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Soñó a Lucas de pie en una colina de yerbas mirando un valle abajo, y en el valle un pueblo con una iglesia de cúpulas amarillas y un cementerio blanco, enjalbegado de flores y arandelas de papel. Luego lo soñó junto a ella, diciéndole unas palabras en la mejilla con sus labios delgados y secos, que expulsaban al hablar breves espasmos de aliento limpio y convincente. Al despertar, buscó el cuerpo de Lucas a su lado para abrazarlo y prolongar las verdades conyugales de la noche.
No era la primera vez que Lucas Carrasco se propagaba en sus noches, pero aquella dejó en Leonor algo más que el polvo dorado conque sus sueños solían extenderse sobre los dominios del día. Dejó una nostalgia casi física de Lucas, la huella de haber sido acariciada por esos labios mínimos, y las ganas de tenerlo otra vez, como si ya lo hubiera tenido y su búsqueda tuviese el signo de una reanudación, más que el de un inicio. En los días circulares de la convalecencia, la voluptuosidad de la pereza le impuso el sentimiento de estar privada de Lucas, como una prisionera de su esposo. El agravio de una separación obligatoria se afirmó en ella con un halo de abstinencia romántica y alimentó el ensueño de un encuentro reparador de todas las ausencias.
El día que removieron la última venda de su clavícula y no quedó del hueso roto sino la memoria del antiguo dolor, salió con Rafael Liévano por primera vez desde el choque. Se burló toda la tarde del pelo de presidiario de su amigo, a quien habían rapado para practicarle las curaciones, y evocó frente a ese espejo involuntario la cabellera alternativamente blanca y oscura de Lucas Carrasco, según flotara encrespada sobre su cabeza o estuviera sometida por la jalea disciplinaria a la forma generosa de su frente.
¿Cómo es que me ibas a abrazar en cuanto pudieras, Gonzalbo? -le dijo Rafael Liévano.
Así -dijo Leonor, abrazándolo sin titubear. Pero del contacto con el pecho lampiño de Rafael Liévano, no subió hasta ella la siempre esperada y pulida novedad de su piel, sino el deseo de fundirse con Lucas Carrasco, cuyo torso quiso cubierto de un vello terso y bien peinado, como el que se alisaba en los pectorales de su abuelo.
Para borrar de su cara la palidez enferma que según ella le había dejado la convalecencia, tomó el sol varios días en la terraza de Natalia. Puso menos atención en el bronceado de su rostro que en evitar toda huella de blancura bajo las mínimas piezas del bikini, removiendo los tirantes del sostén y el calzoncillo cuando le tocaba darse vuelta y ofrecer al crudo sol del altiplano sus senos en ascenso, sus espaldas cubiertas de un tenue bozo rubio, la abundancia de pera de sus nalgas y el triángulo indiscreto y castaño de su sexo.
¿Bronceados de piruja andamos buscando? -preguntó Natalia, luego de observarla el cuarto día.
– ¿De qué hablas, tía?
– Hablo de las que se retratan encueradas en yates y playas. Bien bronceadas y encueradas, las muy pirujas. Luego se andan quejando de que violan su intimidad. ¿Cómo les han de violar lo que no tienen?
– ¿De qué hablas, tía? -repitió Leonor.
– De lo que veo, hablo. ¿A ver, para qué quieres ese bronceado de piruja internacional? ¿Para que te vean mis pájaros? No. Pero los pones nerviosos cuando pasas en cueros. El canario no para de canturrear y los pericos juntan sus picos previniéndose.
– ¿Previniéndose de qué, tía? -dijo Leonor.
– Previniéndose de que se ponen amorosos. Tú crees que los pájaros no entienden, pero entienden muy bien. Y la dueña de los pájaros, entiende mejor que nadie. No sé a dónde te encaminas con tus bronceados de piruja, pero todo me lo puedo imaginar.
– Estoy harta de mi blancura, tía. Eso es todo.
– Eso es todo lo que quieres mostrar. Pero te advierto que los pájaros y yo sabemos más que eso, y no nos gusta.
– ¿No te gusta que tome el sol en tu terraza?
– No me gusta que a mí no me engañas. Te traes un enredo digno de Mariana.
– ¿Cuál enredo, tía?
– No quiero ni pensar en cuál.
– Pues no lo pienses, porque estás pensando de más -dijo Leonor sonriendo y poniéndose boca abajo en la colchoneta. -Mejor échate aquí conmigo. Te va a gustar.
– ¿El sol, o lo que sigue? -dijo Natalia.
– El sol, tía. Pero te prometo contarte lo que sigue.
– Eso que sigue es lo que yo quiero saber -dijo Natalia, acercándose a la colchoneta.
– Te prometo contártelo, pero échate aquí conmigo.
¿Dónde quieres que me ponga?
– Aquí junto.
Natalia se sentó en la colchoneta, alzando los faldones de su caftán para mostrar sus piernas rollizas al sol.
– Ya estoy aquí -dijo. -Ahora toca que me cuentes.
– Qué loca estás, de veras -dijo Leonor. Y empezó a contarle como si rumiara una historia inexistente de la escuela para no tener que decirle que se preparaba nada más para llamarle a Lucas Carrasco, su amante extraviado, el perseguidor de sus sueños y sus amores nocturnos, cumplidos en ella mucho antes de haber empezado.
En efecto, al día siguiente, luego de los ejercicios para fortalecer los músculos del hombro dañado, se escabulló al despacho de su abuelo para evitar toda inspección y marcó los números de la oficina de Lucas Carrasco.
– Tengo dos cartas de Mariana que nunca te envió -le dijo a Lucas, luego de los saludos de rigor. -Si me invitas a comer, a lo mejor te las muestro.
– Te invito aunque no me las muestres -dijo Lucas. -¿Qué día te conviene?
– Cualquiera que sea jueves -dijo Leonor. -Porque puedo volver más tarde. Ese día almuerzo en el club y me quedo hasta las ocho. Pero si hace falta, puedo regresar hasta las diez.
– No hace falta -dijo Lucas. -¿Dónde quieres comer?
– En un lugar al que hayas ido con Mariana.
– De acuerdo -{dijo Lucas. -Te espero el jueves de la semana entrante, en mi oficina. Vamos a ir a un lugar cercano.
– A las tres -aceptó Leonor, y subió a contarle a Natalia.
El jueves acordado llevó a la escuela la bolsa de lona del club, pero no llena de prendas deportivas, sino de los arreos adultos que Natalia conservaba, esta vez un traje sastre de seda y una pañoleta con un prendedor al pecho, los aretes que hacían juego, los más altos zapatos de tacón que encontró y el maletín de afeites. De la escuela salió en punto de las dos rumbo al club, a cambiarse los años del rostro con una capa morena de maquillaje resaltada en los pómulos, interrumpida sólo por los trazos de rímel, las cejas redibujadas, las sombras sobre los ojos, el fragante naranja con cenefas bermellones del bilé. Sobre aquella insolente multiplicación de sus años, expandió su mata de pelo en una gran onda castaña, electrizada e invitante. Poco después de las tres irrumpió en la oficina de Lucas Carrasco convertida en la otra que había sido ya una vez para él. Lucas tomó un sobre del escritorio, le hizo una venia cediéndole el paso y salieron, sin reparar en que parecían la pareja que no eran.
Comieron en un sitio de terrazas abiertas donde servían pastas y asaban bifes en una hoguera de leña.
– Aquí vine con tu tía y una amiga suya que se llama Alina.
Alina Fontaine -completó Leonor. -Es la que me contó que ustedes se besaban en público.
– No recuerdo eso -dijo Lucas.
– ¿Qué tiene de malo? No te apenes -dijo Leonor.
– No me apeno. Sólo hay una cosa que me apena de todo lo que sucedió con tu tía, y es nuestro secreto. No lo supo nadie salvo ella y yo. Es decir, sólo yo lo sé ahora y no pienso decirlo, así que no preguntes. Pero de lo de Alina, no me acuerdo. ¿Qué quieres comer?
– Lo que tú pidas -dijo Leonor. -No soy de restoranes. Tienes que enseñarme.
– Aquí lo único que hay es bife, pasta y vino -dijo Lucas. -Y no hace falta más. Vinimos aquí con Alina hace quince años. Para que veas que me acuerdo de lo que sí sucedió. Servían platos de queso y empanadas con vino de la casa, muy baratos. Había un cantador de tangos y un conjunto de música andina, con quenas y tambores incaicos. Estaba lleno de estudiantes y pasaban cóndores por todos lados. Ahora, los dueños han prosperado y tienen un toque internacional. Cada vez que vengo me acuerdo de la edad que tengo, y de la que tuve. Ellos también.
Leonor admiró su voz quebrada, su frente curtida de arrugas y memorias, la forma como las palabras venían a su boca sin titubear y salían por sus labios delgados espaciando los golpes de aliento sobre unos dientecillos parejos y blancos, saturados de besos y secretos. Lucas ordenó la comida y escogió el vino.
– Bueno -dijo, cuando el mesero se fue. -Pues aquí estamos de nuevo, quince años después, y la única verdad irrecusable es el -gene Gonzalbo que estuvo en Mariana y está intacto en ti.
– ¿Como todos los genes? -preguntó Leonor.
– No, no -dijo Lucas. -El gene Carrasco se acaba en mí. No ha contaminado nada más, y espero que así se quede.
¿Qué tienes contra el gene Carrasco? -se quejó Leonor. -A mí me parece muy bien. Un poco traqueteado por la vida, pero nada más. ¿Por qué dices que va a acabar contigo?
– Porque me casé, pero no tuve hijos -dijo Carrasco. -Me divorcié antes de los nueve meses de rigor, convencido de que lo único verdaderamente antinatural que hay en el mundo es convivir todos los días con la misma persona. Y tengo sólo una hermana, que por definición no heredará el apellido a sus hijos.
– Pero sí el gene -dijo Leonor.
– Sí, pero somos genes muy distintos mi hermana y yo. Ella es una mujer llena de gracia y valentía, se llevó todo el gene vital. El gene misántropo y neurótico, me lo llevé yo. Ella tomó el gene apolíneo y solar. Es la reina de la armonía y la fascinación por los demás. Si sale a correr al parque, al mes tiene diez amigos que corren. Yo llevo cuarenta años de no hacer amigos. Los últimos que hice fue en sexto de primaria.
– Te gusta hacerte el lobo feroz -dijo Leonor.
– Ojalá -dijo Carrasco. -Soy un misántropo de bolsillo rodeado de manías de boticario y tormentas de living room, como decía Cortázar.
– Pues a mí no me consta nada de eso.
– Contigo no soy como soy. Pero soy como soy, no como soy contigo.
– Pues yo tengo otra imagen -dijo Leonor.
– Y tienes también unas cartas -dijo Lucas. -Ésa es una de las dos razones por las que quise verte.
– ¿Cuál es la otra?
– La otra es simplemente verte -dijo Lucas. -Constatar la pureza del gene Gonzalbo.
– ¿Para acordarte de mi tía? -dijo Leonor.
– Para verla -dijo Lucas, haciendo un esfuerzo porque no se le quebrara la voz. El mesero vino en su ayuda con la botella de vino y el plato de fetuccini al pesto que iban a compartir. Lucas repartió el fetuccini, escanció el vino y siguió hablando, sin mirar a Leonor. -Luego de que tu tía murió, hubo una época en que creía verla en la calle, dos o tres veces al día.
Encontraba rasgos de ella en cualquier gente. El pelo, el gesto, un par de botas: cualquier detalle y la veía de nuevo.
Verte a ti es como tenerla enfrente, detenida en el tiempo. Y no es un detalle o la forma del pelo o el vestido que traes, que es igual a uno que Mariana tenía. Es todo. Me pone muy nervioso y muy feliz la coincidencia. Es el tipo de cosa que tenía que pasarme desde luego con Mariana.
– ¿Por qué desde luego?
– Porque con ella pasaba todo. Es decir, me pasaba todo. Las cosas más increíbles, y ahora tú. El gene Gonzalbo reciclado.
– ¿Tu crees que el gene transmite formas de ser? -preguntó Leonor.
– Carácter y temperamento, sí -dijo Lucas. -Inteligencia, taras y rasgos físicos, tensión muscular, cáncer y alcoholismo, estatura, alergias, humor y mal humor.
¿Y transmite fatalidad? -No entiendo.
– Por ejemplo, que a uno le va a ir en la vida igual que a otro por el gene -dijo Leonor. -Si yo soy muy parecida a mi tía Mariana, ¿quiere decir que me va a ir como a ella?
– No -dijo Lucas Carrasco.
– ¿Pero el gene puede marcar el destino de una familia?
– Sí, pero no en el sentido que tú preguntas de qué a la gente le pasa lo mismo -dijo Lucas.
¿Pero puede pasar?
– Puede pasar todo, pero no porque lo definan los genes. ¿En qué estás pensando en realidad?
– Pienso que en mi familia han pasado cosas que a lo mejor son de los genes -dijo Leonor. -Lo de Mariana, por ejemplo. Y otras cosas.
– ¿Como cuáles?
– Como mis antepasadas -dijo Leonor. -Muchas de ellas tienen fama de locas. Y fueron unas locas. Unas murieron jóvenes, como Mariana. Otras fueron unas piradas, unas locas. Y ya en la familia de hoy, haz la cuenta. Para empezar, mi tía Natalia, con sus pájaros en la cabeza. Luego, mi tía Mariana, muerta de nadie sabe qué. Mi tía Cordelia está bien, pero va para treinta y cinco años y no se encuentra alguien con quien hacerla, con quien vivir. Siendo tan guapa y tan lista, no se aguanta ni ella misma. Mi mamá se mató en un accidente, con mi papá. Hace mes y medio, manejando yo, por poco me mato con un amigo en un coche también, como mi mamá. Mi abuela, pues, es mamá de todas ellas. Imagínate su vida. Está convencida de que hay una mala onda que pesa sobre la familia, y sobre las mujeres en particular. Por eso es que te pregunto si los genes transmiten una cosa fatal, si hay un destino. Porque si lo hay, me va a tocar a mí. Es más: no sé si ya me está tocando y no me he dado cuenta.
No habían terminado el fetuccini, pero el mesero trajo los bifes con una ensalada de endivias y rodajas de tomate. Lucas quiso saber del accidente y Leonor le contó.
– No hay fatalidad -dijo Lucas después de oírla, enternecido por la hondura de sus perplejidades y por la forma como el tranco de su elocuencia iba haciéndola sacar la mandíbula al hablar, como Mariana, y pasarse la mano en el flanco del pelo para disciplinarlo, como Mariana, y mirando entre el rimel con sus dos ojos nobles y serenos como los de Mariana. Y atrapada, como Mariana, en la cavilación del sino de su estirpe, aquella mitomanía genealógica que Lucas había visto siempre con ternura y desdén, hasta que el destino de Mariana le cayó encima sin palo ni cuarta, como escrito por la mano idiota del dios que llamamos destino. -Las historias familiares son parte de la historia. La historia no tiene un propósito claro en relación con nosotros. No lo tiene ni en relación con ella misma. No sabe de hecho que es historia, porque sólo lo es en nuestra cabeza. Y no la rigen leyes, mucho menos designios ocultos. Las cosas pasan, simplemente. Nuestro empeño en evitarlas cambia su rumbo, a veces en contra nuestra, produciendo justo aquello que queríamos evitar. Es lo que sucede en la tragedia clásica, y pasa todos los días. Pero no hay una intención superior que guíe el acontecer de las cosas. Mucho menos un destino que premie o castigue.
– Pero algo tiene que haber -dijo Leonor. -Porque no es justo. La historia de mis antepasadas y de mis tías no es justa. Algo tuvieron que hacer, algo tuvo que pasar para que les pasaran a ellas todas esas cosas. ¿O te parece justo lo que le pasó a mi tía Mariana?
– Ése es otro problema -dijo Lucas. -En general, puedes ver las cosas de dos maneras. Una: como que el mundo está sujeto a una inteligencia superior y a un sistema de premios y castigos, según el comportamiento de cada quien. Esa manera de ver las cosas es la que está implícita cuando preguntas si fue justo el destino de tu tía Mariana. O cuando preguntas por qué a los Gonzalbo y no a otros les pasan estas cosas. Estás preguntando en realidad qué hicieron los Gonzalbo, qué hizo tu tía Mariana para que esa inteligencia superior, o ese juez justo que premia y castiga, les haya enviado esa pena. Pero hay otra forma de ver las cosas y es que no hay justicia, ni premios ni castigos, sino simplemente el acontecer loco del hombre. La idea de que estamos expuestos a todas las cosas porque sí, porque nos tocó estar en el mundo, y nuestra voluntad tiene poco que decir sobre lo que nos sucede en el mundo. Nuestra única grandeza es mirar de frente eso y admitirlo sin alardes. No sé si me estoy explicando bien.
– ¿Cuál es el modo adecuado de verlo? -preguntó Leonor. -¿Cuál de las dos maneras es mejor?
– Ninguna es mejor que la otra -dijo Lucas. -¿Cuál te convence más?
– Pero alguna tiene que ser más verdadera -dijo Leonor.
– Ninguna -dijo Lucas. -Depende cuánto se ajuste a tu temperamento.
– ¿Cuál se ajusta al tuyo?
– El que te dije antes -precisó Lucas. -Yo creí mucho tiempo, apasionadamente, en la justicia inmanente del mundo. Creí que hay una inteligencia implícita en el orden de las cosas, aunque no fuera sino porque la inteligencia del hombre obra sobre ellas. La muerte de Mariana, entre otras cosas, me hizo volver los ojos hacia la otra vertiente, la vertiente estúpida, irremediable o trágica, y su contraparte estoica. Es decir, la idea de que las cosas simplemente suceden porque sí, y que nosotros estamos en medio de ellas sin recursos para cambiarlas. Según esta última idea, tú no estás pagando una culpa tuya o de otra gente por haber chocado, ni a tu familia le han venido sus penas en castigo de nada que hayan hecho previamente sus miembros o sus antepasados.
¿Pero entonces, por qué tantas cosas?
– Porque sí -dijo Lucas.
– Pero eso no puede ser, no es justo -reincidió Leonor.
– No hay justicia -dijo Lucas.
– Pero tiene que haberla -dijo Leonor. -Si no, ¿qué sentido tiene todo?
– El que quieras darle -dijo Lucas.
¿Así, nada más?
– Ésa es mi manera de verlo -dijo Lucas. -Pero tengo cuarenta y seis años y puedo darme esos lujos.
– La verdad no es un lujo -dijo Leonor.
– La verdad es una señora muy escurridiza, que cambia con la edad -dijo Lucas. – A propósito de la edad, ¿cuántos años me dijiste que tenías?
– Diecinueve -dijo Leonor. -¿Por qué?
– Me vi de pronto sentado en esta mesa contigo enfrente y pensé que iba a necesitar un abogado y un geriatra.
– ¿Para qué? -preguntó Leonor.
– El abogado, para responder la demanda que me podría poner tu abuelo por corrupción de menores.
– ¿Me piensas corromper? -jugó Leonor. -En absoluto -dijo Lucas.
– ¿Entonces para qué necesitas al geriatra? -Para que me recuerde mi edad -dijo Lucas.
– No parezco mucho menor que tú, aunque tengas esas arrugas.
– No es lo que pareces. Es lo que eres -dijo Lucas.
– Tú no sabes lo que soy, Lucas Carrasco. Eso es lo que estamos apenas averiguando. Para empezar, tengo diecinueve años. No soy una menor de edad.
– No tienes idea lo menor que eres para mí dijo tucas Carrasco.
– Será nada más por lo viejo que te sientes -precisó Leonor.
– Exactamente -dijo Lucas con un cabeceo resignado, divertido. -Me siento viejo como si estuviera de regreso en el mundo, viéndote a ti otra vez, idéntica que hace quince años.
– Viejos los cerros, Lucas. Y ya ves que reverdecen -se adscribió Leonor al refrán.
Vio una sonrisa cansada estirar apenas los labios finos y secos de Lucas Carrasco. La magia de sus sueños pasados la envolvió con una excitación redonda y protectora que no conocía.
Compartieron el bife y el vino en silencio, como si hubieran hablado demasiado, pero no de más. Luego, Lucas le contó la historia de un mito mixteco, recogido de la boca de un anciano centenario en un pueblo ancestral de Oaxaca. El mito contaba la historia de unos dioses que en el principio de los tiempos habían fundado el mundo siguiendo las instrucciones de un radio de transistores y habían descansado después dos días enteros, tal como lo ordenaban las leyes laborales de aquella era. Le contó después del libro que estaba escribiendo, sobre el destino de las utopías que habían tratado de implantarse en tierra mexicana.
Al caer la tarde, Leonor extendió sobre la mesa las cartas de Mariana que le había prometido. Lucas las revisó cuidadosamente y las metió después en la bolsa interna del saco. Tomó de la silla el sobre que había traído de la oficina y lo puso sobre la mesa.
– Yo también te traje unas cartas de Mariana -dijo Lucas. -No dicen mayor cosa, pero son las que tengo. Cuídalas, porque no tengo copia.
– Yo tampoco tengo de las que te estoy dando -respondió Leonor.
– Entonces somos nuestros únicos testigos elijo Lucas Carrasco, con un esguince en los labios que quiso ser una sonrisa y fue para Leonor una promesa.