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Cordelia Gonzalbo vivía sola en la mitad de una casa de Coyoacán rodeada de álamos, húmeda como un bosque de tantas yedras en las paredes y piracantos sobre los muros. Era una casa de techos altos y la habían partido en dos para darle una dimensión terrenal a la aspiración de reproducir la infinitud del paraíso que alguna vez alentó en su dueña, una mujer cuya causa había prendido como la de la primera beata posible de México. Luego de un católico matrimonio que la pobló de hijos y aspiraciones de santidad, aquella mujer había dedicado su viudez a la atención de los no menos infinitos huérfanos que la paternidad mexicana engendra y abandona en cada rincón de la patria.
Pero los caminos genésicos de Dios son inescrutables y una hija de aquella beata posible había salido su reverso.
Atacada por los placeres que sólo otorgan el aire libre y las recámaras cerradas, había dilapidado junto con sus hermanos una fortuna no despreciable y ahora, cerca ya de sus sesenta años, era todavía símbolo de la buena vida de otra época y seguía dando paso a su alma natural de bataclana incrustada en los resquicios de la vida bohemia que la ciudad conservaba. Ahí había conocido a Cordelia Gonzalbo, que esparcía por la ciudad su propia vocación de canto y fiesta, armada de la única elegancia de su cuerpo y la única sabiduría de una guitarra que sabía seguir su voz ronca y modulada por todos los boleros de los cuarentas, de cuya interminable sucesión su padre, Ramón Gonzalbo, era no sólo memorioso experto sino coleccionador voraz, debilidad por la cual había añadido a sus puntuales culpas el prurito adicional de haber sido él quien abrió a su tercera hija, nacida mujer hermosa y altiva, como todas las otras, hacia el desorden de la farándula, aquella vida que seguía teniendo en la cabeza de Ramón Gonzalbo un aire de pecado a la vez irresistible y condenable.
Sumida en ese mundo, tan cercano un tiempo pero tan indeseable ahora para sus padres, Cordelia frecuentaba poco a los abuelos de Leonor y se cuidaba mucho de poner frente a sus ojos de laicos monásticos el hálito juguetón y disperso de su alma, proclive a la herejía involuntaria y a la simple alegría de vivir. No obstante, en los trapos de más que se derramaban sobre su atuendo esforzadamente conservador y en sus comentarios risueños sobre casi cualquier cosa que viniera a la plática, Leonor había olido a la eufórica, a la loca, a la desmesurada. Y durante sus mínimas escapadas al cuarto detenido de Natalia, en los comentarios punzantes y mal hablados de Cordelia, había tenido la anticipación si no de un alma cómplice al menos de una ventana abierta al aire libre. No titubeó entonces en llamarle, como le había sugerido Ramón Gonzalbo, y no le extrañó que la respuesta de Cordelia fuera de llana aceptación y al mismo tiempo de democrática soma cuando Leonor señaló que la entrevista debía ser lejos de casa de los abuelos y "de mujer a mujer".
No tenía Leonor pretensiones adolescentes sobre la urgencia de dejar de serlo y su expresión de hecho incluía una connotación burlesca, porque la había tomado de su abuela Filisola que no se cansaba de usarla para anticipar tonterías que ironizaban la confidencialidad solemne de la frase. "De mujer a mujer", solía decir la Filisola, "es la hora del té". O "De mujer a mujer: ya anocheció".
– De mujer a mujer: estoy de acuerdo -le contestó Cordelia, jugueteando con su sobrina. -Pero traes tu diario secreto y tus pastillas anticonceptivas.
Se rió Leonor y se encontraron la semana siguiente en la casa de Cordelia. Las primeras palabras de Cordelia fueron como una secuela del encuentro telefónico:
– No sé de qué quieras hablarme, mi hija, pero aquí nada de trenzas castas y pubis angelical. No tienes que hacerte la santa conmigo. Sé perfectamente bien quién eres: eres igualita a Mariana y así de cabroncita vas a ser. De manera que vamos empezando: ¿cuántos acostones llevas en la vida? Quiero decir: ¿todavía puedes llevar la cuenta o ya la perdiste?
Tía -se quejó mustiamente Leonor.
– Bueno, más fácil. Dime sólo la edad y el lugar del primer acostón.
– Quince -confió Leonor, enrojeciendo.
– ¿Y el lugar?
– Ay, tía -volvió a quejarse Leonor.
– ¿Lugar?
– En el parque.
¿En el parque? Válgame Dios. En eso sí me ganaste, chiquita. Yo en el parque, ni unos besos, con tantos vigilantes que hay y tanto desecho de perro por todos los pastos disponibles.
– Bueno, no exactamente en el parque -corrigió Leonor.
– ¿Exactamente dónde, entonces?
– En un coche -dijo Leonor.
– ¿En un coche? ¿No que en un parque?
– Bueno, en un coche estacionado junto a un parque.
– Ah, vaya. Entonces fue normal -dijo Cordelia. -Aunque para ser la primera vez, te diré. ¿No te lastimaste mucho?
– No -dijo Leonor.
¿Así de perdida estabas?
– Tía -volvió Leonor a su queja retórica. -No, si acaba no doliendo, porque una está con ganas de todo. Pero algo sí duele. Un poquito.
– Nada -dijo Leonor, enrojeciendo.
– Será predestinación -jugó Cordelia. -Todas las Gonzalbo somos estrechas de la pelvis. Es una tara, como el prognatismo de los borbones o la ceguera de los indios seria de Sonora. ¿Sabes lo que es el prognatismo?
– No -dijo Leonor, empezando a reírse con la rapidez de Cordelia.
– Que se te sale la barbilla así, hacia afuera, como si fueras a almacenar agua de lluvia o a comulgar con cuatrocientas hostias. Así -sacó la barbilla unos centímetros por abajo de la línea de sus dientes blancos, levemente manchados de nicotina, pero parejos y sólidos, como un teclado de piano. -Bueno, pues nosotras somos estrechas y tenemos por eso mil problemas para parir. Se supone que deberíamos tener problemas también para los primeros amores. Pero no parece haber sido el caso. A mí me dolió, pero no tuve mayores problemas, tu tía Mariana ninguno y ahora tú tampoco. Lo de los partos es otra cosa. ¿No has averiguado eso de las mujeres de la familia?
– No -dijo Leonor.
– Pues ya es hora de que lo averigües, para cuando te toque. Tu bisabuela murió después de un parto. Tu tía Natalia nació medio asfixiada en un parto largo y por eso está así. El caso es que malos partos todas han tenido, pero no se sabe de ninguna que se haya quejado de malos amores. Al parecer no vas a ser la excepción, porque no te he escuchado quejarte de nada de lo que me has dicho. Más bien me da la impresión de que al contrario, ¿no?
– Sí -sonrió Leonor.
– Bueno, pues me alegro mucho, porque entre todas las porquerías que ofrece la vida, la mejor es esa de estar encerrada lamiéndose con un varón -{Lijo Cordelia, apagando el cigarrillo con un nerviosismo alegre, evocador de tardes que apenas se habían ido y no tardarían en volver. -Pero desde luego no es eso lo que vienes a preguntarme. Me dijiste por teléfono que querías preguntarme algo. ¿Qué quieres preguntarme?
Quiero saber de Mariana -dijo Leonor.
– Quieres saber de Mariana -repitió Cordelia, eufórica y colaborativa, echando mano del siguiente cigarrillo. ¿Qué te puedo decir de Mariana? No sé qué te interese. Tantas cosas. Por ejemplo lo que ya te dije: a Mariana tampoco le dolió la primera vez. Lo que quiere decir que a lo mejor ustedes son almas gemelas. O virgos gemelos, mejor dicho. La verdad
– dijo Cordelia, luego de prender y aspirar suicidamente el cigarrillo -me la recuerdas tanto que me da no sé qué.
– ¿No te da gusto?
– Mucho -dijo Cordelia. -Es como recobrar un pedazo de tiempo que se largó. Me da gusto, sí. Pero me dan nervios también. A ver, quítate esa trenza de niña tonta. Quiero ver una cosa.
– No hace falta -dijo Leonor. -Tienes razón.
– ¿Razón de qué? -preguntó Cordelia.
– Somos muy parecidas -se adelantó Leonor. -Ya me lo dijo la abuela.
– Quiero ver -insistió Cordelia. -Quítate esa trenza.
– De acuerdo, pero luego tú me ayudas a rehacerla -dijo Leonor y empezó a zafarse.
Cuando el pelo le cayó sobre los hombros, todavía ahogado por el yugo de la trenza, Leonor alzó la mirada hacia Cordelia segura del efecto logrado, pero vio en la expresión de su tía una nube de indecisión, un vaho de duda de experto sobre la autenticidad de una pieza.
– Es que así no es -dijo Leonor. Y fue al baño del fondo por un cepillo para repetir el ritual de su abuela. Volvió cepillándose el pelo de la nuca hacia adelante y de la frente hacia atrás, dejando que entraran en él la vida y el aire que habían inflamado el pelo de Mariana. Cuando llegó frente a Cordelia, otra vez había sobre su cabeza el casco esponjado de la esfinge y sentía en sus sienes y su nuca la frescura etérea del pelo suelto, la libertad y la ligereza que la trenza no dejaba avanzar. Se paró entonces frente a Cordelia, dio una vuelta lenta para regodearse en su parecido con Mariana, y otra para ostentar ese parecido, pero cuando acabó su doble minuet y quedó frente a Cordelia, Leonor no encontró la sonrisa que esperaba sino los dos ojos enormes de Cordelia, empezando a enrojecer bajo el líquido que corría ya por las discretas pecas de sus pómulos hasta la piel agrietada de sus labios llenos y hasta el mentón redondo en que terminaban sin saltos, con una suave y discreta armonía, los huesos triangulares de su mandíbula, a la vez poderosa y tersa, como la de su madre, que no había conocido la papada.
– Estás llorando -dijo Leonor. -Pensé que iba a darte gusto.
– Me dan nervios, ya te dije -respondió Cordelia, quitándose las lágrimas de la cara, sin dejar de mirarla. -Y ahora entiendo por qué.
– ¿Por qué? -preguntó Leonor.
– Pareces una copia de Mariana -le dijo Cordelia. -Pero no es sólo que te parezcas físicamente. Es que todo. Cuando venías cepillándote por el pasillo, eras como Mariana cepillándose. Esto va a necesitar de una limpia mayor.
– Mi abuelo dice que tú la conocías mejor que nadie -se acercó Leonor.
– La conocí muy bien -aceptó Cordelia. -¿Qué quieres saber?
– No sé -dijo Leonor. ¿Cómo era? ¿De qué murió? ¿Por qué nadie habla de ella?
– Por miedo -dijo Cordelia. -Y porque no es una historia bonita. Ahora mismo que hemos hablado tan abiertamente tú y yo, no sé si deba contarte todo lo que sé. No sé si conviene que lo sepas.
– ¿Conviene a quién? -retó Leonor.
– A ti, mi hija. No sé si te conviene a ti.
– Menos me conviene este silencio -replicó Leonor. -Me hace sentirme parte de una cosa horrible, tan horrible que nadie se atreve a mencionarla siquiera.
– No es horrible -dijo Cordelia. -Pero tampoco es bonita. O será que a mí me da rabia acordarme de eso, y simplemente odio mi impotencia. No sé.
¿Tu impotencia para qué? -la siguió Leonor.
– Para haber ayudado a Mariana -se nubló Cordelia. -Para haberla sacado de manos de ese miserable.
– ¿Cuál miserable?
– El culpable de todo -dijo Cordelia. -Para acabarla de fregar, una gloria nacional. Una seudogloria, porque eso es todo lo que hay aquí: seudoglorias nacionales.
– Sería también un seudomiserable -jugó Leonor.
– No, eso lo era completo. Pero, en fin. ¿Por dónde quieres que empiece?
– Por el principio -dijo Leonor. -Dime quién fue el miserable.
– Querrás decir quién es -subrayó Cordelia. -Porque todavía es. Anda por ahí suelto, gozando de su seudofama. Sobre todo, todavía anda metido en mi cabeza como si las cosas hubieran pasado ayer. Lo de Mariana y él, quiero decir. Tengo la rabia idéntica de cuando pasó, hace diez años.
– ¿Pero qué pasó?
– Muchas cosas, demasiadas cosas -se abrumó Cordelia, poniéndose de pie para ir hacia el centro del librero que se extendía sobre la sala como la nave de una biblioteca medioeval. -Todas las cosas que te puedas imaginar. ¿Quieres tomar algo?
– No -dijo Leonor.
¿No bebes?
– A veces le robo coñac al abuelo. Pero sólo una copa, o así, allá cada Viernes Santo. -¿Tampoco fumas? -No.
– ¿Ni siquiera marihuana?
– Fumé una vez, pero me puse idiota y luego vomité -explicó Leonor. -Tampoco fumo, desde entonces.
– ¿Quieres decir que no necesitas tóxicos de ningún tipo para andar de loca por el mundo? -jugueteó Cordelia, con estudiada alarma, mientras sacaba de las entrañas rústicas de un arcón una botella de brandy.
– No -sonrió Leonor.
– ¿Quiere decir que traes la música por dentro? -dijo Cordelia, volviendo a su sillón en el centro de la sala. =Si es así, eres lo que ahora llamarían una "loca interconstruida". Mariana también traía la música por dentro. Y a todo volumen.
– Cuéntame -pidió Leonor.
– Te voy a contar -la apaciguó Cordelia, pasando un ademán de reina y señora sobre la corte de muebles coloniales que eran testigos mudos de su propio fonógrafo prendido. -Pero no sé cómo. No sé por dónde empezar.
– Ya dijimos que por el principio.
– No, no, no -dijo con vehemencia Cordelia. -Ése es el peor sitio para empezar a contar esta historia. Yo tengo que empezar por el final, porque el final es lo que sigue echando chispas en mi cabeza. ¿Me entiendes?
– Sí -dijo Leonor.
– No me entiendes, pero no importa -subió y bajó su voz, imperativa y condescendiente, Cordelia. -Lo que quiero decir es que todo eso no tiene sentido para mí si no empieza en la rabia que me quedó. Tengo que empezar diciéndote que el culpable de todo es él. Porque él fue quien sedujo y enloqueció a tu tía Mariana. El la metió a su circuito de enfermos mentales a experimentar y hacer locuras; él le dio las razones y las justificaciones para hacer todo lo que hizo. Y luego, él fue quien la abandonó cuando ella más lo necesitaba. O sea, que primero la hizo enamorarse de él, y luego la tiró como un limón chupado. Eso es lo que pasó y el culpable fue él. Mariana no pudo reponerse de eso.
– ¿Pero quién es él? -preguntó Leonor.
– Se llama Carrasco -dijo Cordelia, incendiándose de rabia al pronunciar el nombre. -Lucas Carrasco. Era mayor que Mariana diez años. No parecen muchos años, pero lo son. Las mujeres estamos acostumbradas a enredarnos con hombres mayores y a nadie le parece que diez años sean una gran diferencia entre hombre y mujer. En la adolescencia los hombres son unos idiotas y nosotras ya lo sabemos todo. Pensamos por eso (no sentimos, pensamos) que nos conviene siempre un hombre mayor. Para estar parejos, como si dijéramos. Pero no es así. Acabando la adolescencia, la cosa cambia mucho. Después de la adolescencia, los hombres aprenden un montón de cosas, adquieren un montón de mañas, porque están más expuestos a la vida real, a las jodederas de la vida adulta. Las mujeres, en cambio, nos quedamos en el mundo ese de mierda donde nos hacen estar, en la casa, los niños, el mercado, las otras mujeres y el confesionario. Nos vamos volviendo idiotas, mientras ellos se van volviendo unos perfectos cabrones. De modo que cuando un hombre más o menos vivido como el cabrón de Carrasco, se encuentra a una muchacha diez años menor como Mariana, la desventaja para la mujer es enorme. Ésa es la ventaja que el cabrón de Carrasco tenía y utilizó para fregar a Mariana. Eso es lo primero que hay que entender. Y no te estoy haciendo un alegato feminista, sino diciéndote la verdad verdadera de la vida entre hombres y mujeres. ¿Ya me entiendes?
– Sí -dijo Leonor. -¿Qué edad tenía Mariana cuando conoció a Carrasco?
– Veintiséis -dijo Cordelia. -Lo conoció en la universidad, el año de 1981. Me acuerdo, porque fue el año que-yo empecé a cantar profesionalmente, es decir, a cambio de un pago de mierda, pero un pago, en un cafecito del sur de la ciudad donde noche a noche se ponían ebrios hasta el vómito la mitad de los clientes. Mariana me iba a ver todas las noches, aunque fuera un ratito. Estaba terminando su carrera de historia y Lucas Carrasco le daba clases. Imagínate la diferencia.
– ¿Era su maestro? -preguntó Leonor.
– No. En realidad lo conoció en el instituto de investigación donde ella entró a trabajar como auxiliar. El ya era una pequeña celebridad en ese mundito. Trabajaba en el instituto. Ahí se conocieron. Tu tía Mariana vino y me dijo: "Conocí uno." Era una clave, siempre decía así cuando ya había decidido que ése caería: "Conocí uno." Y una semana después se presentaba con el uno y decía, muy modosita la muy cabrona: "Éste es fulano, del que te hablé." Y luego se volteaba con el otro: "Para que veas que es cierto." Yo creo que a todos se los mareaba al principio conque había hablado de ellos, como sugiriendo que nada más pensaba en ellos. Ya sabes cómo se hace eso.
– No, no sé -dijo Leonor.
– Claro que lo sabes -dijo Cordelia con maliciosa ternura.- Eso, la pelvis estrecha y la mala suerte, lo traemos las Gonzalbo de nacimiento. Tú empieza a practicarlo y vas a ver cómo viene solito, sin que nadie tenga que enseñártelo.
Sólo tienes que practicarlo, ya lo sabes. Además, no es gran arte cultivarte a un hombre, no creas. Basta que les gustes un poco y no necesitan mucho más: una sonrisa, un recado: "Estuve pensando en ti." Ellos solos hacen lo demás. Se sienten soñados, reconocidos, idolatrados. Sobre todo, inmediatamente sacan la conclusión desmesurada: "Esta pobre, anda muerta por mí." Y en ese momento empiezan a perder. Los hombres son tan estúpidos, mi hija -dijo Cordelia, con resignada melancolía -que no sé por qué son al mismo tiempo tan indispensables, carajo.
– Por qué será elijo Leonor, impostándose en mujer madura.
Todavía no sé por qué, te juro -dijo Cordelia. -Son como unos búfalos, pasan por todos lados pisoteando los detalles.
Tienen la sensibilidad de un carapacho de tortuga. No saben pensar más que en ellos y se pasan la vida peleándose.
Cuando son chicos, a ver quién es más fuerte; cuando crecen, a ver quién tiene más mujeres; luego, a ver quién medró más en la vida. Son unos verdaderos búfalos en cristalería. Los que parecen tiernos y cuidadosos, son los peores de todos. Quiero decir, los que te dan la mano, comparten tus cosas y tienen ese toque para hacerte sentir natural, libre, no observada como un trofeo, los que te hacen sentirte acompañada y comprendida, ésos son los peores, porque además te engañan de principio a fin. Bueno, pues Lucas Carrasco era uno de ésos: un simulador, un seductor. Un miserable, como ya te dije.
– ¿Pero cómo fue que se le acercó mi tía Mariana a este Carrasco? -preguntó Leonor. -También te dijo que había conocido "uno", como con los otros?
– Sí -dijo Cordelia. -Pero con él fue distinto. Desde ahí debí sospechar, ahora que lo dices, porque no fue un ligue normal de Mariana, qué va.
Al contrario. Fue completamente atípico. ¿Sabes lo que quiere decir atípico?
– No -dijo Leonor.
– Yo tampoco -dijo Cordelia. -Pero la uso siempre que quiero decir "maligno", porque me parece una palabra genial, una palabra insuperable, del mejor ARC.
– ¿Qué es ARC? -preguntó Leonor.
– Alto Registro Cultural -informó Cordelia. -Palabras que sirven para vestir un poco a las cantantes desarrapadas.
– Tampoco sé qué quiere decir desarrapadas -confesó Leonor.
– Jodidas, desprotegidas -dijo Cordelia. -Como yo.
– Pues no te veo lo desprotegida por ningún lado -apuntó Leonor.
– Porque soy además una gran actriz -dijo Cordelia. -Pero deja de interrumpirme. ¿Quieres saber o no lo del miserable de Carrasco?
– Lo de Carrasco con Mariana, sí -dijo Leonor.
– Lo trajo un día sin avisar al cafecito -recordó Cordelia. -Lo dejó sentado ahí en un lugar visible y vino a verme, mientras yo me preparaba para empezar la cantada. "Hoy sí cantas como nunca, porque traigo lo que nunca", me dijo Mariana.
"Haz como que te estoy hablando de otra cosa y míralo allí donde está el escudo de armas, el de la camisa azul y la corbata de lunares rojos. Pero no lo veas, babosa, no quiero que se dé cuenta que lo ves mientras te estoy hablando.
Empieza a cantar y lo ves luego. Es más, cántale a él un rato para que vea que está destinado a gustarle a la familia.
Porque está destinado, eso que ni qué." Eso me dijo Mariana, o algo así, muy parecido. Me hice la tonta mientras me hablaba y arreglé mi guitarra y le di un beso como si me hubiera estado hablando de la tintorería y no me interesara, ya sabes, con esa condescendencia de la cantante consagrada con su público de pocos vuelos, y me senté en mi banco de cantina, que iba muy bien para el personaje informal de una cantante en el centro de su sala, y empecé a cantar como siempre, como si nada hubiera pasado o nada me hubiera dicho Mariana. Canté una y les eché un ojo, y a la segunda como que me volteé de plano hacia donde ellos estaban y los miré sin esfuerzo ni fingimiento, porque en la nueva posición me quedaban de frente y lo natural parecía que los mirara a ellos. Fue la primera vez que los vi juntos y como que los vi para siempre. Porque Mariana sería muy joven, pero tenía la facha de una mujer hecha y derecha, con su enorme pelo sobre la cabeza y sus facciones afiladas, bien atentas a la estupidez ambiental. Pero Lucas Carrasco, sentado junto a ella, era la pareja perfecta, con su frente enorme, sus ojos redondos, su torso flaco y largo, como el de un leo-pardo. En realidad, era un actor en papel actuando el papel de una gran naturalidad, con su corbata de lunares rojos y sus manos de pianista yendo y viniendo mientras hablaba, como si dirigiera sus palabras.
– Entonces era guapo -concluyó Leonor. -Al menos esa ventaja tenía.
– No, guapo no -dijo Cordelia. -Era, cómo te diré, interesante. Era relajado, puesto como por encima de las cosas y gozando al mismo tiempo de ellas. No sé si me explico. Un hijo de puta, un actor. Así fue todo el tiempo que duró. El siempre como por encima de las cosas, viéndolas pasar con una mueca irónica, ni siquiera una sonrisa, una serenidad impostada, aunque muy efectiva, sin moverse un milímetro de donde estaba, y entendiéndolo todo, razonándolo todo, aceptándolo todo aunque fuese completamente antinatural.
– ¿Antinatural como qué? -preguntó Leonor.
– Como las cosas a que indujo a Mariana -dijo Cordelia, volviéndose a crispar.
– ¿Qué cosas?
– Cosas, mi hija -dijo Cordelia. -Ahí es donde me detengo yo porque no sé cómo contarte, ni si te debo contar. Fue terrible, pero yo misma no sé con precisión lo que pasó. Si lo supiera, creo que tampoco podría contártelo.
¿Pero lo sabes o no lo sabes?-la apuró Leonor.
– Lo sé -dijo Cordelia. -Sé lo fundamental, pero no sé si deba contártelo.
– Cuéntame lo que creas que puedo saber -dijo Leonor.
– Es que no sé si debas saber algo de eso. Fue terrible. Mariana hizo cosas que luego ella misma recordaba con horror.
– ¿Por ejemplo?
– Tomó drogas -ejemplificó, lacónica y solemne, Cordelia.
– ¿Y luego? -preguntó, nada conmovida, Leonor.
– Salió desnuda una noche por el barrio donde vivía Carrasco, invitando hombres y mujeres a una fiesta -se aflojó Cordelia. -Le dio una gripa de aquéllas, una bronconeumonía.
¿Estaba drogada?
– No.
– ¿Borracha?
– Borracha de Carrasco -dijo Cordelia. -Carrasco la inducía a salir con otros. O al menos no ponía reparos a que Mariana saliera con otros.
– ¿La inducía o la aguantaba? -preguntó Leonor.
– Las dos cosas -dijo Cordelia. -Tuvieron que ser las dos cosas, porque si no, no te explicas cómo Mariana, estando loca por Carrasco, anduviera dándole vuelo a la hilacha donde quiera que alguien le guiñaba un ojo. Y sólo tenía que tronar los dedos, ya no digas los labios, para que hubiera una fila de guiñadores.
– ¿Pero entonces qué pasó? -dijo Leonor.
– Eso es lo que pasó. Mariana prendida de Carrasco, por un lado, y Carrasco induciéndola por el otro a la promiscuidad, a la trasgresión de todo. Eso es lo que no le puedo perdonar, que la indujera a todo y luego, cuando Mariana más lo necesitaba, se hizo a un lado como si no tuviera nada que ver, exactamente igual a como estaba sentado el primer día junto a Mariana, con la tranquilidad de un animal fino, cercano pero distante, con una serenidad inhumana que luego yo descubrí que en realidad era actuada, maligna, hija de puta. No quiero hablar de eso. No quiero abundar en eso. Yo estoy segura de que eso es lo que provocó la muerte de Mariana: la soledad y la desilusión que le produjo la frialdad de Carrasco cuando ella más lo necesitaba, cuando ella estaba bufando por él y por un poco de compañía.
– ¿Estaba enamorada de él?
– No sé si a eso puede llamársele enamoramiento -dijo Cordelia. -Estaba enferma de él, obsesionada por él, furibunda y desesperada por él.
Aunque, claro, estoy hablando del último año, cuando ya Mariana estaba un poco desequilibrada, flaca, consumida por aquella cosa. Mariana se consumió como un fósforo. Semana con semana, podías ver que se había comido parte de la madera y que el fuego avanzaba con una velocidad increíble. Yo creo que Carrasco pudo haber apagado esa flama a tiempo, si se presenta y le sopla a Mariana, en lugar de abandonarla, como hizo.
¿Pero de qué murió mi tía Mariana? -preguntó Leonor.
– Ésa es la gran pregunta -dijo Cordelia. -La pregunta a la que yo no quería llegar, ni voy a llegar. Al menos esta tarde.
¿De qué murió tu tía Mariana? De tristeza, de desamor. De abandono, carajo. De flaca, de no comer. De que le tronó algo adentro. De todo eso murió. Y de que tenía ganas de morirse.
– La gente no se muere de eso -objetó Leonor.
– Pues Mariana, sí -dijo Cordelia. -Se murió de eso, de las ganas. Y de la mala suerte de las Gonzalbo. Y de lo que se te ocurra añadir. Pero no quería ni quiero hablar contigo de eso. Por lo menos, no esta tarde. Ya hablamos demasiado. ¿Te importa si me tomo otro brandy y cambiamos de tema?
– Si me dejas venir otra tarde -dijo Leonor.
– Para qué, mi hija. No tiene caso.
– Para seguir hablando de Mariana -dijo Leonor. Y empezó a separar los mechones de pelo que se le derramaban sobre los hombros, para retejer su trenza infantil y poder volver a casa.