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– Te vi allá abajo, anoche, hablándole a Mariana -le dijo Natalia al día siguiente, cuando entró a visitarla, como todas las tardes. Se lo dijo alegremente, sin mirarla, concentrada en la tarea de cambiar las semillas de la jaula de los pericos australianos. Escuchó el desganado silencio de Leonor, pero no lo dejó extenderse, sino que quiso saber: -¿Qué te dijo?
– Nada, tía, qué me va a decir: es un retrato -respondió Leonor.
– Con los ojos -precisó Natalia, sin despegarse de los quehaceres de su jaula. -Lo que pregunto yo es qué te dijo con los ojos.
– Nada, tía. ¿Qué quieres que me diga con los ojos?-subrayó Leonor.
– Si no te decía nada, explícame entonces por qué le estabas hablando -litigó Natalia ¿Quiere decir que estás loca? ¿Que le hablas a los retratos? Ni los canarios, fíjate, que son unos idiotas, le cantan a los retratos. ¿Así que tú por qué?
– Ay, tía -se quejó Leonor, dejándose caer sobre la cama. -¿Qué tienen que ver los canarios?
– Los canarios nada. Lo que yo quiero saber es qué te dijo Mariana -insistió Natalia, siempre sin mirarla, metida en la cajita de la jaula, donde sus dedos afinaban distancias y vertían semillas.
– ¿Qué me va a decir? -dijo Leonor, haciendo como que se ponía de pie y dejándose caer otra vez, para rebotar en la cama.
– No me puede decir nada. Es un retrato.
– Te vi hablando con ella -porfió Natalia. -¿Estabas hablando o no?
– ¡Ay, tía!
– ¿Sí o no?
– Sí -admitió Leonor.
– Ahí está -dijo Natalia, sin soltarla. -Quiere decir que estabas hablando con ella. Y entonces o ella te contestaba o estabas hablando sola. ¿Te contestó algo?
– No -murmuró Leonor.
– Entonces estás loca, y hablas sola -concluyó Natalia. Ven-le dijo después, suspendiendo su labor milimétrica en la jaula de los pericos. Caminó al vestidor, un pasaje forrado de madera abierto junto al baño, donde colgaban sus batones y sus huipiles, como en una boutique. Leonor la siguió, a la vez dócil y enmohinada con su tía Natalia. ¿Quieres saber de Mariana? -le preguntó Natalia, jalando de la parte baja del vestidor una escalerilla. Trepó, abrió una de las hojas altas del armario, sacó una caja de papel maché y le dijo a Leonor: -Aquí está todo lo de Mariana. No falta nada. ¿Lo quieres ver?
– Sí -dijo Leonor, acercándose a tomar la caja.
– Vale un préstamo y un pago -malició Natalia, apartando la caja de las manos de Leonor.
– De acuerdo -dijo Leonor. -¿Cuál es el préstamo?
– La mascada rosa que te regaló el fornido. -¿Rafael Liévano?
– Ese Liévano -dijo Natalia.
– De acuerdo -dijo Leonor. ¿Y cuál es el pago?
– Un puro del abuelo.
– De acuerdo -dijo Leonor, echando manos a la caja.
– La mascada ahorita y el puro en la noche -dijo Natalia, retirando la caja de nuevo.
– De acuerdo -dijo Leonor por tercera vez, y fue a su cuarto por la mascada.
Volvió con la mascada, la anudó en el cuello de Natalia y miró el brillo ardiente y saciado en sus adultos ojos de niña. Después la besó en las mejillas y la abrazó, incapaz, como siempre, de resistirse al encanto de la nube en que Natalia flotaba, como el más libre de sus pájaros. Tomó la caja y la llevó a su cuarto para abrirla a solas, como quien accede a un tesoro. Estaba repleta de sobres con documentos escolares de Mariana, sus notas y diplomas desde el tercer año de primaria. Había también un rosario y un misal nacarado que quizá recordaban su primera comunión, unas cintas moradas que habría usado alguna vez en el pelo, una zapatilla de ballet reventada por el dedo gordo, y una foto grande, impresa sobre un cartoncillo rugoso, que recordaba a Natalia y a Mariana riendo y mirando a la cámara, en traje de baño, al borde de una alberca, listas para iniciar una carrera. El fondo de la caja le regaló un objeto interesante, una especie de libro impreso en mimeógrafo, con tapas de cartulina marrón, y el logotipo del instituto donde había trabajado Mariana. Su título era Indigencia del indigenismo. Una bibliografía comentada y lo firmaban Mariana y un tal Ángel Romano. En la primera página, Romano había escrito una dedicatoria que decía:
Para Mariana, en recuerdo
de lo que aprendimos juntos,
de libros, de nosotros y
de la Mariana que nadie conoce,
aunque todos procuran.
Con todo el cariño de
Ángel
Por la noche, Leonor acompañó a su abuelo en la lectura de los periódicos, robó el puro de Natalia y se lo entregó junto con la caja de papel maché, en la que volvió a meter todo, salvo la edición en mimeo que se llevó a la cama para leer. Leyó la introducción, pero no entendió gran cosa; no pudo acabar ninguna de las páginas que seguían, por que no eran un texto, sino una lista de libros comentados, de modo que en vez de leer, hojeó todo el volumen, saltando desengañada de rechazo en rechazo, hasta que volvió a la carátula y a la dedicatoria, en particular a las palabras, que le parecieron prometedoras, de Ángel Romano: " la Mariana que nadie conoce y todos procuran".
Supo que había encontrado algo y se quedó un largo rato saboreando la certidumbre de que, al menos en eso, iba a saltarse a Cordelia.
Casi tres semanas después de que envió la carta a Ángel Romano pidiéndole una entrevista, cuando había perdido la esperanza de una respuesta, llegó el telefonazo de Romano citándola en su cubículo de la universidad, para el siguiente viernes al mediodía. No fue a la escuela, ni dejó que fuera Rafael Liévano, a quien hizo llevarla y esperar en el estacionamiento de la facultad donde Romano trabajaba. Deambuló un buen rato por los pasillos fríos y descuidados del edificio, perdida en escaleras laberínticas que daban a callejones sin salida o a oficinas situadas justamente a espaldas de la que buscaba. Finalmente, guiada por la mueca de una secretaria, caminó por un largo pasillo hasta el cubículo terminal de Ángel Romano.
Romano trabajaba de espaldas a la puerta abierta, encorvado como un orfebre sobre su mesa, escribiendo notas en una tarjeta. No oyó a Leonor, pero pareció presentirla cabalmente, como si tuviera ojos en la nuca, porque apenas asomó, sin quitar la atención de donde estaba, le pidió que se sentara en la única otra silla del sitio, un banco negro, de alambre, tan pequeño que la siguiente talla hubiera combinado en una casa de muñecas. El cubículo era un breve cuadrángulo de tres por tres, y reinaba en su interior un orden pulcro y milimétrico. Cuando tuvo sentada a Leonor en el banco, atrás suyo, Romano le dijo: -No creas que estoy ocupado. Estoy haciéndome el interesante, porque no sé cómo empezar esta audiencia.
Giró entonces la silla para darle la cara y le dijo, sonriendo: -Me ponen muy nerviosos los jóvenes. Pero, en fin, me da mucho gusto verte.
– Gracias -dijo Leonor.
– De nada. Te estuve observando desde que doblaste a tientas por el pasillo -le confesó, risueño y cordial, Ángel Romano.
– Me vine entonces a sentar aquí y a hacer como que trabajaba, para que me vieras muy concentrado cuando llegaras.
– ¿Me viste muy concentrado?
– Sí -dijo Leonor, riendo.
– Pues estaba actuando para impresionarte -admitió Ángel Romano, añadiendo otra hermosa y tranquila sonrisa.
– También arreglé el cubículo. ¿Ves cómo todo está en su lugar?
– Sí -dijo Leonor, riéndose también ella ahora, aflojada por la extraña hospitalidad de Ángel Romano.
Romano era gordo, blanco y entrecalvo. Tenía las mejillas rojas, la barba cerrada, y unos ojos grandes de pestañas rizadas, atentas y hospitalarias. Sus gruesos lentes de arillo redondo embonaban sobre el puente de su nariz como en la de un viejo prestamista o un paciente relojero. Había una suavidad femenina en su entonación y en sus gestos, pero no en la mirada, que caía atenta y llena sobre las cosas, como si las desnudara para, a inmediata continuación, disculparlas en la sonriente bondad de sus pestañas.
– Me tardé toda la mañana emparejando los libros y alineando los papeles del escritorio -siguió Romano. -Pura escenografía.
– ¿Por qué? -preguntó Leonor.
– Bueno, alguna vez tenía que arreglar este desastre -dijo Romano. -Y eres mi primera visita en un mes. Además, me has hecho recordar a Mariana. Yo quise mucho a tu tía y la echo de menos. Tu carta me hizo recordarla.
– Quiero que me cuentes de ella -pidió Leonor.
– ¿Qué quieres que te cuente? -alzó las manos resignadas Romano. -Ahora hay la mitología de Mariana Gonzalbo. Aquí en el Instituto, quiero decir, entre quienes la conocieron. Pero la conocieron poco. Por la forma en que me preguntas, me doy cuenta de que tú también la tienes idealizada.
– No -dijo Leonor. -Estoy apenas averiguando cómo era.
– Tú dices, que no -devolvió juguetona y perceptivamente Ángel Romano. -Pero te puedo apostar que te han dicho mil veces que eres igualita a ella. ¿No es así?
– Sí -admitió Leonor, ruborizándose.
– Ahí está -saltó Romano, cruzando los linderos del amaneramiento. -Y entonces es muy sencillo: te conviene pensar que tu tía era una reina, porque si tú te le pareces, algo de reina tienes también.
– No lo había pensado así -arguyó Leonor, admitiendo, sin embargo, que no lo había pensado de otro modo.
– Lo que te puedo decir es que yo vi a Mariana de otro lado -se aflojó Romano. -Quiero decir: fue mi amiga, no mi novia ni mi amor idealizado o realizado, posible o imposible. Creo que su belleza fue el origen de todos los malentendidos que provocó Mariana. Su belleza transmitía una seguridad a toda prueba. Pero Mariana era una mujer insegura, atormentada como nadie por la mirada de los demás. Tú la veías caminar por estos pasillos, así como caminaste tú, y tenías que decir: "A esta mujer le encanta que la miren, que la cortejen, que la asedien. Camina pidiendo miradas y admiraciones". Pues no. Mariana odiaba llamar la atención, recibir piropos y miradas. Un día sí y otro también, entraba al cubículo que teníamos juntos, allá en el otro extremo del pasillo, y echaba sus libros sobre el escritorio mentando madres: "Me choca cómo me miran. Me choca, carajo. Por qué no se quedan ciegos esos cabrones." "Es tu culpa", le decía yo. "No te das cuenta cómo caminas, moviéndolo todo." "Se mueve", me decía. "No lo muevo yo, se mueve solo." "Pues eso que se mueve es lo que ven", le decía yo. "Pues me choca, carajo", decía Mariana, y tardaba media mañana en olvidarse del último imbécil que se la había comido con la mirada. ¿Ya me entiendes lo que le pasaba a Mariana? -preguntó Ángel Romano.
– Sí -dijo Leonor. -Entiendo muy bien.
¿Padeces de lo mismo?
– A veces -concedió Leonor.
– Mariana siempre -se hastió Romano. -Odiaba eso. Fíjate qué contradicción. Ahora mira esta otra: dirías que una belleza así, como la de Mariana, era no inaccesible, pero al menos exigente con sus galanes. Pues no. Conque sólo no la presionaran, a Mariana podía gustarle todo el mundo, y se dejaba llevar de la mano por cualquier detalle. Otro malentendido: el aire de seguridad que brotaba de ella, de su paso, de su frente, de sus espaldas rectas. Se diría que sabía muy bien lo que andaba buscando y que, en materia de amores, por ejemplo, era ella quien escogía. Error. La mayor parte de las veces la escogían a ella y ella accedía a la solicitud de muchos imbéciles no porque le gustaran, ni siquiera por un gesto o un ángulo interesante, sino por quedar bien.
¿Por quedar bien? -preguntó, incrédula, Leonor.
– Por quedar bien -repitió Ángel Romano. -Las mujeres de la generación de tu tía Mariana tenían la obligación de quedar bien sexualmente con el mundo. Si no se acostaban con quien se los pidiera, eran juzgadas como unas conservadoras, unas frígidas, qué sé yo. Lo femenino y lo "liberado", como se decía entonces, era irse a la cama con quien lo solicitara, así te pareciera el más imbécil del mundo. Y eso hacían, las muy idiotas, por razones teóricas, porque eso era lo moderno y lo libre. Ahora se usa decir que fue una generación muy "permisiva". Es una manera elegante de decirlo. En el caso de muchas mujeres "permisivas" que yo conocí, más bien puede decirse que fue una generación idiota para sus amores. Pero no sé si te estoy abrumando con todo esto -se detuvo Ángel Romano. -No sé si eso es lo que quieres saber.
– Precisamente eso -lo animó Leonor. -Lo que sabes sobre la Mariana que todos procuraban y nadie conocía.
– Es una buena descripción de Mariana Gonzalbo -celebró Ángel Romano. -Todos la procuraban y nadie la conocía.
– Es una definición tuya -le dijo Leonor. -La escribiste como dedicatoria en un libro que hiciste con mi tía Mariana.
– ¿Yo lo escribí? -se alegró Ángel Romano.
– Me encanta haberlo escrito. ¿Cuántos años tienes? -Cumplo diecinueve en agosto.
– ¿Te puedo dar un consejo? -se intimó Romano.
– Sí -aceptó Leonor.
– En materia de amores, sigue siempre las razones del gusto. No las de la cabeza, ni las del corazón: las del gusto. Lo que te guste y con quien te guste. Nada más y con nadie más. Te aseguro que no te vas a equivocar.
– Gracias -dijo Leonor.
– De nada. ¿Qué más quieres saber?
– ¿Sabes algo de Lucas Carrasco, un novio que tuvo mi tía?
– Sé todo de Lucas Carrasco -alardeó Romano. -¿Qué quieres saber de él?
– ¿Cómo era? -dijo Leonor. -¿Qué pasó entre él y Mariana?
– Bueno no sé tanto -recogió Ángel Romano, con ese tono ambiguo, que lindaba por igual el amaneramiento y el entusiasmo. -De Lucas, lo que puedo decirte es que era un príncipe. Y también un mendigo. Una gente con ángeles y demonios. Como todos, quizá, pero en él acentuados porque sobresalía. Estaba muy por encima del promedio, y eso irrita, fastidia. No sé si tú sepas cuál es la peor herencia hispánica que tenemos.
– No -dijo Leonor.
– La envidia -sentenció Romano. -Nos fastidia todo lo que brilla. Nuestro ideal envidioso es la dorada mediocridad que quería el poeta latino Horacio. Todos coludos y todos rabones, como dice el dicho. Bueno, Lucas Carrasco era entonces un imán de las envidias de otros. Por muchas razones. Porque su primer ensayo académico, a los veintiséis años, se volvió un clásico. Porque rehusó la dirección del Instituto a los veintiocho, y otra vez a los treinta y dos. Porque medía uno ochenta y cinco y usaba sacos de tweed, en una facultad donde todo se iba en huipiles, morrales y mezclillas. Porque se llevó a tu tía Mariana. En fin, porque era y es una gente superior al promedio. Pero sobre todo, pienso yo, porque no le daba importancia a nada de eso: ni a Mariana ni a su obra, ni a sus sacos de tweed. Y, la verdad, no había por dónde atacarlo. Entonces, peor. ¿Ya me entiendes?
¿Pero Mariana no le importaba? -preguntó Leonor.
– Mucho -dijo Romano. -Estaba muerto por ella, o estuvo un tiempo. Un buen tiempo. A lo que me refiero es que, apenas la vio, o apenas se vieron, Lucas hizo así y Mariana ya estaba al lado suyo, ¿me entiendes? Mientras que en este Instituto, y en el resto de la facultad, había una cola haciendo méritos y cumpliendo mandas por una atención de Mariana Gonzalbo.
¿Pero entonces cuáles eran las partes malas de Lucas? ¿Por qué dices que era un méndigo?
– Su pecado era y sigue siendo la soberbia -dijo Ángel Romano. -Era incapaz de convivir con la mediocridad o con lo que él juzgaba la mediocridad. Si se aburría, lo hacía sentir soberanamente. Y luego, su vida privada. Corrían todos los rumores sobre él, sobre su vida amorosa. Había mucha gente quejándose de que la había utilizado. Hombres y mujeres, si me entiendes bien. Y las versiones de unas fiestas tremendas en las que decían que iniciaba a sus alumnas.
¿Las iniciaba en qué? -preguntó Leonor.
– En la vida, como se decía entonces -exclamó Ángel Roma-no, riendo complacido para sí y alzando los brazos para la galería. -Mira, Lucas era y debe seguir siendo un hombre rico. Heredó de su padre una fortuna y una casa enorme, una de esas casas donde podían aparecerse fantasmas y celebrarse misas negras, ¿ya me entiendes?
– No -dijo Leonor. ¿Cómo era la casa?
– Era una mansión de muchos cuartos vacíos y un gran jardín abandonado. Lo único vivo y a la moda ahí era Lucas. Pero se daba el lujo de tener un mayordomo como de película de terror. Pues ahí invitaba a tremendas fiestas donde se fumaba marihuana, se leía a Platón y entraban y salían parejas de las recámaras. De hecho, él no vivía en la casa. La tenía nada más para esas reuniones, a las que invitaba sólo a ciertas gentes. Empezando por sus alumnas bonitas y sus alumnos talentosos. No había otra discriminación. Se dice que se reunían ahí parejas de todo tipo, hombres con mujeres, hombres con hombres y mujeres con mujeres. ¿No te molesta hablar de esto? Pienso si te interesa o si te escandaliza, no sé.
– Me interesa mucho y no me escandaliza -contestó Leonor. -El escándalo para mí es que en mi casa no puedan hablarme de estas cosas. Una se imagina lo peor.
– Bueno, te pido que no me tomes al pie de la letra -dijo Ángel Romano, esforzándose por matizar. -Esto que te digo de las fiestas, no me consta, porque nunca fui. Lucas me invitó varias veces y nunca quise ir. Lo que sí sé es que ese círculo griego de Lucas, como le llamaban, era la envidia y el escándalo de medio mundo. Yo creo que, como casi siempre, la leyenda es más grande que la realidad. Pero, bueno… Me pregunto otra vez si te sirve de algo todo esto. No acabo de entender qué buscas.
– Yo tampoco muy bien -reconoció Leonor. -Es que en mi casa, como te dije, nadie habla de mi tía Mariana, de cómo era, ni de cómo murió. ¿Tú sabes algo de la muerte de mi tía?
– No -dijo Ángel Romano. -Ella había dejado de venir aquí. Se puso muy enferma, según supe, pero nunca pude verla. Y nunca pensé que lo suyo fuera tan grave, la verdad. En ese tiempo, además, yo estuve seis meses en Turín, dando unas clases. Así que no supe gran cosa. La que estuvo cerca de ella todo ese tiempo fue su amiga Carmen Ramos.
– ¿Carmen Ramos?
– Una amiga muy cercana de tu tía. ¿No la conoces?
– No -dijo Leonor.
– Pues si te interesan los últimos meses de tu tía Mariana, por ahí debiste empezar -garantizó Romano. -Déjame ver, por aquí tengo un teléfono suyo de hace años.
Buscó en una vieja agenda y le dio el número a Leonor: -No sé si sea ése todavía, pero si no, Carmen es muy amiga de tu familia o por lo menos de una de tus tías, la cantante, no me acuerdo cómo se llama.
– Cordelia -informó Leonor.
– Carmen Ramos es muy amiga de Cordelia -dijo Romano. -Pregúntale a ella.
– Voy a preguntarle -prometió Leonor.
– Hay otra cosa interesante -dijo Romano. ¿Tú sabes que Lucas escribió una novela sobre Mariana?
– No -volvió a rendirse Leonor. ¿Tampoco te han dicho eso? -No.
– Bueno, pues Lucas escribió una novela -siguió Romano. -Carmen debe tener un ejemplar. Es •una novela rara, una edición de autor que Lucas imprimió y regaló sólo a unas cuantas gentes. Dejó de circular hace mucho y ya no se encuentra. Buena parte de lo que está ahí es cierto y otra es inventada. Yo tenía mi ejemplar de esa novela, pero lo perdí en una mudanza, junto con mis libretas de notas y otras cosas. En esa mudanza perdieron la única caja que me importaba. Es lo que suele pasar en la vida: sólo se pierde lo que te importa de verdad; de la pérdida de lo demás, ni te das cuenta. Bueno, ahora vas a disculparme porque tengo que dar una clase.
– Sí -dijo Leonor. -Voy a buscar a Carmen Ramos y la novela. ¿Puedo volver a verte cuando sepa algo más?
– Aunque no sepas -le pidió Romano, pasándole el brazo sobre los hombros. -Ven cuando quieras. Sirve que pongo en orden mi cubículo.
Caminaron juntos hasta el final del pasillo. Antes de decirle adiós, Romano miró a Leonor con sus grandes ojos inteligentes y profundos.
– Me dio gusto verte -le dijo, y la atrajo hacia él para besarle la mejilla. -Y me dará gusto volverte a ver. Llámame cuando quieras, si crees que puedo agregar algo.
La miró entonces como si la recordara, como si una memoria antigua, a la vez dolorosa y radiante, persiguiera la imagen de Leonor por los ojos mirones y risueños de Romano. Sin decir palabra, volvió a acercarla y la besó otra vez en la mejilla. Leonor supo que la había besado a ella tanto como al recuerdo vivo, recién desenterrado, de Mariana.