37963.fb2 El Error De La Luna - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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X

– En ese tiempo tu tía Mariana vivía un piso arriba de mí -le dijo Carmen Ramos. -Lucas iba y venía. Fue y vino por un tiempo. Los tiempos más felices de Mariana, diría yo. Nos topábamos a cada rato. Yo subía o ellos bajaban, y cenábamos o desayunábamos juntos. Había una excitación constante entre ellos. La excitación que da la felicidad, supongo, que se parece mucho a la de los que toman cuando empiezan a estar borrachos. Todo fluye, son elocuentes y divertidos, se desinhiben, el mundo sonríe a través de ellos o ellos sienten al menos que el mundo les sonríe. Pues algo así. Y las ganas de mostrarse ante los demás, de mostrarles su dicha, ¿me entiendes? Yo recuerdo a Lucas usando una sábana como bata y a Mariana recién bañada, con una toalla como turbante en la cabeza y otra anudada sobre el pecho, recibiéndome a desayunar un sábado a las diez de la mañana. Me recibieron en la cama, con el desayuno servido en la cama, y ellos dos a medio vestir, luego de llamarme varias veces insistiendo en que subiera. Para qué, me pregunté entonces: si están tan a gusto con su intimidad, ¿para qué necesitan terceros? Pues para eso, para mostrar su felicidad, para darle testigos y hacerla durar, supongo. Tenían razón. Ya ves: su felicidad se acabó hace tiempo, pero yo te la estoy contando ahora, de modo que todavía existe. Y va a existir mientras yo la recuerde, ¿sí me entiendes?

– Creo que sí dijo Leonor. -Pero si eran tan felices, ¿por qué terminaron?

– ¡Ah!, eso sí fue por la loca de tu tía -respondió Carmen Ramos, como si alegara. Mejor dicho: como si su respuesta fuera parte de un viejo alegato de cuyos lugares comunes estaba cansada. -Y eso sí no me lo cuenta nadie, porque yo lo vi. Yo fui la que le dije a Mariana que era un error y a mí fue a la que me mandó a freír espárragos. No me lo cuenta nadie.

– ¿Qué hizo? -preguntó Leonor.

– Lo cambió en una fiesta dijo Carmen Ramos.

– ¿A quién cambió?

– A Lucas. Lo cambió en una fiesta, se le fue con otro en sus narices. Hay gente enojada con Lucas, que le echa a él la culpa de todo lo que pasó. Pero a mí me consta que Mariana tuvo su parte, y yo la vi ese día de la fiesta hacer su gracia.

– ¿De qué gente hablas? -preguntó Leonor.

– Gente, gente -murmuró Carmen Ramos.

– ¿Como qué gente? -insistió Leonor.

– Como tu tía Cordelia -cedió Carmen Ramos. – Pero no vale la pena hablar de eso.

– Vale la pena -dijo Leonor. – Yo me peleé con mi tía Cordelia por eso mismo.

– Pues conmigo se peleó hace años. Llegué a quererla mucho, y no creas que no la extraño. Pero ella cree que Mariana fue una santa y que todo le pasó o se lo hicieron. Tú estás muy chiquita todavía para saber ciertas cosas, pero lo que sí te digo es que no fue como dice Cordelia. Mariana era una buena cabrona y, al final, no sé a quién le fue peor, si a ella o a Lucas. Y no sé quién quiso más a quién, porque ésa es la otra cosa que te voy a decir y que hizo explotar a Cordelia de coraje cuando se lo dije: Lucas Carrasco estaba muerto de amor por Mariana. Lo último que hubiera querido es hacerle daño.

– ¿Qué pasó en esa fiesta? -preguntó Leonor.

– Te lo cuento -accedió Carmen Ramos. -Pero lo primero que hay que entender es esto, mira: a tu tía Mariana y a mí nos faltaron muchas cosas en la vida, pero nunca galanes que nos persiguieran en las fiestas, ¿sí me entiendes? Y había fiestas a cada rato, largas comidas que terminaban en largas bailadas de todo mundo con todo mundo. Al final, nacían y morían parejas como nacen y mueren conejos. Pero si andabas con alguien, y si ese alguien te gustaba y estabas feliz con él, como tu tía Mariana con Lucas Carrasco, entonces, dime, ¿por qué razón en una de esas fiestas, pasas de bailar con Lucas Carrasco a darte de besos en una esquina con un guapísimo baboso que acabas de conocer? ¿Por qué?

– Por guapísimo -sonrió Leonor.

– No, mi amor: por loca -dijo Carmen Ramos. -Por ociosa, por andar buscándole mangas a los chalecos. Yo la vi y me la fui a buscar al rincón donde estaba con su guapísimo y me la llevé al baño y le dije: "Tú estás loca. Eso no se le hace a un galán, mucho menos al galán que te encanta." "También me encanta el otro", me dijo. "Y Lucas es el mayor defensor de que cada quien haga lo que quiera." Estaba medio borrachita, pero nada que ameritara la barbaridad que estaba haciendo. Le dije: "No, no, no. Esas teorías sólo sirven cuando el otro no te importa. Si estás metida hasta el cuello con otro, como estás con Lucas y él contigo, no se puede hacer lo que quieras. Mucho menos enfrente del otro." "Tú no conoces a Lucas", me dijo Mariana. "Lucas es el rey de la pluralidad." "Te conozco a ti", le dije. "Y lo que estás haciendo es una pose". "¿Pero ya viste a ese galán?", me dijo Mariana. "Está de concurso, Ramos." "Tu galán es tercer mundo comparado con Lucas", le dije. "¡Ah!", me dijo. "Ya entendí qué te traes: te gusta Lucas." "Lucas no sólo me gusta, me encanta', le dije. "Pero me encanta contigo, idiota, y tú con él. No hagas estupideces." "Tú ya estás como mi hermana mayor", dijo Mariana. "Estoy como tu amiga, Gonzalbo", le dije. "Estás regando la mermelada." "Pues me gusta esa mermelada", me dijo. "Y la voy a seguir probando." Eso hizo. Salimos del baño y se fue otra vez con su mono de revista de modas, a reírse y abrazarse y dejarse arrimar a lo oscuro. Me fui en busca de Lucas para distraerlo, pero apenas me vio me preguntó por Mariana. Le dije que no la había visto y me dijo: "Las vi pasar juntas al baño. ¿Qué le estás alcahueteando?" Era como si supiera, como si ya la hubiera visto. "Se quedó por ahí con unas gentes", le dije con la vaguedad adecuada. "¿Unas o una?", me preguntó Lucas Carrasco. "Unas", le dije yo. "Eres buena amiga", me dijo

Lucas. "Pero ya la vi en ese rincón. ¿Tú puedes explicarme por qué?." "No", le dije. "No puedo explicarte por qué."

– La hermana mayor que regañaba a mi tía Mariana era mi mamá -acotó Leonor.

– No entiendo dijo Carmen Ramos, sorprendida por el comentario.

– La que la regañaba -explicó Leonor. -Dijiste que mi tía Mariana te comparó con su hermana mayor porque la estabas regañando.

– Ah, sí -dijo Carmen Ramos. -Se quejaba siempre de eso.

– Pues la hermana mayor de mi tía Mariana era mi mamá -dijo Leonor.

– Sí, mi amor. Ya lo sé dijo Carmen Ramos.

– Es que de pronto me perdí. Discúlpame. -¿Por qué la regañaba? -¿Cómo?

– Sí: ¿por qué mi mamá regañaba a mi tía Mariana? ¿Qué le molestaba de mi tía?

– El destrampe, el desorden -dijo Carmen Ramos. -Y las cabronerías de Mariana.

– ¿Como cuáles?

– Bueno, como ésa que te acabo de contar. Luego, la colección de galanes. No que fueran muchos, aunque no eran pocos, sino que los levantaba como por hobby, no porque le gustaran, sino porque se cruzaban en su camino, a veces por puro esnobismo, para impresionar a sus hermanas. Por ejemplo, hubo un ejemplar que se consiguió un día recién bajado de la mata, un tarzán acapulqueño que te podías morir al verlo del brazo de Mariana. A veces por caridad, porque no sabía cómo decirle no a uno que le anduviera rogando. Pero la mayor parte de las veces para probarse a sí misma que era libre, que no tenía prejuicios, o algo así. Yo la entendía muy bien, porque padecimos del mismo mal en la misma época. No era una cosa nuestra. Estaba en el ambiente. Era como si confundiéramos el amor con la ropa. Te acostabas con alguien y luego con otro como si te quitaras una prenda y te pusieras otra. A tu mamá esa actitud la sacaba de quicio. Yo nunca hice migas con ella por eso. A tu tía Cordelia le importaba menos, y por eso nos hicimos amigas y lo seguimos siendo luego de que Mariana murió. Con el tiempo, me resulta obvio que tu mamá tenía razón. Nosotras éramos unas idiotas tratando de impresionarnos con nuestra libertad. ¡Las cosas que yo llevé a mi cama! ¡Y las que llevó tu tía Mariana! Al final, era difícil distinguir lo que te gustaba de lo que simplemente te hacía cosquillas, no sé si me explico. Mariana no supo cuánto le importaba Lucas, sino hasta que lo perdió. Ahí empezó el viacrucis.

– ¿Tú sabes cómo murió mi tía? -avanzó Leonor, echándose sin más sobre el terreno sombrío.

– Murió de una embolia -dijo Carmen Ramos. -Un derrame cerebral.

– ¿A los veintinueve años?

– Es lo que dice tu familia y no hay por qué dudar -dijo Carmen Ramos. -Ellos estuvieron cerca. Ahora, antes de eso, lo que padeció fue una anorexia nerviosa. Esto sí me consta, porque se parece a lo que yo vi. Pero en realidad no sé de qué murió Mariana. Sé lo que pasó antes, cómo se fue enfermando, pero no cómo acabó.

– Cuéntame entonces cómo se fue enfermando. ¿Qué pasó?

– Pasaron muchas cosas raras -musitó, lentamente, Carmen Ramos. -Todas vinculadas a Lucas Carrasco. Lucas fue el único hombre que le importó de veras a Mariana, pero no se dio cuenta de eso sino muy tarde, cuando ya lo había herido de más y él se había ido y lo de ellos se había roto por el centro. Entonces, a Mariana le dio por recuperar a Lucas, se le volvió una obsesión recuperarlo. Bajó la cortina de los galanes y se puso a trabajar en sus investigaciones como monja, casi un año. Pensaba que Lucas notaría eso y que iba a gustarle, porque siempre tuvo con Lucas una especie de complejo intelectual. Lo sentía muy por encima de ella intelectualmente. Decidió probarle que su vocación intelectual era también genuina y que ella podía ser su pareja también en ese campo. Trabajó como burra, con un amigo del instituto, en una bibliografía absurda e interminable sobre los indios de México. Y empezó una historia sobre ese tema.

– ¿Con Ángel Romano? -preguntó Leonor.

– Creo que sí -dijo Carmen Ramos. -¿Lo conoces?

– Lo fui a ver a la universidad, porque me encontré el libro en la casa.

– Un buen tipo. Hace tiempo que no lo veo. -Me habló bien de ti-dijo Leonor. -Fue el que me dio tu teléfono.

– Vaya. Pensé que había sido Cordelia. -Con mi tía Cordelia estoy peleada. Pero sígueme contando. Mariana se puso a trabajar y qué pasó.

– Bueno, su estrategia dio resultado. No sé cómo, pero funcionó. Una noche, ya noche, bajó a tocarme la puerta. "Dame lo que tengas de beber", me dijo. "Hielos y todo. Rápido." "¿Qué pasa", le dije. "Vino Lucas y quiere un trago", me dijo.

"¿Así nada más?", le dije. "¿Vino y quiere un trago?" "Sí, así nada más. Apúrate, antes de que se arrepienta." Había venido Lucas a buscarla con el pretexto de que le dedicara el libro. Estaba un poco borracho, pero en realidad vencido otra vez por Mariana. Se quedó toda la noche, hasta bien entrado el día siguiente. Como a las doce bajó tu tía, despeinada, ojerosa y radiante. "Quiero tener un hijo de ese cabrón", gritó. "Un hijo igualito a él, que lo reproduzca exactamente. Y es lo único que quiero en la vida: reproducirlo, ¿me entiendes? Reproducirlo tal cual, carajo." Si te digo que me dio envidia, te diría poco. Era como si Mariana hubiera pasado a otro nivel, como si se hubiera instalado en otro mundo, un mundo al que yo no tenía acceso, ni podría tenerlo.

– ¿Se arreglaron? -preguntó Leonor.

– Se arreglaron -asintió Carmen Ramos.

– ¿Y volvieron a verse como antes?

– Como antes, no. Lucas estuvo probando, no regresó de inmediato. Andaba arisco, lastimado, calculando sus terrenos. Y también, pienso yo, castigando un poco a Mariana, haciéndola pagar por su falta previa. Pasaron dos días de su reencuentro, y no regresó. Cuatro días, y tampoco. Mariana estaba como loca, te imaginarás, conteniéndose pero como loca, haciéndose cábalas sobre qué pasaría y por qué la hacían pasar del paraíso al limbo sin siquiera un mensaje intermedio. De pronto, al quinto día, Lucas se apareció de nuevo y se quedó todo el fin de semana con Mariana, en su departamento. Luego se fue otra vez, y ahora anduvo ausente quince días. Mariana aguantó el nuevo estilo sin entrar en explicaciones. Finalmente, como a los seis reencuentros, empezaron por fin a verse con cierta normalidad, cada tercer día, a veces diario, y pasaban juntos los fines de semana. Todo parecía más que normal, una normalidad casi conyugal, que duró bastante tiempo. Para Mariana y Lucas, bastante tiempo quiere decir dos o tres meses, al cabo de los cuales, sin aviso previo, así nomás, de pronto, Lucas desapareció.

– Pero por qué -dijo Leonor.

– Por cabrón, mi hijita. Porque así son los hombres: unos mentecatos. Más proclives al amor propio que al amor. No entienden cuando los amas ni cuando los engañas. En el fondo, no entienden nada. Mariana se hizo a la idea el primer mes, pero para el segundo empezó a penar. Un día vino y me dijo: "No puedo tragar." "¿Por qué, qué te pasa?". "No puedo tragar, te digo. Llevo dos días con la garganta cerrada y sólo puedo pasar líquidos." "Estás histérica", le dije. "Vamos a echamos un trago y a olvidamos del tal Lucas." Me dijo que no. Pero dos o tres días después pasó y me dejó una nota tras la puerta diciendo que sí. Subí por ella y le dije: "Nos damos un baño largo, nos secamos el pelo con pistola y nos vamos con el pelo suelto a donde sea. ¿De acuerdo?" Eso quería decir entre tu tía y yo que íbamos por la calle con las dos melenas al aire, la suya castaña y la mía negra, desafiando al mundo. Las solas melenas eran el llamado de la manada, ¿me entiendes? Era como ir encueradas, en nuestros tacones altos, marcando el golpe del pelo a la vista de todos. Nos arreglamos con los pelos así de sueltos y nos fuimos al bar donde cantaba Cordelia, allá por Coyoacán. Apenas nos sentamos con nuestros daiquiris, que nos parecía el trago más pirujo y ligador posible, se aparecieron dos galanes como mandados a hacer, altos, guapos y dispuestos a la fiesta hasta que terminara. Fuimos de bar en bar, bailando y bebiendo hasta muy noche y luego a nuestros departamentos. Fue una noche memorable porque Federico, con quien yo me emparejé, resultó después mi marido por cinco años. El galán de Mariana, cuyo nombre no recuerdo, fue también inolvidable, pero por razones muy distintas. No bien se habían acomodado en la recámara de Mariana, cuando ¿quién crees que toca la puerta?

– Ay, no -dijo Leonor.

– Toca la puerta nada menos que el desaparecido Lucas Carrasco, nada menos que él, precisamente ese día: el primero, y el único, en que tu tía Mariana se había permitido, durante el último año, el más leve asomo de amores que no fueran Lucas. La mensa le había dado a Lucas una llave del portón del edificio, y ahí estaba Lucas a las tres de la mañana, tocándole la puerta del departamento, y oyendo la música que había al otro lado, los restos de la fiesta. De modo que no era practicable ni siquiera la coartada de no abrirle, haciendo como que no había nadie. Mariana metió a su galán al baño y abrió. Trató de hacerse la ofendida y le dijo a Lucas que no podía pasar, que ella no era su sirvienta para atenderlo cuando quisiera, y mucho menos en la madrugada. Que si quería verla viniera mañana, con la luz del día, etcétera. Todas las excusas que se le ocurrieron desde el punto de vista del orgullo y la dignidad. Pero Lucas la conocía muy bien y no se chupaba el dedo. Le dijo: "Estás con otro." Y Mariana no pudo sino echarse a llorar.

– No es justo -dijo Leonor. -Él no tenía por qué exigirle de ese modo. Se había ido dos meses sin avisar, ¿qué esperaba?

– Todo -dijo Carmen Ramos. -Esperaba y quería todo. No quería ni un resquicio fuera de control. Lo cierto, creo yo, es que en realidad no había perdonado lo anterior. Volvía porque no podía evitarlo. Porque su atracción por Mariana era mayor que su orgullo. Pero nunca pudo reponerse de la primera herida, ésa de la que Mariana apenas se dio cuenta. El hecho es que, después de aquella noche estúpida en que otra vez sorprendió a Mariana con otro, entonces sí ya no volvió. Mariana lo sabía perfectamente. Empezó a llorar, con Lucas en la puerta, esa madrugada y terminó de llorar tres días después, flaca y amarilla, con el rostro de la máscara griega de la tragedia, chupada y como con surcos. No puedes creer lo que era. Tampoco podrías creer lo que lloró. Cuando acabó de llorar tenía la garganta más cerrada que antes, cerrada en serio. No podía tragar nada, a veces ni siquiera agua. La garganta se le cerraba y no podía respirar. Por las mañanas, al despertar, la sola idea de comer le provocaba la asfixia.

– ¿Qué tenía? -dijo Leonor.

– Tensión, miedo, no sé. Desamor-resumió Carmen Ramos.

– ¿No fue al médico?

– A todos los médicos. No había nada en su garganta. Ni tumores, ni atrofias, ni nada.

¿Por qué no podía tragar entonces?

– Porque no podía.

– Pero tiene que haber una explicación.

– No la hubo. Ni la hay todavía. Era desesperante, como si otra persona dentro de ella la estuviera estrangulando, matándola de hambre sin ninguna razón, así nada más. Lloraba y me decía: "Me aterra pensar que me estoy suicidando, que estoy tan loca que me estoy suicidando sin darme cuenta, que me quiero morir."

– ¿Quería morirse? -preguntó Leonor.

– No -dijo Carmen Ramos. -Te digo que lloraba mientras me decía esas cosas.

– ¿Pero, al final, crees que mi tía Mariana se suicidó?

– No -dijo Carmen Ramos. -Mariana no era el tipo. No le daba por ahí, ni por echarse al suelo, ni por deprimirse. Menos por pensar en arrancarse la vida. Mariana se extenuó trabajando y dándole vueltas a la pérdida de Lucas Carrasco, obsesionada con eso, con la idea de recuperarlo, como lo había recuperado ya una vez. Se le cerró la garganta un tiempo y luego que se curó, aunque en parte como consecuencia de eso, simplemente perdió el apetito. Mejor dicho: el lío de la garganta la hizo entrar en un total desorden con sus comidas. Tomaba café como loca y no se sentaba a comer a sus horas porque se sentía gorda. Comía papas fritas o un pan con queso y en la noche, muy noche, a veces la oía trajinando en su cocina, guisando hierbas. Porque le dio por la cuerda vegetariana y decidió dejar de comer carne. Un desorden. Un día entró aquí como zombi preguntando dónde había dejado sus zapatos, y me dio una larga explicación de lo que había hecho el día anterior para tratar de recordar dónde había puesto sus zapatos. En ese momento caí en la cuenta de que estaba realmente mal. Llamé a tu tía Cordelia y le dije que viniera a verla, le dije que en mi opinión no podía vivir sola en esas condiciones y que no quería vivir conmigo, como le había propuesto desde el principio de sus problemas de la garganta. Entonces Cordelia vino con tu mamá, estuvieron tocando un rato largo en la puerta de Mariana, oyendo la, música que no faltaba en el tocadiscos, pero sin que les abriera. Bajaron a decirme y subí yo. Cuando Mariana oyó mi voz, abrió. El departamento era un desastre, había notas pegadas con tachuelas en las paredes recordándose las cosas más absurdas, y los muebles puestos todos a contrapelo. Haz de cuenta que la mesita con la lámpara de una esquina estaba en el centro de la sala, y libros por donde quiera, en el piso, en el fregadero, sobre su cama. Cuando entramos, me habló todo el tiempo a mí, como si sus hermanas no estuvieran o no las viera. Le dije: "Aquí están tus hermanas, vinieron a verte". Pero ella, como si no existieran. Le insistí "Vinieron a verte". Siguió hablándome de los pendientes que tenía, las cosas más absurdas: la presentación de un libro en donde iba a estar Lucas y al que debía ir al día siguiente, aunque la presentación había sido el día anterior. Insistí en que estaban sus hermanas a visitarla. Entonces tu mamá me dijo: "Te pido por favor que nos dejes a solas con ella." Me sentí muy mal, como puedes imaginarte, excluida después de que yo les había abierto la puerta de Mariana. Era más hermana mía que de ellas, si a esas vamos. Yo sabía quién era Mariana, ellas no. Pero finalmente sus hermanas eran ellas, y no yo. Bajé como me pidieron. Al rato bajó también Cordelia a llamar por teléfono, porque yo tenía teléfono y Mariana no. Me dijo que la veían muy mal, que iban a llamar a sus papás y a llevársela a que la atendieran en un hospital. Me pareció correcto, apenas lo adecuado. Como a la hora oí voces y gran ajetreo en el pasillo. Me asomé y vi pasar un equipo de enfermeros con una camilla. Subí a ver. Ya estaban poniendo a Mariana, dormida, en una camilla. Había un médico que daba instrucciones, y los camilleros. Junto al médico, estaban tus abuelos, perfectamente vestidos, como para un cóctel, atestiguando el movimiento. Fue la primera vez que vi a tu abuelo. Qué hombre tan guapo. Y a tu abuela. Carajo, qué pareja. Juntos eran más guapos que Mariana. Una pareja de colección. Tu mamá me vio asomándome y me fue a buscar. "La sedaron y la vamos a internar para que la estabilicen y la alimenten", me dijo. "Fue la decisión del doctor. Ven. Te voy a presentar a mis papás." Me sentí en bata yendo a recibir un premio en la fiesta de final de cursos de la escuela. Tu abuelo me miró con sus ojos verdes, todo él tostado y atlético y me dijo, como si me envolviera: "Le pido su comprensión. Ésta es una cosa que debe decidir la familia." Tu abuela, en cambio, me miró con sus ojos redondos color, no sé qué color…

– Avellana -dijo Leonor.

– Y me dice tu abuela, antes de saludarme: "Así nos entregas a mi hija." ¡Como si yo me la hubiera llevado! Tu abuelo hizo un gesto de molestia y la arrastró a la puerta, por donde ya sacaban a Mariana los camilleros. Luego supe, por Cordelia, que los dos me echaban la culpa de la mitad de los males de Mariana. En su cabeza, yo era culpable de que se hubiera salido de su casa, para empezar. Y de la vida disipada que según ellos, llevaba su hija Mariana, a quien ellos habían educado tan bien. Hubiera sido inútil explicarles que Mariana y yo nos salimos de nuestras casas al mismo tiempo y que quien llevó la iniciativa fue Mariana. Mi padre tenía también la idea de que Mariana era la amiga que me había corrompido a mí, aprovechándose de su condición de viudo, que nunca tuvo tiempo para atender a su hija. No le faltaba tiempo para sus novias, pero cuando su hija, es decir yo, engatusada por Mariana, decidió salirse de su casa y poner un departamento con su amiga del alma, ¡ah!, entonces sí, ¡qué terrible amiga que se llevó a su hija a vivir de puta en un departamento de solteras! Porque Mariana y yo al principio vivimos juntas. Luego se desocupó un departamento arriba, lo rentamos y ella se fue a vivir arriba, porque nos estorbábamos mucho con esa pirotecnia que te digo que teníamos con la circulación de galanes, caridades y loterías. En parte, mi padre tenía razón. Pusimos nuestro departamento de solteras para hacer todas las cosas que no podíamos hacer como hijas de familia. ¡Pero no cobrábamos, como pensaba él! Simplemente queríamos vivir. Y tratando de vivir se nos fue la vida. A Mariana literalmente, a mí casi, porque también estuve a punto de manicomio con mi esposo Federico.

Hubo un silencio largo, el silencio propicio a la evocación de las pérdidas.

– No volví a ver a tu tía Mariana -reanudó con voz baja Carmen Ramos. -Cuatro meses después, supe por una esquela del periódico que había muerto. Fui al entierro. Tus abuelos me evitaron al pasar junto a mí, lo mismo que tu mamá. Cordelia me dijo que había sido una embolia. Y quedamos de vemos para que me contara. No vino a verme, yo la busqué en el lugar donde estaba cantando y hablamos, empezamos a hacemos amigas de verdad. ¿Sabes a partir de qué? De que no sabíamos un carajo lo que había pasado. No sabíamos y no sabemos, es la verdad. Aunque ella ya se construyó su versión y no la bajas del caballo.

¿Qué hizo Lucas? -preguntó Leonor.

– Qué hizo de qué.

– Cuando la muerte de Mariana.

– La penó como un perro -dijo Carmen Ramos. -Vino a verme y le conté lo que sabía. No me creyó del todo, porque escribió una versión distinta a la que yo le di. Escribió una novela, ¿ya sabías?

– Eso me habían dicho -dijo Leonor. -Ángel Romano me dijo.

– Sí -Dijo Carmen Ramos. – Una novela.

Por ahí la tengo. ¿Quieres verla?

– Sí -dijo Leonor, ansiosamente.

– Pero es una novela -advirtió Carmen Ramos. -No es la historia de tu tía Mariana. Digo, al final no tiene nada que ver, son historias muy distintas.

– Déjamela ver -pidió Leonor.

Carmen Ramos fue a su recámara y trajo un libro pequeño, con pastas de cartoncillo blanco, sobadas y ennegrecidas por el uso.

– Es el retrato de Lucas Carrasco. No de Mariana Gonzalbo -le dijo, poniendo el pequeño objeto, precioso y sucio en sus manos. ¿Lo quieres? Te lo presto.

– Lo quiero -dijo Leonor y lo sobó un rato, como un chal. -Tengo una última pregunta.

– La que quieras -dijo Carmen Ramos.

– Todo esto que me cuentas, ¿dónde pasó? ¿Dónde vivían ustedes entonces?

– ¿Cómo dónde, mi vida? Aquí mismo. Aquí. En este departamento vivimos al principio tu tía Mariana y yo. Y en el de arriba pasó todo lo que te estoy diciendo.

– ¿Por aquí anduvo mi tía Mariana? -.lijo Leonor.

– Por aquí no: aquí -subrayó Carmen Ramos. -Estuvo sentada ahí donde tú estás. Durmió un año en el cuarto que está al fondo. Por la puerta por donde tú entraste hoy, ella entró feliz un día, hace años, diciendo que quería reproducir a Lucas Carrasco, y otro día preguntando dónde había dejado sus zapatos. Éste es el lugar, mi amor. Y arriba es el lugar.

Leonor se sintió avasallada por el sitio. Una oleada de miedo y extrañeza la hizo temblar por la coincidencia inesperada, como si hubiera venido aquí para jugar un juego que no comprendía y cuyas reglas, sin embargo, iban cercándola y agitándola como se agita el mar bajo el influjo de la luna.