37963.fb2 El Error De La Luna - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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XVII

Volvió del más allá a la sonrisa angelical de Natalia que la miraba con radiante concentración materna. No había dolor ni estrago, sólo su cuerpo liviano sobre la cama, hambriento, sin las amarras de la camilla ni la botella de suero que había soñado como una espátula fría metida con encono en su brazo.

– Bella como la bella durmiente -le dijo Natalia. -Y lo sé muy bien, porque llevo muchas horas observándote.

– ¿Horas? -sonrió Leonor.

– Muchas horas -dijo Natalia. -Nos hemos turnado para velarte los abuelos y yo. Cordelia también durmió ayer aquí.

La memoria de la víspera mordió entonces a Leonor, pero no trajo dolor y rabia; sino tristeza, y una indiferencia bienhechora, serena, capaz de todo el espanto.

– Los abuelos me trajeron amarrada -dijo Leonor.

– Amarrada y drogada -confirmó Natalia. -Igualito trajeron a Mariana. Pero tú nada más te echaste treinta horas de sueño.

– ¿Cuántas se echó Mariana?

– Ocho días. Y apenas despertaba ya se quería ir, pero no la dejaban.

– Me muero de hambre, tía.

– Eso está bueno. Ahora mismo le digo a la abuela.

– No quiero ver a la abuela -descontó Leonor. -Tampoco al abuelo. No quiero verlos más.

– Pues yo voy a la cocina y te traigo tu comida -le dijo Natalia. -Pero a los abuelos te los vas a tener que fletar. Andan como locos desde que te fuiste, penando lo que no habían penado.

– No quiero verlos -repitió Leonor.

Natalia le trajo la comida y la arrulló con su cháchara hasta que se durmió de nuevo.

Soñó un río crecido que arrasaba un puente y las chozas ribereñas de un poblado. Ella miraba desde una ladera, bajo la llovizna, rodeada de animales que observaban también, atentos y filosóficos, suspendidos de sus miedos ancestrales.

Abrió los ojos, serena todavía frente a ese río furioso y sus aguas de muerte en el valle arrasado. Había amanecido y entraba por las ventanas abiertas una luz ligera y sonriente.

– Bienvenida otra vez -oyó la voz de su abuela a sus espaldas. Al voltear la vio, sentada como una diosa antigua bajo la luz en el sofá, con sus costuras en el regazo y los ojos vibrantes de emoción y de dicha.

– No quiero verte -le dijo. -Ni al abuelo tampoco.

– Ya lo sé,-dijo su abuela Filisola, pero siguió sin inmutarse: -Lucas llamó ayer dos veces preguntando por ti.

– Lucas me entregó -dijo Leonor, descontando también su presencia.

– Lucas Carrasco te salvó -sentenció la abuela. Completó después su parte informativo: -También llamó Rafael Liévano.

– Pobre Rafael Liévano -dijo Leonor, y se volteó sobre la almohada mordida al fin por la pena y el vacío del mundo que había perdido, que el río se había llevado, que la luna había vuelto un aluvión de escombros y aullidos en su pecho.

Al cuarto día se levantó de entre los calmantes, porque no le hicieron tomar más. Luego de semana y media de ausencia regresó a la escuela. Rafael Liévano la trajo a casa en el coche al mediodía y Leonor le dijo al llegar:

– Me puse loca. -Ya estabas.

– No, me puse loca de verdad. ¿Eso qué quiere decir?

– Que terminemos un tiempo -pidió Leonor. -No es necesario -dijo Rafael Liévano. -Sí es -definió Leonor.

– Podemos ser amigos -propuso Rafael Liévano.

– No podemos -concluyó Leonor.

Esa noche, su abuela entró por segunda vez en su cuarto y le pidió que la dejara peinarla. -No -respondió Leonor.

– No puedo decirte de frente lo que tengo que decirte -explicó su abuela con una sonrisa.

– Si quieres que te lo diga, tengo que peinarte. Al menos para empezar.

¿Qué quieres decirme? -preguntó Leonor. -Mientras te peino -la venció su abuela. Se puso de espaldas a su abuela frente al espejo del tocador. La vio acercarse con veneración y tristeza a su mata de pelo, meter en ella los dedos y mirarla como si mirara un bien pasado, un reino perdido. El bien perdido, pensó, y el reino pasado de Mariana.

– Siempre tuve la manía de peinar a mis hijas -dijo la Filisola, corriendo el cepillo sobre el pelo y la espalda de Leonor. -He pasado por los pelos de mis hijas más veces que por sus vidas. Por el tuyo también.

– He padecido tu trenza toda mi vida -le dijo Leonor.

– Y yo los peinados exóticos de mis hijas.

Siempre les gustó llamar la atención.

– Igual que tú en tus fotos de antes de casada -dijo Leonor. -Te peinabas como artista de cine, no digas.

– Era otra cosa -sonrió la Filisola.

– Era exactamente lo mismo -refutó Leonor. -Locas estaban todas, como tú dices, pero empezando por la dueña de la mata.

– Eso decía Mariana -recordó la Filisola. Cepilló después un rato a Leonor, sin hablar, como si la meciera en sus brazos.

– Antes de que muriera, peiné a Mariana casi una hora. Le gustaba, me dijo que era como si la arrullara, como si volviera a ser mi niña.

Vino una pausa. Leonor sintió a la Filisola trabarse, dudar, sobreponerse. Su respiración cambió, se hizo más rápida, su voz menos ligera. Y con el reinicio del cepillo sobre su pelo, oyó su voz empeñosa, decidida, resignada:

– Todo lo que te dijo tu abuelo sobre Mariana es verdad.

– Salvo lo fundamental -devolvió Leonor.

– Salvo que Mariana no murió de una embolia -siguió la Filisola, saltando la interrupción. -Murió de una hemorragia.

– Una embolia es una hemorragia -dijo Leonor. -Eso es lo que me dijo Mireles.

– La hemorragia de Mariana -dijo la Filisola -fue por un mal embarazo.

– ¿Mariana estaba embarazada? -volteó hacia su abuela, incrédula y sorprendida, Leonor.

– Tenía casi cuatro meses de embarazo -aspiró la Filisola, quitándose con el dorso de la mano las lágrimas que habían empezado a escurrir sobre sus pómulos encendidos. -No lo supimos sino hasta que entró al hospital. Cuando la recogimos en su departamento, tenía ya mes y medio. Aquí en la casa pasó otro mes, sin que nos diéramos cuenta. Fue al entrar al hospital cuando lo detectaron.

¿Pero Mariana no sabía?

– Quizá -dijo la Filisola. -A lo mejor por eso le urgía irse, volver a su departamento. Pero si lo supo, hizo todo por ocultarlo.

Su obsesión no era ésa, sino que se sentía presa aquí, vigilada. No era sencillo. Su equilibrio mental era frágil. No sabías cuándo estaba bien o cuándo estaba mal. Hablaba muy poco, se le perdía la vista. Quizá supo de su embarazo, pero no estaba en condiciones mentales de hacerse cargo de él. El problema fue que nosotros tampoco.

¿Por qué?

– Fue una sorpresa que tardamos en asimilar. Necoechea nos dijo en cuanto supo, pero ya iban casi tres meses de embarazo. Según Necoechea, las condiciones físicas de Mariana difícilmente resistirían la carga. Había riesgo de un aborto en una etapa avanzada de la gestación, y eso era más peligroso que la misma enfermedad de Mariana. Había posibilidades de éxito, pero el cuadro era negativo. Tu abuelo le preguntó qué hacer. Necoechea le dijo que eso teníamos que decidirlo nosotros: "Yo no puedo recomendar una salida." Entonces tu mamá le saltó encima a Necoechea, porque tu mamá fue la única de sus hermanas que estuvo presente en esos líos. Fue la única que supo, además de tu abuelo y yo. Le dijo: "¿La alternativa es un legrado ahora, antes de que avance el embarazo?" "Desde el punto de vista clínico", dijo Necoechea, "un legrado ahora sería lo más sencillo". "¿Como médico, eso es lo que usted sugiere?", le preguntó tu mamá. "Como médico yo les digo los riesgos de cada alternativa. Pero no puedo sugerir en esta materia. Es una materia moral". "Es la salud de mi hermana", dijo tu mamá. "¿Qué tiene que ver la moral? Es un problema de salud, no de moral." "Para mí es un problema moral," dijo Necoechea. "Y ustedes tienen que decidirlo" "¿Qué haría usted en nuestro caso?", le preguntó tu abuelo. "No quisiera estar en su caso", dijo Necoechea. Entonces tu abuelo hizo una pregunta absurda, que luego fue terrible. Preguntó: "El bebé que viene, ¿es hombre o mujer?." Y Necoechea le dijo: "Hombre". Tu mamá volvió a saltar: "¿Qué importa si es hombre o mujer? Lo que importa es la salud de mi hermana."

Pero yo vi a tu abuelo ponerse pálido, y perder el habla. Tu mamá dijo: "Hágale el legrado, ya." "Como ustedes me indiquen", dijo Necoechea, mirándonos a tu abuelo y a mí. Eso desautorizaba la decisión de tu mamá y la trasladaba a nosotros. Yo entendí que tenía razón, que debíamos decidir nosotros, y le dije que nos diera un tiempo para pensarlo. Tu mamá salió del cuarto hecha una furia, pero yo le insistí a Necoechea que nos diera un tiempo para pensarlo.

– Tenía razón mi mamá -alegó Leonor. ¿Qué iban a pensarle?

– Nada _-suspiró la Filisola. Había dejado de cepillar a Leonor y tenía las manos entre sus piernas, blandiendo el cepillo al hablar como una apagada batuta que ordenaba el rumor de sus recuerdos. Leonor pensó que era hermosa sentada ahí, anciana y serena como un estanque, explorando sin aspavientos sus profundidades. -Yo lo hice sólo para no decidir así, improvisadamente, antes de acabar de entender el cuadro. Al menos, eso creí al principio: que el cuadro estaba claro y que había sólo que damos tiempo para verlo como era. Pero el cuadro no era claro y en cuanto le dimos tiempo. se complicó. Tu abuelo pasó esa noche en vela. Ido, como Mariana, clavado en su dolor. Yo sé cuál era ese dolor, porque en parte era un dolor que me debía a mí.

– ¿Por qué a ti?

– Cosas de la vida -volvió a suspirar la Filisola. -Cosas que yo sabía antes, pero sólo entendí esa noche. Mira, tu abuelo siempre quiso que tuviéramos un varón, pero sólo tuvimos mujeres. Lo del varón fue siempre un pendiente de tu abuelo, que yo no le pude dar. No sólo eso sino que, allá cuando andaba cumpliendo él sus segundos cuarentas, nuestro amor se enfrió. Mejor dicho: yo me enfrié. Perdí la brújula y el gusto por todo, incluido tu abuelo, que me había gustado toda la vida como comer con los dedos, si me entiendes.

– ¿Como comer con los dedos? -repitió, complacida, Leonor.

– Algo ya sabrás de eso -sonrió la Filisola, acercándola a su pecho. Leonor la sintió respirar combatiendo el ahogo que seguía rondándola. -El caso es que le perdí el gusto a tu abuelo, dejamos de comer con los dedos, y él buscó otra mesa donde comer. Me da rubor y un sentido de abuso contarte esto.

– Te puso los cuernos mi abuelo? -saltó Leonor, sobre los pudores de su abuela.

– No -dijo la Filisola. -Tu abuelo no fue de ponerme cuernos, aunque becerras le puedan haber sobrado. Lo que tu abuelo hizo fue conseguirse un amor. Un amor de verdad. Yo lo supe años más tarde, porque oí algo y mandé investigar. Lo investigaron para mí y lo supe por la investigación. Tu abuelo se consiguió el amor que yo no le daba con una muchacha menor que él, que lo adoró. Lo seguía adorando cuando ella misma le contó a mi informante las cosas, cinco años después. Tu abuelo le puso una casa y durante tres años comió en ella varios días de la semana, como en su casa, con su mujer. El resultado, con el tiempo, fue un embarazo. Tu abuelo tenía entonces una crisis de edad, la depresión de estar envejeciendo, y le entró la obsesión de que podía engendrar un tarado o un fenómeno, por la vejez de sus genes.

Es una obsesión familiar, ya sabes, la de que algo pasa en la familia que se engendran cosas raras. El caso es que hizo que su mujer se hiciera una de esas punciones que determinan muy temprano en el embarazo si el producto, como ellos dicen, tiene o no problema. No lo tenía. Pero en esa punción se podía saber también el sexo del bebé. Y lo supieron. Resultó que era un varón, el varón que tu abuelo siempre había deseado.

– Todos los hombres son iguales, unos perfectos cabrones -tomó partido Leonor.

– No, todos los hombres son distintos -dijo la Filisola. -En eso radica su secreto. Y el nuestro. Yo no culpo a tu abuelo. No lo culpé entonces, menos lo culpo hoy. En el fondo quizá me hubiera gustado que tuviera su varón, aunque fuese por fuera, porque eso lo hubiera completado y lo hubiera mejorado también para mí. No lo sé. A lo mejor lo hubiera apartado.

En esa época, pensándolo bien, no sé si me hubiera importado mucho que se fuera. No sé si en el fondo deseaba que se fuera y si en el fondo no hizo sino lo que yo quería. Pero ésas son cosas de las parejas que sólo se aclaran con los años.

No tienen importancia para ti ahora, tampoco para mí, son asunto del pasado. Lo cierto es que tu abuelo celebró la noticia de su varón con una cena a la que invitó a sus amigos, los mismos que venían a mi casa a nuestras cenas. Celebraron como lo que son o quieren ser en el fondo los hombres: machos engendradores, jefes de varias hembras y de su propia manada.

– Ahí está -saltó Leonor. -Ya ves que en el fondo todos son iguales.

– Sólo en las cosas menos interesantes -concedió la Filisola. -Pero es cierto que en todo aquel asunto, lo menos interesante tuvo su importancia.

– ¿Qué pasó? -preguntó Leonor.

– La suerte se emperró con él -dijo la Filisola. -Tu tía Natalia tuvo una hospitalización por descompensaciones tiroidales y estuvo a punto de morir. Fue terrible. Aquella enfermedad le descompuso a tu abuelo su manada real, su manada de mujeres. De pronto se las encontró a todas desamparadas, llorando por Natalia, velándola en el hospital. Tu tía Mariana tenía doce años, tu tía Cordelia trece. Tu mamá, que tenía catorce, aullaba todo el día diciendo que iba a matarse si su hermana Natalia moría. El sufrimiento de sus mujeres fue lo que regresó a tu abuelo a la casa, lleno de remordimientos y culpa. Lo regresó a sus hijas, y lo regresó a mí, si me entiendes.

– ¿Te volvió a gustar?

Volví a necesitarlo cerca, y de su cercanía resurgió lo demás -dijo la Filisola. -Mientras Natalia estaba en el hospital, nuestros amores reverdecieron, por decirlo así. Desde entonces pienso que la pena y el remordimiento pueden ser afrodisíacos, si me entiendes lo que digo.

– Porque le gustabas -alegó Leonor.

– Le había gustado antes, y él a mí. Pero el gusto es también cuestión de tener ganas, de ponerte en el camino del gusto del otro. Es cosa de ofrecerte con gusto y aceptar con gusto cuando se te ofrecen. No sé qué cosas te estoy contando a ti, ni por qué ando diciendo estas cosas.

– Porque me debes muchos años de peinarme de trenza -se quejó Leonor.

– Puede ser -dijo su abuela Filisola. -O será sólo que ando de ofrecida con mis penas.

– Puede ser -la remedó Leonor, y agregó burlonamente. -¿Qué hizo mi abuelo con su remordimiento?

– No lo odies, no sabes quién es -pidió la Filisola. -El remordimiento lo llevó a terminar el amor que tenía fuera de casa. Fue y le dijo a su otra mujer que no podía seguir en dos carriles y que su vida estaba previamente decidida en uno. Herida y despechada, la mujer decidió no tener el niño. Pero no se lo dijo a tu abuelo sino hasta que era un hecho consumado. Lo hizo como una revancha, para vengarse y para que no quedara en ella ninguna huella de él. Yo sé que tu abuelo, porque sé quién es, no ha podido perdonarse aquella amputación que él juzgó siempre su culpa. El recuerdo de esa amputación fue la que lo hundió cuando Necoechea le dijo que el bebé de Mariana era un varón: la culpa del varón que había matado, según él, para permanecer fiel a nosotras.

– Ay, abuela, eso es horrible -dijo Leonor echándose en sus brazos.

– Esa noche que lo vi velar -siguió su abuela, abrazándola. -pensé que había que darle al menos un poco de tiempo, para que pudiera separar el trance de Mariana de su hijo perdido. Eso pensé al principio: que aplazaba la decisión por él, para darle tiempo a él. Pero como a los dos días, luego de una discusión muy fuerte con tu mamá, siempre eran fuertes las discusiones con tu mamá, me descubrí yo misma irritada con la idea de que Mariana perdiera su primer niño y que se repitiera en ella el estúpido destino de todas nosotras, siempre enredadas en malogros de nuestras pelvis, muriendo en partos o pariendo locas. Me sublevó la idea, y me enganché con tu abuelo. Me dije: "Si el que va a nacer es un hombre, quizá eso rompa el hechizo. No una mujer, sino un hombre, y adiós a la historia de las Gonzalbo." Me quedé muy contenta con ese desplante, pero poco a poco descubrí que había en mí una razón menos loca y menos noble. Descubrí que yo también tenía una culpa que no me dejaba vivir. La situación de Mariana me la sacó de adentro. Es una cosa que tiene que ver con Natalia, y te la voy a contar. El parto de Natalia fue mi primer parto. Fue un infierno. Por esta misma historia de la pelvis estrecha que al final es la única maldición de las Gonzalbo: tener el vientre amplio y la pelvis estrecha, alegría para engendrar y problemas para parir. El parto de Natalia duró horas. Ya lo sabes: su retraso mental viene de ahí, de la falta de oxígeno en esa batalla que nos destrozó a las dos. Cuando me la trajeron, yo estaba tan lastimada que no quise verla. La repudié como si su lucha conmigo hubiera sido intencional, como si me hubiera lastimado a propósito. Yo tenía veinticuatro años y era en el fondo una niña casi igual que ella. Y como una niña le reproché. Cuando me enteré de sus lesiones, y de que serían permanentes, me dije que era mi castigo por haberla repudiado. Nunca me quité de ahí, cargué con eso toda mi vida. Todavía hoy, cuando veo a tu tía Natalia entre sus pájaros, siendo la niña grande que es, el calor me sube por el cuerpo y vuelvo a repudiarme por esa escena en que la repudié a ella. Bueno, pues la idea de repudiar también al hijo de Mariana, de volver a alzar mi voluntad contra algo tan indefenso, me paralizó de horror.

Leonor se irguió entre los brazos de su abuela y le pasó una mano por la mejilla. Su abuela le besó la mano y siguió:

– Así estuvimos esos días tu abuelo y yo, varados en nuestras culpas, deshojando la margarita, hasta que vino tu mamá una noche con la espada desenvainada y nos dijo: "Si ustedes no deciden ese legrado, voy a hacer un escándalo en el hospital y otro en esta casa". "Tiene razón", dijo tu abuelo. "Vamos a decidirlo". Lo decidimos esa noche, fingiendo dormir los dos, uno al lado de otro, sin hablamos.

– ¿Por qué no le preguntaron a Mariana? -murmuró Leonor.

– Le preguntamos muchas veces -respondió la Filisola. -Le preguntó tu mamá y le preguntamos nosotros. No una, sino varias veces. Pero no era posible obtener de ella una respuesta coherente. Ni siquiera la seguridad de que sabía de qué le estábamos hablando. Y además, era un asunto más complicado que su voluntad. Era un asunto de su salud, como decía tu mamá y, aún contra su voluntad, habría tenido que interrumpirse su embarazo ante los riesgos de continuarlo. Decidimos interrumpirlo, así lo acordamos. Pero Necoechea no estaba en México y hubo que esperar a que regresara. Tu mamá dijo: "Que la opere quien sea". Pero Necoechea era nuestro médico y esperamos. Entonces, una mañana, antes de que Necoechea regresara, Mariana se resbaló en la tina. La caída le provocó el aborto y una hemorragia que nadie pudo detener.

– Pero es que eso no puede ser -se rebeló Leonor. -No puede caerse otra vez en la tina y morir de que se resbaló.

– No murió de resbalarse en la tina -explicó la Filisola. -Murió de la debilidad en que estaba, que quizá se la hubiera llevado de cualquier modo. Su anorexia era una forma de su depresión, la misma que tuvieron su abuela, mi madre, y mi bisabuela. Ahora sabemos que la depresión es una enfermedad tan mortífera como el cáncer. Mata de anorexia, de tuberculosis o de suicidio. Pero entonces no sabíamos eso y todavía hoy no nos consuela. Apenas ahora que te lo estoy diciendo completo, me parece lógico. Nadie lo entendió en su momento, todos nos volteamos a buscar un culpable en otro lado o en nosotros mismos. Después del entierro, tu mamá vino y nos dijo "Ustedes la mataron, por dudar". Y no volvió a pisar nuestra casa. Un día me preguntaste por qué tu mamá dejó de venir a la casa, por qué hasta nos borró de su conversación. La razón es que creyó siempre que la muerte de Mariana había sido nuestra culpa, por dudar. Nunca supo hasta qué punto su acusación coincidía con la nuestra. Y nunca pude explicarle tampoco lo que te estoy explicando a ti. Es una explicación que no le he dado completa a nadie, ni siquiera a tu abuelo. Pienso que te la estoy dando a ti, porque se la debía a tu madre, que fue siempre la más fuerte y la más libre de mis hijas. Pero la vida no nos dio tiempo y se la llevó antes de que tu abuelo o yo estuviéramos listos para sentarla enfrente y contarle nuestras razones.

Leonor la apretó contra ella y su abuela le puso la cabeza indefensa en el pecho.

– Eso fue todo -le dijo. -Qué más quieres saber.

– Nada más -dijo Leonor, quitándole el cepillo de las manos heladas.

Empezaron a llorar suavemente, en la comunidad desmayada de su pena, y el llanto las fue limpiando como si diera paso al fluir de aquel río en cuyas aguas nadie puede bañarse por segunda vez.