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Sentada en la piedra, a la espera de que Jesús vuelva de la pesca, María de Magdala piensa en María de Nazaret.
Hasta este día en que estamos, la madre de Jesús, para ella, fue sólo eso, la madre de Jesús, ahora sabe, porque después lo preguntó, que su nombre también es María, coincidencia en sí misma de mínima importancia, dado que son muchas las Marías en esta tierra, y más que han de ser si la moda se extiende, pero nosotros nos aventuraríamos a suponer que existe un sentimiento de más profunda fraternidad en quienes llevan nombres iguales, es como imaginamos que se sentirá José cuando se acuerde del otro José que fue su padre, no hijo, sino hermano, el problema de Dios es ese, nadie tiene el nombre que él tiene.
Llevadas a semejante extremo, no parecen ser tales reflexiones producto de un discernimiento como el de María de Magdala, aunque no nos falte información de que lo tiene muy capaz para otras reflexiones de no menor alcance, lo que pasa es que van en direcciones diferentes, por ejemplo, en el caso de ahora, una mujer ama a un hombre y piensa en la madre de ese hombre. María de Magdala no conoce, por propia experiencia, el amor de la madre por su hijo, conoció al fin el amor de la mujer por su hombre, después de haber aprendido y practicado antes el amor falso, los mil modos del no amor. Quiere a Jesús como mujer, pero desearía quererlo también como madre, tal vez porque su edad no esté tan lejos de la edad de la madre verdadera, la que mandó recado para que su hijo volviera, y el hijo no volvió, un pregunta se hace María de Magdala, qué dolor sentirá María de Nazaret cuando se lo digan, pero no es igual que imaginar lo que ella sufriría si Jesús le faltase, le faltaría el hombre, no el hijo, Señor, dame, juntos, los dos dolores, si así tiene que ser, murmuró María de Magdala esperando a Jesús. Y cuando la barca se acercó y fue arrastrada a tierra, cuando los cestos cargados de pescado hasta rebosar empezaron a ser transportados, cuando Jesús, con los pies en el agua, ayudaba al trabajo y se reía como un niño, María de Magdala se vio a sí misma como si fuese María de Nazaret y, levantándose de donde estaba, bajó hasta la orilla del mar, entró en el agua para estar junto a él y dijo, después de besarlo en el hombro, Hijo mío. Nadie oyó que Jesús hubiera dicho, Madre, pues ya se sabe que las palabras pronunciadas por el corazón no tienen lengua que las articule, las retiene un nudo en la garganta y sólo en los ojos se pueden leer. De manos de los pescadores recibieron María y Jesús el cesto de pescado con que les pagaban el servicio y, como hacían siempre, se retiraron los dos a la casa donde pernoctarían, porque su vida era esto, no tener casa propia, ir de barco en barco y de estera en estera, algunas veces, al principio, Jesús dijo a María, Esta vida no te conviene, busquemos una casa que sea nuestra y yo iré a estar contigo siempre que sea posible, a lo que María respondió, No quiero esperarte, quiero estar donde tú estés. Un día, Jesús le preguntó si tenía parientes con quienes pudiera vivir y ella respondió que tenía un hermano y una hermana que vivían en la aldea de Betania de Judea, ella se llamaba Marta, él Lázaro, pero que los dejó cuando se prostituyó y que, para no avergonzarlos, se fue lejos, de tierra en tierra, hasta llegar Magdala.
Entonces tu nombre debería ser María de Betania, si allí naciste, dice Jesús, Sí, fue en Betania donde nací, pero en Magdala me encontraste, por eso de Magdala quiero seguir siendo, a mí no me llaman Jesús de Belén, pese a haber nacido en Belén, de Nazaret no soy, porque ni me quieren ni los quiero yo, tal vez debiera llamarme Jesús de Magdala, como tú, y por la misma razón, Recuerda que quemamos la casa, Pero no la memoria, dijo Jesús. De la vuelta de María a Betania no volvió a hablarse, esta orilla del mar es para ellos el mundo entero, dondequiera que el hombre esté, estará con él la obligación.
Dice el pueblo, lo decimos nosotros, probablemente lo dicen los pueblos todos, siendo como es tan general y universal la experiencia de los males, que bajo los pies se levantan las fatigas. Tal dicho, si no nos equivocamos, sólo podía haberlo inventado un pueblo a costa de tropezones y topadas, de contrariedades, percances y púas asesinas. Después, en virtud de la generalidad y de la universalidad ya señaladas, se habrá difundido por todo el orbe, haciendo ley, pero, aun así, suponemos que con cierta resistencia por parte de las gentes marítimas y piscatorias que saben que existen hondísimas honduras entre sus pies y el suelo, y no pocas abisales abismos. Para el pueblo del mar, las fatigas no se levantan del suelo, para el pueblo del mar, las fatigas caen del cielo, se llaman viento y vendaval, y por su culpa se alzan las ondas y el oleaje, se generan tempestades, se rompe la vela, se quiebra el mástil, se hunde el frágil leño, estos hombres de la pesca y de la navegación donde mueren, realmente, es entre el cielo y la tierra, el cielo que las manos no alcanzan, el suelo al que los pies no llegan. El mar de Galilea es casi siempre un manso, tranquilo y comedido lago, pero un día cualquiera se desmandan las furias oceánicas por estos lados y es un sálvese quien pueda, a veces, desgraciadamente, no todos pueden. De un caso de estos tendremos que hablar, pero antes es preciso que regresemos a Jesús de Nazaret y a algunas recientes preocupaciones suyas que muestran hasta qué punto el corazón del hombre es un eterno insatisfecho y, en definitiva, el simple deber cumplido no da tanta satisfacción como nos vienen diciendo quienes con poco se contentan. Sin duda, se puede decir que gracias al continuo sube y baja de Jesús, entre el río Jordán de arriba y el río Jordán de abajo, no hay penuria, ni siquiera carencias ocasionales, en toda la orilla occidental, habiéndose llegado al punto de que se beneficiaran de la abundancia los que ni pescadores eran, pues la plétora de pescado hace caer los precios, lo que, evidentemente, vino a resultar en más gente comiendo más y más barato. Verdad es que hubo alguna tentativa de mantener los precios altos por el conocido método corporativo de lanzar al mar un poco del producto de la pesca, pero Jesús, de quien en última instancia dependía la mayor o menor suerte de las mareas, amenazó con irse de allí a otra parte, y los prevaricadores de la ley nueva le pidieron disculpas, hasta la próxima. Toda la gente, pues, parece tener razones para sentirse feliz, pero Jesús no. {él piensa que no es vida andar continuamente de un lado a otro, embarcando y desembarcando, siempre los mismos gestos, siempre las mismas palabras, y que, siendo cierto que el poder de la pesca abundante le viene del Señor, no ve la razón para que el Señor quiera que su vida se consuma en esta monotonía hasta que llegue el día en que se sirva llamarlo, como ha prometido. Que el Señor está con él, no lo duda Jesús, pues nunca deja el pescado de venir cuando lo llama y esta circunstancia, por un proceso deductivo inevitable del que aquí no creemos necesario hacer demostración ni presentar su secuencia, acabó por llevarlo, con el tiempo, a preguntarse si no habría acaso otros poderes que el Señor estaría dispuesto a cederle, no por delegación o por concesión graciosa, claro está, sino por préstamo simple y con la condición de hacer de ellos buen uso, lo que, como hemos visto, Jesús estaba en condiciones de garantizar, véase si no el trabajo en que se ha metido, sin más ayuda que la intuición. La manera de saberlo era fácil, tan fácil como decirlo, bastaba con hacer la experiencia, si ella resultaba, era porque Dios estaba de su parte, si no resultase, Dios manifestaba que estaba en contra.
Simplemente quedaba una cuestión previa por resolver, y esa cuestión era la de elegir. No siendo posible consultar directamente al Señor, Jesús tendría que arriesgar, seleccionar entre los poderes posibles el que pareciera ofrecer menos resistencia y que no se viera demasiado, aunque tampoco tan discreto que pasara inadvertido a quien de él viniera a beneficiarse y al mundo, con lo que hubiera padecido la gloria del Señor, que en todo debe prevalecer.
Pero Jesús no se decidía, tenía miedo de que el Señor hiciera escarnio de él, de que lo humillase, como en el desierto hizo y podía haber hecho después, aún hoy se estremecía pensando la vergüenza que hubiera sentido si cuando por primera vez dijo Lanzad la red a este lado, la viera subir vacía. Tanto lo ocupaban estos pensamientos que una noche soñó que alguien le decía al oído, No temas, recuerda que Dios te necesita, pero cuando despertó tuvo dudas sobre la identidad del consejero, podría haber sido un ángel, de los muchos que andan haciendo los recados del Señor, podría haber sido un demonio, de los otros tantos que a Satán sirven para todo, a su lado María de Magdala parecía dormir profundamente, por eso no pudo ser ella, ni pensó Jesús que lo fuera. En esto estaba cuando un día, que por los indicios en nada se mostraba diferente a los otros, Jesús fue al mar para el milagro de costumbre. El tiempo estaba cargado, con nubes bajas, amenazando lluvia, pero no por eso va a quedarse un pescador en casa, buenos estaríamos si todo en la vida fuera regalo y bienestar. Le tocaba precisamente aquel día la barca de Simón y Andrés, aquellos dos hermanos pescadores que fueron testigos del primer prodigio, y con ella, de reserva, va también la de los dos hijos de Zebedeo, Tiago y Juan, pues, aunque no sea el mismo efecto milagroso, siempre la barca que está más cerca aprovecha algo del pescado que quede. El viento fuerte los lleva rápidamente hacia altamar y allí, arriadas las velas, empiezan los pescadores, en una barca y en la otra, a desdoblar las redes, a la espera de que Jesús diga de qué lado deben lanzarlas. En esto están, cuando de pronto se levantan los vientos en una tempestad que cayó del cielo sin anunciarse, porque como anuncio no podría entenderse un simple cielo cubierto, y fue de manera tal que las olas eran como las del mar verdadero, de la altura de casas, empujadas por una ventolera enloquecida, ahora aquí, ahora allá, y en medio aquellos cascarones de nuez saltando sin gobierno, que la maniobra nada podía contra la furia de los elementos desencadenados. La gente que estaba en la orilla, viendo el peligro en que se hallaban las pobres criaturas, ya sin defensas, empezó a dar gritos desolados, había allí esposas y madres, y hermanas, e hijos pequeñitos, alguna suegra compasiva, y era un clamor que no se sabe cómo no llegó al cielo, Ay, mi querido marido, Ay mi querido hijo, Ay, mi querido hermano, Ay, mi yerno, Maldito seas mar, Señora de los Afligidos, ayudadnos, Señora del Buen Viaje, échales una mano, los niños sólo sabían llorar, pero ni así.
María de Magdala estaba también allí y murmuraba, Jesús, Jesús, pero no era por él por quien lo decía, pues sabía que el Señor lo había guardado para otro momento, no para una vulgar tormenta en el mar, sin más consecuencias que unos cuantos ahogados, decía Jesús Jesús, como si decirlo pudiera servir de algo a los pescadores, que esos, sí, parecía que allí iban a cumplir su suerte. Jesús, en la barca, viendo el desánimo y la confusión de las tripulaciones, y que las olas saltaban por encima de la borda y lo inundaban todo, y que los mástiles se partían llevándose por los aires las velas sueltas, y que la lluvia caía en torrentes que sólo ellos bastarían para hundir una nave del emperador, Jesús, viendo todo esto, se dijo, No es justo que mueran estos hombres y quede yo con vida, sin contar con que el Señor seguro que me lo reprocharía Podías haber salvado a los que estaban contigo y no los salvaste, no te bastó lo de tu padre, el dolor de este recuerdo hizo saltar a Jesús, y entonces, de pie, firme y seguro como si debajo lo sostuviera un sólido suelo, gritó, Cállate, e iba esto para el viento, Aquiétate, y esto para el mar, apenas dijo estas palabras se calmaron el mar y el viento, las nubes del cielo se apartaron y el sol apareció como una gloria, que lo es y siempre lo ha de ser, al menos para quien vive menos que él. No se puede imaginar la alegría en aquellos barcos, los besos, los abrazos, las lágrimas de alegría en tierra, los de aquí no sabían por qué había acabado tan rápidamente la tempestad, los de allí, como resucitados, no pensaban sino en su vida a salvo, y si algunos exclamaron Milagro, milagro, en aquellos primeros momentos no se dieron cuenta de que alguien tenía que haber sido su autor. Pero de repente se hizo el silencio en el mar, los otros barcos rodeaban al de Simón y Andrés, y los pescadores miraban todos a Jesús, mudos de asombro porque, pese al estruendo de la tempestad, oyeron los gritos, Cállate, Aquiétate, y allí está él, Jesús, el hombre que había gritado, el que ordenaba a los peces que salieran de las aguas para los hombres, el que ordenaba a las aguas que no llevaran a los hombres a los peces. Jesús estaba sentado en el banco de los remeros, con la cabeza baja, con una difusa y contradictoria sensación de triunfo y de desastre, como si, habiendo subido hasta el punto más alto de una montaña, en el mismo instante comenzara el melancólico e inevitable descenso. Pero ahora, en círculo, los hombres esperaban una palabra suya, no bastaba haber dominado el viento y amansado las aguas, tenía que explicarles cómo lo pudo hacer un simple galileo hijo de carpintero, cuando el propio Dios parecía haberlos abandonado al frío abrazo de la muerte. Se levantó Jesús entonces y dijo, Esto que acabáis de ver no lo he hecho yo, las voces que alejaron la tempestad no fueron dichas por mi boca, yo sólo soy la lengua de que se sirvió Dios para hablar, acordaos de los profetas. Dijo Simón, que en la misma barca estaba, Así como hizo venir la tempestad, el Señor podía haber mandado que se fuera, y nosotros diríamos el Señor la trajo, el Señor se la llevó, pero fueron tu voluntad y tus palabras las que nos salvaron la vida cuando, ante los ojos de Dios, la creíamos perdida, Dios lo hizo, volvió a decir, no yo.
Dijo entonces Juan, el hijo menor de Zebedeo, probando de esta manera que no era tan simple de espíritu, Sin duda lo hizo Dios, pues en él moran toda la fuerza y todo el poder, pero lo hizo por mediación de ti, de donde saco la conclusión de que Dios quiere que te conozcamos, Ya me conocíais, De aparecer aquí llegado de nadie sabe dónde, de llenar nuestras barcas de peces, no sabemos cómo, Soy Jesús de Nazaret, hijo de un carpintero que murió crucificado por los romanos, durante un tiempo fui pastor del mayor rebaño de ovejas y cabras que se haya visto, ahora, con vosotros, y quizá hasta mi muerte, soy pescador.
Dijo Andrés, el hermano de Simón, Nosotros sí que debemos estar contigo, porque si a un hombre común, como tú dices ser, le fueron dados tales poderes y el poder de usarlos, pobre de ti, porque tu soledad será más pesada que una piedra atada al cuello. Dijo Jesús, Quedaos conmigo si el corazón os lo pide, pero no digáis a nadie nada de lo que aquí ha pasado, porque aún no ha llegado el tiempo de que el Señor confirme la voluntad que quiere ejecutar en mí, si, como dice Juan, quiere Dios que me conozcáis. Dijo entonces Tiago, el hijo mayor de Zebedeo, tan poco simple, en definitiva, como su hermano, No creas que el pueblo va a callar, míralos allí en la orilla, mira cómo te esperan para aclamarte, y algunos, de impaciencia, empujan ya barcos al agua para unirse a nosotros, pero aunque consiguiéramos moderar su entusiasmo, aunque los convenciésemos para que guardaran, si pueden, el secreto, tú tendrás la certeza de que, en cualquier momento, incluso no deseándolo tú, se manifestará Dios, más que por tu presencia, por tu mediación. Dejó Jesús caer su cabeza, era una representación viva de la tristeza y el abandono, y dijo, Estamos todos en manos del Señor, Tú más que nosotros, dijo Simón, porque él te ha preferido, pero nosotros estaremos contigo, Hasta el fin, dijo Juan, Hasta cuando tú quieras, dijo Andrés, Hasta donde podamos, dijo Tiago. Se acercaban los barcos que venían de la orilla, gesticulaban los que iban dentro, se multiplicaban las bendiciones y las alabanzas y Jesús, resignado, dijo, Vamos, el vino está en el vaso, hay que beberlo. No buscó a María de Magdala, sabía que ella esperaba en tierra, como siempre, que ningún milagro alteraría la constancia de esa espera, y una alegría grata y humilde sosegó su corazón.
Cuando desembarcó, más que abrazarla se abrazó a ella, escuchó, sin sorpresa, lo que María de Magdala le dijo con un murmullo junto a la oreja, su rostro contra la barba mojada, Perderás la guerra, no tienes otro remedio, pero ganarás todas las batallas, y luego, juntos, saludando él a un lado y a otro a los circunstantes que lo aclamaban como a un general que regresa vencedor de su primer combate, subieron, acompañados de los amigos, el empinado camino que conducía a Cafarnaún, la aldea donde vivían Simón y Andrés, en cuya casa, de momento, habitaban.
Acertó Tiago al decir que no creía que el conocimiento público del milagro de la tempestad calmada pudiera quedar limitado a los que fueron testigos de él. En pocos días no se hablaba de otra cosa en aquellos andurriales, aunque, caso extraño, no siendo este mar, como ya se ha dicho, una inmensidad, y pudiendo, desde un punto alto y con el aire limpio, verse por entero de margen a margen y de extremo a extremo, ocurrió que en Tiberíades, por ejemplo, nadie se enteró de que hubiera temporal, y cuando alguien llegó con la nueva de que uno que estaba con los pescadores de Cafarnaún hizo cesar, con su voz, una tempestad, la respuesta fue, Qué tempestad, lo que dejó sin habla al informador. Que hubo realmente tempestad no se podía dudar, ahí estaba para afirmarlo y jurarlo el miedo que pasaron los protagonistas del episodio, directos e indirectos, incluyéndose unos arrieros de Safed y Caná, que andaban por allí tratando de sus negocios. Fueron ellos quienes llevaron la noticia al interior, matizada según los arrebatos de la imaginación de cada uno, pero no pudieron alcanzar todo el territorio, y esto de las noticias ya sabemos cómo es, van perdiendo convicción con el tiempo y la distancia, y cuando la nueva, que ya lo era tan poco, llegó a Nazaret, no se sabía si hubo milagro realmente, o si fue apenas una feliz coincidencia entre una palabra lanzada al viento y un viento que se cansó de soplar. Corazón de madre, sin embargo, no se equivoca, y a María le bastaron los casi extintos ecos de un prodigio del que ya se empezaba a dudar, para, en su corazón, tener la seguridad de que lo obró el hijo ausente. Lloró por los rincones el orgullo de su ínfima autoridad materna, que le hizo ocultar a Jesús la aparición del ángel y las revelaciones de que portaba, creyendo que un simple recado de media docena de palabras reticentes haría regresar a casa a quien de ella salió con su propio corazón sangrando.
No tenía María junto a ella, para desahogarse de tristezas tan amargas y dolorosas, a su hija Lisia, que entre tanto se había casado y vivía en la aldea de Caná. A Tiago no se atrevería a hablarle, que ese volvió furioso tras el encuentro con el hermano, sin callar lo de la mujer con quien Jesús estaba, Podría ser su madre, y la pinta que tenía, de mujer con mucha experiencia de la vida y de otras cosas que no menciono, aunque, la verdad sea dicha, la propia experiencia de Tiago era escasísima en términos de comparación, en este agujero del mundo que es su aldea. Así que María se desahogó con José, ese hijo que, por el nombre y las maneras, más le recordaba al marido, pero José no pudo consolarla, Madre, estamos pagando lo que hicimos, y mi temor, yo que vi a Jesús y le oí, es que sea para siempre, que desde donde está no vuelva nunca, Sabes lo que de él se dice, que habló con una tempestad y que ella se calmó al oírlo, También sabíamos que con su poder llenaba de pescado las barcas de los pescadores, nos lo dijeron ellos mismos, Tenía razón el ángel, Qué ángel, preguntó José, y María le contó todo cuanto con ellos había acontecido, desde la aparición del mendigo que echó en la escudilla la tierra luminosa hasta lo del ángel de su sueño. Esta conversación no la tuvieron en casa, que allí no era posible, siendo aún la familia tan numerosa, esta gente, siempre que quiere hablar de asuntos sigilosos, va al desierto, donde, si cuadra, puede incluso encontrar a Dios. Estaban así charlando cuando vio José pasar a lo lejos, en las colinas a las que la madre daba la espalda, un rebaño de ovejas y cabras con su pastor.
Le pareció que el rebaño no era grande, ni alto el pastor, por eso vio y calló. Y cuando la madre dijo, Nunca más veré a Jesús, respondió, pensativo, Quién sabe.
Tenía razón José. Pasado un tiempo, cosa de un año, llegó un recado de Lisia para su madre, invitándola, en nombre de los suegros, a ir a Caná, a la boda de una cuñada suya, hermana del marido, y que llevara con ella a quien quisiera, que todos serían bienvenidos. Siendo ella la invitada, tenía derecho a elegir la compañía, pero como, por respeto, no quería abusar, puesto que hay pocas cosas tan deprimentes como una viuda con muchos hijos, decidió llevar con ella sólo a dos, a su preferido de ahora, José, y a Lidia, que por ser niña, nunca le estaban de más fiestas y distracciones. Caná no está lejos de Nazaret, poco más de una hora de camino de las nuestras, y con este tiempo de suave otoño, habría sido un paseo de los más apacibles aunque no fuese una boda el motivo del viaje. Salieron de casa apenas nació el sol, para poder llegar a Caná con tiempo de que María ayude a las últimas tareas de un acto ceremonial y festivo en el que el trabajo está en proporción directa de la gente que se alegra y divierte. Vino Lisia al encuentro de la madre y de los dos hermanos con afectuosas demostraciones, se informaron unos del bienestar y salud y otros de la salud y el bienestar, y como el trabajo urgía, María y ella se acercaron a la casa del novio, donde, según costumbre, se celebraría la fiesta, iban a cuidar de los calderos, con las demás mujeres de la familia. José y Lidia se quedaron en el patio, jugando con los de su edad, los chicos jugando con los chicos, las chicas bailando con las chicas, hasta el momento en que advirtieron que empezaba la ceremonia. Corrieron todos, ahora sin mayor discriminación de sexos, tras los hombres que acompañaban al novio, sus amigos, que llevaban las antorchas tradicionales, y esto en una mañana así, de luz tan resplandeciente, lo que, por lo menos, deberá servir para demostrar que una lucecilla más, aunque sea de un hachón, nunca es de despreciar por mucho que el sol brille. Los vecinos, con alegre semblante, aparecían saludando en las puertas, guardando las bendiciones para un rato después, cuando el cortejo regresara trayendo a la novia. No llegaron José y Lidia a ver el resto, que tampoco iba a ser gran novedad para ellos, pues ya habían tenido en su tiempo una boda en la familia, el novio llamando a la puerta y pidiendo ver a la novia, ella apareciendo, rodeada de sus amigas, también éstas con luces, aunque modestas, simples lamparillas como a mujeres conviene, que un hachón es cosa de hombre por el fuego y por las dimensiones, y después el novio levantando el velo de la novia y dando un grito de júbilo ante el tesoro que había encontrado, como si en estos últimos doce meses, que tantos eran los que el noviazgo duraba, no la hubiera visto mil veces, y con ella ido a la cama cuando le apeteció. No vieron estos números José y Lidia porque, de pronto, mirando él por casualidad hacia una calle larga, vio aparecer al fondo dos hombres y una mujer y, con la sensación de estar viviéndolo por segunda vez, reconoció a su hermano y a la mujer que con él andaba. Gritó a la hermana, Mira, es Jesús, y corrieron ambos en aquella dirección, pero de repente se detuvo José, recordando a su madre y recordando la dureza con que el hermano lo recibió en el mar, no a él, claro está, sino al recado de que con Tiago era portador, y pensando que luego tendría que explicarle a Jesús por qué procedía así, dio la vuelta.
Al doblar la esquina de la calle, se volvió a mirar y, mordido por los celos, vio al hermano levantando en los brazos a Lidia como si fuera una pluma y a ella cubriéndole la cara de besos, mientras la mujer y el otro hombre sonreían. Con los ojos nublados por lágrimas de frustración, José corrió, corrió, entró en la casa, atravesó el patio a saltos para evitar los manteles y las vituallas dispuestas en el suelo y en mesitas bajas, llamó, Madre, madre, lo que nos salva es que cada uno tenga su propia voz, pues no faltarían madres que se volvieran para ver a un hijo que no era suyo, sólo miró María, miró y comprendió cuando José le dijo, Ahí viene Jesús, ella lo sabía ya.
Palideció, se puso roja, sonrió, se quedó seria y pálida de nuevo, y el resultado de todas estas alteraciones fue llevarse una mano al pecho como si le fallara el corazón y retroceder dos pasos como si hubiera tropezado con un muro.
Quién viene con él, preguntó, porque tenía la seguridad de que alguien lo acompañaba, Un hombre y una mujer, y Lidia, que se quedó con ellos, La mujer es la que tú viste, Sí, madre, pero al hombre no lo conozco. Se acercó Lisia, curiosa, sin adivinar lo que ocurría, Qué pasa, madre, Tu hermano está aquí y viene al casamiento, Jesús está en Caná, Lo ha visto José. No fueron tan patentes los alborozos de Lisia, pero se le abrió el rostro en una sonrisa que parecía no acabar nunca, y murmuró, Mi hermano, digamos, para quien no lo sepa, que esto es una manifestación de alegría, una sonrisa como la de Lisia y un murmullo que vale otro tanto, Vamos a verlo, dijo, Vete tú, yo me quedo aquí, se defendió la madre, y dirigiéndose a José, Vete con tu hermana. Pero José no quiso ser segundo en los abrazos en los que Lidia fue primera y, porque Lisia sola no se atrevía, se quedaron los tres allí, como acusados a la espera de una sentenbcia, inciertos sobre la misericordia del juez, si las palabras juez y misericordia tienen cabida en este caso.
Asomó Jesús a la puerta, traía a Lidia en brazos y venía María de Magdala atrás, pero antes había entrado Andrés, que él era el otro hombre de la compañía, pariente del novio, como pronto se supo, y decía a los que acudieron, risueños, a recibirlo, No, Simón no puede venir, y mientras unos estaban tan felices con este encuentro de familia, otros, allí mismo, se miraban por encima de un abismo, preguntándose cuál sería el primero en poner un pie en el delicado y frágil puente que, pese a todo, seguía uniendo un lado con el otro. No diremos, como dijo un poeta, que lo mejor del mundo son los niños, pero gracias a ellos logran dar a veces los adultos, sin desdoro de su orgullo, ciertos difíciles pasos, aunque después se venga a ver que el camino no iba más allá. Lidia se soltó de los brazos de Jesús y corrió hacia su madre, y fue como en el teatro de marionetas, un movimiento obligó al otro, y los dos a un tercero, Jesús avanzó hasta su madre y la saludó, conjuntamente a los hermanos, con las palabras de quien todos los días se encuentra, sobrias y sin emoción. Hecho esto, siguió adelante, dejando a María como una transida estatua de sal y perdidos a los hermanos. María de Magdala fue tras él, pasó al lado de María de Nazaret y las dos mujeres, la honesta y la impura, se miraron fugazmente sin hostilidad ni desprecio, más bien con una expresión de mutuo y cómplice reconocimiento que sólo a los entendidos en los laberínticos meandros del corazón femenino es dado comprender. Ya venía cerca el cortejo, se oían los gritos y las palmas, el ruido trémulo y vibrante de las panderetas, los sonidos dispersos y finos de las arpas, el ritmo de las danzas, un griterío de gentes que hablaban al mismo tiempo, un instante después el patio estaba lleno, los novios entraron como en volandas, entre vivas y aplausos, y se adelantaron a recibir las bendiciones de los padres y de los suegros, que los estaban esperando. María, que se había quedado allí, también los bendijo, como bendijera tiempo atrás a su hija Lisia, ahora, como entonces, sin tener a su lado ni marido ni primogénito que ocupase, en poder y autoridad, su lugar. Se sentaron todos, a Jesús le fue ofrecido un lugar de importancia, porque Andrés, con disimulo, informó a sus parientes de que aquél era el hombre que atraía a los peces hacia las redes y que domaba las tempestades, pero Jesús rechazó el honor y se sentó con los otros, quedando en un extremo de las filas de los convidados. A Jesús lo servía María de Magdala, que nadie preguntó quién era, alguna vez se acercó Lisia, y él, en los modos, no hizo diferencias entre una y otra. María atendía en el lado opuesto, con frecuencia, entre las idas y venidas, se cruzaba con María de Magdala, cambiaban la misma mirada, pero no hablaban, hasta que la madre de Jesús hizo a la otra una señal para acercarse a un rincón del patio, y le dijo sin más preámbulo, Cuida a mi hijo, que un ángel me dijo que le esperan grandes trabajos y yo no puedo hacer nada por él, Lo cuidaré, lo defendería con mi vida si ella mereciera tanto, Cómo te llamas, Soy María de Magdala y fui prostituta hasta conocer a tu hijo. María se quedó callada, en su mente se ordenaban, uno a uno, ciertos hechos del pasado, el dinero y lo que acerca de él habían querido insinuar las medias palabras de Jesús, el relato irritado de su hijo Tiago y sus opiniones sobre la mujer que acompañaba al hermano, y sabiéndolo ahora todo, dijo, Yo te bendigo, María de Magdala, por el bien que a mi hijo Jesús has hecho, hoy y para siempre te bendigo. María de Magdala se acercó para besarle el hombro, en señal de respeto, pero la otra María abrió sus brazos, la abrazó y abrazadas permanecieron las dos, en silencio, hasta que se separaron y volvieron al trabajo, que no podía esperar.
La fiesta continuaba, de las cocinas, en corriente incesante, venía la comida, de las ánforas corría el vino, la alegría se soltaba en cantos y danzas, cuando, de repente, la alarma corrió secretamente del mayordomo hasta los padres de los novios, Que se nos acaba el vino, avisaba. El pesar y la confusión cayeron sobre ellos, como si el techo se les viniera encima. Y ahora, qué vamos a hacer, cómo vamos a decirles a nuestros invitados que se ha acabado el vino, no se hablará mañana de otra cosa en todo Caná, Mi hija, se lamentaba la madre de la novia, cómo se van a burlar de ella de aquí en adelante, que en su boda hasta vino faltó, no merecíamos esta vergüenza, qué mal comienzo de vida. En las mesas escurrían el fondo de las copas, algunos invitados miraban alrededor buscando a quién debiera estar sirviéndoles, y María, ahora que ya había transmitido a otra mujer los encargos, deberes y obligaciones que el hijo se negaba a recibir de sus manos, quiso en un relámpago de inteligencia tener su propia demostración de los anunciados poderes de Jesús, después de lo cual podría recogerse en su casa y al silencio, como quien ya ha terminado su misión en el mundo y sólo espera que de él vengan a retirarla. Buscó con los ojos a María de Magdala, la vio cerrar lentamente los párpados y hacer un gesto de asentimiento y, sin más demora, se acercó al hijo y le dijo, en el tono de quien está seguro de no tener que decirlo todo para ser entendido, No tienen vino. Jesús volvió lentamente la cara hacia la madre, la miró como si ella le hubiera hablado desde muy lejos, y preguntó, Mujer, qué hay entre tú y yo, palabras éstas, tremendas, que las oyó quien allí estaba, con asombro, extrañeza, incredulidad, un hijo no trata así a la madre que le dio el ser, harán que el tiempo, las distancias y las voluntades busquen en ellas traducciones, interpretaciones, versiones, matices que mitiguen la brutalidad y, de ser posible, den lo dicho por no dicho o digan que se dijo lo contrario, así se escribirá en el futuro que Jesús dijo, Por qué vienes a molestarme con eso, o, qué tengo yo que ver contigo, o, Quién te ha mandado meterte en eso, mujer, o, Qué tenemos que ver nosotros con eso, mujer, o, Déjame a mí, no es necesario que me lo pidas, o, Por qué no me lo pides abiertamente, sigo siendo el hijo dócil de siempre, o, Haré lo que quieres, no hay desacuerdo entre nosotros. María recibió el golpe en pleno rostro, soportó la mirada que la rechazaba y, colocando al hijo entre la espada y la pared, remató el desafío diciéndoles a los servidores, Haced lo que él os diga. Jesús vio que su madre se alejaba, no dijo una palabra, no hizo un gesto para retenerla, comprendió que el Señor se había servido de ella como antes se sirvió de la tempestad o de la necesidad de los pescadores. Levantó la copa, donde aún quedaba algún vino, y dijo a los servidores, Llenad de agua esas cántaras, eran seis cántaras de barro que servían para la purificación, y ellos las llenaron hasta desbordar, que cada una de ellas tenía dos o res medidas de cabida, Acercádmelas, dijo, y ellos así lo hicieron. Entonces Jesús vertió en cada una de las cántaras una parte del vino que quedaba en su copa y dijo, Llevádselas al mayordomo. El mayordomo, que no sabía de dónde venían las cántaras, después de probar el agua que la pequeña cantidad de vino no había llegado a teñir, llamó al novio y le dijo, todos sirven primero el vino bueno y cuando los invitados han bebido bien, se sirve el peor, tú, sin embargo, has guardado el vino bueno para el final. El novio, que nunca en su vida viera que aquellas cántaras contuvieran vino y que, además, sabía que el vino se había acabado, probó también y puso cara de quien, con mal fingida modestia, se limita a confirmar lo que tenía por cierto, la excelente calidad del néctar, un vintage, por decirlo de alguna manera. Si no fuera por la voz del pueblo, representada, en este caso, por los servidores que al día siguiente le dieron a la lengua a placer, habría sido un milagro frustrado, pues, el mayordomo, si desconocedor era de la transmutación, desconocedor seguiría, al novio le convenía, evidentemente, no decir palabra, Jesús no era persona para andar pregonando por ahí, Yo hice este milagro, y el otro, y el de más allá, María de Magdala, que desde el principio participó del enredo, tampoco iría dando publicidades, {él hizo un milagro, él hizo un milagro, y María, la madre, todavía menos, porque la cuestión fundamental era entre ella y el hijo, lo demás que ocurrió fue por añadidura, en todos los sentidos de la palabra, digan los invitados si no es así, ellos que volvieron a ver los vasos llenos.
María de Nazaret y el hijo no se hablaron más. Mediada la tarde, sin despedirse de la familia, Jesús se fue con María de Magdala por el camino de Tiberíades. Escondidos de su vista, José y Lidia lo siguieron hasta la salida de la aldea y allí se quedaron mirándolo hasta que desapareció en una curva del camino.
Comenzó entonces el tiempo de la gran espera. Las señales con las que hasta ahora el Señor se había manifestado en la persona de Jesús no pasaban de meros prodigios caseros, hábiles prestidigitaaciones, pases del tipo más-rápido-quela-mirada, en el fondo muy poco diferentes a los trucos que ciertos magos de oriente manejaban con arte mucho menos rústica, como tirar una cuerda al aire y subir por ella, sin que se viera que la punta, allá arriba, estaba sujeta a un sólido gancho o que la sujetaba la invisible mano de un genio auxiliar. Para hacer aquellas cosas, a Jesús le bastaba quererlo, pero si alguien le preguntara por qué las hacía, no sabría darle respuesta, o sólo que así fue necesario, unos pescadores sin peces, una tempestad sin recurso, una boda sin vino, realmente, aún no había llegado la hora de que el Señor empezara a hablar por su boca. Lo que se decía en las poblaciones de este lado de Galilea era que un hombre de Nazaret andaba por allí usando poderes que sólo de Dios le podrían venir, y no lo negaba, pero, presentándose él en absoluto omiso de causas, razones y contrapartidas, lo que tenían que hacer era aprovecharse y no hacer preguntas. Claro que Simón y Andrés no pensaban así, ni los hijos de Zebedeo, pero esos eran sus amigos y temían por él. Todas las mañanas, al despertarse, Jesús se preguntaba en silencio, Será hoy, en voz alta lo hacía también algunas veces, para que María de Magdala oyese, y ella se quedaba callada, suspirando, luego lo rodeaba con los brazos, lo besaba en la frente y sobre los ojos, mientras él respiraba el olor dulce y tibio que le subía por los senos, días hubo en los que volvieron a quedarse dormidos, otros en los que él olvidaba la pregunta y la ansiedad y se refugiaba en el cuerpo de María de Magdala como si entrara en un capullo del que sólo podría renacer transformado. Después iba al mar, donde lo esperaban los pescadores, muchos de ellos nunca comprenderían, y así lo dijeron, por qué no se compraba él una barca, a cuenta de ganancias futuras, y empezaba a trabajar por cuenta propia. En ciertas ocasiones, cuando en medio del mar se prolongaban los intervalos entre las maniobras de pesca, siempre necesarias aunque ahora la pesca fuera fácil y relajada como un bostezo, Jesús tenía un súbito presentimiento y su corazón se estremecía, pero sus ojos no miraban al cielo, donde es sabido que Dios habita, lo que él contemplaba con obsesiva avidez era la superficie tranquila del lago, las aguas lisas que brillaban como una piel pulida, lo que él esperaba, con deseo y temor, parecía que tendría que aparecer de las profundidades, nuestros peces, dirían los pescadores, la voz que tarda, pensaba quizá Jesús. La pesca llegaba a su fin, la barca volvía cargada y Jesús, cabizbajo, seguía otra vez a lo largo de la orilla, con María de Magdala atrás, a la búsqueda de quien precisara de sus servicios gratuitos de ojeador. Así pasaron las semanas y los meses, pasaron los años también, mudanzas que a la vista se percibieran sólo las de Tiberíades, donde crecían los edificios y los triunfos, lo demás eran las consabidas repeticiones de una tierra que en los inviernos parece morir en nuestros brazos y en las primaveras resucitar, observación falsa, engaño grosero de los sentidos, que la fuerza de la primavera sería nada si el invierno no hubiera dormido.
Y he aquí que, cuando iba Jesús por sus veinticinco años, pareció que el universo todo empezase de súbito a moverse, nuevas señales se sucedieron, unas tras otras, como si alguien, con repentina prisa, pretendiera recuperar un tiempo malgastado. A buen decir, la primera de esas señales no fue, propiamente hablando, un milagro milagro, pues no es cosa del otro mundo el que esté la suegra de Simón presa de una fiebre indefinible y que llegue Jesús a la cabecera de la cama, le ponga la mano en la frente, cualquiera de nosotros hace este gesto por impulso del corazón, sin esperanza de ver curados de ese modo rudimentario y un tanto mágico los males del enfermo, pero lo que nunca nos ha ocurrido es que sintamos la fiebre desaparecer bajo los dedos de Jesús como un agua maligna que la tierra absorbiese y redujera, y a continuación que la mujer se levante y diga, ciertamente fuera de toda lógica, Quien es amigo de mi yerno, es mi amigo, y regresó a las labores de la casa como si nada. {ésta fue la primera señal, doméstica, de interior, pero la segunda fue más reveladora, porque supuso un desafío frontal de Jesús a la ley escrita y observada, acaso justificable, teniendo en cuenta los comportamientos humanos normales, pues Jesús vive con María de Magdala sin estar casado con ella, prostituta que había sido, para colmo, por eso no debe extrañarnos que viendo cómo una mujer adúltera es apedreada, conforme a la ley de Moisés, y de eso debiendo morir, apareciera Jesús interponiéndose y preguntando, Alto ahí, quien de vosotros esté sin pecado, tire la primera piedra, como si dijera, Hasta yo, si no viviese como vivo, en concubinato, si estuviese limpio de la lacra de los actos y pensamientos sucios, estaría con vosotros en la ejecución de esa justicia.
Arriesgó mucho nuestro Jesús porque podía haber ocurrido que uno o más de los apedreadores, por tener el corazón endurecido y estar empedernidos en las prácticas del pecado en general, dieran oídos de mercader a la amonestación y prosiguieran el apedreamiento, sin miedo, ellos, a la ley que estaban aplicando, destinada sólo a mujeres. Lo que Jesús no parece haber pensado, quizá por falta de experiencia, es que si nosotros nos quedamos esperando que aparezcan en el mundo esos juzgadores sin pecado, únicos, en su opinión, que tendrán derecho moral a condenar y punir, mucho me temo que crezca desmesuradamente el crimen en ese ínterin y prospere el pecado, yendo por ahí sueltas las adúlteras, ahora con éste, luego con aquél, y quien dice adúlteras, dirá el resto, incluyendo los mil nefandos vicios que determinaron que el Señor enviase una lluvia de fuego y azufre sobre las ciudades de Sodoma y Gomorra, dejándolas reducidas a cenizas. Pero el mal, que nació con el mundo, y de él aprendió cuanto sabe, hermanos muy amados, el mal es como la famosa y nunca vista ave fénix, que, aunque parezca que muere en la hoguera, de un huevo que sus propias cenizas criaron vuelve a renacer. El bien es frágil, delicado, basta que el mal le lance al rostro el vaho cálido de un simple pecado para que se enturbie para siempre su pureza, para que se rompa el tallo del lirio y se marchite la flor del naranjo. Jesús le dijo a la adúltera, Márchate y no vuelvas a pecar en adelante, pero en lo íntimo iba lleno de dudas.
Otro caso notable ocurrió al lado del mar, adonde Jesús creyó oportuno ir alguna vez que otra, para que no anduvieran diciendo que sus cariños y atenciones eran todos para los de la margen occidental. Llamó pues a Tiago y a Juan y les dijo, Vamos a la Otra Banda, donde viven los gandarenos, a ver si se nos presenta alguna aventura, a la vuelta arreglaremos lo de la pesca y nunca será viaje perdido. Convinieron los hijos de Zebedeo en la oportunidad de la idea y, apuntando el rumbo de la barca, empezaron a remar, esperando que un poco más allá una brisa los llevase a su destino con menor esfuerzo. Así ocurrió, pero empezaron con un susto porque de un momento a otro pareció que se les iba a armar una tempestad capaz de compararse con la de unos años antes, pero Jesús les dijo a las aguas y a los aires, Bueno, bueno, como si hablase con un niño travieso, y el mar se calmó y el viento volvió a soplar en la cuenta justa y en la dirección deseable.
Desembarcaron los tres, Jesús iba delante, detrás Tiago y Juan, nunca habían venido antes a estos parajes y todo les parecía cosa de sorpresa y novedad, pero la mayor, de oprimir el corazón, fue que les saltó de repente un hombre en medio del camino, si el nombre de hombre podía darse a una figura cubierta de inmundicias, de terrible barba y terrible cabellera, oliendo a la putrefacción de las tumbas donde, como supieron luego, solía esconderse cuando conseguía romper cadenas y grilletes con que, por estar poseso, lo querían sujetar en la cárcel. Si fuese sólo un loco, aunque sabemos que a estos se les duplican las fuerzas cuando están furiosos, bastaría, para mantenerlo tranquilo, echarle encima otros tantos grilletes y cadenas. En vano lo habían hecho una vez, sin resultado lo repitieron muchas, porque el espíritu inmundo que vivía dentro del hombre y lo gobernaba se reía de todas las prisiones. De día y de noche, el endemoniado andaba a saltos por los montes, huyendo de sí mismo y de su sombra, pero siempre volvía para esconderse entre las tumbas, y muchas veces dentro de ellas, de donde tenían que sacarlo a la fuerza, dejando horrorizados a cuantos lo veían. Así lo encontró Jesús, los guardas que lo seguían para capturarlo hacían aspavientos con los brazos a Jesús para que se pusiera a salvo del peligro, pero Jesús buscaba una aventura y no la iba a perder por nada. Pese al miedo ante aquella aparición, Juan y Tiago no abandonaron a su amigo, por eso fueron ellos los primeros testigos de las palabras que nunca nadie pensó que alguna vez pudieran ser dichas y oídas, porque iban contra el Señor y contra sus leyes, como luego se verá.
Venía la bestia-fiera tendiendo las garras y mostrando los colmillos, de los que pendían restos de carnes putrefactas, y el cabello de Jesús se erizaba de terror, cuando a dos pasos de él, se tira el endemoniado al suelo y clama en voz alta, Qué quieres de mí, oh Jesús, hijo de Dios Altísimo, por Dios te pido que no me atormentes.
Pues bien, ésta fue la primera vez que en público, no en sueños privados, de los que la prudencia y el escepticismo aconsejan siempre dudar, fue la primera vez, decimos, que una voz se levantó, voz diabólica que era, para anunciar que este Jesús de Nazaret era hijo de Dios, lo que él mismo hasta entonces desconocía, pues durante la conversación que sostuvo con Dios en el desierto, no se había abordado la cuestión de la paternidad. Te necesitaré más tarde, fue todo lo que le dijo el Señor, y ni siquiera era posible buscarle el parecido, teniendo en cuenta que el padre se había mostrado ante él con figura de nube y de columna de humo. El poseso se revolcaba a sus pies, la voz dentro de él había pronunciado lo impronunciado hasta ahora y se calló, en ese instante, Jesús, como quien acabara de reconocerse en otro, se sintió también él como el poseído, poseído por unos poderes que lo llevarían no sabíA adónde o a qué, pero, sin duda, al fin de todo, a la tumba y a las tumbas. Le preguntó al espíritu, Cómo te llamas, y el espíritu respondió, Legión, porque somos muchos. Dijo Jesús, imperiosamente, Sal de este hombre, espíritu inmundo.
Apenas lo hubo dicho, se irguió el coro de voces diabólicas, unas finas y agudas, otras gruesas y roncas, unas suaves como de mujer, otras que parecían sierra serrando piedra, una en tono de sarcasmo provocador, otras con humildades falsas de mendigo, unas soberbias, otras quejumbrosas, unas como de niño que está aprendiendo a hablar, otras que eran sólo un grito de fantasma y gemido de dolor, pero todas suplicaban a Jesús que los dejase quedarse allí, que este sitio ya lo conocían, que bastará con que les diera orden y saldrían del cuerpo del hombre, pero que, por favor, no los expulsase del país. Preguntó Jesús, Y para dónde queréis ir. Ahora bien, próxima al monte, pastaba una piara enorme, y los espíritus impuros le pidieron a Jesús, Mándanos entrar en los puercos y entraremos en ellos. Jesús lo pensó y le pareció que era una buena solución, considerando que aquellos animales debían ser hacienda de gentiles, dado que la carne de cerdo es impura para los judíos. La idea de que comiendo sus cerdos, podrían los gentiles ingerir también a los demonios que encerraban y quedar posesos, no se le ocurrió a Jesús, como tampoco se le ocurrió lo que después desgraciadamente aconteció, pero la verdad es que ni un hijo de Dios, con poco hábito aún de tan alto parentesco, podría prever, como en un lance de ajedrez, todas las consecuencias de una simple jugada, de una simple decisión. Los espíritus impuros, excitadísimos, esperaban la respuesta de Jesús, hacían apuestas, y cuando llegó la decisión, Sí, podéis pasar a los puercos, dieron al unísono un grito descarado de alegría y, violentamente, entraron en los animales. Sea por lo inesperado del choque, sea porque los puercos no estaban habituados a andar con demonios dentro, el resultado fue que enloquecieron todos de repente y se lanzaron por un precipicio, los dos mil que eran, yendo a caer al mar, donde murieron ahogados todos.
Es indescriptible la rabia de los dueños de los inocentes animales, que un momento antes estaban bien tranquilos, hozando en las tierras blandas, si las encontraban, en busca de raíces y gusanos, rapando la hierba escasa y dura de las superficies resecas, y ahora, vistos desde arriba, los cerdos daban pena, unos ya sin vida flotando, otros, casi desfallecidos, haciendo un esfuerzo titánico por mantenerse con las orejas fuera del agua, pues sabido es que los puercos no pueden cerrar los conductos auditivos y por allí les entraba el agua caudalosamente y, en un decir amén, quedaron inundados por dentro. Los porquerizos, furiosos, tiraban desde lejos piedras a Jesús y a quien estaba con él, ya venían corriendo con el propósito, justísimo, de exigir responsabilidades al causante del perjuicio, un tanto por cabeza, multiplicado por dos mil, las cuentas son fáciles de hacer. Pero no de pagar.
Los pescadores no son gente de posibles, viven de espinas, y Jesús ni pescador era, aun así quiso el nazareno esperar a los reclamantes, explicarles que lo peor de todo en el mundo es el diablo, que al lado de él, dos mil puercos nada son y nada valen, y que todos estamos condenados a sufrir pérdidas en la vida, materiales y de las otras, Tened paciencia, hermanos, diría Jesús, cuando llegaran a un tiro de piedra. Pero Juan y Tiago no se mostraron de acuerdo en quedarse allí, a la espera del encuentro que, por la muestra, no iba a ser pacífico, de nada iba a servir la buena educación y las buenísimas intenciones de un lado contra la brutalidad y la razón del otro. Jesús no quería, pero tuvo que rendirse a argumentos que iban ganando poder persuasivo a medida que las piedras caían más cerca.
Bajaron corriendo la ladera hacia el mar, en un salto estaban en la barca y, a fuerza de remos, en poco tiempo se hallaron a salvo, los del otro lado no parecían gente dada a la pesca, pues si barcos tenían no estaban a la vista. Se perdieron unos puercos, se salvó un alma, el beneficio es de Dios, dijo Tiago. Jesús lo miró como si estuviera pensando en otra cosa, una cosa que los dos hermanos, mirándolo, querían conocer y de la que estaban ansiosos de hablar, la insólita revelación, hecha por los demonios, de que Jesús era hijo de Dios, pero Jesús volvió los ojos a la orilla de donde habían huido, veía el mar, los puercos flotando y balanceándose en las olas, dos mil animales sin culpa, y una inquietud iba germinando en él, buscaba por dónde salir y de pronto, Los demonios, dónde están los demonios, gritó, y después soltó una carcajada hacia el cielo, Escúchame, Señor, o tú elegiste mal al hijo que dijeron que soy y que tiene que cumplir tus designios, o entre tus mil poderes falta el de una inteligencia capaz de vencer al diablo, qué quieres decir, preguntó Juan, aterrado por el atrevimiento de la interpelación, Quiero decir que los demonios que moraban en el poseso están ahora libres, porque los demonios no mueren, amigos míos, ni siquiera Dios los puede matar, lo que he hecho es tanto como cortar el mar con una espada.
Del otro lado bajaba hasta la orilla mucha gente, algunos se tiraban al agua para recuperar los cerdos que flotaban más cerca, otros saltaban a las barcas y salían de caza.
Aquella noche, en casa de Simón y Andrés, que estaba al lado de la sinagoga, se reunieron cinco amigos en secreto para debatir la tremendísima cuestión de que Jesús sea, según revelación de los demonios, hijo de Dios.
Después de aquel caso más que extraño, llegaron los de la aventura al acuerdo de dejar para la noche la inevitable conversación, pero ahora había llegado el momento de hablar claro. Jesús empezó diciendo, No se puede dar crédito a lo que dice el padre de la mentira, se refería, claro está, al Diablo. Dijo Andrés, La verdad y la mentira pasan por la misma boca y no dejan rastro, el Diablo no es menos Diablo por decir alguna verdad de vez en cuando. Dijo Simón, que no eras un hombre como nosotros, ya lo sabíamos, véase el pescado que no pescaríamos sin ti, la tempestad que estaba a punto de acabar con nosotros, el agua que convertiste en vino, la adúltera a la que salvaste de la lapidación, ahora los demonios expulsados de un poseso. Dijo Jesús, No he sido yo el único en hacer salir demonios de la gente, tienes razón, dijo Tiago, pero has sido el primero ante quienes ellos se humillaron llamándote hijo del Dios Altísimo, Me sirvió de mucho la humillación, a fin de cuentas el humillado fui yo, Lo importante no es eso, yo estaba allí y lo oí, intervino Juan, Por qué no nos dijiste que eres hijo de Dios, No sé si soy hijo de Dios, Cómo es posible que lo sepa el Diablo y no lo sepas tú, Buena pregunta es esa, pero la respuesta sólo ellos podrán dártela, Ellos, quiénes, Dios, de quien el Diablo dice que soy hijo, el Diablo, que sólo de Dios podría haberlo sabido.
Se hizo un silencio, como si todos los reunidos quisieran dar tiempo a que los personajes invocados se pronunciasen y, al fin, Simón lanzó la pregunta decisiva, Qué hay entre tú y Dios. Jesús suspiró, Esa es la pregunta que estaba esperando que me hicierais desde que llegué aquí, Nunca imaginaríamos que un hijo de Dios hubiera querido acerse pescador, Ya os he dicho que no sé si soy hijo de Dios, Quién eres tú, Jesús se cubrió la cara con las manos, buscaba en los recuerdos de lo que había sido un cabo por donde empezar la confesión que le pedían, de pronto vio su vida como si perteneciese a otro, ahí está, si los diablos dijeron la verdad, entonces todo lo que le sucedió antes tiene un sentido diferente al que parecía, y algunos de esos sucesos sólo a la luz de la revelación pueden entenderse ahora. Jesús apartó las manos de la cara, miró a sus amigos uno a uno, con expresión de súplica, como si reconociese que la confianza que les pedía era superior a la que un hombre puede otorgar a otro hombre, y tras un largo silencio, dijo, Yo vi a Dios.
Ninguno de ellos dijo una palabra, se limitaban a esperar. {él prosiguió, con los ojos bajos, Lo encontré en el desierto y él me anunció que cuando llegue la hora me dará gloria y poder a cambio de mi vida, pero no dijo que yo fuese hijo suyo. Otro silencio. Y cómo se mostró Dios a tus ojos, preguntó Tiago, Como una nube, como una columna de humo, No de fuego, No, no de fuego, de humo, Y no te dijo nada más, Que volvería cuando llegase el momento, El momento de qué, No sé, tal vez de venir a buscar mi vida, Y esa gloria, y ese poder, cuándo te los dará, No lo sé.
Nuevo silencio, en la casa donde estaban el calor era sofocante, pero todos temblaban. Luego Simón preguntó pausadamente, Serás tú el Mesías, a quien deberemos llamar hijo de Dios, porque vendrás a rescatar al pueblo de Dios de la servidumbre en que se encuentra, Yo, el Mesías, No sería mayor motivo de asombro que ser hijo directo de Dios, sonrió Andrés nervioso. Dijo Tiago, Mesías o hijo de Dios, lo que yo no entiendo es cómo lo sabe el Diablo, si el Señor no te lo ha dicho ni a ti.
Dijo Juan pensativo, Qué cosas que no sabemos habrá entre el Diablo y Dios. Se miraron temerosos, porque tenían miedo de saberlo, y Simón preguntó a Jesús, Qué vas a hacer, y Jesús respondió, Lo único que puedo, esperar la hora.
La hora ya estaba muy cerca, pero Jesús, antes de que ella llegase, tuvo ocasión, dos veces, de manifestar sus poderes milagrosos, aunque sobre la segunda sería preferible dejar caer un velo de silencio, porque se trató de un equívoco suyo, del que resultó la muerte de una higuera que tan inocente era de cualquier mal como los puercos que los demonios precipitaron al mar. Sin embargo, el primero de estos dos actos bien merecería ser llevado a conocimiento de los sacerdotes de Jerusalén para quedar después grabado con letras de oro en el frontón del Templo, pues nunca antes se había visto una cosa así, ni volvió a verse más, hasta los días de hoy. Discrepan los historiadores sobre los motivos que habrían llevado a tanta y tan diversas gentes a reunirse en aquel lugar, sobre cuya localización, dígase de paso y a propósito, también abundan las dudas, habiendo quien afirma, esto en cuanto a los motivos, que se trataba simplemente de una romería tradicional cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, otros que no señor, que lo que pasó es que había corrido la voz, que luego resultó infundada, de la llegada de un plenipotenciario de Roma para anunciar una bajada de impuestos, y otros, sin proponer ninguna hipótesis o solución para el problema, protestan que sólo los ingenuos pueden creer en disminuciones de cargas fiscales y revisiones de la masa tributaria favorables al contribuyente y que, en cuanto al supuesto origen desconocido de la romería, siempre algún indicio de causa prima se podría descubrir si los que gustan de encontrarlo todo hecho se dieran el trabajo de investigar el imaginario colectivo. Lo cierto y sabido es que había allí entre cuatro mil y cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños, y que toda esta gente, en un momento dado, se encontró sin nada que comer. Cómo es posible que un pueblo tan precavido, tan acostumbrado a viajar y a proveerse de un fardel hasta cuando se trata sólo de ir a la vuelta de la esquina, se encuentre de pronto desprovisto de un mendrugo y de una pizca de condumio, eso es algo que nadie consigue explicarse ni lo intenta.
Pero los hechos son los hechos, y los hechos nos dicen que se encontraban allí entre doce y quince mil personas, si esta vez no nos olvidamos de las mujeres y de los chiquillos, con el estómago vacío desde hace no se sabe cuántas horas, teniendo, tarde o más pronto, que volver a casa, con peligro de quedarse en el camino muertos de inanición o entregados a la caridad y fortuna de quien pasara. Los niños, que en estos casos son siempre los primeros en dar la señal, reclamaban ya, impacientes, lloriqueando, Madre, tengo hambre, y la situación amenazaba con volverse incontrolable, como entonces se decía. Jesús estaba en medio de la multitud con María de Magdala, y estaban también sus amigos, Simón, Andrés, Tiago y Juan que, desde el episodio de los cerdos y lo que luego se supo, andaban casi siempre con él, pero, a diferencia de la otra gente, se habían provisto de unos peces y varios panes. Se hallaban, por así decir, servidos. Ahora, ponerse a comer delante de toda aquella gente, aparte de ser prueba de un feo egoísmo, no estaba exento de algunos riesgos, una vez que de la necesidad a la ley apenas media un brevísimo paso, y la más expedita justicia, lo sabemos desde Caín, es la que hacemos con nuestras propias manos. Jesús ni de lejos imaginaba que pudiera servirle a tanta gente en un tal aprieto, pero Tiago y Juan, con la seguridad que caracteriza a los testigos presenciales, se le acercaron diciéndole, Si fuiste capaz de hacer salir del cuerpo de un hombre los demonios que lo mataban, también debes ser capaz de que entre en el cuerpo de toda esta gente la comida que necesita para vivir, Y cómo voy a hacerlo, si aquí no tenemos más alimento que este poco que trajimos, Eres el hijo de Dios y puedes hacerlo. Jesús miró a María de Magdala, que le dijo, Has llegado a un punto del que no puedes volverte atrás, y la expresión de su cara era de pena, no supo Jesús si de pena por él o por aquella gente hambrienta. Entonces, tomando los seis panes que habían traído, partió cada uno de ellos en dos mitades y se los dio a los que le acompañaban, luego hizo lo mismo con los seis pescados, quedándose, también él, con un pan y un pescado. Después dijo, Venid conmigo, y haced lo que yo haga. Sabemos lo que hizo, pero nunca sabremos cómo pudo hacerlo. Iba de persona en persona, partiendo y dando pan y pescado, pero cada una recibía, en cada pedazo, un pan y un pescado enteros. Del mismo modo procedían María de Magdala y los otros cuatro, y por donde ellos pasaban era como un benévolo viento que fuese soplando sobre el sembrado, levantando una a una las espigas caídas, con un gran rumor de hojas que eran, aquí, las bocas que masticaban y agradecían, Es el Mesías, decían algunos, Es un mago, decían otros, pero a ninguno de los congregados se le pasó por la cabeza preguntar, Eres el hijo de Dios. Y Jesús les decía a todos, quien tenga oídos que oiga, si no dividís, no multiplicaréis.
Que Jesús lo haya enseñado, bien está, que la ocasión era adecuada. Pero lo que no está bien es que él mismo haya tomado al pie de la letra la lección cuando no debía, que éste fue el caso de la higuera, del que ya se ha hablado. Iba Jesús por un camino en el campo cuando sintió hambre y, viendo a lo lejos una higuera con hojas, fue a ver si en ella encontraría alguna cosa, pero al acercarse no encontró sino hojas, pues no era tiempo de higos. Dijo entonces, Nunca más nacerá fruto de ti, y en aquel mismo instante se secó la higuera. Dijo María de Magdala, que estaba con él, Darás a quien precise, no pedirás a quien no tenga.
Arrepentido, Jesús ordenó a la higuera que resucitase, pero ella estaba muerta.
Mañana de niebla densa. El pescador se levanta de la estera, mira por la rendija de la puerta el espacio blanco, y dice a la mujer, Hoy no salgo al mar, con una niebla así hasta los peces se pierden bajo el agua. Lo dijo éste y, con iguales o parecidas palabras, también lo dijeron los demás pescadores todos, de una orilla y de la otra, perplejos por la extraordinaria novedad de una niebla impropia de la estación. Sólo uno, que pescador de oficio no es, aunque con los pescadores sea su vivir y trabajar, se asoma a la puerta de la casa como para cerciorarse de que hoy es su día y, mirando al cielo opaco, dice hacia dentro, Voy al mar. Por detrás de su hombro, María de Magdala pregunta, Tienes que ir, y Jesús responde, Ya era tiempo, No comes, Los ojos están en ayunas cuando se abren de mañana. La abrazó y dijo, Al fin voy a saber quién soy y para qué sirvo, luego, con increíble seguridad, pues la niebla no dejaba ver ni los propios pies, bajó la cuesta que llevaba al agua, entró en una de las barcas que se encontraban amarradas y empezó a remar hacia lo invisible, que era el centro del mar. El sonido de los remos rozando y batiendo en la borda de la barca, el chapoteo del agua que levantaban, resonaban por toda la superficie y obligaban a estar con los ojos abiertos a los pescadores a quienes sus buenas mujeres habían dicho, Si no puedes ir a pescar, aprovéchate y duerme.
Inquietas, desasosegadas, las gentes de las aldeas miraban aquella niebla impenetrable que se situaba donde el mar debía de estar y esperaban, sin saberlo, que el ruido de los remos y del agua se interrumpiera de repente, para volver a entrar en casa y, con llaves, trancas y candados, cerrar todas las puertas, aunque sepan que el menor soplo las derribará, si aquel que está más allá es quien imaginan y para este lado decide soplar. La espesa niebla se va abriendo para que Jesús pase, pero los ojos apenas llegan a la punta de los remos y a la popa, con su travesaño simple sirviendo de banco. El resto es un muro, primero de un gris descolorido y ceniciento, luego, a medida que la barca se aproxima a su destino, una claridad difusa empieza a blanquear y dar brillo a la niebla, que vibra como si buscase, sin conseguirlo, en el silencio, un sonido. En un círculo mayor de luz, la barca se detiene, es el centro del mar de Galilea. Sentado en el banco de popa, está Dios.
No es, como la primera vez, una nube, una columna de humo, que hoy, estando así el tiempo, podrían haberse perdido o confundido en la niebla. Es un hombre alto y viejo, de barbas fluviales derramadas sobre el pecho, la cabeza descubierta, el pelo suelto, la cara ancha y fuerte, la boca espesa, que hablará sin que los labios parezcan moverse. Va vestido como un judío rico, con túnica larga color magenta, un manto con mangas, azul, orlado de oro, pero en los pies lleva unas sandalias gruesas, rústicas, de esas de las que se dice que son para andar, lo que muestra que no debe ser persona de hábitos sedentarios. Cuando se haya ido, nos preguntaremos, Cómo era el cabello, y no recordaremos si blanco, negro o castaño, por la edad debía de ser blanco, pero hay a quien las canas le vienen tarde, éste será tal vez el caso. Jesús metió los remos dentro de la barca, como quien piensa que la conversación va a prolongarse, y dijo, simplemente, Aquí estoy. Sin prisa, metódicamente, Dios compuso el vuelo del manto sobre las rodillas y dijo también, Aquí estamos. Por el tono de voz, diríamos que había sonreído, pero la boca no se movió, sólo el pelo del bigote y de la barba se estremeció, vibrando como una campana. Dijo Jesús, He venido a saber quién soy y qué voy a tener que hacer de aquí en adelante para cumplir, ante ti, mi parte del contrato.
Dijo Dios, Son dos cuestiones, vayamos por partes, por cuál quieres empezar, Por la primera, quién soy yo, preguntó Jesús, No lo sabes, preguntó Dios a su vez, Creía saberlo, creía que era hijo de mi padre, A qué padre te refieres, A mi padre, al carpintero José hijo de Heli, o de Jacob, no sé bien, El que murió crucificado, No pensaba que hubiera otro, Fue un trágico error de los romanos, ese padre murió inocente y sin culpa, Has dicho ese padre, eso significa que hay otro, Me asombras, eres un chico experto, inteligente, En este caso no me sirvió la inteligencia, lo oí de boca del Diablo, Andas con el Diablo, No ando con el Diablo, fue él quien vino a mi encuentro, Y qué fue lo que oíste de boca del Diablo, Que soy tu hijo. Dios hizo, acompasado, un gesto afirmativo con la cabeza, y dijo, Sí, eres mi hijo, Cómo puede ser un hombre hijo de Dios, Si eres hijo de Dios, no eres un hombre, Soy un hombre, vivo, como, duermo, amo como un hombre, luego soy un hombre y como hombre moriré, En tu lugar, yo no estaría tan seguro de eso, Qué quieres decir, Esa es la segunda cuestión, pero tenemos tiempo, qué le respondiste al Diablo que dijo que eras hijo mío, Nada, me quedé a la espera del día en que te encontrase, y a él lo expulsé del poseso al que andaba atormentando, se llamaba Legión y eran muchos, Dónde están ahora, No lo sé, Dijiste que los expulsaste, Seguro que sabes mejor que yo que, cuando se expulsan diablos de un cuerpo, no se sabe adónde van, Y por qué tengo que saber yo los asuntos del Diablo, Siendo Dios, tienes que saberto todo, Hasta cierto punto, sólo hasta cierto punto, Qué punto, El punto en que empieza a ser interesante hacer como que ignoro, Al menos sabrás cómo y por qué soy tu hijo y para qué, Observo que estás mucho más despabilado de espíritu, incluso te noto un poco impertinente, considerando la situación, que cuando te vi por primera vez, Era un muchacho asustado, ahora soy un hombre, No tienes miedo, No, Lo tendrás, tranquilo, el miedo llega siempre, hasta a un hijo de Dios, Tienes otros, Otros, qué, Hijos, Sólo necesitaba uno, Y yo, cómo pude llegar a ser tu hijo, No te lo ha dicho tu madre, Lo sabe acaso mi madre, Le envié un ángel para que le explicara cómo ocurrieron las cosas, creí que te lo habría contado, Y cuándo estuvo ese ángel con mi madre, déjame ver, si no me equivoco, fue después de que tú salieras de casa por segunda vez y antes de hacer lo del vino en Caná, Entonces mi madre lo sabía y no me lo dijo, le conté que te vi en el desierto y no lo creyó, pero después de aparecérsele un ángel, tendría que haberlo creído, y no lo quiso reconocer ante mí, Deberías saber cómo son las mujeres, vives con una, ya lo sé, tienen todas sus manías, sus escrúpulos, Qué manías y qué escrúpulos, Yo mezclé mi simiente con la de tu padre antes de que fueras concebido, era la manera más fácil, la que menos llamaba la atención, Y estando las simientes mezcladas, cómo sabes que soy tu hijo, Es verdad que en estos asuntos, en general, no es prudente mostrar seguridades y menos una seguridad absoluta, pero yo la tengo, de algo me sirve ser Dios, Y por qué has querido tener un hijo, Como no tenía ninguno en el cielo, tuve que buscármelo en la tierra, no es original, hasta en las religiones con dioses y diosas que podían hacer hijos entre sí, se ha visto a veces que uno bajaba a la tierra, para variar, supongo, y de camino mejorar un poco a una parte del género humano con la creación de héroes y otros fenómenos, Y este hijo que soy, para qué lo quisiste, Por gusto de variar no fue, excusado sería decirlo, Entonces por qué, Porque necesitaba a alguien que me ayudara aquí en la tierra, Como Dios que eres, no debías necesitar ayudas, Esa es la segunda cuestión.
En el silencio que siguió, empezó a oírse, desde dentro de la niebla, aunque sin dirección precisa, un ruido como de alguien que viniera nadando y que, a juzgar por los jadeos que soltaba, o no pertenecía a la corporación de los maestros nadadores, o estaba a punto de llegar al límite de sus fuerzas. A Jesús le pareció notar que Dios sonreía y que prolongaba adrede la pausa para dar tiempo a que el nadador se mostrara en el círculo limpio de niebla del que la barca era centro. Surgió por estribor, inesperadamente, cuando se diría que iba a llegar por el otro lado, una mancha oscura mal definida en la que, en el primer momento, la imaginación de Jesús creyó ver un cerdo con las orejas verticales fuera del agua, pero que, tras unas brazadas más, se vio que era un hombre o algo que hombre parecía. Dios giró la cabeza hacia el nadador, no sólo con curiosidad, sino interesado, como si quisiera incitarlo en este último esfuerzo, y tal gesto, quizá por venir de quien venía, dio resultado inmediato, las brazadas finales fueron rápidas y armoniosas, ni parecía que el recién llegado viniera de tan lejos, de la orilla, queremos decir. Las manos se agarraron al borde de la barca mientras la cabeza estaba aún medio metida en el agua, y eran unas manos anchas y pesadas, con uñas fuertes, las manos de un cuerpo que, como el de Dios, debía de ser alto, grande y viejo. La barca osciló con el impulso, la cabeza ascendió del agua, el tronco vino detrás chorreando cual catarata, las piernas después, era leviatán surgiendo de las últmas profundidades, era, como se vio, tras todos estos años, el pastor, que decía, Aquí estoy también yo, mientras se instalaba en el barco, exactamente a media distancia entre Jesús y Dios, aunque, caso singular, la embarcación esta vez no se inclinó hacia su lado, como si Pastor hubiera decidido aliviarse de su propio peso o levitase mientras parecía que estaba sentado. Aquí estoy, repitió, espero haber llegado a tiempo de participar en la conversación, Ya íbamos bastante avanzados, pero aún no hemos entrado en lo esencial, dijo Dios, y dirigiéndose a Jesús, {éste es el diablo, de quien hablábamos hace un momento. Jesús miró a uno, miró luego al otro y vio que, salvo las barbas de Dios, eran como gemelos, cierto es que el Diablo parecía más joven, menos arrugado, pero sería una ilusión de los ojos o un engaño por él inducido.
dijo Jesús, Sé quién es, viví cuatro años en su compañía, cuando se llamaba Pastor, y Dios respondió, Con alguien tenías que vivir, conmigo no era posible, con tu familia no querías, sólo quedaba el Diablo, Fue él quien me buscó o tú quien me enviaste a él, En rigor, ni una cosa ni la otra, digamos que estuvimos de acuerdo en que esa era la mejor solución para tu caso, Por eso él sabía lo que decía cuando, por boca del poseso, me llamó hijo tuyo, Exactamente, Es decir, que fui engañado por los dos, Como siempre sucede a los hombres, Dijiste que no soy un hombre, Y lo confirmo, podríamos decir que, cuál es la palabra técnica, podríamos decir que te encarnaste, Y ahora, qué queréis de mí, Quien algo quiere soy yo, no él, Estáis aquí los dos, bien vi que su aparición no fue una sorpresa para ti, lo estabas esperando, No precisamente, aunque, en principio, hay que contar siempre con el Diablo, Pero si la cuestión que tú y yo tenemos que tratar sólo tiene que ver con nosotros, por qué ha venido éste, por qué no lo echas de aquí, Se puede despedir a la pandilla de granujas que el Diablo tiene a su servicio, cuando estos granujas empiezan a molestar con actos o con palabras, pero al Diablo propiamente dicho, no, Luego esta conversación es también con él, Hijo mío, no olvides lo que voy a decirte, todo cuanto interesa a Dios, interesa al Diablo. Pastor, a quien de vez en cuando llamaremos así para no estar mencionando constantemente el nombre del enemigo, oyó el diálogo sin dar muestras de atención, como si no se hablara de él, negando de este modo, en apariencia, la última y fundamental afirmación de Dios. Pero pronto se vio que la desatención no pasaba de ser un fingimiento, pues cuando dijo Jesús, Hablemos ahora de la segunda cuestión, se mostró atentísimo. Sin embargo no salió de su boca ni una sola palabra.