37962.fb2 El entenado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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De esa existencia difícil que llevaban, los momentos más arduos, y también los más peligrosos, eran aquellos en los que, excedidos por su deseo, se abandonaban a él y se arriesgaban a pasar, como sonámbulos, por lo más denso de la noche. Guardaban, por prudencia, a los asadores, que los cuidaban, apacibles como pastores, no de ovejas sino más bien de lobos. Y, como última carta, al huésped desdeñoso que los sabía dependientes de su capricho o de su memoria, y que podía perpetuar, en el mundo incrédulo que los había sumido en esa indigencia de realidad, alguna imagen fuerte y entera, reconocible de inmediato, y los hiciese perdurar entre las cosas visibles cuando ellos, fugitivos, ya se hubiesen borrado por completo. Si traían, sin omitirlo una vez sola, a esos huéspedes, en los días en que comían carne humana, era también para mostrar, para que fuese evidente, que ellos se habían arrancado, meritorios, del amasijo original y que, aprendiendo a distinguir entre lo interno y lo exterior, entre lo que se había erigido en el aire luminoso y lo que había quedado chapaleando en la oscuridad, el mundo vasto y borroso supiese que en ellos se apoyaba, arduo, lo real, y que ellos eran los hombres verdaderos. Nos ponían también, en esos días sangrientos, como testigos de su inocencia. Debíamos llevarle, al horizonte enemigo, por si ellos se dejaban aniquilar, sus señales de vida. Eramos, dispersos en el mundo, los últimos rescoldos de la incandescencia que los consumía. Nos soltaban para que fuésemos los mensajeros de ese hundimiento. Y la punta de la pluma que va rasgando, despacio, en la noche silenciosa, mientras sube, por la ventana abierta, un olor de cal y de madreselva, la hoja áspera, no deja, mientras la mano todavía firme la sostiene, más que el rastro de ese rumor que me viene, no sé de dónde, a través de años de silencio y de desprecio.

Así es como después de sesenta años esos indios ocupan, invencibles, mi memoria. No puedo verlos separados del cielo inmenso, azul y luminoso, que a la noche se llenaba de estrellas. Cuando no había luna, eran infinitas, enormes y chisporroteantes. En invierno, verdes, azules, violetas, rojas, amarillas, gélidas, cintilaban. Ahora me doy cuenta de que si estaban ahí, rodeándonos como a una franja delgadísima de pavor, ignorancia y palpitaciones, era porque los indios, a cada momento, sin tregua, las sostenían. El gran río, que las duplicaba, llenándose a su vez de destellos, corría hacia el sur con el aliento que ellos le daban, y los árboles, a cada primavera, reverdecían porque la sangre de los indios se confundía con su savia. Pagaban, día a día, hasta el desgaste, el precio inacabable que costaba haberse arrancado a medias de una cuna pantanosa que les dejó, para siempre, un sabor a extravío. Muchos de los recuerdos que cruzan, durante el día, porque sí, como meteoros, mi memoria, vienen de las inmediaciones de ese gran río cuya superficie rayaban las estelas de las canoas que sabían atravesarlo, rápidas, en todas direcciones, y no pocos de los gestos que realizo, mecánicos, en los momentos más inesperados, están como impregnados de esos recuerdos, a veces de un modo tan indirecto y secreto que ni yo mismo alcanzo a darme cuenta de que existe una relación, sin dejar de experimentar, sin embargo, la sensación extraña de que a través de ese acto fugaz y secundario, todos esos años van a volver, de golpe, de la región oscura en la que están enterrados a la superficie. A los recuerdos de mi memoria que, día tras día, mi lucidez contempla como a imágenes pintadas, se suman, también, esos otros recuerdos que el cuerpo solo recuerda y que se actualizan en él sin llegar sin embargo a presentarse a la memoria para que, reteniéndolos con atención, la razón los examine. Esos recuerdos no se presentan en forma de imágenes sino más bien como estremecimientos, como nudos sembrados en el cuerpo, como palpitaciones, como rumores inaudibles, como temblores. Entrando en el aire traslúcido de la mañana, el cuerpo se acuerda, sin que la memoria lo sepa, de un aire hecho de la misma sustancia que lo envolviera, idéntico, en años enterrados. Puedo decir que, de algún modo, mi cuerpo entero recuerda, a su manera, esos años de vida espesa y carnal, y que esa vida pareciera haberlo impregnado tanto que lo hubiese vuelto insensible a cualquier otra experiencia. De la misma manera que los indios de algunas tribus vecinas trazaban en el aire un círculo invisible que los protegía de lo desconocido, mi cuerpo está como envuelto en la piel de esos años que ya no dejan pasar nada del exterior. Únicamente lo que se asemeja es aceptado. El momento presente no tiene más fundamento que su parentesco con el pasado. Conmigo, los indios no se equivocaron; yo no tengo, aparte de ese centelleó confuso, ninguna otra cosa que contar. Además, como les debo la vida, es justo que se la pague volviendo a revivir, todos los días, la de ellos.

Pero no es fácil. Esos recuerdos que, asiduos, me visitan, no siempre se dejan aferrar; a veces parecen nítidos, austeros, precisos, de una sola pieza; pero, apenas me inclino para asirlos con un solo gesto y perpetuarlos, empiezan a desplegarse, a extenderse, y los detalles que, vistos desde la distancia, el conjunto ocultaba, proliferan, se multiplican, cobran importancia en el conjunto, de modo tal que en un determinado momento una especie de mareo me asalta y ya me resulta difícil establecer una jerarquía entre tantas presencias que me hacen señas. Ya no se sabe dónde está el centro del recuerdo y cuál es su periferia: el centro de cada recuerdo parece desplazarse en todas direcciones y, como cada detalle va creciendo en el conjunto, y, a medida que ese detalle crece otros detalles que estaban olvidados aparecen, se multiplican y se agrandan a su vez, muchas veces empiezo a sentirme un poco desolado y me digo que no solamente el mundo es infinito sino que cada una de sus partes, y por ende mis propios recuerdos, también lo es. En esos días me sé decir que los indios, guardándome tanto tiempo con ellos, no supieron preservarme del mal que los roía. Otras veces, sin embargo, muchas de esas imágenes se presentan en un orden apacible, cerradas y claras, persistiendo mucho tiempo, desapareciendo y volviendo a aparecer gracias a una fuerza constante y misteriosa que no únicamente les permite conservar sus rasgos inequívocos, sino que pareciera ir puliéndolos y redondeándolos hasta volverlos firmes y nítidos como piedras o como huesos.

Uno de esos recuerdos es, cosa curiosa, el de los niños que vi al día siguiente de mi llegada, jugando lejos del caserío, en la orilla del agua. Muchas veces, en el sol plácido, los vi abandonarse, felices, al mismo juego. En diez años, los niños cambiaban, porque cuando llegaban a cierta edad desaparecían unos días entre las islas, acompañados de algunos cazadores, y cuando volvían, un poco más adustos que a la ida, ya eran hombres. Pero como los grupos se formaban con criaturas de todas la edades, los más chicos iban creando la continuidad, de modo tal que parecía siempre el mismo grupo que había visto el primer día. Al principio, como me costaba reconocer a los individuos, ya que todos tenían el mismo cabello lacio y renegrido y el mismo cuerpo oscuro y lustroso, no me daba cuenta de los cambios y me parecían ser siempre los mismos. Es que ellos se esforzaban, es cierto, para que, a cada momento, todo fuese idéntico a sí mismo y obtener, de ese modo, una ilusión de inmovilidad. Debo haber visto jugar a esas criaturas cientos de veces pero, en mi memoria, es siempre el mismo recuerdo, el del primer día, el que vuelve cada vez más obstinado y más nítido. Yo me había alejado corriendo de la playa para no ver, en el sol deslumbrante, la carnicería que me espantaba. El juego indolente de las criaturas me apaciguó y durante largo rato me quedé absorto, observándolo. Se ponían en fila, paralelos al río, dejando un espacio corto entre uno y otro, y se iban dejando caer, uno a uno, quedándose como adormecidos en el suelo; cuando caía el último de la fila, el primero venía a ponerse detrás de él, todos los otros lo seguían en el mismo orden, y el juego recomenzaba. A veces, las manos del último se apoyaban en las del penúltimo, las de éste en las del antepenúltimo, y así sucesivamente hasta el primero, y la fila, encadenada de esa manera, se desplazaba un trecho en línea recta, formaba un círculo, o empezaba a girar sobre sí misma como una espiral. Durante horas las criaturas se abandonaban, felices, a ese juego del que el recuerdo, cada vez más limpio y más imborrable, me visita seguido. En sus rasgos, que año tras año se van precisando, me parece entrever que algún signo oscuro del mundo se presenta, quién sabe por qué causa, a la luz del día, ya que es difícil imaginar que la persistencia de ese acto por parte de los niños, a través de muchas generaciones, y su presencia insistente en mi memoria, sean simples hechos casuales que, medidos con la vara del infinito, no tengan ninguna significación. Tanta terquedad por perdurar en la luz adversa del mundo sugiere, tal vez, alguna complicidad con su esencia profunda. Ha de ser, sin duda, la cifra de cosas elementales, como la forma del tiempo o la razón del espacio, atravesadas por el ir y venir de la misma sangre humana entre sobresaltos, maravilla y titilaciones. Pero aun cuando ninguna cosa oculta se revele, una y otra vez, en la imagen de esos juegos, su reaparición constante en mi memoria, cada vez con mayor simplicidad, va gastando, poco a poco, la borra de los acontecimientos que contiene, para dejar la limpidez geométrica de esa figuras que las criaturas trazaban, con sus cuerpos, en el suelo arenoso, al abrigo de la contingencia: una línea de puntos, discontinua, cuando los chicos, dejándose caer uno a uno y quedándose como adormecidos, quebraban en muchas partes la recta continua que volvían a formar después apoyando las manos en los hombros del que estaba adelante hasta transformarse en una cadena que, girando, se transformaba a su vez en círculo o en espiral.

Otros de esos recuerdos que, con un ritmo propio y misterioso, frecuentes, me visitan, es el de un amanecer de verano, al día siguiente de una de las fiestas en las que los indios, a cada vuelta del año, naufragaban. Uno de los indios agonizaba, acostado de espaldas sobre la arena, de cara al aire empalidecido. Tenía el cuerpo lleno de heridas, de golpes, de quemaduras. Había pasado el día anterior comiendo carne humana, emborrachándose y copulando. Los ojos, muy abiertos, miraban fijo el cielo lívido y de la boca entreabierta, por la comisura de los labios, se le había escapado una estela de sangre y saliva que, en contacto con el aire fresco de la mañana, ya se había secado. A medida que el hombre iba entrando en la muerte, casi con el mismo ritmo, el sol de verano subía en el cielo que, con la luz creciente, iba poniéndose, a partir de la palidez del alba, cada vez más azul. Que el mundo nos roba su sustancia, que se sostiene con nuestra sangre, podría probarlo el contraste que ofrecían el hombre agonizante y el espacio en cuyo interior se extinguía, porque, a medida que el brillo de sus ojos se apagaba, que su respiración se volvía más entrecortada y más débil, la luz matinal ganaba brillo y magnificencia, como si el mundo fuese sacando del último aliento del hombre los destellos que cabrilleaban en el agua, que hacían más intenso el amarillo de la arena, que espesaban el azul del cielo, y que rebotaban en las hojas verdes y bien despabiladas de los árboles. Yo estaba acuclillado junto al hombre, que era un poco más viejo que yo, y que ya ni notaba mi presencia. En la medida en que me era posible conocer a esos indios, yo lo conocía bastante bien; vivía con su familia en una choza muy cercana a la mía y, muchas veces, me mandaba alimento con las mujeres o las criaturas o a veces era él mismo el que me lo traía. Lo que me había llamado la atención en él eran su discreción y su mesura. Aun cuando durante semanas e incluso meses los indios se olvidaran un poco de mi presencia o la aceptaran con indiferencia, la mayor parte del tiempo me asediaban con sus poses exageradas, con sus requerimientos, con sus zalamerías. No era raro que, si por ejemplo, me traían alimento, me lo hiciesen notar con exceso sin duda para que yo, cuando me refiriese a ellos en algún futuro probable, tuviese en cuenta su generosidad. Si acentuaban tanto todos sus actos y sus facetas, era para volverse más inteligibles y para que yo los aprehendiese con más facilidad. No siempre las poses que adoptaban revelaban lo mejor de ellos. Que la imagen que querían dar de sí mismos fuese buena o mala les interesaba poco; lo importante era que fuese intensa y fácil de retener. Muchos me persiguieron durante diez años con detalles pueriles, que repetían siempre de la misma manera, y que no dejaban de evocar cada vez que me encontraban. Uno que, el primer día, para llamar mi atención, me había amenazado con comerme a mí también, y que para demostrármelo simulaba morderse su propio brazo, me lo recordaba, riéndose, cada vez que se topaba conmigo. Def-ghi, def-ghi, me decía siempre, agregando dos o tres sonidos rápidos que querían decir más o menos: yo soy el que, en broma, te decía que te iba a comer. En los diez años, envejeció y perdió casi todos los dientes; era ancho y retacón, y la piel alrededor de los ojos achinados se le arrugaba toda cuando se reía mostrando las encías de un rosa blancuzco. Nunca, en todo el tiempo que estuve entre ellos, el indio me dirigió la palabra para decirme otra cosa: siempre los dos o tres sonidos rápidos y chillones con los que quería grabar en mi recuerdo esa ocurrencia pueril que, imborrable, lo salvaría. A veces me cruzaba, lo más serio, distraído, y ni siquiera me saludaba, seguía caminando y, como si se acordara de golpe, me llamaba, me dirigía su sonrisa artificial y las palabras consabidas, se ponía serio otra vez, y se alejaba. La tarde en que me pusieron en la canoa llena de víveres para mandarme río abajo, alcancé a divisarlo por última vez. tratando de abrirse paso por entre la muchedumbre que se apiñaba alrededor de la canoa, conservando a duras penas la sonrisa a causa de los apretujones, y repitiendo sin cesar los sonidos que el clamor de la muchedumbre me impedía escuchar pero que yo adivinaba con facilidad: Def-ghi, def-ghi, yo soy el que, en broma, te decía que te iba a comer, yo soy el que, en broma, te decía que te iba a comer.

Casi todos los indios, sin llegar siempre a tales extremos, actuaban de la misma manera. El miedo de perderse en el amasijo anónimo de lo indistinto los hacía adoptar esas actitudes fijas y sin matices que trataban, de un modo u otro, cuando podían, con mayor o menor discreción según los casos, de hacerme percibir. Cuando lo que me señalaban de sí mismos eran buenas cualidades, parecían ostentar una vanidad desmesurada. Alguno pretendía ser el mejor cazador de la tribu, otro, el que hacía las mejores flechas, un tercero el que más veces se bañaba por día. No tenían la costumbre de mentir, pero en algunas ocasiones noté que exageraban, no para engañarme, sino para aumentar ante sus propios ojos, y ante los míos también, la aferrabilidad del personaje que representaban. Un viejo me dijo una mañana que se le habían caído todos los dientes de una sola vez; una mujer, dando muchos rodeos, lo que era raro en ellos, para disimular la exageración, que, cuando había sido virgen, todos querían que ella sola mascara las raíces con las que hacían su brebaje, porque su saliva era dulce. Se escupía las yemas de los dedos y quería darme a probar diciendo que, si lo hacía, nunca más me iba a olvidar el sabor. Ese querer ser vistos y recordados con intensidad no era el único obstáculo que impedía tener con ellos una amistad o, por lo menos, una relación simple y natural. El envaramiento, que a veces podía lindar con la hosquedad, desbarataba, áspero, todo acercamiento. La alegría común, que a veces aparece, diseminada en todos, discreta pero plena y liberadora, les era desconocida: parecían haberse prohibido de antemano todo goce elemental. Una obligación de tristeza o de seriedad, rigurosa, los secaba. Se imponían una vida estrecha y árida de la que desterraban, desconfiados, el placer. Esa sequedad deliberada se hacía evidente sobre todo cuando algo parecía producírselos, porque mostraban en sus expresiones que ese placer, que volvía a asaltarlos a pesar del rechazo constante que le oponían, los turbaba, y que el hecho de sentirlo era para ellos motivo de lucha interior y de sentimientos contradictorios. Del goce, lo que menos les gustaba era experimentarlo. La decisión de desterrarlo de sus vidas parecía natural mientras no se presentara. Cuando aparecia, bajo una forma sensual o como simple alegría motivada por alguna situación inesperada, trataban de disimularlo y parecían confusos o avergonzados. No querían reconocer su propio goce. No les gustaba que algo, demoliendo sus fortificaciones, les gustara.

El hombre que en la mañana gradual agonizaba echado boca arriba sobre la arena amarilla, era un poco diferente. En él, la ansiedad y la rigidez de los indios eran menos evidentes. Daba la impresión de estar, más que los otros, dispuesto a abandonarse, a dejarse moldear, dócil, por el vaivén de los días, sin empecinarse en forjar una imagen de sí mismo ni negarse a admitir el ritmo de la contingencia. Esa flexibilidad me permitía mantener con él una relación un poco más directa y natural que con el resto de la tribu. Por supuesto que no había, entre nosotros, ninguna intimidad, y muy pocos intercambios verbales, pero yo podía estar seguro de que, si lo encontraba, él por lo menos no iba a dirigirme una de las consabidas sonrisas melosas ni a tratar de dejar una impresión imborrable en mi memoria. Incluso el ritmo de su paso era un poco más lento que el de los demás. En esa indolencia casi imperceptible yo adivinaba, sin darme cuenta, una especie de originalidad, de sentimiento personal de que esa imposibilidad que era la esencia de las cosas, de la lengua, y hasta de la carne de su gente, no era tal vez tan absoluta o, si lo era, que él, a pesar de todo, se reservaba la libertad de desafiar las leyes rígidas del mundo y de vivir una vida diferente a la de los demás, aun cuando la aniquilación lo acechara. De esa diferencia ínfima emanaba una especie de bondad. Yo lo visitaba con frecuencia y él no pocas veces pasaba a verme a mi casa. En general habiabamos muy poco, pero a mí me parecía sentir que su sola presencia probaba cierta compasión por mi destino. Me enseñó a pescar con lanzas y con flechas, o, incluso, con esos cuchillitos de hueso en cuya fabricación y en cuyo uso demostraban tanta habilidad. Con las criaturas, era paciente y afectuoso. Cuando los hombres deliberaban, no pocas veces le pedían su opinión; y él la daba con exactitud y sin énfasis, con un aire pensativo que parecía demostrar que él le acordaba a sus propias palabras un carácter menos infalible que, con su actitud casi reverencial, parecían acordarle sus interlocutores. Era como si, paternal, confirmase a los otros en sus falsas expectativas, por creerlos, en secreto, incapaces de soportar verdades más agobiadoras.

La última vez, ese hombre había estado entre los asadores, y en los años anteriores yo no alcanzaba todavía a distinguirlo de los otros miembros de la tribu. La actitud serena y vigilante de los asadores me había inducido a pensar que esos hombres se comportaban así en todo momento, haciéndome confundir su función pasajera con un modo de ser permanente. A esos asadores los indios los designaban todos los años con razonamientos que se me escapaban, salvo el hecho de que los que cazaban las presas debían, a causa de una ética que yo no comprendía, abstenerse de comerlas. Esos cazadores eran elegidos cada año en cabildeos largos y confidenciales. Cuando reparé en él por primera vez, el hombre preparaba, lejos del tumulto de la tribu, una comida frugal para los asadores, y el primer recuerdo de su persona se asocia, en mi memoria, a sus gestos precisos, rápidos y tranquilos. Esa imagen desdibujaba otras evidencias en las que yo no pensaba: que, por ejemplo, el día antes ese mismo hombre había asesinado a los que la tribu estaba devorando en ese momento y que, sin duda, había empleado la mañana en despedazar, con su cuchillito de hueso, sobre un colchón de hojas verdes, los cuerpos capturados. Durante el año que transcurrió, esa imagen serena del hombre se fue consolidando gracias a sus actitudes razonables y cálidas.

Su agonía confirmaba, inacabable, mi error. El día antes yo había debido ir aceptando, poco a poco, el desengaño. Lo había visto, a la mañana, espiar con ansiedad a los asadores que colocaban, indiferentes y hábiles, los cuerpos descuartizados sobre las brasas. Su expresión, inequívoca, no mostraba ninguna lucha interna ni ninguna vacilación. Merodeaba, más impaciente que otros, las parrillas humeantes. En muchos indios, una semisonrisa distraída, lenta, soñadora, anticipaba, en la imaginación, el placer real que se avecinaba. En él, ni siquiera esa alegría espuria se insinuaba: hosco, retraído, casi furioso, iba y venía por las inmediaciones de las parrillas y se veía bien que para él el ruido vario del mundo ya no sonaba. Empecé a observarlo desde cierta distancia, tratando de no perderlo de vista. Cuando la carne estuvo lista, me espantó ver cómo, a una mujer que, sin darse cuenta, le interceptaba el camino a las parrillas, le dio un puñetazo en el hombro para obligarla a cederle paso. Con la misma hosquedad retraída con que había estado esperando, recogió un pedazo de carne y después, como un animal ausente, buscó, con la vista, un lugar tranquilo para sentarse a devorarlo. Se encaminó, solo, a la orilla del río y, sentándose en una canoa vacía, empezó a comer.

Masticaba, empecinado, sin levantar mucho la cabeza de su pedazo de carne, con furor creciente, como renegando en silencio por no poder, de un solo bocado, devorar, no únicamente su pedazo de carne, sino el mundo entero que lo contenía. Cuando terminó el primer pedazo saltó de la canoa y, con paso decidido, fue a buscar otro a las parrillas. Cuando lo obtuvo, se quedó a comer cerca del fuego, lo terminó en dos o tres tarascones, y pidió un tercero. Se veía que ya estaba repleto, pero ese tercer pedazo parecía una obligación que, deliberado, se imponía a sí mismo. Con el pedazo en la mano, empezó a pasearse, lento, casi con el mismo ritmo con que masticaba, por la orilla del agua, parándose a veces o dejando, por un momento, de masticar con la boca abierta. Los últimos bocados ya no le pasaban. Los masticaba mucho, muy despacio, con la boca abierta, el ceño fruncido, los ojos fijos en el vacío, lo que quedaba del pedazo de carne olvidado allá abajo, en la mano que lo aferraba balanceándose a lo largo del cuerpo mientras el hombre caminaba. A duras penas, lo terminó. Quedó un hueso pelado que dejó caer, distraído, sobre la arena que, en su ir y venir, iban como cavando sus pasos trabajosos. Por fin se desplomó. Durante un buen rato dormitó al sol, hasta que el tumulto de los otros indios que se arremolinaban contra las vasijas de aguardiente lo despertó y lo hizo incorporarse a medias y ponerse a pestañear en esa dirección. Recién al día siguiente estaría agonizando sobre esa misma playa, pero ya en ese momento parecía ausente de este mundo que había perdido, a simple vista, toda corporeidad para él. Sin sacudirse de su somnolencia se levantó y se encaminó hacia las vasijas. Ni siquiera vio que uno de los que distribuían el alcohol le ofrecía una calabacita llena; juntó una del suelo, la hundió en la vasija y, retirándola repleta, la vació de un solo trago. Seis o siete veces repitió la misma operación, tieso, erguido, el pecho un poco hinchado, la mirada cada vez más turbia, mostrando, con su opacidad, que detrás de ella no había sueños tumultuosos sino una negrura espesa y continua. Después se alejó de la muchedumbre y se quedó parado, rígido, cerca del agua, inmóvil, hasta el anochecer. Obtenía su inmovilidad y su rigidez gracias a un esfuerzo desmesurado, y se veía bien que todo su cuerpo luchaba por mantenerla, hasta tal punto que el cuello se le hinchaba y las venas, gruesas y tortuosas, sobresalían en su frente al mismo tiempo que mantenía los ojos fijos y muy abiertos y los dientes apretados entre los que, a causa del esfuerza, le chirriaban, por momentos, gotas de saliva. Esa inmovilidad parecía todavía más extraña comparada con la actividad que desplegaba, alrededor del hombre, en la fiebre del anochecer, la tribu entera; desde hacía un buen rato, los cuerpos, por parejas o por grupos en los que se mezclaban indios de todas las edades, desde las criaturas hasta los viejos, se entrelazaban, brutales, llenando el aire liso y tibio del anochecer con sus suspiros, sus gritos, sus voces, sus lamentos. Muchos se revolcaban a pocos metros del hombre inmóvil, que siguió tenso y erguido hasta que, en un momento dado, imprevisible y brusco, salió corriendo y desapareció entre los árboles y también en la oscuridad, porque en ese mismo momento llegaba la noche. Entonces, lo perdí de vista. Sé que fue a mezclarse en el tumulto de la tribu, que fue pasando, una y otra vez, por la ciénaga abierta bajo sus pies que cada ano, durante unas horas, se tragaba a la tribu entera, devolviendo maltrechos a muchos de sus miembros y guardándose no pocos para siempre. La inmovilidad a la que se había estado sometiendo durante horas no había sido de ningún modo una muestra de retención o un intento poderoso por mantenerse al margen del caos sino, muy por el contrario, un desafío descabellado, una forma de delirio y de desmesura. En todo caso, lo que la oscuridad devolvió a la playa amarilla, después de una noche inacabable, en el amanecer lívido, era la costra magullada y vacía del hombre que yo había conocido.

Inclinado sobre él, bajo el sol de la mañana, lo miraba morir. A diferencia del otro, hecho de muchas experiencias distintas que se confunden y forman una sola imagen en mi memoria, este recuerdo es único, porque la muerte de cada hombre es única y era ese hombre y ningún otro el que se moría. En eso se revelan iguales muerte y recuerdos: en que son, para cada hombre, únicos, y los hombres que creen tener, por haberlo vivido en la proximidad de la experiencia, un re-cuerdo común, no saben que tienen recuerdos diferentes y que están condenados a la soledad de esos recuerdos como a la de la propia muerte. Esos recuerdos son, para cada hombre, como un calabozo, y está encerrado en ellos del nacimiento a la muerte. Son su muerte. Cada hombre muere de tenerlos únicos, por-que justamente lo que muere, lo que es pasajero y no renace en otros, lo que en las muchedumbres está destinado a morir, son esos recuerdos únicos que alimentan el engaño de un rememorador exclusivo que la muerte acabará por borrar. Del hombre magullado, que ya apenas si respiraba, aprendí, también, aquella mañana, que, de la negrura que nos rodea, la virtud no salva. Si sorteamos, valerosos, una noche, otra más grande, un poco más lejos, nos espera. En vano ese hombre, en días apacibles, apreciaba ser bueno; la boca abierta sobre la que bailaba, inocente, en equilibrio, se lo comía igual. Nuestras vidas se cumplen en un lugar terrible y neutro que desconoce la virtud o el crimen y que, sin dispensarnos ni el bien ni el mal, nos aniquila, indiferente. Hacia mediodía el hombre dejó, por fin, de respirar. Entre el cielo azul, las hojas verdes, el río dorado y la arena amarilla, se volvió una mancha confusa y sin nombre, como si esa evidencia plena y exterior del mundo que nos rodeaba lo hubiese despojado, para desplegarse en la luz, de su aliento y su sustancia.

No bien un sueño ha pasado, por vivido que haya sido y por claro que siga siendo en la memoria se vuelve, para el soñador, indemostrable y remoto. Si lo cuenta, el que lo escucha creerá en vano reconocer los detalles y el mentido. Aun para el soñador mismo son problemáticos. Si una tarde, por ejemplo, le vuelve, por algún signo de la vigilia que se lo recuerda, un sueño olvidado, no habrá, para el soñador, modo alguno de verificar el momento exacto en que tuvo ese sueño y no podrá determinar si lo soñó la última noche, o un mes antes, o muchos años antes. No podrá saber si ese sueño, que él creía olvidado, es de verdad un sueño antiguo que le vuelve y no uno nuevo que se le aparece por primera vez en forma de recuerdo, flamante y repentino. Recuerdos y sueños están hechos de la misma materia. Y, bien mirado, todo es recuerdo. Pero el mundo puede darles edad y espesor. Si en este momento, por ejemplo, me acordara de un sueño en el que estuviese presente el padre Quesada, esa presencia le daría al sueño una edad, ya que no lo hubiese podido soñar antes de conocerlo, y el recuerdo del padre Quesada, lo que autoriza a darle una existencia independiente de mis sueños, cobra espesor y realidad gracias a algunos libros que me dio antes de morir y de los que nunca me he separado. De esa manera, sueño, recuerdo y experiencia rugosa se deslindan y se entrelazan para formar, como un tejido impreciso, lo que llamo sin mucha euforia mi vida. Pero a veces, en la noche silenciosa, la mano que escribe se detiene, y en el presente nítido y casi increíble, me resulta difícil saber si esa vida ha tenido realmente lugar, llena de continentes, de mares, de planetas y de hordas humanas o si ha sido, en el instante que acaba de transcurrir, una visión causada menos por la exaltación que por la somnolencia. Que para los indios ser se dijese parecer no era, después de todo, una distorsión descabellada. Y, no pocas veces, algo en mí se plegaba, dócil, y bien hondo, a sus certidumbres.

Un día, por ejemplo, en que ya caía la tarde, yo estaba sentado, apacible y vacío, en la puerta de mi casa. Había sido uno de esos días largos de primavera en los que el viento, tibio, constante y no demasiado fuerte arrastra, desde la mañana, nubes espesas y blancas que dejan entrever el cielo azul y luminoso, y se detiene so-lamente al crepúsculo. A esa hora, ya no soplaba. Había dejado el cielo limpio de nubes, a no ser por dos o tres jirones muy alargados y casi transparentes, superpuestos y paralelos como trazos tortuosos que la luz del sol volvía verdosos y anaranjados. Sentado en el suelo recién barrido, con la espalda apoyada en la pared de adobe, los miraba desvanecerse poco a poco mientras el cielo, tenso, se oscurecía. Del mismo modo que las nubes, el viento parecía haber borrado también mis pensamientos. Miraba cambiar el color de las nubecitas que, al mismo tiempo que se volvían violáceas, azules, se iban adelgazando y desapareciendo. El sol ya se había hundido en el horizonte, y la que todavía iluminaba la tarde era, cada vez más uniforme, su última luz. También al caserío lo apaciguaba el crepúsculo. Como yo, algunos indios descansaban en las puertas de sus casas. Otros, más indolentes que de costumbre o que me dan, ahora, en el recuerdo, esa impresión, atravesaban, un poco más lejos, la playa en muchas direcciones. Un hombre, arrodillado, empezaba a encender, diestro, una fogata. Varias criaturas, oscurecidas por la penumbra de los árboles, se reconcentraban en sus juegos extraños. Gracias tal vez a la calma súbita del viento desapacible, la tarde, los hombres y el horizonte circular lleno de cosas espesas y misteriosas, parecían más constantes y benévolos. Un olor a comida, a hogar elemental, empezaba a flotar, sin ensuciarlo, en el aire. Durante unos minutos, me distraje observando a ese pueblo oscuro que palpitaba, como hechizado, a mi alrededor, y cuando alcé otra vez la cabeza, las nubecitas habían desaparecido. Quedó el cielo vacío de un azul muy liso que se iba oscureciendo y, como si se fuesen acercando de a poco, y tan débiles todavía que había que esforzarse para descubrirlas, las primeras estrellas. Eran unos puntitos tenues que parecían brillar y borrarse, brillar y borrarse, como si también ellas, a las que se les asigna, con tanta certeza, la eternidad, el ser les costara, igual que a nosotros, sudor y lágrimas. Para esa época, yo creía que mi destino estaba hecho y que, ya sin variantes, mi porvenir escaso desembocaba en la muerte. No sabía que, muy poco tiempo más tarde, en una canoa cargada, los indios me mandarían río abajo al encuentro de esta noche de verano, tan alejada y diferente de aquellos días que me parecían finales. Pero no mezclaba, a esa convicción, ni furor ni angustia. Me dejaba estar, neutro, a la altura de mi destino, entregado al orden de lo inmediato; desguarnecido como vine a este mundo, el pan de mi vida, por duro que fuese, me bastaba, y yo desconocía gustos mejores que justificaran la nostalgia. En el anochecer apacible, estaba todavía más vacío que de costumbre, pero gracias tal vez a la clemencia del tiempo, ni siquiera me daba cuenta. Me quedé unos momentos mirando aparecer las estrellas, y después me levanté y empecé a pasearme por el caserío.

Algunos indios me dirigían las miradas entendidas y cómplices a las que, después de tanto tiempo, ya me había acostumbrado. Def-ghi, def-ghi, me decían, señalándose a sí mismos al pasar, entrecerrando los ojos o haciendo alguna mueca. Otros, indiferentes, ni siquiera reparaban en mí. A veces, del río cercano llegaba el ruido súbito de algún chapuzón. El hombre que unos minutos antes había estado tratando de encender una hoguera, ya había logrado su propósito. Como había mezclado a la leña muchos arbustos y paja seca, las llamas brotaron de golpe, verticales y altas, chisporroteando y crepitando fuertes. Casi enseguida, viniendo de la penumbra azulada, un puñado de mariposas oscuras se precipitó entre las llamas. En la proximidad del fuego, el aire tibio se recalentaba y, a pesar de que no soplaba ningún viento, la violencia con que el fuego había prendido dispersaba el primer humo turbulento. El hombre acomodaba la leña con un palo, arrastrando con la punta las ramitas dispersas en el suelo alrededor de la hoguera. Algunos indios que pasaban le dirigían un saludo rápido y después se alejaban en la penumbra azul. Dejé atrás el tumulto de humo, chispas y llamas y me encaminé hacia el río. En la oscuridad azul, la arena relumbraba, más amarilla que a la luz del día. Un hombre salió del río chorreando agua, y se perdió corriendo entre los árboles. Yo me paré en la orilla.

La penumbra se inmovilizó, pero no se hizo más densa. Me pareció raro que a los pájaros, que cantaban mucho en el atardecer, no se los oyera. A decir verdad, desde hacía un buen rato estaban en silencio. Tampoco el agua se movía, a no ser las sacudidas, casi imperceptibles, que llegaban, regulares, a la orilla. Únicamente los ruidos humanos y las voces humanas, insistentes, resonaban: gritos, saludos, conversaciones, ruidos de hueso o de madera que humanos manipulaban para ir sacando, de lo indistinto, formas reconocibles. El ruido apagado de pies descalzos que iban y venían rebotando o deslizándose sobre la arena, se oía también por momentos a mis espaldas. Un poco más lejos, también en la orilla, más oscuras que la penumbra, se recortaban varias embarcaciones. Todo lo presente, incluidos nosotros, estaba en, y era, al mismo tiempo, un lugar. A decir verdad, nosotros éramos, más que el lugar mismo, ese lugar, y como en ese anochecer parecía más acogedor, había algo de hiriente en su habitual mudez desdeñosa. La paz de ese atardecer lo ponía al descubierto. Que únicamente perduráramos gracias a su condescendencia, nos rebajaba todavía más que a las bestias sumisas o indiferentes. Era, según lo pensaban los indios, gracias a nuestro parecer, que ese lugar parecía un lugar, y, sin embargo, no hacía nada, ninguna seña, ningún esfuerzo para ganarse nuestra confianza.

La arena firme de la orilla me humedecía los pies descalzos. Distraído como estaba, tardé unos momentos en darme cuenta de que desde hacía unos momentos se había puesto a brillar. Era un brillo blanco, fosforescente y, alzando la vista, comprobé que también el río se había llenado de reflejos de un tinte idéntico. Alcé más alto la cabeza y, dándome vuelta, dirigí la vista hacia el cielo: era la luna. Nunca la había visto tan grande, tan redonda, tan brillante. Brillaba tanto que del cielo se habían borrado todas las estrellas. Subía lenta, irrefutable y única, tibia y familiar y su intensidad explicaba que, en un determinado momento, la progresión de la oscuridad se hubiese detenido. Ahora, todo lo visible estaba decorado de manchas lunares que pasaban entre la fronda de los árboles y se estampaban, de un blanco absoluto, en el suelo, en las paredes y en los techos de las viviendas, en los cuerpos desnudos que se movían entre los árboles y que parecían emitir un fuego fijo y frío. Tenía la proximidad amistosa de esas cosas que nos son incomprensibles pero que ya no nos espantan porque hemos aceptado, quién sabe por qué causa, su misterio. Ninguna razón justificaba su presencia y, sin embargo, de tanto verla, constante y regular, con sus fases periódicas, menos distante y más dulce que el sol cegador, sus idas y venidas, tan exactas que las podíamos prever y que incluso nos servían para ordenar, de muchas maneras, nuestras vidas, en lugar de inquietarnos, como hubiese debido ser, nos tranquilizaba. Todos los días, el sol desdeñoso pasaba para mostrarnos, con su luz cruda, la persistencia injustificada del lugar que éramos también nosotros, en tanto que la luna gentil, gracias a su proximidad, formaba parte, también ella, de ese lugar, era una especie de puente entre lo remoto y lo familiar. Gracias a ella el todo, que derivaba, inacabado, en lo oscuro, parecía saber algo de nosotros y prometernos una aniquilación menos ciega. Aunque no fuese capaz de preservarnos ni de interceder, la luna tibia con su compañía insistente podía darnos la ilusión de que lo inacabado nos medía, desde el exterior, con un rasero no muy diferente del que nos aplicábamos nosotros mismos.

En general, los indios se dormían temprano. Pero en esos anocheceres templados, muchos se demoraban, a veces afuera de las construcciones hasta que era noche cerrada. El que había encendido la hoguera no lo había hecho con ningún fin especial, a no ser el de entretenerse removiendo las brasas y alimentándolas con leña que juntaba en sus alrededores, de modo que las llamas crecientes hacían relucir su cuerpo oscuro cuando se inclinaba hacia ellas para acomodar la leña con un palo. Absorto en su trabajo, parecía ignorar la luna que subía en el cielo por encima de su cabeza, el tamaño inusual, la redondez perfecta y desmesurada, el brillo extraño, de una blancura azulada, la presencia excesiva y perentoria. La claridad que difundía, ni nocturna ni diurna, parecía tener un tinte de inminencia, y como se iba volviendo cada vez más intensa, las manchas de blancura espesa que se colaban a través del follaje y las que se reflejaban en el río, empezaron a extinguirse, absorbidas por la claridad general. Hasta las llamas de la hoguera empalidecían en esa luminosidad mitigada. La luz que hasta hacía unos momentos había estado lanzando rayos dispersos, aislados, y un poco arbitrarios, se había vuelto claridad inesperada y uniforme dándole a las cosas, ya de por sí dudosas, una extrañeza adicional. Empecé a sentir, de golpe, de un modo confuso, que tal vez no estábamos donde creíamos ni éramos como pensábamos ser y que esa luz inusual iba a mostrarnos, con su brillo desconocido, nuestra condición verdadera.

Casi al mismo tiempo en que alcanzaba, diseminándose, su máxima intensidad, se empezó a velar. Yo lo noté al mismo tiempo que algunos indios que deambulaban entre el caserío y la playa. Ninguno de ellos había estado observándola pero, por alguna razón inexplicable, se dieron cuenta al mismo tiempo que yo que desde hacía un buen rato no le había sacado los ojos de encima. Un tinte azul, avanzando lento, se superponía al brillo desmedido y, poco a poco, la atenuaba. Por contraste, la parte no recubierta parecía incluso más brillante. Pero la penumbra azul la iba ganando. Una línea nítida, vertical, dividía en dos la luna; la parte azul que, aunque despacio, no dejaba de crecer, era como un arco que iba haciéndose más ancho a medida que la parte brillante disminuía. Unos minutos más tarde, la línea vertical la dividía en dos mitades: una velada de azul y la otra brillante. Pero, si se observaba con atención, podía verse, en el borde exterior de la mitad azul, una nueva línea vertical que empezaba a ensombrecerla y a correrse, imperceptible, hacia el centro. La parte brillante se fue reduciendo y se adivinaba que, en unos minutos más, se borraría por completo.

El hombre que había estado entreteniéndose con el fuego dejó caer el palo con el que removía las brasas y, alzando la cabeza hacia la luna, vino caminando con pasos trabajosos hacia el centro de la playa. Cuando se alejó del fuego, su cuerpo, que relucía al resplandor de las llamas, perdió nitidez y se convirtió en una silueta azulada un poco más densa que la penumbra en la que se desplazaba. Después de andar un poco con dificultad se confundió con los otros indios que, en silencio, saliendo de las viviendas, apareciendo de entre los árboles, viniendo desde el fondo del caserío que se extendía tierra adentro, empezaron a concentrarse en el espacio abierto de la playa. Se oía el rumor de los pasos sobre la arena, la respiración de muchos, el ruido de las manos que, por descuido, rozaban el cuerpo propio o algún cuerpo ajeno, pero ninguna voz subía de la muchedumbre cada vez más densa que, reunida en la playa, fijaba la vista en el cielo. A pesar del silencio flotaba, en la oscuridad que iba espesándose, un hálito de certidumbre. Yo creía percibir, con el corazón palpitante, su sentido. Al borrarse, en un espacio que se convertía, ante sus propios ojos, en noche pura, la luna, de la que la costumbre podía hacernos creer que era imperecedera, corroboraba, con su extinción gradual, la convicción antigua que se manifestaba, a sabiendas o no, en todos los actos y en todos los pensamientos de los indios. Lo que estaba ocurriendo, ellos ya lo sabían desde el principio mismo del tiempo. Para ellos, vivir había sido un apretujarse en hordas circunspectas y desoladas, a la espera del único acontecimiento digno de ese nombre que esa noche, llegando súbito y sin presagios anunciadores tenía, de una vez por todas, lugar. Ninguna agitación exterior sacudía a la muchedumbre. Inmóvil y silenciosa, contemplaba el cielo cuya oscuridad, como iba haciéndose cada vez más espesa, espesaba también las siluetas de los indios que iban confundiéndose más y más con la negrura.

Entre tanto, la luna se borraba bajo ondas sucesivas y cada vez más frecuentes de oscuridad. Capas densas de sombra se iban superponiendo unas a otras, verticales, surgiendo cada vez más rápidas del mismo borde y ganando poco a poco la superficie entera. Al principio podía verse todavía el contorno circular, como una especie de nimbo azulado hecho de una claridad irrisoria, a la que, por otra parte, la palabra claridad podía aplicársele únicamente en contraste con la negrura absoluta contra la que se recortaba. Pero, por último, hasta ese rastro débil se borró. Nada podría darle un nombre, en los minutos que siguieron, a esa negrura. Y silencio no es, ni por lejos, la palabra que le cuadra a esa ausencia de vida. Como a mí mismo, estoy seguro de que esa oscuridad les estaba entrando tan hondo que ya no les quedaba, tampoco adentro, ninguna huella de la lucecita que, de tanto en tanto, provisoria y menuda, veían brillar. Al fin podíamos percibir el color justo de nuestra patria, desembarazado de la variedad engañosa y sin espesor conferida a las cosas por esa fiebre que nos consume desde que empieza a clarear y no cede hasta que no nos hemos hundido bien en el centro de la noche. Al fin palpábamos, en lo exterior, la pulpa brumosa de lo indistinto, de la que habíamos creído, hasta ese momento, que era nuestro propio desvarío, la chicana caprichosa de una criatura demasiado mimada en un hogar material hecho de necesidad y de inocencia. Al fin llegábamos, después de tantos presentimientos, a nuestra cama anónima.

Por venir de los puertos, en los que hay tantos hombres que dependen del cielo, yo sabía lo que era un eclipse. Pero saber no basta. El único justo es el saber que reconoce que sabemos únicamente lo que condesciende a mostrarse. Desde aquella noche, las ciudades me cobijan. No es por miedo. Por esa vez, cuando la negrura alcanzó su extremo, la luna, poco a poco, empezó de nuevo a brillar. En silencio, como habían venido llegando, los indios se dispersaron, se perdieron entre el caserío y, casi satisfechos, se fueron a dormir. Me quedé solo en la playa. A lo que vino después, lo llamo años o mi vida -rumor de mares, de ciudades, de latidos humanos, cuya corriente, como un río arcaico que arrastrara los trastos de lo visible, me dejó en una pieza blanca, a la luz de las velas ya casi consumidas, balbuceando sobre un encuentro casual entre, y con, también, a ciencia cierta, las estrellas.