37963.fb2 El Error De La Luna - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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XV

Devoró las cartas que Lucas le dio en el vestidor de los baños del club, antes de cambiarse para regresar al país del que se había fugado. Eran sólo dos cartas. En una, Mariana refería sus preparativos para recibir a Lucas por la noche con el guiso de un huachinango cuya receta probaba por primera vez. En otra, le contaba su absoluta nostalgia de él hora por hora, desde el amanecer en que Lucas se había ido, presuroso dejándole una nota sobre la esclavitud de los horarios, hasta la tarde en que pudo abrazarlo de nuevo a las puertas del cine donde vieron la adaptación cinematográfica de una novela inconclusa de Scott Fitzgerald.

Se cambió el vestido, se limpió la cara, se arregló la trenza y volvió a leer las cartas, incrédula e incómoda de que eso fuera todo: bitácoras de días cuya única grandeza era haber formado parte de una dicha arrasada. Tomó un taxi, se fue a casa, pasó a decirle buenas noches a Natalia y se dio un baño. Antes de dormir, reinició la lectura de las cartas y la incendió la sospecha de haber sido burlada. Al día siguiente, desde el teléfono de la escuela, le habló a Lucas Carrasco a su oficina.

– ¿Por qué me das estas cartas?

– A cambio de las tuyas -dijo Lucas.

– Pero no tienen nada -se quejó Leonor.

– Son todas las que tengo.

– No es cierto, tienes que tener más.

– Tengo otra, pero es un delirio y no se entiende nada.

– Quiero ver esa -dijo Leonor.

– No vale la pena.

– Pero es que no puedes dejarme así. -Yo también pené tus cartas -dijo Lucas.

– Quizá no fue buena idea circularlas.

– Eres un gacho, Lucas. Ya voy entendiendo por qué te dejó Mariana.

– Cuando acabes de entenderlo, me lo cuentas -dijo Lucas.

– Te dejó porque eres un tramposo -le dijo Leonor. -Me estás ocultando las cosas, igual que todos.

– Las cosas están ocultas por naturaleza -jugó Lucas.

– ¿Ya lo ves? Eres un mamón, un estirado, un maricón. Eso es lo que eres, un maricón, ¿ya me entendiste?

Oyó la risa fresca de Lucas al otro lado del teléfono y se contagió al oírla de una alegría tierna y transgresora, como si mil años cómplices vagaran entre ellos otorgándoles licencias de marido y mujer.

No hubo más cartas. Lucas devolvió las que Leonor le había prestado y Leonor también, luego de fotocopiarlas para alimentar su santuario. Llamaba su santuario a la enorme caja de puros desechada por su abuelo, donde había ido reuniendo fetiches y secretos. Ahí guardaba la foto de boda de sus padres y una de su mamá con ella, cargándola en brazos, la frente despejada y los ojos ardientes puestos sin una sombra de duda o tristeza en el futuro. Ahí habían ido a dar los recados lúbricos y las letras revueltas que le garabateaba de vez en cuando Rafael Liévano, y la dotación de marihuana con que aplacaba sus noches erizadas. Había sumado también en esa caja los saldos de su pesquisa sobre Mariana, sus diplomas y sus fotos, el libro de ambos que le había dedicado Ángel Romano, su zapatilla de satén reventada por el dedo pulgar, y la novela de Lucas, rayada y subrayada, con protestas y preguntas apretadas en los márgenes. Finalmente, habían encontrado refugio en el santuario las cartas de Mariana para Lucas, y su propia foto con Lucas que les habían tomado, por insistencia de Leonor, en el restaurante de su última salida. En esa foto, Lucas miraba a la cámara y Leonor a Lucas, y había en sus miradas, sobre los restos de comida y las copas mediadas de vino, la flagrancia de los amores clandestinos.

Un jueves regresó exhausta y tersa del club, luego de dos horas de natación y gimnasia. Devoraba un plátano y armaba a manotazos el emparedado de dos pisos que iba a darse de cena, cuando recibió la noticia de que su abuela quería hablar con ella. Sintió la mala vibración en el aire, pero acabó de amontonar el emparedado y subió acosándolo a dentelladas por los bordes, como si entrenara. La mano vigilante de Natalia, la jaló del pasillo hacia su cuarto para advertirle:

– Encontró tu caja de puros. Tú sabrás lo que escondías ahí, pero ella lleva toda la tarde desmayándose y atosigando al abuelo con su hallazgo.

Leonor no dijo nada, sólo dio media vuelta y fue por el pasillo al costurero donde estaba su abuela, hilando una milimétrica cenefa de encaje sobre la caja de puros decomisada. Leonor tiró el emparedado sobre la canasta en que reposaban los ovillos de hilo, recogió la caja de puros y regresó al corredor, rumbo a su cuarto, con el santuario apretado sobre su pecho como si palpitara.

– No tienes derecho -le gritó a su abuela, antes de entrar a su cuarto y firmar su reivindicación con un portazo.

El portazo hizo retemblar la casa, pero no a su abuela Filisola, quien vino tras ella sin inmutarse, abrió con calculada suavidad la puerta tan violentamente clausurada y le dijo a su nieta:

– Hacer teatro no arregla nada.

– Son mis cosas -gruñó Leonor. -No tienes derecho.

– La que no tiene derecho a ciertas cosas eres tú -dijo la Filisola. -Has profanado todo en esta casa.

– Esto no es una iglesia. No hay nada que profanar.

– Has profanado la memoria de tu tía Mariana -dijo la abuela. -¿Para eso querías saber de ella? ¿Para irte a enredar con el tal Lucas? ¿Para eso has usado la libertad que aquí has tenido? ¿Para volverte una drogadicta y una ligera?

– Lo que yo sea, no lo hurto, lo heredo -la desafió Leonor.

Por un momento, su abuela se quedó sin aire ni palabras en el centro de la habitación.

– Será como tú quieras -dijo, cuando recobró el pulso. -Pero te advierto que no habrá una loca más en esta casa. En esta casa se acabaron las locas, y tú con ellas, si has escogido ese camino.

– Yo sólo quiero que respetes mis cosas -gritó Leonor.

– Cuando tú respetes las nuestras -contestó su abuela, y salió del cuarto dejando tras su espalda una fragancia de perfume y agravio.

Leonor seguía mirando un punto fijo de la pared, con su caja de puros entre los brazos, cuando Ramón Gonzalbo apareció, lento y cansino en la puerta del cuarto. Se miraron un momento como midiendo fuerzas y desamores. Al terminar ese duelo, Ramón Gonzalbo caminó a la cama para tomar asiento junto al altivo perfil de su nieta. Despacio, pero sin rodeos, la increpó:

– Tú sabes que Lucas Carrasco es inaceptable para esta casa. Sabes que evoca para nosotros lo peor. Te pregunto: ¿por qué él? ¿Por qué precisamente él?

– Porque ustedes no hablan claro -dijo Leonor. -La culpa la tienen ustedes, por no hablar claro.

– Es fácil echarle la culpa a los demás -descartó roncamente el abuelo Gonzalbo. -Pero ya no eres una niña. En realidad, eres mucho mayor de lo que pareces.

– Yo sólo quiero saber -dijo Leonor. -Y ustedes no han querido decirme. Por eso fui a preguntar en otra parte.

– Has ido mucho más allá de la simple curiosidad, y tú lo sabes. Nos has engañado. A lo mejor, hasta te has engañado a ti misma diciéndote que sólo buscas saber de Mariana. No es eso lo que buscas. Estás escogiendo una manera de vivir, y tu abuela tiene razón en que no le guste lo que estás eligiendo. A mí tampoco me gusta.

¿Qué es lo que no les gusta? -preguntó Leonor.

– Nos recuerda lo peor de la familia -dijo Ramón Gonzalbo. -Todo lo que ha traído infelicidad y locura a esta familia.

– No lo hurto, lo heredo -repitió Leonor, buscando en Ramón Gonzalbo un desconcierto similar al que había inducido en su abuela con esa misma frase.

– Lo eliges, aunque lo heredes -dijo Ramón Gonzalbo, luego de una pausa. -Y estás eligiendo lo peor.

– Eso creen ustedes -dijo Leonor.

– Es lo que nosotros creemos -aceptó Ramón Gonzalbo.

Se frotó las sienes con los dedos de su manaza velluda, de huesos planos y venas vigorosas. Miró después a Leonor con sus ojos enrojecidos por el cansancio y el desamparo. No dijo más. Leonor vio sus enormes espaldas vencidas cruzar el vano de la puerta como si la cruzara por última vez, vale decir, como si se alejara de ella por primera vez.

Un aire frío llenó la casa los siguientes días, un aire que helaba los gestos y disolvía las palabras antes de que llegaran a' su destinatario. Sólo la habitación de Natalia mantenía su bullicio cálido y loco, pero lejos de atenuar el hielo, lo afirmaba como escenario único y obligatorio de la realidad. Huyendo de aquella campana de silencio y recelo, como refugio cómplice y como venganza perfecta, Leonor decidió reincidir en la búsqueda de Lucas Carrasco. Lo buscó, en efecto, pero Lucas había salido de viaje y no tenía fecha prevista de retorno. Tampoco había dejado señas para que pudieran localizarle. Absurdamente, su ausencia le pareció una traición y la reprochó como si tuviera derecho de propiedad sobre ella, como si lo hubiera adquirido. Escribió una carta y luego otra quejándose de aquel abandono, y lo lloró en la soledad de su cuarto en rabiosas sesiones de despecho, como si Lucas se hubiera marchado a propósito para lastimarla, y recusara así los derechos de pareja que su trato había, sin embargo, construido.

Recordó entonces que Lucas solía inventar esos viajes sin rumbo ni huella cuando quería encerrarse a escribir. Decidió que así era y la enervó que no la hubiera considerado como una excepción en su encierro, a continuación de lo cual decidió interrumpirlo y ejercer así los derechos de amor que la huida de Lucas pretendía negarle. La imaginación y la astucia de que es capaz el despecho vinieron en su ayuda. No sabía la dirección de la casa de Lucas, donde seguramente estaba recluido, pero le había oído decir que era un animal de costumbres y que vivía en el mismo lugar de veinte años antes, la casona legendaria de las orgías de la novela y los agravios de Cordelia. Con rápida y enferma lucidez pasó de ese vacío a recordar que los sobres de las cartas de Mariana, dirigidas a Lucas diez años antes, tenían las señas que buscaba. Las cartas remitían, en efecto, a las calles de la colonia Condesa de la ciudad de México, antiguo recinto del hipódromo y la plaza de toros, que conservaba de aquellas glorias campestres un par de avenidas redondas y la más amplia proporción de árboles y zonas verdes de la ciudad.

Un jueves, en lugar de ir al club como solía, se cambió el atuendo del país de sus pocos años para entrar en el reino de Mariana y fue a sacar a Lucas de su reclusión. La dirección de las cartas correspondía a una casa de amplios torreones, bien plantada en el fondo de un jardín cuya única ostentación era la copa invernal, sarmentosa, de una Jacaranda.

Cuando estuvo parada bajo esa copa, que se derramaba sobre la barda como regalándose al mundo, supo que había llegado al lugar de la epopeya, que en ninguna parte sino aquí pudieron suceder las cosas que quizá no habían sucedido, los amores perdidos y encontrados de Mariana y Mariana vagando semidesnuda por estas calles en busca de improbables sustitutos a las caricias perdidas de Lucas Carrasco.

Más acá de esos aluviones míticos, no había en el lugar sino una barda y una jacaranda, una casa despintada sin estilo discernible ni grandeza señorial, una calle arbolada sin más gracia que sus propios árboles, ni otro misterio que el de su apacible supervivencia detenida en el tiempo en medio del vértigo urbano que iba corroyendo, demoliendo, refechándolo todo. Jaló varias veces el cordón de una campana que dobló cristalinamente en el fondo de la casa. Pero nadie acudió al llamado. Insistió con otras dos tandas, la segunda de las cuales, llevada por su mano iracunda, casi tocó a rebato. Nadie acudió de nuevo. Por enésima vez se sintió burlada, traicionada, engañada, desatendida, rechazada. Y en un salto frívolo del alma, se supo también sobrevestida y sobrepeinada, con su elegante atuendo del reino de Mariana y su melena de fiesta y su mascarilla de maquillaje para suntuosos interiores, parada en medio de ninguna parte. Al final de la calle vio un restorán que tenía mesas sobre la acera y se refugió en él para telefonear a Rafael Liévano.

– Tengo la tarde libre -le dijo. -Y estoy harta de todo. ¿Puedes pasar por mí?

– Depende.

– ¿Depende de qué?

– De si tengo que golpear a tu abuelo. -No, idiota. Ya estoy en la calle. Sólo tienes que alcanzarme.

– Qué bueno. Pero si quieres, paso y lo golpeo. Y te llevo sus dientes delanteros de trofeo.

– Sus dientes delanteros son falsos -{Lijo Leonor.

– Entonces los traseros -dijo Rafael Liévano. -También te puedo llevar las trompas de Falopio de tu abuela, recién arrancadas por mis manos.

– ¿Me estás criticando, Liévano?

– No. Estoy tratando de alcanzarte -dijo Rafael Liévano.

– Pues ven y alcánzame. Y no me critiques.

La alcanzó en el restorán media hora después. Supo en cuanto la vio que de alguna forma la había perdido, que la mujer que lo esperaba fumando:en la mesa del rincón frente a un martini venía de otro sitio, un sitio que él no había conocido y en el que ella, sin embargo, ya había estado, como las estrellas están en el cielo, ante nuestros ojos, muchos años después de haberse apagado.

– ¿Seguro que me esperas a mí?

¿A quién más, baboso?

– No sé. Pregunto. ¿De qué estás disfrazada? -Es sólo el peinado.

– Yo veo también un vestido -dijo Rafael Liévano.

– Eso no importa. Quiero darme un toque. -Traigo en el coche -aceptó Rafael Liévano.

– Pues tráelo aquí.

– Aquí no -rechazó Rafael Liévano. -¿Tienes miedo?

– Suficiente.

– Bueno -cedió Leonor. -Pero si voy al coche, ¿me dejas manejar, después?

– Antes de que fumes, lo que quieras.

– ¿Y después de que fume?

– Depende cuánto fumes.

– ¿Aunque te estrelle otra vez?

– No habrá otra vez.

– ¿Cómo sabes? Andas con una mujer salada -jugó Leonor.

– Pero no es ésta -dijo Rafael Liévano, señalándola.

– De acuerdo -dijo Leonor. -Vamos a tu coche.

Bebió de un trago lo que quedaba de su martini y echó a caminar adelante de Rafael Liévano,

meciendo al caminar, con el alto balanceo de sus tacones, la melena suntuosa y el cuerpo de piernas largas y cintura leve que Rafael Liévano no conocía, aunque hubiera estado desnudo entre ellas y las hubiera medido con sus manos.

¿De veras te molesta mi atuendo? -dijo Leonor, cuando subió al coche.

– No -mintió Rafael Liévano.

– Son sólo unos trapos de más -dijo Leonor. -Vas a ver si no.

Se zafó los zapatos y luego, en dos movimientos, se quitó las pantimedias oscuras, desabrochó la mascada del pecho y juntó la melena en una cola que amarró con la propia mascada. Volteó entonces a Rafael Liévano y le dijo, antes de empezar a besarlo:

– Ahora despíntame, para que me reconozcas.

Cuando acabó de despintarla a besos, tenía enfrente otra vez a la muchacha que había venido buscando, salvo que lo miraba con una pasión irónica, como si lo midiera o lo comparara, y en ambas operaciones él saliera perdiendo. Fumaron el primer pitillo de marihuana camino a su lugar de siempre, en la barranca de Las Lomas.

– Eres mi cómplice -le dijo Leonor.

– Me siento más bien tu pendejo -dijo Rafael Liévano.

– Eso no -dijo Leonor, montándose en él para volver a besarlo. -Eso no. Tienes que entenderme, aguantarme, soportarme

– gimió encima de Rafael Liévano. -Tenerme así, tocarme así, quererme así.

Estaban solos en su lugar solitario y empezaba a oscurecer, pero igual hubiera sido que estuvieran a la luz del día en medio de una muchedumbre, porque en los siguientes minutos no hubo para ellos sino la pequeña eternidad de tenerse en la estrechez del coche que sus cuerpos, ignorantes de sus límites, ignoraron también.

Leonor volvió a su casa llena, forrada de Rafael Liévano. Y sin embargo, como el timbre inaudible que despierta a los insomnes, poco antes de dormirse vino hasta su corazón el fantasma de Lucas Carrasco, su falsía, su abandono. Quiso odiarlo, pero en vez de rabia tuvo urgencia de él, de su voz y sus labios secos, de sus ojos cercados de arrugas y penas que todo tenían que decirle, todavía, sobre los arcanos de su vida. Bajó al gabinete de Ramón Gonzalbo a sustraer una botella barrigona y regresó a su cuarto henchida de su pena, dispuesta a beberla entera en el centro de su bien ganada soledad. Bebió y lloró frente al retrato y frente a la novela de Lucas Carrasco. Un vuelco de amor la hizo doblarse, bañada de dichas obre su desdicha, cuando asomó la cara por la ventana del jardín y vio la luna redonda, vibrante de su propia luz y de las penas de todos los amantes, sancionando en lo alto del cielo su amor y su locura. Era de madrugada y la luna seguía arriba, cuando Leonor bajó en puntillas a la sala donde estaba el retrato de Mariana. Corrió las dobles cortinas que amurallaban el recinto y vio a Mariana virar del castaño al azul, como si una transfusión la avivara y su efigie se inclinara en un tropismo a los rayos de la luna que la volvían a la vida. Botella en mano y con una brasa de hierba entre los dedos, Leonor tomó asiento frente a ese fresco azul, imantado por la luna, y habló con Mariana. Le dijo que había vuelto al lugar del crimen en la casona y que la había sentido desnudarse dentro de ella al saberse nuevamente abandonada, le dijo que conocía la jacaranda y los torreones, y el idéntico sonido de cristal de la campana, y que había leído sus cartas y la había soñado, apenas ayer, acodada en la terraza de Natalia mirando vibrar la luna, charlando con su hermana muerta, la madre de Leonor, que también fumaba y sonreía. Le dijo cuánto amaba a Lucas, lo bien que entendía que ella también lo hubiera amado, y la forma en que habría de recobrarlo para ambas. Quiso saber dónde habían perdido el amor, en qué momento Lucas las había dejado, y cómo se habían extraviado después en el laberinto de su ausencia, mancas, cojas, tuertas, mensas, zonzas, turulatas, incapaces de amarlo y conservarlo, embrujarlo, engañarlo, halagarlo, domarlo, amarrarlo, atraerlo, envolverlo, retenerlo.

Entonces oyó un ruido. Un resplandor azul entre las sombras del cuarto vecino le hizo saber que estaba acompañada.

Viejo de toda su edad, con todos sus años puestos como una paletada sobre el rostro, Ramón Gonzalbo se asomó a la luz donde su nieta hablaba con los muertos.

– Es suficiente -dijo, con una voz delgada y sin matices, como si se hubiera derrumbado y se ahogara por dentro.

– Ella me dirá lo que ustedes callan -deliró Leonor.

– No dirá nada -la miró Ramón Gonzalbo. -Y es suficiente por este día.

– Estoy enamorada del mismo hombre que mi tía Mariana -siguió Leonor.

– No -dijo Ramón Gonzalbo con la misma voz de siglos, acercándose a su nieta para quitarle la botella de la mano. -Nada más estás borracha.

– Sé lo que quiero, aunque esté borracha -gritó Leonor.

– No lo sabes -dijo Ramón Gonzalbo. -Lo sé muy bien. Ya no soy una niña. -Ya no -admitió Ramón Gonzalbo. -Pues no me trates entonces como si lo fuera -litigó Leonor.

– Mañana vamos a hablar como la adulta que quieres ser-concedió Ramón Gonzalbo. -Pero por hoy ha sido suficiente Vete a dormir. Y no provoques más a los fantasmas.