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XI

Se llevó el libro de casa de Carmen Ramos y lo metió a la suya escondido bajo la ropa, como el bastimento clandestino que era. Lo abrió del mismo modo, en su cuarto, de noche y sin testigos, junto a la única complicidad de su lámpara velatoria, ansiando que subieran hasta ella, desde las páginas prohibidas, las dobles llamaradas de la trasgresión y el secreto. Leyó rápido, saltando por el libro como por las piedras de un arroyo, al paso de su pecho ávido de saber lo que ignoraba y de recordar lo que no había vivido.

La novela de Carrasco se llamaba Lucrecia contra la luna. Era un libro pequeño de hojas gruesas y pastas de cartoncillo amartillado. Bajo la afectación en letras góticas del título, venía impresa la viñeta de un desnudo que ofrendaba a la luna un perfil de mujer con ojos de buey, senos altivos y pubis erizado. No tenía dedicatoria, colofón, ni página legal, pero abría cada capítulo con una capitular renacentista en cuyas trabes y tildes se enredaban los cabellos y las facciones helénicas de distintas mujeres.

Leonor devoró la novela, atragantándose con ella. Bajo el nombre de Lucrecia, vio cruzar a Mariana por una fiesta nocturna, y encontrarse con Lucas en un sendero de eucaliptos mejorados por la luna. Los oyó hablar y besarse bajo la transparencia de la noche y largarse por el bosque fantasmal hacia ellos mismos. Luego de varias páginas de amores realizados, acudió a su primer pleito sin motivo y a su primera reconciliación en una playa, presidida nuevamente por la luna. Los vio separarse otra vez y a Mariana, bajo el nombre de Lucrecia, enfilarse a una hilera de noches solitarias, surcadas por hombres a los que nada la unían, salvo la necesidad de propinárselos, como quien se golpea una pierna para amortiguar el dolor de la otra. Los vio necesitarse, disculparse mutuamente y volver a un remanso de planes y caricias, pero a Lucas quedarse, sin desearlo, en la frecuentación de otras mujeres y a Mariana vengarse, sin odiarlo, optando frente a él por otros amores.

Malentendió el litigio de sus orgullos. Odió los caprichos del acordeón que los separaba al expandirse y al contraerse los reunía, hasta que Lucrecia fue casi un fantasma y Lucas un loco sin ruta o sin otra ruta que la búsqueda exasperante de Lucrecia. Acudió a su último encuentro en una terraza nocturna, bañada como siempre por la luna, la luna que los reunía y los sacrificaba cada vez, hasta que los separó del todo, después de esa terraza, para perderlos en un limbo inaceptable, que Leonor se negó a confundir con sus destinos. En las últimas páginas, escasas y veloces, vio a Lucrecia extraviarse en una ronda de hospitales y fatigas no explicadas, mientras Lucas flotaba, chapoteando, en un charco de acedia, húmedo de éxitos profesionales, triunfos sin lucha y amores sin estallidos amorosos.

Cuando Leonor llegó al final de aquel remolino de lunas vengativas y propicias, estaba insultando, diciendo que no, y no tenía enfrente sino. el pequeño libro de hojas descuadradas bajo el amarillo cómplice de su lámpara velatoria, la lámpara insomne que alumbraba su vacío como la luna el sendero inicial de eucaliptos que había reunido en el libro a Lucas y a Lucrecia.

Volvió instintivamente a ese sendero y leyó otra vez, despacio ahora, sin ilusiones, en una segunda búsqueda, decepcionada e insabora, del misterio. Se irguió frente al texto como una autoridad ante un posible apócrifo, galopada por la esperanza de estar al fin frente al texto sagrado y sus revelaciones originarias, manoseadas sin genio por generaciones de torpes escribas. Reparó entonces, para empezar, en que Lucas escribía el libro como si las cosas no le hubieran sucedido a él, sino a una querida pareja de amigos, cuyo fracaso inexplicable era el enigma y el motivo de la novela. Reparó después en que Mariana llevaba el nombre de Lucrecia, pero no era exactamente como ella, porque Lucrecia tenía el pelo negro, no castaño como Mariana, y los ojos oscuros en la sombra y verdes coralinos en la luz, no cafés con estrías aceitunadas, como los de Mariana. Sobre todo, la pareja impenitente de Lucrecia no era Lucas, porque no tenía la edad de Lucas, ni su nombre, sino la misma edad de Mariana y Lucrecia, y era siempre mencionado por Lucas, el narrador, como "mi amigo".

Sin embargo ahí estaba, al principio del libro, la escena sugerida por Ángel Romano del encuentro de su tía Mariana con Lucas Carrasco, su inmediata y mutua rendición amorosa, y el simple gesto de Lucas de ponerla a su lado, como si ese lugar hubiera estado ahí para ella desde siempre, esperando que Mariana lo llenara.

Lucas había escrito:

Se vieron por encima de las parejas que bailaban y mi amigo asintió, sólo eso, como si hubieran convenido algo o compartieran un secreto, ellos, que se miraban por primera vez en esa fiesta y no sabían ni el nombre uno del otro. Lucrecia asintió también, ratificando la existencia del secreto. Lo demás fue literatura, es decir, la materia de este libro, que cuenta sus amores bajo la luna, lo que la luna les dio, lo que la luna les quitó, lo que ellos no supieron tomar ni defender de la luna.

No faltaba una alusión a la luna casi en ningún pasaje del libro. Sus rayos helados presidían las escenas culminantes de la novela: la escena del encuentro y las de los amores felices que le siguieron; la escena del primer pleito, en una ciudad de México sin cielo ni estrellas, afantasmada por el esmog, y la de la primera reconciliación junto a la playa, frente al mar hinchado por el plenilunio y por la marea dichosa de sus cuerpos.

Lucrecia no era exactamente Mariana, ni Lucas su amigo, pero ahí estaban en el pequeño libro, casi literalmente, escenas que Leonor había colectado de Alina Fontaine y Carmen Ramos. Ahí estaban Lucrecia y el amigo besándose una noche, en medio de un atestado restorán, separados del mundo, unidos por el cordón umbilical de sus labios y sus lenguas, tratando de meterse uno en el otro para dejar de ser y hacerse el otro. Ahí estaban las escenas de las fiestas misteriosas y orgiásticas en la casona de la que le había hablado Ángel Romano. Y ahí estaba el amigo de Lucrecia diciéndole, como Lucas le había dicho, quizás, a Mariana:

– Vamos a queremos, no a poseernos. El ejercicio de tu libertad es lo que garantiza la mía:

Lucrecia no tenía hermanas en el libro, pero sí una amiga fraterna que cantaba en un bar de Coyoacán, como Cordelia, y que vivía en el mismo edificio que Lucrecia, como Carmen Ramos abajo de Mariana. Lucrecia no moría en la novela, como había muerto Mariana en la vida real, y el libro escurría el bulto, por tanto, a cualquier mirada de frente sobre el tema. Pero, al igual que Mariana, Lucrecia se extraviaba en un laberinto de hospitales y cuerdas interiores a punto de estallar, extenuada por la soledad y la anorexia. Por último, la novela repetía sin maquillajes la horrenda coincidencia de la noche de luna en que, luego de un año de resistir la tentación insoportable de ver a Lucrecia, su amigo había acudido a buscarla, en rendición incondicional, y la había sorprendido con otro, como Lucas a Mariana.

Había dos escenas cruciales, sin embargo, de las que nadie le había hablado hasta entonces a Leonor y que brillaron con luz propia en su nueva lectura. La primera narraba el momento en que Lucrecia, loca de amor y celos, se había entregado a Lucas pidiéndole que la hiciera su mujer, que fuera su pareja monógama, vivieran en la misma casa y la llenara de él y se reprodujera en ella, haciéndola parir su descendencia. Su amigo le había respondido con la cita de un escritor que abominaba de los espejos y de la paternidad, porque repetían la deformidad de los hombres. Esa noche, en una fiesta de la casona, Lucrecia había sorprendido a su amigo en el lecho con otra, y había bebido hasta la embriaguez y salido semidesnuda a ofrecerse a quien pasara por las calles desiertas del rumbo. Días después, su amigo le había repetido la estúpida frase que presidió sus amores y que Mariana probablemente había escuchado de Lucas: "Vamos a queremos, no a poseemos. El ejercicio de mi libertad es lo que garantiza la tuya." Poco después, la novela refería el momento que Carmen Ramos le había contado a Leonor: Mariana yéndose con otro, frente a Lucas, en una nueva fiesta de la facultad.

La segunda escena inédita era la del último encuentro de Lucrecia con el amigo, una noche de luna, después de que la había sorprendido con otro al buscarla. Sin explicar cómo se habían reunido de nuevo sus personajes, Lucas escribió:

Hubo una última vez. Era fresca la noche, pero a la vez tierna y cálida, y estaba la luna propicia en lo alto de enero. Sacaron una colcha al balcón y se tendieron en ella, sobre la cama resplandeciente de sus recuerdos. Bajo la luz de la luna, el cuerpo de Lucrecia era doblemente blanco y liso, y su mirada hipnótica venía de lejos, como en un sueño de títeres sin habla. Le pidió perdón y quiso amarla como la había amado alguna vez, sin reservas ni silencios interiores. Pero había un velo entre ellos. Lucrecia estaba en otra parte, como tomada por la luna, y dentro de él crecía una pandilla de recuerdos negándose, previniéndolo contra el día de mañana.

– No fuiste tú ni fui yo -dijo Lucrecia al final, en su oído. -Fue la luna, que no nos dejó solos.

Y se durmió junto a él con los ojos de títere abiertos, bajo el fulgor redondo y vigilante del círculo que mandaba sobre ellos desde el cielo.

Seguían las páginas veloces del final, que volvieron a filtrarse por las expectativas de Leonor como puños de arena entre los dedos. Terminó la segunda lectura con una sensación menor de vacío que la primera, pero seguía faltándole lo esencial:

¿dónde estaba ahí Lucas Carrasco, dónde Mariana con su muerte, y dónde estaba ella, con su propio desorden, frente a ese laberinto de amores perdidos y lunas propicias, por igual, a la felicidad y la desgracia?

La noche en que Leonor lo leyó, el pequeño libro de Carrasco era ya una reliquia. Había sido escrito siete años antes y dejado de circular poco después. Su autor había corrido mejor suerte. Sin retirarse del claustro académico, había emprendido una carrera como articulista político y era el celebrado editor de un boletín al que se accedía sólo por suscripción privada. Para alimentar su pasión académica, de cuerda antropológica e histórica, Carrasco había explorado en opúsculos imprevisibles, también de circulación restringida, lo que llamó en un ensayo las zonas frágiles de México, aquellos lugares por donde la historia del país se había roto, cediendo el paso a "la fecundidad de lo inesperado", expresión que resumía para Proudhomme el genio del tiempo, el espíritu mismo de la historia.

Siguiendo esos senderos, Carrasco había escrito una serie de pequeños libros sobre los temas más dispares, cuyo eje secreto era, sin embargo, el mismo: la exploración de las vetas por donde se había roto la normalidad del pasado y había hecho su primera aparición el inexperto futuro. Había dedicado un libro a las etnias en extinción de las zonas de refugio, no como una denuncia antropológica, sino como un testimonio a la vez trágico y augural del doble proceso de desindianización del país y mexicanización de las etnias indígenas. Había hecho un provocativo trazo histórico de las zonas mineras relativamente prósperas, como focos detonadores de las grandes rebeliones mexicanas, para contraponerlas a la idea común de las zonas campesinas o pobres, como origen de esos movimientos. Había escrito también un largo y exitoso ensayo sobre el cambio más significativo que a su juicio había tenido la sociedad mexicana del siglo XX: el aumento de las mujeres entre la población económicamente activa, que casi se había triplicado en los años setentas quebrando por primera vez la estable inexistencia laboral femenina y anticipando la aparición de un nuevo mundo amoroso. Había escrito, por último, una colección de crónicas históricas sobre los años frágiles de México, años que habían condensado cambios decisivos del país, y en cuya exploración podían leerse, como en un mapa cristalizado, los virajes esenciales de su historia.

Entre el trabajo periodístico y sus heterodoxias académicas, Carrasco gozaba de una firme fama pública y oficiaba a la vez, sin proponérselo, como el capellán de una cofradía informal que extendía su prestigio al ámbito de los círculos de iniciados, proclives a los corpus herméticos y la exclusividad de los secretos. En este último carril, Carrasco había desarrollado su propia dosis de esnobismo: se rehusaba a toda forma de aparición pública y a que su efigie se reprodujera en medios impresos o electrónicos, para no confundir a los lectores con su facha, decía él, y para evitar que su alma fuera secuestrada por los aparatos que reproducían su efigie, según era la convicción animista de una de las etnias en extinción que había estudiado. No contestaba el teléfono personalmente en la oficina donde editaba su boletín, ni respondía a las cartas que le enviaran sus lectores. Había construido así la subfama paralela de una neurosis misántropa, y su inaccesibilidad se había vuelto parte complementaria de su leyenda.

Leonor aprendió todo esto de Carrasco, durante las semanas que dedicó a buscarlo después de leer Lucrecia contra la luna. En una cocción lenta, su lectura no había dejado en ella, al final, sino la necesidad compulsiva de buscar a Carrasco, para decirle lo mucho que se había equivocado en la evocación de Mariana, lo distinta que Mariana había sido, lo distinta que era en el surco de su ausencia. Y explicarle todo lo que ella, Leonor, estaba decidida a no aceptar como historia de Mariana, y de ella misma, sin que las fichas del dominó fueran repartidas otra vez, y la historia reconstruida y contada de nuevo.

Supo algunas cosas de la vida de Carrasco a través de Carmen Ramos y la mayor parte de las otras por medio de Ángel Romano, a quien pidió que le consiguiera una entrevista con Carrasco. Ángel Romano hizo dos llamadas que Lucas no respondió y se declaró mal conducto para la encomienda. Por su parte, Carmen Ramos le contó a Leonor lo que sabía de Carrasco, pero dudó de la conveniencia del encuentro y le pidió un tiempo para pensarlo.

– No sé si quiero revivir esas cosas -le dijo. -Son heridas que no duelen, pero no quiero averiguar si están cerradas.

¿Entiendes lo que quiero decir?

– Sí -saltó Leonor. -Tú también quieres ocultar lo que pasó.

– No -dijo Carmen Ramos. -Lo que no sé es si quiero desenterrarlo. Y no he dicho que no. Sólo te estoy pidiendo un poco de tiempo para pensarlo.

– De acuerdo dijo Leonor.

Pero no estaba de acuerdo. Latiendo de impaciencia e impotencia en su búsqueda de Lucas Carrasco, tuvo un desencuentro con Rafael Liévano. Al final de una noche de amores y amigos, Rafael Liévano le dijo, en la puerta de su casa:

Estás conmigo pero no estás aquí, Gonzalbo.

– Mi apellido no es Gonzalbo -reviró Leonor.

– También te apellidas Gonzalbo, Gonzalbo -dijo Rafael Liévano.

– También -subrayó, minimizando, Leonor.

– ¿Cómo quieres que te llame, entonces? -No quiero que me llames -dijo Leonor,

abriendo la puerta y bajando del coche. -No entiendes nada. Eres un escuincle baboso. Rafael Liévano bajó a alcanzarla: -¿Qué pasa? ¿Ahora, qué hice? -Nada, baboso.

– ¿Nada?

– Precisamente: no has hecho nada. -Nada de qué. ¿De qué estás hablando? -De todo -dijo Leonor. -De todo lo que no entiendes ni vas a entender nunca, porque eres un escuincle baboso.

– ¿Qué te pasa, Gonzalbo?

– Ya te dije que no me llamo Gonzalbo, idiota -repitió Leonor apretando los dientes, y se metió a su casa sin mirar hacia atrás, estampándole la puerta en las narices.

Al día siguiente, un sábado, se rehusó a dos telefonazos de Rafael Liévano. Por la tarde, ansiosa y vacía como la tarde misma, llamó al periódico donde Carrasco publicaba cada semana su columna y obtuvo el número de su oficina. Durante el mes siguiente, con las palmas sudando y la garganta seca cada vez, llamó siete veces a la oficina de Carrasco y siete veces la secretaria le hizo dejar su teléfono, prometiéndole que Carrasco le devolvería la llamada. En la llamada octava, la secretaria le confió: Lucas sólo se comunicaba con gente a la que ya conocía o que le encaminaban terceros.

– Pero yo lo conozco a él -dijo Leonor. -No puede negarse a hablar conmigo sabiendo quién soy.

Apenas dijo esto entendió: era imposible para Carrasco saber quién era. Los mensajes que le había dejado incluían su nombre y su apellido, pero nada había en ese nombre que llevara hasta Carrasco los ecos de Mariana. Su nombre estaba un escalón fuera de la genealogía de los Gonzalbo, porque ella llevaba el apellido de su padre, no el de su abuelo ni el de Mariana, aunque hubiera empezado a cabalgar por él, aceptándolo y negándolo, en su propio galope sin rienda, bajo las estrellas impasibles que todo lo sabían sin recordarlo, como ella.

Una de sus noches, en el balcón, le confió sus dilemas a Natalia. Y Natalia le dijo:

– Con el dueño del perro.

¿Qué es eso tía? Estoy hablando en serio.

– Te digo que hables con el dueño del perro -dijo Natalia, agitando las manos. -Es lo que dice el abuelo: si un perro te muerde, ¿a quién hay que demandar? ¿Al perro o al dueño del perro? Si quieres ver a Lucas, ¿ a quién hay que dirigirse? Pues al dueño del perro, es lo que quiero decir.

Unos días después, poco antes del aniversario de la muerte de Mariana, Leonor mandó a la oficina de Lucas la carta que decía:

Leí Lucrecia contra la luna y no me gustó, porque no trae lo principal, no está dicho ahí lo principal, y nadie se atreve a decirlo. Pienso si tú estarías dispuesto a ayudarme en eso. Yo me llamo Leonor..Mariana fue mi tía. Quiero que me hables de ella, creo que nos debes a las dos una respuesta.

Y eligiendo su nombre, firmó:

Leonor Gonzalbo