37964.fb2 El Evangelio seg?n Jesucristo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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De lo ocurrido sólo María de Magdala tuvo conocimiento aquella noche, nadie más, No se habló mucho, dijo Jesús, apenas habíamos acabado de saludarnos, él quiso saber si yo era aquel que ha de venir, o si debíamos esperar a otro, Y tú, qué le respondiste, Le dije que los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, y la buena nueva es anunciada a los pobres, Y él, No es necesario que el Mesías haga tanto, si hace lo que debe, Fue eso lo que él dijo, Sí, esas fueron sus palabras exactas, Y qué debe hacer el Mesías, eso fue lo que le pregunté, Y él, Me respondió que tendría que descubrirlo por mí mismo, Y luego, Nada más, me llevó al río, me bautizó y se fue, Qué palabras dijo para bautizarte, Bautizado estás con agua, que ella alimente tu fuego.

Después de esta conversación con María de Magdala, Jesús no habló más durante una semana.

Salió de casa de Lázaro y se fue a vivir fuera de Betania, donde los discípulos estaban, pero se recogió en una tienda apartada de las otras, pasaba todo el día dentro, solo, pues ni siquiera María de Magdala podía entrar, y salía por la noche para ir a los montes desiertos. Lo siguieron algunas veces los discípulos, a escondidas, dándose a sí mismos la disculpa de protegerlo de un ataque de las bestias salvajes, de las que en verdad no había noticia, y lo que vieron fue que él buscaba un claro despejado y allí se sentaba, mirando, no al cielo, sino adelante, como si de la sombra inquietante de los valles, o asomando en la arista de una colina, esperase ver surgir a alguien. Era tiempo de luna, quien viniera podría ser visto de lejos, pero nunca apareció nadie.

Cuando la madrugada pisaba el primer umbral de la luz, Jesús se retiraba y volvía al campamento. Comía sólo una pequeña parte del alimento que Juan y Judas de Iscariote, ahora uno, ahora otro, le llevaban, pero no respondía a sus saludos, una vez incluso aconteció que despidió rudamente a Pedro, que quería saber cómo estaba y recibir órdenes. No había errado del todo Pedro en el paso que dio, pero lo dio demasiado pronto, fue lo que fue, porque al cabo de los ocho días salió Jesús de la tienda en pleno día, se unió a los discípulos, comió con ellos y, habiendo terminado, dijo, Mañana subiremos a Jerusalén, al Templo, allí haréis lo que yo haga, que es tiempo de que el Hijo de Dios sepa para qué sirve la casa del Padre y de que el Mesías empiece a hacer lo que debe. Le preguntaron los discípulos qué cosas eran esas de las que hablaba, pero Jesús sólo les dijo, No tendréis que vivir mucho para saberlo. Ahora bien, los discípulos no estaban habituados a que les hablara en este tono ni a verlo con aquella expresión de dureza en la cara, que ni parecía el mismo Jesús que conocían, dulce y sosegado, a quien Dios llevaba por donde quería y apenas sabía quejarse. No podía haber duda de que la mudanza tenía su origen en las razones,por ahora desconocidas, que lo llevaron a separarse de la comunidad de los amigos y andar, como si estuviese poseso de los demonios de la noche, por aquellos cabezos y barrancos en busca de una palabra, que siempre es lo que se busca.

Por eso consideró Pedro, como el de más edad de cuantos allí estaban, que no era justo que sin más explicaciones hubiera Jesús ordenado, Mañana subiremos a Jerusalén, al Templo, como si ellos fueran sólo unos mandados, buenos para llevar y traer de un lado a otro, pero no para conocer los motivos de ir y de volver.

Y entonces dijo, Siempre reconoceremos tu poder y tu autoridad y con ellos nos conformamos, tanto por lo que dices como por lo que has hecho, tanto porque eres hijo de Dios como por el hombre que también eres, pero no está bien que nos trates como si fuésemos chiquillos sin tino o viejos caducos, sin comunicarnos tu pensamuiento, salvo que deberemos hacer lo que tú hagas, sin que el juicio que tenemos sea llamado a juzgar qué pretendes de nosotros, Perdonadme todos, dijo Jesús, pero ni yo mismo sé lo que me lleva a Jerusalén, sólo me ha sido dicho que debo ir, nada más, pero vosotros no estáis obligados a acompañarme, quién te dijo que tienes que ir a Jerusalén, Alguien que entró en mi cabeza para decidir lo que tendré que hacer y no hacer, Has cambiado mucho desde tu encuentro con Juan, He comprendido que no basta traer la paz, que es preciso traer también la espada, Si el reino de Dios está cerca, para qué la espada, preguntó Andrés, Dios no me dijo cuál será el camino por el que llegará a vosotros su reino, hemos probado la paz, probemos ahora la espada, Dios hará su elección, pero vuelvo a decirlo, no estáis obligados a acompañarme, Bien sabes que iremos contigo a dondequiera que tú vayas, dijo Juan, y Jesús respondió, No juréis, lo sabréis los que allí hayáis llegado.

A la mañana siguiente, habiendo ido Jesús a casa de Lázaro, no tanto para despedirse como para dar buena señal de que regresaba a la convivencia de todos, le dijo Marta que su hermano estaba en la sinagoga. Entonces Jesús y los suyos tomaron el camino de Jerusalén, y María de Magdala y las otras mujeres los acompañaron hasta las últimas casas de Betania, donde se despidieron gesticulando adioses, a ellas les bastaba con hacerlo, porque los hombres ni una sola vez se volvieron hacia atrás. El cielo está nublado, amenaza lluvia, tal vez sea ese el motivo de que haya poca gente en el camino, los que no tienen especiales urgencias para ir a Jerusalén se quedan en casa, a la espera de lo que los astros decidan. Avanzan, pues, los trece por un camino muchas veces desierto, mientras las nubes gruesas y cenicientas ruedan sobre las alturas de los montes como si, al fin y para siempre, fueran a ajustarse el cielo y la tierra, el molde y lo moldeado, el macho y la hembra, lo cóncavo y lo convexo. No obstante, cuando llegaron a las puertas de la ciudad, vieron en seguida que mayores diferencias en cuanto a variedad y número en la multitud no las había, y que, como de costumbre, sería necesario mucho tiempo y mucha paciencia para abrirse camino y llegar al Templo, Pero no fue así. El aspecto de los trece hombres, casi todos descalzos, con sus grandes cayados, las barbas sueltas, los pesados y oscuros mantos sobre túnicas que parecían haber visto la creación del mundo, hacía que la gente se apartara temerosa, preguntándose unos a otros, Quiénes son éstos, quién es el que va delante, y no sabían responder, hasta que uno que vino de Galilea dijo, Es Jesús de Nazaret, el que se dice hijo de Dios y hace milagros, Y adónde van, se preguntaban, y como la única manera de saberlo era seguirlos, fueron muchos tras ellos, de modo que al llegar a la entrada del Templo, por la parte de fuera, no eran trece, eran mil, pero estos se quedaron por allí, esperando que los otros les satisficieran la curiosidad. Fue Jesús a la parte donde estaban los cambistas y les dijo a los discípulos, Esto es lo que hemos venido a hacer, a continuación empezó a derribar las mesas, empujando y golpeando a los que vendían y compraban, con lo que se formó un tumulto tal que no habría dejado oír las palabras que decía si no se hubiera producido el extraño caso de que su voz natural sonara como una voz de bronce, estentórea, así, De esta casa que debiera ser de oración para todos los pueblos, habéis hecho un cubil de ladrones, y seguía tumbando mesas, esparciendo y tirando las monedas, con gozo enorme de unos cuantos de los mil, que corrieron a beneficiarse de aquel maná. Andaban los discípulos en el mismo trabajo, ya los tenderetes de los vendedores de palomas estaban también por el suelo y las palomas libres revoloteaban sobre el templo, girando enloquecidas alrededor del humo del altar donde no iban a ser quemadas porque había llegado su salvador.

Vinieron los guardias del Templo, armados de garrotes, para castigar y prender o expulsar a los revoltosos, pero, para su desgracia, se encontraron con trece rudos galileos que, cayado en mano, barrían a quien osaba hacerles frente y gritaban, Vengan más, vengan todos, que Dios se basta para todos, y cargaban contra los guardias, destrozaban las bancas de los cambistas, de pronto apareció un hachón encendido, en poco tiempo empezaron a arder los toldos, otra columna de humo se alzaba en el aire, alguien gritó, Llamad a los soldados romanos, pero nadie hizo caso, ocurriera lo que tuviese que ocurrir, los romanos, era de ley, no entraban en el Templo.

Acudieron más guardias, gentes de espada y lanza, a los que vinieron a unirse algún que otro cambista y vendedor de palomas, resueltos a no dejar en manos ajenas la defensa de sus intereses, la suerte de las armas, al poco tiempo, empezó a cambiar, que si esta lucha, como en las cruzadas, la quería Dios, no parecía que el mismo Dios pusiera en ella empeño suficiente para que ganaran los suyos. En esto estábamos, cuando en lo alto de la escalinata apareció el sumo sacerdote, acompañado de sus pares y de los ancianos y escribas que fue posible reunir a toda prisa, y dio una voz que en nada quedó por debajo de aquella de Jesús, dijo él, Dejadlo ir por esta vez, pero si vuelve, entonces lo cortaremos y lo echaremos del templo, como la cizaña que crece entre las mieses y amenaza con ahogar al grano.

Dijo Andrés a Jesús, que luchaba a su lado, Bien está que digas que viniste a traer la espada y no la paz, ahora ya sabemos que cayados no son espadas, y Jesús dijo, En el brazo que blande el cayado y maneja la espada se ve la diferencia, qué hacemos, preguntó Andrés, Volvamos a Betania, respondió Jesús, no es la espada lo que nos falta, sino el brazo. Retrocedieron en buen orden, con los cayados apuntados a los abucheos y burlas de la multitud, que a más bravos cometidos no se atrevía, y en poco tiempo pudieron salir de Jerusalén y, cansados todos, maltrechos algunos, tomaron el camino de regreso.

Cuando entraron en Betania notaron que los vecinos que aparecían en las puertas los miraban con expresión de piedad y tristeza, pero lo aceptaron como cosa natural, visto el lastimoso estado en que volvían de la pelea.

Pronto, sin embargo, conocieron los motivos, al entrar en la calle donde Lázaro vivía, cuando se dieron cuenta de que alguna desgracia había ocurrido. Jesús corrió delante de todos, entró en el patio, gentes de aire compungido le abrieron paso, se oían, dentro de la casa, llantos y lamentos, Ay, mi querido hermano, ésta era la voz de Marta, Ay, mi querido hermano, ésta era la de María.

Tendido en el suelo, sobre una estera, vio a Lázaro, tranquilo como si estuviera durmiendo, el cuerpo y las manos compuestas, pero no dormía, no, estaba muerto, durante casi toda su vida su corazón lo estuvo amenazando con abandonarlo, después se curó, que así lo podía testimoniar Betania entera, y ahora estaba muerto, sereno como si fuese de mármol, intacto como si hubiera entrado en la eternidad, pero no tardará en subir a la superficie, desde el interior de la muerte, la primera señal de podredumbre para hacer más insoportable la angustia y el pavor de estos vivos. Jesús, como si le hubiesen cortado de un tajo los tendones de las corvas, cayó de rodillas, y gimió, llorando, Cómo ha sido, cómo ha sido, es una idea que siempre nos acude ante lo que ya no tiene remedio, preguntar a los otros cómo fue, desesperada e inútil manera de distraer el momento en que tendremos que aceptar la verdad, es eso, queremos saber cómo fue, y es como si todavía pudiésemos poner en el lugar de la muerte, la vida, en el lugar de lo que fue, lo que podría haber sido. Desde el fondo de su deshecho y amargo llanto, Marta dijo a Jesús, Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto, pero yo sé que todo cuanto a Dios le pidas, él te lo concederá, como te ha concedido la vista de los ciegos, la limpieza de los leprosos, la voz de los mudos, y todos los demás prodigios que moran en tu voluntad y esperan tu palabra.

Jesús le dijo, Tu hermano resucitará, y Marta respondió, Sé que resucitará en la resurrección del último día.

Jesús se levantó, sintió que una fuerza infinita arrebataba su espíritu, podía, en esta hora suprema, obrarlo todo, conseguirlo todo, expulsar a la muerte de este cuerpo, hacer regresar a él la existencia plena y el ser pleno, la palabra, el gesto, la risa, la lágrima también, pero no de dolor, podía decir, Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aunque esté muerto, vivirá, y preguntaría a Marta, Crees tú en esto, y ella respondería, Sí, creo que eres el hijo de Dios que había de venir al mundo, ahora bien, siendo así, estando dispuestas y ordenadas todas las cosas necesarias, la fuerza y el poder, y la voluntad de usarlos, sólo falta que Jesús, mirando aquel cuerpo abandonado por el alma, tienda hacia él los brazos como el camino por donde ella ha de regresar, y diga, Lázaro, levántate, y Lázaro se levantará porque Dios lo ha querido, pero es en este instante, en verdad último y final, cuando María de Magdala pone una mano en el hombro de Jesús y dice, Nadie en la vida tuvo tantos pecados que merezca morir dos veces, entonces Jesús dejó caer los brazos y salió para llorar.

Como un soplo helado, una transida frialdad, la muerte de Lázaro apagó de golpe el ardor combatiente que Juan hizo nacer en el ánimo de Jesús y en el que, durante una larga semana de reflexión y algunos breves instantes de acción, se confundieron, en un sentimiento único, el servicio de Dios y el servicio al pueblo. Pasados los primeros días de luto, cuando, poco a poco, las obligaciones y los hábitos de lo cotidiano empezaban a recobrar el espacio perdido, pagándolo con momentáneos adormecimientos de un dolor que no cedía, fueron Pedro y Andrés a hablar con Jesús, a preguntarle qué proyectos tenía, si irían otra vez a predicar a las ciudades o si volvían a Jerusalén para un nuevo asalto, pues ya los discípulos andaban quejándose de la prolongada inactividad, que así no puede ser, no hemos dejado nuestra hacienda, trabajo y familia para esto.

Jesús los miró como si no los distinguiera entre sus propios pensamientos, los oyó como si tuviera que identificar sus voces en medio de un coro de gritos desconcertados, y al cabo de un largo silencio les dijo que esperaran un poco más, que aún tenía que pensar, que sentía que estaba a punto de ocurrir algo que, definitivamente, decidiría sus vidas y sus muertes. También dijo que no tardaría en unirse a ellos en el campamento, y esto no lo pudieron entender ni Pedro ni Andrés, quedarse las hermanas solas cuando todavía tenía que resolverse lo que harían los hombres, No necesitas volver junto a nosotros, mejor es que te quedes donde estás, dijo Pedro, que no podía saber que Jesús estaba viviendo entre dos tormentos, el de sus deberes para con los hombres y mujeres que lo habían dejado todo para seguirle, y aquí, en esta casa, con estas dos hermanas, iguales y enemigas como el rostro y el espejo, una continua, minuciosa, horrible dilaceración moral.

Lázaro estaba presente y no se retiraba. Estaba presente en las duras palabras de Marta, que no perdonaba a María que hubiera impedido la resurrección del propio hermano, que no podía perdonar a Jesús su renuncia a usar de un poder que había recibido de Dios. Estaba presente en las lágrimas inconsolables de María que, por no someter al hermano a una segunda muerte, iba a tener que vivir, para siempre, con el remordimiento de no haberlo liberado de ésta. Estaba presente, en fin, cuerpo inmenso que llenaba todos los espacios y rincones, en la perturbada mente de Jesús, la cuádruple contradicción en que se encontraba, concordar con lo que María dijo y reprocharle el haberlo dicho, comprender la petición de Marta y censurarla por habérsela hecho. Jesús miraba a su pobre alma y la veía como si cuatro caballos furiosos la estuvieran descuartizando, tirando de ella en cuatro direcciones opuestas, como si cuatro cuerdas enrolladas en cabrestantes le rompieran lentamente todas las fibras del espíritu, como si las manos de Dios y las manos del Diablo, divina y diabólicamente, se entretuviesen jugando al juego de las cuatro esquinas con lo que de él aún quedaba. A la puerta de la casa que fue de Lázaro venían los míseros y los llagados a implorar la cura de sus ofendidos cuerpos, y a veces aparecía Marta para expulsarlos, como si protestara, No hubo salvación para mi hermano, no habrá cura para vosotros, pero ellos volvían de nuevo, volvían siempre, hasta que conseguían llegar a donde Jesús estaba, y éste los sanaba y los mandaba irse, pero no les decía, Arrepentíos, quedar curado era como nacer de nuevo sin haber muerto, quien nace no tiene pecados suyos, no tiene que arrepentirse de lo que no hizo. Pero estas obras de regeneración física, si no está mal decirlo, aun siendo de misericordia máxima, dejaban en el corazón de Jesús un sabor ácido, una especie de resabio amargo, porque en verdad no eran más que adelantos de las decadencias inevitables, aquel que hoy se ha marchado de aquí sano y contento, volverá mañana llorando nuevos dolores que no tendrán remedio. Llegó la tristeza de Jesús a un punto tal que un día Marta le dijo, No te mueras tú ahora, que entonces sabría lo que era morírseme Lázaro de nuevo, y María de Magdala, en el secreto de la oscura noche, murmurando bajo el cobertor común, queja y gemido de animal que se esconde para sufrir, Hoy me necesitas como nunca antes me habías necesitado, soy yo quien no puede alcanzarte donde estás, porque te has cerrado tras una puerta que no está hecha para fuerzas humanas, y Jesús que a Marta respondió, En mi muerte estarán presentes todas las muertes de Lázaro, él es quien siempre estará muriendo y no puede ser resucitado, le pidió y rogó a María, Aunque no puedas entrar, no te alejes de mí, tiéndeme siempre tu mano, aunque no puedas verme, si no lo haces me olvidaré de la vida, o ella me olvidará.

Pasados unos días, Jesús se unió con los discípulos, y María de Magdala fue con él, Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti, le dijo, y él respondió, Quiero estar donde mi sombra esté, si es allí donde están tus ojos. Se amaban y decían palabras como éstas, no sólo porque eran bellas o verdaderas, si es posible que sean lo mismo al mismo tiempo, sino porque presentían que el tiempo de las sombras estaba llegando a su hora, y era preciso que empezaran a acostumbrarse, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia definitiva.

Llegó entonces al campamento la noticia de la prisión de Juan el Bautista. No se sabía más que esto, que había sido preso, y también que lo mandó encarcelar el propio Herodes, motivo por el que, no imaginando otras razones, Jesús y su gente pensaron que la causa de lo sucedido sólo podía estar en los incesantes anuncios de la llegada del Mesías, que era la sustancia final de lo que Juan proclamaba en todos los lugares, entre bautismo y bautismo, Otro vendrá que os bautizará por el fuego, entre imprecación e imprecación, Raza de víboras, quién os ha enseñado a huir de la cólera que está por venir. Dijo entonces Jesús a los discípulos que estuvieran preparados para todo tipo de vejámenes y persecuciones, pues era de creer que, corriendo por el país, y desde no poco tiempo, noticia de lo que ellos mismos andaban haciendo y diciendo en el mismo sentido, concluyese Herodes que dos y dos son cuatro y buscase en un hijo de carpintero que decía ser hijo de Dios, y en sus seguidores, la segunda y más poderosa cabeza del dragón que amenazaba con derribarlo del trono. Sin duda, no es mejor una mala noticia que ausencia de noticia, pero se justifica que la reciban con serenidad de alma aquellos que, habiendo esperado y ansiado por un todo, se vieron, en los últimos tiempos, colocados ante la nada. Se preguntaban unos a otros, y todos a Jesús, qué era lo que debían hacer, si mantenerse juntos, y juntos enfrentarse a la maldad de Herodes, o dispersarse por las ciudades, o, incluso, refugiarse en el desierto, manteniéndose de miel silvestre y saltamontes, como hizo Juan antes de salir de allí, para mayor gloria de Dios y, por lo visto, para su propia desgracia. Pero, como no había señal de que estuvieran ya en marcha los soldados de Herodes camino de Betania para matar a estos otros inocentes, pudieron Jesús y los suyos pensar y ponderar con calma las diferentes alternativas, en esto estaban cuando llegaron la segunda y la tercera noticia, que Juan había sido degollado, y que el motivo del encarcelamiento y ejecución nada tenía que ver con anuncios de Mesías o reinos de Dios, sino con el hecho de clamar y vociferar contra el adulterio que el mismo Herodes cometía, casándose con Herodías, su sobrina y cuñada, en vida del marido de ésta.

Que Juan estuviese muerto fue causa de numerosas lágrimas y lamentaciones en todo el campamento, sin que se notara, entre hombres y mujeres, diferencia en las expresiones de pesar, pero que él hubiera sido muerto por el motivo que se decía, era algo que escapaba a la comprensión de cuantos allí estaban, porque otra razón, esa sí suprema, debería de haber prevalecido en la sentencia de Herodes, y, finalmente, era como si ella no tuviera existencia hoy ni debiera tener ninguna importancia mañana, decía encolerizado Judas de Iscariote, a quien, como recordamos sin duda, había bautizado Juan, Qué es esto, preguntaba a toda la compañía, mujeres incluidas, anuncia Juan que viene el Mesías a redimir al pueblo y lo matan por denuncias de concubinato y adulterio, historias de cama de tío y cuñada, como si nosotros no supiéramos que ese fue siempre el vivir corriente y común de la familia, desde el primer Herodes hasta los días que vivimos, Qué es esto, repetía, si fue Dios quien mandó a Juan a anunciar al Mesías, y yo no dudo, por la simple razón de que nada puede ocurrir sin que lo haya querido Dios, si fue Dios, explíquenme entonces los que de él saben más que yo por qué quiere él que sus propios designios sean así rebajados en la tierra, y, por favor, no argumentéis que Dios sabe y nosotros no podemos saber, porque yo os respondería que lo que quiero saber es precisamente lo que Dios sabe.

Pasó un frío de miedo por toda la asamblea, como si la ira del Señor viniera ya en camino para fulminar al osado y a todos los demás que, inmediatamente, no le habían hecho pagar la blasfemia. Con todo, no estando Dios allí presente para dar satisfacción a Judas de Iscariote, el desafío sólo podía ser recogido por Jesús, que era quien más cerca andaba del supremo interpelado. Si fuese otra la religión, y la situación otra, tal vez las cosas se hubieran quedado aquí, con esta sonrisa enigmática de Jesús, en la que, pese a ser tan vaga y fugitiva, fue posible reconocer tres partes, una de sorpresa, otra de benevolencia, otra de curiosidad, lo que, pareciendo mucho, no era nada, por ser la sorpresa instantánea, condescendiente la benevolencia, fatigada la curiosidad. Pero la sonrisa, así como vino, así se fue, y lo que en su lugar quedó fue una palidez mortal, un rostro súbitamente demacrado, como de quien acaba de ver, en figura y en presencia, su propio destino. Con voz lenta, en la que casi no había expresión, Jesús dijo al fin, Que se vayan las mujeres, y María de Magdala fue la primera en levantarse. Después, cuando el silencio, poco a poco, se convirtió en muralla y techo para encerrarlos en la más profunda caverna de la tierra, Jesús dijo, Pregunte Juan a Dios por qué lo hizo morir así, por una causa tan mezquina, a quien tan grandes cosas había venido a anunciar, lo dijo y se calló durante un momento, y como Judas de Iscariote parecía querer hablar, levantó la mano para que esperara, y concluyó, Mi deber, acabo de entenderlo ahora, es deciros lo que sé de lo que Dios sabe, si el mismo Dios no me lo impide. Entre los discípulos creció un rumor de palabras cambiadas con voz alterada, un desasosiego, una excitación inquieta, temían saber lo que saber ansiaban, sólo Judas de Iscariote mantenía la expresión de desafío con que provocó el debate. Dijo Jesús, Sé cuál es mi destino y el vuestro, sé el destino de muchos de los que han de nacer, conozco las razones de Dios y sus designios, y de todo esto debo hablaros porque a todos toca y a todos tocará en el futuro, Por qué, preguntó Pedro, por qué tenemos nosotros que saber lo que te fue transmitido por Dios, mejor sería que callases, Estaría en el poder de Dios hacerme callar ahora mismo, Entonces, callar o no callar tiene la misma importancia para Dios, es la misma nada, y si Dios ha hablado por tu boca, por tu boca seguirá hablando, hasta cuando, como ahora, creas contrariar su voluntad, Tú sabes, Pedro, que seré crucificado, Me lo dijiste, Pero no te dije que tú mismo, y Andrés, y Felipe, lo seréis también, que Bartolomé será desollado, que a Mateo lo matarán los bárbaros, que a Tiago, hijo de Zebedeo, lo degollarán, que el segundo Tiago, hijo de Alfeo, será lapidado, que Tomás morirá alanceado, que a Judas Tadeo le aplastarán la cabeza, que Simón será troceado por una sierra, esto no lo sabías, pero lo sabes ahora y lo sabéis todos. La revelación fue recibida en silencio, ya no había motivo para tener miedo de un futuro que se les daba a conocer, como si, en definitiva, Jesús les hubiese dicho, Moriréis, y ellos le respondieran, a coro, Gran novedad esa, ya lo sabíamos.

Pero Juan y Judas de Iscariote no oyeron que se hablara de ellos, y por eso preguntaron, Y yo, y Jesús dijo, Tú, Juan, llegarás a viejo y de viejo morirás, en cuanto a ti, Judas de Iscariote, evita las higueras, porque te vas a ahorcar en una con tus propias manos, Moriremos por tu causa, dijo una voz, pero no se supo de quién había sido, Por causa de Dios, no por mi causa, respondió Jesús, Qué quiere Dios en definitiva, preguntó Juan, Quiere una asamblea mayor que la que tiene, quiere el mundo todo para sí, Pero si Dios es señor del universo, cómo puede el mundo no ser suyo, y no desde ayer o desde mañana, sino desde siempre, preguntó Tomás, Eso no lo sé, dijo Jesús, Pero tú, que durante tanto tiempo viviste con todas esas cosas en el corazón, por qué vienes a contárnoslas ahora, Lázaro, a quien yo curé, murió, Juan el Bauista, que me anunció, murió, la muerte está ya entre nosotros, Todos los seres tienen que morir, dijo Pedro, los hombres y los otros, Morirán muchos en el futuro por voluntad de Dios y su causa, Si es voluntad de Dios, es causa santa, Morirán porque no nacieron antes ni después, Serán recibidos en la vida eterna, dijo Mateo, Sí, pero no debería ser tan dolorosa la condición para entrar allí, Si el hijo de Dios dijo lo que dijo, a sí mismo se negó, protestó Pedro, Te equivocas, sólo al hijo de Dios le es permitido hablar así, lo que en tu boca sería blasfemia, en la mía es la otra palabra de Dios, respondió Jesús, Hablas como si tuviésemos que escoger entre tú y Dios, dijo Pedro, Siempre vuestra elección tendrá que ser entre Dios y Dios, yo estoy como vosotros y los hombres, en medio, Entonces, qué mandas que hagamos, Que ayudéis a mi muerte ahorrando las vidas de los que han de venir, No puedes ir contra la voluntad de Dios, No, pero mi deber es intentarlo, Tú estás a salvo porque eres hijo de Dios, pero nosotros perderemos nuestra alma, No, si decidís obedecerme, porque estaréis obedeciendo todavía a Dios. En el horizonte, en los últimos confines del desierto, apareció el borde de una luna roja. Habla, dijo Andrés, pero Jesús esperó a que la luna toda se alzara de la tierra, enorme y sangrienta, la luna, y después dijo, El hijo de Dios tendrá que morir en la cruz para que así se cumpla la voluntad del Padre, pero, si en su lugar pusiéramos a un simple hombre, ya no podría Dios sacrificar al Hijo, Quieres poner un hombre en tu lugar, a uno de nosotros, preguntó Pedro, No, yo ocuparé el lugar del Hijo, En nombre de Dios, explícate, Un simple hombre, sí, pero un hombre que se hubiese proclamado a sí mismo rey de los Judíos, que anduviera alzando al pueblo para derribar a Herodes del trono y expulsar de la tierra a los romanos, eso es lo que os pido, que corra uno de vosotros al Templo, proclamando que yo soy ese hombre, y tal vez si la justicia es rápida, no tenga tiempo la de Dios de enmendar la de los hombres, como no enmendó la mano del verdugo que iba a degollar a Juan. El asombro hizo que todos callaran, pero por poco tiempo, que luego salieron de todas las bocas palabras de indignación, de protesta, de incredulidad, Si eres el hijo de Dios, como hijo de Dios tienes que morir, clamaba uno, Comí del pan que repartiste, cómo podría ahora denunciarte, gemía otro, No quiera ser rey de los Judíos quien va a ser rey del mundo, decía éste, Muera quien de aquí se mueva para acusarte, amenazaba aquél. Fue entonces cuando se oyó, clara, distinta, sobre el alboroto, la voz de Judas de Iscariote, Yo voy, si así lo quieres. Le echaron los otros las manos encima, había ya cuchillos saliendo de los pliegues de las túnicas, cuando Jesús ordenó, Dejadlo, que nadie le haga mal. Después se levantó, lo abrazó y lo besó en las dos mejillas, Vete, mi hora es tu hora. Sin una palabra, Judas de Iscariote se echó la punta del manto sobre el hombro y, como si lo hubiera engullido la noche, desapareció en la oscuridad.

Los guardias del templo y los soldados de Herodes llegaron para prender a Jesús con las primeras luces de la mañana. Después de cercar calladamente el campamento, entraron al asalto unos cuantos, armados de espada y lanza, el que los mandaba gritó, Dónde está ese que se dice rey de los Judíos, y otra vez, que se presente ese que dice ser rey de los Judíos, entonces salió Jesús de su tienda, estaba con él María de Magdala, que venía llorando, y djo, Yo soy el rey de los Judíos. En ese momento, se le acercó un soldado que le ató las manos, al tiempo que le decía en voz baja, Si, pese a ir hoy preso, llegaras a ser rey un día, acuérdate de que te prendo por orden de otro, entonces dirás que lo prenda a él, y yo te obedeceré, como ahora he obedecido. Y Jesús dijo, Un rey no prende a otro rey, un dios no mata a otro dios, para que hubiera quien prendiese y matase fueron hechos los hombres comunes.

Enlazaron también los pies de Jesús con una cuerda, para que no pudiese huir, y Jesús dijo para sí, porque así lo creía, Tarde llega, yo ya he huido.

Entonces María de Magdala dio un grito como si se le estuviera rompiendo el alma, y Jesús dijo, Llorarás por mí, y vosotras, mujeres, todas habéis de llorar, si llega una hora igual para estos que aquí están y para vosotras mismas, pero sabed que por cada lágrima vuestra se derramarían mil en el tiempo que ha de venir si yo no acabo como es mi voluntad. Y volviéndose hacia el que mandaba, dijo, Deja ir a estos hombres que estaban conmigo, yo soy el rey de los Judíos, no ellos, y sin más, avanzó hacia el centro de los soldados, que lo rodearon. El sol había aparecido y subía en el cielo por encima de las casas de Betania, cuando la multitud, con Jesús delante, entre dos soldados que sostenían las puntas de la cuerda que le ataba las manos, comenzó a subir el camino de Jerusalén.

Detrás iban los discípulos y las mujeres, ellos airados, ellas sollozando, pero tanto era lo que valían los sollozos de unas como la ira de los otros, Qué vamos a hacer, preguntaban con la boca pequeña, saltar sobre los soldados e intentar liberar a Jesús, muriendo quizá en la lucha, o dispersarnos antes de que venga también una orden de prisión contra nosotros, y como no eran capaces de escoger entre esto y aquello, nada hicieron, y fueron siguiendo, a distancia, al destacamento de la tropa. En un momento determinado vieron que el grupo de delante se paraba y no entendían por qué, salvo que hubiera venido contraorden y estuvieran desatando los nudos de Jesús, pero para pensar tal cosa era preciso ser muy loco, algunos había, aunque no tanto.

Realmente se había desatado un nudo, pero el de la vida de Judas de Iscariote, allí, en una higuera, a la orilla del camino por donde Jesús tendría que pasar, colgado por el cuello, estaba el discípulo que se presentó voluntario para que se pudiera cumplir la última voluntad del maestro.

El que mandaba la escolta hizo señal a dos soldados para que cortasen la cuerda y bajaran el cuerpo, todavía está caliente, dijo uno, bien podía ser que Judas de Iscariote, sentado en la rama de la higuera, ya con la cuerda al cuello, hubiera estado esperando pacientemente a que apareciese Jesús, a lo lejos, en la curva del camino, para lanzarse rama abajo, en paz consigo mismo por haber cumplido su deber. Jesús se acercó, no lo impidieron los soldados, y miró detenidamente la cara de Judas, retorcida por la rápida agonía, Todavía está caliente, volvió a decir el soldado, entonces pensó Jesús que podía, si quisiese, hacer con este hombre lo que no había hacho con Lázaaro, resucitarlo, para que tuviera en otro lugar y otro día, su propia e irrenunciable muerte, distante y oscura, y no la vida y la memoria interminables de una traición.

Pero es sabido que sólo el hijo de Dios tiene poder para resucitar, no lo tiene el rey de los Judíos que aquí va, de espíritu mudo y atado de pies y manos. El que mandaba dijo, Dejadlo ahí para que lo entierren los de Betania o se lo coman los cuervos, pero registradlo primero, a ver si lleva algo de valor, y los soldados buscaron y no encontraron nada, Ni una moneda, dijo uno, no tenía nada de extraño, el de los fondos de la comunidad era Mateo, que sabía del oficio por haber sido publicano en los tiempos en que se llamaba Levi. No le pagaron la denuncia, murmuró Jesús, y el otro, al oírlo, respondió, Quisieron, pero él dijo que tenía por costumbre pagar sus cuentas, y ahí está, ya no las paga más. Siguió adelante la marcha, algunos discípulos se quedaron mirando piadosamente el cadáver, pero Juan dijo, Dejémoslo, no era de los nuestros, y el otro Judas, el que también es Tadeo, acudió a enmendar, Lo aceptemos o no, siempre será de los nuestros, no sabremos qué hacer con él y sin embargo seguirá siendo siempre de los nuestros.

Sigamos, dijo Pedro, nuestro lugar no está junto a Judas de Iscariote, Tienes razón, dijo Tomás, nuestro lugar debería ser al lado de Jesús, pero ese lugar va vacío.

Entraron al fin en Jerusalén y Jesús fue llevado al consejo de los ancianos, príncipes de los sacerdotes y escribas.

Estaba allí el sumo sacerdote, que se alegró al verlo y le dijo, Te lo advertí, pero tú no quisiste oírme, ahora tu orgullo no podrá defenderte y tus mentiras te condenarán, Qué mentiras, preguntó Jesús, Una, que eres rey de los Judíos, Soy rey de los Judíos, La otra, que eres el hijo de Dios, Quién te ha dicho que yo digo que soy el hijo de Dios, todos por ahí, No les des oídos, yo soy el rey de los Judíos, Entonces, confiesas que no eres el hijo de Dios, Repito que soy el rey de los Judíos, Ten cuidado, mira que basta esa mentira para que seas condenado, Lo que he dicho, dicho está, Muy bien, te voy a enviar al procurador de los romanos, que está ansioso por conocer al hombre que quiere expulsarlo a él y arrebatarle estos dominios al poder de César. Los soldados se llevaron a Jesús al palacio de Pilatos y como ya había corrido la noticia de que aquel que decía ser rey de los Judíos, el que azotó a los cambistas y prendió fuego a sus tenderetes, había sido preso, acudía la gente a ver qué cara ponía un rey cuando lo llevaban por las calles a la vista de todos, con las manos atadas como si de un criminal común se tratara, siendo indiferente, para el caso, si era rey de los auténticos o de los que presumen de serlo. Y, como siempre acontece, porque el mundo no es todo igual, unos sentían pena, otros no, unos decían, Por qué no lo sueltan, que está loco, otros, al contrario, creían que castigar un delito es dar ejemplo y que, si aquéllos son muchos, estos no deben ser menos. En medio de la multitud, con ella confundidos, andaban medio perdidos los discípulos, y también las mujeres que los acompañaban, éstas se conocían de inmediato por las lágrimas, sólo una de ellas no lloraba, era María de Magdala, porque el llanto se le estaba quemando dentro.

No era grande la distancia entre la casa del sumo sacerdote y el palacio del procurador, pero a Jesús le parecía que no acababa de llegar nunca, y no por considerar insoportables hasta ese punto los abucheos y los empujones de la multitud, decepcionada por la triste figura que iba haciendo aquel rey, sino porque le urgía comparecer al encuentro que por su voluntad fijó con la muerte, no vaya a ocurrir que Dios mire hacia este lado, y diga, Qué es eso, no estás cumpliendo lo convenido. A la puerta del palacio se apostaban soldados de Roma, a quienes los de Herodes y los guardias del Templo entregaron el preso, quedándose ellos fuera, a la espera del resultado, y entrando con él sólo unos cuantos sacerdotes que tenían autorización.

Sentado en su silla de procurador, Pilatos, que éste era el nombre, vio entrar a un desgraciado, barbudo y descalzo, con la túnica sucia de manchas antiguas y recientes, éstas de frutas maduras que los dioses habían creado para otro fin, no para ser desahogo de rencores y señal de ignominia. De pie, ante él, el preso aguardaba, la cabeza la mantenía erguida, pero su mirada se perdía en el espacio, en un punto próximo, aunque indefinible, entre los ojos de uno y los ojos del otro. Pilatos sólo conocía dos especies de acusados, los que bajaban los ojos y los que de ellos se servían como carta de desafío, a los primeros los despreciaba, a los segundos los temía siempre un poco, y por eso los condenaba más deprisa. Pero éste estaba allí y era como si no estuviera, tan seguro de sí como si fuese, de hecho y de derecho, una real persona, a quien, por ser todo esto un deplorable malentendido, no tardarían en restituirle la corona, el manto y el cetro. Pilatos acabó concluyendo que lo más apropiado sería incluir a este preso en la segunda especie, y juzgarlo en conformidad, así que pasó al interrogatorio de inmediato, Hombre, cómo te llamas, Jesús, hijo de José, nací en Belén de Judea, pero me conocen como Jesús de Nazaret porque en Nazaret de Galilea viví, Tu padre, quién era, Ya lo he dicho, su nombre era José, Qué oficio tenía, Carpintero, Explícame entonces cómo salió de un José carpintero un Jesús rey, Si un rey puede hacer hijos carpinteros, un carpintero debe poder hacer hijos reyes.

En este momento intervino un sacerdote de los principales, diciendo, Te recuerdo, Pilatos, que este hombre dijo también que es hijo de Dios, No es verdad, sólo digo que soy hijo del Hombre, respondió Jesús, y el sacerdote, Pilatos, no te dejes engañar, en nuestra religión da lo mismo decir hijo del Hombre que hijo de Dios. Pilatos hizo un gesto de indiferencia con la mano, Si anduviera por ahí pregonando que es hijo de Júpiter, el caso, teniendo en cuenta otros que antes hubo, me interesaría, pero que sea o no sea hijo de vuestro dios me tiene sin cuidado, Júzgalo entonces por decir que es rey de los Judíos, que eso es bastante para nosotros, Falta saber si lo será también para mí, respondió Pilatos, malhumorado. Jesús esperaba tranquilamente el final del diálogo y la reanudación del interrogatorio, Qué dices tú que eres, preguntó el procurador, Digo lo que soy, rey de los Judíos, Y qué es lo que pretende ese rey de los Judíos que dices ser, todo lo que es propio de un rey, Por ejemplo, Gobernar a su pueblo y protegerlo, Protegerlo de qué, De todo cuanto esté contra él, Protegerlo de quién, De todos cuantos estén contra él, Si no entiendo mal, lo protegerías de Roma, Has entendido bien, Y para protegerlo atacarías a los romanos, No hay otra manera, Y nos expulsarías de estas tierras, Una cosa lleva a la otra, evidentemente, Luego eres enemigo de César, Soy rey de los Judíos, Confiesa que eres enemigo de César, Soy rey de los Judíos, y mi boca no se abrirá para decir otra palabra. Exultante, el sacerdote alzó las manos al cielo, Ves, Pilatos, él confiesa, y tú no puedes dejar que se vaya de aquí a salvo quien, ante testigos, se declaró contra ti y contra el César. Pilatos suspiró, le dijo al sacerdote, Cállate, y, volviéndose a Jesús, preguntó, Qué más tienes que decir, Nada, respondió Jesús, Me obligas a condenarte, Cumple con tu deber, Quieres elegir tu muerte, Ya la he elegido, Cuál, La cruz, Morirás en la cruz. Los ojos de Jesús, por fin, buscaron los ojos de Pilatos y se clavaron en él, Puedo pedirte un favor, preguntó, Si no va contra la sentencia que has oído, te pido que mandes poner encima de mi cabeza una leyenda en que quede dicho, para que me conozcan, quién soy y qué soy, Nada más, Nada más. Pilatos hizo una señal a un secretario, que le trajo el material de escritura, y con su propia mano, escribió Jesús de Nazaret Rey de los Judíos.

El sacerdote, que estaba entregado a su alegría, se dio cuenta ahora de lo que ocurría y protestó. No puedes escribir Rey de los Judíos, pero sí Que Se Decía Rey de los Judíos, pero Pilatos estaba furioso consigo mismo, le parecía que tendría que haber dejado en paz a aquel hombre, pues hasta el más puntilloso de los jueces sería capaz de ver que ningún mal podría llegarle a César de un enemigo como aquél, y fue por esto por lo que respondió secamente, No me molestes, lo escrito, escrito está. Hizo una señal a los soldados para que se llevaran de allí al condenado y mandó que trajeran agua para lavarse las manos, como era costumbre después de dictar sentencia.

Se llevaron a Jesús hacia un cerro al que llamaban Gólgota, y como ya le iban flaqueando las piernas bajo el peso del madero, pese a su robusta complexión, mandó el centurión comandante que un hombre que iba de paso y se paró un momento a mirar el desfile, tomara cuenta de la carga. De abucheos y empujones ya se dio antes noticia, como de la multitud que los lanzaba.

También de la rara piedad. En cuanto a los discípulos, esos andaban por ahí, ahora mismo una mujer acaba de interpelar a Pedro, No eras tú uno de los que andaban con él, y Pedro respondió, Yo, no, y habiendo dicho esto, se escondió detrás de todos, pero allí volvió a verlo la misma mujer y otra vez le dijo, Yo, no, y como no hay dos sin tres, siendo la de tres la cuenta que Dios hizo, aún fue Pedro por tercera preguntado, y por tercera vez respondió:

– Yo, no. Las mujeres suben al lado de Jesús, unas aquí, otras allí, y María de Magdala es la que más cerca va, pero no puede aproximarse porque no se lo permiten los soldados, como no dejarán pasar a nadie por las proximidades del lugar donde están levantadas tres cruces, dos ocupadas ya por hombres que gritan y claman y lloran, y la tercera, en medio, esperando a su hombre, derecha y vertical como una columna sustentando el cielo. Dijeron los soldados a Jesús que se tumbase, y él se tumbó, le pusieron los brazos abiertos sobre el patíbulo, y cuando el primer clavo, bajo el golpe brutal del martillo, le perforó la muñeca por el intervalo entre los dos huesos, el tiempo huyó hacia atrás en un vértigo instantáneo, y Jesús sintió el dolor como su padre lo sintió, se vio a sí mismo como lo había visto a él, crucificado en Séforis, despés la otra muñeca, y luego la primera dilaceración de las carnes estiradas cuando el patíbulo empezó a ser izado a sacudidas hacia lo alto de la cruz, todo su peso suspendido de los frágiles huesos, y fue como un alivio cuando le empujaron las piernas hacia arriba y un tercer clavo le atravesó los calcañares, ahora ya no hay nada más que hacer, es sólo esperar la muerte.

Jesús muere, muere, y ya va dejando la vida, cuando de pronto el cielo se abre de par en par por encima de su cabeza, y Dios aparece, vestido como estuvo en la barca, y su voz resuena por toda la tierra diciendo, Tú eres mi Hijo muy amado, en ti pongo toda mi complacencia.

Entonces comprendió Jesús que vino traído al engaño como se lleva al cordero al sacrificio, que su vida fue trazada desde el principio de los principios para morir así, y, trayéndole la memoria el río de sangre y de sufrimiento que de su lado nacerá e inundará toda la tierra, clamó al cielo abierto donde Dios sonreía, Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo.

Luego se fue muriendo en medio de un sueño, estaba en Nazaret y oía que su padre le decía, encogiéndose de hombros y sonriendo también, Ni yo puedo hacerte todas las preguntas, ni tú puedes darme todas las respuestas. Aún había en él un rastro de vida cuando sintió que una esponja empapada en agua y vinagre le rozaba los labios, y entonces, mirando hacia abajo, reparó en un hombre que se alejaba con un cubo y una caña al hombro. Ya no llegó a ver, colocado en el suelo, el cuenco negro sobre el que su sangre goteaba.

Fin