37964.fb2 El Evangelio seg?n Jesucristo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Jerusalén, Jerusalén, gritan los devotos viajeros a la vista de la ciudad, alzada de repente como una aparición en lo alto de un cerro del otro lado, más allá del valle, ciudad en verdad celeste, centro del mundo, que despide ahora destellos en todas direcciones bajo la luz fuerte del mediodía, como una corona de cristal, que sabemos que va a convertirse en oro puro cuando la luz del poniente la toque y que será blanca de leche bajo la luna, Jerusalén, oh Jerusalén. El Templo aparece como si en ese mismo momento lo hubiese puesto allí Dios y el súbito soplo que recorre los aires y roza la cara, el pelo, las ropas de los peregrinos y viajeros, es tal vez el movimiento del aire desplazado por el gesto divino, que, si miramos con atención las nubes del cielo, podemos contemplar la inmensa mano que se retira, los largos dedos sucios de barro, la palma donde están trazadas todas las líneas de vida y de muerte de los hombres y de todos los otros seres del universo, pero también, y ya es tiempo de que se sepa, la línea de la vida y de la muerte del mismo Dios. Los viajeros levantan al aire los brazos estremecidos de emoción, saltan las oraciones, irresistibles, no ya a coro sino entregado cada uno a su propio arrebato, algunos más sobrios por naturaleza en estas expresiones místicas, casi no se mueven, miran al cielo y pronuncian las palabras con una especie de dureza, como si en este momento les fuese permitido hablar de igual a igual a su Señor. El camino desciende en rampa y, a medida que los viajeros van bajando hacia el valle, antes de abordar la nueva subida que los llevará a esta puerta de la ciudad, el Templo parece alzarse más y más, ocultando, por efecto de la perspectiva, la execrada Torre Antonia, donde, incluso a esta distancia, se ve a los soldados romanos vigilando los patios y las rápidas fulguraciones de armas. Aquí se despiden los de Nazaret, porque María viene agotada y no soportaría el trote seco de la montura en el descenso, si tuviera que acompañar el paso rápido, casi carrera precipitada, que es ahora el de toda esta gente a la vista de los muros de la ciudad.

Se quedaron José y María solos en el camino, ella intentando recobrar las perdidas fuerzas, él un tanto impaciente por la demora, justo cuando están tan cerca de su destino. El sol cae a plomo sobre el silencio que rodea a los viajeros. De pronto, un gemido sordo, irreprimible, sale de la boca de María. José se inquieta, pregunta, Son los dolores ya, y ella responde, Sí, pero en ese mismo instante se extiende por su rostro una expresión de incredulaidad, como si se encontrara ahora, de repente, ante algo inaccesible a su comprensión, y es que, verdaderamente, no fue en su propio cuerpo donde notó el dolor, lo había sentido, sí, pero como un dolor sentido por otra persona, quién, el hijo que dentro de ella está, cómo es posible que ocurra tal cosa, que pueda un cuerpo sentir un dolor que no es suyo, y sobre todo sabiendo que no lo es y, a pesar de ello, una vez más, sintiéndolo como si propio fuese, o no exactamente de esta manera y con estas palabras, digamos más bien que es como un eco que, por alguna extraña perversión de los fenómenos acústicos, se oye con más intensidad que el sonido que lo causa. Cauteloso, sin querer saber, José preguntó, Sigue doliéndote, y ella no sabe cómo responderle, mentiría si dijera que no, mentiría si dijera que sí, por eso calla, pero el dolor está ahí, y lo siente, pero es también como si sólo lo estuviese mirando, impotente para socorrerlo, en el interior del vientre le duelen los dolores del hijo y ella no puede valerle, tan lejos está.

No gritó ninguna orden, José no usó la vara, pero lo cierto es que el asno reanudó la marcha más vivo de ánimo, sube por su cuenta la ladera empinada que lleva a Jerusalén y va ligero, como quien ha oído decir que está el comedero lleno a su espera y también un descanso sabroso, pero lo que él no sabe es que todavía tendrá que hacer un buen trecho de camino antes de llegar a Belén, y cuando se encuentre allí percibirá que, en definitiva, las cosas no son tan fáciles como parecían, claro está que sería muy bonito poder anunciar, Veni, vidi, vinci, así lo proclamó Julio César en tiempos de su gloria, y después fue lo que se vio, a manos de su propio hijo acabó muriendo, sin más disculpa para éste que el serlo por adopción. Viene de lejos y promete no tener fin la guerra entre padres e hijos, la herencia de las culpas, el rechazo de la sangre, el sacrificio de la inocencia.

Cuando iban entrando por la puerta de la ciudad, María no pudo contener un grito de dolor, pero éste lacerante, como si una espada la hubiera atravesado. Lo oyó sólo José, tan grande era el ruido que hacía la gente, los animales bastante menos, pero todo junto resultaba una algazara de mercado que apenas dejaba oír lo que se dijera al lado.

José quiso ser sensato, No estás en condiciones de seguir, lo mejor será que busquemos posada aquí, mañana iré yo a Belén, al censo, y diré que estás de parto, luego irás tú si es necesario, que no sé cómo son las leyes de los romanos, a lo mejor es suficiente con que se presente el cabeza de familia, sobre todo en un caso como éste, y María respondió, No siento ya dolores, y así era, aquella lanzada que la hizo gritar se había convertido en unas punzadas de espino, continuas, sí, pero soportables, algo que sólo se mantenía presente, como un cilicio. Quedó José lo más aliviado que se puede imaginar, pues le inquietaba la perspectiva de tener que buscar un abrigo en el laberinto de calles de Jerusalén en circunstancias de tanta aflicción, la mujer en doloroso trabajo de parto y él, como cualquier otro hombre, aterrorizado con su responsabilidad, pero sin querer confesarlo. Al llegar a Belén, pensaba, que en tamaño e importancia no es muy distinta de Nazaret, las cosas serán sin duda más fáciles, ya se sabe que en los pueblos pequeños, donde todo el mundo se conoce, la solidaridad suele ser palabra menos vana.

Si María no se queja ya, o es que pasaron sus dolores, o es que consigue soportarlos bien, tanto en un caso como en otro, es igual, vamos a Belén. El burro recibe una palmada en los cuartos traseros, lo que, si nos fijamos bien, es menos un estímulo para que avive el paso, decisión bastante difícil en la indescriptible confusión del tránsito en que se veían atrapados, que expresión afectuosa y de alivio por parte de José. Los tenderetes invaden las estrechas callejuelas, andan de aquí para allá, codo con codo, gentes de mil razas y lenguas, y el paso, como por milagro, sólo se abre y facilita cuando en el fondo de la calle aparece una patrulla de soldados romanos o una caravana de camellos, entonces es como si se apartasen las aguas del Mar Rojo. Poco a poco, con cuidado y con paciencia, los dos de Nazaret y su burro fueron dejando atrás aquel bazar convulso y vociferante, gente ignorante y distraída a quien de nada serviría decir, Aquél que ves ahí es José, y la mujer, la que va embarazada con un vientre inmenso, sí, se llama María, van los dos a Belén, para lo del censo, bien es verdad que de nada servirán estas benévolas identificaciones nuestras, porque vivimos en una tierra tan abundante en nombres predestinados que fácilmente se encuentran por ahí Josés y Marías de todas las edades y condiciones, por así decir a la vuelta de la esquina, sin olvidar que estos a quienes conocemos no deben de ser los únicos de ese nombre a la espera de un hijo, y también, todo hay que decirlo, no nos sorprendería mucho que, a estas horas y en el entorno de estos parajes, naciesen al mismo tiempo, sólo con una calle o un sembrado por medio, dos niños del mismo sexo, varones si Dios lo quiere, que sin duda vendrán a tener destino diferentes, aunque, en una tentativa final para dar sustancia a las primitivas astrologías de esta antigua edad, viniésemos a darles el mismo nombre, Yeschua, que es como quien dice Jesús. Y que no se diga que estamos anticipándonos a los acontecimientos poniendo nombre a un niño que aún está por nacer, la culpa la tiene el carpintero que desde hace mucho tiempo lleva metido en la cabeza que ese será el nombre de su primogénito.

Salieron los caminantes por la puerta del sur, tomando el camino de Belén, ligeros de ánimo ahora porque están cerca de su destino, van a poder descansar de las largas y duras jornadas, aunque otra y no pequeña fatiga espera a la pobre María, que ella, y nadie más, tendrá el trabajo de parir el hijo, sabe Dios dónde y cómo. Y es que, aunque Belén, según las escrituras, sea el lugar de la casa y linaje de David, al que José dice pertenecer, con el paso del tiempo se acabaron los parientes, o de haberlos no tiene el carpintero noticia de ellos, circunstancia negativa que deja adivinar, cuando todavía vamos por el camino, no pocas dificultades para el alojamiento del matrimonio, pues José no puede, nada más llegar, llamar a una puerta y decir, Traigo aquí a mi hijo, que quiere nacer, que venga la dueña de la casa, toda risas y alegrías, Entre, entre, señor José, que el agua está caliente ya y la estera tendida en el suelo, la faja de lino preparada, póngase cómodo, la casa es suya. Así habría sido en la edad de oro, cuando el lobo, para no tener que matar al cordero, se alimentaba de hierbas del monte, pero esta edad es dura y de hierro, el tiempo de los milagros o pasó ya o está aún por llegar, aparte de que el milagro, por más que nos digan, no es nada bueno, si hay que torcer la lógica y la razón misma de las cosas para hacerlas mejores. A José casi le apetece ir más despacio para retrasar los problemas que le esperan, pero recuerda que muchos más problemas va a tener si el hijo nace en medio del camino, así que aviva el caminar del burro, resignado animal que, de cansado, sólo él sabe cómo va, que Dios, si de algo sabe, es de hombres, e incluso así no de todos, que sin cuenta son los que viven como burros, o aún peor, y Dios no se ha preocupado de averiguar y proveer. Le dijo a José un compañero de viaje que había en Belén un caravasar, providencia social que a primera vista resolverá el problema de instalación que venimos analizando minuciosamente, pero incluso un rústico carpintero tiene derecho a sus pudores y podemos imaginar la vergüenza que para este hombre sería ver a su propia mujer expuesta a curiosidades malsanas, un caravasar entero cuchicheando groserías, esos arrieros y conductores de camellos que son tan brutos como las bestias con que andan, o peor, en comparación, porque ellos tienen el don divino del habla y ellas no. Decide José que irá a pedir consejo y auxilio a los ancianos de la sinagoga y se sorprende por no haberlo pensado antes. Ahora, con el corazón más libre de preocupaciones, pensó que estaría bien preguntarle a María cómo iba de dolores, pero no pronunció palabras, recordemos que todo esto es sucio e impuro, desde la fecundación al nacimiento, aquel terrorífico sexo de mujer, vórtice y abismo, sede de todos los males del mundo, el interior laberíntico, la sangre y las humedades, los corrimientos, el romper de las aguas, las repugnantes secundinas, Dios mío, por qué quisiste que estos tus hijos dilectos, los hombres, naciesen de la inmundicia, cuánto mejor hubiera sido, para ti y para nosotros, que los hubieras hecho de luz y transparencia, ayer, hoy y mañana, el primero, el de en medio y el último, así igual para todos, sin diferencia entre nobles y plebeyos, entre reyes y carpinteros, sólo colocarías una señal terrible sobre aquellos que, al crecer, estuviesen destinados a volverse, sin remedio, inmundos. Retenido por tantos escrúpulos, José acabó por hacer la pregunta en un tono de media indiferencia, como si, estando ocupado con materias superiores, condescendiese a informarse de servidumbres menudas, Cómo te sientes, dijo, y era justamente la ocasión de oír una respuesta nueva, pues María, momentos antes, había empezado a notar diferencia en el tenor de los dolores que estaba experimentando, excelente palabra ésta, pero puesta al revés, porque con otra exactitud se diría que los dolores estaban, en definitiva, experimentándola a ella.

En este momento llevaban más de una hora de camino, Belén no podía estar lejos. Lo curioso es que, sin que pudieran descubrir por qué, pues las cosas no llevan siempre, conjuntamente, su propia explicación, el camino estuvo desierto desde que los dos salieran de Jerusalén, caso digno de asombro pues, estando Belén tan cerca de la ciudad, lo más natural sería que hubiese un ir y venir constante de gentes y animales. Desde el sitio donde se bifurcaba el camino, pocos estadios después de Jerusalén, un desvío para Bercheba, otro para Belén, era como si el mundo se hubiera recogido, doblado sobre sí mismo, pudiese el mundo ser representado por una persona, diríamos que se cubría los ojos con el manto, escuchando sólo los pasos de los viajeros, como escuchamos el canto de pájaros que no podemos ver, ocultos entre las ramas, ellos, pero nosotros también, porque así nos estarán imaginando las aves escondidas entre el ramaje.

José, María y el burro han venido atravesando el desierto, que desierto no es aquello que vulgarmente se piensa, desierto es toda ausencia de hombres, aunque no debamos olvidar que no es raro encontrar desiertos y secarrales de muerte en medio de multitudes. A la derecha está la tumba de Raquel, la esposa a quien Jacob tuvo que esperar catorce años, a los siete años de servicio cumplido le dieron a Lía y sólo tras otros tantos a la mujer amada, que a Belén vendría a morir, dando a luz al niño a quien Jacob daría el nombre de Benjamín, que quiere decir hijo de mi mano derecha, pero a quien ella, antes de morir, llamó, con mucha razón, Benoni, que significa hijo de mi desgracia, permita Dios que esto no sea un agüero. Ahora se distinguen ya las primeras casas de Belén, terrosas de color como las de Nazaret, pero éstas parecen amasadas de amarillo y ceniciento, lívidas bajo el sol. María va casi desmayada, su cuerpo se desequilibra a cada instante encima del serón, José tiene que acudir a ampararla, y ella, para poder sostenerse mejor, le pone el brazo sobre el hombro, qué pena que estemos en el desierto y no haya aquí nadie para ver tan bonita imagen, tan fuera de lo común. Y así van entrando en Belén.

Preguntó José, pese a todo, dónde estaba el caravasar, porque había pensado que tal vez pudieran descansar allí el resto del día y la noche, una vez que, pese a los dolores de que María seguía quejándose, no parecía que la criatura estuviera todavía para nacer.

Pero el caravasar, al otro lado de la aldea, sucio y ruidoso, mezcla de bazar y caballeriza como todos, aunque, por ser aún temprano, no estuviera lleno, no tenía un sitio recatado libre, y hacia el fin del día sería mucho peor, con la llegada de camelleros y arrieros. Se volvieron atrás los viajeros, José dejó a María en una placita entre muros de casas, a la sombra de una higuera, y fue en busca de los ancianos, como primero pensó. El que estaba en la sinagoga, un simple celador, no pudo hacer más que llamar a un chiquillo de los que andaban por allí jugando, al que mandó que guiase al forastero a uno de los ancianos, que, así esperaba, tomaría las providencias necesarias. Quiso la suerte, protectora de inocentes cuando de ellos se acuerda, que José, en esta nueva diligencia, tuviera que pasar por la plaza donde había dejado a su mujer, suerte para María, que la maléfica sombra de la higuera casi la estaba matando, falta de atención imperdonable en él y en ella, en una tierra en la que abundan estos árboles y donde todo el mundo tiene la obligación de saber lo que de malo y de bueno se puede esperar de ellos. Desde allí fueron todos en busca del anciano, que estaba en el campo y resultó que no iba a regresar tan pronto, ésta fue la respuesta que dieron a José. Entonces, el carpintero se llenó de valor y en voz alta preguntó si en aquella casa, o en otra, Si me están oyendo, en nombre del Dios que todo lo ve, alguien querría dar cobijo a una mujer que está a punto de tener un hijo, seguro que hay por ahí un cuarto recogido, las esteras las llevaba él. Y también dónde podré encontrar en esta aldea una partera para ayudar al parto, el pobre José decía avergonzado estas cosas enormes e íntimas, aún con más vergüenza al notar que se ponía rojo al decirlas. La esclava que lo recibió en el portal fue adentro con el mensaje, la petición y la protesta, se demoró y volvió con la respuesta de que no podían quedarse allí, que buscasen otra casa, pero que iba a serles difícil, que la señora mandaba decir que lo mejor para ellos sería que se recogieran en una de las cuevas de aquellas laderas. Y de la partera, preguntó José, a lo que la esclava respondió que, si la autorizaban sus amos y la aceptaba él, ella misma podría ayudar, pues no le habían faltado en la casa, en tantos años, ocasiones de ver y aprender. En verdad, muy duros son estos tiempos y ahora se confirma, que viniendo a llamar a nuestra puerta una mujer que está a punto de tener un hijo le negamos el alpendre del patio y la mandamos a parir a una cueva, como las osas y las lobas. Nos dio, sin embargo, un revolcón la conciencia y, levantándonos de donde estábamos, fuimos hasta el portal, a ver quiénes eran esos que buscaban cobijo por razón tan urgente y fuera de lo común y, cuando dimos con la dolorida expresión de la infeliz criatura, se apiadó nuestro corazón de mujer y con medias palabras justificamos la negativa por razones de tener la casa llena, Son tantos los hijos e hijas en esta casa, los nietos y las nietas, los yernos y las nueras, por eso no cabéis aquí, pero la esclava os llevará a una cueva nuestra, que tiene servicio de establo, y allí estaréis cómodos, no hay animales ahora, y, dicho esto, y oída la gratitud de aquella pobre gente, nos retiramos al resguardo de nuestro hogar, experimentando en las profundidades del alma el consuelo inefable que da la paz de la conciencia.

Con todo este ir y venir, andar y estar parado, este pedir y preguntar, fue desmayando el profundo azul del cielo y el sol no tardará en esconderse tras de aquel monte. La esclava Zelomi, que ese es su nombre, va delante guiándoles los pasos, lleva un pote con brasas para el fuego, una cazuela de barro para calentar agua y sal para frotar al recién nacido, no vaya a tener una infección. Y como de paños viene María servida y la navaja para cortar el cordón umbilical la lleva José en la alforja, a no ser que Zelomi prefiera cortarlo con los dientes, ya puede nacer el niño, al fin y al cabo un establo sirve tan bien como una casa, sólo quien nunca tuvo la felicidad de dormir en un comedero ignora que nada hay en el mundo más parecido a una cuna. El burro, al menos, no encontrará diferencia, la paja es igual en el cielo que en la tierra.

Llegaron a la cueva hacia la hora tercia, cuando el crepúsuculo, suspenso, doraba aún las colinas, no fue la demora tanto por la distancia como porque María, ahora que llevaba segura la posada y había podido, al fin, abandonarse al sufrimiento, pedía por todos los ángeles que la llevasen con cuidado, pues cada resbalón de los cascos del asno en las piedras la ponía en trances de agonía.

Dentro de la cueva estaba oscuro, la débil luz del exterior se detenía en la misma entrada, pero, en poco tiempo, allegando un puñado de paja a las brasas y soplando, la esclava hizo una hoguera que era como una aurora, con la leña seca que allí encontraron. Luego, encendió un candil que estaba colgado de un saliente de la pared y, habiendo ayudado a María a acostarse fue por agua a los pozos de Salomón, que están justo al lado. Cuando volvió, encontró a José aturdido, sin saber qué hacer, no debemos censurarle, que a los hombres no les enseñan a comportarse con utilidad en situaciones como ésta, ni ellos quieren saberlo, lo único de que son capaces es de coger la mano de la sufridora mujer y mantenerse a la espera de que todo se resuelva bien. María, sin embargo, está sola, el mundo se acabaría de asombro si un judío de aquel tiempo se atreviera aunque fuese a tan poco. Entró la esclava, dijo una palabra de aliento, Valor, después se puso de rodillas entre las piernas abiertas de María, que así tienen que estar abiertas las piernas de las mujeres para lo que entra y para lo que sale, Zelomi había perdido ya la cuenta de los chiquillos que ayudó a nacer, y el padecimiento de esta pobre mujer es igual al de todas las otras mujeres, como ha sido determinado por el Señor Dios cuando Eva erró por desobediencia, Aumentaré los sufrimientos de tu gravidez, tus hijos nacerán entre dolores, y hoy, pasados ya tantos siglos, con tanto dolor acumulado, Dios aún no está satisfecho y mantiene la agonía. José ya no está allí, ni siquiera a la entrada de la cueva. Ha huido para no oír los gritos, pero los gritos van tras él, es como si la propia tierra gritase, hasta el extremo de que tres pastores que andaban cerca con sus rebaños de ovejas, se acercaron a José, a preguntarle, qué es eso, que parece que la tierra está gritando, y él respondió, Es mi mujer, que está dando a luz en aquella cueva, y ellos dijeron, No eres de por aquí, no te conocemos, Hemos venido de Nazaret de Galilea, a censarnos, en el momento de llegar le aumentaron los dolores y ahora está naciendo.

El crepúsculo apenas dejaba ver los rostros de los cuatro hombres, en poco tiempo todos los rasgos se apagarían, pero proseguían las voces, tienes comida, preguntó uno de los pastores, Poca, respondió José, y la misma voz, Cuando esté todo acabado, ven a avisarme y te llevaré leche de mis ovejas, y luego la segunda voz se oyó, Y yo queso te daré. Hubo un largo y no explicado silencio antes de que el tercer pastor hablase.

Al fin, con una voz que parecía, también ella, venir de debajo de la tierra, dijo, Y yo pan he de llevarte.

El hijo de José y de María nació como todos los hijos de los hombres, sucio de la sangre de su madre, viscoso de sus mucosidades y sufriendo en silencio. Lloró porque lo hicieron llorar y llorará siempre por ese solo y único motivo. Envuelto en paños, reposa en el comedero, no lejos del burro, pero no hay peligro de que lo muerda, que al animal lo prendieron corto.

Zelomi ha salido a enterrar las secundinas, mientras José viene acercándose. Ella espera a que entre y se queda respirando la brisa fresca del anochecer. Cansada como si hubiera sido ella quien pariese, es lo que imagina, que hijos suyos nunca tuvo.

Bajando la ladera, se acercan tres hombres. Son los pastores. Entran juntos en la cueva. María está recostada y tiene los ojos cerrados. José, sentado en una piedra, apoya el brazo en el reborde del comedero y parece guardar al hijo. El primer pastor avanzó y dijo, Con estas manos mías ordeñé a mis ovejas y recogí la leche de ellas. María, abriendo los ojos, sonrió. Se adelantó el segundo pastor y dijo, a su vez, Con estas manos mías trabajé la leche e hice el queso. María hizo un gesto con la cabeza y volvió a sonreír. Entonces se adelantó el tercer pastor, por un momento pareció que llenaba la cueva con su gran estatura, y dijo, pero no miraba ni al padre ni a la madre del niño nacido, Con estas manos mías amasé este pan que te traigo, con el fuego que sólo dentro de la tierra hay, lo cocí. Y María supo que era él.

Como siempre desde que el mundo es mundo, por cada uno que nace hay otro que agoniza.

El de ahora, hablamos del que está para morir, es el rey Herodes, que sufre, aparte de lo más y peor que se dirá, de una horrible comezón que lo lleva a las puertas de la locura, como si las mandíbulas menudísimas y feroces de cien mil hormigas le estuviesen royendo el cuerpo infatigables. Tras haber experimentado, sin ninguna mejora, cuantos bálsamos se usaron hasta hoy en todo el orbe conocido, sin exclusión de Egipto y la India, los médicos reales, perdida ya la cabeza o, para ser más exacto, con miedo a perderla, se lanzaron a componer baños y pócimas al azar, mezclando en agua o en aceite cualquier hierba o polvo del que alguna vez se hubiera hablado bien, incluso siendo contrarias a las indicaciones de la farmacopea. El rey, poseso de dolor y furia, echando espumarajos por la boca como si le hubiera mordido un can rabioso, amenaza con crucificarlos a todos si no descubren rápidamente remedio eficaz para sus males, que, como quedó anticipado, no se limitan al ardor insufrible de la piel y a las convulsiones que frecuentemente lo derriban y acaban con él en el suelo, convertido en un ovillo retorcido agónico, con los ojos saliéndole de las órbitas, las manos rasgando sus vestiduras, bajo las cuales las hormigas, multiplicándose, prosiguen el devastador trabajo. Lo peor, lo peor verdaderamente, es la gangrena que se ha manifestado en los últimos días y ese horror sin explicación ni nombre del que se habla en secreto por palacio, es decir, los gusanos que infestan los órganos genitales de la real persona y que, esos sí, le están devorando la vida. Los gritos de Herodes atruenan los salones y las galerías de palacio, los eunucos que le sirven directamente no duermen ni descansan, los esclavos de nivel inferior procuran no encontrarlo en su camino.

Arrastrando un cuerpo que apesta a putrefacción, pese a los perfumes en que lleva empapadas las ropas y ungida su teñida cabellera, a Herodes sólo lo mantiene vivo la furia. Trasnportado en una litera, rodeado de médicos y de guardias armados, recorre el palacio de un extremo a otro en busca de traidores, que desde hace mucho los ve o adivina en todas partes, y su dedo de súbito apunta, puede ser que a un jefe de eunucos que estaba conquistando demasiada influencia, o a un fariseo recalcitrante que anda protestando contra los que desobedecen la ley debiendo ser los primeros en respetarla, en este caso ni es preciso pronunciar el nombre para saber de quién se trata, o pueden ser incluso sus propios hijos Alejandro y Aristóbulo, presos y condenados en seguida a muerte por un tribunal de nobles reunido aprisa y corriendo para esa sentencia y no otra, qué otra cosa podría hacer este pobre rey si en alucinados sueños veía a aquellos malos hijos avanzando hacia él con las espadas desnudas y si, en la más abominable de las pesadillas, veía, como en un espejo, su propia cabeza cortada. de aquel fin terrible consiguió librarse y ahora puede contemplar tranquilamente los cadáveres de aquellos que un minuto antes eran aún herederos de un trono, sus propios hijos, culpables de conspiración, abuso y arrogancia, muertos por estrangulamiento.

Mas, he aquí que tiene ahora otra pesadilla que viene de las sombras más profundas del cerebro y lo arranca, a gritos, de los breves e inquietos sueños en que de puro agotamiento cae, cuando su perturbado espíritu hace aparecer ante él al profeta Miqueas, el que vivió en tiempos de Isaías, testigo de aquellas terribles guerras que los asirios trajeron a Samaria y Judea, y viene clamando contra los ricos y poderosos, como a un profeta corresponde y al caso conviene. Cubierto por el polvo de las batallas, con la túnica chorreando sangre, Miqueas entra en el sueño de repente, en medio de un estruendo que no puede ser de este mundo, como si empujase con manos relampagueantes unas enormes puertas de bronce, y anuncia con estentórea voz, El Señor va a salir de su morada, va a descender y pisar las alturas de la tierra, y luego amenaza, Ay de quienes planean la iniquidad, de quienes maquinan el mal en sus lechos y lo ejecutan luego al amanecer del día, porque tienen el poder en su mano, y denuncia, Ansían las tierras y se apoderan de ellas, ansían las casas y las roban, hacen violencia contra los hombres y sus familias, contra los dueños y su herencia. Después, todas las noches, tras haber dicho esto, como respondiendo a una señal que sólo él pudiese oír, Miqueas desaparece disuelto en humo. Con todo, lo que hace despertar a Herodes en ansias y sudores no es tanto el espanto ante los proféticos gritos como la impresión angustiosa de que su visitante nocturno se retira en el preciso momento en que, pareciendo que iba a decir algo más, alza el gesto, abre la boca pero calla lo que iba a decir como si lo guardase para la próxima vez. Ahora bien, todo el mundo sabe que este rey Herodes no es hombre a quien asusten las amenazas, cuando ni remordimientos guarda de tantas y tantas muertes como carga en su memoria. Recordemos que mandó ahogar al hermano de la mujer a quien más amó en su vida, Mariame, que hizo estrangular al abuelo de ella y por fin, a Mariame misma, tras haberla acusado de adulterio. Verdad es que cayó luego en una especie de delirio en el que clamaba por Mariame como si la mujer estuviese aún viva, pero se curó de aquella insanía a tiempo de descubrir que la suegra, alma de otros manejos anteriores, tramaba una conspiración para derribarlo del poder. En un decir amén, la peligrosa intrigante fue a unirse en el panteón familiar con aquellos a quienes Herodes en mala hora se había vinculado. Le quedaron entonces al rey, como herederos del trono, tres hijos, Alejandro y Aristóbulo, de cuyo desgraciado fin ya tenemos noticia, y Antipatro, que no tardará en seguir por el mismo camino. Y ya ahora, pues no todo en la vida son tragedias y horrores, recordemos que, para refocilo y consuelo de su cuerpo, llegó a tener Herodes diez esposas magníficas en dotes físicas, aunque, la verdad, a estas alturas de poco le sirven, y él a ellas nada. Pues viene ahora el airado fantasma de un profeta a entenebrecer las noches del poderoso rey de Judea y Samaria, de Perea e Idumea, de Galilea y Gaulanítide, de Traconítida, Auranítida y Batanea, el magnífico monarca que de todo eso es señor y todo aquello hizo, y no importaría esta aparición si no fuese por la indefinible amenaza con que el sueño se suspende una y otra vez, aquel instante en que habiendo prometido no da, y que, por no haber dado, mantiene intacta la promesa de una nueva amenaza, cuál, cómo, cuándo.

Entre tanto, allá en Belén, casi diríamos pared con pared con el palacio de Herodes, José y su familia siguen viviendo en una cueva, pues siendo tan breve la estancia prevista, no valía la pena ponerse a buscar casa, teniendo en cuenta que el problema de la vivienda ya daba entonces dolores de cabeza, con el agravante de no haberse inventado aún las viviendas protegidas y los realquilados. Ocho días después del nacimiento, llevó José a su primogénito a la sinagoga para que lo circuncidasen, y allí el sacerdote cortó diestramente, con cuchillo de piedra y la habilidad de un experto, el prepucio del lloroso chiquillo, cuyo destino, del prepucio hablamos que no del niño, daría de por sí para una novela, contando a partir de este momento, en que no pasa de un pálido anillo de piel que apenas sangra, y el de su santificación gloriosa, cuando fue papa Pascual I, en el octavo siglo de nuestra era.

Quien quiera verlo hoy no tiene nada más que ir a la parroquia de Calcata, que está cerca de Viterbo, ciudad italiana donde relicariamente se muestra para edificación de creyentes empedernidos y disfrute de incrédulos cuiosos. Dijo José que su hijo se llamaría Jesús y así quedó censado en el catastro de Dios, después de haberlo sido ya en el de César. No se conformaba el niño con la disminución que acababa de sufrir su cuerpo, sin la contrapartida de cualquier añadido sensible del espíritu, y lloró durante todo aquel santo camino hasta la cueva donde lo esperaba su madre ansiosa, y no es de extrañar siendo el primero, Pobrecillo, pobrecillo, dijo ella, y acto continuo, abriéndose la túnica, le dio de mamar, primero del seno izquierdo, se supone que por estar más cerca del corazón. Jesús, pero él no puede saber aún que éste es su nombre, porque no pasa de ser un pequeño ser natural, como el pollito de una gallina, el cachorro de una perra, el cordero de una oveja, Jesús, decíamos, suspiró con dulce satisfacción, sintiendo en el rostro el suave peso del seno, la humedad de la piel al contacto de otra piel. La boca se le llenó del sabor dulce de la leche materna y la ofensa entre las piernas, insoportable antes, se fue haciendo más distante, disipándose en una especie de placer que nacía y no acababa de nacer, como si lo detuviera un umbral, una puerta cerrada o una prohibición. Al crecer, irá olvidando estas sensaciones primitivas, hasta el punto de no poder ni imaginar que las hubiera experimentado, así ocurre con todos nosotros, dondequiera que hayamos nacido, de mujer siempre y sea cual sea el destino que nos espera. Si nos atreviéramos a hacerle tal pregunta a José, indiscreción de la que Dios nos libre, respondería él que otras son, y más serias, las preocupaciones de un padre de familia, enfrentado, desde ahora en adelante, con el problema de alimentar dos bocas, facilidad de expresión a la que la evidencia del hijo mamando directamente de la madre no quita, pese a todo, fuerza y propiedad. pero es verdad que tiene José serias razones para preocuparse, y son ellas cómo vivirá la familia hasta que pueda regresar a Nazaret, pues María ha quedado debilitada tras el parto y no estará en condiciones de hacer el largo viaje, sin olvidar que todavía tendrá que esperar a que pase el tiempo de su impureza, treinta y tres son los días que deberá quedar en la sangre de su purificación, contados a partir de éste en el que estamos, el de la circuncisión. El dinero traído de Nazaret, que era poco, se está acabando, y a José le es imposible ejercer aquí su oficio de carpintero, pues le faltan las herramientas y no tiene liquidez para comprar maderas. La vida de los pobres ya en aquellos tiempos era difícil y Dios no podía atenderlo todo. De dentro de la cueva llegó una breve e inarticulada queja, pronto interrumpida, señal de que María había cambiado al hijo del seno izquierdo al derecho y el pequeño, frustrado por un momento, sintió reavivarse el dolor en la parte ofendida.

Poco después, hartísimo, se quedó dormido en el regazo de la madre, y no despertará cuando ella, con mil precauciones, lo entregue al regazo del comedero como a la guarda de un ama cariñosa y fiel. Sentado a la entrada de la cueva, José continúa dándole vueltas a sus pensamientos, echando cuentas, qué va a hacer con su vida, sabe ya que en Belén no tiene ninguna posibilidad, ni siquiera como asalariado, pues lo ha intentado antes, sin resultado, a no ser las palabras de siempre, Cuando necesite un ayudante, te llamo, son promesas que no llenan la barriga, aunque este pueblo esté viviendo de promesas desde que nació.

Mil veces la experiencia ha demostrado, incluso en personas no particularmente dadas a la reflexión, que la mejor manera de llegar a una buena idea es ir dejando que fluya el pensamiento al sabor de sus propios azares e inclinaciones, pero vigilándolo con una atención que conviene que parezca distraída, como si se estuviera pensando en otra cosa y de repente salta uno sobre el inadvertido hallazgo como un tigre sobre la presa.

Fue así como las falsas promesas de los maestros carpinteros de Belén condujeron a José a pensar en Dios y en sus, de él, promesas verdaderas, de ahí al templo de Jerusalén y a las obras que aún se están haciendo, en fin, blanco es, gallina lo puso, ya se sabe que donde hay obras se necesitan obreros en general, canteros y picapedreros en primer lugar, pero también carpinteros, aunque sólo sea para escuadrar barrotes y aplanar planchas, primarias operaciones que están al alcance del arte de José. El único defecto que la solución presenta, suponiendo que le den el empleo, es la distancia que hay desde aquí al lugar del trabajo, una buena hora y media de camino, o más, a buen paso, que de aquí para allá todo son subidas, sin un santo alpinista para ayudarlo, salvo si lleva el burro, pero entonces tendrá José que resolver dónde deja seguro al animal, que no por ser esta tierra entre todas la preferida del Señor, se han acabado en ella los ladrones, basta ver lo que todas las noches viene diciendo el profeta Miqueas. Cavilando estaba José sobre estas complejas cuestiones cuando María salió de la cueva, acababa de dar de mamar al hijo y de abrigarlo en el comedero, Cómo está Jesús, preguntó el padre, consciente de la expresión un tanto ridícula de una pregunta formulada así, pero incapaz de resistirse al orgullo de tener un hijo y poder darle un nombre. El niño está bien, respondió María, para quien lo menos importante del mundo era el nombre, podría incluso llamarle niño toda su vida si no estuviera segura de que, fatalmente, otros hijos nacerían, llamar niños a todos sería una confusión como la de Babel. Dejando salir las palabras como si sólo estuviese pensando en voz alta, manera de no dar demasiada confianza, José dijo, Tengo que ver cómo me las arreglo mientras estemos aquí, en Belén no hay trabajo.

María no respondió ni tenía que responder, estaba allí sólo para oír y ya era mucho favor el que el marido le hacía. Miró José al sol, calculando el tiempo de que dispondría para ir y volver, entró en la cueva a recoger el manto y la alforja y al volver anunció, Con Dios me voy y a Dios me confío para que me dé trabajo en su casa, si para tan gran merced halla merecimientos en quien en él pone toda su esperanza y es honrado artesano. Cruzó el vuelo derecho del manto sobre el hombro izquierdo, acomodó en él la alforja, y sin más palabras se lanzó al camino.

En verdad, hay horas felices. Aunque las obras del Templo iban adelantadas, aún sobraba trabajo para nuevos contratados, sobre todo si no eran exigentes a la hora de discutir la soldada. José pasó sin dificultades las pruebas de aptitud a las que le sometió un capataz de carpinteros, resultado inesperado que nos debería hacer pensar si no hemos sido algo injustos en los comentarios peyorativos que, desde el principio de este evangelio, hemos hecho acerca de la aptitud profesional del padre de Jesús. Se fue de allí el novel obrero del Templo dando múltiples gracias a Dios, algunas veces detuvo en el camino a viandantes que con él se cruzaban y les pidió que lo acompañasen en sus alabanzas al Señor y ellos, benévolos, lo satisfacían con grandes sonrisas, que en este pueblo la alegría de uno fue casi siempre la alegría de todos, hablamos, claro está, de gentes del común, como eran éstas. Cuando llegó a la altura de la tumba de Raquel, se le ocurrió a José una idea que más parece subida de las entrañas que salida del cerebro, fue que esta mujer que tanto había deseado otro hijo, acabó muriendo, permítase la expresión, a manos de él y ni tiempo tuvo de conocerlo, ni una palabra, ni una mirada, un cuerpo que se separa del otro cuerpo, tan indiferente a él como un fruto que se desprende del árbol.

Después tuvo un pensamiento aún más triste, el de que los hijos mueren siempre por culpa de los padres que los generan y de las madres que los ponen en el mundo, y entonces sintió pena de su propio hijo, condenado a muerte sin culpa.

Angustiado, confuso, postrado ante la tumba de la esposa más amada de Jacob, el carpintero José dejó caer los brazos e inclinó la cabeza, todo su cuerpo se inundaba de un frío sudor y por el camino, ahora, no pasaba nadie a quien pudiera pedir auxilio.

Comprendió que por primera vez en su vida dudaba del sentido del mundo y, como quien renuncia a una última esperanza, dijo en voz alta, Voy a morir aquí, tal vez estas palabras, en otros casos, si fuésemos capaces de pronunciarlas con toda fuerza y convicción, como se les supone a los suicidas, estas palabras, digo, podrían, sin dolor ni lágrimas, abrirnos, por sí solas, la puerta por donde se sale del mundo de los vivos, pero el común de los hombres padece de inestabilidad emocional, una alta nube lo distrae, una araña tejiendo su tela, un perro que persigue a una mariposa, una gallina que araña la tierra y cacarea llamando a sus hijos, o algo aún más simple, del propio cuerpo, como sentir un picor en la cara y rascarla y luego preguntarse, En qué estaba pensando. De este modo, de un instante a otro, la tumba de Raquel volvió a ser lo que era, una pequeña construcción encalada, sin ventanas, como un dado partido, olvidado porque no hacía falta para el juego, manchada la piedra que cierra la entrada por el sudor y por la suciedad de las manos de los peregrinos que vienen aquí desde los tiempos antiguos, rodeada de olivos que quizá eran ya viejos cuando Jacob eligió este lugar para última morada de la pobre madre, sacrificando los que fue preciso para despejar el terreno, al fin bien puede afirmarse que el destino existe, el destino de cada uno en manos de los otros está.

Luego, José se marchó, pero antes dejó una oración, la que le pareció más apropiada al caso y al lugar, dijo, Bendito seas tú, Señor, nuestro Dios y Dios de nuestros padres, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, grande, poderoso y admirable Dios, bendito seas. Cuando entró en la cueva, antes incluso de informar a su mujer de que ya tenía trabajo, José fue al comedero a ver al hijo, que dormía. Y se dijo luego, Morirá, tendrá que morir, y el corazón le dolió, pero después pensó que, según el orden natural de las cosas, tendrá que ser él quien primero muera y esa muerte suya, al retirarlo de entre los vivos, al hacer de él ausencia, dará al hijo una especie de, cómo decirlo, de eternidad limitada, valga la contradicción, la eternidad que es continua todavía durante algún tiempo más cuando los que conocemos y amamos ya no existen.

No había advertido José al capataz de su grupo de que sólo iba a permanecer allí unas semanas, sin duda no más de cinco, el tiempo de llevar el hijo al Templo, purificarse la madre y hacer el equipaje.

Se lo calló por miedo a que no lo admitieran, detalle que demuestra que no estaba el carpintero nazareno muy al día de las condiciones laborales de su país, probablemente por considerarse y realmente ser trabajador por cuenta propia y distraído, por tanto, de las realidades del mundo obrero, en aquel tiempo compuesto, casi exlusivamente, por jornaleros. Se mantenía atento a la cuenta de los días que faltaban, veinticuatro, veintitrés, veintidós y, para no equivocarse, improvisó un calendario en una de las paredes de la cueva, diecinueve, con unas rayas que iba sucesivamente cortando, dieciséis, ante el pasmo respetuoso de María, catorce, trece, que daba gracias al Señor por haberle dado, nueve, ocho, siete, seis, marido en todo tan mañoso. José le había dicho, Nos iremos inmediatamente después de la presentación en el Templo, que ya echo de menos Nazaret y los clientes que allí dejé, y ella, suavemente, para que no pareciera que lo enmendaba, Pero no podemos irnos de aquí sin darles las gracias a la dueña de la cueva y a la esclava que me atendió, que casi todos los días viene a saber cómo va el niño. José no respondió, nunca confesaría que no se le había ocurrido una cortesía tan elemental, la prueba está en que su primera intención era llevar el burro ya cargado, dejarlo en custodia mientras durase el ritual y, hala, para Nazaret, sin perder tiempo con agradecimientos y adioses.

María tenía razón, sería una grosería que se fueran de allí sin decir palabra, pero la verdad, si en todas las cosas la pobrecilla prevaleciese, lo obligaría a confesar que en materia de buena educación estaba bastante falto. Durante una hora, por culpa de su propio yerro, anduvo irritado con su mujer, sentimiento que habitualmente le servía para sofocar recriminaciones de la conciencia. Se quedarían, pues, dos o tres días más, se despedirían en buena y debida forma, con tales reverencias que no quedarán dudas ni deudas, y entonces, sí, podrían partir, dejando en los moradores de Belén el recuerdo feliz de una familia de galileos piadosos, bien educados y cumplidores del deber, excepción notable, si tenemos en cuenta la mala opinión que de las gentes de Galilea tienen en general los habitantes de Jerusalén y sus alrededores.

Llegó, por fin, el memorable día en que el niño Jesús fue llevado al Templo en brazos de su madre, cabalgando ella el paciente asno que desde el principio acompaña y ayuda a esta familia. José lleva el burro del ronzal, tiene prisa por llegar, pues no quiere perder todo un día de trabajo, pese a estar en vísperas de la partida. También por esta razón salieron de mañana, cuando la fresca madrugada está aún empujando con sus manos aurorales la última sombra de la noche. La tumba de Raquel quedó ya atrás.

Cuando ellos pasaron, la fachada tenía un color ardiente de granada, no parecía la misma pared que la noche opaca hace lívida y a la que la luna alta da una amenazadora blancura de huesos o cubre de sangre en el amanecer. Poco después, el infante Jesús despertó, pero ahora de verdad, porque antes apenas abrió los ojos cuando su madre lo enfajó para el viaje, y pidió alimento con su voz de llanto, única que hoy tiene. Un día, como cualquiera de nosotros, aprenderá otras voces y gracias a ellas sabrá expresar otras hambres y experimentar otras lágrimas.

Ya cerca de Jerusalén, en la empinada ladera, la familia se confundió con la multitud de peregrinos y vendedores que afluían a la ciudad, parecían todos empeñados en llegar antes que los demás, pero, por cautela, moderaban las prisas y refrenaban su excitación a la vista de los soldados romanos que, a pares, vigilaban las aglomeraciones y, de vez en cuando, también algún pelotón de la tropa mercenaria de Herodes, donde se podía encontrar de todo, reclutas judíos, desde luego, pero también idumeos, gálatas, tracios, germanos y galos y hasta babilonios, con su fama de habilísimos arqueros. José, carpintero y hombre de paz, combatiente con esas pacíficas armas que se llaman garlopa y azuela, mazo y martillo, o clavos y clavijas, tiene, ante estos bravucones, un sentimiento mixto, mucho de temor, algo de desprecio, que no deja de ser natural, aunque sólo sea por su manera de mirar. Por eso va con la cabeza baja y es María, esa mujer que siempre está metida en casa, y en estas semanas más resguardada aún, oculta en una cueva donde sólo es visitada por una esclava, es María quien va mirándolo todo a su alrededor, curiosa, con la barbilla un poco alzada con orgullo comprensible pues lleva ahí a su primogénito, ella, una débil mujer, pero muy capaz, como se ve, de dar hijos a Dios y a su marido.

Tan irradiante va en felicidad que unos toscos y cerriles mercenarios galos, rubios, de grandes bigotes colgantes, armas al cinto, pero quizá de blando corazón, se supone, ante este renuevo del mundo que es una joven madre con su primer hijo, estos guerreros endurecidos sonríen al paso de la familia, con podridos dientes sonrieron, es cierto, pero lo que cuenta es la intención.

Ahí está el Templo. Visto así, de cerca, desde el plano inferior en que estamos, es una construcción que da vértigo, una montaña de piedras sobre piedras, algunas que ningún poder del mundo parecería capaz de aparejar, levantar, asentar y ajustar, y con todo están allí, unidas por su propio peso, sin argamasa, tan simplemente como si el mundo fuese, todo él, una construcción de armar, hasta los altísimos cimacios que, vistos desde abajo, parecen rozar el cielo, como otra diferente torre de Babel que la protección de Dios, pese atodo, no logrará salvar, pues un igual destino la espera, ruina, confusión, sangre derramada, voces que mil veces preguntarán, Por qué, imaginando que hay una respuesta, y que más tarde o más temprano acaban callándose, porque sólo el silencio es cierto. José dejó el asno en un caravasar donde las bestias en tiempo de Pascua y otras fiestas no tendrían ni espacio para que un camello se sacudiera las moscas con el rabo, pero que en estos días, pasado el plazo del censo y regresados los viajeros a sus tierras, no tenía más que su ocupación normal, en este momento bastante disminuida en virtud de la hora matutina. Sin embargo, en el Atrio de los Gentiles, que rodeaba, entre el gran cuadrilátero de las arcadas, el recinto del Templo propiamente dicho, había ya una multitud de gente, cambistas, pajareros, tratantes que vendían borregos y cabritos, peregrinos que siempre venían por un motivo u otro y también muchos extranjeros atraídos por la curiosidad de conocer el templo que mandó construir Herodes y del que en todo el mundo se hablaba. Verdad es que siendo el patio lo que era, aquella inmensidad, alguien que se encontrase en el lado opuesto parecería un minúsculo insecto, como si los arquitectos de Herodes, tomando para sí la mirada de Dios, hubieran querido subrayar la insignificancia del hombre ante el Todopoderoso, mayormente tratándose de gentiles. Porque los judíos, si no vienen sólo a pasear como ociosos, tienen en el centro del atrio su objetivo, el centro del mundo, el ombligo de los ombligos, el santo de los santos. Hacia allí van caminando el carpintero y su mujer, hacia allí llevan a Jesús, después de haber comprado el padre dos tórtolas a un comisario del templo, si la designación es apropiada para quien sirve al monopolio de este religioso negocio. Las pobres tortolillas no saben a qué van, aunque el olor de carne y de plumas quemadas que planea por el patio no debería engañar a nadie, sin hablar de olores mucho más fuertes, como el de la sangre, o el de la bosta de los bueyes arrastrados al sacrificio y que de premonitorio miedo se ensucian lastimosamente. José es el que lleva las tórtolas, apretadas en el cuenco de sus gruesas manos de obrero, y ellas, ilusas, le dan, de pura satisfacción, unos picotazos suaves en los dedos, curvados en forma de jaula, como si quisieran decirle al nuevo dueño, Menos mal que nos has comprado, contigo nos queremos quedar. María no repara en nada, ahora sólo tiene ojos para el hijo y la piel de José es demasiado dura para sentir y descifrar el morse amoroso de la pareja de tortolillas.

Van a entrar por la Puerta de la Leña, una de las trece por donde se llega al Templo y que, como todas las otras, tiene en proclama una lápida esculpida en griego y en latín, que así reza, A ningún gentil le está permitido cruzar este umbral y la barrera que rodea el Templo, aquel que se atreva a hacerlo lo pagará con su vida. José y María entran, entra Jesús llevado por ellos y a su tiempo saldrán a salvo, pero las tórtolas, ya lo sabíamos, van a morir, es lo que quiere la ley para reconocer y confirmar la purificación de María. A un espíritu volteriano, irónico e irrespetuoso, aunque nada original, no le escaparía la ocasión de observar que, vistas las cosas, parece que es condición para el mantenimiento de la pureza en el mundo que existan en él animales inocentes, sean tórtolas o corderos. Suben José y María los catorce peldaños por los que se accede, al fin, a la plataforma sobre la que está alzado el Templo. Aquí está el Patio de las Mujeres, a la izquierda está el almacén del aceite y del vino usados en las liturgias, a la derecha la cámara de los Nazireos, que son unos sacerdotes que no pertenecen a la tribu de Levi y a quienes se les prohíbe cortarse el pelo, beber vino o acercarse a un cadáver.

Enfrente, del otro lado ladeando la puerta frontera a ésta, y también a la izquierda y a la derecha, respectivamente, la cámara donde los leprosos que se creen curados esperan a que los sacerdotes vayan a observarlos y el almacén donde se guarda la leña, todos los días inspeccionada, porque al fuego del altar no pueden llevarse maderas podres o comidas de bichos. María ya no tiene muchos más pasos que dar. Subirá todavía los quince peldaños semicirculares que llevan a la Puerta de Nicanor, también llamada Preciosa, pero se detendrá allí, porque no les es permitido a las mujeres entrar en el Patio de los Israelitas, al que da la puerta. A la entrada están los levitas a la espera de los que llegan a ofrecer sacrificios, pero en este lugar la atmósfera será cualquier cosa menos piadosa, a no ser que la piedad fuera entonces entendida de otra manera, no es sólo el olor y el humo de las grasas quemadas, de la sangre fresca, del incienso, es también el vocerío de los hombres, los gritos, los balidos, los mugidos de los animales que esperan su turno en el matadero, el último y áspero graznido de un ave que antes supo cantar. María le dice al levita que los atendió que viene para purificarse y José entrega las tórtolas.

Durante un momento, María posa las manos en las avecillas, será el único gesto, y luego el levita y el marido se alejan y desaparecen detrás de la puerta. No se moverá María de allí hasta que José regrese, sólo se aparta a un lado para no obstruir el paso y, con el hijo en brazos, espera.

Dentro, aquello es un degolladero, un macelo, una carnicería. Sobre dos grandes mesas de piedra se preparan las víctimas de mayores dimensiones, los bueyes y los terneros sobre todo, pero también carneros y ovejas, cabras y bodes. Junto a las mesas hay unos altos pilares donde cuelgan, de ganchos emplomados en la piedra, las osamentas de las reses y se ve la frenética actividad del arsenal de los mataderos, los cuchillos, los ganchos, las hachas, los serruchos, la atmósfera está cargada de humos de leña y de los cueros quemados, de vapor de sangre y de sudor, un alma cualquiera, que ni santa tendría que ser, simplemente de las vulgares, tendrá dificultades para entender que Dios se sienta feliz en esta carnicería, siendo, como dicen que es, padre común de los hombres y de las bestias. José tiene que quedarse en la parte de fuera de la balaustrada que separa el Patio de los Israelitas del Patio de los Sacerdotes, pero puede ver a gusto, desde donde está, el Gran Altar, cuatro veces más que un hombre, y, allá al fondo, el Templo, por fin hablamos del auténtico, porque esto es como esas cajas abisales que en estos tiempos ya se fabrican en China, unas dentro de otras, miramos a lo lejos y decimos, el Templo, cuando entramos en el Atrio de los Gentiles volvemos a decir, el Templo, y ahora el carpintero José, apoyado en la balaustrada, mira y dice, el Templo, y es él quien tiene razón, allí está la ancha fachada con sus cuatro columnas adosadas al muro, con sus capiteles festoneados de acanto, a la moda griega, y el altísimo vano de la puerta, aunque sin puerta material para llegar adentro, donde Dios habita, Templo de los Templos, sería preciso contrariar todas las prohibiciones, pasar al Lugar Santo, llamado Hereal, y, al fin, entrar en el Debir, que es, final y última caja, el Santo de los Santos, esa terrible cámara de piedra, vacía como el universo, sin ventanas, donde la luz del día no ha entrado nunca ni entrará, salvo cuando suene la hora de la destrucción y de la ruina y todas las piedras se parezcan unas a otras. Dios es tanto más Dios cuanto más inaccesible resulte y José no pasa de ser padre de un niño judío entre los niños judíos, que va a ver morir a dos tórtolas inocentes, el padre, no el hijo, que ese, inocente también, se quedó en el regazo de la madre, imaginando si tanto puede, que el mundo será siempre así.

Junto al altar, hecho de grandes piedras toscas, que ninguna herramienta metálica tocó desde que fueron arrancadas de la cantera hasta ocupar su lugar en la gigantesca construcción, un sacerdote, descalzo, vestido con una túnica de lino, espera a que el levita le entregue las tórtolas. Recibe la primera, la lleva hasta una esquina del altar y allí, de un solo golpe, le separa la cabeza del tronco. brota la sangre. El sacerdote salpica con ella la parte inferior del altar y después coloca al ave degollada en un escurridero donde acabará de desangrarse y donde, terminado su turno de servicio, irá a buscarla, pues le pertenece. La otra tórtola gozará de la dignidad de sacrificio completo, lo que significa que será quemada. El sacerdote sube la rampa que lleva a lo alto del altar, donde arde el fuego sagrado y, sobre la cornisa, en la segunda esquina del mismo lado, sudeste ésta, sudoeste la primera, descabeza al ave, riega con la sangre el suelo de la plataforma, en cuyos cantos se yerguen ornamentos como cuernos de carnero, y le arranca las vísceras. Nadie presta atención a lo que pasa, es sólo una pequeña muerte.

José, con la cabeza levantada, querría percibir, identificar, entre el humo general y los olores generales, el humo y el olor de su sacrificio, cuando el sacerdote, después de salar la cabeza y el cuerpo del ave, los tira a la hoguera. No puede tener la seguridad de que aquélla sea la suya.

Ardiendo entre revueltas llamaradas, atizadas por la grasa de las víctimas, el cuerpecillo desventrado y fláccido de la tórtola no llena la carie de un diente de Dios. Y abajo, donde la rampa empieza, ya están tres sacerdotes a la espera. Un becerro cae fulminado por el hierro de la lanza, Dios mío, Dios mío, qué frágiles nos has hecho y qué fácil es morir.

José ya no tiene nada que hacer allí, tiene que retirarse, llevarse a su mujer y a su hijo. María está de nuevo limpia, de verdadera pureza no se habla, evidentemente, que a tanto no podrán aspirar los seres humanos en general y las mujeres en particular, fue el caso que con el tiempo y el recogimiento se le normalizaron los flujos y los humores, todo volvió a lo que era antes, la diferencia es que hay dos tórtolas menos en el mundo y un niño más que las hizo morir. Salieron del Templo por la puerta por la que entraron, José recogió el burro y mientras María, ayudándose en una piedra, se acomodaba sobre el animal, el padre sostuvo al hijo, ya algunas veces había ocurrido, pero ahora, quizá debido a la tórtola a la que le arrancaron las entrañas, tardó en devolverlo a la madre, como si pensase que no habría brazos que lo defendieran mejor que los suyos. Acompañó a la familia hasta la puerta de la ciudad y luego volvió al Templo, a su trabajo. Aún vendrá mañana para completar la semana, pero luego, alabado sea el poder de Dios por toda la eternidad, sin perder un instante más, volverá a Nazaret.