37963.fb2 El Error De La Luna - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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XIV

Lloró toda la noche en la cama solitaria del hospital, clavada por el dolor que subía de su hombro y por la sospecha de que Rafael Liévano había muerto y el cuerpo que alcanzó a ver en un pasaje del cuarto de terapia intensiva cuando exigió que se lo mostraran, era él pero no estaba vivo, sino puesto para engañarla esa noche y aplazar la notificación de la desgracia que le había anticipado su abuela Filisola, la desgracia que avanzaba hacia ella desde el fondo de la historia en que estaba atrapada, bajo el rencor helado de la luna y la antigua maldición de las estrellas.

Creyó y padeció eso hasta el amanecer, en que sonó el teléfono y entre brumas oyó la voz de ultratumba de Rafael Liévano diciendo con su inconfundible acento terrenal:

¿Qué andábamos haciendo en la carretera, Gonzalbo? No me acuerdo de nada. ¿Qué andábamos haciendo ahí?

– Fugándonos, idiota -dijo Leonor.

– Dice la enfermera que nos pusimos un santo madrazo. ¿Qué pasó?

– Te quisiste propasar conmigo -reclamó Leonor.

– En serio, Gonzalbo. Me duele la cabeza y no recuerdo nada. Lo último que recuerdo es que salimos de la disco.

– Yo te voy a recordar -dijo Leonor.

¿Cuándo? -dijo Rafael Liévano.

– Cuando pueda abrazarte sin que me duela -dijo Leonor, y sintió correr por sus mejillas dos lagrimones frescos, del tamaño de su alivio y de su gratitud.

Al colgar descubrió que en el sillón vecino dormía o fingía dormir su abuela Filisola. Salieron al mediodía del hospital rumbo a la casa y la escena temida de los reclamos, pero en la casa no hubo sino almohadas para su clavícula y mimos para su convalecencia, incluyendo la mano dura y tierna del abuelo Gonzalbo en su mejilla asegurándole que los huesos a su edad soldaban bien y en adelante podría decir que era una mujer con callo.

Poco antes de la cena llegó Cordelia. No la había visto en meses, desde su último altercado telefónico a propósito de su ocultación de Carmen Ramos y la novela de Carrasco. Pero Cordelia había tenido siempre el don de hacerle sentir que habían dormido juntas y que los siglos de secretos que mediaban entre ellas podían zanjarse con una sonrisa fraterna que reabría la complicidad de su trato, superior y anterior a cualquier diferencia.

¿Dónde te estaban besando cuando soltaste el volante? -preguntó luego de abrazarla, poniendo un ramo de gladiolas sobre su pecho encorsetado.

– En ninguna parte -murmuró Leonor.

– ¿Ni siquiera en la boca? -siguió Cordelia, mientras acercaba una silla y un cenicero.

– Venía un poquito borracha -confesó Leonor. -Pienso si así se mataron mis papás.

– Tu papá no era de tragos ni de traguitos -le dijo Cordelia. -Era un tedio de abstemio. Y no tuvo culpa de nada. Los embistió un trailer al que se le habían barrido los frenos a la salida de las Cumbres de Acutzingo, en Veracruz. Eso fue todo. Otro accidente.

– Son demasiados accidentes -dijo Leonor.¿Estuviste hablando con tu abuela, verdad?-la atajó Cordelia. -No sé cómo hace para darle a todo un toque esotérico. Todo el tiempo anda imaginándose que le tocó un destino raro y haciéndose la interesante con la extraña historia de las mujeres de la familia.

– No es una historia normal -dijo Leonor.

– Mira chiquita, si pones juntos los endriagos de cualquier familia, todas parecen un circo del destino -refutó, intolerante, Cordelia.-Y si las ves de cerca, a todas las familias acaba pasándoles lo peor. Todas son historias como de novela y es un llorar al final que ni los domingos en el cementerio. Por cierto, ya supe que estuviste con Carmen Ramos y que viste a Lucas Carrasco.

¿Qué tiene que ver? -dijo Leonor.

– Nada. Los asocié porque son como muertos para mí. Los tengo registrados en el libro de fiambres. El caso es que como tú me hablaste de Carmen Ramos, la fui a ver y me contó. La dejaste encantada, como si hubiera reencontrado a Mariana, me dijo. Pero esto es lo que tienes que entender, y qué bueno que te accidentaste porque ahora en la convalecencia puedo venir a decírtelo y me puedes oír. El asunto es este: tú no eres Mariana, mi amor. No te me confundas en eso. Tú eres Leonor, su sobrina, muy distinta de tu tía aunque seas igualita, y muy ajena a todas las esoterias genealógicas de tu abuela en torno a las vampíricas Gonzalbo. ¿Ya me entendiste?

– Sí.

– Entendido esto, quiero saber: ¿qué patrañas te contaron Carmen y Carrasco de tu tía?

– Me contaron la última noche que estuvo mi tía en su departamento, cuando fueron a recogerla tú y mis abuelos -dijo Leonor, y agregó los detalles.

– Una pésima escena -admitió Cordelia. -De muy mal gusto habértela contado, pero así fue. ¿Y qué te contó Lucas Carrasco?

– Su amor por mi tía -dijo Leonor. -Y cómo nunca entendió por qué mi tía no quiso vivir con él.

– Eso es una mentira como el Himalaya -saltó Cordelia.

– Me sonó sincero -dijo Leonor.

– Pero es falso -arrasó Cordelia. -Lucas Carrasco nunca quiso vivir con Mariana.

– Mi tía Mariana tampoco quiso con él -dijo Leonor. -Según Carmen Ramos, se iba con otros en presencia de Lucas.

– Eso es el colmo -dijo Cordelia. -¿No te contó Carmen Ramos de sus pleitos con Lucas por lo mal que él trataba a Mariana?

– No -dijo Leonor.

– ¿Y de las fiestas en la casona, Lucas no te contó nada? ¿De sus orgías? ¿De cómo sedujo a tu tía, y luego la indujo a meterse con otros, y luego se lo reprochó, y rompió con ella por "puta"? ¿No te contó eso? -dijo Cordelia ya hinchada, con las mejillas temblando de rabia.

– Lucas me contó de la casona -dijo Leonor, en un susurro culpable.

– Menos mal -respiró Cordelia. -¿Y qué te dijo?

– Que nunca hubo esas fiestas -dijo Leonor.

¿Ah, no? -volvió a encenderse Cordelia. -¿Y entonces por qué las puso en su novela? No hay mejor prueba de que miente que su novela. Ahí aparecen la casa y las fiestas con todo detalle. ¿Cómo explica eso?

– Dice que lo puso como un símbolo -dijo Leonor. -Para dar a entender que andaban todos con todos. No porque hubiera sucedido.

– ¿Y le creíste? -dijo Cordelia. -Sí -dijo Leonor.

– Ay, mi hijita. En eso sí nos vas a resultar Gonzalbo hasta la ignominia: también te dejaste engatusar por Lucas Carrasco. Mira, te voy a mostrar lo que fue Lucas Carrasco para Mariana en boca de la propia Mariana. Tengo dos cartas de tu tía a Lucas que nunca le envió. Las encontré con sus papeles aquella noche que la fuimos a recoger a su departamento. No se las he mostrado a nadie, pero te las voy a traer, para que tú las leas y entiendas de una vez. ¿Por qué me miras con esos ojotes incrédulos de lechuza lampareada?

– Es que no te entiendo -dijo Leonor. -Primero me regañas por andar curioseando y ahora me vas a traer unas cartas de mi tía.

– Es un bandazo, de acuerdo. Pero es que me puse a pensar y entendí lo necia que eres. Como de la familia, auténticamente. Entonces decidí no ocultarte nada, porque sale peor. Tu curiosidad emperrada es peor que la verdad, mi hijita. De veras, te imaginas las cosas mucho peores que como fueron. Te voy a mandar unos chocolates y adentro las cartas, bien escondidas abajo, para que sólo tú las veas. Si las pepena tu abuela, nos corta el clítoris a las dos, ¿ya me entendiste?

– Sí -sonrió Leonor.

– Y luego hablamos y me dices si el miserable de Carrasco merece que le creas o no. ¿De acuerdo?

La llenó de besos antes de irse y de preguntas insinuantes sobre los dones amorosos de Rafael Liévano. Siguieron días de cama, tedio y almohadones, días de una astenia circular interrumpida sólo por las llamadas del propio Rafael Liévano, quien luchaba así contra su respectiva temporada en el infierno de la monotonía.

Finalmente, llegaron los chocolates prometidos por Cordelia, en una caja que simulaba un corazón. Abajo de los papeles de estaño, aparecieron las cartas de Mariana, sin sobre, impregnadas del olor tierno, nuevo y empalagoso de los dulces. Eran muy distintas entre sí; una sobria, legible, serena en su caligrafía; la otra ebria, torcida, cruzada de rabos y quebraduras, como nacida de una mano eléctrica.

La primera decía:

Querido Lu:

Me puse a recordarte como quien se pone a leer un libro, pero me acordé sólo de las mujeres que has tenido. Por qué vienen esas brujas a molestarme, si me senté a acordarme de ti no de ellas. No lo sé. Pero encontré algo en medio de tanta retacería. Me acababa de cambiar a este departamento. Estaban las cajas regadas por todos lados, no había luz, porque no la habían conectado aún, y había que alumbrarse con velas. Había trabajado todo el día en meter un poco de orden en ese lío de polvo y cosas que no acababan de encontrar su lugar. No quería que vinieras, porque era como mostrarte mi cesto de ropa sucia, pero salimos a cenar y, al regreso, quisiste pasar la noche aquí. Fue como una noche de fantasmas, alumbrados por velas entre un montón de escombros. Nos dormimos muy tarde. Cuando desperté, entraba la luz muy fuerte por la ventana sin cortinas todavía, y tú no estabas en la cama. Me paré asustada a buscarte, todavía entre brumas, y cuando salí del cuarto estaba todo en orden en la sala, los bultos y las cajas habían encontrado un lugar donde no parecían estorbar, los papeles parecían ordenados sobre la mesa y los muebles puestos en su sitio, como si ninguno otro les conviniera. Tú estabas con una toalla en la cintura exprimiendo naranjas y listo para echar los huevos revueltos, tostar el pan y servir el café del desayuno. Esa vez fuiste mi marido y yo tú mujer. Juntos en la casa de muñecas, ya lo sé. Soy una idiota, ya lo sé. Y una cursi y una mujercita de su casa recordando y añorando al maridito que no tuvo, ya lo sé. La escena se completa debidamente porque, siguiendo tu ejemplo, la mujercita fue esa mañana a arreglar la recámara para poner en ella una mínima parte del orden que tú habías puesto en lo demás y al levantar tus pantalones, te acuerdas, se cayó la nota que te había enviado la tarde anterior Giovana, ¿te acuerdas? tu pasante de la escuela de letras que estudiaba a Nezahualcóyotl. No me acuerdo cómo decía, pero era claro en su mensaje que habías estado con ella el día anterior, y que ibas a verla esa noche. No te dije nada, ¿te acuerdas? Guardé la nota y cuando volviste la siguiente vez, estaba pegada en la puerta para que la vieras, a ver si te atrevías a tocar después de verla. Te atreviste, y no te dije nada, ni tú tampoco. Y supongo que ése fue el matrimonio que tuvimos.

La segunda carta decía:

Lucatero:

Vino la luna a decir que te aullara, y estoy en eso, desde anoche no he dormido, no he salido de tu lecho que dejaste. Todavía está. ¿No fue eso lo que pediste? pues ahí está, carajo por qué no vienes? no era eso lo que querías y me dijiste aquella vez? ¿se acabó y hay que empezar? de acuerdo Pero tengo que preguntarte ¿Cómo me dejaste andar, y no me jalaste? Con un grito y ya eso hubiera bastado esperarte a sabiendas de que no vendrás, sabiendo que vendrás algún día. Trabajo encerrada, con miedo de que toques y me encuentres en fachas. Me canso, voy al espejo me miro, me cambio la ropa o me repaso las cejas o los aretes que me faltan. Regreso y ando por la casa arreglada cada tres horas para que no me encuentres en lo que soy: una fregona con sus fichas, encerrada en sus fichas, despeinada por dentro, sudando maloliente, esperándote, ¿dónde empezó? ¿te fuiste y no has vuelto? Si voy a encontrarte voy y me siento en tu cubículo de la Facultad hasta que aparezcas. Y solo para preguntarte por qué te fuiste. En tu casa también, para evitar el escándalo en la facultad. Puedo telefonearte y decirte que estoy aquí encerrada con mi trabajo, arreglándome cada tiempo por si llegas. Pero tampoco podría. imagínate que me mandas al carajo tu frialdad, etc hartarte -o acabar de hartarte. porque te hartaste de mí. Lo que no obsta para. al mismo tiempo sé que no fue mentira, -y que tampoco fue suficiente. Falta. Eso es todo. Todo lo que quería decirte en esta carta, que no voy a enviar, pero me alivia escribirla, porque es como tenerte cerca al alcance de mi voz. Falta ¿Me escuchas? Yo recuerdo cosas, pleitos y sé que no me equivoco si me escuchas cuando te hablo. Mejor dicho Sé que sigo hablando dentro de ti y no te digo? ¿Por qué te fuiste? no te has ido y vendrás pero no vendrás. pero me arreglo para recibirte. Y así.

¿Vendrás, Lucatero? ¿Vendrás?

Leyó y volvió a leer esas cartas, pero no encontró en ellas a la víctima de que hablaba Cordelia, sino algo más próximo y respetable, un dolor y un amor asumidos sin aspavientos. Sobre todo, las cartas trajeron hacia ella una revelación que fue la voz de Mariana. No leyó las cartas en realidad, oyó esa voz, la oyó a través del tiempo, no como si estuviera grabada sino como si se construyera dentro de ella y le hablara a través del papel y de los años.

Cordelia se apareció en cuanto pudo, preguntando si se había comido los chocolates.

– Espero que te hayas puesto en el lugar de Mariana y no en el de Carmen Ramos -agregó.

– Creo que ya entendí -respondió Leonor con la debida ambigüedad.

– Pues a partir de estos hechos aclarados podemos avanzar dijo Cordelia. ¿Qué más quieres saber?

– Lo que me da curiosidad desde el principio es de qué murió mi tía -dijo Leonor. -Y por qué nadie habla de eso.

– ¿Estás preguntando si se suicidó? -atajó Cordelia para evitar rodeos.

– Sí -dijo Leonor.

– No se suicidó -dijo Cordelia. -Así como tu papá no venía borracho cuando lo embistieron en la carretera. Si lo que quieres es drama, no hay drama.

– Pero se murió -dijo Leonor.

– Sí, se murió.

– Y mis papás se murieron también en la carretera. ¿Quieres más drama?

– No. La que quiere más drama eres tú. Quieres suicidios y a tu papá culpable del choque. Y que todo eso sea parte de lo que le pasa por destino a esta familia.

– Lo que quiero es saber qué pasó -dijo Leonor.

– Lo que pasó, pasó -dijo Cordelia. Mariana se murió de una cosa difícil de precisar, porque no le dio cáncer, ni un paro cardiaco. Le dio una embolia y murió de un derrame cerebral, como dijeron los médicos, pero eso fue a su vez consecuencia de un estado de debilidad y tensión crónicas que la habían mantenido los últimos meses sin comer, sin dormir, retacada de pastillas tranquilizantes y luego de pastillas estimulantes. Un médico dijo que presentaba síntomas de anorexia nerviosa. Es decir, que no quería comer porque se sentía gorda. Aunque su rostro fuera el de una calaca en el espejo, ella se sentía gorda. Eso dijo uno de los médicos.

– ¿Y sí? -preguntó Leonor.

– Es posible -dijo Cordelia. -Pero yo no lo creo. La anorexia nerviosa es una enfermedad de gordos y de gente más joven o más desequilibrada que Mariana. No era una enfermedad para ella.

– Mi pregunta es si parecía una calavera cuando la recogieron aquella noche -aclaró Leonor.

Ah -corrigió Cordelia. -No. No parecía una calavera. Era una mujer exhausta y estaba como ida, pero no era una calavera, ni una calaca. Estaba todavía muy bien y, si me fuerzas, hasta más linda que nunca. Pálida y esbelta, con sus chichis en su lugar y las piernas llenas. La cara afilada, sí, pero nada más, con unas ojeras de mal dormir que no le sentaban mal. Lo que te quiero decir es que cuando la pusieron en la camilla para llevársela esa noche y, luego, en los días siguientes en que la durmieron y la alimentaron con suero y líquidos intravenosos, estaba más linda y apacible que nunca, serena, hasta con una línea de felicidad en los labios. Ahora, cuando llegamos al departamento nos miraba sin reconocemos como si estuviera drogada. Nos miraba y asentía a nuestras preguntas. Pero no estaba ahí. Miraba a través de nosotros. Sin angustia, sin tensión, como si estuviera flotando. Y también así era lindísima, pálida, espiritual. Si ésos son los síntomas de la anorexia nerviosa, es una enfermedad para ser retratada. Pero yo las fotos que he visto de anoréxicas, no son así. Son, efectivamente, como calacas. Aunque, bueno, a lo mejor ésta era una anoréxica hermosa, distinta de las otras.

¿Pero entonces qué tenía? -se desesperó Leonor.

– Según yo, demasiadas pastillas y meses de encierro, que vuelven loco a cualquiera. No había salido de su departamento en los últimos dos meses, según nos dijo Carmen Ramos. Y no quena salir porque no fuera a llegar Lucas y no la encontrara. Ahí es donde te digo que Lucas es la clave de la descomposición de Mariana. Le tenía sorbido el seso. La había chupado como un vampiro. Y eso es lo que yo no le puedo perdonar. Que la pusiera contra la pared de ese modo. ¿Tú conoces ese experimento de laboratorio de una rata a la que le dan todo el tiempo estímulos contradictorios?

– No -dijo Leonor.

– Bueno, pones a una rata a subir una curva y cuando la sube le das un alimento. A la siguiente vez que la sube, le das un toque eléctrico. A la siguiente vez, le das alimento, y a la siguiente le das otro toque eléctrico. ¿Sabes lo que pasa con la rata al final?

– No -dijo Leonor.

– Se queda inmóvil y se muere. La matan la contradicción y la inseguridad. Eso es lo que pasó con Mariana y Lucas. La mató con señales contradictorias.

– Pero Mariana no era una rata, tía -se sublevó Leonor.

– No -dijo Cordelia. -Pero estaba enamorada y acorralada por su amor como una rata. Y el gato que jugaba con ella era

Lucas Carrasco. ¿Ya me entendiste?

– Sí. Pero quiero saber qué pasó en el hospital. Luego de que la durmieron en el hospital, qué pasó.

– No se recuperó nunca.

– Pero algo más tuvo que pasar.

– No que yo sepa -dijo Cordelia. -La debilidad crónica en que llegó era efectivamente crónica. Apenas le quitaron los tubos y la despertaron, volvió a no comer. Tenía cerrada la garganta. No toleraba tragar nada y quería irse del hospital.

Obsesivamente, como si la tuvieran presa. Quería volver a su departamento. La volvieron a dormir otros días, y cuando despertó, volvió a lo mismo. Un día, simplemente, le vino la embolia.

– ¿Así nada más? -se inconformó Leonor.

Así -dijo Cordelia. -Yo estaba en la costa, cantando en un festival. Cuando llegué, ya la habían velado y nos íbamos al cementerio.

¿Quiénes estuvieron con ella esos días, en el hospital?

– Tus abuelos y el médico que se encargó de todo. Y tus papás, claro, que no se despegaron ni un momento.

– ¿Mis papás? -dijo Leonor, sacudida por la posibilidad de que sus padres pudieran haber sido testigos del secreto que la perseguía.

– La muerte de Mariana fue una explosión en la familia -recordó Cordelia. -Las cosas nunca volvieron a ser igual. Podría decirse que la familia reventó entonces y nunca más volvimos a ser los mismos. Como familia, quiero decir. Tu mamá se fue distanciando y luego acabó de pleito, sobre todo con tu abuela, pero en realidad con todos. No pudo remontar la muerte de Mariana. Como si nosotros fuéramos culpables de lo que pasó. Ésa es otra de las cuentas que le tengo pendientes a Lucas. Lo poco o mucho que había de la familia Gonzalbo, terminó por su culpa, porque él es el culpable casi directo de la muerte de Mariana. Es decir, de la confusión y el desamor que la llevaron a la muerte. Y la muerte de Mariana acabó con la vida de la familia. Tu mamá se separó. Tu abuela desarrolló esa cosa loca del destino, del mal fario que persigue a las mujeres de la casa. Y tu abuelo se volvió ese señor impenetrable que es, siendo tan guapo y sabiéndose tantas canciones viejas como se sabe. Yo me separé un poco también. La única que no se afectó fue Natalia, pero Natalia ya estaba afectada desde antes. Bueno, todo eso es lo que hay detrás de mi rabia con Lucas Carrasco y, por derivación, con Carmen Ramos. Ellos fueron los artífices del callejón en el que quedó encerrada Mariana y, luego, por extensión, todos nosotros.

Tomó nota de las palabras de Cordelia ese día, pero se descubrió en los siguientes manejada por la obsesión que empezó a funcionar en su cabeza como criterio único e irrecusable de verdad: la veracidad de la casona y sus orgías que según Lucas eran un símbolo, y según Cordelia el centro de la desgracia de Mariana, la prueba de la perfidia de Lucas. El día que le quitaron el casquete del hombro y volvió a sentir la ligereza irreal de sus huesos restaurados, marcó el teléfono de Ángel Romano. Luego de saludarlo prolijamente y contarle sus desgracias le preguntó:

– Las cosas de la casona y las orgías, ¿las sacaste de la novela de Lucas o fueron de verdad?

– Mitad y mitad -dijo Romano.

¿Mitad verdad y mitad mentira? -preguntó Leonor.

– Bueno, corrían toda clase de rumores sobre eso antes de la novela, pero, como te dije, yo nunca estuve. Lo de la novela para mí confirmó los rumores, nada más.

– ¿Pero de lo que se dice en la novela que pasó en la casa, no te consta que haya pasado nada? -No. Supongo que pasaban esas cosas porque todo el mundo lo decía y Lucas lo confirmó en la novela -dijo Ángel Romano.

¿Pero tú no lo viste? -preguntó Leonor. -No admitió Ángel Romano.

¿Nunca estuviste ahí? -precisó Leonor. -No -dijo Romano.

¿Ni te lo contó alguien que hubiera estado presente?

– No -dijo Romano.

– ¿Mariana nunca te habló de eso? -No.

– Lo sacaste en realidad de la novela.

– Lo confirmó la novela -reiteró Romano. -¿Y si la novela no existiera? -preguntó Leonor.

– No habría fuente histórica para sustentarlo -respondió con risueño tecnicismo Ángel Romano.

– Pues entonces no tienes fuente -dijo Leonor.

– Tengo la novela -insistió Romano.

– No la tienes -se rió Leonor. -La perdiste en una mudanza.