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Volvió de la cena tarde, envuelta por el brillo de la mirada de Lucas Carrasco y por su voz monótona, nimbada, acariciante. Antes de subir a su cuarto, fue a la cocina por un durazno. Al regresar, desde un rincón oscuro de la sala la asaltó la voz gutural de su abuela reprochando, describiendo:
– Pasa de la una.
Siguió el camino sordo de la voz hasta el punto preciso de la oscuridad donde brillaban los ojos como mecheros de su abuela Filisola. Sintió doblarse sus piernas en un temblor religioso, pero alcanzó a improvisar sin demora, segura al menos de que no había bebido ni fumado, y de que su sobriedad la absolvería en lo que dijera:
– Se nos hizo tarde hablando.
– Mañana tienes escuela -recordó la abuela. -¿Saliste con Rafael Liévano?
– Sí -dijo Leonor. ¿Por qué?
– Llamó hace dos horas preguntando por ti -informó la abuela.
Leonor se echó el maletín al hombro, como si se despidiera y se escuchó decir, sorprendida de su rapidez y su frialdad en mitad del incendio: -Nos peleamos. Seguí con otros amigos a cenar. ¿Qué dijo Rafael?
– Llamó buscándote -repitió la abuela. -Como creí saber que salías con él, desde que habló estoy esperándote. Tu abuelo te busca hace una hora en hospitales y delegaciones de policía.
– Voy a decirle que llegué.
– Te vio bajar del taxi por la ventana -descartó su abuela. -Ahora debe estar fingiendo que duerme. Ven acá.
Leonor dejó el maletín con la ropas secretas al pie de la escalera y fue a la sala, en seguimiento de la orden. Había vuelto al baño del centro comercial a cambiarse y despintarse, se había rehecho la trenza y borrado los años de afeites que la acercaban a Mariana, pero cuando caminó hacia su abuela sintió que la trenza se aflojaba y quedaba al descubierto toda ella, la nueva, la clandestina, la que crecía sin preguntar entre los huecos de la historia prohibida de Mariana.
– Se te deshizo la trenza en la cena con tus amigos -dijo la abuela cuando la tuvo cerca, como si supiera exactamente qué reprocharle. También, como si una corriente de complicidad se hubiera establecido entre ellas. -Debió estar animada esa cena.
– ¿Se asustó mucho el abuelo? -preguntó Leonor, bordeando la ironía de la Filisola.
– A tu abuelo nada le altera el pulso. Sólo tenía saltada la vena de la frente.
– Pero si no me iba a pasar nada -se quejó Leonor.
– Nada te va a pasar, hasta que te pase -dijo la Filisola.
¿Por qué hasta que me pase? ¿Qué me va a pasar? -protestó Leonor.
– Inspiras malas ideas en cualquiera.
– ¿Cuáles malas ideas, abuela? -volvió a protestar Leonor, pero riendo ahora, como si ras malas ideas pudieran, en realidad, agradarle.
– No me-refiero a cosas que te puedan gustar -precisó su abuela Filisola. -Está siempre la posibilidad de un accidente.
Golpeó con los nudillos la madera del sillón para conjurar su ocurrencia. Sentó después a Leonor de espaldas a ella, y empezó a recomponer la trenza con manos diestras, mientras hablaba: -Sabes de los fantasmas que rondan esta casa a propósito de accidentes y desgracias -volteó a su nieta hacia ella, para mirarla de frente: -La belleza tiene que tomar sus precauciones -le dijo, y hubo en sus ojos redondos un brillo juvenil.
– Tú crees que estamos saladas, ¿verdad? -dijo Leonor, vencida y convencida. -Crees que el destino nos persigue.
– Las cosas pasan y los hechos hablan -dijo la abuela, con tono pontificial y melancólico, poniendo una palma materna en la mejilla de Leonor. -No dicen lo que va a pasar, pero sí lo que ha pasado. Y en las mujeres de la familia ha pasado todo. Desde mi tatarabuela, ya lo sabes.
– ¿Nada más con las mujeres? -preguntó Leonor.
– Sobre todo con las mujeres, pero no hace falta más -dijo la abuela Filisola – Porque las mujeres son lo único que ha valido la pena del árbol genealógico. Las mujeres de la familia han sido locas y trágicas, pero inmejorables -sonrió la Filisola. -Eso te lo digo aquí, entre tú y yo.
– No sabía que pensaras así dijo Leonor.
– Yo tampoco, se me está ocurriendo ahorita -volvió a sonreír la Filisola. -Te esperaba con la espada desenvainada para regañarte, y mira dónde acabé: alabando nuestras locuras. Bueno, toma lo que te he dicho como un regaño. Es decir, no lo olvides. No corras riesgos idiotas. Toma tus precauciones.
– Sí -dijo Leonor.
– Y vete a dormir. Mañana tienes escuela y alguna cosa que explicarle a tu abuelo.
Se dio un baño largo, como los que acostumbraba al volver de Rafael Liévano, no para borrar sino para prolongar la fatiga de su cuerpo, para completar su cansancio amoroso. Pero de las brumas del vapor y el calor de su piel bajo el agua no vino la memoria de Rafael Liévano, sino el ambiente etéreo, a la vez preciso y desdibujado, de su cena con Lucas Carrasco, el poder leve pero imperioso de su voz, propagándose sobre la mesa hacia ella, envolviéndola, cuidándola, educándola. Se metió en la cama como en una funda de ensueños. Lo último que supo de sí fue que sonreía.
Un resto de presencias inasibles le hizo saber al día siguiente que había soñado. La prisa del despertador le impidió detenerse en ellas. Y el súbito recuerdo de que aún debía explicar su escapada nocturna, borró todas las huellas de aquel reino, mientras se echaba encima las ropas del día. Su abuelo la esperaba en la mesa del desayuno, fragante como sólo podía estarlo él a esas horas, forrado en el hollejo de su loción adulta, tocada de tabaco, con el plato de fruta frente a él.
– Llegaste tarde, y no sabíamos dónde estabas -dijo, en cuanto Leonor tomó el lugar vecino.
– Salí con Rafael Liévano -se impulsó Leonor, repitiendo el guión. -Pero discutimos y se fue enojado. Yo me seguí a cenar con otros amigos.
Ramón Gonzalbo empezó a picar su fruta en silencio. Luego alzó la cabeza hacia Leonor y la miró con sus intensos ojos sabios.
– No se vale -le dijo.
– Sé que debí avisar -admitió Leonor. -Pero no pensé que Rafael fuera a llamar y que los fuera a asustar a ustedes.
Iba a seguir mintiendo, pero una mano en alto la detuvo: -La explicación ya la sé -dijo Ramón Gonzalbo. -Mi respuesta es que no se vale. Nada más.
– Sí abuelo -acató Leonor.
– Y espero que no vuelva a repetirse. Unidos por su distancia, tomaron en silencio el resto del desayuno.
Ya en la escuela, Leonor se descargó con Rafael Liévano:
– Cuando nos peleemos, no me busques por teléfono, idiota -le dijo en un rincón del patio.
– ¿Entonces qué hago cuando nos peleemos?
– ¿Les llamo a tus amigas?
– Les llamas a mis amigas para qué, idiota.
– ¿Para que salgan conmigo?
– Mis amigas no salen contigo, idiota.
– Cualquiera de ellas -se jactó Rafael Liévano.
– Ninguna, idiota -se afirmó Leonor.
– Ninguna que tú sepas, babosa -correspondió Rafael Liévano.
– No me digas babosa -resintió Leonor. -Pues no me digas idiota -remontó Rafael Liévano. -Llevas dos semanas de llamarme idiota.
No puedo ser idiota dos semanas seguidas.
– Llevas todo el tiempo dé ser un idiota -remató Leonor. -Me echaste de cabeza con tu llamada. Dije que había salido contigo, y me echaste de cabeza al llamar. ¿Ya entendiste?
– Ya entendí. Pero yo qué culpa tengo.
¿También tengo que adivinar tus mentiras? Y, además, ¿a dónde fuiste?
– Qué te importa.
– No me importa. Sólo quiero saber con quién te fuiste, -dijo Rafael Liévano. -¿Para eso te peleaste conmigo? ¿Para salir con otro?
– Te falta clase -se escurrió Leonor. -No sabes lo que es una mujer.
– Sé lo que eres tú: una cabrona -explotó Rafael Liévano.
– No sabes nada, idiota -repitió Leonor.
– Que no me digas idiota -dijo Rafael Liévano, fuera de sí, golpeando un muro.- ¿Qué te pasa, carajo?
– Nada que puedas entender -dijo Leonor. -Me lleva la chingada -dijo Rafael Liévano,
golpeando otra vez el muro.
– Ya te llevó -dijo Leonor.
Después de la comida de ese día, cuando pasaba rumbo a su cuarto mondando una granada, la mano de Natalia la llamó.
– Te cayeron, mocosa -le dijo. -Ya saben quién eres. Y lo cabroncita que estás resultando. Me hubieran preguntado a mí, y yo les hubiera dicho hace rato. Pero como piensan que estoy loca, tienen que dar más vueltas.
– ¿De qué hablas, tía? -se hartó Leonor, amargada por una nervadura de la fruta.
– De ti y de los abuelos -respondió Natalia. -Les dijiste que te ibas con tu novio. Pero tu novio llamó preguntando por ti, y dijo que no había salido contigo.
– ¿Eso dijo?
– Eso dijo cuando llamó, como a las siete -precisó Natalia. -Pero luego tú les dijiste al llegar, como a la una, que habías estado con él. Ellos sabían que no, desde las siete. Así que te cayeron redondita, justo lo que no estás, salvo en las nalgas. Nalgona como todas las Gonzalbo. Nalgadas es lo que necesitan esas nalgas, carajo.
Leonor sintió encenderse su rostro con el color de la granada, sitiada por la vergüenza de que sus abuelos la hubieran sorprendido no una, sino dos veces. Y de que hubieran tenido la elegancia o la maldad de dejarla improvisar en descampado, y atascarse frente a ellos en un montón bisoño de mentiras.
Al caer la tarde, antes de que su abuelo volviera de la fábrica, se escurrió hasta el costurero donde su abuela se refugiaba a bordar los pequeños bastidores de tela que desafiaban su presbicia y contenían su soledad. Se puso junto a ella como solía, escurriéndose igual que un gato, en convenido silencio y fingida indiferencia mutua. Cuando sus movimientos de posesión terminaron y fue claro para ambas que no había sino que hablar, Leonor reconoció:
– Te mentí anoche.
Sin suspender su tarea de bordado ni mirarla, la abuela contestó con una voz remota:
– Ya lo sé.
Siguió un silencio que duró un mundo y tres hilvanes.
– Quiero pedirles perdón -dijo Leonor. -No salí con Rafael Liévano. Salí con otra persona que quizá a ustedes no les guste. Por eso mentí.
– ¿Nosotros somos los culpables de que hayas mentido? -preguntó litigiosamente la abuela, mirándola ahora por encima de sus lentes bifocales. ¿Mentiste por nosotros?
– No, mentí por temor a ustedes -dijo Leonor.
– Entiendo -dijo la abuela Filisola, volviendo el hermoso perfil recto a su labor. -¿Con quién saliste entonces, que no nos gusta?
– Con una amiga de mi tía Mariana -dijo Leonor.
– ¿Cuál de todas? -preguntó la Filisola, volviendo a interrumpirse en su bordado. -Ninguna nos gustó demasiado.
– Carmen Ramos -soltó Leonor sin dar más vueltas.
El nombre cayó como una piedra sobre la esgrima de su abuela. Leonor la vio palidecer y tragarse el pulso, sin un solo movimiento del rostro o el cuello.
– ¿Ésa? -dijo su abuela Filisola, poniendo en el énfasis todo el desaliento de sus años. -Hiciste bien en mentimos, entonces.
– Por qué abuela, qué importa -avanzó Leonor, buscando la zona de sus confidencias de la noche pasada.
– ¿Qué te contó?
– Me contó la última noche -dijo Leonor.
– ¿Cuál última noche?
– La última noche que vio a mi tía Mariana -dijo Leonor. -La noche en que ustedes fueron a recoger a mi tía a su departamento.
– La entregó muerta, perdida -dijo la abuela Filisola.
– Cuéntame -suplicó Leonor. -Quiero saber qué pasó. Cuéntame tú, que lo sabes.
– Ya te lo ha contado Carmen Ramos -dijo rasposamente su abuela. -Que te cuente lo demás.
– Cuéntenmelo ustedes -se revolvió Leonor. -Ustedes saben lo que pasó. ¿Por qué tengo que preguntarlo fuera?
– Porque afuera le hicieron el daño -dijo su abuela Filisola, sin ceder un recuerdo. -Nosotros lo cosechamos, nada más. Y es todo lo que vamos a hablar de eso. Te lo he dicho las veces suficientes: deja el recuerdo de tu tía muerta en paz, como lo hemos dejado nosotros.,,Y no quiero en esta casa oír hablar más de Carmen Ramos.
Regresó a su bastidor y a su silencio como a una cueva de sombras. Al menos así la soñó Leonor esa noche: ciega, guiada por un enorme perro con cara de hombre, sorteando un lauredal rumbo a un confín oscuro, tersa y dueña de sí, dejando que sus pasos rituales la despidieran del mundo. Despertó llorando, sin dolor ni sufrimiento, ni resabios ni temor, simplemente distinta, como lavada por las lágrimas que había traído el sueño, separada de su abuela por primera vez.
Por segundo día consecutivo, su abuelo la esperaba para hablarle en el desayunador.
– Nos has dado la peor explicación que podías damos -le dijo, al terminar el desayuno. -Si esto sigue así, habrá que tomar otras medidas. Por lo pronto, he tomado esta: el mes siguiente no hay salida ni fiesta que no sea con permiso expreso, y llevada y traída por mi chofer, a quien voy a pagarle extras por esos servicios.
– Es injusto -reaccionó Leonor.
– Es como va a ser -sentenció Ramón Gonzalbo.
Así empezó el mes más pobre y humillante de su vida pero también, extrañamente, el más indoloro y apacible. Se ciñó a la prescripción de su abuelo rígidamente, y no salió de la casa salvo para ir a la escuela, ni recibió visitas, ni contestó el teléfono, ni habló una palabra, aparte de los monosílabos indispensables, con nadie que no fuera Natalia. Lo hizo al principio para subrayar la arbitrariedad de su enclaustramiento, el rigor banal de su abuelo y su propia aceptación burlona de un régimen tan tiránico en sus sentencias como inocuo en sus penas. Pero a los pocos días, la regularidad ascética del castigo dejó de ser un agravio y empezó a ser una comodidad, un orden, una suspensión bienvenida del llamado exigente del mundo. Descubrió que le gustaba su encierro, que sus demonios se recogían también en sus cuevas claustrales y que todo lo sublevado en ella tomaba su lugar.
La mañana siguiente al día treinta de encierro, su abuelo la esperó nuevamente en el desayunador frente a su plato de fruta y le dijo:
– Ayer se cumplió el plazo de nuestro acuerdo en relación con tus salidas.
– Sí -aceptó Leonor.
– Lo importante no es el plazo, ni que lo hayas cumplido. Lo importante es que hayas entendido. -Sí -dijo Leonor.
– Espero que hayas entendido -advirtió el abuelo.
– Entendí -dijo Leonor.
– Me alegro -dijo Ramón Gonzalbo. -Quiero salir el sábado por la tarde -consultó Leonor.
– El plazo terminó. Puedes hacer lo que quieras -dijo Ramón Gonzalbo.
– gracias -dijo Leonor.
Pero el sábado hizo pasar a Rafael Liévano a la casa y lo llevó frente a su abuelo que leía y dormitaba bajo el parasol del jardín, ya envuelto en la caída de la tarde.
– Dile qué vamos a hacer -le pidió Leonor a Rafael Liévano_ cuando estuvieron frente a Ramón Gonzalbo.
– Vamos a ir al cine y luego a la disco, señor. Se la regreso a las doce.
– El régimen de autorizaciones está suspendido -dijo Ramón Gonzalbo sin mirarlos, concentrado en su lectura bajo una cachucha. -No hace falta el permiso.
– Por si las dudas -dijo Leonor.
– No hay, ningunas dudas -dijo Ramón Gonzalbo.
Camino al hotel, Leonor prendió un cigarrillo de marihuana, y otro cuando la mucama cerró -el portón de la cochera para dejarlos solos en la habitación. Se dejó hacer por Rafael Liévano, libre en las ondas lentas de la hierba, loca después, infatigable, cobrando palmo a palmo su soledad y su encierro. Volvieron a saber de sí ya noche adentro, y fumaron de nuevo antes de salir. Cuando llegaron, la disco terminaba su tanda vespertina y estaba rala, aguardando el aluvión de la jornada nocturna. Bebieron y bailaron como si hubieran bebido todo el día, cercados por la música y por la euforia de haberse reencontrado.
Quiero volver al hotel dijo Leonor cuando salieron, a las once.
Volvieron al hotel. Hicieron el amor y pidieron otro trago. Mientras llegaba, Rafael Liévano sacó una bachicha que le quedaba.
– Ni creas que me gustas -le dijo Leonor. -Lo hago porque no hay otro a la mano.
– Y yo porque ya me cansé de mi mano -dijo Rafael Liévano.
Se echaron a reír como dos idiotas, hasta que se les salieron los mocos y tuvieron que limpiarse con las sábanas.
Salieron casi a la una, encendidos y exhaustos.
– Quiero manejar -pidió Leonor.
– Pues maneja, Gonzalbo -accedió Rafael Liévano.
– Quiero manejar rápido. Y por tu culpa. -dijo Leonor. -Tú dijiste que me regresabas a las doce y qué horas son.
– La una y dieciséis, Gonzalbo.
– ¿Quién le dijo a mi abuelo que me iba a llevar a las doce?
– Yo -dijo Rafael Liévano.
– ¿De quién es la culpa entonces?
– Mía. Soy una mierda -aceptó Rafael Liévano.
– Entonces tengo que manejar yo, porque tú no eres confiable. Y además estás cansado de tus manos.
– De la derecha en particular -dijo Rafael Liévano. -Aunque también de la izquierda.
– Dame las llaves, entonces. Y nos vamos rapidísimo a explicarle todo al abuelo.
Le dio las llaves, salieron a la carretera y vinieron cantando hasta la última curva antes de entrar a la ciudad. Al terminar la curva había un letrero fosforescente que anunciaba reparaciones. Leonor perdió el control. Lo siguiente fue el coche metido como cuña en los taludes de una cuneta. Cuando los recogió la unidad de rescate media hora después, Rafael Liévano seguía inconsciente; tenía una herida de cuatro centímetros y una fisura craneana en el parietal derecho. El horror de la sangre y el dolor de una clavícula rota le impedían respirar a Leonor.