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Alina Fontaine apareció en el horizonte tal como era, suave y discreta, oportunamente.
– Es una amiga de la escuela de Mariana -le explicó Cordelia a Leonor, por el teléfono. -Apareció de pronto, luego de diez años. Está igualita la pobre. Para mal, porque nunca fue lo que se dice un regalo. Pero fue muy amiga de Mariana antes de que entrara a la universidad. Le dije que irías a verla y te va a esperar el jueves. ¿Puedes ir el jueves?
Leonor apuntó una dirección en las afueras de la ciudad, sobre el pueblo de Cuajimalpa, y llamó a Rafael Liévano:
– Necesito que me lleves a un lugar el jueves.
– ¿Quiere decir que me amas? -dijo Rafael Liévano.
– No -respondió Leonor.
– ¿No quiere decir que estás muerta de amor por mí?
– No -dijo Leonor.
– ¿Entonces por mí y por mi pito? -preguntó Rafael Liévano.
– Tampoco -respondió Leonor.
– ¿Por mi pito solo? -preguntó Rafael Liévano.
– Por eso menos que por nada -dijo Leonor.
– Si no estás muerta por mí ni por mi pito, ni por mi pito y por mí, entonces ¿qué quiere decir tu llamada?-quiso saber Rafael Liévano.
– Quiere decir que necesito un chofer, idiota.
– Eso no quiere decir -recusó Rafael Liévano.
– ¿Entonces qué quiere decir? -preguntó Leonor.
– Quiere decir que eres mía, Gonzalbo -dijo Rafael Liévano. -Y que el jueves te voy a besuquear como Dios manda.
– Si me dejo -advirtió Leonor. ¿Puedes llevarme o no?
– Se me está parando de sólo pensar que puedo -dijo Rafael Liévano.
– ¿Que puedes qué, baboso? -lo retó Leonor.
– Que puedo ser tu chofer el jueves, Gonzalbo. Es todo lo que necesito. Subirte a un coche, sentarte en mis piernas, quitarte los zapatos, chupar tus calcetas.
– Yaa.
– ¿Me amas, Gonzalbo? -No.
– , Te-acuerdas de mí? -No.
¿Se te para cuando piensas en mí? -No, baboso -se rió Leonor.
– A ti no se te para, tienes razón -dijo Rafael Liévano. -Al menos no como se me está parando a mí de haberte oído.
– Será de haberte sobado.
– De haberte oído, de pensar que me estás hablando al oído, de imaginarme tu lengua en mi oreja quitándome la cerilla.
– Yaa.
¿El jueves, dijiste?
– El jueves -confirmó Leonor.
– Déjame ver mi agenda. ¿El jueves a qué horas?
– A las cuatro -dijo Leonor.
A las cuatro no puedo. Tendría que ser antes. Al diez para las cuatro. ¿Está bien para ti al diez para las cuatro?
– Está bien -dijo Leonor.
– Entonces, al diez para las cuatro estoy por ti -prometió Rafael Liévano.
– Eres un baboso -dijo Leonor.
– Tu baboso -dijo Rafael Liévano. -Te mando un beso aunque sea en la boca.
– Adiós, baboso.
– Adiós, mi amor.
La casa de Alina Fontaine era una cabaña de facha rústica levantada en medio de un pequeño bosque, junto al predio gigantesco de la escuela que Alina dirigía y poseía. Pese al aire señorial de la fachada y la amplitud aristocrática del umbral, Alina misma salió a abrir la puerta de su casa.
Era una mujer delgada, castaña, con un pelo lacio y maltratado que caía sin un solo rizo sobre sus orejas. Tenía los ojos cafés, casi amarillos, las pestañas rubias, casi albinas, la boca y la nariz delgadas, la tez pálida con una capa de vello invisible, dorado, sobre las mejillas, y ni una gota de maquillaje sobre el alarde de voluntariosa naturalidad que era su rostro. Vestía un traje sastre de cuadros que era una versión estilizada del uniforme de su escuela, la escuela bilingüe que ella había inventado y sostenido, a imagen y semejanza de la que cobijó su adolescencia con Mariana en México y del internado suizo que la había recogido en los veranos de su infancia.
– Espérame afuera -le dijo Leonor a Rafael Liévano, cuando Alina les franqueó la puerta.
– Tómate tu tiempo -concedió Rafael Liévano.
– ¿No quieres pasar? -preguntó Alina Fontaine.
– Tengo instrucciones de caminar por el bosque -respondió Rafael Liévano y la emprendió hacia el sendero de encinos que escoltaban la casa. -Es un encanto tu amigo -le dijo Alina a Leonor cuando llegaron al salón de emplomados que miraba al bosque por donde se perdió Rafael Liévano.
– ¿Dónde te lo conseguiste?
– En la escuela -dijo Leonor. -Bueno, en realidad, en una fiesta en su casa.
– Es un encanto -repitió Alina. -Fuerte. Y como muy hombre ya. ¿Qué edad tiene? -Diecinueve -dijo Leonor. -¿Y tú?
– Cumplo diecinueve en agosto.
– El mismo mes de Mariana -recordó Alina Fontaine. -Supongo que ya te lo habrán dicho, pero tengo que decírtelo yo también. Me recuerdas tanto a tu tía Mariana que me dan nervios. Eres idéntica. ¿Te lo habían dicho?
– Sí -dijo Leonor. -Por eso me peino distinto.
¿Para no parecerte? -preguntó Alina.
– No -dijo Leonor. -Bueno, sí -corrigió, sonriendo. -Mi abuela me dijo que no me peinara como Mariana, porque no quería confundirme con ella.
Alina sirvió los tés en dos esbeltas tazas de porcelana y puso en cada una el resplandor de unas cucharillas de plata.
– Tu abuela quiso mucho a Mariana -dijo Alina Fontaine. -Era su hija favorita. ¿Sabías eso?
– No -dijo Leonor. -Nunca habla de ella. Cuando le pregunto, se sale por las ramas.
– Era su favorita -recordó Alina. -Y nos iba muy bien por eso. Nos llevaba de compras, nos contaba sus cosas, nos dejaba ponemos sus joyas, sus vestidos de cuando era joven. Podíamos pasar una tarde probándonos vestidos. Cuando Mariana aparecía en la recámara vestida como tu abuela veinte años antes, tu abuela se iluminaba. Se quedaba como en vilo viendo a Mariana, admirándola, iluminada por Mariana. Porque Mariana fue guapísima, pero a los catorce años, como que brillaba. Auténticamente estaba floreciendo. Era perfecta y mejoraba por semanas, por días. Hasta por horas. La dejabas de ver esta noche y a la mañana siguiente estaba mejor. Era increíble.
– Eso dicen todos -murmuró Leonor. ¿Tú conociste a Lucas Carrasco, el novio de mi tía?
– No -dijo Alina. -Es decir, lo vi una vez con Mariana, pero no lo traté.
– Cuéntame de él -pidió Leonor.
– ¿Qué quieres que te cuente? Te digo que apenas lo conocí.
– Pues eso cuéntame -dijo Leonor. -De la vez que lo viste. ¿Era guapo?
– ¿Lucas? No, no era guapo. Era, cómo te diré, natural. Natural es lo que era Lucas. Estaba como a gusto dentro de él mismo, como siempre en su lugar. Además era culto, o algo más raro que eso: entendido, como si viniera de regreso de todas las cosas. Yo salí con ellos sólo una vez. Fuimos a tomar vino y queso a un lugar por ahí en Copilco. Tuvimos un lugar apartado, que Lucas había pedido. No apartado, sino en un rincón del restaurante. Estábamos rodeados de todo mundo, pero nadie nos veía. Mariana estaba feliz, radiante, como no la vi nunca. Y los dos educados, muy bien, como haciéndonos a los demás el favor de ser tan felices y no demostrarlo. Muy atractivo y muy obvio todo. Me puse a hablar como una loca. Cuando me di cuenta, llevaban una hora escuchándome, escuchando mis necedades sobre por qué la televisión aumenta en vez de reducir el lenguaje de los niños, por qué es mejor que aprendan dos idiomas en lugar de uno desde el inicio de su habla y otras necedades que eran entonces mi locura en materia de educación, mi causa, como la siguen siendo ahora. Cuando caí en cuenta del papel de convidados de piedra que les había impuesto, me paré y dije que iba al baño. No porque necesitara ir, sino porque había estado demasiado tiempo sobre ellos. Bueno, fui, me lavé las manos, conversé conmigo misma, tomé oxígeno, las cosas que hago siempre. Cuando volví, Lucas estaba besando a Mariana. Aunque no sé si eso puede llamarse besar. Estaba, cómo te dijera, sorbiéndole los labios, comiéndoselos en realidad. Y Mariana le estaba haciendo lo mismo a él, sorbiéndoselo, comiéndoselo, no sé cómo decirlo. Me turbé mucho y no supe qué hacer. Tan no supe, que decidí regresar al baño a lavarme y respirar otra vez, y a esperar que se les pasara, y que se me pasara a mí haberlos visto.
– ¿Tú piensas que ellos se querían, que la hubieran podido hacer si no se pelean?
– No sé -dijo Alina. -Porque yo no los traté más que esa vez y porque tampoco vi mucho a Mariana, desde que salimos del liceo, nuestra escuela en la prepa. Pero el día que los vi me dio emoción y envidia, porque como te digo, parecían tan metidos uno en el otro, tan mezclados y ganosos uno de otro, que hasta físicamente trataban de comerse. No sé, me acuerdo y vuelvo a reírme. Porque tu tía Mariana fue muy temprana con los hombres. Pero ella estaba siempre como por encima de eso, marcando sus distancias y escogiendo con claridad quién le gustaba y quién no. Podían ser muchos los elegidos y fueron muchos, pero Mariana los escogía con toda, cómo te diría, concentración, como quien escoge ropa en la tienda. Y con todos tenía un enamoramiento, una ilusión, algo que iba más allá de que simplemente le gustaran. Pero con todos también mantenía una distancia, una raya invisible que ninguno pasaba y que hacía a Mariana más atractiva aún de lo que era.
Para los hombres, quiero decir. Las mujeres la odiaban. Despertaba celos y envidias para toda la vida. Yo era su única amiga en el liceo y después creo que tampoco tuvo amigas. Una que otra, pero las mujeres en general no podían verla. Y ella no hacía nada por hacerse de amigas. Su mundo eran los hombres, ahí tenía un reino propio. Nada les gusta más a los hombres que una mujer que a la vez les coquetee y los rechace, como les hacía Mariana. Se vuelven locos por eso. Tu tía era experta en eso, por lo menos mientras yo la conocí, antes de que entrara a la universidad. Bueno, lo que te quiero decir es que no me dio la impresión de que le hubiera pintado esa raya a Lucas Carrasco.
– ¿Por qué tronaron, entonces?
– No sé. La gente que se quiere truena por las cosas más inverosímiles. A veces porque se quieren demasiado, porque se exigen demasiado uno a otro.
– ¿Pero eso fue lo que provocó la muerte de mi tía?
– ¿Qué? -preguntó Alina.
– ¿El truene con Lucas?
– No, mi amor. No lo creo -dijo Alina. -Por lo menos nunca lo había pensado.
– ¿De qué murió Mariana, según tú?
– No lo sé -dijo Alina Fontaine. -Yo sólo supe que se había muerto. Entiendo que tuvo una embolia, luego de varios meses de estar mal, sin comer, desequilibrada. Pero esa época no me tocó a mí. La última vez que yo la vi estaba perfecta. Llevaba un tiempo de haber terminado con Lucas y estaba sin pareja, lo cual era muy raro en Mariana, pero estaba feliz, terminando su tesis y llena de proyectos. Por eso me sorprendió cuando me llamó Cordelia diciéndome que había muerto. A mí me parecía la mujer más feliz del mundo, la bendecida por el destino. Me sorprende todavía ahora pensar que se murió. Count your blessings, dicen en inglés para sugerir que repares en las partes buenas de tu vida, que cuentes las bendiciones que te ha dado la vida. La cuenta de los blessings de Mariana parecía mayor que la de ninguna otra gente. Lo tenía todo y lo tuvo todo: amor, belleza, inteligencia, carácter, dinero.
– Pero entonces ¿por qué? -dijo Leonor. -
– ¿Por qué, teniéndolo todo, le fue tan mal?
– A lo mejor por eso -dijo Alina, abandonándose a un tono melancólico. -Porque la vida la colmó de bienes para ahogarla con su generosidad. La felicidad requiere de la desdicha para equilibrarse, para volverse humana. Mira -dijo Alina Fontaine, poniendo de pronto la pálida y fina palma de su mano ante los ojos de Leonor. Leonor miró la palma y mal contuvo un gesto de repudio: la mano de Alina tenía sólo cuatro dedos, y había una horrenda muesca cicatrizada en el sitio del pulgar faltante. Sin dejar de mostrar la palma inhumana, Alina Fontaine explicó: -Perdí el pulgar siendo niña, en un aserradero de papá, en Nueva Orleans. Mi vida ha sido perfecta, generosa, mucho mejor de lo que yo he merecido o conseguido por mí misma. Salvo por ese accidente. Pero la falta de ese pulgar es lo que me ha recordado toda la vida no el pulgar que me falta, sino la bendición de tener el que me queda y todo lo demás que tengo, además del pulgar que me falta. A la vuelta del tiempo, esa desgracia de haber perdido un dedo me ha dado más felicidad que haberlo tenido, me ha dejado ver y contar bendiciones que de otra manera no hubiera visto ni contado. ¿Me explico?
– Sí -dijo Leonor. -¿Pero de qué se murió Mariana, si estaba sana y era feliz?
– No sé -repitió Alina Fontaine. -Pero la diferencia entre el hombre y el mono es que el hombre tiene el pulgar oponible y puede morirse como Mariana, de nada, teniéndolo todo.
¿Tú crees que hay un destino, una fatalidad? -preguntó Leonor.
– ¿A qué te refieres?
– En mi casa todos creen que la familia tiene mala suerte, que tenemos un destino malo. En especial las mujeres. Y que lo que le pasó a Mariana es parte de esa fatalidad.
¿Quién cree eso en tu familia?
– Todo mundo, aunque nadie lo dice. ¿Tú crees que existe la fatalidad?
– No -dijo Alina.
– Entonces, ¿por qué se murió Mariana? No hay razón.
– No hay razón -aceptó Alina. -Pero tampoco creo que hubiera fatalidad. Si hubiera pensado eso, no habría dejado de verla tanto tiempo. Pero así es la cosa. Uno no espera que su amiga de la adolescencia muera antes de los treinta años. Uno espera implícitamente que envejecerán juntas y se encontrarán más tarde, felices y satisfechas, viejitas las dos, al final del camino. Ahora voy cada seis meses a dejarle flores al panteón y a conversar con ella. Y eso le digo cada vez: "Pero si tú y yo íbamos a ser viejitas juntas, ¿por qué te fuiste?" No me contesta, desde luego, pero en cierta forma sí. Está conmigo, estoy envejeciendo con ella dentro de mí y está más presente ahora que cuando estaba viva. No sé si me explico.
– Sí -dijo Leonor. Y agregó para sí: "La que no entiende soy yo."
Había anochecido cuando volvieron a la ciudad. Rafael Liévano detuvo el coche una calle adelante de la casa de Leonor, en un recodo solitario de la barranca de Las Lomas, y empezó a besarla.
– Sí -dijo Leonor. -Pero muérdeme.
Rafael Liévano mordió su lengua, sus labios.
– Más -le pidió Leonor. -Cómeme.
Y empezó ella a comerse a Rafael Liévano, tratando de meterlo en su boca, chupando su mentón, su nariz, sus ojos, sus labios, comiéndoselo a sorbos de amor y saliva, tratando de fundirse y perderse en él, como su tía Mariana en Lucas Carrasco.
El sábado siguiente visitó a Cordelia para contarle su entrevista con Alina Fontaine.
– No sabe nada de lo que a mí me interesa -se quejó suavemente. -No sabe nada de la muerte de mi tía. Quiero saber cómo murió.
– Creí que también querías saber cómo era -replicó Cordelia, con un toque de molestia.
– También -dijo Leonor. -Pero Alina dejó de verla cuando tenían dieciocho años, muchos antes de que muriera. Y se reunió nada más una vez con ella y Lucas.
¿Lucas? -saltó Cordelia.
– Lucas Carrasco -completó Leonor.
– Ya sé -dijo Cordelia. -Lo que me pica es la familiaridad. ¿Cómo que "Lucas"? El miserable de Carrasco, en todo caso. ¿Cómo que "Lucas"? Ni que fuera tu pariente.
– Por un pelito -susurró Leonor.
¿Por un pelito qué, Leonorcita? -subió el tono Cordelia.
– Por un pelito y resulta mi tío -dijo Leonor.
– ¿Cómo que por un pelito? -gritó Cordelia. -¿Pues qué te contó la manca?
– Nada, ya te dije.
¿Cómo que nada? ¿Qué te contó?
– Me contó de una vez que cenaron juntos, ella con mi tía Mariana y Lucas, y Lucas se le fue a besos a mi tía Mariana.
¿Y eso qué?
– Nada -dijo Leonor. -Me gustó que se le fuera a besos en público.
– ¿Cómo que en público?
– Se le fue a besos en un restaurante.
– De plano, no cabe duda, carajo -rechinó Cordelia, bufando levemente, para sí.
– No cabe duda de qué -dijo Leonor.
– No se puede confiar en los chaparros ni en los mancos, carajo -explotó Cordelia. -Mira nomás lo que te vino a contar esta simple: el gran romance de tu tía con el ojete de Carrasco.
– Tú también me lo contaste -recordó Leonor.
– Yo no te conté ningún romance, mijita -resopló Cordelia. -Lo que yo te conté es que Carrasco usó a tu tía Mariana y la destruyó.
– Me dijiste que Lucas, que Carrasco, era muy guapo y natural.
– Te dije que era un gran actor que se la pasaba haciendo como que estaba por encima de todo -precisó Cordelia.
– Y que tenía muy bonito torso -dijo Leonor. -Como de leopardo.
– Yo no te dije eso, Leonorcita -volvió a exaltarse Cordelia.
– Bueno, eso entendí yo.
– Pues no sé a qué escuela vas, pero a este paso vas a sal ir conque dos y dos son uno y medio.
¿Por qué te enojas tanto? -resistió Leonor.
– Te lo voy a repetir a ver si lo entiendes -dijo Cordelia, respirando hondo para contener la rabia. -Estamos hablando del tipo que engañó y lastimó a tu tía Mariana. La lastimó a tal punto, que es uno de los causantes de su muerte. ¿Tan preocupada estás por la muerte de tu tía? Bueno, pues la depresión y la locura que le quedó de su "romance" con Carrasco fueron las causas de su muerte. Por eso se abandonó después. Porque no pudo recuperarse de su trato con el miserable de Carrasco. ¿Ya entendiste?
– Sí -dijo Leonor. -Pero ellos terminaron mucho antes de que mi tía Mariana muriera, ¿no? -Un año antes -dijo Cordelia. -Pero la depresión y la fatiga de tu tía vinieron de ahí. -¿Se murió de depresión mi tía Mariana? -preguntó Leonor.
– No, se murió de una embolia -dijo Cordelia. -Pero la embolia fue producto de su extrema debilidad y la debilidad fue producto de su depresión y de la falta de ganas de vivir o de las ganas de morirse, como tú prefieras.
¿Y el culpable de todo eso fue Carrasco?
– El principal culpable, sí -concluyó Cordelia, echando mano presurosa de su caja de cigarrillos. Prendió uno con labios temblorosos, exhaló y dijo; conteniéndose todavía. -Ahora, yo creo que lo correcto es que dejes de hurgar en esas cosas.
Hay un aspecto de morbo en tu curiosidad que no me gusta nada. Es más, yo creo que ahí le vamos a parar a esta averiguación tuya. Por lo menos en lo que a mí respecta, ahí lo dejamos ¿Está claro?
– Sí elijo Leonor. -Pero no entiendo por qué no pueden contarme simplemente lo que pasó.
– Porque estás buscando siempre algo más de lo que pasó -dijo Cordelia. -Y con esa actitud ninguna versión va a satisfacerte. Todo te va a parecer insuficiente. Hasta vas a acabar simpatizando con el miserable de Carrasco.
– Está bien -dijo Leonor. -Pero me sigues ocultando cosas.
– Te dije lo fundamental de lo que pasó. No hace falta saber más, salvo por morbo. Yo misma no sé más, en lo fundamental. Y lo que sé, no estoy segura de que tengas edad para saberlo, para entenderlo, sin hacerte una idea absurda de las cosas. Entonces, por mí, aquí acabamos. ¿Está claro?
– Sí -dijo Leonor.
– No me mires así, que no soy tu enemiga -reclamó Cordelia.
– Que no te mire cómo -murmuró Leonor.
– Así, con ganas de borrarme del mundo.
– No te miro así -dijo Leonor.
– Así me miras -dijo su tía Cordelia.
Esa noche, luego de dar mil vueltas insomnes en su lecho, Leonor bajó de madrugada al comedor donde latía el retrato de Mariana. Abrió las cortinas a la resolana nocturna de la ciudad, y se sentó a mirar, entre las sombras, el efecto de esos brillos en los rasgos de su tía. Sintió su aliento golpear y su sangre, literalmente su sangre, tocar a la puerta de su corazón. Entonces le dijo a Mariana, mirándola como si se mirara a sí misma en un espejo, controlada y firme a pesar de que le temblaba el cuerpo y una onda fría avanzaba por las yemas de sus dedos hacia sus muñecas:
– Tú te suicidaste, Mariana. Por eso nadie habla de tu muerte. Dime la verdad, Mariana, nuestra verdad. No me la niegues.
Pero Mariana se mantuvo en su lugar, a punto siempre de echarse a reír, levemente animada por el fulgor fantasmal que la noche y Leonor agregaban a su retrato.