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Como una niebla que viene a pasos lentos del mar, la invadió poco a poco el recuerdo de sus padres. No habían estado en ella bajo la forma huérfana del dolor, atrapados en alguna colección de escenas subrayadas por la ausencia. Eran algo más próximo y más vago a la vez, semejantes al hábito y a la sucesión de los días, como la sombra de la nariz siempre presente y siempre insustancial bajo los ojos, o la humedad de la saliva, siempre con sabor y siempre neutra en el laberinto abierto de la boca. Su pérdida había sido un remolino y luego un pasmo del que los años no la habían sacado para hacerle ostensible la verdad llana y dura de su pena. Había vivido en ese limbo amigable, asomándose sólo por momentos al abismo que estaba detrás, serena, en cierto modo cómoda dentro del celofán que aplazaba la revisión de los escombros.
Una noche, poco después de su cumpleaños diecinueve, soñó largamente que entraba con Rafael Liévano en una gruta ceremonial, un espacio húmedo y dorado del que fluían hacia ellos espigas de agua y miradas aprobatorias. Iban al frente de un cortejo, en el inicio ritual de la fiesta, y avanzaban, celebrados dulcemente, como flotando en la atmósfera fresca de la gruta, propicia a la tersura de la piel y a las ganas de viento del cabello. Atrás marchaban los otros, sus tías y sus abuelos, Ángel Romano y Alina Fontaine. Pero sobre todo sus padres, seguros y protectores, vigilando los flancos escarpados del sendero y sus pasos dichosos en la marcha triunfal.
Al doblar un recodo, sin embargo, Leonor se topaba también con sus padres entre el público. Miraban satisfechos la escena desde el más allá, tomados de la mano, conformes y lejanísimos, radiantes en el fulgor angélico e insoportable de su amor.
Despertó bajo aquella mirada, ahogándose en el terror de haber perdido algo esencial de su espalda, un ala o un pulmón, el cartílago invisible de aquel par de fantasmas que hasta entonces habían sido parte sedentaria de su vida y empezaban a ser una zona erizada de su memoria. A partir de aquel sueño, sus padres subieron desde el limbo en que vivían, a retazos, cada uno más irremediable y melancólico que el anterior, reclamando su sitio en el pasado, cantando la enormidad de su ausencia, la seriedad de su muerte.
En el recuerdo fracturado de sus padres acabaron imponiéndose tres o cuatro imágenes que al final parecieron cifrarlo todo. Una fue la mano callosa de su padre, la enorme mano de dedos gordos, palmas abultadas y uñas planas, como esmaltadas por el uso, que se acercaba a su oreja una y otra vez, infinitamente, para acariciarla y contenerla en una sola superficie ruda y tierna. Otra, fueron los ojos acuosos de su madre, como si lloraran o hubiesen llorado, más verdes y limpios por esas lágrimas, más diáfanos en la amorosa juventud de sentimientos esenciales que emitís el óvalo de su cara rechoncha y sonriente, bien dispuesta a la vida, al amor, ya la glotonería de los chocolates negros que nunca faltaban en la sobremesa. Una más: la puerta cerrada sobre el pasillo oscuro en el que aparecía su padre, envuelto en una túnica precipitada, para alzarla y consolarla de su llanto, y ponerla contra su pecho desnudo, cuyos pelos mojados entraban en su boca. De todos aquellos restos imperiosos fue quedando en primer plano el de su madre diciendo que no volverían a ver a sus abuelos. Tenía, al decirlo, una cinta en el confín de la frente amplia, los ojos bien abiertos en su cara encendida, recortada contra un horizonte verde de lluvias y casuarinas. Ese recuerdo no tenía fecha, pero debía ser de cuando sus padres resolvieron cambiar de vida, devolvieron la buena casa y el mejor trabajo que el papá de Leonor había recibido de Ramón Gonzalbo y se mudaron a un edificio que olía a caño, en una colonia de medio pelo donde se iban sin descanso el agua y la luz. Aquel edificio y aquella colonia estaban atados en la memoria de Leonor a la inmensidad vacía, protegida y dichosa de la infancia.
Era la inmensidad de un país duro, recalcitrante. No podían tener macetas en el balcón de la calle sin que las rompieran a pedradas los vagos del rumbo. Las macetas de helechos y flores, que eran la necesidad vegetal de la madre de Leonor, terminaron simulando dentro del departamento un modesto pero altivo jardín, refugio de sus ánimos de primavera contra la sequedad ambiental. No había sirvientas, ni otros lujos que los de la alegría contagiosa de su madre, siempre inventando mejoras, dispuesta al gozo infinito de los detalles, y siempre con su hija trotándole al lado, como una cría silvestre que gravitaba libremente en la órbita del amparo materno. Se recordaba en esa bolsa invisible, junto a su madre, todas las horas del día, del despertar a la noche, pasando por el colegio y el mercado, la comida y la tarea, la hora de planchar y la hora de dormir. La huella de aquellos años era un paquete de amor de mujeres en el que a veces entraba su padre, velludo y besuqueante, para cerrar un círculo de complicidades sin fisuras.
No recordaba, pero le habían contado de aquella época los empeños laborales poco exitosos de su padre, la insistencia del suegro en tentarlo con trabajos para suavizar el repudio de su hija, los vanos intentos de conciliación de Cordelia y el cable electrizado, tenso como una amarra de barco, que corría de su abuela a su madre en el duelo de voluntades que las separó por años, sin que cedieran al ensayo de un mensaje, un cariño, un parpadeo de tolerancia o perdón.
– Ahí empezó todo a ir mal o siguió yendo mal en esta familia -le dijo Natalia, una noche de pájaros particularmente bullangueros en su frente. -De ahí murió Mariana y de ahí se quedó seca tu abuela y castigado tu abuelo.
– Mariana se murió antes de eso, y mis abuelos son tus papás -la reprendió Leonor.
– Fueron mis papás por accidente, como todos -dijo Natalia. -No porque me los haya propuesto o me sienten bien. Pero tú ya los ves ahí como idos desde que se murió Mariana y se fue tu mamá y siguió cumpliéndose la maldición de la familia. Mariana muerta, tu mamá destripada en el coche, yo tarada y ahora tú idéntica a Mariana. Tienen que estar muy compungidos los ancianos: la ven venir clarito.
¿Qué ven venir? -dijo Leonor.
– La pelotera. La boruca. La mala suerte. La especialidad de la casa. ¿No ves que aquí puras locas y trágicas?
Una noche, aprovechando que su abuela estaba sola bordando en su costurero, concentrada y sin defensas, Leonor le preguntó:
– ¿Por qué se pelearon?
¿Quiénes?-murmuró la abuela, sin levantar la vista del bordado.
– Mis papás y ustedes -dijo Leonor.
La abuela Filisola volteó a verla por sobre los lentes de faena como quien mira un ruido extraño. -No sé. No me acuerdo.
– ¿Fue después de que murió mi tía Mariana?
– Después -aceptó la abuela.
– Estuvieron sin hablarse cinco años -dijo Leonor.
– Casi seis -dijo la abuela.
– ¿Y no te acuerdas por qué fue el pleito? ¿Un pleito que duró seis años?
– No quiero acordarme -dijo la abuela.
– ¿Tuvo que ver con mi tía Mariana?
– Supongo que sí -dijo la abuela. -Todo tuvo que ver en ese tiempo con la muerte de tu tía Mariana. ¿Por qué sigues escarbando eso?
– He estado pensando en mis papás -dijo Leonor.
– Ya lo sé -dijo la abuela.
– Me he estado acordando de mi mamá diciendo que no iba a volver a verlos a ustedes. Pero no sé el motivo.
– No hay motivo para lo que hizo tu madre -dijo la abuela. -Cortó las amarras y no volvió a buscamos.
– ¿Por qué? -preguntó Leonor.
– En esta casa sólo hay qués, no porqués -dijo la abuela. -Y con los qués nos alcanza. No escarbes más.
Pero los enigmas de sus recuerdos habían empezado a escarbarla a ella y no sabía cómo parar. No sabía cómo apartarse de la noche en que su tía Cordelia vino a despertarla, bañada en lágrimas, y no atinó a decirle que sus padres habían muerto en un accidente absurdo, de modo que ella, Leonor, no lo supo sino hasta que tuvo los ataúdes enfrente varias horas después. Se había quedado a pasar una semana en casa de Cordelia para dar espacio a que sus padres celebraran su segunda luna de miel, la primera de la nueva pareja que eran, a gusto con sus días a la intemperie, sin paraguas protectores. En el loco desconcierto de sus pocos años, la noticia de la muerte de sus padres no fue una revelación, una raya con antes y después, sino una secuencia de actos incomprensibles y llantos mal explicados, hasta que su abuela Filisola la tomó de la cintura, la sentó frente a ella, los pómulos húmedos, las lágrimas corriendo sobre ellos, y le dijo, sin que le temblara la voz, como si el llanto y su garganta fueran por caminos distintos:
– Tus papás se fueron. Y no volverán.
No habían vuelto en efecto, sino hasta ahora que la invadían poco a poco, ansiosos de recobrar el tiempo perdido, y apuntando, como todo en su cabeza desde un tiempo atrás, al enigma pendiente de Mariana. En el camino a ese enigma buscó y encontró a Carmen Ramos. Tardó semanas en hacerlo porque no lo intentó a través del teléfono que Ángel Romano le había dado sino hasta que pudo vencer el bosque de sus propios temores. Por primera vez desde que el retrato de Mariana la ocupó con su secreto, tenía miedo, algo en un lugar impreciso de su estómago le advertía contra la resistente opacidad de ese misterio, su vigor, incluso su elegancia, y el riesgo de que pudiera disolverse en una explicación trivial y sin embargo insoportable, atroz.
Exploró con cuidado aquel bosque de temores adultos, lo combatió con Rafael Liévano los fines de semana y por las noches, a menudo, con los cigarrillos de marihuana y los puros robados al abuelo que quemaban en el balcón de Natalia, de frente al flanco oscuro de pájaros y árboles que la misma Natalia había criado. Una de esas noches, Leonor regresó del balcón envuelta en su propia nube, paralela de la de Natalia, y marcó el número de Carmen Ramos que Romano le había dado.
– Te llama Mariana Gonzalbo -le dijo. -¿Te acuerdas de mí?
– Me acuerdo perfectamente -dijo Carmen Ramos, sin turbarse. -¿Pero quién eres tú?
Luego de las explicaciones, quedaron de verse una tarde, en el departamento de Carmen Ramos. Esta vez Leonor fue sola, sin el apoyo lateral de Rafael Liévano, ni otro testigo de su miedo que la frialdad nerviosa de sus manos. Carmen Ramos vivía en un edificio art deco de cuatro pisos frente al Parque México, en la colonia Condesa. Su fachada descubría un amplio arco de piedra pulida y una puerta de madera con vidrios biselados. No tenía elevador, la escalera era de granito negro y rosa, con un barandal de hierro forjado. Los pasillos eran oscuros, flanqueados por altos macetones que subrayaban la fijeza inquietante de la penumbra en la caída de la tarde.
En el piso tercero tocó una puerta, oyó los pasos al otro lado taconeando con prisa equivalente a los latidos de su corazón. Perdió el aliento con los tirones del picaporte y, cuando la puerta se abrió, recibió sobre el rostro el cuadrángulo de luz que se extendió sobre su figura, ansiosa de comerse el corredor en sombras. Vio la silueta recortada de Carmen Ramos en ese cuadrángulo, el brillo de una cadena y unos aretes, pero no sus rasgos bajo el casquete de pelo que se alzaba sobre su frente y se derramaba sobre sus hombros como la melena a la vez redonda y geométrica de Mariana.
Inmóvil y deslumbrada, como en un duelo al que debía responder y no sabía siquiera hacia qué rumbo, se mantuvo ahí, detenida en el aluvión de luz, disponible a la inspección de Carmen Ramos. Lo siguiente fue que se supo abrazada, atraída sin resistencia hacia la silueta de Carmen Ramos, y su olor de un perfume dulzón con una hebra de tabaco y otra, más discreta, de sudor, trabajo, y amores recientes. La tuvo unos momentos en ese abrazo, a la vez sorpresivo y familiar. Sintió los pechos grandes y duros de Carmen Ramos junto a los suyos, pequeños pero redondos y firmes, y la abrazó también para sentir su cintura y su espalda embarnecidas, pero aún esbeltas y flexibles.
Finalmente, Carmen Ramos la hizo pasar, esforzándose en decir las cordialidades de costumbre. En su voz inaudible, Leonor descubrió que la ahogaban la emoción y el llanto. Con un brazo sobre la espalda de Leonor y una mano limpiándose el estrago de las lágrimas sobre el rimel, Carmen Ramos la hizo caminar por el pasillo de su departamento hasta la sala, donde volvió a mirarla de frente, sorbió unos mocos, estalló una sonrisa y le dijo, moviendo el rostro incrédulo de lado a lado, mostrándole sus enormes ojos cafés, irritados y felices:
– No lo puedo creer. De verdad eres Mariana Gonzalbo.
Carmen Ramos vivía sola, rodeada de plantas y lámparas de cristal biselado. Había en su casa un aire de sobriedad deportiva, amor por los detalles y elegancia natural; su casa era como una extensión de su cuerpo y de su atuendo, de la facilidad de sus movimientos y la sencillez calculada de las prendas que cubrían sus brazos largos, sus delgadas piernas, los huesos finos y rectos del pecho, la fuerza del cuello delgado que soportaba sin esfuerzo la mata de pelo negro con estrías blancas que la coronaban. Viéndola, Leonor supo que había llegado por fin a la verdadera amiga de su tía Mariana, a su confidente y su compañera, su no competidora, su igual.