37964.fb2 El Evangelio seg?n Jesucristo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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Atraídas por el ruido, las mujeres de las casas próximas aparecieron en las puertas y, presintiendo novedad, dijeron a los hijos que fuesen a ver qué ajuntamiento era aquél a la puerta de la vecina María.

Penas perdidas fueron, que entraron sólo los hombres. La puerta se cerró con autoridad, ninguna curiosa mujer de Nazaret llegó a saber hasta el día de hoy lo que pasó en casa del carpintero José. Y, teniendo que imaginar algo para alimento de la curiosidad insatisfecha, acabaron haciendo del mendigo, que nunca llegaron a ver, un ladrón de casas, gran injusticia fue, que el ángel, pero no le digáis a nadie que lo era, aquello que comió no lo robó, y además dejó regalo sobrenatural. Ocurrió que, mientras los dos ancianos de más edad continuaban interrogando a María, fue el menos viejo de los tres, Zaquías, a recoger por las inmediaciones recuerdos de un mendigo así y así, conforme a las señales dadas por la mujer del carpintero, mas ninguna vecina supo darle noticias, que no señor, ayer no pasó por aquí ningún mendigo, y si pasó no llamó a mi puerta, seguro que fue un ladrón de paso, que, encontrando la casa con gente, fingió ser pobre de pedir y se fue a otra parte, es un truco conocido desde que el mundo es mundo. Volvió Zaquías sin noticias del mendigo a casa de José cuando María repetía por tercera o cuarta vez lo que ya sabemos.

Estaban todos en el interior de la casa, ella de pie, como reo de un crimen, la escudilla en el suelo y dentro, insistente, como un corazón palpitante, la tierra enigmática, a un lado José, los ancianos sentados enfrente, como jueces y decía Dotaín, el del medio en edad, No es que no creamos lo que nos cuentas, pero repara que eres la única persona que vio a ese hombre, si hombre era, tu marido nada más sabe de él que el haberle oído la voz, y ahora aquí viene Zaquías diciéndonos que ninguna de tus vecinas lo vio, Seré testigo ante el Señor, él sabe que la verdad habla por mi boca, La verdad, sí, pero quién sabe si toda la verdad, Beberé el agua de la prueba del Señor y él manifestará si tengo culpa, La prueba de las aguas amargas es para las mujeres sospechosas de infidelidad, no pudiste ser infiel a tu marido, no te daba tiempo, La mentira, se dice, es lo mismo que la infidelidad, Otra, no esa, Mi boca es tan fiel como lo soy yo. Tomó entonces la palabra Abiatar, el más viejo de los tres ancianos, y dijo, No te preguntamos más, el Señor te pagará siete veces por la verdad que hayas dicho o siete veces te cobrará la mentira con que nos hayas engañado. Se calló y siguió callado, luego dijo, dirigiéndose a Zaquías y a Dotaín, qué haremos de esta tierra que brilla, si aquí no debe quedar como la prudencia aconseja, pues bien puede ser que estas artes sean del demonio. Dijo Dotaín, Que vuelva a la tierra de donde vino, que vuelva a ser oscura como fue antes. Dijo Zaquías, No sabemos quién fue el mendigo, ni por qué quiso ser visto sólo por María, ni lo que significa que brille un puñado de tierra en el fondo de una escudilla. Dijo Dotaín, Llevémosla al desierto y dejémosla allí, lejos de la vista de los hombres, para que el viento la disperse en la inmensidad y sea apagada por la lluvia. Dijo Zaquías, Si esta tierra es un bien, no debe ser retirada de donde está, y si es un mal, que queden sujetos a él sólo aquellos que fueron elegidos para recibirla. Preguntó Abiatar, Qué propones entonces, y Zaquías respondió, Que se excave aquí un agujero y se deposite el cuenco en el fondo, tapado para que no se mezcle con la tierra natural, un bien, aunque esté enterrado, no se pierde, y un mal tendrá menos poder lejos de la vista. Dijo Abiatar, Qué piensas tú, Dotaín, y éste respondió, Es justo lo que propone Zaquías, hagamos lo que él dice. Entonces Abiatar dijo a María, Retírate y déjanos proceder. Y adónde iré yo, preguntó ella, y José, inquieto de pronto, Si vamos a enterrar el cuenco, que sea fuera de la casa, no quiero dormir con una luz sepultada debajo. Dijo Abiatar, Hágase como dices, y a María, Te quedarás aquí. Salieron los hombres al patio, llevando Zaquías la escudilla. Poco después se oyeron golpes de azadón, repetidos y duros, era José que estaba cavando, y pasados unos minutos la voz de Abiatar que decía, Basta, ya tiene profundidad suficiente.

María miró por la rendija de la puerta, vio al marido que tapaba la escudilla con un trozo curvo de una cántara rota y luego la bajaba, hasta donde le alcanzaba el brazo, al interior de la oquedad, después se levantó y tomando otra vez el azadón, echó dentro la tierra, alisándola, por último, con los pies.

Los hombres todavía permanecieron algún tiempo en el patio, hablando unos con otros y mirando la mancha de tierra fresca, como si acabasen de esconder un tesoro y quisieran clavar en su memoria el lugar donde lo habían ocultado. Pero no era de esto de lo que hablaban, porque de pronto se oyó más fuerte la voz de Zaquías, en tono que parecía de reprensión sonriente, Vaya carpintero que me has salido, José, que ni eres capaz de hacer una cama, ahora que tienes a la mujer grávida. Se rieron los otros, y José con ellos, un tanto por complacerlos, como alguien cogido en falta y que quiere hacer como si no. María los vio encaminándose hacia la cancela y salir, y ahora, sentada en el poyete del horno, paseaba los ojos por la casa buscando un sitio donde poner la cama, si el marido se decidía a hacerla. No quería pensar en la escudilla de barro ni en la tierra luminosa, tampoco quería pensar si el mendigo sería realmente un ángel o un farsante que pretendió divertirse a costa suya. Una mujer, si le prometen una cama para su casa, lo que debe hacer es pensar dónde quedará mejor.

Fue en el paso de los días del mes de Tamus a los del mes de Av, ya se vendimiaba la uva y los primeros higos maduros empezaban a pintar entre la sombra verde de las ásperas parras, cuando estos acontecimientos ocurrieron, unos corrientes y habituales, como el que un hombre se acerque carnalmente a su mujer y pasado el tiempo diga ella a él, Estoy encinta, otros en verdad extraordinarios, como fue que las primicias del anuncio correspondieran a un mendigo que, con toda razón y probabilidad, nada tendría que ver en el caso, siendo sólo autor del hasta ahora inexplicable prodigio de la tierra luminosa, depositada fuera de alcance e investigación por la desconfianza de José y la prudencia de los ancianos. Van llegando los grandes calores, los campos están pelados, todo es rastrojo y aridez, Nazaret es una aldea parda rodeada de silencio y soledad en las sofocantes horas del día, a la espera de que llegue la noche estrellada para que se pueda oír el respirar del paisaje oculto por la oscuridad y la música que hacen las esferas celestes al deslizarse unas sobre otras. Tras la cena, José iba a sentarse al patio, en el lado derecho de la puerta, a tomar el aire, le gustaba notar su soplo en la cara y sentir en las barbas la primera brisa refrescante del crepúsculo. Cuando ya todo estaba oscuro, venía también María a sentarse en el suelo, como el marido, pero del otro lado de la puerta, y allí se quedaban los dos, un hablar, oyendo los rumores de la casa de los vecinos, la vida de las familias, que ellos aún no eran, faltándoles los hijos, Dios quiera que sea niño, pensaba José algunas veces a lo largo del día, y María pensaba, Dios quiera que sea niño, pero las razones por las que esto pensaba no eran las mismas. Crecía el vientre de María sin prisa, pasaron semanas y meses sin que se notara a las claras su estado y, no siendo ella de darse mucho con las vecinas, por modesta y discreta que era, fue general la sorpresa en la vecindad, como si hubiese aparecido gorda de la noche al día. Es posible que el silencio de María tuviese otra y más secreta razón, la de que nunca pudiera establecerse una relación entre su estado y el paso del mendigo misterioso, precaución ésta que sólo nos parecerá absurda sabiendo cómo ocurrieron las cosas, si no se diera el caso de que, en horas de relajamiento de cuerpo y espíritu, María llegara a preguntarse, pero por qué, Dios santo, al mismo tiempo aterrada por la insensatez de la duda y alterada por un estremecimiento íntimo, sobre quién sería, real y verdadero, el padre de la criatura que dentro de sí se iba formando.

Sabido es que las mujeres, en su estado interesante, son dadas a antojos y fantasías, a veces mucho peores que ésta, que mantendremos en secreto para que no caiga mancha en la buena fama de la futura madre.

El tiempo fue pasando, un lento mes siguiendo a otro, y el de Elul, ardiente como un horno, con el viento de los desiertos del sur barriendo y quemando los aires, época en que las támaras y los higos se convierten en un goteo de miel, el de Tishri, cuando las primeras lluvias de otoño ablandan la tierra y llaman a los arados a la labra de las sementeras, y fue al mes siguiente, el de Mathesvan, tiempo de varear la aceituna, cuando ya más fríos los días, decidió José carpintear un rústico camastro, porque para cama digna de ese nombre ya sabemos que no llega su ciencia, en la que María, después de esperar tanto, pueda descansar el pesado e incómodo vientre. En los últimos días del mes de Quislau y durante casi todo el de Taver, cayeron grandes lluvias, por eso tuvo José que interrumpir su trabajo en el patio, aprovechando sólo los momentos en que escampaba para labrar las piezas de gran tamaño, y recluido la mayoría del tiempo en casa, al abrigo, aunque recibiendo la luz de la puerta, raspaba y alisaba los yugos que había dejado en basto, cubriendo el suelo a su alrededor de virutas y serrín que después María barría y echaba al patio.

En el mes de Shevat florecieron los almendros, y estaban ya en el de Adar, tras las fiestas de Purim, cuando aparecieron en Nazaret unos soldados romanos de los que entonces andaban por Galilea, de poblado en ciudad, de ciudad en poblado, y otros por las demás partes del reino de Herodes, haciendo saber a las gentes que, por orden de César Augusto, todas las familias que tuviesen su domicilio en las provincias gobernadas por el cónsul Publio Sulpicio Quirino estaban obligadas a censarse, y que el censo, destinado, como otros, a poner al día el catastro de los contribuyentes de Roma, tendría que hacerse, sin excepción, en los lugares de donde estas famuilias fuesen originarias. A la mayor parte de la gente que se reunió en la plaza para oír el pregón, poco le importaba aquel aviso imperial, pues siendo naturales de Nazaret y residentes allí generación tras generación, allí mismo se censarían. Pero algunos, que procedían de las distintas regiones del reino, de Gaulanitide o de Samaria, de Judea, Perea o Idumea, de aquí o de allá, de cerca o de lejos, empezaron a echar cuentas sobre el viaje, unos con otros murmurando contra los caprichos de Roma y hablando del trastorno que iba a ser la falta de brazos, ahora que llegaba el tiempo de segar el lino y la cebada. Y los que tenían familias numerosas, con hijos en la primera edad o padres y abuelos ancianos y enfermos, si no tenían transporte propio suficiente, pensaban a quién podrían pedírselo prestado, o alquilar por precio justo el asno o los asnos necesarios, sobre todo si el viaje iba a ser largo y trabajoso, con mantenimiento suficiente para el camino, odres de agua si tenían que cruzar el desierto, esteras y mantas para dormir, escudillas para comer, algún abrigo suplementario, pues todavía no se fueron del todo las lluvias y el frío, y alguna vez sería necesario dormir al aire libre.

José se enteró del edicto algo más tarde, cuando ya los soldados habían partido para llevar la buena nueva a otros parajes, fue el vecino de la casa de al lado, Ananías de nombre, quien apareció alborozado a darle la noticia.

Era él de los que no tenían que salir de Nazaret para ir al censo, de buena se ha librado, y como había decidido que, a causa de las cosechas, no iría este año a Jerusalén para la celebración de la Pascua, si de un viaje se libraba tampoco el otro le obligaba. Va pues Ananías a informar a su vecino, como es deber, y va contento, aunque parezca que exagera un tanto en la expresión del rostro las demostraciones de ese sentimiento, quiera Dios que no sea por llevar una noticia desagradable, que hasta las personas mejores están sujetas a las peores contradicciones, y a este Ananías no le conocemos bastante como para saber si, en este caso, se trata de reincidencia en un comportamiento habitual, o si acontece por tentación maligna de un ángel de Satán que en aquel momento no tuviera nada más importante que hacer. Fue así que llegó Ananías a la cancela y llamó a José, que al principio no le oyó, porque estaba manejando ruidosamente martillo y clavos. María sí, tenía el oído más fino, pero era al marido a quien llamaban, cómo iba ella a tirarle de la manga de la túnica diciéndole, Estás sordo, no oyes que te llaman.

Gritó más alto Ananías y entonces suspendió José aquel batir estruendoso y fue a saber qué quería de él su vecino. Entró Ananías y, habiendo despachado los saludos, preguntó, en tono de quien quiere asegurarse, De dónde eres tú, José, y José, sin saber qué era lo que quería, respondió, Soy de Belén de Judea, Que está cerca de Jerusalén, Sí, bastante, Y vais a Jerusalén a celebrar la Pascua, preguntó Ananías, y José respondió, No, este año no voy, está mi mujer a punto de cumplir, Ah, Y tú, por qué quieres saberlo. Entonces Ananías alzó los brazos al cielo, al tiempo que ponía una cara de lástima inconsolable, Ay, pobre de ti, qué trabajos te esperan, qué fatiga, qué cansancio inmerecido, aquí entregado a los deberes de tu oficio y ahora vas a tener que dejarlo todo y echarte a los caminos y tan lejos, alabado sea el Señor que todo aprecia y remedia. No quiso José quedarse atrás en cuanto a demostraciones de piedad, y, sin indagar aún las causas de los lloriqueos del vecino, dijo, El Señor, si quiere, me remediará a mí también, y Ananías, sin bajar la voz, Sí, al Señor nada le es imposible, todo lo conoce y todo se le alcanza, así en la tierra como en el cielo, alabado sea {él por toda la eternidad, pero en este caso de ahora, que {él me perdone, no sé si podrá valerte, que estás en manos del César, Qué quieres decir, Que han llegado unos soldados romanos pasando aviso de que antes del último día del mes de Nisán todas las familias de Israel tendrán que censarse en sus lugares de origen, y tú, pobre, que eres de tan lejos.

Antes de que José tuviera tiempo de responder, entró en el patio la mujer de Ananías, Chua de nombre, y, yéndose directa a María, expectante en el umbral, empezó a lloriquear como antes el marido, Ay, pobrecilla, pobrecilla, ay qué lástima, qué será de ti, a punto de dar a luz y tendrás que ir quién sabe adónde, A Belén de Judea, informó el marido, Huy, qué lejos está eso, exclamó Chua, y no era hablar por hablar, pues una de las veces que fue en peregrinación a Jerusalén bajó hasta Belén, allí al lado, para orar ante la tumba de Raquel. María no respondió, esperaba que hablase antes su marido, pero José estaba furioso, una noticia de tanta importancia tendría que haber sido él quien la comunicara a su mujer, de primera mano, usando las palabras adecuadas y el tono justo, no con aquellos aspavientos, los vecinos metiéndoseles en la casa, con esos modos. Para disimular su contrariedad, dio al rostro una expresión de compuesta sensatez y dijo, Cierto es que Dios no siempre quiere poder lo que puede César, pero César nada puede donde sólo Dios puede. Hizo una pausa, como si necesitara penetrarse del sentido profundo de las palabras que acababa de pronunciar, y añadió, Celebraré la Pascua en casa, como tenía dispuesto, e iré a Belén, visto que así tiene que ser, y si el Señor lo permite, estaremos de vuelta a tiempo de que María dé a luz en casa, pero si, al contrario, no lo quiere el Señor, entonces mi hijo nacerá en la tierra de sus antepasados, Eso si no nace en el camino, murmuró Chua, pero no tan bajo que no la oyera José, que dijo, Muchos han sido los hijos de Israel que han nacido en el camino, el mío será uno más. La sentencia era de peso, irrefutable, y como tal la recibieron Ananías y su mujer, mudos de pronto.

Vinieron para confortar a los vecinos por la contrariedad de un viaje forzado, y para complacerse en su propia bondad, y ahora les parecía que los ponían en la calle, sin ceremonia, entonces María se acercó a Chua y le dijo que entrara en casa, que quería pedirle consejo sobre una lana que tenía para cardar, y José, queriendo enmendar la sequedad con que había hablado, dijo a Ananías, Te ruego, como buen vecino, que durante mi ausencia veles por mi casa, porque, incluso ocurriendo todo de la mejor manera, nunca estaré de vuelta antes de un mes, contando el tiempo del viaje, más los siete días de aislamiento de la mujer, o lo que se le añada a esto si nace una hija, que no lo permita el Señor. Respondió Ananías que sí, que quedase descansado, que de la casa cuidaría como si suya fuera, y preguntó, se le ocurrió de repente, no lo había pensado antes, Querrás tú, José, honrarme con tu presencia en la celebración de la Pascua, reuniéndote con mis parientes y amigos puesto que no tienes familia en Nazaret, ni tu mujer la tiene tampoco desde que murieron sus padres, tan avanzados ya en edad cuando ella nació que aún hoy anda la gente preguntándose cómo fue posible que Joaquín engendrara en Ana una hija.

Dijo José, risueñamente reprensivo, Ananías, recuerda aquello que murmuró Abraham para sí, incrédulo, cuando el Señor le anunció que le daría descendencia, si podría un niño nacer de un hombre de cien años y si una mujer, de noventa, sería capaz de tener hijos, aunque Joaquín y Ana no estaban en tan provecta edad como la de Abraham y Sara en aquellos días, y por lo tanto mucho más fácil le habrá sido a Dios, aunque para {él no hay nada imposible, suscitar entre mis suegros un retoño. Dijo el vecino, Eran otros tiempos, el Señor se manifestaba en presencia todos los días, no sólo en sus obras, y José respondió, fuerte en razones de doctrina, Dios es el tiempo mismo, vecino Ananías, para Dios el tiempo es todo uno, y Ananías se quedó sin saber qué respuesta dar, no era ahora el momento de traer a colación la controvertida y nunca resuelta polémica acerca de los poderes, tanto los consustanciales como los delegados, de Dios y de César.

Al contrario de lo que podrían parecer estos alardes de teología práctica, José no se había olvidado del inesperado convite de Ananías para celebrar con él y los suyos la Pascua, aunque no quiso demostrar demasiada prisa en aceptar, como de inmediato decidió, bien se sabe que es muestra de cortesía y buen nacimiento recibir con gratitud los favores que nos hacen, aunque también sin exagerar el contento, no vayan a pensar que estamos a la espera de más. Se lo agradecía ahora, alabándole los sentimientos de generosidad y buen vecino, justo cuando salía Chua de la casa trayendo consigo a María, a quien decía, Qué buena mano tienes para cardar, mujer, y María se ponía colorada, como una doncella, porque la estaban alabando delante del marido.

Un buen recuerdo que María guardó siempre de esta Pascua tan prometedora fue el de no haber tenido que participar en la preparación de las comidas y que la hubieran dispensado de servir a los hombres. La solidaridad de las otras mujeres le ahorró este trabajo. No te canses, que apenas puedes contigo, fue lo que le dijeron, y debían de saberlo bien, pues casi todas eran madres de hijos. Se limitó, o poco más, a atender a su marido, que estaba sentado en el suelo como los otros hombres, inclinándose para llenarle el vaso o renovarle en el plato las rústicas mantenencias, el pan ácimo, la tajada de cordero, las hierbas amargas, y también unas galletas hechas de la molienda de saltamontes secos, bocado que Ananías apreciaba mucho por ser tradición de su familia, pero ante el que torcían la nariz algunos invitados, aunque avergonzados de tan mal disimulada repugnancia, pues en su fuero íntimo se reconocían indignos del ejemplo edificante de cuantos profetas, en el desierto, hicieron de la necesidad virtud y del saltamontes maná. Hacia el fin de la cena, la pobre María se sentó en la puerta, con su gran vientre posado sobre la raíz de los muslos, bañada en sudor, sin oír apenas las risas, los dichos, las historias y el recitado constante de las escrituras, sintiéndose, cada momento que pasaba, a punto de abandonar definitivamente el mundo, como si colgara de un hilillo que fuese su último pensamiento, un puro pensar sin objeto ni palabras, sólo saber que se está pensando y no poder saber en qué y para qué. Despertó sobresaltada, porque en el sueño, súbitamente, llegando de una tiniebla mayor, apareció ante ella el rostro del mendigo, y después aquel su gran cuerpo cubierto de andrajos, el ángel, si ángel era, había entrado en su sueño sin anunciarse, ni siquiera por un fortuito recuerdo, y estaba allí mirándola, con aire absorto, tal vez también con una levísima expresión de interrogativa curiosidad, o ni siquiera eso, que el tiempo de verlo llegó y pasó, y ahora el corazón de María palpitaba como un pajarillo asustado, ella no sabía si era de miedo o porque alguien le dijo al oído una inesperada y embarazosa palabra. Los hombres y los muchachos seguían sentados en el suelo y las mujeres iban y venían jadeantes ofreciéndoles los últimos alimentos, pero ya se notaban las señales de saciedad, sólo el rumor de las conversaciones, animadas por el vino, había subido de tono.

María se levantó y nadie reparó en ella. Era ya de noche, la luz de las estrellas, en el cielo limpio y sin luna, parecía causar una especie de resonancia, un zumbido que rozaba las fronteras de lo inaudible, pero que la mujer de José podía sentir en la piel, y también en los huesos, de un modo que no sabría explicar, como una suave y voluptuosa convulsión que no acabara de resolverse. María atravesó el patio y miró fuera. No vio a nadie. La cancela de la casa, al lado, estaba cerrada, igual que la dejó, pero el aire se movía como si alguien acabara de pasar por allí, corriendo, o volando, para no dejar de su paso más que una fugaz señal que otros no sabrían entender.

Pasados que fueron tres días, después de acordar con los clientes que le habían encargado obras que tendrían que esperar a su regreso, hechas las despedidas en la sinagoga y confiada la casa y los bienes visibles que contenía a los cuidados del vecino Ananías, partió de Nazaret el carpintero José con su mujer, camino de Belén, adonde va para censarse, y ella también, de acuerdo con los decretos llegados de Roma.

Si, por un atraso en las comunicaciones o fallo en la traducción simultánea, aún no ha llegado al cielo la noticia de tales órdenes, muy asombrado deberá estar el Señor Dios al ver tan radicalmente transformado el paisaje de Israel, con gente que viaja en todas direcciones, cuando lo propio y natural, en estos días inmediatos a la Pascua, sería que la gente se desplazase, salvo justificadas excepciones, de un modo por así decir centrífugo, tomando el camino de casa desde un punto central, sol terrestre u ombligo luminoso, de Jerusalén hablamos, claro está. Sin duda la fuerza de la costumbre, aunque falible, y la perspicacia divina, absoluta esa, harán fácil el reconocimiento e identificación, incluso desde tan alto, del lento avance que muestra el regreso de los peregrinos a sus ciudades y aldeas, pero lo que, a pesar de todo, no puede dejar de confundir la vista es el hecho de que estas rutas, conocidas, se crucen con otras que parecen trazadas a la ventura y que son, ni más ni menos, los itinerarios de aquellos que, habiendo celebrado o no en Jerusalén la Pascua del Señor, obedecen ahora las profanas órdenes de César, aunque no es muy difícil sustentar una tesis diferente, la de que fue César Augusto quien, sin saberlo, obedeció la voluntad del Señor, si es verdad que Dios tenía decidido, por razones de él sólo conocidas, que José y su mujer, en este momento de su vida, tendrían marcado en su destino ir a Belén.

Extemporáneas y fuera de propósito a primera vista, estas consideraciones deben ser recibidas como pertinentísimas, puesto que gracias a ellas nos será posible llegar a la invalidación objetiva de aquello que a algunos espíritus tanto les agradaría hallar aquí; por ejemplo, imaginar a nuestros viajeros, solos, atravesando aquellos parajes inhóspitos, aquellos descampados inquietantes, sin un alma próxima y fraterna, confiados sólo a la misericordia de Dios y al amparo de los ángeles. Ahora bien, inmediatamente después de salir de Nazaret se puede ver que no va a ser así, pues con José y María viajan otras dos familias, de las numerosas, en total, entre viejos, adultos y chiquillos, unas veinte personas, casi una tribu. Cierto es que no se dirigen a Belén, una de ellas se quedará a mitad del camino, mucha más al sur, hasta Bercheba, pero aunque hayan de separarse antes, porque vayan más deprisa unos que los otros, posibilidad siempre razonable, seguirán apareciendo en el camino nuevos viajeros, sin contar con los que vendrán andando en sentido contrario, quizá, quién sabe, a censarse en Nazaret, de donde ahora salen estos. Los hombres caminan delante, formando un grupo, y con ellos van los chicos que han cumplido ya trece años, mientras que las mujeres, las niñas y las viejas, de todas las edades, forman otro confuso grupo allá atrás, acompañadas por los chiquillos pequeños. En el momento en que iban a ponerse en camino, los hombres, en coro solemne, alzaron la voz para pronunciar las oraciones propias del caso, repitiéndolas las mujeres discretamente, casi en sordina, aprendido tienen que de nada vale que clame quien pocas esperanzas tiene de ser oído, aunque no pida nada y sólo esté alabando.

Entre las mujeres, la única que va encinta, y tan adelantada, es María, y sus dificultades son tales que de no haber dotado la Providencia de una paciencia infinita a los asnos que creó, y de no menor fortaleza, a los pocos pasos ya esta otra pobre criatura habría rendido el ánimo, rogando que la dejasen allí, a la orilla del camino, a la espera de su hora, que sabemos va a ser en breve, a ver dónde y cuándo, pero no es esta gente aficionada a las apuestas, que sería en este caso cuándo y dónde nacerá el hijo de José, sensata religión ésta que prohibió el azar.

Mientras llega el momento, y durante el tiempo que aún tenga que padecer la espera, la embarazada podrá contar, más que con las pocas y distraídas atenciones de su marido, entretenido como va en la conversación de los hombres, podrá contar, decíamos, con la probada mansedumbre y los dóciles lomos del animal, que va echando de menos, si mudanzas de vida y carga que pueden llegar al entendimiento de un asno, los golpes de vergajo, y sobre todo que le consientan caminar sin prisas, con su paso natural, suyo y de sus semejantes, que algunos como él van en la jornada. Por causa de esta diferencia, se retrasa a veces el grupo de las mujeres y, cuando tal acontece, los hombres, desde delante, se paran y permanecen a la espera de que ellas se aproximen, pero no tanto que lleguen a reunirse unas y otros, estos llegan incluso hasta el punto de fingir que se han parado sólo a descansar, no hay duda de que el camino a todos sirve, pero ya se sabe que donde cantan gallos no pían las gallinas, si acaso cacarean cuando han puesto un huevo, así lo ha impuesto y proclamado la buena ordenación del mundo en que nos cuadró vivir. Va pues María mecida por el suave andar de su corcel, reina entre las mujeres, que sólo ella va montada, la borricada restante transporta la carga general. Y para que no todo sean sacrificios, lleva en el regazo, ahora a uno, luego a otro, tres niños de pecho, con lo que descansan las madres respectivas y empieza ella a habituarse a la carga que la espera.

En este primer día de viaje, como las piernas aún no estaban hechas al camino, la etapa no ha sido extremadamente larga, no hay que olvidar que van en la misma compañía viejos y chiquillos, unos que, por haber vivido, han gastado ya todas sus fuerzas y no pueden ahora fingir que las tienen, otros que, por no saber gobernar las que empiezan a tener, las agotan en dos horas de carreras desatinadas, como si acabara el mundo y hubiera que aprovechar sus últimos instantes. Hicieron alto en una aldea grande, llamada Isreel, donde se situaba un caravasar que, por ser estos días, como dijimos, de intenso tráfago, encontraron en un estado de confusión y algarabía que parecía de locos, aunque, a decir verdad, era la algarabía mayor que la confusión, por lo que, al cabo de algún tiempo, habituados la vista y el oído, se podía presentir, primero, y luego reconocer, en aquel conjunto de gente y animales en constante movimiento dentro de los cuatro muros, una voluntad de orden no organizada ni consciente, como un hormiguero asustado que intentase reconocerse y recomponerse en medio de su propia dispersión.

Tuvieron la suerte las tres familias de poder acogerse al abrigo de un arco, arreglándoselas los hombres por un lado y las mujeres por otro, pero esto fue más tarde, cuando la noche cerró y el caravasar, animales y personas, se entregó al sueño.

Antes tuvieron las mujeres que preparar la comida y llenar los odres en el pozo, mientras los hombres descargaban los asnos y los llevaban a beber, pero en una ocasión en que no hubiera camellos en el bebedero, porque estos, en sólo dos sorbos brutales, lo dejaban seco y era necesario llenarlo un sinfín de veces antes de que se dieran por satisfechos. Al cabo, dispuestos los asnos en el comedero, se sentaron los viajeros a cenar, empezando por los hombres, que las mujeres ya sabemos que en todo son secundarias, basta recordar una vez más, y no será la última, que Eva fue creada después que Adán y de una costilla suya, cuándo aprenderemos que hay ciertas cosas que sólo comenzaremos a entender cuando nos dispongamos a remontarnos a las fuentes.

Después de que los hombres cenaran y mientras las mujeres, allá en un rincón, se alimentaban con las sobras, ocurrió que un anciano entre los ancianos, que viviendo en Belén iba a censarse a Ramalá y se llamaba Simeón, usando de la autoridad que le confería la edad y de la sabiduría que se cree es su efecto, interpeló a José sobre cómo pensaba que habría que proceder si se verificaba la posibilidad, obviamente razonable, de que María, pero no pronunció su nombre, no diera a luz antes del último día del plazo impuesto para el censo. Se trataba, evidentemente, de una cuestión académica, si tal palabra es adecuada al tiempo y al lugar, porque sólo a los agentes del censo, instruidos en las sutilezas procesales de la ley romana, cabría decidir sobre casos tan altamente dudosos como éste de presentarse una mujer con una barriga tan abultada en las oficinas del censo, Venimos a inscribirnos, y no es posible averiguar, in loco, si lleva dentro varón o hembra, sin hablar ya de la nada desdeñable probabilidad de una camada de gemelos del mismo o de ambos sexos. Como perfecto judío que se preciaba de ser, tanto en la teoría como en la práctica, jamás el carpintero pensaría en responder, usando de la simple lógica occidental, que no es a aquél que tiene que soportar una ley a quien incumbe suplir los fallos que en ella se encuentren, y que si Roma no fue capaz de prever éstas y otras hipótesis, será porque está mal servida de legisladores y hermeneutas.

Colocado, pues, ante la difícil cuestión, José se detuvo a pensar, buscando en su cabeza el modo más sutil de darle respuesta, una respuesta que, demostrando a la asamblea reunida en torno a la fogata sus dotes de argumentador, fuese, al mismo tiempo, formalmente brillante.

Finalizada la sufrida reflexión, y alzando lentamente los ojos que, en el tiempo que duró la gestación de la respuesta, mantuvo fijos en las ondeantes llamas de la hoguera, dijo el carpintero, Si llegado el último día del censo no hubiera nacido aún mi hijo, será porque el Señor no quiere que los romanos sepan de él y lo pongan en sus listas. Dijo Simeón, Fuerte presunción la tuya, que así te arrogas la ciencia de lo que el Señor quiere o no quiere.

Dijo José, Dios conoce todos mis caminos y cuenta todos mis pasos, y estas palabras del carpintero, que podemos encontrar en el Libro de Job, significaban, en el contexto de la discusión, que allí, entre los presentes y sin excepción de los ausentes, José reconocía y proclamaba su obediencia al Señor y manifestaba su humildad, sentimientos, cualquiera de ellos, contrarios a la pretensión diabólica, insinuada por Simeón, de aspirar a conocer los saberes enigmáticos de Dios. Así debió de entenderlo el anciano, pues permaneció callado y a la espera, de lo que se aprovechó José para volver a la carga, El día del nacimiento y el día de la muerte de cada hombre están sellados y bajo guarda de los ángeles desde el principio del mundo, y es el Señor, cuando le place, quien quiebra un sello y luego otro, muchas veces al mismo tiempo, con su mano derecha y con su mano izquierda, y hay casos en que tarda tanto en partir el sello de la muerte que hasta parece haberse olvidado de aquel viviente. Hizo una pausa, vaciló un momento, pero remató luego, sonriendo con malicia, Quiera Dios que esta charla no haga que se acuerde de ti. Se rieron los circunstantes, pero a escondidas, porque era manifiesto que el carpintero no había sabido guardar, entero, el respeto que a un anciano se debe, aun cuando la inteligencia y la sensatez, por efecto de la edad, no abunden ya en sus juicios. El viejo Simeón tuvo un gesto de cólera, dio un tirón a su túnica y respondió, Quizá haya Dios roto el sello de tu nacimiento antes de tiempo y todavía no deberías estar en el mundo, si de manera tan impertinente y presuntuosa te comportas con los ancianos, que más que tú vivieron y que en todas las cosas saben más que tú. Dijo José, Simeón, me preguntaste cómo se debería proceder si mi hijo no hubiera nacido antes del último día del censo y la respuesta a la pregunta no podía dártela yo, porque no conozco la ley de los romanos, como, según creo, tampoco tú la conoces, No la conozco, Entonces te dije, Sé lo que dijiste, no te canses en repetírmelo, Fuiste tú quien empezó a hablarme con palabras impropias cuando me preguntaste quién me creía para pretender conocer la voluntad de Dios antes de ser manifestada, si yo te ofendí luego, te ruego que me perdones, pero la primera ofensa vino de ti, recuerda que, siendo anciano y por eso mi maestro, no puedes dar el ejemplo de la ofensa.

Alrededor de la hoguera hubo un discreto murmullo de aprobación, el carpintero José, claramente, llevaba la victoria en el debate, a ver ahora con qué sale Simeón, qué respuesta le da. Y he aquí como lo dijo, sin espíritu ni imaginación, Por deber de respeto, no tenías más que responder a mi pregunta, y José dijo, Si te respondiese como querías, pronto quedaría al descubierto la vanidad de la cuestión, tendrás que admitir, por mucho que te cueste, que lo que yo hice fue mostrarte el mayor respeto, facilitándote, anunque no lo quisiste entender, la oportunidad de discurrir sobre un tema que a todos intersaría, es decir, si querría o podría el Señor, alguna vez, esconder su pueblo ante los ojos del enemigo, Ahora estás hablando del pueblo de Dios como si fuese tu hijo no nacido, No pongas en mi boca, Simeón, palabras que no he dicho ni diré, y escucha lo que es para ser comprendido de una manera y lo que es para ser comprendido de otra. A esta tirada no respondió ya Simeón. Se levantó el corro y fue a sentarse en el lugar más oscuro, acompañado de otros hombres de la familia, obligados por la solidaridad de la sangre, pero, en lo más íntimo, despechados por la tristísima figura que el patriarca había hecho en aquellas justas verbales.

Allí, entre la compañía, cubriendo el silencio que siguió a los rumores y murmullos de quien se dispone al reposo, se hizo otra vez perceptible el sordo oleaje de las conversaciones en el caravasar, cortadas por alguna exclamación más sonora, por el resuello y pateo de los animales y, a veces, por el bramido áspero, grotesco, de un camello picado de celo. Fue entonces cuando, todos juntos, concertando el ritmo del recitado, los viajeros de Nazaret, sin cuidarse ya de la reciente discordia, entonaron en voz baja, pero ruidosamente siendo tantos, la última y la más larga de cuantas oraciones van dirigidas al Señor a lo largo del día y que así dice, Alabado seas tú, Dios nuestro, rey del universo, que haces caer las ataduras del sueño sobre mis ojos y el torpor sobre mis párpados, y que a mis pupilas no retiras la luz.

Sea tu voluntad, Señor mi Dios, que me acueste ahora en paz y pueda mañana despertar para una vida feliz y pacífica, consiente que me aplique en el cumplimiento de tus preceptos y no permitas que me acostumbre a acto alguno de transgresión. No permitas que caiga en el poder del pecado, de la tentación ni de la vergüenza. Has que tengan presencia en mí las buenas inclinaciones, no dejes que tengan poder sobre mí las malas. Líbrame de las inclinaciones ruines y de las enfermedades mortales, y que no me vea perturbado por sueños malos y malos pensamientos y que no sueñe con la Muerte. Pasados pocos minutos, ya los más justos, si no los más cansados, dormían, algunos tuvieron que esperar mucho, allí estaban, sin otro abrigo la mayoría que sus propias túnicas, sólo los viejos y los chiquillos, frágiles unos y otros, gozaban del conforto de un paño grueso o de una escasa manta. Al faltarle el alimento, la hoguera se consumía, unas llamas desmayadas danzaban aún sobre el último leño recogido de camino para este útil fin.

Bajo el arco que abrigaba a las gentes de Nazaret, todos dormían. Todos, con excepción de María. Al no poder tumbarse por causa de la incomodidad del vientre, que a la vista más parecía contener un gigante, se reclinó en unas alforjas buscando amparo para sus martirizados riñones. Como los otros, estuvo oyendo el debate entre José y el viejo Simeón, y se alegró con la victoria del marido, como es obligación de toda mujer, aunque se trate de peleas incruentas, como ésta fue.

Pero ya estaba barrido de su memoria el motivo de la discusión, o es que el recuerdo del debate se había sumergido entre las sensaciones que dentro de su cuerpo iban y venían, igual que las marcas del océano, nunca visto, pero del que alguna vez oyó hablar, fluyendo y refluyendo, entre el ansioso choque de las olas que eran los movimientos del hijo, movimientos singulares, como si estando dentro de ella quisiera levantarla, a pulso, sobre sus hombros. Sólo los ojos de María estaban abiertos, brillando en la penumbra, y siguieron brillando incluso cuando la hoguera se apagó del todo, pero nada de extraño tiene esto, les sucede a todas las madres desde el principio del mundo, aunque nosotros lo supiéramos definitivamente cuando a la mujer del carpintero José se le apareció un ángel, que lo era, según su propia declaración, a pesar de venir en figura de mendigo itinerante.

También en el caravasar cantaban gallos en la fresca madrugada, pero los viajeros, mercaderes, arrieros, conductores de camellos, urgidos por sus obligaciones, apenas esperaron el primer canto, y muy temprano empezaron los preparativos de la jornada, cargando las bestias con sus haberes y teneres propios, o con las mercaderías del negocio, de este modo levantaban en el campo un barullo que dejaba pequeña a la vista, o a los oídos mejor, para usar la palabra exacta, la algarabía de la víspera. Cuando estos se hubieron ido, el caravasar pasa algunas horas más tranquilas, como un lagarto pardo tendido al sol, pues se quedan sólo los huéspedes que decidieron descansar un día entero, hasta que, acercándose la caída de la tarde, empiece a llegar el nuevo turno de camineros, a cual más sucio, pero todos fatigados, aunque manteniendo intactas y poderosas las cuerdas vocales, acaban de entrar y están gritando ya como posesos de mil diablos, con perdón. Que la compañía de Nazaret vaya engrosada desde aquí es algo que no debe sorprender a nadie, se juntaron diez personas más, mucho se engaña quien imagine que esta tierra es un desierto, mayormente en época tan festiva, de censos y de Pascuas, conforme fue explicado.

Entendió José, de sí y para sí, que su deber sería hacer las paces con el viejo Simeón, no por pensar que con la noche hubieran perdido fuerza y razón sus argumentos, sino porque fue instruido en el respeto a los más viejos y en particular a los ancianos que, pobrecillos, habiendo vivido una larga vida, que ahora se apaga robándoles el espíritu y el entendimiento, no pocas veces se ven desconsiderados por la gente joven. Se aproximó a él, y le dijo en tono de comedimiento, Vengo a pedirte disculpas si te parecí insolente e infatuado anoche, nunca fue mi intención faltarte al respeto, pero ya sabes cómo son las cosas, una palabra tira de la otra, las buenas tiran de las malas, y acabamos diciendo siempre más de lo que queríamos. Simeón oyó con la cabeza baja y respondió al fin, Estás disculpado. A cambio de su generoso movimiento, era natural que José esperase una respuesta más benévola del obstinado viejo y, con la esperanza de oír palabras que creía merecer, caminó a su lado durante un buen trozo de tiempo y de camino. Pero Simeón, con los ojos puestos en el polvo del sendero, hacía como si no advirtiera su presencia, hasta que el carpintero, justamente enfadado, esbozó el gesto de quien va a alejarse. Entonces el viejo, como si súbitamente lo hubiese abandonado el pensamiento fijo que lo ocupaba, dio un paso rápido y lo cogió de la túnica. Espera, dijo. Sorprendido, José se volvió hacia él. Simeón se había parado y repetía, Espera. Fueron pasando los otros hombres y ahora están estos dos en medio del camino, como en tierra de nadie, entre el grupo de los varones, que se iba alejando, y el de las mujeres, allí atrás, cada vez más cerca. Por encima de las cabezas podía verse la silueta de María, balanceándose al compás de la andadura del asno.

Habían dejado el valle de Isreel. La senda, ladeando cerros, vencía dificultosamente la primera cuesta, para embreñarse en los montes de Samaria, por el lado de poniente, a lo largo de los cerros áridos tras los que, cayendo hacia el Jordán y arrastrando en dirección sur su rasero ardiente, el desierto de Judea quemaba y requemaba la antiquísima cicatriz de una tierra que, siendo prometida a unos, nunca sabría a quién entregarse.

Espera, dijo Simeón, y el carpintero obedeció, ahora inquieto, temeroso sin saber por qué. Las mujeres estaban cerca ya. Entonces el viejo volvió a andar, agarrándose a la túnica de José, como si le huyeran las fuerzas, y dijo, Anoche, después de retirarme a dormir, tuve una visión, Una visión, Sí, pero no una visión de ver cosas, como siempre acontece, fue más bien como si pudiese ver lo que está detrás de las palabras aquellas que dijiste, que si tu hijo no hubiera nacido aún cuando llegase el último día del censo, sería porque el Señor no quiere que los romanos sepan de él y lo pongan en sus listas, Sí, yo dije eso, pero qué viste tú, No vi cosas, fue como si, de pronto, tuviese la certeza de que sería mejor que los romanos no supieran nada de la existencia de tu hijo, que nadie supiera nunca nada de él y que, si ha de venir a este mundo, al menos que viva en él sin pena ni gloria, como aquellos hombres que allí van y las mujeres que ahí vienen, ignorado, como cualquiera de nosotros, hasta la hora de su muerte y después de ella, Siendo su padre lo que yo soy, es decir nada, un carpintero de Nazaret, esa vida que le deseas es la que seguramente va a tener, No eres tú el único que dispone de la vida de tu hijo, Sí, todo el poder está en el Señor Dios, él es quien lo sabe, Así fue siempre y así lo creemos, Pero háblame de mi hijo, qué has sabido de mi hijo, Nada, sólo aquellas palabras tuyas que, en un relámpago, me pareció que contenían otro sentido, como si mirando por primera vez un huevo tuviese la percepción del pollito que hay dentro, Dios quiso lo que hizo e hizo lo que quiso, en sus manos está mi hijo, yo nada puedo, En verdad, así es, pero estos son aún los días en los que Dios comparte con la mujer la posesión del niño, Que después, si es varón, será mía y de Dios, O sólo de Dios, Todos lo somos, No todos, hay algunos que andan divididos entre Dios y el Diablo, Cómo saberlo, Si la ley no hubiera silenciado a las mujeres para todo y para siempre, tal vez ellas, porque inventaron aquel primer pecado, del que todos los demás nacieron, supieran decirnos lo que nos hace falta saber, Qué, Qué partes divina y demoníaca las componen, qué especie de humanidad llevan dentro de sí, No te comprendo, creo que estabas hablando de mi hijo, No hablaba de tu hijo, hablaba de las mujeres y de cómo generan los seres que somos, si no será por voluntad de ellas, si es que lo saben, por lo que cada uno de nosotros es este poco y este mucho, esta bondad y esta maldad, esta paz y esta guerra, revuelta y mansedumbre.

José miró hacia atrás, venía María en su asno, con un chiquillo ante ella, montando a horcajadas, a la manera de los hombres y, por un instante, imaginó que era ya su hijo y a María la vio como si fuera la primera vez, avanzando en delantera de la tropa femenina, ahora engrosada. Todavía resonaban en sus oídos las extrañas palabras de Simeón, pero le costaba trabajo aceptar que una mujer pudiera tener tanta importancia, al menos ésta suya nunca le dio señal, por mediocre que fuese, de valer más que el común de todas. Fue en este momento, pero entonces iba mirando hacia delante, cuando le vino a la memoria el caso del mendigo y de la tierra luminosa. Se estremeció de la cabeza a los pies, se le erizaron el pelo y las carnes, y aún más cuando, al volverse de nuevo hacia María, vio, con sus ojos claramente visto, caminando al lado de ella a un hombre alto, tan alto que sus hombros se veían por encima de las cabezas de las mujeres y era, por estos signos, el mendigo que nunca pudiera ver.

Volvió a mirar y allí estaba él, presencia insólita, incongruencia total, sin ninguna razón humana que justificara su presencia, varón entre mujeres. Iba José a pedirle a Simeón que mirase también él hacia atrás, que le confirmase estos imposibles, pero el viejo ya se había adelantado, dijo lo que tenía que decir y ahora se unía a los hombres de su familia para recobrar el simple papel de hombre de más edad, que es siempre el que menos tiempo dura. Entonces, el carpintero, sin otro testigo, volvió a mirar a la mujer. El hombre ya no estaba allí.

Habían atravesado en dirección al sur toda la región de Samaria, y lo hicieron a marchas forzadas, con un ojo atento al camino y el otro, inquieto, escrutando las cercanías, temerosos de los sentimientos de hostilidad, aunque más exacto sería decir aversión, de los habitantes de aquellas tierras, descendientes en maldades y herederos en herejías de los antiguos colonos asirios, que llegaron a estos parajes en tiempos de Salmanasar, rey de Nínive, tras la expulsión y dispersión de las Doce Tribus, y que, teniendo algo de judíos, pero mucho más de paganos, sólo reconocían como ley sagrada los Cinco Libros de Moisés y afirmaban que el lugar elegido por Dios para edificar su templo no era Jerusalén, y sí, imaginaos, el monte Gerizim, que está en sus territorios. Caminaron deprisa los de Galilea, pero aun así tuvieron que pasar dos noches en campo enemigo, al relente, con vigías y rondas, por si se daba el caso de que los malvados atacaran a la callada, capaces como son de las peores acciones, llegando al extremo de negar una sed de agua a quien, de puro tronco hebreo, de necesidad se estuviese muriendo, no vale mencionar alguna excepción conocida, porque no es más que eso, una excepción. Hasta tal punto llegó la ansiedad de los viajeros durante el trayecto que, contrariando la costumbre, los hombres se dividieron en dos grupos, delante y detrás de las mujeres y niños, para guardarlas de insultos o cosa peor. Pero estarían los de Samaria de humor pacífico en esos días, porque, aparte de aquellos con quienes en el camino tropezaron, gentes también de viaje, que satisfacían su rencor lanzando a los galileos miradas de escarnio y algunas palabras malsonantes, ninguna cuadrilla formal y organizada se precipitó de los riscos al asalto o apedreó en emboscada o asustó al inerme destacamento.

Un poco antes de llegar a Ramalá, donde los creyentes más fervorosos o de más apurado olfato juraban percibir ya el santísimo aroma de Jerusalén, el viejo Simeón y los suyos dejaron el grupo para, como antes se dijo, censarse en una aldea de éstas. Allí, en medio del camino, con gran profusión de bendiciones, hicieron sus despedidas los viajeros, las madres de familia le dieron a María mil y una recomendaciones hijas de la experiencia, y se fueron todos, unos bajando al valle, donde pronto podrán reposar de sus fatigas de cuatro días de camino, otros para Ramalá, en cuyo caravasar pasarán la noche que va cayendo. En Jerusalén, finalmente, se han de separar los que quedan del grupo que salió de Nazaret, la mayor parte para Bercheba, todavía con dos días de viaje por delante, y el carpintero y su mujer, que se quedarán cerca, en Belén. En medio de la confusión de abrazos y de adioses, José llamó aparte a Simeón, y con mucha deferencia, quiso saber si desde que hablaron tuvo algún recuerdo más de la visión. Que no fue visión, ya te lo dije, Fuese lo que fuese, a mí lo que me interesa es conocer el destino de mi hijo, Si ni tu propio destino puedes conocer y estás ahí, vivo y hablando, cómo quieres saber el destino de algo que no tiene existencia todavía, Los ojos del espíritu van más lejos, por eso imaginé que los tuyos, abiertos por el Señor a las evidencias de los elegidos, quizá hubiesen conseguido alcanzar lo que para mí es pura tiniebla. Es posible que nunca llegues a saber nada del destino de tu hijo, quizá tu propio destino esté a punto de cumplirse, no preguntes, hombre, no quieras saber, vive sólo tu día. Y, habiendo dicho estas palabras, Simeón posó la mano diestra sobre la cabeza de José, murmuró una bendición que nadie pudo oír y fue a unirse a los suyos, que lo esperaban. Por un sendero sinuoso, en fila, empezaron a descender hacia el valle, donde, al pie de otra ladera, casi confundida con las piedras que del suelo rompían como fatigados huesos, estaba la aldea de Simeón. No volvería José a tener noticia de él, sólo, pero mucho más tarde, sabría que murió antes de censarse.

Después de dos noches pasadas a la luz de las estrellas y al frío del descampado, ya que, por miedo a un ataque por sorpresa, ni hogueras encendieron, los de Nazaret se sintieron felices al acogerse una vez más al resguardo de las paredes y arcadas de un caravasar. Las mujeres ayudaron a María a bajar del burro, diciendo, piadosas, Mujer, que esto va a ser pronto, y la pobre murmuraba que sí, que sería pronto, como de eso era señal, a todos evidente, el repentino, o así lo parecía, crecimiento de la barriga. La instalaron lo mejor que pudieron en un rincón recogido y fueron a tratar de la cena que ya se retrasaba, de la que luego vinieron todos a comer.

Esta noche no hubo charlas, ni recitado, ni historias contadas alrededor de la hoguera, como si la proximidad de Jerusalén obligase al silencio, mirando cada uno dentro de sí y preguntando, Quién eres tú, que a mí te pareces pero a quien no sé reconocer, y no es que lo dijeran de hecho, las personas no se ponen a hablar solas así, sin más ni menos, o que lo pensaran conscientemente, pero lo cierto es que un silencio como éste, cuando fijamente miramos las llamas de una hoguera y callamos, si quisiéramos traducirlo en palabras, no hay otras, son aquéllas y lo dicen todo.

Desde el lugar donde estaba sentado, José veía a María de perfil contra el resplandor del fuego, una claridad rojiza, reflejada, le iluminaba en una media tinta el rostro de este lado, dibujando su perfil en luz y contraluz, y pensó, sorprendido al pensarlo, que María era una hermosa mujer, si ya se le podía dar ese nombre, con aquella carita de chiquilla, sin duda tiene ahora el cuerpo deformado, pero a él la memoria le trae una imagen diferente, ágil y graciosa, pronto volverá a ser lo que era, después de nacer el niño. Pensaba José esto, y en un instante inesperado fue como si todos los meses pasados, de forzada castidad, se hubiesen rebelado, despertando la urgencia de un deseo que se le iba dispersando por toda la sangre, en ondas sucesivas, irradiando vagos apetitos carnales que empezaban a aturdirlo, para refluir después, más fuertes, caldeados por la imaginación, hasta el punto de partida. Oyó que María soltaba un gemido, pero no se acercó a ella.

Recordó, y el recuerdo, como un cubo de agua fría, apagó de golpe las sensaciones voluptuosas que había estado experimentando, recordó al hombre que viera dos días antes, en un momento rapidísimo, caminando al lado de su mujer, aquel mendigo que los perseguía desde el anuncio de la gravidez de María, pues ahora José no tenía dudas de que, aunque no hubiera vuelto a aparecer hasta el día en que él mismo pudo verlo, el misterioso personaje siempre estuvo, a lo largo de los nueve meses de la gestación, en los pensamientos de María.

No tuvo valor para preguntarle a la mujer qué hombre era aquél y si sabía por dónde se fue, que tan deprisa desapareció, porque no quería oír la respuesta que temía, una preguna capaz de dejarlo estupefacto. De qué hombre me hablas, y si se obstinara, lo más seguro sería que María llamase a testimoniar a las otras mujeres, Habéis visto vosotras a algún hombre, venía algún hombre en el grupo de las mujeres, y ellas dirían que no, y moverían la cabeza con aire de escándalo y tal vez una de ellas, más suelta de lengua, dijera, Todavía está por nacer el hombre que, sin ser por precisiones del cuerpo, se acerque al lado de las mujeres y con ellas se quede. Lo que José no podría adivinar es que no había malicia alguna en la sorpresa de María, pues ella realmente no vio al mendigo, fuera éste aparición o bien hombre de carne y hueso. Pero, cómo puede ser esto verdad, si él estaba allí, a tu lado, si lo vi con estos ojos, preguntaría José, y María respondería, firme en su razón, En todo, así me dijeron que está escrito en la ley, la mujer deberá al marido respeto y obediencia, por lo tanto no volveré a decir que ese hombre no iba a mi lado, si tú dices lo contrario, diré sólo que no lo vi, Era el mendigo, Y cómo puedes saberlo si no llegaste a verlo el día en que apareció, Tenía que ser él, Sería más bien alguien que iba por su camino, y, como andaba más lento que nosotras, lo rebasamos, primero los hombres, luego las mujeres, y quizá estaba a mi lado cuando miraste, fue eso y nada más, Entonces confirmas, No, sólo busco una explicación que te deje satisfecha, como es deber también de las buenas mujeres.

A través de los ojos semicerrados, casi dormido, José intenta leer la verdad en el rostro de María, pero la cara de ella se ha vuelto negra como el otro lado de la luna, el perfil es sólo una línea recortada contra la claridad ya desvanecida de las últimas brasas. José dejó caer la cabeza como si hubiera renunciado definitivamente a comprender, llevándose consigo, para dentro del sueño, una idea absurda, la de que aquel hombre habría sido una imagen de su hijo hecho hombre, llegado del futuro para decirle, Así seré un día, pero tú no alcanzarás a verme así. José estaba dormido, con una sonrisa resignada en los labios, pero triste se hubiera sentido de oír a María decirle, No lo quiera el Señor, que de ciencia cierta sé yo que este hombre no tiene dónde descansar la cabeza. En verdad, en verdad os digo que muchas cosas en este mundo podrían saberse antes de que acontecieran otras que de ellas son fruto, si, uno con el otro, fuese costumbre que hablen marido y mujer como marido y mujer.

Al día siguiente, por la mañana temprano, tomaron el camino de Jerusalén muchos de los viajeros que pasaron la noche en el caravasar, pero los grupos de caminantes, por casualidad, se formaron de manera que José, aunque manteniéndose a la vista de los coterráneos que iban a Bercheba, acompañaba esta vez a su mujer, siguiendo al lado ella, pisándole los talones, por así decir, precisamente como el mendigo, o quienquiera que fuese, hiciera el día anterior. Mas José, en este momento, no quiere pensar en el misterioso personaje. Tiene la certeza, íntima y profunda, de que fue beneficiario de un obsequio particular de Dios, que le permitió ver a su propio hijo antes de haber nacido, y no envuelto en fajas y mantillas de infantil flaqueza, pequeño ser inacabado, fétido y ruidoso, sino hombre hecho, alto un palmo más que su padre y de lo que es común en esta raza, José va feliz porque ocupa el lugar de su hijo, es al mismo tiempo el padre y el hijo, y hasta tal punto es fuerte en él esta sensación que, súbitamente, pierde sentido aquel que es su verdadero hijo, el niño que va allí, aún dentro del vientre de la madre, camino de Jerusalén.