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La despertaron a primera hora diciéndole que su abuelo la esperaba en el despacho. Le dolía la cabeza y había en sus entrepiernas el ardor por los roces del cuerpo de Rafael Liévano. -Pero no eres tú -le dijo, todavía dormida, sin saber que le hablaba. -Aunque esté llena de ti, no has de ser tú.
Ramón Gonzalbo leía en el escritorio, bajo la luz de su lámpara. No volteó a ver a Leonor sino hasta que la tuvo sentada frente a él, la cara pálida, recién lavada, con la marca de la noche en todas partes.
– Voy a decirte lo que sé de Mariana -le dijo. -Sin añadir ni callar nada.
– Sí -musitó Leonor.
Dejó de mirarla y empezó a hablar, concentrado en la cúpula que hacían sus manos, y echó todo de un tirón, como si lo recitara, con una voz monótona y resignada, defensiva.
– Mariana -dijo -padeció una enfermedad que se da en las mujeres por desajustes emocionales. Se llama anorexia nerviosa. Consiste en que se sienten gordas, quieren adelgazar y dejan de comer. Adelgazan, desde luego, tanto, que llegan a ponerse cadavéricas, pero ellas siguen viéndose y sintiéndose gordas. Luego les da por comer mucho, pero no pueden retener los alimentos y los devuelven. Eso tuvo Mariana. La recogimos una noche en su departamento. Nos llamó una amiga suya que vivía en el mismo edificio. La encontramos muy mal. Llevaba días sin comer, tomando pastillas y psicotrópicos. Estaba como sonámbula, al punto de que no nos reconoció. La durmieron los médicos y la trajimos a la casa. Aquí la alimentaron por vía intravenosa una semana. Se recuperó un poco y quiso volver a su departamento. Los médicos se opusieron y entonces trató de escaparse. No era difícil, porque nadie la vigilaba, pero estaba tan débil que al cruzar la puerta se desmayó. Su obsesión era que la teníamos presa. No era así. Pasó otro mes en recuperación, y volvió a querer irse. Tampoco estaba lista y los médicos volvieron a no autorizar su salida. En protesta, Mariana quemó el colchón y las cortinas de su cuarto. Decidimos internarla en el hospital para que terminara su recuperación. Mejoró mucho internada, recuperó peso, pero su estado emocional siguió siendo precario. Desvariaba y tenía la obsesión de Lucas Carrasco. La enfermera venía a preguntarle si quería comer, y ella contestaba: "Pregúntenle a Lucas." Nosotros no sabemos qué pasó realmente con Lucas Carrasco, pero ese nombre nos recuerda los peores momentos de la enfermedad de Mariana. Así pasaron tres meses, en un frágil equilibrio. Un día, como parte de su debilidad y de su empeño en no depender de nadie, Mariana se desvaneció en la tina mientras se bañaba. Se bañaba sola, porque rehusaba la ayuda de las enfermeras. Se golpeó la nuca. Estuvo inconsciente media hora, con convulsiones. Las placas mostraron una ligera inflamación del cerebro, aunque ninguna lesión grave. Pero no fue así. A la semana se le presentó un derrame cerebral y luego, horas más tarde, una embolia. Murió en la madrugada. Eso es lo que pasó.
Hubo un silencio como un océano. Incómoda por la simpleza desarmante de los hechos, Leonor alcanzó a preguntar:
– ¿Por qué no me contaron esto antes? -No lo sé -dijo Ramón Gonzalbo. -Las cosas son terribles hasta que se dicen.
– No hay nada terrible que ocultar en lo que me has dicho -dijo Leonor.
– No se trataba de ocultar, sino de olvidar dijo Ramón Gonzalbo. -No es agradable recordar la muerte de Mariana. Cuando murió, ninguno de nosotros estaba ahí. No es agradable recordar eso. Tu abuela cree que si hubiéramos dejado a Mariana en la casa, en lugar de internarla, no habría muerto. Quizá tiene razón, y no es agradable pensar en eso. Yo creo que somos culpables de la muerte de Mariana, porque no supimos cuidarla antes de que la recogiéramos esa noche. Tampoco es agradable recordar eso. No queríamos ni queremos hablar más del asunto. Te digo lo que pasó, porque has hecho de esto un delirio. Pero no quiero abundar. Supongo, sin embargo, que tendrás dudas y querrás saber detalles.
– Sí -dijo Leonor.
– Claro que sí -aceptó Ramón Gonzalbo, poniéndose de pie. -Te hice una cita con el médico que atendió a Mariana para que te cuente lo que falta. Se llama Ignacio Mireles. Puedes ir esta tarde y preguntarle los detalles que quieras. Que te muestre los expedientes, los partes médicos, lo que quieras. A ver si terminamos con esta locura de una vez por todas.
Vino hasta ella, le entregó la tarjeta con los datos del médico, le hizo una caricia en la mejilla y salió caminando del despacho, encorvado y convincente, hacia las ruinas del día.
Leonor tuvo vergüenza toda la mañana, pero conforme la hora de la cita se acercó, la curiosidad se impuso al rubor y estuvo puntual en el consultorio de Ignacio Mireles.
Mireles soplaba por las narices al hablar, como si destapara un caño, y movía sin cesar la mano izquierda en el bolsillo de su bata blanca. No hablaba, exponía, ritmando con el soplido de su nariz las pausas de los largos párrafos en que se ordenaba su oratoria, y con el movimiento de la mano las oleadas morosas del discurso. Leonor preguntó al principio, pero al final fue sepultada por la montaña de tecnicismos conque Mireles repitió, amplificada, la versión de su abuelo sobre la muerte de Mariana.
– En resumen -dijo, al terminar su exposición -se configuró lo que podemos llamar una desgracia médica. Mariana no murió de la enfermedad que atacábamos, de la enfermedad que tenía, sino de lo que podríamos llamar sus excrecencias, sus síntomas secundarios. Su hartazgo hospitalario no era parte de la enfermedad, sino su secuela, pero ese hartazgo la llevó a rehusar la ayuda paramédica que era, sin embargo, necesaria. Por rechazar la ayuda de las enfermeras tuvo el percance en la tina de baño, percance que provocó una lesión decisiva, la cual fue invisible para los aparatos que debieron detectarla. Esa lesión, muy distinta de su enfermedad original, no nos dio una segunda oportunidad, ya que su primera manifestación clínica fue un derrame cerebral severo y la segunda, una embolia masiva.
En suma: una desgracia médica. ¿Qué se puede agregar?
– No sé -dijo Leonor.
– Nada -terminó Mireles su exposición circular. -Nada se puede agregar. Una desgracia médica.
Con esa nada y esa desgracia a cuestas volvió Leonor a casa, sintiéndose sola y tonta al final del callejón, frente al muro sin alas ni secretos de la vida. Recogió una manzana del frutero de la cocina y subió masticándola al cuarto de Natalia.
– Me contaron -le dijo, dejándose caer como un mazo de paja sobre la cama. -Me lo contaron todo. Sé todo lo que quería saber. Y me revienta.
– ¿Qué te revienta? -preguntó Natalia.
– Saber -dijo Leonor. -Saber es el peor tedio de la vida.
– Después de los chocolates con relleno -desvarió Natalia. Estaba en su hora frenética de alimentar a sus pájaros. -Fíjate en esto: si les echas luz, los pájaros cantan de noche y las gallinas ponen huevos.
– ¿Qué tiene que ver, tía? Concéntrate en lo que estamos hablando -exigió Leonor. -¿Qué tiene que ver que las gallinas pongan huevos? No seas orate.
– Nada tiene que ver -admitió Natalia. – Pero los ponen. ¿Quién te contó lo que dices que te contaron?
– El médico que atendió a mi tía Mariana.
– ¿Y qué te dijo?
– Me dijo todo. De qué murió, cómo, por qué, todo. Qué mensa mi tía Mariana. Qué manera tan idiota de morirse.
– ¿Fuiste con Necoechea a que te contara? -dijo Natalia, metida en la jaula de sus cotorros australianos.
– Con Ignacio Mireles -dijo Leonor.
¿Quién es ese Ignacio Mireles?
– El que atendió a mi tía Mariana.
– Negativo -dijo Natalia. -El que atendió a tu tía Mariana no fue ningún Mireles. Fue Necoechea. El mismo que me ataranta a mí para que no me aloque. ¿Quién es ese Mireles?
¿No conoces a Mireles?
– No.
¿No atendió Mireles a Mariana?
– A Mariana la atendió Necoechea -repitió Natalia. -El mismo que me pone a raya con mis pastillas, para que no me destrampe. No es un médico. Es un narcotraficante. Lo que le gusta es que esté una drogada con sus pastillas, arañando el cielo de la felicidad un rato y luego lamiendo el piso otro rato. La vida con él es como una montaña rusa, vas pabajo, vas parriba, y otra vez. No te aburres, eso sí.
¿Entonces quién es Ignacio Mireles? -dijo Leonor. ¿Por qué me mandó mi abuelo con él?
– Pues pregúntale a tu abuelo -dijo Natalia.
– ¿Estás segura, tía?
– Como de mis nalgas -dijo Natalia.
Leonor miró las nalgas probatorias de Natalia, sus nalgas enormes y, sin embargo, alzadas y apetitosas bajo el caftán.
Se miró luego las manos. Odió sus uñas de niña, sus padrastros de adolescente. Odió su edad, la conspiración estúpida de los adultos. Y se odió a sí misma por ser parte de ellos, por tener algo que ver con ellos. -
– Mis nalgas son al revés de las gallinas -siguió en su propia ruta Natalia. -Crecen aunque no les prendan las luces. ¿Te había contado eso? Llevan un año de crecer como si no dependieran de mí. No sé qué voy a hacer.
– Yo tampoco, tía -dijo Leonor, sin dejar de mirarse en el espejo de sus manos. -Yo tampoco sé qué voy a hacer.
La rabia se abrió paso entre la postración y el desánimo. Cuando Ramón Gonzalbo vino por la noche a su cuarto para preguntarle de su entrevista con Mireles, la desolación se había ido y sólo quedaba el fuego.
– Mireles miente bien -dijo Leonor. -Pero ustedes son una vergüenza nacional.
– No hables así. ¿De qué hablas? -preguntó Ramón Gonzalbo.
– No debía hablarte siquiera -dijo Leonor. -Me mandaste con el médico falso.¿Ella te convenció? ¿Ella te dijo: "Engaña a tu nieta", y tú viniste con su encomienda a embarrarlo todo?
– No es el médico falso -dijo Ramón Gonzalbo. -Mireles atendió Mariana.
– El que atendió a Mariana es Necoechea -dijo Leonor.
– También Mireles atendió a Mariana -dijo Ramón Gonzalbo.
– Pero no fue su médico -gritó Leonor, despeñándose en un borbotón de furia.
Amaneció oscura y desmovilizada, con una desidia como el principio de la muerte. Fumó hierba desde muy temprano y no abrió la puerta, ni acudió a los toquidos que sonaron reclamándola para la normalidad. Desde las nubes de la hierba pensó en su mamá, tierna y autocompasivamente. Se inclinó sobre esa memoria como sobre un regazo y lloró sin recato, con unos sollozos largos y abandonados. Cuando el llanto pasó, vino el vacío. Luego, desde el fondo seco de su alma, crecieron la oscuridad y la rabia, una rabia densa, fría, resistente al dolor y los lamentos. Sintió crecer la bruja en su cabeza, afilarse en sus facciones, retorcerse en sus dientes, deformarse en sus huesos, enroscarse como una culebra dentro de su podrido corazón.
Salió de su cueva un día después, para llamarle a Lucas Carrasco.
– Quiero que me invites a cenar esta noche -le dijo.
Robó dinero de la caja secreta que Ramón Gonzalbo guardaba en su despacho y dedicó la mañana a comprar su primera batería completa de maquillaje, un vestido rojo y unos zapatos con tacones de siete centímetros. Por la tarde volvió a fumar. Tomó un baño de tina, se montó las uñas postizas sobre los dedos torturados, secó su pelo esponjándolo sobre su cabeza, y trabajó largamente sus facciones con rímeles, sombras, polvos estrellados y un bilé del color del vestido que derramó sobre sus labios como si quisiera llamar hacia ellos a todos los hombres de la tribu.
– Sólo te falta el precio en la cadera -le dijo Natalia, cuando entró a su cuarto por la bolsa de metal que le faltaba.
No pidió autorizaciones ni informó a nadie de su partida. Al salir rumbo al taxi que la esperaba, se cruzó con Ramón Gonzalbo que le gritó, viniendo hacia ella:
– Así no puedes salir de esta casa.
Pero ya estaba en el coche y le dijo por la ventanilla:
– De esta casa salí hace tiempo.
Encontró a Lucas en el restorán de su foto clandestina. Lo hizo hablar de sus cosas, pero no lo oyó. Se dedicó a desear sus labios y a beber compulsivamente el vino blanco.
– Pide otra botella -le ordenó a Lucas cuando se acabó la primera. Lucas obedeció y Leonor siguió tomando sin contenerse. Al terminar la comida, el -.cruce del vino y la hierba había nublado sus ojos y entorpecido su habla. Luego del postre masculló en el oído de Lucas: -Quiero ir a tu casa.
¿Para qué? -preguntó Lucas.
– Quiero estar en tu casa.
– ¿Para qué?
– Para saber todo de ti. Todo lo que supo Mariana.
– Tú no eres Mariana. Esa historia no te toca. ¿Tú qué sabes si me toca o no? -Lo sé perfectamente -dijo Lucas. -
– ¿Vamos a ir a tu casa? -No.
Leonor se paró con un mohín de despecho y fue rumbo al baño esforzándose inútilmente en caminar derecha. Regresó pintada de nuevo pero tambaleándose aún, y no se dirigió a la mesa de Lucas sino a la de enfrente, donde dos vagos terminaban de comer fumando puros y elevando sus copas de coñac. Se sentó junto a ellos, luego de preguntarles si estaba ocupado el lugar y si les importunaba su compañía. Estaba a punto de perder el sentido, ebria y confusa como Lucas no la había visto nunca, pero pidió un coñac. Antes de que su copa llegara, Lucas pagó la cuenta, recogió el bolso de metal y pasó a buscarla.
– Nos vamos -le dijo.
– ¿A tu casa?
– A mi casa -aceptó Lucas, y la hizo pararse de la mesa.
Cuando pasaron junto al bar del restorán, Leonor dijo:
– Quiero una copa antes.
– Hasta la casa -ordenó Lucas.
– Soy tuya -le dijo Leonor cuando subieron al coche.
– Deja de jugar.
– No es un juego. Rompí con mi familia. No tengo a dónde ir. Tú eres el único lugar a donde quiero ir. Voy a vivir contigo.
– Yo no vivo con nadie -dijo Lucas.
– Soy tuya -insistió Leonor.
Se durmió en el coche, pero al llegar a la casa pidió otra copa y fue al baño a fumar la bachicha de hierba que le quedaba.
– ¿Aquí fue todo? -preguntó al volver, señalando la sala de altos libreros y sillones de cuero.
– ¿Todo, qué? -dijo Lucas.
– Tú y Mariana. Todo -dijo Leonor. Te amo.
Y se quedó dormida en un sofá.
Lucas la cargó a la recámara de huéspedes. Sintió su levedad, su juventud, su olor de niña escapando entre las vetas del alcohol y la agresividad del perfume. Dejó prendida una lámpara para ve lar su sueño y bajó a la sala por un wisqui. Camino a su cuarto, lo asaltó el recuerdo de Mariana. Le sucedía de vez en cuando: el dolor de Mariana venía intacto y explotaba en la boca de su estómago con una mezcla de fiesta y batalla. "Todavía estás ahí", dijo. Era el mismo dolor que se quedó en su estómago varios días después de que Mariana abrió la puerta de su departamento aquella madrugada y le dijo, blanca de miedo y sorpresa: "No estoy sola". Había bajado a la calle doblado sobre sí mismo, ocupado por ese dolor de los esfínteres a las sienes, y por el rostro despintado de Mariana diciéndole "No estoy sola". El dolor se había quedado una semana y había regresado desde entonces, sin aviso ni método, junto con los asaltos de Mariana sobre su soledad y su memoria. Durante años había despertado en la madrugada con el dolor clavado en el diafragma de su estómago. Luego, los asaltos se habían espaciado, habían llegado á pasar meses largos sin que la ráfaga volviera, pero infaliblemente regresaba. Al paso de un objeto o la evocación de una escena, la punzada volvía a tomarlo con una furia que llegó sin embargo a agradecer, porque le recordaba que Mariana estaba intacta todavía en alguna parte de él, y que eso que quedaba prendido a sus vísceras era un antídoto pobre pero cabal contra su muerte.
Agradeció el dolor, suspendió el wisqui y trató de leer una hora antes de dormir. Agitado de sombras y presagios, despertó en la madrugada con el chirrido de la puerta. Entre legañas vio la silueta acercarse a su cama. Antes de que pudiera reaccionar, ya tenía junto, como una fuente fresca, el cuerpo desnudo de Mariana y la voz de Leonor repitiendo: -Soy tuya.
Saltó de la cama, cegado por la escena, pero Leonor vino tras él, tratando de besarlo, y exigiendo: -Te amo. Soy tuya. Hazme tuya.
La sentó en la cama y le echó una cobija sobre los hombros, antes de prender la lámpara.
– No -le dijo, mirándola con fijeza.
– Soy tuya, aunque no lo quieras elijo Leonor. Lucas admiró la belleza fantasmal de aquel rostro blanco y terso, noble y perfecto en sus líneas, incendiado por la fiebre de los ojos que brillaban como antorchas en la noche.
– No hables -le dijo. -Espérame aquí.
Lucas fue al baño, prendió un cigarrillo y fumó hasta sentir que el humo había entrado hondamente en él. Cuando volvió a su cuarto, Leonor estaba desnuda otra vez, blanca, larga y adulta en la abundancia de su pubis y la redondez rosada de sus senos. Volvió a cegarlo la belleza de ese cuerpo nítido, flotando como un cendal de niebla en la noche, pero volvió a taparlo con la cobija.
– No puede ser -le dijo.
– Está siendo -repuso Leonor.
– No, no está siendo -rehusó Lucas. -Ni puede ser. Quiero que entiendas esto. Tú eres lo más parecido a Mariana que puede tolerarse, pero no eres ella.
– Soy igual a ella -se ofreció Leonor. -Y también soy tuya.
– No eres igual a ella -dijo Lucas. -Aunque mires y camines igual. Y no eres mía. No tienes edad para ser de nadie.
– Tengo edad para elegir mi vida. Y te he elegido a ti -dijo Leonor. -Igual que Mariana.
– Yo no estoy disponible -dijo Lucas. -Ni para ti ni para nadie. Y deja de hablar de Mariana como si fueras ella.
– Yo soy ella -dijo Leonor.
– No -le dijo Lucas, exasperado. -Tú eres una muchacha caprichosa que confía demasiado en sus nalgas. No tienes nada que ver con Mariana.
– Quiero que me ames como a Mariana -porfió Leonor. Aquí estoy como ella, lista para ti. Pero yo no te voy a dejar, ni me voy a morir, ni voy a dejar que me maten.
¿De qué estás hablando? -le gritó Lucas, zarandeándola por los hombros, como si quisiera despertarla. -Deja de decir estupideces y escúchame, óyeme bien. Voy a decírtelo con toda claridad para que lo entiendas y terminemos con esto.
Yo soy el viudo de tu tía Mariana, y no quiero sustitutos. La única Mariana que me importa es la que queda en mí. Tú no eres parte de eso, no tienes que ver con eso, aunque te parezcas a tu tía.
¿No me quieres a mí? -murmuró Leonor.
– No -dijo Lucas, con la voz quebrada. -Quizá no he querido ni siquiera -a Mariana. Quizá sólo he querido mi encierro, mi desconsuelo por su muerte. Pero eso es lo que quiero y tú no tienes nada que ofrecer en eso. Mucho menos el chantaje de tu cuerpo.
– Te lo doy porque te amo -musitó Leonor.
– No -dijo Lucas. -Me lo das porque estás borracha, y no sabes bien a bien ni dónde poner las nalgas.
– Me desechas porque eres un desecho -le dijo, agraviada Leonor. -Por lo mismo que no pudiste con Mariana.
– Ya te dije que no me hables de Mariana -rechazó Lucas. -Vete a tu cuarto, cuenta borreguitos, sueña con tu novio, y no vuelvas a hablarme de Mariana.
– Eres un desecho -lo injurió Leonor. -No -le sonrió Lucas. -Soy una colección de desechos.
Leonor caminó hacia la puerta dejando que la cobija resbalara sobre su cuerpo desnudo. -Entonces yo soy tu desecho, también-le dijo.
– Sí -contestó Lucas, recogiendo la cobija y volviendo a ponérsela sobre los hombros. -Pero vestidita, como debe ser.
Le repugnó el aire paternal de sus palabras, pero lo asumió como el mejor escudo. Lo protegió, en efecto, de la reflexión, la compasión o la culpa frente a Leonor, hasta el amanecer siguiente en que fue al cuarto de huéspedes para introducirla al nuevo día. Con un vuelco en el estómago descubrió que Leonor no estaba en la recámara. En algún momento de la noche se había ido sin hacer ruido y no quedaban de ella ni los rastros de la cama deshecha. Tuvo un día atroz, cruzado de temores y anticipaciones. Por la tarde, llamó a Carmen Ramos para pedir el teléfono de Cordelia y preguntarle sobre Leonor. Carmen Ramos le dio también los teléfonos de la casa de los abuelos, pero no se atrevió a marcar. Por la noche, en su casa, mientras rumiaba su miedo, entró la llamada de Leonor.
– Ven por mí -dijo por el auricular. Alcanzó a darle el nombre de un hotel de alto turismo de la ciudad de México, antes de romper en llanto.
La tenían detenida en la oficina de seguridad del hotel. Cuando Lucas llegó, temblaba frente a una taza de café, como muerta de frío.
– Tenemos prohibido que las chicas circulen sin autorización por los cuartos del hotel -le dijo el responsable de seguridad, señalando a Leonor como si fuera la pertenencia y la falta de Lucas. -Tienen que estar registradas y autorizadas por nosotros. Es parte de la seguridad de los huéspedes.
– ¿Cuánto es? -preguntó Lucas.
– No se trata de eso. Le estoy explicando -advirtió el agente.
Lucas extendió dos billetes.
– Podríamos consignarla por vagancia -regateó el agente.
Lucas añadió otro billete. Luego fue hacia Leonor, se quitó el saco, lo echó sobre sus hombros y salieron caminando de la oficina.
– No hice nada -le dijo Leonor, empezando a llorar en su hombro. Al cruzar la puerta del hotel confesó: -No es verdad.
Hice todo. Soy una puta. -Eso no -la atajó Lucas. -Hice de puta -dijo Leonor. -No importa lo que hiciste. -Te lo tengo que contar.
– Ni a mí ni a nadie -cortó Lucas. -No es nada que no se quite con un baño.
– Me odio -dijo Leonor.
– Yo también me odio -dijo Lucas. -Pero eso tampoco es nada que no se quite con un brandy.
Al llegar a la casa, en efecto, -le sirvió a Leonor un brandy doble y le hizo beberlo en pocos tragos, como jarabe medicinal. Leonor temblaba aún, no de frío ni de llanto, sino de un cansancio viejo, intemporal, que cruzaba por sus años como una ventisca. -¿Cuánto llevas de no dormir? -preguntó Lucas.
– Desde que me corriste de tu casa.
– No te corrí de mi casa. -Me corriste de tu vida.
– Te corrí del lugar de Mariana -dijo Lucas.
– ¿Quieres cenar?
– No -dijo Leonor.
¿Quieres darte un baño?
Leonor asintió. El agua caliente salía por la regadera de Lucas como un rocío disparado a presión y sus briznas perfectas multiplicaban la densidad caliente del humo. Cuando terminó esa inmersión, el malestar de su cuerpo se había ido, como dijo Lucas, y estaba a punto de desplomarse, vencida por su día redondo de excesos. Lucas la esperaba con un platón de quesadillas y una sopa de verdura hirviendo. Comió vorazmente, con un apetito que no recordaba, y oyó a Lucas decirle, en el cabo final de su cansancio: -No puedes quedarte aquí. Voy a llamar a tu casa.
– A mi casa no -pidió Leonor, dormitando. -No tengo casa.
– No puedes quedarte aquí -oyó entre brumas la última voz de Lucas.
Lo siguiente que Leonor vio fue el rostro de Ramón Gonzalbo, de pie en su cabecera con el médico Necoechea al lado, tomándole el pulso bajo la mirada de su abuela Filisola. Descubrió con horror que iba en una camilla, saliendo de la casa de Lucas.
– Yo los llamé -quiso tranquilizarla Lucas. -Te van a llevar a tu casa.
Leonor dio un grito y trató de aferrarse a Lucas, pero sus brazos iban atados a la camilla, el izquierdo conectado a una botella de suero.
– Así se llevaron a Mariana -le gritó a Lucas.
– Tú no eres Mariana -le dijo Lucas.
– Y no volviste a verla -le gritó de nuevo, buscando su complicidad en medio del espanto, mientras los calmantes que le habían inyectado empezaban a separarla del miedo y de la memoria, de la conciencia y del dolor.