37963.fb2 El Error De La Luna - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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VIII

Le llamó por teléfono a su tía Cordelia y le dijo a bocajarro:

– Ya sé de Carmen Ramos. ¿Por qué me la ocultaste?

¿Quién te contó de Carmen Ramos? -saltó su tía Cordelia, irritada más que sorprendida, al otro lado del teléfono.

– Eso no importa -descontó Leonor. -Lo que importa es que me ocultas las cosas tú también. Me mandas con la amiga que no sabe y me ocultas a la que sabe. ¿Por qué?

– Ya te dije por qué -regresó, empezando a incendiarse nuevamente, Cordelia. -Porque eres una escuincla babosa y no sabes ni en qué te estás metiendo. Además, no sé si te acuerdes que tú y yo estamos peleadas. Pero ya que me hablaste, me vas a oír. Espérame en tu casa mañana sábado por la tarde, porque me vas a oír.

No la esperó. Para la tarde de ese sábado había acordado una escapada con Rafael Liévano a oír música y soltar vapor, palabras que en el código de sus secretos querían decir, simplemente, incurrir en amores. Hacia sus amores marchó, sin mirar atrás, dos calculados días después de su regla y de darle un beso en la frente a su abuela, después de la comida.

Tomaron rumbo a casa de Alina Fontaine, pero se desviaron antes, en la rampa propicia de uno de los hoteles de paso alineados sobre el lindero boscoso de la carretera. Se recluyeron ahí, luego de los trámites impersonales de pago y el tortuoso registro de una mirada calculándolos demasiado jóvenes.

Tuvo un orgasmo azul. Se prendió a Rafael Liévano para dárselo a gritos. Mientras gritaba, derramándose, vio las nalgas azules de Natalia, acariciándose en la regadera; vio una playa radiante donde pescaban, imposibles y azules, dos pelícanos; vio el vello disciplinado del pecho de su abuelo y a su abuela desnuda, recibiéndolo en su sexo azul; vio a Cordelia esperándola en su casa, azul de rabia, burlada por su ausencia; vio el torso de leopardo de Lucas Carrasco, y el rostro siempre esfumado, distante y amoroso de su padre; admitió un horizonte de montañas azules, un camino de cabras perdidas en el monte, y el fulgor de la luna traicionera, redonda, misteriosa, en el conato azul, incierto e imprevisible de su vida.

Al despertar, supo que había llorado en sueños. Estaba encima de Rafael Liévano, que la mecía con su respiración y también dormía. Se bajó de Rafael Liévano para tenderse a su lado, cuidando de no despertarlo. Miró en escorzo las líneas de sus piernas duras y oscuras, junto a las suyas, castañas y onduladas. Lo atrajo a su pecho un rato hasta que la vencieron las ganas de mirarlo más. Lo miró parte por parte, el amplio pecho lampiño y los musculillos del abdomen, sus manos ásperas, de uñas duras y sucias; sus orejas separadas pero redondas y armoniosas; y su ombligo liso, sabiamente anudado por alguien, al final de un camino de vellos que subía como una crin del pubis bien poblado.

El miembro de Rafael Liévano reposaba echado a la izquierda, con una lágrima de semen en la cima. Leonor lo alzó para mirar dónde nacía. Vio un confuso bastidor de pelos y pellejos circundando la bolsa oscura de los testículos. Puso una mano bajo los testículos, como para exhibirlos en una patena, y los sintió moverse en su palma, levemente, acomodándose con risueña pereza a su nueva condición. Quiso verlos de cerca y se hincó frente a ellos. Levantó el miembro de Rafael Liévano con la mano izquierda, el pulgar y el índice a manera de una pinza quirúrgica, para que no estorbara su inspección. Con la otra mano extendió la piel corrugada de los testículos, la piel extrañamente cuadricular y a la vez rugosa, como una superficie de terracota, y la sintió lisa y tersa, como ninguna otra parte del cuerpo.

Los testículos de Rafael Liévano volvieron a moverse. El testículo izquierdo hizo una especie de maroma en su bolsa y se replegó, tímidamente; el otro pareció temblar, inquietado por el movimiento de su gemelo. "Están vivos", se sonrió Leonor. Vio que el testículo retraído volvía a su sitio dando otra maroma, mientras su vecino emprendía una circunvolución similar, aunque menos pronunciada. Pensó que tenían vida propia, como dos conejos recién nacidos que ensayaran sus primeros pasos.

– Falta la música -le dijo a Rafael Liévano, cuando él abrió los ojos. Volvió a montarlo. Media hora después, jadeante y casi desmayada, repitió, mientras le hurgaba las orejas con el índice y los ojos con la sonrisa: -Falta la música, baboso. Prometiste llevarme a la disco.

– Prometí, pero me acabé el dinero en el hotel -confesó Rafael Liévano.

– Pues improvisa -le exigió Leonor.

– Puede que nos alcance para entrar -calculó Rafael Liévano.

– Conque nos alcance para entrar está bien -dijo Leonor.

La disco empezaba por la tarde, temprano, pero eran casi las ocho cuando salieron del hotel. El dinero sobrante les alcanzó para entrar, como había previsto Rafael Liévano, aunque sólo para eso. En el estruendo y la intermitencia relampagueantes de las luces, sobre las manos alzadas y los cuerpos frenéticos de la pista, alcanzaron a ver una mesa donde bebían y manoteaban dos amigos de la escuela.

– Ya estuvo, ellos me prestan -le gritó en el oído Rafael Liévano, encaminándola a la mesa.

Los amigos bebían aparatosamente, del cuello de una botella de coñac, sorbos petulantes que alternaban con tragos de anís. Compartían la mesa con otros bebedores, que Leonor no conocía. Saludó a los amigos con besos en la mejilla y a los desconocidos con una alegre mano en alto. Mientras Rafael Liévano gestionaba su préstamo en el oído de uno, Leonor sintió la mirada de los otros, como si la tocaran. La fuerza de ese contacto la hizo voltear y vio al rubio de las cadenas doradas en el pecho, midiéndola con gesto conocedor, como si apreciara ganado. Le dio risa y luego rabia y luego curiosidad, y luego risa de nuevo, y lo miró otra vez, sin enmendar ahora la mirada, jugando a sostenerla todo el tiempo. Sin dejar de mirarla tampoco, el rubio alzó la mano para frenar al mesero que pasaba y le dijo, señalando a Leonor con la cabeza: -Pregúntale qué quiere. Yo la invito.

– Nada -le dijo Leonor al mesero, cuando recibió la oferta, todavía sin quitarle la vista a su invitante.

El rubio vino entonces hasta Leonor para sacarla a bailar. "¿Es posible que me guste este baboso?", se dijo Leonor, rehusándolo con una sonrisa despectiva que era sin embargo una forma de aceptación.

– No tienen dinero -gritó Rafael Liévano en el oído de Leonor.

– ¿No tienen qué? -preguntó Leonor, vencida por el estruendo, desentendiéndose del rubio de las cadenas.

– Dinero -repitió Rafael Liévano. -No tienen dinero que prestarnos.

– Siéntense con nosotros -dijo el rubio a Rafael Liévano, como si lo hubiera oído. -Tenemos lugar.

– Siéntate, Liévano -refrendó uno de los amigos y se puso de pie, ya un tanto ebrio, tambaleante. -Déjame bailar con la Gonzalbo.

Leonor asintió con un guiño a la mirada de Rafael Liévano y se fue con el amigo hacia la pista tumultuaria. Bailaron mezclados, cambiando parejas sin proponérselo, frotándose con otros sin proponérselo, hasta que sintió dos manos tomándola de las caderas por la espalda con toda intención. Volteó sin perder el paso y vio al rubio de las cadenas, desafiante y sobrado frente a ella. "Conmigo", le dijo, jalándola del brazo. Leonor se zafó y de dos brincos se puso atrás de otra pareja, buscando a la suya, que estaba perdido a unos metros, concentrado en su baile solipsista. Se corrió hasta él, pero al dar un giro topó de nuevo con el rubio de las cadenas que esta vez la recibió con un abrazo y un beso en el cuello. "Qué te pasa", le dijo Leonor, rechazándolo. "Me pasas tú", dijo el rubio y la jaló de nuevo para besarla en la boca. No pudo reaccionar, cuando reaccionó ya había sentido el tirón en el brazo y Rafael Liévano estaba sobre el rubio de las cadenas golpeándolo en el piso. En medio de los gritos, llegaron dos guardianes y detuvieron a Rafael Liévano. Lo pusieron contra un barandal de la pista y le dijeron: -Te calmas, chavo. Y te vas. Este lugar es para hacer amigos. Si quieres madrazos, afuera.

Rafael Liévano tomó a Leonor del brazo y echó a caminar, con Leonor a remolque, hacia la puerta.

– Estás loco, qué te pasa -alcanzó a balbucir Leonor, cuando cruzaron el vestíbulo.

– Si quieres andar con otro, órale -le gritó Rafael Liévano caminando adelante de ella, sin voltear a mirarla. -Pero no enfrente de mí, ni el día que saliste conmigo.

– No quiero andar con otro -dijo Leonor, molesta por las miradas que los marcaban al pasar.

– Que te guste otro, de acuerdo -repitió Rafael Liévano. -Pero no el día que sales conmigo.

– No me gustó. ¿Qué te pasa? -dijo sin convicción Leonor, ya camino al coche, en el estacionamiento. Entonces oyó los trompicones a su espalda y vio pasar sobre su hombro una sombra que cayó sobre Rafael Liévano y rodó con él por el suelo. Cuando acabaron de rodar, Rafael Liévano quedó encima, pero llegó otro y lo pateó en las costillas. Leonor se aferró a la cintura del pateador y lo apartó unos metros, pero llegó un tercero que golpeó a Rafael Liévano en la nuca, derribándolo de nuevo. Era el rubio de la cadenas. Leonor recibió un golpe en la oreja y cayó sobre el cofre de un auto, cuando su detenido se zafó de su abrazo. Los tres agresores, de pie, rodearon a Rafael Liévano y empezaron a golpearlo con los puños.

– ¿Quieres más? -oyó que le gritaban, mientras el rubio lo pateaba en las nalgas. Leonor empezó a gritar.

– Tú cállate -le dijo el rubio, como si fuera suya.

Pero Leonor siguió gritando hasta que acudieron los guardianes de la disco. Detuvieron a los agresores y pusieron de pie a Rafael Liévano contra el flanco de un coche.

¿Estás bien? -le preguntó uno, revisando su rostro en busca de heridas. Rafael Liévano no contestó. Tenía rota la camisa y lastimada una oreja.

– Te la buscaste -le dijo el guardia. -No tienes nada.

– No -dijo Rafael Liévano.

– Llévatelo -le dijo el guardián a Leonor. -No pasó nada.

– Ustedes los protegieron -dijo Leonor, iracunda -Protegimos a tu galán -le dijo el guardia. Llévatelo en paz, ándale.

– Le pegaron por la espalda -acusó Leonor.

– No fue nada. Mañana ni se acuerda -dijo el guardia.

– Pero me voy a acordar yo de ustedes -dijo Leonor.

– No amenaces, chiquita. Llévate a tu galán, ándale. Y vuelvan cuando quieran. Preguntan por mí, Benjamín, y yo los cuido todo el rato.

Rafael Liévano empezó a caminar hacia el coche, desentendiéndose del alegato de Leonor. Un dolor en el costado lo paralizó al abrir la puerta.

– ¿Te duele? ¿Quieres que yo maneje? -preguntó Leonor.

Rafael Liévano negó con la cabeza, pero se detuvo a tomar aire un segundo antes de meterse al coche. Ya adentro los dos, esperó otro rato en silencio antes de prender la marcha.

– Son las diez y media. Te llevo a tu casa -le dijo a Leonor.

– No quiero ir a mi casa -dijo Leonor.

¿Qué quieres, entonces?

– Lo que tú quieras.

– Quiero largarme de aquí -dijo Rafael Liévano.

Manejó violentamente, como para desahogarse, rumbo a casa de Leonor, pero pasó de largo por la casa buscando las soledades cómplices de las manzanas siguientes, protegidas por árboles y curvas que anticipaban la barranca de Las Lomas. Se detuvo bajo una generosa Jacaranda y le dijo a Leonor:

– Pásame la bolsa de la guantera.

Leonor le pasó la bolsa. Rafael Liévano extrajo del fondo un cigarrillo de marihuana. Prendió y aspiró varias veces, para avivar la flama, antes de pasarlo a Leonor.

– No quiero -dijo Leonor.

Rafael Liévano retiró el pitillo que ofrecía y volvió a fumar dejando entrar el humo pleno en su pecho, todavía agitado y tenso. Cuando iba a fumar de nuevo, Leonor pidió. Fumó dos veces. Oyó tronar el pitillo y sintió la brasa quemarle los labios. El humo le rascó la garganta, haciéndola toser, y se le metió en un ojo. Rafael Liévano fumó después su turno, ella el suyo, y fueron alternándose hasta que la bachicha les quemó los dedos primero y las uñas después.

Rafael Liévano prendió el radio y echó su asiento hacia atrás. Leonor echó también el suyo, se inclinó sobre Rafael Liévano y le desabotonó la camisa sobre el pecho lampiño hasta descubrirle las costillas. En el costillar derecho había un rayón cárdeno con un borde morado que empezaba a crecer. Leonor puso la mano ahí, la misma mano que había puesto horas antes en los testículos de Rafael Liévano, y creyó sentir a través de la herida, como en una radiografía, todo el fluido del cuerpo de Rafael Liévano, sus circuitos alámbricos y sus líquidos eléctricos chocando, acelerándose, fluyendo, acudiendo a su mano y a la herida para restituir y curar, aliviar, perdonarla.

Tenía la boca seca, la lengua seca y el alma seca, drenada de culpa por los golpes dados a ese cuerpo que amaba y ahora conocía como ninguno, a través de sus heridas. Puso la oreja sobre el pecho de Rafael Liévano y lo oyó palpitar, resonante como un tambor, y respirar como un fuelle, y crecer como un mapa vivo, agregando colinas y cañadas sobre la planicie morena de la piel que se perdía en el confín remoto del ombligo. Supo que estaba, deudora y diminuta, adscrita al único país del pecho de Rafael Liévano, parásita de su inmensidad, esclava de su geografía inabarcable.