37963.fb2
Desde el día que su abuela Filisola la peinó frente al retrato, Leonor empezó a visitar el óleo de Mariana y Mariana empezó a reinar en ella, sonriéndole cada vez con la mirada, como anticipando el momento en que la efigie inmóvil movería una ceja, extendería el brazo para pedirle que se acercara y al final bajaría de la tela para ofrecerle un beso, hablar, y rendirle sus secretos.
Una noche, mientras sus abuelos celebraban en los cuartos de arriba el ritual de la cena, que se consumía en el reparto de una bandeja de tés de yerbas y galletas con mermelada, Leonor se soltó las trenzas y bajó a mirarse en el retrato de su tía. Se vio y la vio hasta que la fijeza de los rasgos del cuadro empezó a desvanecerse. Entonces le dijo a Mariana:
– Baja. Quiero que me digas qué pasó.
Pero Mariana siguió mirándola sin moverse, con la burla en los labios, como advirtiéndole que no iba a ser tan fácil, que había mucho camino por andar antes de que pudieran encontrarse.
Vinieron para Leonor las clases en la nueva escuela, los días lluviosos de septiembre, el jugueteo amoroso con Rafael Liévano y la tristeza de la casa húmeda, fría por las tardes, mal rescoldada por calefactores de aceite y por la soledad de sus abuelos. Una tarde, ya cerca del anochecer, Leonor descubrió a su abuela Filisola en el costurero consintiendo un álbum de fotos. Apenas la vio llegar, su abuela cerró el álbum y volvió al bordado.
– Muéstrame las fotos -le pidió Leonor.
– Míralas tú misma -contestó la abuela.
Leonor se hincó junto a ella y empezó a hojear el álbum. No era gran cosa, sólo fotos recientes, todavía sin el prestigio del pasado. Mostraban a los abuelos en un viaje a Italia, juntos pero sin abrazarse frente al Domo de Milán, mirando a lados opuestos desde una terraza en Roma, atendiendo palomas distintas en la plaza de San Marcos de Venecia. Venían luego unas fotos de su tía Cordelia, la cantante, en su última visita a la casa paterna, dos meses atrás. Había fotos de la misma Leonor y de su otra tía, Natalia, jugando al ajedrez, vestidas como Judy Garland en El mago de Oz, y apagando las velas del cumpleaños de Natalia, la Gonzalbo adulta que seguía teniendo nueve años.
– Pensé que eran fotos más viejas -se quejó Leonor, poniendo el álbum sobre sus rodillas.
– Hay más viejas en el armario -informó su abuela.
– No quiero ver fotos -murmuró Leonor. -¿Qué quieres entonces? -preguntó la abuela.
– Quiero saber cómo era mi tía Mariana.
– Como en el retrato del comedor -dijo su abuela Filisola, sin levantar la vista del bordado -Un poco más alta que yo y de mejores piernas. Tenía las mejores piernas de la casa. Esbeltas y fuertes. Y las mejores caderas. ¿Qué más quieres saber?
– Quiero saber de ella. ¿Cómo era?
– No es un asunto del que puedas sacar ejemplo -dijo la abuela, alzando sus ojos por encima de los lentes que amparaban su presbicia. ¿Qué te ha dado ahora por preguntar sobre Mariana?
– Soñé con ella anoche -dijo Leonor.
– Eso nos faltaba, que se metiera en tus sueños -bromeó la abuela Filisola, desatendiendo el bordado para mirar a su nieta con falsa alarma y una cierta sonrisa. -¿Qué hacía en tus sueños Mariana?
– Me desataba las trenzas y me decía: "Tú eres como tu."
– Valiente descubrimiento -dijo la abuela. -¿Por qué me hablas de estas cosas?
– Quiero saber de mi tía.
– ¿Qué quieres saber? No hay mucho que saber o qué aprender de tu tía. Y ya sabes que no nos gusta hablar de eso.
Pero repito: ¿qué quieres saber? Ponme un ejemplo.
– Por ejemplo -dijo Leonor -quiero saber si bebía.
¿Qué pregunta es ésa, Leonor? ¿Qué quieres decir con que si tu tía Mariana bebía?
– Que si bebía, si le gustaba echarse_ sus copas y ponerse alegre y bailar, y cantar.
– ¿Y eso, para qué quieres saberlo?
Quiero saber cómo era. Nunca me hablan de ella.
– No hay mucho que hablar.
– Sí hay -dijo Leonor.
– ¿Como qué te parece que haya que hablar? -se enfrió su abuela Filisola.
– Me gustaría que me contaran de qué murió dijo Leonor.
– De qué murió es cosa que no te importa a ti, ni deberá importarte en el futuro.
– Pero me importa.
– Por morbo, por curiosidad malsana.
– Por lo que sea, pero me importa.
– No sabes ni de qué hablas -dijo la abuela Filisola. -Ve por la bandeja de té, que no tarda en llegar tu abuelo. Anda, y quítate esas mariposas de la cabeza.
A las siete y media de cada noche, salvo los viernes, en que se reunía con sus amigos a jugar cartas en el club libanés -apostar era ya la única pasión de su vida: todas las otras vivían a resguardo de la inspección de los otros y de su propia mirada-, Ramón Gonzalbo entraba a su casa de tres torreones, desdoblaba los periódicos de la mañana y subía por la escalera hojeando los titulares y destrabando el yugo de su camisa, como quien destraba el ganchillo de su armadura.
Había adquirido años atrás el hábito de leer por la noche los periódicos del día, desde que un competidor dueño de un diario, para chantajearlo, había publicado una serie de supuestas revelaciones sobre su vida privada y la mala salud de sus negocios. En medio del alud de mentiras, una mañana había encontrado en la columna del encargado de machacar su fama, la relación de los infortunios de la familia Gonzalbo, empezando con la versatilidad genésica de su propia tía y suegra, fallecida en los años veinte al dar a luz a su mujer, y terminando con una insinuación sobre los entretelones de la muerte de su hija Mariana.
No acabó de leer. Doblado sobre sí mismo, con un dolor que le impedía enderezarse, entró al hospital de emergencia para una operación de vesícula y el largo tratamiento de una gastritis cuyos zarpazos había diferido por años.
Supersticioso o práctico, nunca volvió a leer un periódico en ayunas ni a empezar el día con esa colección de adversidades en su ánimo, de por sí lento y sombrío por las mañanas. Se le iba componiendo después del desayuno hasta encontrar en las horas hábiles del día la mezcla de aplomo y entusiasmo que era su marca de fábrica, y que lo llevaba a comer frugal pero gustosamente antes de las dos, para regresar a las cuatro a su escritorio y desahogar las horas más fértiles de su trabajo, las horas de la planeación del día siguiente y la invención de nuevos negocios.
Todos los días al llegar a casa, Ramón Gonzalbo iba a su vestidor por un suéter de cashmere y unas pantuflas de cuero, daba un beso en la mejilla a su mujer y cambiaba con ella un par de preguntas respondidas con monosílabos, antes de empezar el rito nocturno del té. Al servirlo, la abuela Filisola hablaba de sus incidentes del día y Ramón Gonzalbo la escuchaba asintiendo, sin levantar la mirada de los diarios, al cabo de lo cual cada uno sorbía su té y mordía las tostadas que su apetito exigiera. A ese ritual seguía el mejor momento de la jornada para Ramón Gonzalbo, al menos hasta donde Leonor podía deducir por las señas externas del abuelo. Y era que se recluía en el estudio de maderas oscuras y sillones negros de la planta baja a fumar habanos y a beber una copa morena y barrigona de coñac.
Hasta ese estudio se deslizaban con alguna frecuencia Leonor y Natalia, habitante invisible pero esencial de la casa, para tratar de arrancarle al viejo algo más que una nueva cadena de monosílabos, sabedoras de que el buen efecto de la bebida o la favorable conjunción de la luna, podían poner en su boca alguna historia del México de su juventud, aquel país de personajes extravagantes que rondaba la cabeza de Ramón Gonzalbo como un paraíso flotante del que caían a la memoria anécdotas prodigiosas que él contaba en forma escueta, como si las recitara, con una sobriedad impersonal que transmitía a la perfección, sin aludirla, la nostalgia del narrador por aquella vida que se le había ido de las manos y sólo quedaba en los jirones, pulidos hasta la sobriedad, de sus recuerdos.
Esta vez Leonor no fue a buscar a Natalia a su cuarto de pájaros locos y tiempo detenido, sino que bajó sola siguiendo la huella de su abuelo hasta el estudio, y se apoltronó frente a él, simulando leer una sección pequeña del periódico. Era tan artificial la pose y tan obviamente adoptada para interrumpir el pacífico reposo de su abuelo que Ramón Gonzalbo le dijo:
– Cosas de negocios, hasta que termine el coñac.
– De acuerdo -respondió Leonor, y esperó pacientemente.
Cuando dio el último sorbo, Ramón Gonzalbo se quitó los lentes y puso en Leonor sus ojos color aceituna, rodeados en su brillo juvenil por todas las arrugas y desvelos de sus años, atento a lo que su nieta tuviera que decirle.
– Quiero que me cuenten de mi tía Mariana dijo Leonor, sin arriesgar un preámbulo que sabía innecesario y hasta contraproducente con su abuelo.
– ¿Qué quieres saber? -concedió Ramón Gonzalbo, echando a un lado el periódico que tenía sobre las piernas y yendo al pequeño bar por un vaso de agua.
– La verdad -dijo Leonor.
– La verdad es una señora muy difícil de encontrar -ironizó Ramón Gonzalbo, dándole la espalda todavía, desde el bar.
Bebió el agua del vaso a grandes sorbos y vino nuevamente al sillón. Era alto y todavía esbelto, en el inicio de su vejez.
No se habían vencido sus hombros anchos, ni se había abultado su vientre, ni la extensión de sus brazos había perdido el aire fuerte y flexible de sus huesos grandes, bien cubiertos por músculos largos.
– La verdad -dijo, fatigado de pronto por la obligación de la pregunta- es que puedo decirte muy poco de tu tía Mariana.
Yo, menos que ninguno. Vivimos años bajo la misma casa, pero nunca supe ver sus cosas. Ella las ocultó y yo no tuve tiempo o no supe darme tiempo para averiguarlas. Ya me ves ahora: voy del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. Es lo que he hecho siempre. La diferencia es que antes pensaba que lo más importante en la vida era ganar dinero, asegurar el futuro. Ahora entiendo que fue lo más inútil. Cuando reviso me doy cuenta de que lo difícil del dinero es hacer el primer montón. Luego, con no hacer tonterías basta. El dinero crece solo y entre más dinero tienes menos trabajo necesitas para que se reproduzca. Así que yo hubiera podido dejar de trabajar hace tiempo y tendría posiblemente el mismo dinero que ahora.
– Pero te estaba preguntando por Mariana, abuelo -se quejó Leonor.
– Y te estoy contestando del trabajo y del dinero, que es lo único que sé de Mariana dijo Ramón Gonzalbo. -Porque eso fue lo que me apartó de Mariana. Pero puedo decirte esto: si quieres saber de Mariana, habla con tu tía Cordelia. Lo que no sepa tu tía Cordelia, no lo sabrá nadie. Ellas crecieron juntas, fueron muy cómplices toda la niñez y el resto de sus vidas. Yo no puedo decir que conocí a Mariana. Estaba muy ocupado haciendo dinero para asegurarle su futuro. Y ya ves, el futuro no llegó.
– Pero cuéntame algo de ella -dijo Leonor. -¿Cómo era? ¿Qué le gustaba?
– Otro día -dijo Ramón Gonzalbo, poniéndose de pie.
¿De qué murió? -saltó Leonor, todavía con el vuelo de sus preguntas anteriores.
– Time is over-dijo el abuelo con su expresión favorita para decir "No se hable más". Y se fue por la puerta hacia la escalera, rumbo a su cuarto, sin decir otra palabra.