37963.fb2 El Error De La Luna - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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XVIII

Desde que la entregó, Lucas Carrasco había llamado cada día a la casa de Leonor preguntando por ella. Le habían dado cada vez el soso parte médico de su convalecencia, pero Leonor no le había tomado el teléfono, la mitad de las veces por odio y la otra mitad por desdén. En esa estadística absoluta del rechazo, sin embargo, Leonor había sido capaz de esconder una tercera mitad que celebraba como novia de pueblo esas llamadas y una mitad cuarta en la que Lucas Carrasco seguía imperando sobre ella, resumiendo la confusión de sus fuegos.

Luego de la noche de palabras con su abuela, el retrato de Lucas se aclaró. Aparecieron en primer lugar los labios secos y diminutos que había amado, luego los pelos alternativamente hirsutos y disciplinados que se disputaban la condición de su cabeza. Y aquel ritmo perfecto de sus frases, aquella contundencia de su alma vertida en una discreta resolución de la sintaxis. Había llegado a suponer obligatorio para su felicidad el torso largo de Lucas, el torso que imaginó primero y quiso acariciar después, cuando lo vio con su camisa azul ceñida sin holganza del pecho a la cintura; el torso que había soñado, que le habían heredado las miradas de tantas mujeres, próximas y tan distantes de Mariana.

Había soñado ese torso. El sueño había incluido el rostro grande y sin embargo fino de Lucas Carrasco, aquel rostro atento y en asombro perpetuo, con la frente y los ojos abiertos, y la nariz erguida capaz de asumir el olor ácido del mundo. De su última noche juntos, no podía disculpar el recuerdo hiriente de Lucas confesándole todo lo que amaba a Mariana, la única mujer de la que había sido capaz a fondo, quizás porque la había perdido antes de ejercerla hasta al final.

No quería ver a Lucas y sin embargo se moría por verlo. Tenía algo nuevo que decirle, algo que podía herirlo tanto como él la había herido y que al mismo tiempo no podía ocultarle porque sólo podía compartirlo con él y sólo para decírselo a él había sido descubierto. Sabía que el secreto de la muerte de Mariana tocaría el núcleo duro de las defensas de Lucas, el corazón de su fortaleza, y decidió buscarlo para tentar sus límites, para probar la fibra de su verdadera resistencia.

No tuvo que buscarlo mucho, bastó marcar el número de su oficina. Pero como tenía un sentido del teatro y de su propia historia como una puesta en escena, no pidió que la comunicaran con él, sino que nada más le dijo a su secretaria que estaba reportándose por fin a las llamadas de Lucas para dejarle• un mensaje: deseaba ser invitada a cenar un día cualquiera, en un restorán preciso. Por conducto de la misma secretaria, Lucas dispuso fecha, hora y lugar exactos del encuentro. Guiada por la prisa y los nervios, Leonor llegó a la cita muy temprano. Decidió no entrar al restorán sino quedarse observando desde afuera que Lucas llegara, para hacerlo esperar unos minutos. Fue la primera vez que lo vio caminar de cuerpo entero. Como se había rendido antes a otros rasgos de Lucas, Leonor se rindió esa tarde al tranco esbelto de su paso, a la seguridad conque brazos y piernas se extendían sobre la acera como si flotaran, cómoda e impremeditadamente.

– Caminas como un dios -le dijo, antes de cualquier cortesía, cuando lo encontró en la mesa del restorán, luego de la sonrisa que los unió cuando se vieron en el pasillo.

– Y tú estás viva y echas luz al mirar -dijo Lucas, ofreciéndole una silla galante.

No venía disfrazada. Traía el pelo recogido tras sus orejas de gnomo, ligeramente abiertas y risueñas sobre la delicada materia de sus sienes.

Lucas pidió la botella usual de vino, pero cuando el mesero quiso servirle, Leonor rehusó.

– A mí tampoco -dijo Lucas.

– No quiero tomar -advirtió Leonor cuando se fue el mesero -porque tú entregas a las niñas borrachas en su casa.

– Ninguna de las tres cosas respondió Lucas. -¿Cuáles tres cosas? -se sonrió Leonor. -Ni eres una niña, ni estabas borracha, ni te entregué en tu casa.

Leonor aceptó las dos primeras cosas y no quiso abundar en la tercera.

– Hiciste bien -le dijo. -Al final mi abuela me lo contó todo.

– ¿Qué te contó tu abuela?

– Lo que vine a contarte -dijo Leonor. -¿Y qué vas a contarme? -El secreto final de Mariana. -Soy todo oídos.

Pero Leonor no contó nada sino hasta el final de la comida, y con una sola frase:

– Hubo otra gente con Mariana. -¿Qué otra gente? -saltó Lucas.

– La gente que la embarazó -dijo Leonor.

– Mariana murió de un aborto.

Vio a Lucas empalidecer y ahuecarse frente a la mesa, como si el pecho se le hundiera en las espaldas.

– Te lo digo porque creo que debes saberlo -siguió Leonor, caminando sobre la línea de sombra

que mezclaba por partes iguales sus ganas de herir y de curar a Lucas. -¿Ya lo sabías?

– No -dijo Lucas, echando mano de la botella de vino, que estaba intacta, para servirse un sorbo. -No lo sabía.

– Es el secreto que se tenían guardado mis abuelos -explicó Leonor, gozando su superioridad condescendiente. -No decidieron a tiempo que mi tía abortara, y se les fue en un accidente, por una hemorragia.

– Más despacio -suplicó Lucas. -¿Cuál accidente? ¿Cuál hemorragia?

– La hemorragia y el accidente -repitió, comprensiva y risueña, Leonor. -Te lo voy a contar todo. ¿Dónde quieres que empiece?

– Donde quieras -dijo Lucas. -Pero no aquí. Vamos a mi casa.

– En tu casa hay camilleros y doctores -jugó Leonor.

Lucas no hizo caso. Dejó el pago en efectivo sobre-la mesa, tomó la botella y salió caminando del sitio, adelante de Leonor, sin cuidarse de verificar que lo seguía. No hablaron en el camino. Lucas fue sorbiendo la botella y Leonor esperándolo, montada en el privilegio de saber más y haber sufrido ya lo que a Lucas apenas estaba cayéndole encima.

– ¿Cuál aborto? -preguntó Lucas, cuando se instalaron en la sala de la casa. -Dijiste de un aborto, ¿cuál aborto?

Entonces Leonor le contó, hilo por hilo, la madeja que había desenredado frente a ella su abuela Filisola. La contó sin ahorrar nada, hasta quedar de nuevo atrapada…en su absurda y amarga maraña. Cuando terminó, lloraba de nuevo. Lucas la miraba desde el hueco de su sillón como si se hubiera hundido en él para siempre y no fuera capaz de ponerse de pie por el resto de sus días. Tenía los ojos inyectados. No de llanto sino de conocimiento. Y las venas de su frente se habían hinchado, igual que el río de los sueños de Leonor.

– El enigma que queda es de quién era el bebé -dijo Leonor cuando recuperó el aliento.

– Así es -masculló Lucas Carrasco, inmóvil y sombrío en el sofá donde estaba enterrado.

No habló más. Sorbió trago a trago la botella de vino, metido en una cavilación autista de la que no hizo el menor esfuerzo de salir, ni siquiera cuando Leonor le dijo que debía irse y vino a despedirse con un beso. Besó la cabeza ardiente y apretó las manos heladas de Lucas Carrasco, a sabiendas de que actuaba una escena terminal y que había hecho todo el daño y el bien que la verdad puede hacer. Lucas alzó entonces el brazo deteniéndola en su huida y le dijo:

– No es un enigma para mí.

Se puso trabajosamente de pie, la tomó de la mano y la jaló a su estudio:

– Quiero que leas algo -explicó.

Leonor fue tras él. Vio sus hombros vencidos, su cabello escaso en la coronilla, el estrago de la edad inyectado a su cuerpo por la revelación y la memoria. Ya en el estudio, Lucas sentó a Leonor en su propia silla de trabajo, frente al escritorio atestado de papeles. Con lentitud y precisión maniática de viejo, fue a un punto y otro del librero para extraer dos libros. Hojeó y abrió en la página buscada el primero, y lo puso en las manos de Leonor.

– Lee ahí -le dijo, señalando un pasaje subrayado en verde por una mano meticulosa.

Era un ejemplar de Lucre-da contra la luna, la novela de Lucas y Mariana que Leonor conocía aunque, a estas alturas, prácticamente la hubiera olvidado.

– Lee -insistió Lucas, mientras extraía del cajón principal del escritorio unos cuadernos de pastas duras.

Leonor leyó el pasaje señalado y lo recordó de inmediato. Decía:

Hubo una última vez. Era fresca la noche, pero a la vez tierna y cálida, y estaba la luna propicia en lo alto de enero. Sacaron una colcha al balcón y se tendieron en ella, sobre la cama resplandeciente de sus recuerdos. Bajo la luz de la luna, el cuerpo de Lucrecia era doblemente blanco y liso, y su mirada hipnótica venía de lejos, como en un sueño de títeres sin habla. Le pidió perdón y quiso amarla como la había amado alguna vez, sin reservas ni silencios interiores. Pero había un velo entre ellos. Lucrecia estaba en otra parte, corno tomada por la luna, y dentro de él crecía una pandilla de recuerdos negándose, previniéndolo contra el día de mañana.

– No fuiste tú ni fui yo -dijo Lucrecia al final, en su oído. -Fue la luna, que no nos dejó solos.

Y se durmió junto a él con los ojos de títere abiertos, bajo el fulgor redondo y vigilante del círculo que mandaba sobre ellos desde el cielo.

– Ahora quiero que leas esto otro -dijo Lucas, abriendo frente a ella uno de los cuadernos de pastas duras que había sacado del escritorio.

Era su diario. Estaba escrito a mano con una letra enmarañada pero accesible. La entrada que le ofreció leer a Leonor decía:

Recaer en Mariana. Como en una enfermedad o en un vicio. Casi un año de asepsia y al abrir, el absceso incurado. Su memoria radiante, intacta. Como el dolor en la boca del estómago que la recuerda. Así amanecí.

A la medianoche, la necesidad del adicto me sacó a la calle en busca de ella. Pasé dos veces frente a su edificio y vi las luces prendidas. Pensé que estaría con otro otra vez. Que debía telefonear para prevenirme. Pero no quería prevenirme. A la tercera vez, bajé. Subí temblando, recordando cada detalle de la escena anterior. Cada detalle: "No estoy sola" y lo demás. Había música igual que aquella vez. Igual que aquella vez, Mariana me abrió en bata. Desnuda bajo la bata. No dijo nada. Me miró como haciendo un esfuerzo por reconocerme. Su rostro era flaco y pálido. El pelo crecía como una melena de león desde su frente amplia. Le cubría los hombros y se derramaba sobre su espalda.

"Te estaba esperando', dijo al final, como si le hablara a alguien que estaba atrás de mí, a otro. Me tomó de la mano para hacerme pasar y cerró con la otra su bata. Me sentó en un sillón de la sala, junto a la pequeña terraza. Me preguntó si quería tomar algo y vino a sentarse a mis pies con unas bolsas de yerbas que mezcló en una tetera. Luego me dijo:

"¿Cuando te fuiste, al pasar, ¿no viste si estaba en la esquina el policía?". Y se empezó a reír suavemente. "No importa" dijo después. `Lo que importa es que no te tardaste ni un mes en regresar. ¿Quieres tomar algo? Tengo infusiones de todo tipo y pastillas para dormir. También un poco de marihuana. Y alcohol, claro. Pero creo que sería perder el tiempo. ¿Hace cuánto tiempo que te fuiste?" `Diez meses" le dije.

"He engordado muchísimo desde que te fuiste" me dijo.

,No. Estás perfecta" le dije. " "Hasta un poco flaca. "

`Porque no me has visto desnuda" me dijo. Me acerqué a besarla. Sus labios estaban secos y estriados.

"¿Por qué regresaste?", me dijo. Siempre como hablándole a otro, a uno que estaba atrás de mí. Siempre como si por ella hablara otra, una sonámbula que estaba dentro de ella. ¿Me extrañabas?" "Sí" le dije.

¿Querías verme?"

"¿Querías ver cómo estaba? ¿Si no me había muerto? ¿Si no me dejaba engordar?" "Sí" le dije.

`, O sólo te dieron ganas y viniste a hacerme el amor. ''

"También" admití.

`Pues hazme el amor" me dijo.

"Ven, mira. " Se puso de pie y me jaló a la terraza. `Allí, mira", dijo, señalando el cielo con su brazo.

Estaba la luna redonda y brillante, muy baja, en el cielo. Mariana se quedó viéndola, como hipnotizada por ella. Su bata se abrió. Vi la mitad de sus pechos redondos y el vello en su pubis. Empecé a besarla y a desvestirme. Me tomó la cabeza entre los brazos y se dejó hacer, bañada por la luna. Sonreía y se dejaba hacer.

Cuando terminé, le dije que quería tener un hijo suyo.

¿Para qué?", me dijo, siempre sonriendo y como hablándole a otro. `Para repetirte" le dije. ¿Para qué quieres más mujeres gordas en el mundo?" me dijo. "Para tener un hijo tuyo'; repetí.

"Eso me gustaría", dijo. ¿Por qué no me haces un hijo?"

La besé, aunque era cada vez más claro que no estaba ahí. La besé para que apareciera, para que bajara de su sonrisa y me tomara como antes. Algo bajó. Cuando estuve en ella la segunda vez, la sentí por última vez• húmeda, gimiente, mía. Me quedé en ella un largo rato diciéndole cuánto la había extrañado. Me tomó la cabeza entre sus manos y me dijo:

¿Hace cuánto tiempo que te fuiste?"

"Hace diez meses", repetí.

¿Y cuando te fuiste, al pasar, no viste si estaba en la esquina el policía?"

"No". le dije. "Pero ahora que salga voy a ver si está. "

Hice lo posible por acostarla y finalmente la dejé acostada, ya que no dormida en su cama. Voy a buscarla mañana, y estoy en lo dicho.

– No la busqué -confesó Lucas, que leía por sobre el hombro de Leonor, cuando Leonor alzó la vista. -Ni al día siguiente ni a la semana siguiente. Salí corriendo de tu tía una vez más. Y por eso he sido su viudo desde entonces.

Leonor iba a pararse para encarar a Lucas con su protesta, pero Lucas la detuvo del hombro.

– No he acabado -le dijo, poniendo frente a ella en el escritorio una carta maltrecha que sacó del segundo libro -Te falta leer esto para tener completo el cuadro. Cuando tu tía murió, le llamé a Carmen Ramos, le conté mi visita y le pedí que me dijera por favor si Mariana había recibido otras visitas. Fue mi obsesión en ese momento. Esto es lo que Carmen me contestó La carta de Carmen Ramos estaba escrita a máquina y partida en los bordes de sus dobleces. Leonor la abrió con cuidado para no acabar de segmentarla y leyó:

Entiendo que quieras saber si hubo alguien para Mariana, aparte de la visita que le hiciste, antes de que muriera. Quiero decirte que antes de que muriera y antes de que vinieras ese día y aún la noche en que la encontraste con otro, no hubo nadie para Mariana salvo Lucas Carrasco. Y no, nadie durmió con ella días antes ni días después de que tú vinieras aquella noche. Tú fuiste el único entonces, como fuiste el único desde el principio. Aun en los momentos en que Mariana se iba con otro en tu cara, era para atraerte a ti, para probarte a ti que ella podía ser la mujer libre que, según ella, tú querías que fuera. Pero sólo fuiste tú desde que te conoció y, según se ve, para ti también sólo fue ella, aunque ninguno de los dos acabara de aceptarlo nunca.

No -repito: No -nadie durmió con ella ni estuvo con ella desde que la descubriste aquella noche hasta que se murió. Y me da rabia que sólo en eso puedas pensar ahora que la perdiste. Y que tu narciso siga sin poder tragar una trivialidad como la que no le pudiste perdonar a Mariana, es decir, que se acostara con otro. Pero no pudiste, ni ella pudo y al final no pudo nadie, ni el amor. O mejor dicho: fue el demasiado amor el que no pudo, como si lo único que pudiera funcionar en este pobre mundo es el poco amor. Y no digo más porque no quiero ponerme filósofa (lo cual, buena falta me haría en vez de andar buscando el demasiado amor). Item más: yo sé quién eres tú Lucas Carrasco, y estás a buen recaudo, protegido y seguro en mi corazón.

Carmen

– ¿Qué quiere decir esto? -se volteó Leonor, escandalizada, hacia Lucas Carrasco.

– Quiere decir -avanzó Lucas, tratando de combatir con un falso tono expositivo la flaqueza de su voz -que el primo que perdiste en el hospital donde murió Mariana, era probablemente mi hijo. Es decir -siguió, cercado ya por las primeras lágrimas -era el hijo de Mariana y de la luna, de nuestra noche aquella bajo la luna. En realidad -agregó, sonriendo y dejando que las lágrimas cayeran hasta sus labios -era probablemente hijo mío. Hijo mío y de la luna, más que mío y de Mariana. Porque Mariana no estuvo ahí. Abusé de ella, de su inconciencia. Y de mi demasiado amor, como dice Carmen Ramos. Así se cierran los círculos. El primo cuya inexistencia te ocultaron tanto tiempo, probablemente iba a ser el hijo que nunca pude tener.

– Por qué dices probablemente -replicó Leonor. -Fuiste el único que estuvo con ella.

– Porque me gusta demasiado la idea para ser cierta -dijo Lucas. -Habría sido la única cosa viva que engendré en la vida.

Y porque de todos los encuentros amorosos que tuve con Mariana, el de aquella terraza es el único quizá en que no estuvimos realmente juntos. No estuvo ella.

– Nada pudo gustarle más que aquella noche contigo -dijo Leonor.

¿Tú que sabes lo que le hubiera gustado? -dijo Lucas, volviendo a sumirse en su cavilación catatónica.

– Ahora lo sé todo de Mariana -dijo, sonriendo, Leonor. -Incluso lo que ella no sabía.

Se sentó junto a Lucas y lo tomó de la mano. Estuvieron sentados ahí, sin hablar, hasta bien entrada la madrugada.

– Tengo que irme -dijo Leonor.

– Y yo tengo que llevarte -dijo Lucas. Al dejarla en la puerta de su casa, le preguntó:

– Dices que iba a ser hombre, ¿ verdad?

– Iba a ser hombre -confirmó Leonor.

– Eso entendí desde el principio -dijo Lucas. -Te digo una cosa: es como si lo hubiera tenido.

Y se dio vuelta de regreso hacia la noche que lo esperaba, con todos sus enigmas abiertos, desplegados en el cielo.