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I

Se lo habían dicho mil veces, como al pasar, como quien habla de la suerte escrita en las estrellas, pero no acabó de entender que era posible sino cuando aceptó que el retrato de Mariana se le había vuelto una obsesión y que latía bajo esa influencia como su propio cuerpo adolescente, desde que empezó a sangrar, bajo el imperio regular y misterioso de la luna.

– Deja a tu tía muerta en paz -le había dicho quinientas veces su abuela plateada, hermosa como la más entre las cuatro hermosas mujeres que había parido. -No son cosas para tus años, porque ni siquiera lo son para los míos.

Las otras quinientas veces las había escuchado en el silencio de su abuelo, que no. sabía sino poner los ojos color olivo en el hueco que su hija Mariana le había cavado en la memoria. Mariana la querida, la borrada, la escondida. La habían borrado juntos, él y su mujer, como quien borra un signo que no entiende. Y sin embargo, habían puesto su retrato en el centro del comedor que nadie usaba, donde nadie vivía ni aspiraba a vivir, salvo Mariana misma, rehusando altivamente los empeños familiares en su olvido.

El óleo del comedor recordaba a Mariana Gonzalbo en el inicio de su impune juventud. La libertad altiva de sus años se extendía como un halo sardónico por su frente y por el arco inquisitivo de las cejas, resplandecía en la burla de los ojos y en el puente seguro de la nariz, dispuesto, como los pómulos de gato y el mentón redondo, a no negociar siquiera una sonrisa con la fealdad convencional del mundo.

En el aura de enigma y desafío que impregnaba el retrato había quedado envuelta Leonor, la más pequeña rama de los Gonzalbo, desde que su abuela la llevó frente a la efigie y le dijo, un día que cumplió años:

– Tú eres ya una mujer, aunque sigas siendo una niña. Y empezarás a arreglarte y a peinarte como una mujer, es decir, todos los días, varias veces al día. Arreglarse es el destino estúpido y delicioso de las mujeres. Mejora la juventud y disfraza la vejez, aunque te quita la tercera parte del tiempo útil de tu vida. ¿Entiendes eso? Quizá no lo entiendas. Pero da igual. Lo que quiero es pedirte una cosa.

– La que tú me digas, abuela -aceptó Leonor.

– No te peines nunca como ella -dijo su abuela, señalando a Mariana en el retrato… -Y voy a explicarte por qué.

Le soltó entonces la trenza a su nieta y con un cepillo barrió su cabellera hacia atrás y hacia los lados; la dobló por la cintura y la peinó de la nuca hacia abajo y de la frente a la nuca, hasta que obtuvo de la mata de pelo una onda leonada y magnánima, similar a la que Mariana llevaba derramada sobre los hombros en el óleo. Paró entonces a Leonor frente al retrato y puso entre sus manos un espejo de bordes de nácar y mango de porcelana, para que se mirara.

– Por esto -le dijo.

Bajo el pelo electrizado por el cepillo de su abuela, Leonor vio en el espejo un rostro nuevo, a la vez suyo y de otra. Tras sus borrosas facciones adolescentes, tan burdas y aborrecidas para ella, vio aparecer las facciones limpias, inteligentes y afiladas de Mariana; tras sus ojos sin malicia ni memoria de amores perdidos, vio asomar los ojos ávidos, dueños de sus propios secretos, que iluminaban el rostro de Mariana; y tras la redondez pazguata, todavía infantil de sus mejillas, creyó ver por un momento el trazo limpio, a la vez juguetón e implacable de los huesos esbeltos de Mariana.

– Porque eres igual a ella -le dijo su abuela. -Y no soportaré verte caminando por la casa como si fueras ella.

No entendió de momento, porque no escuchó. Todos sus sentidos se fundieron en el presentimiento de que Mariana había caminado hacia ella desde el reino del pasado y vivía dentro de ella, en la red gemela de sus glándulas y sus rasgos, esperando el momento propicio para hacerse sentir.

– ¿Me entendiste? -insistió su abuela reparando, por una vez, en que su nieta no la había escuchado. Para asegurarse de que la escuchara, repitió: -No soportaría verte caminar por la casa peinada como ella, como si fueras ella.

No exageraba una palabra ni un gesto. En los años que Leonor llevaba de vivir con ellos, su abuela le había pedido sólo unas cuantas cosas, que nunca repitió. A raíz de la muerte de los padres de Leonor, que la tribu Gonzalbo registró como una prueba más de su oscuro destino, Leonor había entrado en la casa de los abuelos sin recibir explicaciones, cariños ni advertencias, como dando por descontado que habría de adaptarse sola al rígido orden doméstico de la vida de los ancianos. Era una vida solitaria, silenciosa y frugal, regida por códigos que ordenaban los días con rituales invariables. Daban inicio muy de mañana, al despertar, y terminaban temprano, en la noche, con el sueño. Al principio, la mudanza sólo había sido para Leonor el encuentro con dos viejos que la asumían sin aspavientos como su nieta huérfana y obligatoria. En boca de su madre, Leonor había escuchado cien historias sobre la distancia de los abuelos ante su prole, su frialdad meditada, dirigida a subrayar que habían engendrado todo aquel dolor en marcha como por azar y podían, por ello, volverle la espalda.

Ése era el reproche de la madre de Leonor, la segunda hija del matrimonio Gonzalbo, quien a su vez le había volteado la espalda a sus padres poco después de la muerte de Mariana, cuando Leonor tenía sólo seis años. Fue un desencuentro cabal. Aunque siguió viviendo en la misma ciudad y frecuentando los mismos lugares, la madre de Leonor no volvió a la casa paterna, no cambió con su madre una sola llamada telefónica, una sola carta, un solo mensaje. Su ruptura filial expulsó a los abuelos de Leonor incluso de la conversación, salvo para las descalificaciones que ejercía contra ellos como quien venga un agravio mayor o responde a una afrenta imperdonable.

Las familias dichosas son todas iguales y las infelices lo son -cada una a su manera, dice Tolstoi.¿Pero cómo son las familias tocadas por el mal fario, parientas cercanas de la desgracia, la enfermedad, el accidente y la muerte? Durante años, los Gonzalbo habían cavilado en su destino, entrando y saliendo por los agujeros de sus vidas como el topo que vuelve a la madriguera inundada o la lengua que busca hasta escoriarse la muela rota. Era imposible recordar el momento del viraje, el hecho que había traído a los Gonzalbo la primera, fatal, aparición de la desgracia. La abuela de Leonor se empeñaba en fechar el inicio de su propio torbellino en el nacimiento de su primera hija, Natalia, luego de un parto largo, que dejó en ella un cuerpo roto y flojo, estragado por el recuerdo de una perfecta infelicidad, y en su hija primogénita un retraso mental permanente a cuenta de la asfixia que la trajo al mundo por entre la pelvis inhóspita y estrecha de su madre. Las cábalas personales del abuelo Gonzalbo no eran menos secretas. Habían nacido ya sus cuatro hijas cuando él supo por segunda y última vez en su vida lo que era el amor. Lo supo en la cama fresca de una muchacha que se hizo suya a cambio de nada, por el mero accidente feliz de que hubiera existido en el mundo. Por las mismas razones se hizo su mujer segunda, lo reconoció jefe de su alma y de su casa y empezó a cargar en el vientre un hijo suyo, atrayéndolo con el resplandor de esa paternidad deseada como no lo había atraído ninguna de las anteriores.

No obstante, justo en el umbral de aquella dicha, jaloneado por incidentes familiares que con el tiempo olvidó, el abuelo Gonzalbo se había detenido para decir no, anteponiendo el peso de sus hijas y su casa grande a los ensalmos libertarios de su nueva paternidad. Su elección había volteado al revés el corazón de su mujer segunda, a la que adoraba como no habría de adorar después y apenas había adorado antes, enojándola en un viaje de despecho y venganza al consultorio de un médico con quien decidió abortar sólo para poder decirle a Ramón Gonzalbo que el precio de sus amores perdidos era aquella mutilación, simbólica y espantosamente real, de todo lo que habían engendrado y lo que pudieran engendrar.

Las desgracias legendarias de la familia Gonzalbo eran desde luego anteriores a la memoria personal de los abuelos.

Pero como un digno eslabón de la cadena ellos mantenían dentro de sí, tapiada a la inspección del otro, la certidumbre de que la equidad inmanente de la suerte había echado sobre ellos una carga a la vez merecida y desproporcionada. En el fondo altivo de su corazón, cargar cada uno su propia culpa secreta, a buen recaudo de la curiosidad, el recelo o la comprensión del otro, les había permitido envejecer juntos, refugiados en su unión, volviendo cada uno contra sí mismo la explicación del mal que los ahogaba, sin ceder al impulso de reprochar en el otro la responsabilidad del infortunio, el origen del pecado por cuya comisión seguían pagando. Creían haber pagado con la muerte accidental de su segunda hija, la madre de Leonor, pero sobre todo con la muerte inexplicada de la última, Mariana, sobre cuya enorme ausencia no habían sabido echar sino un enorme silencio.

El recuento de la adversidad familiar de los Gonzalbo empezaba muy lejos, en la historia de un bisabuelo fallido que en lugar de casar con la mujer del pueblo asturiano que le tocaba, se hizo a la mar y la dejó en manos de uno de los Gonzalbo de la región. Según la memoria de la tribu, aquella mujer había introducido en la familia la mayor parte de los males que se hicieron epidemia después. Nacida ella misma de una madre loca, la bisabuela que no debió ser engendró nueve hijos de los que tres murieron naciendo y otros tres antes de volverse adolescentes, por distintas debilidades congénitas.

Los tres logrados fueron, una, cortesana, cantante de medios alcances en el Madrid de Galdós; jugador y vividor el otro, con una historia de amores, duelos y desmanes que hubieran sonrojado al don Juan de Zorrilla. El tercer Gonzalbo dejó muy joven la casa paterna, en busca de su fortuna en América.

Administró una finca cafetalera en Cuba y desembarcó en Veracruz días antes de que Benito Juárez proclamara la restauración de la República, el año del fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, en 1867. El primer hijo mexicano de aquel Gonzalbo nació diez años después de la llegada de su padre, al iniciarse los gobiernos de Porfirio Díaz, luego del triunfo de la revolución de Tuxtepec, en el año de la discordia de 1876. Para entonces, el Gonzalbo venido de España se había hecho un camino como comerciante de granos en la ciudad de México y tomado como esposa, entre la colonia española de la capital, a una mujer rubia, niña y regordeta que le dio siete hijos varones y una hembra tardía, al final de la cuenta, cuando ya no esperaban aumentarla. Los hermanos Gonzalbo fatigaron el país, crecieron familias e hicieron fortunas como comerciantes en Puebla y Querétaro, como hacendados en Tlaxcala y Zacatecas, el más rico como tequilero en Guadalajara, el más educado como ingeniero de minas en Taxco y uno más como pionero textil en Orizaba.

La hermana tardía no salió de la ciudad de México. Vivió el mundo aparte que su nacimiento le deparó, como hija inesperada de un matrimonio de viejos. Pero hubo en ella algo más exclusivo que sobreprotección y soledad, algo que pareció venir de atrás, de los medallones que conservaban brumosos retratos y daguerrotipos azogados de los ancestros. Apenas pudo andar, asomaron por esa niña la belleza de su abuela -la mujer que no hubiera entrado en la familia si el hombre que le tocaba hubiera permanecido en tierra en,vez de hacerse a la mar- y la locura de su bisabuela, que la marcó desde muy niña bajo la forma de una proclividad alternativa a la contemplación y el desvarío. Conforme la adolescencia y sus demonios entraron en ella, la tomó por su cuenta una avidez sensorial, golosa y como insaciable, abierta por igual a la comida que a los hombres, a las telas finas y a los días radiantes, a los caballos briosos y a la algarabía prohibida de la calle, lo mismo que a la fiesta, a la música y una vez más y siempre a los varones que se cruzaban por su camino, le tocaran o no.

El golpe de Estado que derribó a Madero en 1913, sorprendió a la Gonzalbo tardía en el esplendor de sus diecisiete años, tumbada sobre el pajar de las caballerizas, entre los brazos del caballerango. La rebelión militar que definió a los triunfadores de la Revolución mexicana, en 1920, la encontró lista para los años de excesos que anunciaba el futuro, bella como su abuela y como habrían de ser su hija y sus nietas, dispuesta a vivir el último quinquenio de sus años como habían sugerido los anteriores: tragando a sorbos grandes el caudal de la vida, hasta ahogarse con ellos precisamente a mitad de la década, en los veintinueve años de su edad, unos días después de dar a luz a una hija de padre desconocido, cuyo patronímico, no obstante, quedó asentado en el acta que dio apellido a la huérfana: Filisola.

La cuenta de la familia solía fechar en la muerte de aquella Gonzalbo y el nacimiento de aquella Filisola, el punto cercano de arranque de la desgracia que era la sombra de su genealogía. La hija huérfana de la hija tardía había mejorado el molde de sus ancestras en la serenidad de su belleza Gonzalbo, aquella belleza de niñas que se hacían mujeres en plenitud antes de que la adolescencia las dejara y seguían siéndolo después de que la vejez empezaba a dañar sus hechuras luminosas. Pero no había heredado el fluido de la locura, sino una especie de calma dulce, por cuyas suavidades no parecían cruzar los pájaros de la ansiedad o las fibras del brío, ni las flechas insaciadas del deseo. La criaron sus abuelos y no hubo en ella rastros de la herencia que anunciaban sus facciones: ni extravíos ni ausencias, ni amores locos ni placeres inaplazables. Sólo esa calma llana, metida en el armazón de una voluntad de hierro, que sabía imponerse sin énfasis, rechazar sin ofensas y mantener el ámbito donde reinaba a salvo de toda intromisión y querella, en una armonía soberana que multiplicaba la que fluía de todos los puntos de su rostro.

Creció sensata y fresca, más hermosa que ninguna de las Gonzalbo previas, y que las cuatro Gonzalbo que habría de parir. Gonzalbo parió, no otra cosa, porque la fatalidad que no vino con su carácter llegó con la vida misma: la apacible Filisola no supo hacer topar su corazón sino con otro Gonzalbo, un primo criado en Guadalajara, de donde vino a la capital treintón e irreconocible para sus abuelos, que no lo habían visto en veintiún años, los mismos que la bella Filisola cumplió unos días antes del anuncio de la victoria de los aliados sobre el Eje en la Segunda Guerra Mundial, y el reinicio de la historia entre los escombros del mundo.

Era un primo remoto, pero gemelo de la Filisola. Perseverante y suave, como ella; decidido y puntual, con una barba cerrada, irresistiblemente azul, y un pecho amplio y liso, de tersos vellos oscuros peinados sobre los pectorales. Desde que la Filisola vio ese pecho por equivocación, por un ángulo imprevisto de las habitaciones de la casa, no quiso sino recostarse en él. El efecto de la Filisola sobre su pariente no fue menor. Le desató el incendio de la primera pasión verdadera en el llano de una existencia plagada de aventuras sin sabor, concentrada hasta entonces en el placer de superar a otros en los negocios y el caudal, antes que en el amor o la dicha.

Juntos, el primo Gonzalbo y la Filisola construyeron el brebaje de la desmesura que faltaba en ambos. Desafiaron el escándalo familiar para reunirse, él se volvió fiestero y derrochador, ella temperamental y vanidosa, y vivieron su noviazgo de amantes públicos como pudieran haberlo hecho una actriz de moda y su acompañante rico, desbordando sobre los otros la afrenta de su amor y de su felicidad, junto con los temblores por el modesto tabú que su inmodesta pasión transgredía.

Con dispensas apostólicas y abluciones parroquiales, luego de tres años de escándalo, santificaron sus vínculos al empezar el medio siglo, favorito de la Guerra Fría. Casaron y engendraron cuatro hijas, de las cuales una, Natalia, creció lenta de mente; otra, Cordelia, salió bataclana como alguna de sus ancestras, y las dos restantes murieron, la primera en un accidente de coche con su marido, dejando en el mundo a su hija Leonor, y la otra sin causa precisa, en el curso del síndrome funesto traído a la familia más de un siglo atrás por una mujer equivocada, y vivido nuevamente bajo el nombre de Mariana Gonzalbo en las últimas décadas del segundo milenio de la era de Cristo, marcado, como el primero, por el pulso sangriento de la luna y el capricho mortal de las estrellas.