta de sus presencias, se presenta, para el que lo atraviesa, como un lugar desierto y calcinado. Ese sufrimiento ignorado, me decía el padre, sin mirarme por temor, sin duda, de verlo aparecer sin que yo mismo me diese cuenta en los relieves de mi cara, los exorcistas podían, si gustaban, con sus latinismos, ponerse a hostigarlo, pero era seguro que no existía sonda capaz de darle alcance y que, para borrarlo del mundo había, al mismo tiempo, que aniquilar el mundo con él.
A ese hombre bueno, que había encarado las cosas desde la dimensión justa que exige, sin entregar nada a cambio, lo verdadero, lo trajeron en un anochecer de verano, de vuelta al convento, callado y ausente y con la barba blanca apenas ensangrentada. Padre es, para mí, el nombre exacto que podría aplicársele -para mí, que vengo de la nada, y que, por nacimientos sucesivos, estoy volviendo, poco a poco, y sin temblores, al lugar de origen. No bien la tierra volvió a cerrarse sobre él, junté las pocas cosas que tenía, monté a caballo, y fui a perderme por un tiempo en las ciudades.
Los primeros, fueron años de sombra y ceniza. Yo deambulaba, como extinguido, por muchos mundos a la vez que, sin ley que los rigiesen, se entremezclaban, o más bien por cascaras de mundo, por tierras exangües en cuyas estepas errabundeaban, a su vez, despojos sin espesor que guardaban, a causa de quién sabe qué prodigio, una apariencia vagamente humana. Algún milagro, seguro, me mantuvo en vida. Muchos días, la mendicidad y los basurales me daban de comer. Otros, trabajos temporarios y subalternos. Es verdad que los tiempos eran difíciles y que las costumbres de mi vida no coincidían mucho con las del resto de los hombres, pero debo reconocer que del choque con el mundo me había quedado, por esos años, una especie de aturdimiento, y que mis razones de vivir, e incluso mis ganas, eran casi inexistentes. Hasta ese entonces, el ser y el vivir habían sido una y la misma cosa y el ir viviendo había sido para mí un manantial de agua amarga pero ininterrumpida y firme; a partir del regreso, mi vivir fue volviéndose algo extraño que yo veía desenvolverse a cierta distancia de mí mismo, incomprensible y frágil, y que el más mínimo temblor desmoronaba. Mi vivir había sido como expelido de mi ser, y por esa razón, los dos se me habían vuelto oscuros y super-fluos. A veces, me sentía menos que nada -si por sentirse nada entendemos la calma bestial y la resignación; menos que nada, es decir caos lento, viscoso, indefenso, cuya lengua es balbuceo, y que por ser justamente menos que nada y por no poseer ni siquiera la fuerza ajena del deseo, se debate en el limbo espeso y como ciego del desprecio de sí mismo y de los sueños de aniquilación.
Una paz imprevista, sin embargo, en un lugar cualquiera, me esperaba. Una noche, en un comedero, unas personas que se emborrachaban en la mesa de al lado, después de la cena, entraron, ya no me acuerdo cómo, en conversación conmigo. Eran dos hombres, uno viejo y uno joven, y cuatro mujeres. Al observar que yo había estudiado un poco pensaron que era un hombre de letras, y supe que ellos, en cambio, eran actores. El vino nos acercó. Iban de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, representando comedias para ganarse, con ese juego infantil, una vida miserable. Pero el viejo, que rengueaba un poco y que a pesar de su pobreza poseía cierta dignidad, era inteligente y no desdeñaba el placer de la conversación. Cuando se percató de que yo conocía el latín, el griego, que no ignoraba ni a Terencío ni a Plauto, me propuso que me uniese a ellos para compartir peligros y beneficios. El joven, que era su sobrino, llamaba primas a todas las mujeres. Sin dejar traslucir que para mí se trataba de elegir entre el teatro y los basurales, y con el coraje que infunde el vino nocturno, acepté la propuesta.
Salimos, de ese modo, a los caminos. Desde el carromato, yo veía desfilar olivos, trigo, pedregales. Esos campos vacíos me recordaban, a veces, el gran ayer único de mi vida. Un día en que acampábamos, entre unos árboles, en la proximidad de un arroyo, en una de esas siestas de primavera que segregan delicia, Mientras los demás dormían o se paseaban, plácidos, Por el campo, le conté al viejo mi historia. Me escuchó entre compadecido y maravillado y, cuando terminé, empezó a argumentar con entusiasmo, pero en voz baja y afiebrada, acercándoseme, mirando de reojo de tanto en tanto para todos lados, como si tuviese miedo de que lo que estaba proponiéndome, que para él parecía tener tanto valor como un tesoro enterrado, fuese oído por espías desconocidos que podían aprovecharse de sus proyectos. Según el viejo, lo que me había ocurrido hacía ya tantos años se había sabido en todo el continente, y todavía se hablaba de esos hechos con la tenacidad repetitiva con que se evocan las leyendas. Si nuestra compañía creaba una comedia basada en los acontecimientos y anunciaba su representación, nos esperaba, sin duda alguna, la riqueza. Con los ojos entrecerrados, sin parpadear, desde muy cerca y algo inclinado hacia mí, el viejo se quedó aguardando mi respuesta. Yo sabía que nuestro arte era descabellado, y nuestros objetivos, interesados y vulgares, pero la indiferencia es muchas veces la causa secreta de las empresas más sonadas y como la compañía, a pesar de sus manejos turbios que lindaban con la delincuencia, era amistosa y leal conmigo, me comprometí a escribirles una comedia y a mostrarme en los teatros representando mi propio papel.
No fue difícil. De mis versos, toda verdad estaba excluida y si, por descuido, alguna parcela se filtraba en ellos, el viejo, menos interesado por la exactitud de mi experiencia que por el gusto de su público, que él conocía de antemano, me la hacía tachar. Cuando estuvo lista, reunió a la compañía para que se la leyera en voz alta y, cuando terminé la lectura, ese público reducido, que me había escuchado adoptando las poses más adustas e inteligentes que había podido encontrar, se apiñó a mi alrededor, felicitándome por la perfección prosódica de mis versos y por la precisión aritmética de la acción. Cuando empezamos a ensayar, el viejo interpretaba al capitán, su sobrino al resto de mis compañeros, y las mujeres a los salvajes. A mí me reservaban, como atributo natural a una entidad todavía vacía, mi propio papel.
Empezamos a representar. Después de las primeras funciones, dondequiera que íbamos nuestra fama nos precedía. Ganamos tanta que nos hicieron venir a la corte y hasta el rey nos aplaudió. Yo me maravillaba. Viendo el entusiasmo de nuestro público, me preguntaba sin descanso si mi comedia transmitía, sin que yo me diese cuenta, algún mensaje secreto del que los hombres dependían como del aire que respiraban, o si, durante las representaciones, los actores representábamos nuestro papel sin darnos cuenta de que el público representaba también el suyo, y que todos éramos los personajes de una comedia en la que la mía no era más que un detalle oscuro y cuya trama se nos escapaba, una trama lo bastante misteriosa como para que en ella nuestras falsedades vulgares y nuestros actos sin contenido fuesen en realidad verdades esenciales. El verdadero sentido de nuestra simulación chabacana debía estar previsto, desde siempre, en algún argumento que nos abarcara, porque de otro modo los aplausos y los honores que se acumulaban a lo largo de nuestra gira, las fiestas y el oro que se nos deparaba eran una prebenda injustificada. Los reyes que venían a celebrarnos debían saber más que nosotros, de otro modo era absurdo que después de nuestras funciones ordenaran por lo bajo a sus tesoreros que un reconocimiento palpable nos fuese manifestado. Yo navegaba, neutro, en ese triunfo incierto. Mis colegas, en cambio, no dudaban. Gozaban, encantados, de la inocencia perfecta y fructífera del fabulador que, más por ignorancia que por caridad muestra, a espantapájaros que se creen sensibles y afectos a lo verdadero, el aspecto tolerable de las cosas. El hecho de que un buen pasar fuese la consecuencia les parecía ser la prueba irrefutable de un orden justo y universal. Años vivimos de ese malentendido. Lo más sorprendente es que, en todo ese tiempo, ninguna voz sensata se alzó para denunciarlo. En el clamor continuo que nos celebraba yo esperaba percibir, a cada momento, el silencio escéptico o reprobatorio que señalaría, de una vez por todas, nuestra superchería, hasta que me di cuenta de que ese silencio estaba en mí desde el primer día y que su sola presencia, por entre el rumor irrazonable de cortes y ciudades, reducía muchedumbres enteras a la mera condición de títeres sin vida propia o de fantasmagorías. Aprendí, gracias a esos envoltorios vacíos que pretendían llamarse hombres, la risa amarga y un poco superior de quien posee, en relación con los manipuladores de generalidades, la ventaja de la experiencia. Más que las crueldades de los ejércitos, la rapiña indecente del comercio, los malabarismos de la moral para justificar toda clase de maldades, fue el éxito de nuestra comedia lo que me ilustró sobre la esencia verdadera de mis semejantes: el vigor de los aplausos que festejaban mis versos insensatos demostraba la vaciedad absoluta de esos hombres, y la impresión de que eran una muchedumbre de vestidos deslavados rellenos de paja, o formas sin sustancia infladas por el aire indiferente del planeta, no dejaba de visitarme a cada función. A veces, a propósito, cambiaba el sentido de mis propios parlamentos, retorciéndolos hasta transformarlos en períodos huecos y absurdos, con la esperanza de que el público, reaccionando, desbaratase al fin la impostura, pero esas maniobras no modificaban en nada el comportamiento de las muchedumbres. Algo exterior a ellos, la fama que nos precedía o la leyenda que había dado origen a la comedia, había decidido de antemano que nuestra representación debía tener un sentido, y la muchedumbre, maquinal, lo encontraba de inmediato, extasiándose con él. De otros países del continente empezaron también a llamarnos, y como en ellos se hablaban otros idiomas, para que nos entendiera todo el mundo, transformamos, una nuche, el viejo y yo, la comedia en pantomima. Un nativo del lugar contaba en un prólogo los acontecimientos principales, y después aparecíamos nosotros para representarlos. La ausencia de palabras adelgazaba todavía más la comedia que, al volverse pantomima, se transformó en un esqueleto sumario y reseco del que ya no colgaba ni un pingajo, por exangüe que fuese, de vida verdadera. La música, el color, las volteretas, les daban a esos fantasmas que contemplaban nuestras evoluciones arbitrarias la ilusión de estar absorbiendo intensidad y sentido. En todo el continente, hasta en las cortes más oscuras y más gélidas, nuestro triunfo crecía. Yo me dejaba incorporar indiferente, en ese orden que se me escapaba.
Nos alcanzaron abundancia y mundanidad. El viejo y su sobrino cobraron aspecto de caballeros. Yo acumulaba, sin saber muy bien qué hacer con ellas, las ganancias. Además de mostrarse en las tablas disfrazadas de lo que ellas pensaban que eran salvajes, las mujeres putañeaban; el tiempo que les dejaban libres las representaciones se lo pasaban en camas de principales. Ya no parábamos en carromatos sino en albergues. Nos recibían en castillos y en conventos. A mí me entrevistaban, muy a menudo, sabios y funcionarios. Yo había aprendido del viejo que las respuestas más adecuadas que podemos dar son aquellas que ya se esperan de nosotros. Satisfechos de haberlas corroborado en el exterior, mis interlocutores volvían, después de nuestros encuentros, a instalarse en la atmósfera tibia de sus propias convicciones. Yo me quedaba solo, con mi risa muda y amarga que, con los años, fue adquiriendo bajo la barba que blanqueaba la rigidez de una mueca.
A una de las mujeres, la última que se había unido a nosotros y que era la más joven, le fueron naciendo, de sus acoplamientos interesados, en cinco o seis años, tres hijos. Apenas empezaban a caminar, el viejo los disfrazaba de salvajes y los hacía subir al escenario. Me daban lástima, y me encariñé con ellos. Todos eran hijos de muchos padres, lo que equivale a decir, como yo, de ninguno. Eran dos varones y una mujercita. El viejo, que sin duda había participado, lo mismo que su sobrino, en la fecundación, los miraba de tanto en tanto y, aludiendo a la vida que llevaba la madre, sacudía compadecido la cabeza. En los ratos libres, yo les enseñaba a leer y escribir. Ellos, dóciles y como extraviados en este mundo, se me fueron apegando. Una noche, después de una función, la madre se fue con un hombre, y ya no volvió. Un amante celoso la había cosido a puñaladas y la había tirado a un costado del camino. Como había llovido toda la madrugada, el agua había lavado la sangre, de modo que sus heridas, en la carne blanca y amoratada por la violencia y la lluvia, parecían cicatrices antiguas que la muerte ponía por fin en evidencia.
Un día, después de la función, hastiado de tanta falsedad, decidí dejar la compañía. Mi preocupación por las criaturas no era ajena a la decisión. Al principio, y aunque harto también él y más cercano que yo de la muerte, el viejo no quiso saber nada, convencido de que sin mi presencia el éxito de las funciones disminuiría. Mucho no se equivocaba. Mi condición de sobreviviente genuino le daba sin duda más fuerza de convicción al espectáculo. Pero al mismo tiempo lo apenaba contrariarme, porque reconocía que gracias a mí sus negocios habían empezado a andar bien y porque, después de tantos años de verme silencioso, solitario, e indiferente a las ganancias y a las pérdidas, me había cobrado una especie de respeto, mezclado tal vez con un poco de compasión. También a mí me dolía un poco abandonarlo, porque le era útil, y además porque, como quiera que fuese, esos actores me habían sacado, por casualidad, de un pozo hondo, hasta la superficie indolora y neutra de la resignación. El viejo no quería aceptar tampoco que me llevara a las criaturas, pretendiendo que eran actores de su elenco, pero estaba seguro de que yo no cedería y no insistió demasiado. Durante horas, discutimos tratando de encontrar una solución, hasta que se nos ocurrió que el sobrino, que tenía más o menos mi edad, podía interpretar mi papel asumiendo incluso mi identidad, y que yo me comprometía a cambiar de nombre y a no escribir otras obras de teatro que contaran mi aventura. Sobre esas bases, transamos sin dificultad. Estábamos, en ese entonces, en el norte nocturno y brumoso. Y una mañana, envolviendo a las criaturas en pieles, por un camino húmedo abierto entre dos planicies de una nieve azulada y uniforme que aumentaba la impresión de ausencia y de inmaterialidad, me despedí del viejo y de los otros actores y comencé a viajar hacia el sur, durante meses, casi sin detenerme, hasta esta ciudad blanca que se cocina al sol entre viñas y olivares.
En esta ciudad nos instalamos, en la misma casa blanca en la que ahora escribo. Yo había acumulado cierta fortuna y el viejo me había dado, antes de separarnos, una parte de las economías de la mujer apuñalada. Del padre Quesada me había quedado un gusto por los libros que llenan, con su música silenciosa, el hastío de los días inacabables. En los países del norte había visto cómo los imprimían y se me ocurrió que yo podía hacer lo mismo, menos por acrecentar mi fortuna que por enseñarle a los que ya eran como mis hijos un oficio que les permitiera manipular algo más real que poses o que simulacros. No nos fue mal. En la imprenta, para las criaturas el trabajo era como un juego, y, a medida que crecían, mis ocios aumentaban. Somos, tal vez, gente sin alegría; pero nos sobran discreción y lealtad. Tengo, ahora, nietos y biznietos. Y toda esa algarabía ilumina, de tanto en tanto, la imprenta de la que llegan, a veces, durante el día, los ecos hasta mi cuarto. En los últimos años, mi vida se ha limitado a alguna que otra fiesta familiar, a un paseo cada vez más corto al anochecer, y a la lectura. De noche, después de la cena, a la luz de una vela, con la ventana abierta a la oscuridad estrellada y tranquila, me siento a rememorar y a escribir. La noche de verano, después que el rumor de las calles se va calmando, manda, hasta mi pieza blanca, olores de firmamento y madreselva que me limpian, a medida que el silencio se instala en la ciudad, del ruido de los años vividos. Muy rara vez, se pone a martillear la lluvia, y las primeras gotas, que llegan después de muchos días de calor, al golpear contra la cal árida de las paredes se secan de inmediato produciendo un chirrido bajo y rápido y una nubecita transparente. Mi costumbre de intemperie me hace tolerable el invierno, que aquí es corto y muy templado. Detrás de los vidrios, los árboles muestran una filigrana nudosa, negra y lustrada, contra el cielo azul. Todas las noches, a las diez y media, una de mis nueras me sube la cena, que es siempre la misma: pan, un plato de aceitunas, una copa de vino.
Es, a pesar de renovarse, puntual, cada noche, un momento singular, y, de todos sus atributos, el de repetirse, periódico, como el paso de las constelaciones, el más luminoso y el más benévolo. Mi habitación, aparte de una pared lateral llena de libros, está casi vacía; la mesa, la silla, la cama, los candelabros que sostienen las velas, resaltan, oscuros, entre las paredes blancas; el plato blanco, en el que se mezclan aceitunas verdes y negras que relucen un poco recién salidas del frasco que las contenía en la cocina, y el vaso alto desde el que el vino, del color de una miel delgada, deja subir su olor terrestre y áspero, reflejan, muchas veces, adoptando formas diferentes, la luz de las velas que, en el aire tranquilo, parecen reconquistar a cada momento su altura y su inmovilidad; el pan grueso, que yace en otro plato blanco, es irrefutable y denso, y su regreso cotidiano, junto con el del vino y las aceitunas, dota a cada presente en el que reaparece, como un milagro discreto, de un aura de eternidad. Dejando la pluma, empiezo a llevarme a la boca, lento, una tras otra, las aceitunas, y, escupiendo los carozos en el hueco de la mano los deposito, con cuidado, en el borde del plato. Al salir de la boca están todavía tibios, por el calor que les infunde la parte interna de mi cuerpo. Como alterno, por pura costumbre, las aceitunas verdes con las negras, los dos sabores, uno sobre el otro, me traen la imagen, regular, de rayas verdes y negras que van pasando, paralelas, de la boca al recuerdo. Y el primer trago de vino, cuyo sabor es idéntico al de la noche anterior y al de todas las otras noches que vienen precediéndolo, me da, con su constancia, ahora que soy un viejo, una de mis primeras certidumbres. Es una de las pocas, y tan frágil que no posee, en sí misma, valor de prueba. A decir verdad, más que certidumbre, vendría a ser como el indicio de algo imposible pero verdadero, un orden interno propio del mundo y muy cercano a nuestra experiencia del que la impresión de eternidad, que para otros pareciera ser el atributo superior, no es más que un signo mundano y modesto, la chafalonía que se pone a nuestro alcance para que, mezquinos, nuestros sentidos la puedan percibir. Es un momento luminoso que pasa, rápido, cada noche, a la hora de la cena y que después, durante unos momentos, me deja como adormecido. También es inútil, porque no sirve para contrarrestar, en los días monótonos, la noche que los gobierna y nos va llevando, como porque sí, al matadero. Y, sin embargo, son esos momentos los que sostienen, cada noche, la mano que empuña la pluma, haciéndola trazar, en nombre de los que ya, definitivamente, se perdieron, estos signos que buscan, inciertos, su perduración.
Fui sabiendo, poco a poco, que no quedaba nada de ellos. Ya cuando el barco bajaba hacia el mar, escoltado de cadáveres, me di cuenta de que no habían sabido, cuando esa tormenta nueva empezó a golpearlos desde el exterior, ponerse al abrigo. No eran, hay que admitirlo, gente de guerrear porque sí. Rara vez, aparte de sus expediciones anuales de las que, con exactitud y limpieza, volvían con sus presas, la guerra los ocupaba, pero no eran nunca ellos los que la provocaban, a menos que los ataques que recibían de vez en cuando fuesen las represalias de sus vecinos por las víctimas que ellos iban a buscar para sus fiestas. Esas expediciones eran más bien de caza que de guerra. Y los indios eran más cazadores que guerreros, porque a las expediciones las motivaba la necesidad y no el lujo sangriento que origina toda guerra. Ellos, sin embargo, compadecían a los pueblos guerreros y parecían considerar la propensión a la guerra como una especie de enfermedad. Parecían concebir la guerra como un gasto inútil, una mala costumbre de criaturas irrazonables. No era su carácter sangriento lo que los incomodaba; lo que despertaba su reprobación eran el despilfarro y las perturbaciones domésticas que acarreaba. Cuando eran atacados, menos que llorar a sus heridos y a sus muertos, se lamentaban por el desorden que dejaba el ataque, las viviendas quemadas, los cacharros rotos, los utensilios perdidos, la suciedad. Se defendían bien, casi con facilidad; a eso podía deberse que las expediciones contra ellos fuesen poco frecuentes. Las tribus de las inmediaciones debían tenerles miedo o respetarlos
mucho, porque, en tantos años no hubo, contra ellos, más de tres o cuatro expediciones, y dos únicamente contra el caserío. En las otras ocasiones, se había tratado de ataques fugaces contra los hombres que iban a cazar. En general, los agresores salían mal parados. La rapidez inaudita de los indios los desorientaba y los sorprendía, precipitándolos en la fuga, en la derrota, o en la muerte. Hoy me parece hasta cómico verlos lamentarse, en medio de la batalla, con amplios gestos de protesta, ante una marmita volcada y rota o ante un techo en llamas que recriminaban con gritos y ademanes a sus enemigos en medio de las flechas envenenadas que atravesaban cimbreando el aire transparente. Que una flecha se incrustara en la garganta de un miembro de la familia parecía indignarlos menos que esos perjuicios. Y era evidente que, una vez terminada la batalla, se ocupaban con más atención de sus pertenencias que de sus heridos. Daban la impresión desagradable de ser pacíficos únicamente por tacañería. A los prisioneros y heridos del bando enemigo los ultimaban rápi do, sin crueldad pero sin compasión simulada, y los despojaban de armas y adornos. A veces les cortaban la cabeza o los mutilaban, y tiraban los pedazos al río. Después de la batalla, la preocupación principal era ordenar y limpiar todo; barrían, lavaban, reparaban cacharros y viviendas, de modo tal que al día siguiente nadie hubiese dicho que unas pocas horas antes muerte, fuego y desorden habían asolado al caserío.
Fue, tal vez, esa meticulosidad lo que los perdió. No es difícil que, después de retirarse tierra adentro, ante la llegada de los soldados, se hayan puesto a recapacitar sobre el estado de las viviendas o las pertenencias olvidadas y hayan vuelto para rescatarlas o protegerlas, subordinando el peligro de muerte al de gasto o desorden. La muerte, para esos indios, de todos modos no significaba nada. Muerte y vida estaban igualadas, y hombres, cosas y animales, vivos o muertos, coexistían en la misma dimensión. Querían, desde luego, como cualquier hijo de vecino, mantenerse en vida, pero el morir no era para ellos más terrible que otros peligros que los enloquecían de pánico. Siempre y cuando fuese real, la muerte no los atemorizaba. De modo que puedo imaginarlos muy bien volviendo a buscar sus pertenencias por entre el fuego de los soldados, y estoy seguro de que los cuerpos amoratados que días más tarde flotaban río abajo escoltando a los barcos no habían abandonado esta vida ni con miedo ni con tristeza. No era el no ser posible del otro mundo sino el de éste lo que los aterrorizaba. El otro mundo formaba parte de éste y los dos eran una y la misma cosa; si éste era verdadero, el otro también lo era; bastaba que una sola cosa lo fuese para que todas las otras, visibles o invisibles, cobrasen, de ese modo, realidad.
Durante años, ya de vuelta de esas tierras, cuando me encontraba en la proximidad de los puertos, me sabía venir la tentación de interrogar a los marinos que volvían de viaje para tratar de adivinar, de entre sus relatos confusos, detalles que me diesen algún indicio sobre el destino de la tribu. Pero, para los marineros, todos los indios eran iguales y no podían, como yo, diferenciar las tribus, los lugares, los nombres. Ellos ignoraban que en pocas leguas a la redonda, muchas tribus diferentes habitaban, yuxtapuestas, y que cada una de ellas era no un simple grupo humano o la prolongación numérica de un grupo vecino, sino un mundo autónomo con leyes propias, internas, y que cada una de las tribus, con su propio lenguaje, con sus costumbres, con sus creencias, vivía en una dimensión impenetrable para los extranjeros. No únicamente los hombres eran diferentes, sino también el espacio, el tiempo, el agua, las plantas, el sol, la luna, las estrellas. Cada tribu vivía en un universo singular, infinito y único, que ni siquiera se rozaba con el de las tribus vecinas. Entre los indios, fui aprendiendo a distinguir poco a poco las tribus que poblaban esa tierra inacabable, y aunque los indios estaban convencidos de que si había una posibilidad de ser reales esa posibilidad les estaba reservada, y que lo que se encontraba fuera de su horizonte, es decir las otras tribus, era un magma indiferenciado y viscoso, ese magma poseía sin embargo para ellos una apariencia de existencia y era pasible de clasificación. Los modos de vida ajenos les parecían irrisorios y vanos, pero los conocían al detalle. Sabían que esos simulacros sin existencia, a los que siempre se referían con sarcasmo o ironía, se agrupaban en tribus organizadas, dispersas en leguas y leguas a la redonda. Sus peculiaridades eran siempre motivo de risa: que fuesen nómades o sedentarios, que viviesen de la pesca o de la agricultura, que comiesen regularmente carne humana o que se abstuviesen de ella por completo; que anduviesen desnudos o vestidos, que se pusiesen adornos en los labios, en el cuello o en la nariz, que viviesen en toldos de piel o en ciudades de piedra, que fumasen ciertas hierbas o que acumulasen oro o piedras preciosas, que se desplazaran a pie o en canoa, que adorasen plantas, lugares o antepasados, que su estatura fuese disminuyendo cuanto más al norte de la tribu vivían o aumentando cuanto más al sur, que fuesen pacíficos o belicosos, todo les parecía a los indios igualmente inepto, inútil y ridículo. Ellos estaban en el centro del mundo; el resto, incierto y amorfo, en la periferia. Que los marineros no lograsen individualizarlos hubiese sido para ellos una razón más de jolgorio.
Los marineros, en rigor de verdad, no sabían nada, y la única certidumbre que me quedaba de esas conversaciones era que, desde que marineros y soldados habían empezado a desembarcar en ellas, un relente de muerte flotaba en esas tierras que muchos habían confundido al principio con el Paraíso. Fue de a poco que me vino el convencimiento de que de los indios no debía quedar nada. Ya la primera batalla con los soldados debió haberlos diezmado dejándoles pocas fuerzas para las sucesivas. Me es difícil concebir a los sobrevivientes dispersos o cautivos, en otro lugar que no fuese esa playa amarilla rayada por el ir y venir exageradamente rápido de los cuerpos desnudos. El centro del mundo era también ese lugar, que llevaban en ellos y a partir del cual el horizonte visible estaba hecho de anillos de realidad problemática cuya existencia era más y más improbable a medida que se alejaban del punto de observación. Yo había podido comprobar con cuánta reticencia se alejaban de él, obligados por la crecida, y cómo trataban de acortar, por todos los medios, la distancia entre el lugar habitual del caserío y el del traslado, y cómo apenas el agua empezaba a bajar, volvían a instalarse en la costa. Era como si volviesen no al propio hogar, sino al del acontecer. Ese lugar era, para ellos, la casa del mundo. Si algo podía existir, no podía hacerlo fuera de él. En realidad, afirmar que ese lugar era la casa del mundo es, de mi parte, un error, porque ese lugar y el mundo eran, para ellos, una y la misma cosa. Dondequiera que fuesen, lo llevaban adentro. Ellos mismos eran ese lugar. En él nacían y morían, sembraban, trabajaban, y, cuando salían de pesca o de caza, era ahí adonde traían lo que recogían. Sus expediciones, eran como una prolongación elástica del lugar en que vivían; o, como lo llevaban adentro, era como si ese lugar se desplazase con ellos a cada desplazamiento. Al mismo tiempo, eran ellos los que infundían realidad a los otros lugares que visitaban; iban materializando, con su sola presencia, el horizonte incierto y sin forma. Ellos eran el núcleo resistente del mundo, envuelto en una masa blanda que, gracias a sus desplazamientos, podía obtener, de tanto en tanto, islotes fugaces de vida dura. Cuando ellos pegaban la vuelta, esa firmeza provisoria se desvanecía. Y volvían rápido, porque la poca convicción que les daba el lugar habitual se gastaba en seguida con el rigor de la ausencia. Afuera, no se sentían en lugar seguro.
Tampoco adentro. Las leyes arduas de una gran intemperie, aun en su propio hogar, los castigaban. Es cierto que ellos y el mundo eran una y la misma cosa, pero ese ser único que constituían, en vez de afirmarse por la presencia mutua, se debilitaba a causa de la in-certidumbre común. No por ser el único posible, ni el mejor de todos, el mundo de los indios era más real. Aun cuando daban por descontado la inexistencia de los otros, la propia no era en modo alguno irrefutable. En todo caso, para ellos, el atributo principal de las cosas era su precariedad. No únicamente por su dificultad a persistir en el mundo, a causa del desgaste y la muerte, sino más bien, o tal vez sobre todo, por la de acceder a él. La mera presencia de las cosas no garantizaba su existencia. Un árbol, por ejemplo, no siempre se bastaba a sí mismo para probar su existencia. Siempre le estaba faltando un poco de realidad. Estaba presente como por milagro, por una especie de tolerancia despectiva que los indios se dignaban acordarle. Se la concedían a cambio de cierto provecho utilitario: fruto, leña, sombra. Pero, en su fuero interno, sabían que la verdad efectiva de ese intercambio era bastante problemática. El árbol estaba ahí y ellos eran el árbol. Sin ellos, no había árbol, pero, sin el árbol, ellos tampoco eran nada. Dependían tanto uno del otro que la confianza era imposible. Los indios no podían confiar en la existencia del árbol porque sabían que el árbol dependía de la de ellos, pero, al mismo tiempo, como el árbol contribuía, con su presencia, a garantizar la existencia de los indios, los indios no podían sentirse enteramente existentes porque sabían que si la existencia les venía del árbol, esa existencia era problemática ya que el árbol parecía obtener la suya propia de la que los indios le acordaban. El problema provenía, no de una falta de garantía, sino más bien de un exceso. Y, además, era imposible salir de ese círculo vicioso y ver las cosas desde el exterior, para tratar de descubrir, con imparcialidad, el fundamento de esas pretensiones.
Lo exterior era su principal problema. No lograban, como hubiesen querido, verse desde afuera. Yo, en cambio, que había llegado del horizonte borroso, el primer recuerdo que tengo de ellos es justamente el de su exterioridad, y verlos atravesar la playa, entre las hogueras que ardían al anochecer, compactos y lustrosos, fue como saborear, por primera vez, el gusto de lo indestructible. Desde afuera, parecían al abrigo de duda y desgaste. En los primeros tiempos, me daban la impresión de ser la medida exacta que definía, entre la tierra y el cielo, el lugar de cada cosa. Después que sus fiestas espantosas pasaban, cuando se los veía gobernar, con rapidez y eficacia, la aspereza del mundo, podía pensarse, con toda naturalidad, que ese mundo estaba hecho para ellos y que en su interior los indios, aún cuando pasaran por zonas de confusión, no desentonaban. A veces los contemplaba durante mucho tiempo, tratando de adivinar cómo vivían, desde dentro, esos gestos que lanzaban, en el centro del día, hacia el horizonte material que los rodeaba, y si esas manos tan seguras que aferraban hueso, madera, pescado, y que moldeaban el barro rojizo hasta darle la forma de sus sueños, nunca eran invadidas, en contacto con el aire ardiente, por ninguna vacilación. Pero sus ademanes eran mudos y no dejaban transparentar ningún signo. Parecían, como los animales, contemporáneos de sus actos, y se hubiese dicho que esos actos, en el momento mismo de su realización, agotaban su sentido. Para ellos, el presente preciso y abierto de un día recio y sin principio ni fin parecía ser la sustancia en la que, de cuerpo entero, se movían. Daban la impresión envidiable de estar en este mundo más que toda otra cosa. Su falta de alegría, su hosquedad, demostraban que, gracias a ese ajuste general, la dicha y el placer les eran superfluos. Yo pensaba que, agradecidos de coincidir en su ser material y en sus apetencias con el lado disponible del mundo, podían prescindir de la alegría. Lentamente sin embargo, fui comprendiendo que se trataba más bien de lo contrario, que, para ellos, a ese mundo que parecía tan sólido, había que actualizarlo a cada momento para que no se desvaneciese como un hilo de humo en el atardecer.
Esa comprobación la fui haciendo a medida que penetraba, como en una ciénaga, en el idioma que hablaban. Era una lengua imprevisible, contradictoria, sin forma aparente. Cuando creía haber entendido el significado de una palabra, un poco más tarde me daba cuenta de que esa mismo palabra significaba también lo contrario, y después de haber sabido esos dos significados, otros nuevos se me hacían evidentes, sin que yo comprendiese muy bien por qué razón el mismo vocablo designaba al mismo tiempo cosas tan dispares. En-gui, por ejemplo, significaba los hombres, la gente, nosotros, yo, comer, aquí, mirar, adentro, uno, despertar, y muchas otras cosas más. Cuando se despedían, empleaban una fórmula, negh, que indicaba también continuación, lo cual es absurdo si se tiene en cuenta que, cuando dos hombres se despiden, quiere decir que el intercambio de frases se da por terminado. Negh viene a significar algo así como Y entonces., como cuando se dice y entonces pasó tal o cual cosa. Una vez oí que uno de los indios se reía porque los miembros de una nación vecina lloraban en los nacimientos y daban grandes fiestas cuando alguno se moría. Le señalé que ellos, cuando se despedían, decían negh, y el me miró largamente, con los ojos entrecerrados, con aire de desconfianza y de desprecio, y después se alejó sin saludar. En ese idioma, no hay ninguna palabra que equivalga a ser o estar. La más cercana significa parecer. Como tampoco tienen artículos, si quieren decir que hay un árbol, o que un árbol es un árbol dicen parece árbol. Pero parece tiene menos el sentido de similitud que el de desconfianza. Es más un vocablo negativo que positivo. Implica más objeción que comparación. No es que remita a una imagen ya conocida sino que tiende, más bien, a desgastar la percepción y a restarle contundencia. La misma palabra que designa la apariencia, designa lo exterior, la mentira, los eclipses, el enemigo. El horizonte circular, que me había parecido al principio indiscutible y compacto, era en realidad, tal como lo designaba el idioma de esos indios, un almacén de supercherías y una máquina de engaños. En ese idioma, liso y rugoso se nombran de la misma manera. También una misma palabra, con variantes de pronunciación, nombra lo presente y lo ausente. Para los indios, todo parece y nada es. Y el parecer de las cosas se sitúa, sobre todo, en el campo de la inexistencia. La playa abierta, el día transparente, el verde fresco de los árboles en primavera, las nutrias de piel tibia y palpitante, la arena amarilla, los peces de escamas doradas, la luna, el sol, el aire y las estrellas, los utensilios que arrancaban, con paciencia y habilidad, a la materia reticente, todo eso que se presenta, nítido, a los sentidos, era para ellos informe, indistinto y pegajoso en el reverso contra el que se agolpaba la oscuridad.
Con dificultad, los indios chapoteaban en ese medio chirle y sentían, en todo momento, la amenaza de la aniquilación. Lo externo, con su presencia dudosa, les quitaba realidad. Y, a pesar de su carácter precario, el mundo era más real que ellos. Ellos tenían la desventaja de la duda, que no podían verificar en lo exterior.
El universo entero era incierto; ellos, en cambio, se concebían como algo un poco más seguro; pero como ignoraban lo que el universo pensaba de sí mismo, esa in-certidumbre suplementaria disminuía su autoridad. Todas estas elucubraciones eran para ellos mucho más penosas de lo que parecen escritas porque ellos, a pesar de que las vivían en carne y hueso, las ignoraban. Las vivían en cada acto que realizaban, con cada palabra que proferían, en sus construcciones materiales y en sus sueños. Querían hacer persistir, por todos los medios, el mundo incierto y cambiante. Malgastar una flecha, por ejemplo, era para ellos como desprenderse de un fragmento de realidad. Arreglaban todo, y siempre barrían y limpiaban. Cuando la inundación los corría tierra adentro, no bien'el agua bajaba un poco, volvían a instalarse en el mismo lugar. Por precario que fuese, al único mundo conocido había que preservarlo a toda costa. Si había alguna posibilidad de ser, de durar, esa posibilidad no podía darse más que ahí. Lo que había que hacer durar era eso, por incierto que fuese. Actualizaban, a cada momento, aun cuando no valiese la pena, el único mundo posible. No había mucho que elegir: era, de todas maneras, ése o nada.
A ese mundo lo cuidaban, lo protegían, tratando de aumentar, o de mantener, más bien, su realidad. Si la intemperie o el fuego derruían las construcciones, si el agua pudría las canoas, si el uso gastaba o rompía los objetos, era porque el reverso insidioso, hecho de inexistencia y negrura, que es la verdad última de las cosas, abandonaba sus límites naturales y empezaba a carcomer lo visible. Cuando no salían de caza o de pesca, ya que eran las mujeres las que se ocupaban de los trabajos caseros, los indios se pasaban las horas haciendo reparaciones. Iban, con su rapidez habitual, de un trabajo a otro y cuando no había, lo que era bastante raro, nada que arreglar, fabricaban cosas que, con el pretexto de la necesidad material, les daban, de un modo no muy convincente, la ilusión de dominar lo ingobernable. Rara vez descansaban. Para ellos, descansar era como ir perdiendo terreno para cedérselo a la viscosidad que los hostigaba. A veces, al final del invierno, se los notaba más calmos, pero era menos porque ellos habían ganado esperanza que porque, sin duda, la negrura condescendía. Había que mantener entero y, en lo posible, idéntico a sí mismo ese fragmento rugoso que poblaban y que parecía materializarse gracias a su presencia. Todo cambio debía tener compensación; toda pérdida, sustituto. El conjunto debía ser, en forma y cantidad, más o menos igual en todo momento. Por eso, cuando alguien se moría esperaban, ansiosos, el próximo nacimiento; una desgracia tenía que ser compensada por alguna satisfacción y si, en cambio, les sucedía algo agradable, hasta que no les hubiese acaecido algún mal tolerable que restituyese la situación a su estado original, no estaban tranquilos. Una vez, un indio me lo explicó: este mundo, me pareció entender que me decía, está hecho de bien y de mal, de muerte y de nacimiento, hay viejos, jóvenes, hombres, mujeres, invierno y verano, agua y tierra, cielo y árboles; y siempre tiene que haber todo eso; si una sola cosa faltase alguna vez, todo se desmoronaría. Como era en los primeros años, y como las palabras significaban, para ellos, tantas cosas a la vez, no estoy seguro de que lo que el indio dijo haya sido exactamente eso, y todo lo que creo saber de ellos me viene de indicios inciertos, de recuerdos dudosos, de interpretaciones, así que, en cierto sentido, también mi relato puede significar muchas cosas a la vez, sin que ninguna, viniendo de fuentes tan poco claras, sea necesariamente cierta. Si entendí bien, para los indios este mundo es un edificio precario que, para mantenerse en pie, requiere que ninguna piedra falte. Todo tiene que estar presente a la vez, en todos sus estados posibles. Cuando, desde el gran río, los soldados, con sus armas de fuego, avanzaban, no era la muerte lo que traían, sino lo innominado. El único lugar firme se fue anegando con la crecida de lo negro. Dispersos, los indios ya no podían estar del lado nítido del mundo. No creo que muchos hayan escapado, ni siquiera que hayan tenido la intención de hacerlo; a los que, solitarios, hubiesen logrado sobrevivir tierra adentro, ningún mundo les hubiese quedado.
Sin embargo, al mismo tiempo que caían, arrastraban con ellos a los que los exterminaban. Como ellos eran el único sostén de lo exterior, lo exterior desaparecía con ellos, arrumbado, por la destrucción de lo que lo concebía, en la inexistencia. Lo que los soldados que los asesinaban nunca podrían llegar a entender era que, al mismo tiempo que sus víctimas, también ellos abandonaban este mundo. Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo entero se ha quedado derivando en la nada. Si ese universo tan poco seguro tenía, para existir, algún fundamento, ese fundamento eran, justamente, los indios, que, entre tanta incertidumbre, eran lo que se asemejaba más a lo cierto. Llamarlos salvajes es prueba de ignorancia; no se puede llamar salvajes a seres que soportan tal responsabilidad. La lucecita tenue que llevaban adentro, y que lograban mantener encendida a duras penas, iluminaba, a pesar de su fragilidad, con sus reflejos cambiantes, ese círculo incierto y oscuro que era lo externo y que empezaba ya en sus propios cuerpos. El cielo vasto no los cobijaba sino que, por el contrario, dependía de ellos para poder desplegar, sobre esa tierra desnuda, su firmeza enjoyada.
Desde hace años, noche tras noche me pregunto, con los ojos perdidos en la pared blanca en la que bailotean los reflejos de la vela, cómo esos indios, cerca como estaban, igual que todos, de la aceptación animal, podían perderse en esa negación temerosa de lo que a primera vista parece irrefutable. Entre tantas cosas extrañas, el sol periódico, las estrellas puntuales y numerosas, los árboles que repiten, obstinados, el mismo esplendor verde cuando vuelve, misteriosa, su estación, el río que crece y se retira, la arena amarilla y el aire de verano que cabrillean, el cuerpo que nace, cambia, y muere, palpitante, la distancia y los días, enigmas que cada uno cree, en sus años de inocencia, familiares, entre todas esas presencias que parecen ignorar la nuestra, no es difícil que algún día, ante la evidencia de lo inexplicable, se instale en nosotros el sentimiento, no muy agradable por cierto, de atravesar una fantasmagoría, un sentimiento semejante al que me asaltaba, a veces, en el escenario del teatro cuando, entre telones pintados, ante una muchedumbre de sombras adormecidas, veía a mis compañeros y a mí mismo repetir gestos y palabras de las que estaba ausente lo verdadero. Pero esa impresión, que todos tenemos alguna vez, es, aunque intensa, pasajera, y no nos penetra hasta confundirse con nuestras vidas. Un día, cuando menos nos lo esperábamos, nos asalta, súbita; durante unos minutos, las cosas conocidas se muestran independientes de nosotros, inertes y remotas a pesar de su proximidad. Una palabra cualquiera, la más común, que empleamos muchas veces por día, empieza a sonar extraña, se despega de su sentido, y se vuelve ruido puro. Empezamos, curiosos, a repetirla; pero el sentido, que nos fuera tan palmario, no vuelve a pesar de la repetición sino que, por el contrario, cuanto más repetimos la palabra más extraña y desconocida nos suena. Esa ausencia de sentido que, sin ser convocada, nos invade al mismo tiempo que a las cosas, nos impregna, rápida, de un gusto de irrealidad que los días, con su peso de somnolencia, adelgazan, dejándonos apenas un regusto, una reminiscencia vaga o una sombra de objeción que enturbia un poco nuestro comercio con el mundo. Sin darnos cuenta, seguimos parpadeando, de un modo imperceptible, después del encandilamiento y, absolviendo al mundo preferimos, para esquivar el delirio, atribuirnos de un modo exclusivo las causas de esa extrañeza. Es, sin duda alguna, mil veces preferible que sea uno y no el mundo lo que vacila.
Los indios, en cambio, no tenían ese consuelo. A medida que se alejaba de ellos, lo exterior iba siendo cada vez más improbable. Tampoco ellos eran totalmente verdaderos, pero, de todos modos, lo real estaba en ellos o en ninguna parte. Ellos eran, a pesar de su fragilidad, el sostén inseguro de las cosas, no más firme y duradero que la llama de una vela en el centro de la tormenta. Y esa situación no era el resultado de una impresión pasajera sino la verdad principal del mundo que marcaba, como un rastro de tortura, sus huesos y su lengua. En cada gesto que realizaban y en cada palabra que proferían, la persistencia del todo estaba en juego, y cualquier negligencia o error bastaba para desbaratarla. Por eso eran, sin darse tregua, tan eficaces y ansiosos: eficaces porque el día amplio y lo que lo poblaba dependía de ellos, y ansiosos porque nunca estaban seguros de que lo que construían no iba a desmoronarse en cualquier momento. Tenían, sobre sus cabezas, en equilibrio precario, perecederas, las cosas. Al menor descuido, podían venirse abajo, arrastrándolos con ellas.
De dónde provenía semejante sentimiento, es algo sobre lo que cavilo, una y otra vez, todos los días de mi vida, desde hace más de cincuenta años. Esa grieta al borde de la negrura que los amenazaba, continua, venía sin duda de algún desastre arcaico. Los hombres nacen en cierto sentido, neutros, iguales, y son sus actos, las cosas que les pasan, lo que los va diferenciando. Además, no era tal o cual indio el que venía al mundo de esa manera, sino la tribu entera, y yo pude observar, durante todos esos años, cómo las criaturas, a medida que crecían, iban entrando, con naturalidad, en esa incerti-dumbre pantanosa. La despreocupación infantil cedía el paso, día tras día, a la sequedad de los grandes: lustrosos y saludables por fuera pero cada vez más marchitos por dentro los ganaba, guardándolos con ella hasta la muerte, la ansiedad. De un modo diferente, la misma obsesión transparentaba en la mirada de hombres y mujeres. Una convicción común los igualaba: sin ellos, la grieta se haría más ancha y la aniquilación general llegaría.
Me costó mucho darme cuenta de que si tantos cuidados los acosaban, era porque comían carne humana. Para los miembros de otras tribus, ser comido por sus enemigos podía significar un honor excepcional, según me lo explicó un día, con desprecio indescriptible, uno de los indios. Fue durante una conversación confidencial, donde, desde luego, no se hizo la menor alusión al hecho de que era él el que se los comía. Los habíamos visto pasar, a lo lejos río arriba, en sus canoas, una mañana de verano. Estábamos sentados lejos del caserío, bajo unos sauces de la orilla, y, al reconocerlos, el indio hizo una mueca: eran un pueblo que no estaba instalado en ninguna parte y que recorría, incansable, subiendo y bajando todo el año, el agua del gran río. Además dejó escapar el indio bajando un poco la voz y absteniéndose de hacer otras alusiones les gustaba que se los comieran. Por mucho que seguí interrogándolo, no logré que me dijera nada más. Creí entender que el desprecio venía de lo inexplicable de esa inclinación, y que el indio la consideraba como un gusto equívoco, perverso; parecía un desprecio de orden moral, como si, en ese abandono que hacían del cuerpo a la voracidad de los otros cuando eran hechos prisioneros, se manifestase una especie de voluptuosidad. Que comer carne humana no parecía ser tampoco una costumbre de la que se sintiesen muy orgullosos, lo prueba el hecho de que nunca hablaban y de que incluso parecían olvidarlo todo el año hasta que, más o menos para la misma época, volvían a empezar. Lo hacían contra su voluntad, como si no les fuese posible abstenerse o como si ese apetito que regresaba fuese no el de cada uno de los indios, considerado separadamente, sino el apetito de algo que, oscuro, los gobernaba. Si el hecho de ser comido rebajaba, no era únicamente por esa voluptuosidad inconfesable que dejaba entrever. Era, también, o sobre todo, mejor, porque pasar a ser objeto de experiencia era arrumbarse por completo en lo exterior, igualarse, perdiendo realidad, con lo inerte y con lo indistinto, empastarse en el amasijo blando de las cosas aparentes. Era querer no ser de un modo desmedido. Había que ver a los indios manipulando los cuerpos despedazados para darse cuenta de que en esos miembros sanguinolentos ya no quedaba, para ellos, ningún vestigio humano. El deseo con que los contemplaban asarse era el de reencontrar no el sabor de algo que les era extraño, sino el de una experiencia antigua incrustada más allá de la memoria. Si, cuando empezaban a masticar, el malestar crecía en ellos, era porque esa carne debía tener, aunque no pudiesen precisarlo, un gusto a sombra exhausta y a error repetido. Sabían, en el fondo, que como lo exterior era aparente, no masticaban nada, pero estaban obligados a repetir, una y otra vez, ese gesto vacío para seguir, a toda costa, gozando de esa existencia exclusiva y precaria que les permitía hacerse la ilusión de ser en la costra de esa tierra desolada, atravesada de ríos salvajes, los hombres verdaderos.
Me fue ganando, en tantos años, la evidencia lenta: si, cada verano, con sus actos eficaces y rápidos, los indios se embarcaban en sus canoas para salir, en alguna dirección decidida de antemano, movidos por ese deseo que les venía de tan lejos, era porque para ellos no había otro modo de distinguirse del mundo y de volverse, ante sus propios ojos, un poco más nítidos, más enteros, y sentirse menos enredados en la improbabilidad chirle de las cosas. De esa carne que devoraban, de esos huesos que roían y que chupaban con obstinación penosa iban sacando, por un tiempo, hasta que se les gastara otra vez, su propio ser endeble y pasajero. Si actuaban de esa manera era porque habían experimentado, en algún momento, antes de sentirse distintos al mundo, el peso de la nada. Eso debió ocurrir antes de que empezaran a comer a los hombres no verdaderos, a los que venían de lo exterior. Antes, es decir en los años oscuros en que, mezclados a la viscosidad general, se comían entre ellos. Eso es lo que recién ahora, tan cerca de mi propia nada, comienzo a entender: que los indios empezaron a sentirse los hombres verdaderos cuando dejaran de comerse entre ellos. Algo distinto del acecho mutuo los transformó. No se comían, y se volvían hacia el exterior, formando una tribu que era el centro del mundo, rodeado por el horizonte circular que iba siendo cada vez más problemático a medida que se alejaba de ese centro. No obstante provenir también ellos de ese exterior improbable, habían accedido, no sin trabajo, a un nivel nuevo en el que, aun cuando los pies chapalearan todavía en el barro original, la cabeza, ya liberada, flotaba en el aire limpio de lo verdadero.
Esa victoria, sin embargo, no daba, cuando se los veía tan ansiosos, la impresión de ser definitiva. Era como si el viejo peligro siguiese amenazándolos. Como si, por mucho terreno que hubiesen ganado sintiesen, a cada momento, que podían perderlo otra vez. Sabían que, de este mundo, ellos eran lo más verdadero, pero no estaban seguros de serlo lo bastante, de haber alcanzado un punto de realidad óptimo e indestructible, que ya no podía retroceder y más allá del cual ya no podía llegarse. Pero, sobre todo, lo que venían trayendo del pasado, la sensación antigua de nada, confusa y rudimentaria, había quedado en ellos como su verdadera forma de ser. Si es verdad, como dicen algunos, que siempre queremos repetir nuestras experiencias primeras y que, de algún modo, siempre las repetimos, la ansiedad de los indios debía venirles de ese regusto arcaico que tenía, a pesar de haber cambiado de objeto, su deseo. No podían tener una certidumbre mayor de realidad porque en el fondo de sí mismos sabían que, fuesen cuales fuesen las cosas del mundo exterior que hubiesen elegido como objeto, por lejanos y vagos que pareciesen los hombres que devoraban, la única referencia que tenían para reconocer el gusto de esa carne extranjera era el recuerdo de la propia. Los indios sabían que la fuerza que los movía, más regular que el paso del sol por el cielo, a salir al horizonte borroso para buscar carne humana, no era el deseo de devorar lo inexistente sino, por ser el más antiguo, el más adentrado, el deseo de comerse a sí mismos. Ellos eran, de ese modo, la causa y el objeto de la ansiedad. Se conocían sin conocerse, y realizaban actos de los que sabían que el sentido aparente no era el verdadero; el objeto en apariencia más alejado de su deseo, es decir ellos mismos, era, y ellos lo sabían, sin representárselo con claridad sin duda, la verdadera causa de sus expediciones. Daban, para reencontrar el sabor antiguo, un rodeo inmenso por lo exterior. Durante un tiempo, ese simulacro los calmaba. Se dejaban caer, ebrios y ciegos, en lo negro, para ir emergiendo poco a poco a un día más claro y más ordenado que, con el giro lento del año, se empezaba otra vez a gastar. No querían ni pensar en lo que había pasado porque para ellos, que lo habían vivido desde dentro, no había ninguna duda sobre las causas verdaderas. Se valían, un poco aturdidos por el regreso obstinado de ese hambre que parecían haber saciado de una vez, de una gran maquinación común que desplegaba, a la luz del día, las pruebas irrefutables de su ser y de su inocencia. Pero por mucho que maquinaran, no lograban borrar lo que estaba en ellos desde el principio. Se engañaban a medias. Habían aceptado un pacto ciego en el que siempre llevaban, hostigados, la peor parte. Para ellos, el mundo no podía tener demasiado valor porque sabían que incluso los hombres verdaderos, los que parecían haberse arrancado de la negrura, arrastraban todavía, en sus actos esenciales, la pasta pegajosa y oscura de lo indistinto, en cuya ciénaga espesa ninguna claridad persistente y firme era posible.
En ese mundo incierto, cada hombre y cada cosa ocupaban su exacto lugar. En los trabajos comunes, cada indio cumplía su tarea en el momento preciso en que era necesaria, pero para mí resultaba imposible saber quién y en qué momento había dado la consigna. Si salían en las canoas, cada hombre ocupaba un sitio determinado en ellas, y los que empuñaban los remos los recogían como si se hubiese decidido de antemano que era a ellos a los que les tocaba remar. Era igual cuando salían de caza, cuando pescaban, cuando iban a la guerra. Las mujeres, que sembraban, cosechaban y realizaban las tareas domésticas, actuaban de la misma manera. Todos cumplían con rapidez y eficacia, sin equivocarse ni ocupar un lugar ajeno, el papel requerido en el momento preciso sin que nadie pareciese habérselo asignado. Nunca vi a nadie realizar lo que podría considerarse un acto casual. Todo acto, por mínimo que fuese, entraba en un orden preestablecido. Algunas acciones, que al principio me parecían absurdas, fueron revelando su estricta necesidad. En esas dos o tres leguas a la redonda que ocupaban, bajo un cielo indiferente, todos los actos humanos estaban destinados a preservar, a cada momento, la constancia improbable del mundo al que acechaba, continua, la aniquilación. Aun los días más límpidos y apacibles estaban contaminados por esa amenaza. Cada gesto era como un puntal del mundo en desbandada; cada acción, como una forma impuesta a las cosas para que no se deshicieran; cada mirada, una comprobación vigilante y preocupada de que el orden endeble del todo había condescendido, durante unos momentos más, a persistir. En esa estrategia también yo ocupaba, como todas las cosas visibles en el espacio destellante y vacío, mi lugar.
El papel que me acordaban me había permitido sobrevivir. Cada vez que salían a buscar seres humanos para sus fiestas anuales, los indios traían con ellos uno como yo al que no mataban y al que, después de darle durante cierto tiempo la gran vida, mandaban de vuelta. Durante diez años, vi sucederse a esos huéspedes desdeñosos. Los retenían dos o tres meses e incluso menos; cuando la tribu volvía, después de su tembladeral, a los días monótonos y apacibles, los dejaban ir. Si a mí me mantuvieron tantos años con ellos, era porque no sabían bien dónde mandarme de vuelta; apenas vieron que hombres que se me parecían andaban por las inmediaciones, me pusieron en una canoa y me mandaron río abajo. De todos esos huéspedes, yo era el único que no sabía cómo comportarse; los otros parecían no ignorar lo que los indios esperaban de ellos, y ese conocimiento parecía autorizarlos a mostrarse distantes y altaneros. Antes de llegar, ellos ya sabían lo que a mí me costó años descifrar. El Def-ghi, def-ghi, insistente y meloso que les dirigían tenía, apenas desembarcaban en la costa amarilla, un sentido inequívoco para ellos; para mí, en cambio, desentrañarlo fue como abrirme paso por una selva resistente y trabajosa. A los indios, para quienes todo lo externo se les subordinaba, nunca se les ocurrió que yo podía ignorar su lengua y sus intenciones. Yo, que a decir verdad no tenía, desde el punto de vista de ellos, existencia propia, no debía ignorar, desde ese mismo punto de vista, lo que ellos esperaban de mi persona. No me dieron, ni una vez sola, ninguna explicación. Ya en las primeras miradas que me dirigieron, en el primer anochecer en que anduve entre las hogueras, había, me doy cuenta ahora, además del deseo de llamar mi atención y de caerme en gracia, la expresión del que recuerda a una de las partes, con insistencia un poco obscena, las cláusulas de un pacto secreto. Me fue necesario ir desempastando, durante años, esa lengua en sí cenagosa para vislumbrar, sin llegar a estar nunca seguro de haber acertado, el sentido exacto de esas dos sílabas rápidas y chillonas con que me designaban. Como todos los otros que componían la lengua de los indios, esos dos sonidos, def-ghi, significaban a la vez muchas cosas dispares y contradictorias. Def-ghi se les decía a las personas que estaban ausentes o dormidas; a los indiscretos, a los que durante una visita, en lugar de permanecer en casa ajena un tiempo prudente, se demoraban con exceso; def-ghi se le decía también a un pájaro de pico negro y plumaje amarillo y verde que a veces domesticaban y que los hacía reír porque repetía algunas palabras que le enseñaban, como si hubiese hablado; def-ghi llamaban también a ciertos objetos que se ponían en lugar de una persona ausente y que la representaban en las reuniones hasta tal punto que a veces les daban una parte de alimento como si fuesen a comerla en lugar del hombre representado; le decían def-ghi, de igual modo, al reflejo de las cosas en el agua; una cosa que duraba era def-ghi; yo había notado también, poco después de llegar, que las criaturas, cuando jugaban, llamaban def-ghi a la que se separaba del grupo y se ponía a hacer gesticulaciones interpretando a algún personaje. Al hombre que se adelantaba en una expedición y volvía para referir lo que había visto, o al que iba a espiar al enemigo y daba todos los detalles de sus movimientos, o al que a veces, en algunas reuniones, se ponía a perorar en voz alta pero como para sí mismo, se les decía igualmente def-ghi. Llamaban def-ghi a todo eso y a muchas otras cosas. Después de largas reflexiones, deduje que si me habían dado ese nombre, era porque me hacían compartir, con todo lo otro que llamaban de la misma manera, alguna esencia solidaria. De mí esperaban que duplicara, como el agua, la imagen que daban de sí mismos, que repitiera sus gestos y palabras, que los representara en su ausencia y que fuese capaz, cuando me devolvieran a mis semejantes, de hacer como el espía o el adelantado que, por haber sido testigo de algo que el resto de la tribu todavía no había visto, pudiese volver sobre sus pasos para contárselo en detalle a todos. Amenazados por todo eso que nos rige desde lo oscuro, manteniéndonos en el aire abierto hasta que un buen día, con un gesto súbito y caprichoso, nos devuelve a lo indistinto, querían que de su pasaje por ese espejismo material quedase un testigo y un sobreviviente que fuese, ante el mundo, su narrador.