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Cuando el rey Herodes, en sus agónicos pero ya resignados sueños, esperaba que la aparición se fuera de una vez, después de sus acostumbrados clamores, inocuos ya por la repetición, dejando en el último instante a flor de labios, una vez más, la amenaza suspensa, creció de súbito la masa formidable y se oyeron palabras nuevas. Pero tú, Belén, tan pequeña entre las familias de Judá, es de ti de quien ha salido ya aquél que gobernará Israel. En este preciso instante despertó el rey. Como el sonido de la cuerda más extensa del arpa, las palabras del profeta continuaban resonando en la sala. Herodes permaneció con los ojos abiertos intentando descubrir el sentido último de la revelación, si es que lo tenía, tan absorto en el pensamiento que apenas sentía las hormigas que lo roían bajo la piel y los gusanos que bababan sobre sus fibras íntimas y las iban pudriendo.
La profecía no era novedad. La conocía como cualquier judío, pero nunca perdió el tiempo con anuncios de profetas, a él le bastaban las conspiracioanes de puertas adentro. Lo que lo perturbaba ahora era una inquietud indefinida, una sensación de extrañeza angustiadora, como si las palabras oídas fueran, al mismo tiempo, ellas mismas y otras, y escondieran en una breve sílaba, en una simple partícula, en un rápido son, cualquier urgente y temible amenaza. Intentó alejar la obsesión, volver a dormir, pero el cuerpo se negaba y se abría al dolor, herido hasta las entrañas, pensar era una protección. Con los ojos clavados en las vigas del techo, cuyos ornamentos parecían agitar la claridad de dos antorchas odoríferas amortecida por el guardafuegos, el rey Herodes buscaba respuesta y no la hallaba. Llamó entonces a gritos al jefe de los eunucos que velaba su sueño y su vigilia y ordenó que viniese a su presencia, Sin tardar, dijo, un sacerdote del Templo, y que trajese con él el libro de Miqueas.
Entre ir y volver, del palacio al Templo, del Templo al palacio, pasó casi una hora. Empezaba a clarear la mañana cuando entró el sacerdote en la cámara. Lee, dijo el rey, y él comenzó, Palabra del Señor, que fue dirigida a Miqueas de Morasti, en los días Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá.
Continuó leyendo hasta que Herodes dijo, Adelante, y el sacerdote, confundido, sin comprender por qué lo habían llamado, saltó a otro pasaje, Ay de los que en sus lechos maquinan la iniquidad, pero en este punto se interrumpió, aterrado con la involuntaria imprudencia y, atropellando las palabras, como si pretendiese hacer que olvidaran lo que había dicho, prosiguió, Al fin de los tiempos el monte de la casa del Señor se alzará a la cabeza de los montes, se elevará sobre los collados, y los pueblos correrán a él, Adelante, gritó Herodes con voz ronca, impaciente por la tardanza en llegar al pasaje que le interesaba, y el sacerdote, al fin, Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las familias de Judá, de ti saldrá quien señoreará en Israel. Herodes levantó la mano, repítelo, dijo, y el sacerdote obedeció, Otra vez, y el sacerdote volvió a leer, Basta, dijo el rey después de un largo silencio, retírate.
Todo se explicaba ahora, el libro anunciaba un nacimiento futuro, sólo eso, mientras que la aparición de Miqueas le decía que ese nacimiento había ocurrido ya, De ti salió, palabras muy claras como son todas las de los profetas, hasta cuando las interpretamos mal. Herodes pensó, volvió a pensar, se le fue cargando el semblante cada vez más, era aterrador, mandó llamar al comandante de la guardia y le dio una orden para que la ejecutase inmediatamente.
Cuando el comandante regresó, Misión cumplida, le dio otra orden, pero ésta para el día siguiente dentro de pocas horas. No será preciso, sin embargo, esperar mucho más tiempo para saber de qué se trata, siendo cierto que el sacerdote no llegó a vivir ni este poco, porque lo mataron unos brutos soldados antes de que llegase al Templo. Sobran razones para creer que haya sido esa, precisamente, la primera de las dos órdenes, tan próximas se encontraron la causa probable y el efecto necesario. En cuanto al Libro de Miqueas, desapareció, imagínense, qué pérdida si se tratase de un ejemplar único.
Carpintero entre carpinteros, José acababa de comer de su zurrón, todavía les quedaba tiempo, a él y a sus compañeros, antes de que el capataz diera la señal de reanudar el trabajo, podía continuar sentado, e incluso tumbarse, cerrar los ojos y entregarse a la complacida contemplación de pensamientos gratos, imaginar que iba camino adelante, por el interior profundo de los montes de Samaria, o mejor aún, ver desde un altozano su aldea de Nazaret, por la que tanto suspiraba. Sentía la alegría en el alma, y a sí mismo se decía que era llegado, al fin, el último día de la larga separación, que mañana, a primera hora, cuando se apagaran los últimos centelleos de los astros y quedara brillando sola en el cielo la estrella boreal, se echarían al camino cantando las alabanzas al Señor que nos guarda la casa y guía nuestros pasos. Abrió de pronto los ojos, sobresaltado, creyendo que se había quedado dormido y no oyó la señal, pero fue sólo una breve somnolencia, los compañeros estaban allí todos, unos conversando, dormitando los más, y el capataz tranquilo, como si hubiera decidido dar fiesta a sus obreros y no pensara en arrepentirse de su generosidad. El sol está en el cenit, un viento fuerte, de ráfagas cortas, empuja hacia el otro lado la humareda de los sacrificios, y a este lugar, un terraplén que da a las obras del hipódromo, ni siquiera llega el vocerío de los mercaderes del Templo, es como si la máquina del tiempo se hubiera parado y quedase, también ella, a la espera de las órdenes del gran capataz de las eras y los espacios universales. De pronto, José se sintió inquieto, él que tan feliz estaba unos momentos antes. Paseó los ojos a su alrededor y era la misma y conocida vista del tajo al que se fue habituando durante estas últimas semanas, las piedras y las maderas, la molienda blanca y áspera de las canterías, el serrín que ni al sol llegaba nunca a secarse por completo e, inmerso en la confusión de una repentina y opresiva angustia, queriendo encontrar una explicación para tan decaído estado de ánimo, pensó que podía tratarse del natural sentimiento de quien se verá obligado a dejar mediada la obra, aunque no sea suya y teniendo para partir tan buenos motivos. Se levantó, echando cuentas del tiempo de que podría disponer, el capataz ni siquiera volvió la cabeza hacia él, y decidió dar una vuelta rápida por la parte de la construcción en la que había trabajado, despidiéndose, por así decir, de los tablones que alisó, de las vigas que midió y cortó, si tal identificación era posible, cuál es la abeja que puede decir, {ésta miel la he hecho yo.
Al final del breve paseo, cuando estaba ya volviendo al tajo, se detuvo un momento a contemplar la ciudad que se alzaba en la ladera de enfrente, construida toda en escalones, con su color de piedra tostada que era como el color del pan, seguro que el capataz ha llamado ya, pero José ahora no tiene prisa, miraba la ciudad y esperaba no sabía qué. Pasó el tiempo y nada aconteció, José murmuró, en el tono de quien se dice algo, Bien, tengo que irme, y en ese momento oyó voces que venían de un camino que pasaba por debajo del lugar donde se hallaba e, inclinándose sobre el muro de piedra que lo separaba de él, vio que eran tres soldados. Seguro que vinieron andando por aquel camino, pero ahora estaban parados, dos de ellos, con el asta de la lanza apoyada en el suelo, escuchaban al tercero, que era más viejo y probablemente superior jerárquico de los otros, aunque no sea fácil notar la diferencia a quien no tenga información sobre el dibujo, número y disposición de las insignias, en su forma habitual de estrellas, barras y charreteras. Las palabras cuyo sonido llegó a oídos de José de manera confusa podían haber sido una pregunta, por ejemplo, Y a qué hora va a ser eso, y el otro decía, ahora muy claramente, en tono de quien responde, Al inicio de la hora tercia, cuando ya todo el mundo esté recogido, y uno de los dos preguntó, Cuántos vamos a ir, No lo sé todavía, pero seremos los suficientes para rodear la aldea, Y la orden es matarlos a todos, A todos, no, sólo a los que tengan menos de tres años, Entre dos y cuatro años va a ser difícil saber exactamente cuántos años tienen, Y cuántos van a ser, quiso saber el segundo soldado, Por el censo, dijo el jefe, serán unos veinticinco. José escuchaba con los ojos muy abiertos, como si la total comprensión de lo que oía pudiera entrarle por ellos más que por los oídos, el cuerpo se estremecía de horror, estaba claro que aquellos soldados hablaban de ir a matar a alguien, a personas, Personas, qué personas, se interrogaba José, desorientado, afligido, no, no eran personas, o sí, eran personas, pero niños, Los que tengan menos de tres años, había dicho el cabo, o quizá fuera sargento, o brigada, y dónde va a ser eso, José no podía asomarse al muro y preguntar, Dónde es la guerra, oíd, chicos, dónde es esa guerra, ahora está José bañado en sudor, le tiemblan las piernas, entonces volvió a oír la voz del cabo, o lo que fuera, y su tono era al mismo tiempo serio y aliviado, Tenemos suerte, nosotros y nuestros hijos, de no vivir en Belén. Y se sabe ya por qué nos mandan matar a todos los niños de Belén, preguntó un soldado, El jefe no me lo ha dicho, creo que ni él mismo lo sabe, es orden del rey, y basta. El otro soldado, haciendo una raya en el suelo con el hierro de la lanza, como el destino que parte y reparte, dijo, Mira que somos desgraciados los de nuestro oficio, como si no nos bastara con practicar lo malo que la naturaleza nos dio, tenemos encima que ser brazo de la maldad de otros y de su poder.
Estas palabras ya no fueron oídas por José, que se había alejado de su providencial palco, primero lentamente, como de puntillas, luego en una loca carrera, saltando las piedras como un cabrito, ansioso, razón por la que, faltando su testimonio, sea lícito dudar de la autenticidad de la filosófica reflexión, tanto en el fondo como en la forma, teniendo en cuenta la más que obvia contradicción entre la notable propiedad de los conceptos y la ínfima condición social de quien los había producido.
Enloquecido, atropellando a quien apareciese ante él, derribando tenderetes de pajareros y hasta la mesa de un cambista, casi sin oír los gritos furiosos de los tratantes del Templo, José no tiene otro pensamiento que el de que van a matarle al hijo, y no sabe por qué, dramática situación, este hombre ha dado vida a un niño, otro se la quiere quitar, y tanto vale una voluntad como otra, hacer y deshacer, atar y desatar, crear y suprimir. Se detiene de pronto, se da cuenta del peligro que corre si sigue esta carrera enloquecida, pueden aparecer por ahí los guardias del Templo y detenerlo, gran suerte, inexplicable, es que aún no hayan acudido atraídos por el tumulto. Entonces, disimulando como puede, como piojo que se acoge a la protección de la costura, se fue metiendo entre la multitud, y en un instante volvió a ser anónimo, la diferencia era que caminaba un poco más deprisa, pero eso, en medio de aquel laberinto de gente, apenas se notaba. Sabe que no debe correr hasta que llegue a la puerta de la ciudad, pero le angustia la idea de que los soldados puedan estar ya en camino, armados terriblemente de lanza, puñal y odio sin causa, y si por desgracia van a caballo, trotando camino abajo, quién los alcanzará, cuando yo llegue estará mi hijo muerto, infeliz pequeño, Jesús de mi alma, ahora, en este momento de la más sentida aflicción, entra en la cabeza de José un pensamiento estúpido que es como un insulto, el salario, el salario de la semana, que va a perderlo, y es tanto el poder de estas viles cosas materiales que el acelerado paso, sin llegar al punto de detenerse, se le retarda un tanto, como dando tiempo al espíritu para ponderar las probabilidades de reunir ambos beneficios, por así decir la bolsa y la vida. Fue tan sutil y mezquina la idea, como una luz velocísima que surgiera y desapareciese sin dejar memoria imperativa de una imagen definida, que José ni vergüenza llegó a sentir, ese sentimiento que es, cuántas veces, pero no las suficientes, nuestro más eficaz ángel de la guarda.
José sale al fin de la ciudad, el camino, ante él, está libre de soldados en todo lo que la vista alcanza, y no se notan señales de agitación popular en esta salida, como sin duda ocurriría si hubiera habido allí parada militar, pero el indicio más seguro es el que le dan los chiquillos, jugando a sus juegos inocentes, sin muestra de la excitación bélica que de ellos se apodera cuando bandera, tambor y clarín desfilan, y aquella ancestral costumbre de ir tras la tropa, si los soldados hubieran pasado no se vería un solo niño, por lo menos escoltarían al destacamento hasta la primera curva, acaso uno de ellos, de más fuerte vocación castrense, decidiría acompañarlos hasta el objetivo de su misión y así se enteraría de lo que le espera en el futuro, matar y ser muerto. Ahora, ya puede correr José y corre, corre, aprovecha el declive todo lo que los faldones de la túnica le permiten, la lleva levantada hasta las rodillas, pero, como en un sueño, tiene la sensación angustiosa de que las piernas no son capaces de acompañar el impulso de la parte superior del cuerpo, corazón, cabeza y ojos, manos que quieren proteger y tanto tardan. Hay quien se para en el camino para mirar, escandalizado, la alucinante carrera, chocante en verdad, pues este pueblo cultiva, en general, la dignidad de la expresión y la compostura del porte, la única justificación que José tiene no es la de que va a salvar al hijo, sino la de que es galileo, gente grosera, sin educación, como ha sido dicho más de una vez.
Pasa ya ante la tumba de Raquel, nunca esta mujer pensó que pudiera llegar a tener tantas razones para llorar a los hijos, cubrir de gritos y clamores las pardas colinas circundantes, arañarse la cara, o los huesos de ella, arrancarse los cabellos, o herir la desnuda calavera.
Ahora, José, antes incluso de llegar a las primeras casas de Belén, deja el camino y ataja campo a través, entre los matojos, Voy por el camino más corto, eso es lo que responderá si quisiéramos saber el motivo de esta novedad, y realmente tal vez lo sea, pero seguro que no es el más cómodo. Evitando encuentros con gente que anda trabajando en los campos, pegándose a las cercas para que no le vean los pastores, José tuvo que dar un rodeo para llegar a la cueva donde la mujer no lo espera a estas horas y el hijo ni a éstas ni a otras, porque está durmiendo. Mediada la cuesta de la última colina, teniendo ante sí la negra hendidura de la gruta, José se ve asaltado por un terrible pensamiento, el de que la mujer pueda estar en la aldea con el hijo, es lo más natural, siendo las mujeres como son, aprovecharía que estaba sola para ir a despedirse tranquilamente de la esclava Zelomi y de algunas de las madres de familia con quienes se había tratado durante esas semanas, a José le correspondería agradecer formalmente a los dueños de la cueva. Durante un instante se vio corriendo por las calles de la aldea, llamando a las puertas, Está aquí mi mujer, sería ridículo decir, Está aquí mi hijo, y ante su aflicción alguien le preguntaría, por ejemplo, una mujer con el hijo en brazos, Hay alguna novedad, y él, No, novedad ninguna, es que salimos mañana temprano y tenemos que hacer las maletas.
Vista desde aquí, la aldea, con sus casas iguales, las azoteas rasas, recuerda el tajo del Templo, piedras dispersas a la espera de que vengan los obreros a colocarlas unas sobre otras y alzar con ellas una torre para la vigilancia, un obelisco para el triunfo, un muro para las lamentaciones. Un perro ladró lejos, otros le respondieron, pero el cálido silencio de la última hora de la tarde flota aún sobre la aldea como una bendición olvidada, casi perdida su virtud, como un lienzo de nube que se desvanece.
La parada apenas duró el tiempo de contarla. En una última carrera el carpintero llegó a la entrada de la cueva, llamó, María, estás ahí, y ella le respondió desde dentro, fue en este momento cuando José se dio cuenta de que le temblaban las piernas, por el esfuerzo hecho, sin duda, pero también, ahora, por la emoción de saber que su hijo estaba a salvo. Dentro, María cortaba unas berzas para la cena, el niño dormía en el comedero. Sin fuerzas, José se dejó caer en el suelo, pero se levantó en seguida, diciendo, Vámonos de aquí, rápido, y María lo miró sin entender, Que nos vayamos, preguntó, y él, Sí, ahora mismo, Pero tú habías dicho, Cállate y arregla las cosas, yo voy a sacar el burro, No cenamos primero, Cenaremos de camino, Va a caer la noche, nos vamos a perder, y entonces José gritó, Te he dicho que te calles y haz lo que te mando.
Se le saltaron las lágrimas a María, era la primera vez que el marido le levantaba la voz y, sin más, empezó a poner en orden y embalar los pocos haberes de la familia, Deprisa, deprisa, repetía él, mientras le ponía la albarda al burro y apretaba la cincha, luego, aturdido, fue llenando las alforjas con lo que encontraba a mano, mezclándolo todo, ante el asombro de María, que no reconocía a su marido. Estaban ya dispuestos para la marcha, sólo faltaba cubrir de tierra el fuego y salir, cuando José, haciendo una señal a la mujer para que no viniera con él, se acercó a la entrada de la cueva y miró afuera. Un crepúsculo ceniciento confundía el cielo con la tierra. Aún no se había puesto el sol, pero una niebla espesa, lo bastante alta como para no perjudicar la visión de los campos de alrededor, impedía que la luz se difundiera. José aguzó el oído, dio unos pasos y de repente se le erizaron los cabellos, alguien gritaba en la aldea, un grito agudísimo que no parecía voz humana, y luego, inmediatamente, todavía resonaban los ecos de colina en colina, un clamor de nuevos gritos y llantos llenó la atmósfera, no eran los ángeles llorando la desgracia de los hombres, eran los hombres enloqueciendo bajo un cielo vacío. Lentamente, como si temiese que lo pudieran oír, José retrocedió hacia la entrada de la cueva y tropezó con María, que aún no había acatado la orden. Toda ella temblaba, Qué gritos son esos, preguntó, pero el marido no respondió, la empujó hacia dentro y con movimientos rápidos lanzó tierra sobre la hoguera, Qué gritos eran esos, volvió a preguntar María, invisible en la oscuridad, y José respondió tras un silencio, Están matando gente.
Hizo una pausa y añadió como en secreto, Niños, por orden de Herodes. Se le quebró la voz en un sollozo seco, Por eso quise que nos fuéramos. Se oyó un rumor de paños y de paja movida, María estaba alzando al hijo del comedero y lo apretaba contra su pecho, Jesús, que te quieren matar, con la última palabra afloraron las lágrimas, Cállate, dijo José, no hagas ruido, es posible que los soldados no vengan hasta aquí, la orden es matar a los niños de Belén que tengan menos de tres años, Cómo lo has sabido, Lo oí decir en el Templo, por eso vine corriendo hasta aquí, Y ahora, qué hacemos, Estamos fuera de la aldea, no es lógico que los soldados vengan a rebuscar por estas cuevas, la orden era sólo para las casas, si nadie nos denuncia, nos salvamos. Salió otra vez a mirar, asomándose apenas, habían cesado los gritos, no se oía más que un coro lloroso que iba menguando poco a poco, la matanza de los inocentes estaba consumada. El cielo seguía cubierto, empezaba la noche y la niebla alta hizo desaparecer Belén del horizonte de los habitantes celestes. José dijo, hablando hacia dentro, No salgas, voy hasta el camino a ver si ya se han ido los soldados, Ten cuidado, dijo María, sin darse cuenta de que el marido no corría ningún peligro, la muerte era para los niños de menos de tres años, a no ser que alguien que anduviera por el camino lo denunciase diciendo, Ese es el carpintero José, padre de un niño que aún no tiene dos meses y se llama Jesús, tal vez sea él el de la profecía, que de nuestros hijos nunca leímos ni oímos que estuvieran destinados a realezas y ahora todavía menos, que están muertos.
Dentro de la cueva, el negror podía palparse. María tenía miedo a la oscuridad, se había acostumbrado desde niña a la presencia continua de una luz en la casa, de la hoguera o del candil, o de ambas, y la sensación, ahora más amenazadora, por encontrarse en el interior de la tierra, de que unos dedos de tiniebla venían a cubrirle la boca la aterrorizaba. No quería desobedecer al marido ni exponer al hijo a una muerte posible saliendo de la caverna pero, segundo a segundo, el miedo iba creciendo en su interior y no tardaría en romper las precarias defensas del buen sentido, de nada valía pensar, Si no había cosas en el aire antes de apagar la hoguera, ahora tampoco las hay, en fin, de algo sirvió haberlo pensado, a tientas metió al niño en el comedero y luego, rastreando con mil cuidados, buscó el sitio de la hoguera, con una tea apartó la tierra que la cubría, hasta hacer aparecer algunas brasas que no se apagaron del todo, y en ese momento el miedo despareció de su espíritu, le vino a la memoria la tierra luminosa, la misma luz trémula y palpitante recorrida por rápidas fulguraciones como una antorcha que corriera por la cresta de un monte. La imagen del mendigo surgió y desapareció inmediatamente, alejada por la urgencia mayor de hacer luz suficiente en la cueva aterradora. María, tanteando, fue al comedero a buscar un puñado de paja, volvió guiada por el pálido lucero del suelo, y al cabo de un momento, resguardado en un rincón que lo ocultaba a quien de fuera mirase, el candil iluminaba las paredes próximas de la caverna con un aura desmayada, evanescente, pero tranquilizadora. María se acercó al hijo que seguía durmiendo, indiferente a miedos, agitaciones y muertes violentas y, con él en brazos, se sentó junto al candil, a la espera. Pasó algún tiempo, el hijo despertó, aunque sin abrir del todo los ojos, hizo algunos pucheros que María, madre experta ya, detuvo con el simple gesto de abrirse la túnica y ofrecer el pecho a la boca ansiosa del niño. Así estaban los dos cuando se oyeron pasos fuera. De momento, María tuvo la impresión de que su corazón se detenía, Serán los soldados, pero eran pasos de una sola persona, si fuesen soldados vendrían juntos, al menos dos, como es táctica y costumbre, y siendo en caso de busca con más razón todavía, uno cubriendo al otro para evitar sorpresas inesperadas, Es José, pensó, y temió que se enfadase con ella por haber encendido el candil. Los pasos, lentos, se aproximaron más, José entraba ya cuando de pronto un estremecimiento recorrió el cuerpo de María, estos no eran, pesados, duros, los pasos de José, quizá sea un vagabundo en busca de cobijo para una noche, antes había ocurrido dos veces y en esas ocasiones María no sintió miedo, porque no imaginaba que un hombre, por amargo e infame de corazón que fuese, pudiera atreverse a hacerle mal a una mujer con el hijo en brazos, no cayó en la cuenta María de que poco antes habían matado a los niños de Belén, algunos, quién sabe, en el mismo regazo de las madres, como en el suyo se encuentra Jesús, aún los inocentes mamaban la leche de la vida y ya el puñal hería su delicada piel y penetraba en la carne tierna, pero eran soldados esos asesinos, no unos vagabundos cualesquiera, que hay su diferencia, y no pequeña. No era José, no era soldado en busca de una acción guerrera cuya gloria no tuviera que compartir, no era un vagabundo sin cobijo ni trabajo, era, sí, de nuevo en figura de pastor, aquel que en figura de mendigo se le había aparecido una y otra vez, aquel que hablando de sí mismo dijo ser un ángel, aunque sin precisar si del cielo o del infierno. María no pensó, al principio, que pudiese ser él, ahora comprendía que no podía ser otro.
Habló el ángel, La paz sea contigo, mujer de José, sea también la paz con tu hijo, él y tú afortunados por tener casa en esta cueva, ya que, de no ser así, estaría ahora uno de vosotros despedazado y muerto, mientras el otro se hallaría vivo pero despedazado. Dijo María, Oí los gritos, Dijo el ángel, Sí, sólo los oíste, pero un día los gritos que no has dado han de gritar por ti, y antes de ese día oirás gritar mil veces a tu lado. Dijo María, Mi marido ha ido al camino a ver si los soldados ya se han retirado, no estaría bien que te encontrara aquí. Dijo el ángel, No te preocupe eso, me iré antes de que él llegue, he venido sólo para decirte que tardarás en verme, todo lo que era necesario que ocurriera ha ocurrido ya, faltaban esas muertes, faltaba, antes de ellas, el crimen de José. Dijo María, Qué crimen de José, mi marido no ha cometido ningún crimen, es un hombre bueno.
Dijo el ángel, Un hombre bueno que ha cometido un crimen, no imaginas cuántos hombres buenos lo han hecho antes que él, porque los crímenes de los hombres buenos no tienen número y, al contrario de lo que se piensa, son los únicos que no pueden ser perdonados.
Dijo María, Qué crimen ha cometido mi marido. Dijo el ángel, Tú lo sabes, no quieras ser tan criminal como él. Dijo María, Juro. Dijo el ángel, No jures, o, si no, jura si quieres, que un juramento pronunciado ante mí es como un soplo de viento que no sabe adónde va. Dijo María, Qué hemos hecho nosotros. Dijo el ángel, Fue la crueldad de Herodes la que hizo desenvainar los puñales, pero vuestro egoísmo y cobardía fueron las cuerdas que ataron los pies y las manos de las víctimas. Dijo María, Qué podía hacer yo. Dijo el ángel, Tú, nada, que lo supiste demasiado tarde, pero el carpintero podía haberlo hecho todo, avisar a la aldea de que venían de camino los soldados para matar a los niños, había tiempo suficiente para que los padres se los llevaran y huyesen, podían, por ejemplo, ir a esconderse en el desierto, huir a Egipto, a la espera de que muriese Herodes, que poco le falta ya. Dijo María, No se le ocurrió. Dijo el ángel, No, no se le ocurrió, pero eso no es disculpa. Dijo María, llorando, tú, que eres un ángel, perdónalo. Dijo el ángel, No soy ángel de perdones. Dijo María, perdónalo. Dijo el ángel, Ya te he dicho que no hay perdón para este crimen, antes sería perdonado Herodes que tu marido, antes se perdonará a un traidor que a un renegado.
Dijo María, Y qué podemos hacer. Dijo el ángel, Viviréis y sufriréis como todas las gentes. Dijo María, Y mi hijo, Dijo el ángel, Sobre la cabeza de los hijos caerá siempre la culpa de los padres, la sombra de la culpa de José oscurece ya la frente de tu hijo. Dijo María, Desgraciados de nosotros. Dijo el ángel, Así es, y no tendréis remedio.
María inclinó la cabeza, apretó más al hijo contra sí, como para defenderlo de las prometidas desventuras, y cuando volvió a mirar ya el ángel no estaba. Pero esta vez, y al contrario de lo que antes sucediera, cuando se aproximaba, no se oyeron pasos, Se fue volando, pensó María. Luego se levantó, fue hasta la entrada de la cueva a ver si se notaba rastro aéreo del ángel, o si venía ya José.
La niebla se había disipado, lucían metálicas las primeras estrellas, de la aldea seguían llegando lamentos. Y entonces un pensamiento de presunción desmedida, de tal vez pecaminoso orgullo, sobreponiéndose a las negras advertencias del ángel, hizo volver la cabeza a María, si la salvación de su hijo no habría sido un gesto de Dios, debe de tener un significado el que alguien escape a la dura muerte cuando allí al lado otros que tuvieron que morir ya nada pueden hacer sino esperar una ocasión para preguntarle al mismo Dios, Por qué nos mataste, y se contentarán con la respuesta, cualquiera que ésta sea. No duró mucho el delirio de María, al instante siguiente imaginaba que podría estar meciendo a un hijo muerto, como ahora sin duda les ocurría a las madres de Belén, y para beneficio de su espíritu y salvación de su alma, las lágrimas volvieron a sus ojos corriendo como fuentes. Así estaba cuando José llegó, lo oyó llegar, pero no se movió, no le importaba que él se enfadase, María estaba ahora llorando con las otras mujeres, todas sentadas en círculo, con los hijos en el regazo, a la espera de la resurrección.
José la vio llorar, comprendió, y se calló.
Dentro de la cueva, José no puso reparo alguno al ver el candil encendido. Las brasas, en el suelo, se habían cubierto de una fina capa de ceniza, pero, en el interior del fuego, entre ellas, palpitaba aún, buscando fuerzas, la raíz de una llama.
Mientras iba descargando el burro, dijo José, Ya no hay peligro, se han ido los soldados, lo mejor que podemos hacer nosotros es pasar la noche aquí, partiremos mañana antes de que salga el sol, iremos por un atajo y donde no haya atajo, por donde podamos.
María murmuró, Tantos niños muertos, y José, bruscamente, Cómo lo sabes, es que has ido a contarlos, preguntó, y ella, Los recuerdo, recuerdo a algunos, Pues da gracias a Dios porque el tuyo esté vivo, Se las daré, Y no me mires como si hubiera hecho algo malo, No te miraba, No me hables en ese tono que parece de juez, Me quedaré callada, si lo prefieres, Sí, es mejor que te calles. José ató el asno al comedero, aún había en el fondo algo de paja, el hambre del animal no debe de ser grande, realmente este burro se ha dado la gran vida con el comedero lleno y tomando el sol, pero que se vaya preparando, que ya le falta poco para volver a las duras penas de la carga y el trabajo. María acostó al niño y dijo, Voy a espabilar la lumbre, Para qué, La cena, no quiero fuego que atraiga a la gente, puede pasar alguien del pueblo, comeremos de lo que haya y como esté. Así lo hicieron. El candil de aceite iluminaba como un espectro a los cuatro habitantes de la cueva, el burro, inmóvil como una estatua, con el morro sobre la paja, pero sin tocarla, el niño durmiendo, mientras el hombre y la mujer engañaban el hambre con unos higos secos. María dispuso las esteras en el suelo arenoso, lanzó sobre ellas el cobertor y, como todos los días, esperó hasta que se acostó el marido.
Antes, José fue a la boca de la cueva, a acechar de nuevo la noche, todo estaba en paz en la tierra y en el cielo, de la aldea ya no venían gritos ni lamentos, ahora las sucumbidas fuerzas de Raquel no llegaban más que para gemir y suspirar, dentro de las casas, con la puerta y el alma cerradas. José se tendió en su estera, agotado de pronto como nunca lo estuvo en su vida, de tanto correr, de temer tanto, no podía decir que gracias a su esfuerzo salvara la vida de su hijo, los soldados cumplieron rigurosamente las órdenes recibidas, matar a los niños de Belén, sin añadir por su parte un mínimo de diligencia en la acción militar, como buscar en las cuevas de alrededor por si algunos fugitivos se hubieran escondido allí, o bien, falta que constituyó un gravísimo error táctico, si en ellas vivieran habitualmente familias completas. En general, a José no le molestaba el hábito de María de acostarse sólo cuando él ya estaba dormido, pero hoy no podía soportar la idea de estar hundido en el sueño, con la cara descubierta, sabiendo que su mujer velaba y que quizá lo miraría sin piedad.
Dijo, No quiero que te quedes ahí, acuéstate. María obedeció, fue primero a ver, como hacía siempre, si el burro estaba bien atado y luego, suspirando, se acostó en la estera, cerró fuertemente los ojos, que el sueño viniera cuando pudiese, ella ya había renunciado a ver. Mediada la noche, José tuvo un sueño. Iba cabalgando por un camino que bajaba en dirección a una aldea de la que ya se veían las primeras casas, iba de uniforme y con todos los pertrechos militares encima, armado de espada, lanza y puñal, soldado entre soldados, y el comandante le preguntaba, Tú adónde vas, carpintero, a lo que respondía él, orgulloso de conocer tan bien la misión que le habían encargado, Voy a Belén a matar a mi hijo, y, cuando lo dijo, despertó con un estertor abominable, el cuerpo crispado, torcido de terror, María preguntándole, Qué te pasa, qué ha ocurrido, y él, temblando, sólo sabía repetir, No, no, no, de repente su aflicción se desató en llanto convulsivo, en sollozos que despedazaban su pecho, María se levantó, fue a buscar el candil, iluminó el rostro del marido, Estás enfermo, preguntó, pero él se tapaba la cara con las manos, Llévate eso de aquí, mujer, ahora mismo, y, todavía sollozando, se levantó de la estera y corrió hacia el comedero a ver cómo estaba el hijo, Está bien, señor José, no se preocupe, realmente es un chiquillo que no da ningún trabajo, un buenazo, un panzacontenta, un comeyduerme, aquí reposa, tan tranquilo como si no acabara de escapar por milagro de una muerte horrible, imagínese, acabar a manos del propio padre que le dio el ser, ya sabemos que ese es destino del que nadie se libra, pero hay maneras y maneras. Con el pavor de que se repitiese el sueño, José no volvió a la estera, se enrolló en un cobertor y se sentó a la entrada de la cueva, al abrigo de un roquedal que formaba una especie de cobertizo, y como la luna ya iba alta, lanzaba sobre la abertura una sombra negrísima que la pálida luz del candil, dentro, ni siquiera tocaba. El propio rey Herodes si por allí pasara, sobre las espaldas de los esclavos, rodeado de sus legiones de bárbaros sedientos de sangre, diría tranquilamente, No os molestéis en buscar, seguid adelante, aquello es piedra y sombra de piedra, nosotros buscamos carne fresca y vida apenas iniciada. José se estremeció al pensar en el sueño, se preguntó qué sentido podría tener, la verdad, patente a la faz de los cielos que todo lo ven, es que había venido corriendo como un loco por el camino abajo, vía dolorosa sólo él sabía hasta qué punto, saltando cercas y pedruscos, como buen padre acudió a defender a su hijo, y he aquí que el sueño lo mostraba con figura y apetitos de verdugo, bien cierto es el proverbio que dice que en los sueños no hay firmeza, Esto es cosa del demonio, pensó, e hizo un gesto de conjuro. Como viniendo de la garganta de un ave invisible, un silbido pasó por el aire, también podría haber sido una señal de pastor, pero éstas no son horas, cuando todo el ganado duerme y sólo los perros velan. Sin embargo, la noche, tranquila y distante, alejada de los seres y de las cosas, con esa suprema indiferencia que imaginamos propia del universo, o la otra, absoluta, del vacío que quede, si algo es el vacío, cuando esté cumplido el último fin de todo, la noche ignoraba el sentido y el orden razonable que parecen regir este mundo en las horas en las que todavía creemos que él fue hecho para recibirnos, y a nuestra locura. En la memoria de José, poco a poco, el sueño terrible fue volviéndose irreal, absurdo, lo desmentía esta noche y esta palidez lunar, lo desmentía el niño que dormía en el comedero, sobre todo lo desmentía el hombre despierto que él era, señor de sí y, en lo posible, de sus pensamientos, ahora piadosos y pacíficos, pero también capaces de engendrar un monstruo, como la gratitud a Dios porque los soldados habían dejado con vida a su hijo querido, por ignorancia y dejadez, es verdad, ellos, que a tantos mataron. La misma noche cubre al carpintero José y a las madres de los niños de Belén, de los padres no hablamos, ni de María, que no son aquí llamados, por más que no podamos discernir los motivos de tal exclusión.
Pasaron las horas tranquilas y, cuando la madrugada dio su primera señal, José se levantó, cargó el burro, y en poco tiempo, aprovechando el último resplandor de la luna antes de que el cielo se aclarase, la familia completa, Jesús, María y José, se puso en camino, de regreso a Galilea.
Dejando por una hora la casa de los señores, donde dos niños habían sido muertos, la esclava Zelomi fue de madrugada a la cueva, segura de que lo mismo le habría ocurrido al niño que ayudó a nacer. La encontró abandonada, sólo huellas de pasos y de cascos del asno, sobre la ceniza brasas casi apagadas, ningún vestigio de sangre. Ya no está aquí, dijo, se ha salvado de esta primera muerte.
Pasaron ocho meses desde el feliz día en que José llegó a Nazaret con la familia, sanos y salvos los humanos, pese a los muchos peligros, menos bien el burro que cojeaba un poco de la mano derecha, cuando llegaron noticias de que el rey Herodes había muerto en Jericó, en uno de sus palacios, donde se retiró agonizante, caídas las primeras lluvias, para huir de las crueldades del invierno, que en Jerusalén no ahorra rigores a la gente de salud delicada. Decían también los avisos que el reino, huérfano de tan gran señor, se había dividido entre tres de los hijos que le quedaron después de las razias familiares, a saber, Herodes Filipo, que gobernará los territorios que están al este de Galilea, Herodes Antipas, que tendrá vara de mando en Galilea y Perea, y Arquelao, a quien correspondieron Judea, Samaria e Idumea. Un día de estos, un arriero de paso, de esos con gracia para contar historias, tanto reales como inventadas, hará, a la gente de Nazaret, el relato del funeral de Herodes, del que fue, juraba, testigo presencial, Iba metido en un sarcófago de oro, cuajado de pedrerías, la carroza de la que tiraban dos bueyes blancos era también dorada, cubierta de paños de púrpura, y de Herodes, también envuelto en púrpura, no se distinguía más que el bulto y una corona en el lugar de la cabeza, los músicos iban detrás, tocando pífanos, y las plañideras detrás de los músicos, todos tenían que respirar el hedor que les daba de lleno en las narices, a orilla del camino estaba yo, a punto de salírseme el estómago por la boca, y luego venía la guardia real, a caballo, al frente de la tropa, armada de lanzas, espadas y puñales, como si fuesen a la guerra, pasaban y no acababan de pasar, como una serpiente a la que no le vemos ni la cabeza ni la cola y que al moverse es como si no tuviera fin, y el corazón se nos llena de miedo, así era aquella tropa que marchaba tras un muerto, pero también hacia su propia muerte, la de cada uno, que hasta cuando parece retrasarse siempre acaba llamando a nuestra puerta, Es la hora, dice ella, puntual, sin diferencia, igual con el rey que con el esclavo, uno que iba allá delante, carne muerta y corrompida, en la cabeza del cortejo, otros en la cola de la procesión, comiéndose el polvo de un ejército entero, vivos aún, pero ya en busca, todos ellos, del lugar donde quedarse para siempre. Este arriero, por lo visto, bien podría estar, peripatético, paseando bajo los capiteles corintios de una academia que arreando burros por los caminos de Israel, durmiendo en caravasares hediondos o contando historias a los rústicos de las aldeas como ésta de Nazaret.
Entre los asistentes, en la plaza enfrente de la sinagoga, estaba José, que pasaba por casualidad y se quedó escuchando, no fue mucha la atención que prestó en principio a los pormenores descriptivos del cortejo fúnebre, o sí, alguna había prestado, pero pronto se barrió toda cuando el aedo pasó abiertamente al estilo elegíaco, realmente el carpintero tenía fundadas y cotidianas razones para ser más sensible a esa cuerda del arpa que a cualquier otra.
Bastaba mirarlo, que esta cara no engaña, una cosa era su antigua compostura, gravedad y ponderación, con las que intentaba compensar sus pocos años, y otra cosa, muy distinta, peor, es esta expresión de amargura que prematuramente le está cavando arrugas a un lado y otro de la boca, profundas como tajos no cicatrizados. Pero lo que hay de realmente inquietante en el rostro de José es la expresión de su mirada, o mejor sería decir la falta de expresión, pues sus ojos dan idea de estar muertos, cubiertos por una polvareda de ceniza, bajo la cual, como una brasa inextinguible, brillase un fulgor inflamado de insomnio.
Es verdad, José casi no duerme. El sueño es su enemigo de todas las noches, con él tiene que luchar como por la propia vida y es una guerra que siempre pierde, aunque en algunos combates venza, pues, infaliblemente, llega un momento en que el cuerpo agotado se entrega y adormece para, de inmediato, ver surgir en el camino un destacamento de soldados, en medio de los cuales va cabalgando José, algunas veces haciendo molinetes con la espada por encima de la cabeza, y es entonces, en el momento en que el horror empieza a enrollarse en las defensas conscientes del desgraciado, cuando el comandante de la expedición le pregunta, Tú adónde vas, carpintero, el pobre no quiere responder, resiste con las pocas fuerzas que le quedan, las del espíritu, que el cuerpo ha sucumbido, pero el sueño es más fuerte, abre con manos de hierro su boca cerrada y él, sollozando ya y a punto de despertarse, tiene que dar la horrible respuesta, la misma, Voy a Belén a matar a mi hijo. No preguntemos a José si recuerda cuántos bueyes tiraban de la carroza de Herodes muerto, si eran blancos o pintados, ahora, al volver a casa, sólo tiene pensamientos para las últimas palabras del arriero, cuando dijo que aquel mar de gente que iba en el funeral, esclavos, soldados, guardias reales, plañideras, tocadores de pífano, gobernadores, príncipes, futuros reyes, y todos nosotros, dondequiera que estemos y quienquiera que seamos, no hacemos más en la vida que ir buscando el lugar donde quedarnos para siempre.
No siempre es así, pensaba José, con una amargura tan honda que en ella no entraba la resignación que dulcifica los mayores dolores y sólo podía revestirse del espíritu de renuncia de quien dejó de contar con remedio, no siempre es así, repetía, muchos hubo que nunca salieron del lugar donde nacieron y la muerte fue a buscarlos allá, con lo que queda probado que la única cosa realmente firme, cierta y garantizada es el destino, es tan fácil, santo Dios, basta con quedarse a la espera de que todo lo de la visa se cumpla y ya podremos decir, Era el destino, fue el destino de Herodes morir en Jericó y ser llevado en carroza a su palacio y fortaleza de Herodium, pero a los niños de Belén les ahorró la muerte todos los viajes. Y aquél de José, que al principio, viendo los hechos por el lado optimista, parecía formar parte de un designio trascendente para salvar a las inocentes criaturas, al fin no sirvió de nada, pues nuestro carpintero oyó y calló, fue corriendo a salvar a su hijo y dejó a los de los otros entregados al fatal destino, nunca vino palabra tan a propósito. Por eso José no duerme, o sí, duerme y en ansias despierta, atraído hacia una realidad que no le hace olvidar el sueño, hasta el punto de que puede decirse que despierto sueña el sueño de cuando duerme y, dormido, al mismo tiempo que intenta desesperadamente huir de él, sabe que es para volver a encontrarlo, otra vez y siempre, este sueño es una presencia sentada en el umbral de la puerta que está entre el sueño y la vigilia, al salir y al entrar tiene José que enfrentarse con ella.
Entendido queda que la palabra que define exactamente este complicado ovillo es remordimiento, pero la experiencia y la práctica de la comunicación, a lo largo de las edades, ha venido a demostrar que la síntesis no pasa de ser una ilusión, es así, con perdón, como una invalidez del lenguaje, no es querer decir amor y que la lengua no llegue, es tener lengua y no llegar al amor.
María está de nuevo encinta.
Ningún ángel en figura de mendigo andrajoso ha venido a llamar a su puerta anunciando la venida de este hijo, ningún súbito viento barrió las alturas de Nazaret, ninguna tierra luminosa acabó enterrada al lado de la otra, María sólo informó a José con las palabras más sencillas, Estoy embarazada, no le dijo, por ejemplo, Mira aquí mis ojos y ve cómo brilla en ellos nuestro segundo hijo, y él no le respondió, No creas que no me había dado cuenta, pero esperaba a que me lo dijeses tú, oyó y calló, sólo dijo, Ah, y continuó dándole a la garlopa, con una fuerza eficaz pero indiferente, que el pensamiento ya sabemos nosotros dónde está. También María lo sabe desde que una noche más atormentada el marido dejó que su secreto, hasta entonces bien guardado, saltase fuera, y ella no se sorprendió, algo así era inevitable, recordemos lo que le dijo el ángel en la cueva, Oirás gritar mil veces a tu lado. Una buena mujer le diría al marido, No te preocupes, lo que has hecho, hecho está, y además tu primer deber era salvar a tu hijo, no tenías otra obligación, pero la verdad es que, en este sentido común, María dejó de ser la buena mujer que antes había demostrado ser, quizá porque oyó del ángel aquellas otras y severas palabras que, por el tono, a nadie parecieron querer excluir, No soy ángel de perdones. Si María estuviese autorizada a hablar con José acerca de estas secretísimas cosas, quizá él, siendo tan versado en las escrituras, pudiera meditar sobre la naturaleza de un ángel que, llegado de no se sabe dónde, viene a decirnos que no es de perdones, declaración al parecer irrelevante, pues sabido es que no tienen las criaturas angélicas poder de perdonar, que éste sólo a Dios pertenece. Que un ángel diga que no es ángel de perdones, o nada significa, o significa demasiado, supongamos que es el ángel de la condenación, es como si exclamase, Perdonar, yo, qué idea tan estúpida, yo no perdono, castigo. Pero los ángeles, por definición, salvo aquellos querubines de espada flameante que fueron puestos por el Señor para guardar el camino del árbol de la vida, a fin de que no volviesen por sus frutos nuestros primeros padres, o sus descendientes, que somos nosotros, los ángeles, decíamos, no son policías, no se encargan de las sucias pero socialmente necesarias tareas de represión, los ángeles existen para hacernos la vida fácil, nos amparan cuando vamos a caer al pozo, nos guían en el peligroso paso del puente sobre el precipicio, nos cogen del brazo cuando estamos a punto de ser atropellados por una cuádriga desfrenada o por un automóvil. Un ángel realmente merecedor de ese nombre podría haberle ahorrado al pobre José esta agonía, bastaba con que se les apareciera en sueños a los padres de los niños de Belén, diciéndoles uno a uno, Levántate, coge al chiquillo y a su madre, escapa a Egipto y quédate allí hasta que te avise, pues Herodes buscará al niño para matarlo, y de esta manera se salvaban los chiquillos todos, Jesús escondido en la cueva con sus papás y los otros camino de Egipto, de donde no regresarían hasta que el mismo ángel, volviendo a aparecerse a los padres, les dijese, Levántate, coge al niño y a su madre y vuelve a la tierra de Israel, porque han muerto ya los que atentaban contra la vida de tu hijo. Claro que, por medio de este aviso, en apariencia benevolente y protector, el ángel estaría devolviendo a las criaturas a lugares, cualesquiera que ellos fuesen, donde, en el tiempo propio, se encontrarían con la muerte final, pero los ángeles, hasta pudiendo mucho, como se ha visto, llevan consigo ciertas limitacioanes de origen, en eso son como Dios, no pueden evitar la muerte. Pensando, pensando, José llegaría a concluir que el ángel de la cueva era, en definitiva, un enviado de los poderes infernales, demonio esta vez en figura de pastor, con lo que quedaría demostrada de nuevo la flaqueza natural de las mujeres y sus viciosas y adquiridas facilidades para caer bajo el asalto de cualquier ángel caído. Si María hablase, si María no fuese un arca cerrada, si María no guardase para sí las peripecias más extraordinarias de su anunciación, otro gallo le cantaría a José, otros argumentos vendrían a reforzar su tesis, siendo sin duda el más importante de todos el hecho de que el supuesto ángel no hubiera proclamado, Soy un ángel del Señor, o Vengo en nombre del Señor, sólo dijo, Soy un ángel, y luego, prudentemente, Pero no se lo digas a nadie, como si tuviese miedo de que se supiera. No faltará ya quien esté proclamando que estas menudencias exegéticas en nada contribuyen a la inteligencia de una historia en definitiva archiconocida, pero al narrador de este evangelio no le parece lo mismo, tanto en lo que toca al pasado como en lo que al futuro ha de tocar, ser anunciado por ángel del cielo o por ángel del infierno, las diferencias no son sólo de forma, son de esencia, sustancia y contenido, verdad es que quien hizo a unos ángeles hizo a los otros, pero después corrigió lo hecho.
María, como su marido, pero ya se sabe que no por las mismas razones, muestra a veces cierto aire absorto, una expresión de ausencia, se le paran las manos en medio de un trabajo, interrumpido el gesto, distante la mirada, realmente nada tiene esto de extraño en una mujer en este estado, de no ser porque los pensamientos que la ocupan se resumen, todos ellos, aunque con infinitas variaciones, en esta pregunta, Por qué se me apareció el ángel anunciándome el nacimiento de Jesús, y ahora de este hijo no. María mira a su primogénito, que por allí anda gateando como hacen todos los hijos de los humanos a su edad, lo mira y busca en él un signo distintivo, una marca, una estrella en la frente, un sexto dedo en la mano, y no ve más que a un niño igual a los otros, se baba, se ensucia y llora como ellos, la única diferencia es que es su hijo, el pelo es negro como el del padre y el de la madre, los iris van perdiendo aquel tono blanquecino al que llamamos color de leche sin serlo, y toman el suyo propio y natural, el de la herencia genética directa, un castaño que se va alejando de la pupila, una tonalidad como de sombra verde, si así podemos definir una cualidad cromática, pero estas características no son únicaas, sólo tienen verdadera importancia cuando el hijo es nuestro o, dado que de ella estamos hablando, de María.
Dentro de unas semanas, este niño hará sus primeras tentativas de ponerse en pie y caminar, caerá de bruces al suelo incontables veces y se quedará con la mirada clavada en él, la cabeza difícilmente levantada, mientras oye la voz de su madre que le dice, Ven aquí, ven aquí, hijo mío, y no mucho tiempo después sentirá la primera necesidad de hablar, cuando algunos sonidos nuevos empiecen a formarse en su garganta, al principio no sabrá qué hacer con ellos, confundiéndolos con otros que ya conocía y venía practicando, los del grito y los del llanto, pero no tardará en entender que debe articularlos de un modo muy distinto, más compenetrado, imitando y ayudándose con los movimientos de los labios del padre y de la madre, hasta que consiga pronunciar la primera palabra, cuál habrá sido, no lo sabemos, quizá papá, quizá mamá, lo que sí sabemos es que a partir de ahora nunca más el niño Jesús tendrá que hacer aquel gesto con el índice de la mano derecha en la palma de la mano izquierda si la madre y las vecinas vuelven a preguntarle, Dónde pone el huevo la gallina, que es una indignidad a la que se somete al ser humano, tratarlo así, como a un cachorrillo amaestrado que reacciona ante un estímulo sonoro, voz, silbido o restallar de látigo.
Ahora Jesús está capacitado para responder que la gallina puede ir a poner el huevo donde le dé la gana, con tal de que no lo haga en la palma de su mano. María mira a su hijo y suspira, siente que el ángel no vuelva, No me verás tan pronto, dijo, si él estuviese aquí ahora no se dejaría intimidar como las otras vecese, lo acosaría a preguntas hasta rendirlo, una mujer con un hijo fuera y otro dentro no tiene nada de cordero inocente, ha aprendido, a su propia costa, lo que son dolores, peligros y aflicciones y, con tales pesos colocados en el platillo de su lado, puede hacer que se incline a su favor cualquier fiel de balanza. Al ángel no le bastaría con decirle, El Señor permita que no veas a tu hijo como a mí me ves ahora, que no tengo donde descansar la cabeza, en primer lugar tendría que explicarle quién era el Señor en cuyo nombre parecía hablar, luego, si era realmente verdad que no tenía dónde descansar la cabeza, cosa difícil de entender tratándose de un ángel, o si sólo lo decía porque representaba su papel de mendigo, en cuarto lugar qué futuro anunciaban para su hijo las sombrías y amenazadoras palabras que había pronunciado, y, finalmente, qué misterio era aquél de la tierra luminosa, enterrada al lado de la puerta, donde nació, tras el regreso de Belén, una extraña planta, sólo tronco y hojas, que ya desistieron de cortar, tras haber intentado inútilmente arrancarla de raíz, porque cada vez volvía a nacer y con más fuerza. Dos de los ancianos de la sinagoga, Zaquías y Dotaín, vinieron a observar el caso y, aunque poco entendidos en ciencias botánicas, acordaron que aquello debía de ser simiente que viniera con la tierra y que, llegado su tiempo, germinó, Como es ley del Señor de la vida, sentenció Zaquías.
María se acostumbró a ver aquella obstinada planta, y encontraba que hasta daba alegría a la entrada de la puerta, mientras que José, no contento con las nuevas y palpables razones para alimento de las sospechas antiguas, trasladó su banco de carpintero a otro lugar del patio fingiendo no hacer caso de la detestada presencia.
Luego de usar el hacha y el serrucho, experimentó el agua hirviendo e incluso llegó a poner alrededor del tallo un collar de carbones ardientes, pero no se había atrevido, por una especie de respeto supersticioso, a meter la azada en la tierra y cavar hasta donde debía de hallarse el origen del mal, la escudilla con la tierra luminosa. Y en esto estaban cuando nació el segundo hijo, al que dieron el nombre de Tiago.
Durante unos pocos años no hubo más mudanzas en la familia que la de los varios hijos que fueron naciendo, aparte de dos hijas, y de haber perdido los padres la última lozanía que les quedaba de su juventud. no era extraño en María, pues ya se sabe cómo son los embarazos, y más siendo tantos, acaban por agotar a una mujer, poco a poco se le van la belleza y el frescor, si los tenía, se marchitan tristemente la cara y el cuerpo, basta ver que después de Tiago nació Lisia, después de Lisia nació José, después de José nació Judas, después de Judas nació Simón, después Lidia, después Justo, después Samuel, y si alguno más vino, murió pronto, sin entrar en registro. Los hijos son la alegría de los padres, se dice, y María hacía lo posible para parecer contenta, pero, teniendo que cargar durante meses y meses en su cansado cuerpo con tantos frutos golosos de sus fuerzas, a veces anidaba en su alma una impaciencia, una indignación en busca de su causa, pero, siendo los tiempos así, no pensó siquiera en echarle las culpas a José, y menos aún a aquel Dios supremo que decide la vida y la muerte de sus creaturas, la prueba es que ni siquiera un pelo de nuestra cabeza cae sin que sea su voluntad que ocurra. José entendía poco de los cómos y porqués de que se hagan hijos, es decir, tenía los rudimentos del práctico, empírico, por así decir, pero era la propia lección social, el espectáculo del mundo, que reducía todos los enigmas a una sola evidencia, la de que uniéndose macho y hembra, conociéndola él a ella, resultaban bastante altas las probabilidades de generar dentro de la mujer un hijo, que al cabo de nueve meses, raramente siete, nacía completo. La simiente del varón, lanzada en el vientre de la mujer, llevaba consigo, en miniatura e invisible, a un nuevo ser elegido por Dios para proseguir el poblamiento del mundo que había creado, pero esto no ocurría siempre, la impenetrabilidad de los designios de Dios, si precisase demostración, la encontraría en el hecho de que no fuera condición suficiente aunque sí necesaria, para generar un hijo, el que la simiente del varón se derramara en el interior natural de la mujer. Dejándola caer al suelo, como hizo el infeliz Onán, castigado a muerte por el Señor por no querer tener hijos en la viuda de su hermano, era seguro que la mujer no quedaba embarazada, pero tantas y tantas veces, como decía el otro, va la fuente al cántaro, y el resultado tres por nueve, veintisiete. Está probado, pues, que fue Dios quien puso a Isaac en la escasa linfa que Abraham era aún capaz de producir y lo empujó dentro del vientre de Sara, que ya ni reglas tenía. Vista la cuestión desde este ángulo, digamos teogenético, puede concluirse, sin abusar de la lógica, que todo lo debe presidir en este mundo y en los otros, que el mismo Dios era quien con tanta asiduidad incitaba y estimulaba a José para frecuentar a María, convirtiéndolo de este modo en instrumento para borrar, por compensación numérica, los remordimientos que andaba sintiendo desde que permitió, o quiso, sin preocuparse de las consecuencias, la muerte de los inocentes pequeños de Belén. Pero lo más curioso, y que muestra hasta qué punto los designios del Señor, aparte de obviamente inescrutables, son también desconcertantes, es que José, aunque de manera difusa, que apenas rozaba el nivel de la conciencia, suponía obrar por cuenta propia y, créalo quien pudiere, con la misma intención de Dios, es decir, restituir al mundo, por un insistente esfuerzo de procreación, si no, en sentido literal, los niños muertos, tal cual habían sido, sí al menos la cuenta cierta, de modo que no se hallaría diferencia en el próximo censo que se estableciera. El remordimiento de Dios y el remordimiento de José eran un solo remordimiento, y si en aquellos antiguos tiempos ya se decía, Dios no duerme, hoy estamos en condiciones de saber por qué, No duerme porque cometió una falta que ni a hombre sería perdonable.
Con cada hijo que José iba haciendo, Dios levantaba un poco más la cabeza, pero nunca acabará de levantarla por completo, porque los niños que murieron en Belén fueron veinticinco y José no vivirá años suficientes para generar tan gran cantidad de hijos en una sola mujer, ni María, ya tan cansada, de alma y de cuerpo tan dolorida, podría soportar tanto. El patio y la casa del carpintero estaban llenos de niños, y era como si estuvieran vacíos.
Cuando llegó a los cinco años, el hijo de José empezó a ir a la escuela. Todas las mañanas, en cuanto nacía el día, la madre lo llevaba al encargado de la sinagoga, que siendo de nivel elemental los estudios, bastaba y sobraba con él, y era allí, en la misma sinagoga convertida en aula, donde Jesús y los otros chiquillos de Nazaret realizaban, hasta los diez años, la entencia del sabio, El niño debe criarse en la Tora como el buey se cría en el corral. La clase acababa a la hora sexta, que es nuestro mediodía, María estaba ya esperando al hijo y, pobrecilla, no podía preguntarle si avanzaba en las clases, ni ese simple derecho tiene, pues ya lo dice terminantemente la máxima del sabio, Mejor sería que la Ley pereciera en las llamas que entregarla a las mujeres, tampoco debe olvidarse la probabilidad de que el hijo, ya razonablemente informado sobre el verdadero lugar de las mujeres en el mundo, incluidas las madres, le diera una respuesta áspera, de esas capaces de reducir a la insignificancia a cualquiera, que cada cual tiene la suya, véase el caso de Herodes, tanto poder, tanto poder, y si fuéramos a verlo ahora ni siquiera podríamos recitar, Yace muerto y pudriéndose, ahora todo es hedor, polvo, huesos sin concierto y trapos sucios. Cuando Jesús entraba en casa, su padre le preguntaba, A ver, qué has aprendido hoy, y el niño, que había tenido la suerte de nacer con una excelente memoria, repetía letra por letra, sin fallo, la lección del maestro, primero los nombres de las letras del alfabeto, luego las palabras principales, y, más adelante, frases completas de la Tora, pasajes completos, que José acompañaba con movimientos ritmicos de la mano derecha, al tiempo que asentía lentamente con la cabeza.
Marginada, María se iba dando cuenta de que había cosas que no podía preguntar, se trata de un método antiguo de las mujeres, perfeccionado a lo largo de los siglos y milenios de práctica, cuando no las autorizan a preguntar, escuchan y al poco tiempo lo saben todo, llegando incluso a lo que es el súmmum de la sabiduría, a distinguir lo falso de lo verdadero. Pese a todo, lo que María no conocía, o no conocía bastante, era el extraño lazo que unía al marido con aquel hijo, aunque ni a un extraño pasase inadvertida la expresión, mezcla de dulzura y pena, que pasaba por el rostro de José cuando hablaba con su primogénito, como si estuviese pensando, este hijo a quien tanto amo es mi dolor. María sabía sólo que las pesadillas de José, como una sarna del alma, no lo dejaban, pero esas aflicciones nocturnas de tan repetidas, se habían convertido en un hábito, como el de dormir vuelto a la derecha o despertar con sed en medio de la noche. Y si María, como buena y digna esposa, no dejaba de preocuparse con su marido, lo más importante de todo era ver al hijo vivo y sano, señal de que la culpa no fue tan grande, o el Señor ya habría castigado, sin palo ni piedra, como es costumbre en él, véase el caso de Job, arruinado, leproso, pese a que siempre había sido varón íntegro y recto, temeroso de Dios, su mala suerte fue convertirse en involuntario objeto de una disputa entre Satanás y el mismo Dios, agarrado cada uno a sus ideas y prerrogativas. Y luego se admiran de que un hombre se desespere y grite, Mueran el día en que nací y la noche en que fui concebido, conviértase él en tinieblas, no sea mencionado entre los días del año ni se cuente entre los meses, y que la noche sea estéril y no se oiga en ella ningún grito de alegría, verdad es que a Job lo compensó Dios restituyéndole en doble lo que simple le había quitado, pero a los otros hombres, aquellos en nombre de quienes nunca se escribió un libro, todo es quitar y no dar, prometer y no cumplir. En esta casa del carpintero, la vida, pese a todo, era tranquila y en la mesa, aunque sin harturas, no faltó nunca el pan de cada día y lo demás que ayuda al alma a mantenerse agarrada al cuerpo.