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Y como las ganancias de José no daban para admitir personal a su servicio, el recurso natural estaba en los hijos, a mano, por así decir, además también por una simple obligación de padre, pues ya lo dice el Talmud, Del mismo modo que es obligatorio alimentar a los hijos, también es obligatorio enseñarles una profesión manual, porque no hacerlo será lo mismo que convertir al hijo en un bandido. Y si recordamos lo que enseñaban los rabinos, el artesano, en su trabajo, no debe levantarse ante el mayor doctor, podemos imaginar con qué orgullo profesional empezaba José a instruir a sus hijos mayores, uno tras otro, a medida que iban llegando a la edad, primero Jesús, luego Tiago, después José, después Judas, en los secretos y tradiciones del arte de la carpintería, atento él, también, a la antigua sentencia popular que así reza, El trabajo del niño es poco, pero quien lo desdeña es loco, es lo que luego se llamaría trabajo infantil. A José padre, cuando regresaba al trabajo después de la comida de la tarde, le ayudaban sus propios hijos, ejemplo verdadero de una economía familiar que podría haber seguido dando excelentes frutos hasta los días de hoy, incluso una dinastía de carpinteros, si Dios, que sabe lo que quiere, no hubiera querido otra cosa.
Como si a la impía soberbia del Imperio no le bastase la vejación a que venía sometiendo al pueblo hebreo desde hacía más de setenta años, decidió Roma, dando como pretexto la división del antiguo reino de Herodes, poner al día el censo, aunque, esta vez, quedaban dispensados los varones de presentarse en sus tierras de origen, con los conocidos trastornos para la agricultura y el comercio, y algunas consecuencias laterales, como fue el caso del carpintero José y su familia. Por el método nuevo, van los agentes del censo de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, convocan en la plaza mauyor o en un descampado a los hombres del lugar, cabezas de familia o no, y, bajo la protección de la guardia, van registrando, cálamo en mano, en los rollos de las finanzas, nombres, cargos y bienes colectables.
Conviene decir que estos procedimientos no son vistos con buenos ojos en esta parte del mundo, y no es sólo de ahora, basta recordar lo que en la Escritura se cuenta sobre la desafortunada idea que tuvo el rey David cuando ordenó a Joab, jefe de su ejército, que hiciera el censo de Israel y Judá, palabras suyas fueron, que las dijo como sigue, Recorre las tribus todas de Israel, desde Dan hasta Bersabea, y haz el censo del pueblo, de manera que sepa yo su número, y como palabra de rey es real, calló Joab sus dudas, llamó al ejército y pusieron los pies en el camino y las manos en el trabajo.
Cuando volvieron a Jerusalén habían pasado nueve meses y veinte días, pero Joab traía las cuentas del censo hechas y comprobadas, tenía Israel ochocientos mil hombres de guerra que manejaban la espada y en Judá, quinientos mil. Es sabido, sin embargo, que a Dios no le gusta que nadie cuente en su lugar, en especial a este pueblo que, siendo suyo por elección suya, no podrá tener nunca otro señor ni dueño, mucho menos Roma, regida, como sabemos, por falsos dioses y por falsos hombres, en primer lugar porque tales dioses de hecho no existen y en segundo lugar porque, teniendo, pese a todo, alguna existencia, en cuanto blanco de un culto sin efectivo objeto, es la propia vanidad del culto lo que demostrará la falsedad de los hombres. Dejemos, no obstante, a Roma, por ahora, y volvamos al rey David, a quien, en el preciso instante en que el jefe del ejército hizo lectura del parte, le dio el corazón un respingo, tarde fue, que ya no le servía de nada el remordimiento y haber dicho, Cometí un gran pecado al hacer esto, pero perdona, Señor, la culpa de tu siervo, porque procedí neciamente, ocurrió que un profeta llamado Gad, que era vidente del rey y, por así decir, su intermediario para llegar al Altísimo, se le apareció a la mañana siguiente, al levantarse de la cama, y dijo, El Señor manda preguntar qué es lo que prefieres, tres años de hambre sobre la tierra, tres meses de derrotas ante los enemigos que te persiguen o tres días de peste en toda la tierra. David no preguntó cuánta gente iba a morir, caso por caso, calculó que en tres días, hasta de peste, siempre morirán menos personas que en tres meses de guerra o en tres años de hambre, Hágase tu voluntad, Señor, venga la peste, dijo. Y Dios dio orden a la peste y murieron setenta mil hombres del pueblo, sin contar mujeres y niños que, como de costumbre, no fueron registrados. Cuando acababa la cosa, el Señor se mostró de acuerdo en retirar la peste a cambio de un altar, pero los muertos estaban muertos, o porque Dios no pensó en ellos, o porque era inconveniente su resurrección, si, como es de suponer, muchas herencias ya se estaban discutiendo y muchas partijas debatidas, que no por el hecho de que un pueblo pertenezca a Dios va uno a renunciar a los bienes del mundo, legítimos bienes, además, ganados con el sudor del trabajo o de las batallas, qué más da, lo que cuenta, en definitiva, es el resultado.
Pero lo que debe también entrar en cuentas, para afinar los juicios que siempre tendremos que elaborar sobre las acciones humanas y divinas, es que Dios, que con prontitud expedita y mano pesada cobró el yerro de David, parece ahora que asiste ajeno a esta vejación ejercida por Roma sobre sus hijos más dilectos y, suprema perplejidad, se muestra indiferente al desacato cometido contra su nombre y poder. Ahora bien, cuando tal sucede, es decir, cuando resulta patente que Dios no viene ni da señal de venir pronto, el hombre no tiene más remedio que hacer sus veces y salir de casa para ir a poner orden en el mundo ofendido, la casa que es de él y el mundo que a Dios pertenece. Andaban, pues, por ahí los agentes del censo, como queda dicho, paseando la insolencia propia de quien todo lo manda y, además, con la espalda cubierta por la compañía de soldados, expresiva, aunque equívoca metáfora, que sólo quiere decir que los soldados los protegerían de insultos y sevicias, cuando empezó a crecer la protesta en Galilea y en Judea, primero sofocada, como quien quiere sólo experimentar sus propias fuerzas, valorarlas, sopesarlas y luego, muy pronto, en manifestaciones individuales desesperadas, un artesano que se acerca a la mesa del agente y dice, en alta voz, que ni el nombre le van a arrancar, un comerciante que se encierra en su tienda con la familia y amenaza con romper todos los vasos y rasgar todos los paños, un agricultor que quema la cosecha y trae un cesto de cenizas, diciendo, {ésta es la moneda con que Israel paga a quien le ofende. Todos eran detenidos inmediatamente, metidos en las cárceles, apaleados y humillados, pero como la resistencia humana tiene límites breves, pues así de débiles nos hicieron, todo nervios y fragilidad, pronto se desmoronaba tanta valentía, el artesano revelaba sin vergüenza sus secretos más íntimos, el comerciante proponía una hija o dos como adicional impuesto, el agricultor se cubría a sí mismo de cenizas y se ofrecía como esclavo. Estaban también los que no cedían, pocos, y por eso morían, y otros que habiendo aprendido la mejor lección, la de que el ocupante bueno es justamente, y también, el ocupante muerto, tomaron las armas y se echaron al monte. Decimos armas, y ellas eran piedras, hondas, palos, garrotes y cachiporras, algunos arcos y flechas, lo suficiente para iniciar una intifada y, más adelante, unas cuantas espadas y lanzas cogidas en rápidas escaramuzas, pero que, llegada la hora, de poco iban a servir, tan habituados andaban, desde David, a la impedimenta rústica, de benévolos pastores y no de guerreros convictos. Pero un hombre, sea judío o no, se habitúa a la guerra como difícilmente es capaz de habituarse a la paz, sobre todo si encuentra un jefe y, más importante que creer en él, cree en aquello en lo que él cree. Este jefe, el jefe de la revuelta contra los romanos, iniciada cuando el primogénito de José andaba ya por los once años, tenía por nombre Judas y había nacido en Galilea, de ahí que le llamaran, según costumbre de aquel tiempo, Judas Galilea, o Judas de Galilea. Realmente, no debemos asombrarnos de identificaciones tan primitivas, muy comunes por otra parte, es fácil encontrar, por ejemplo, un José de Arimatea, un Simón de Cirene, o Cireneo, una María Magdalena, o de Magdala, y, si el hijo de José vive y prospera, no hay duda de que acabarán llamándole simplemente Jesús de Nazaret, Jesús Nazareno, o incluso, más simplemente, pues nunca se sabe hasta dónde puede llegar la identificación de una persona con el lugar donde nació, o, en este caso, donde se hizo hombre o mujer, Nazareno.Pero esto son elucubraciones, el destino, cuántas veces habrá que decirlo, es un cofre como otro no hay, que al mismo tiempo está abierto y cerrado, miramos dentro y podemos ver lo acontecido, la vida pasada, convertida en destino cumplido, pero de lo que está por ocurrir, sólo alcanzamos unos presentimientos, unas intuiciones, como en el caso de este evangelio, que no estaría siendo escrito de no ser por aquellos avisos extraordinarios, indicadores, tal vez, de un destino mayor que la vida simple. Volviendo al hilo de la madeja, la rebelión, como íbamos diciendo, estaba en la masa de la sangre de la familia de Judas Galileo, pues ya su padre, el viejo Ezequías, anduvo en guerras, con tropa propia, cuando las revueltas populares que estallaron tras la muerte de Herodes contra sus presuntos herederos, antes de que Roma confirmara la legitimidad de las partijas del reino y la autoridad de los nuevos tetrarcas. Son cosas que no se saben explicar, cómo, siendo las personas hechas de las mismas humanísimas materias, esta carne, estos huesos, esta sangre, esta piel y esta risa, este sudor y esta lágrima, vemos que salen cobardes unos y otros sin miedo, unos de guerra y otros de paz, por ejemplo, lo mismo que sirvió para hacer un José sirvió para hacer un Judas, y mientras que éste, hijo de su padre y padre de sus hijos, siguiendo el ejemplo de uno y dando ejemplo a otros, salió de su tranquilidad para ir a defender en batalla los derechos de Dios, el carpintero José se quedó en casa, con sus nueve hijos pequeños y la madre de todos ellos, agarrado a su banco y a la necesidad de ganar el pan para hoy, que el día de mañana no se sabe a quién pertenece, hay quien dice que a Dios, es una hipótesis tan buena como la otra, la de que no pertenece a nadie, y todo esto, ayer, hoy y mañana, no son más que nombres diferentes de la ilusión.
Pero de esta aldea de Nazaret, algunos hombres, sobre todo de los más jóvenes, fueron a juntarse a las guerrillas de Judas Galileo, en general desaparecían sin avisar, volatilizándose, por así decirlo, de una hora a otra, todo quedaba en el íntimo secreto de las familias, y la regla del sigilo, tácita, era tan imperiosa que a nadie se le ocurría hacer preguntas. Dónde está Natanael, que hace días que no lo veo, si Natanael dejaba de aparecer por la sinagoga o si la fila de segadores, en el campo, se había acortado en un hombre, los demás hacían como si Natanael nunca hubiera existido, aunque no era exactamente así, algunas veces se sabía que Natanael entró en la aldea, solo en la noche oscura, y que volvió a salir con la primera luz de la madrugada, no había otro indicio de esta entrada y salida que la sonrisa de la mujer de Natanael, pero en verdad hay sonrisas que lo dicen todo, una mujer está parada, con los ojos perdidos en el vacío, el horizonte, o sólo la pared de enfrente, y de pronto empieza a sonreír, una sonrisa lenta, reflexiva, como una imagen que emerge del agua y oscila en la superficie inquieta, sólo un ciego, por no poder verla, pensaría que la mujer de Natanael durmió la otra noche sin su marido. Y el corazón humano es de tal modo extraño que algunas mujeres que se beneficiaban de la continua presencia de sus hombres, se ponían a suspirar imaginando aquellos encuentros y, alborozadas, rodeaban a la mujer de Natanael como hacen las abejas con una flor desbordante de polen. No era éste el caso de María, con aquellos nueve hijos y un marido que casi todas las noches se las pasaba gimiendo y gritando de angustia y de pavor, hasta el punto de despertar a los niños, que a su vez se ponían a llorar. Con el paso del tiempo, llegaron más o menos a habituarse, pero el mayor, porque algo, aunque todavía no un sueño, le asustaba en medio de su propio dormir, se despertaba siempre, al principio todavía preguntaba a su madre, Qué le pasa al padre, y ella respondía como quien no le da importancia, Son pesadillas, no podía decirle al hijo, Tu padre está soñando que iba con los soldaldos de Herodes por el camino de Belén, Qué Herodes,El padre de éste que nos gobierna, Y por eso gemía y gritaba, Por eso era, No entiendo que ser soldado de un rey que ya murió traiga pesadillas, Tu padre nunca fue soldado de Herodes, su oficio fue siempre el de carpintero, Entonces por qué sueña eso, Uno no puede elegir los sueños que tiene, Son los sueños los que eligen a las personas, Nunca se lo he oído decir a nadie, pero así debe de ser, Y por qué esos gritos, madre, por qué esos gemidos, Es que tu padre sueña todas las noches que va a matarte. Claro está que María no podía llegar a tales extremos, revelar la causa de la pesadilla de su marido, precisamente a quien tenía en esa pesadilla, como Isaac, hijo de Abraham, el papel de víctima nunca consumada, pero condenada inexorablemente. Un día, Jesús, en una ocasión en que estaba ayudando a su padre a ajustar una puerta, se vio con ánimos suficientes y le hizo la pregunta, y él, tras un silencio demorado, sin levantar los ojos, dijo sólo esto, Hijo mío, ya conoces tus deberes y obligaciones, cúmplelos todos y encontrarás justificación ante Dios, pero cuida también de buscar en tu alma qué deberes y qué obligaciones tendrás además que no te hayan sido enseñados, Ese es tu sueño, padre, No, es sólo su motivo, haber olvidado un día un deber, o todavía peor, Peor, cómo, No pensé, Y el sueño, El sueño es el pensamiento que no fue pensado cuando debía y ahora lo tengo conmigo todas las noches, no puedo olvidarlo, Y qué era lo que debías haber pensado, Ni tú puedes hacerme todas las preguntas, ni yo puedo darte todas las respuestas. Estaban trabajando en el patio, en una sombra, porque el tiempo era de verano y el sol quemaba.
Allí cerca jugaban los hermanos de Jesús, excepto el más pequeño, que estaba dentro de casa, mamando en brazos de su madre. Tiago también estuvo ayudando, pero se cansó, o se aburrió, nada extraño, en edades como ésta un año es mucho, y a Jesús ya poco le faltaba para entrar en la madurez del pensamiento religioso, había terminado su instrucción elemental, ahora, aparte de proseguir el estudio de la Tora o ley escrita, se inicia en la ley oral, mucho más ardua y compleja. Así se entenderá mejor que, tan joven, pueda haber mantenido con su padre esta seria conversación, usando con propiedad las palabras y argumentando con ponderación y lógica. Jesús está a punto de cumplir doce años, dentro de poco será ya un hombre y entonces quizá pueda volver al asunto que ahora han dejado en suspenso, si es que José está dispuesto a reconocerse culpable ante su propio hijo, aunque tampoco lo hizo Abraham con su hijo Isaac, aquel día todo fue reconocer y alabar el poder del Señor. Pero bien verdad es que la recta escritura de Dios en poco coincide con las líneas torcidas de los hombres, véase el dicho caso de Abraham, a quien se le apareció un ángel diciendo, en el último momento, No levantes la mano sobre el niño, y véase el caso de José, que poniendo Dios, en lugar del ángel, a un cabo y tres soldados habladores en medio del camino, no aprovechó el tiempo que tenía para salvar de la muerte a los niños de Belén. Pese a todo, si los buenos comienzos de Jesús no se pierden con la mudanza de la edad, quizá acabe sabiendo por qué salvó Dios a Isaac y no hizo nada para salvar a los tristes infantes que, inocentes de pecado como el hijo de Abraham, no encontraron piedad ante el trono del Señor. Y siendo así, Jesús podría decirle a su progenitor, Padre, no tienes por qué cargar con toda la culpa, y en el secreto de su corazón quizá se atreva a preguntar, Cuándo llegará, Señor, el día en que vengas a nosotros para reconocer tus errores ante los hombres.
Mientras de puertas adentro, las de la casa y las del alma, el carpintero José y su hijo Jesús debatían, entre lo que decían y lo que callaban, estas altas cuestiones, seguía la guerra contra los romanos.
Ya duraba más de dos años y a veces llegaban hasta Nazaret fúnebres noticias, ha muerto Efrain, ha muerto Abiezer, ha muerto Neftalí, ha muerto Eleazar, pero no se sabía con seguridad dónde estaban sus cuerpos, entre dos rocas de la montaña, en el fondo de un desfiladero, arrastrados por la corriente de un río, o enterrados a la sombra inútil de un árbol. Bien pueden los que se quedaron en Nazaret lavarse las manos y decir, aunque no puedan celebrar el funeral de los que murieron, Nuestras manos no derramaron esta sangre y nuestros ojos no la vieron. Pero también llegaban noticias de grandes victorias, los romanos expulsados de la ciudad de Séforis, allí cerca, apenas a dos horas de Nazaret, andando, extensas partes de Judea y de Galilea donde el ejército enemigo no se atrevía a entrar, y en la misma aldea de José llevan más de un año sin ver un soldado de Roma. Quién sabe, incluso, si no será ésta la causa de que el vecino del carpintero, el curioso y servicial Ananías, de quien no hemos vuelto a hablar, haya entrado uno de estos días en el patio, con aire misterioso, diciendo, Ven conmigo fuera, y con buen motivo lo pide, que en las casas de este pueblo, por ser tan pequeñas, no es posible la privacidad, donde está uno están todos, por la noche cuando duermen, de día sea cual sea la circunstancia y la ocasión, es una ventaja para el Señor Dios, que así con más facilidad podrá reconocer a los que son suyos en el Juicio Final. No le extrañó a José la petición, ni siquiera cuando Ananías añadió sigiloso, Vamos al desierto, pero nosotros sabemos ya que el desierto no es sólo aquello que nuestra mente se acostumbró a mostrarnos cuando leemos u oímos la palabra, una extensión enorme de arena, un mar de dunas ardientes, desiertos, tal como aquí los entienden, los hay hasta en la verde Galilea, son campos sin cultivo, los lugares donde no habitan hombres ni se ven señales asiduas de su trabajo, decir desierto es decir, Dejará de serlo cuando estemos allá. Pero, en este caso, siendo sólo dos los hombres que van caminando a través de los matojos, aún a la vista de Nazaret, en dirección a tres grandes rocas que se levantan en lo alto de la colina, está claro que no se puede hablar de poblamiento, el desierto volverá a ser desierto cuando estos dos se vayan. Se sentó Ananías en el suelo, José a su lado, tienen la diferencia de años que siempre tuvieron, desde luego, que el tiempo pasa igual para todos, pero no así sus efectos, por eso Ananías, que tampoco estaba muy mal para su edad cuando lo conocimos, hoy parece un viejo, y eso a pesar de que tampoco el tiempo ha ahorrado señales en José. Ananías parece vacilar, el aire decidido con que entró en casa del carpintero se le fue apagando por el camino, y ahora va a ser preciso que José lo anime con una pequeña frase que no deberá parecer una pregunta, por ejemplo, Qué lejos estamos, es una buena apertura para que Ananías diga, No era asunto para ser tratado en tu casa o en la mía. A partir de aquí, la conversación podrá seguir sus caminos normales, por extraño que sea el motivo que los trajo a este lugar retirado, como ahora se verá. Dijo Ananías, Un día me pediste que mirara por tu casa durante tu ausencia y así lo hice, Y te quedé agradecido para siempre por ese favor, dijo José, y Ananías continuó, Ahora, ha llegado la ocasión de pedirte que mires tú por mi casa mientras dure mi ausencia, Te vas con tu mujer, No, voy solo, Pero, si ella se queda, Chua se irá a casa de unos parientes pescadores, Quieres decirme que has entregado a tu mujer la carta de divorcio, No me he divorciado de ella, si no lo hice cuando me enteré de que no podía darme hijos, tampoco lo iba a hacer ahora, lo que pasa es que tengo que estar durante un tiempo lejos de casa, y lo mejor para Chua es que se quede con los suyos, Vas a estar fuera mucho tiempo, No lo sé, depende de lo que dure la guerra, Qué tiene que ver la guerra con tu ausencia, dijo José, sorprendido, Voy en busca de Judas Galileo, Y qué es lo que quieres de él, Le quiero preguntar si me acepta en su ejército, Pero tú, Ananías, que fuiste siempre un hombre de paz, vas ahora a meterte en guerras con los romanos, recuerda lo que le ocurrió a Efraín y Abiezer, Y también a Neftalí y a Eliazar, Escucha entonces la voz del buen sentido, Escúchame tú, José, sea cual sea la voz que hable por mi boca, tengo hoy la edad de mi padre cuando murió, y él hizo mucho más en la vida que este hijo suyo que ni hijos puede tener, no soy sabio como tú para acabar siendo un anciano en la sinagoga, de aquí en adelante nada más tendré que hacer que esperar a la muerte todos los días junto a una mujer a la que ya no quiero, Pues divórciate, La cuestión no está en divorciarme de ella, la cuestión estaría en divorciarme de mí, y eso no es cosa que se pueda hacer, Y tú, qué se te ha perdido a ti en la guerra, con esas pocas fuerzas, Voy a la guerra como si pensase hacer un hijo, Nunca tal oí, Tampoco yo, pero esa es la idea que ahora se me ha ocurrido, Cuidaré de tu casa hasta que vuelvas, Si no vuelvo, si te dicen que he muerto, prométeme que avisarás a Chua para que tome posesión de lo que le pertenece, Lo prometo, Vámonos, ahora estoy en paz, En paz cuando decides irte a la guerra, la verdad es que no lo entiendo, Ay, José, José, durante cuántos siglos tendremos aún que ir aumentando la ciencia del Talmud para poder llegar a la comprensión de las cosas más simples. Por qué me has traído para aquí, no era necesario que nos alejáramos tanto, Quería hablarte ante testigos, Bastaría el testigo absoluto que Dios es, este cielo que nos cubre por dondequiera que vayamos, Estas piedras, Las piedras son sordas y mudas, no pueden dar testimonio, Es verdad que lo son, pero mañana, si tú y yo decidiéramos mentir sobre lo que aquí ha sido dicho, nos acusarían y continuarían acusándonos hasta que se transformaran ellas en polvo y nosotros en nada, Vámonos.
Durante el camino, Ananías se volvió algunas veces para mirar las piedras, por fin desaparecieron de su vista por detrás de un cerro, en ese momento José preguntó, Lo sabe ya Chua, Sí, se lo dije, Y qué dijo ella, Se quedó callada, luego me dijo que más valía que la repudiase, ahora anda llorando por los rincones, Pobrecilla, Cuando esté con su familia se olvidará de mí, y si muero volverá a olvidarme, es ley de la vida, el olvido.
Entraron en la aldea y cuando llegaron a casa del carpintero, que era la primera de las dos para quien venía por este lado, Jesús, que estaba jugando en la calle con Tiago y Judas, dijo que su madre estaba en casa del vecino. Mientras los dos hombres se alejaban, se oyó la voz de Judas, que decía en tono de autoridad, Yo soy Judas el Galileo, entonces Ananías se volvió para verlo y dijo a José, sonriendo, Ahí está mi capitán. No tuvo el carpintero tiempo de responder, porque otra voz sonó, la de Jesús, diciendo, Entonces, tu lugar no está aquí. José sintió una punzada en el corazón, era como si tales palabras le fueran dirigidas, como si el juego infantil fuera el instrumento de otra verdad, se acordó entonces de las tres piedras e intentó, pero sin saber por qué lo hacía, imaginar su vida como si ante ellas debiera, de ahora en adelante, pronunciar todas las palabras y hacer todos los actos, pero, en el instante siguiente, le entró en el corazón un sentimiento de puro terror porque comprendió que se había olvidado de Dios. En casa de Ananías se encontraron con María, que intentaba consolar a la llorosa Chua, pero el llanto se detuvo en cuanto los dos hombres entraron, no es que Chua hubiera dejado de llorar, la cuestión es que las mujeres aprendieron con la dura experiencia a tragarse las lágrimas, por eso decimos, tan pronto lloran como ríen, y no es verdad, en general están llorando por dentro. No para dentro, sino con todas las ansias en el alma y todas las lágrimas de los ojos lloró la mujer de Ananías el día que él partió. Una semana después vinieron a buscarla aquellos parientes suyos que vivían a orillas del mar. María la acompañó hasta la salida de la aldea y allí se despidieron.
Chua, entonces, ya no lloraba, pero sus ojos nunca más volverán a estar secos, que ese es el llanto que no tiene remedio, aquel fuego continuo que quema las lágrimas antes de que ellas puedan brotar y rodar por las mejillas.
Así fueron pasando los meses, las noticias de la guerra seguían llegando, unas veces buenas, otras malas, pero mientras que las noticias buenas nunca iban más allá de unas vagas alusiones a victorias que siempre resultaban pequeñas, las malas noticias, esas, ya empezaban a hablar de pesadas y sangrientas derrotas del ejército guerrillero de Judas el Galileo. Un día trajeron la noticia de que había muerto Baldad en una emboscada de guerrilla, con que los romanos le sorprendieron, volviéndose así el hechizo contra el hechicero, hubo muchos muertos, pero de Nazaret sólo aquél. Y otro día, alguien vino diciendo que había oído decir a alguien que había oído decir que Varo, el gobernador romano de Siria, se acercaba con dos legiones para acabar de una vez con aquella intolerable insurrección que llevaba ya en pie más de tres años. Esta misma manera vaga de anunciar, Ahí viene, por su imprecisión, difundía entre la gente un sentimiento insidioso de temor, como si en cualquier momento fuesen a aparecer en el recodo del camino, alzadas a la cabeza de la columna punitiva, las temibles insignias de la guerra y las siglas con que aquí se homologan y sellan todas las acciones, SPQR, el senado y el pueblo de Roma, en nombre de cosas tales, letras, libros y banderas, andan las personas matándose unas a otras, como será también el caso de otra conocida sigla, INRI, Jesús de Nazaret Rey de los Judíos, y sus secuelas, pero no nos anticipemos, dejemos que el tiempo preciso pase, por ahora, aunque causa una impresión de extrañeza saberlo y poder decirlo, como si de otro mundo estuviésemos hablando, que todavía no ha muerto nadie por su culpa. En todas partes se anuncian grandes batallas, prometiendo los de más robusta fe que no pasará este año sin que sean expulsados los romanos de la sagrada tierra de Israel, aunque tampoco faltan los que oyendo estas abundancias mueven tristemente la cabeza y empiezan a echar cuentas del desastre que se aproxima. Y así fue. Durante algunas semanas después de haber corrido la noticia del avance de las legiones de Varo, nada ocurrió, cosa que aprovecharon los guerrilleros para redoblar las acciones de flagelación de la dispersa tropa con que venían luchando, pero la razón estratégica de esa aparente inactividad no tardó en ser conocida, cuando los espías del Galileo informaron que una de las legiones se dirigía hacia el sur, en maniobra envolvente, a lo largo del río Jordán, girando después a la derecha a la altura de Jericó, para, igual que una red lanzada al agua y recogida por mano sabia, reanudar el movimiento en dirección norte, como una especie de lanzadera atrapando aquí y allá, mientras la otra legión, siguiendo un método semejante, se movía hacia el sur.
Podríamos llamarlo táctica de tenaza si no fuera más bien el movimiento concertado de dos paredes que se van aproximando y arrollando a aquellos que no pueden escapar, y que guardan para el momento final su mayor efecto, el aplastamiento. En los caminos, valles y cabezos de Judea y de Galilea, el avance de las legiones iba quedando marcado por las cruces donde morían, clavados de pies y manos, los combatientes de Judas, a los que, para rematarlos más rápidamente, les partían las tibias a golpes de maza. Los soldados entraban en las aldeas, revisaban casa por casa buscando sospechosos, que para llevar a estos hombres a la cruz no eran precisas más certezas de las que puede ofrecer, queriendo, la simple sospecha. Estos infelices, con perdón de la triste ironía, todavía tenían suerte, porque siendo crucificados por así decir a la puerta de sus casas, acudían inmediatamente los parientes a retirarlos apenas habían expirado, y entonces era un espectáculo lastimoso ver y oír los llantos de las madres, de las esposas y de las novias, los gritos de los pobres niños que se quedaban sin padre, mientras el pobre martirizado era bajado de la cruz con mil cautelas, pues nada hay más horripilante que la caída desamparada de un cuerpo muerto, tanto que hasta a los propios vivos parece dolerles el choque. Después, el crucificado era transportado a la tumba, donde quedaba a la espera del día de su resurrección. Pero otros había que, capturados en combate en las montañas o en otros sitios deshabitados, eran abandonados todavía vivos por los soldados y, ahora sí, en el más absoluto de los desiertos, el de la muerte solitaria, allí se quedaban, cocidos lentamente por el sol, expuestos a las aves carroñeras, y, pasado el tiempo, se les desgarraban las carnes y los huesos, reducidos a un mísero despojo sin forma que la propia alma rechazaba.
Gentes curiosas, si no escépticas, ya en otras ocasiones convocadas a contrariar el sentimiento de resignación con que en general son recibidas las informaciones constantes de evangelios como éste, celebrarían saber cómo era posible que los romanos crucificaran a tantos judíos, sobre todo en las extensas áreas desarboladas y desérticas que por aquí abundan, donde, a lo sumo, se encuentran unos matorrales ralos y raquíticos que, decididamente, no aguantarían ni la crucifixión de un espíritu. Olvidan estas personas que el ejército romano es un ejército moderno, para el que logística e intendencia no son palabras vanas, el abastecimiento de cruces, a lo largo de toda la campaña, lo tuvieron ampliamente asegurado, véase la larguísima recua de burros y mulas que sigue a la cola de la legión, transportando las piezas sueltas, la cruz y el patibulum, el palo vertical y la viga traviesa, que, llegando al sitio conveniente, es sólo clavar los dos brazos abiertos del condenado a la traviesa, izarlo a lo alto del palo clavado en el suelo, y luego, habiéndole obligado primero a doblar las piernas hacia un lado, fijar, con un único clavo de a palmo, a la cruz, los dos calcáneos sobrepuestos. Cualquier verdugo de la legión dirá que este trabajo, aparentemente complejo, es en definitiva más difícil de explicar que de ejecutar.
Es hora de desastres, tenían razón los pesimistas. Del norte al sur y del sur al norte, hay gente aterrorizada que huye de las legiones, unos porque sobre ellos podrían recaer sospechas de haber ayudado a los guerrilleros, otros movidos por el puro miedo, ya que, como sabemos, no es preciso tener culpa para ser culpable. Uno de estos fugitivos, deteniendo unos instantes la retirada, viene a llamar a la puerta del carpintero José para decirle que su vecino Ananías se hallaba en Séforis, cosido a lanzazos, y que, éste era el recado, La guerra está perdida, y yo no me libro, ya puedes mandar aviso a mi mujer para que venga a recoger lo que le pertenece, Nada más, preguntó José, Otra palabra no dijo, respondió el mensajero, Y tú, por qué no lo has traído contigo, si tenías que pasar por aquí, En el estado en que está, me retrasaría la marcha y yo también tengo familia, a la que debo proteger en primer lugar, En primer lugar, sí, pero no sólo, Qué quieres decir, te veo aquí rodeado de hijos, si no escapas con ellos es porque no estás en peligro, No te entretengas, vete y que el Señor te acompañe, el peligro está donde no esté el Señor, Hombre sin fe, el Señor está en todas partes, Sí, pero a veces no nos mira, y tú no hables de fe, que a ella faltaste al abandonar a mi vecino, Por qué no vas tú a buscarlo, entonces, Iré.
Ocurría esto por la tarde, el día era claro, de sol, por el cielo, como barcas que no precisasen gobierno, bogaban unas nubes muy blancas, dispersas. José enjaezó el burro, llamó a la mujer y le dijo, sin más explicaciones, Voy a Séforis, a buscar al vecino Ananías, que no puede andar por su pie. María sólo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero Jesús se acercó a su padre, Puedo ir contigo, preguntó. José miró a su hijo, le puso la mano derecha en la cabeza y dijo, Quédate en casa, no tardaré, yendo un poco rápido tal vez llegue incluso con luz del día, y bien pudiera ser, pues, como sabemos, la distancia de Nazaret a Séforis no va más allá de ocho kilómetros, lo mismo que de Jerusalén a Belén, en verdad, digámoslo una vez más, el mundo está lleno de coincidencias. José no montó en el burro, quería que el animal estuviese fresco para la vuelta, recio de patas y firme de manos, suave de lomo, como conviene a quien tendrá que transportar un enfermo, o, mejor dicho, un herido de guerra, que es patología diferente. Al pasar junto a la falda de la colina donde, hace casi un año, Ananías le comunicó su decisión de unirse a los rebeldes de Judas de Galilea, el carpintero alzó los ojos hacia las tres grandes piedras que, desde arriba, juntas como gajos de un fruto, parecían estar esperando a que del cielo o de la tierra les llegase respuesta a las preguntas que hacen todos los seres y cosas, sólo por el hecho de existir, aunque no las pronuncien. Por qué estoy aquí, Qué razón conocida o ignorada me explica, Cómo será el mundo en que yo ya no esté, siendo éste lo que es. A Ananías, si lo preguntase, le podríamos responder que las piedras, al menos, continúan como antes, si el viento, la lluvia y el calor las desgastaron, apenas fue nada, y que pasados veinte siglos probablemente aún estarán allí, y otros veinte siglos después de esos veinte, el mundo se habrá ido transformando a su alrededor, pero para esas dos preguntas primeras sigue sin haber respuesta. Por el camino venían grupos de gente huida, con el mismo aire de miedo que tenía el mensajero de Ananías, miraban a José con sorpresa, uno de los hombres lo retuvo por un brazo y dijo, Adónde vas, y el carpintero respondió, A Séforis, a buscar a un amigo, Si eres amigo de ti mismo, no vayas, Por qué, Los romanos están acercándose, la ciudad no tiene salvación, Tengo que ir, mi vecino es mi hermano, no hay nadie que lo recoja, Pues piénsalo bien, y el prudente consejero siguió su rumbo, dejando a José parado en medio del camino, a vueltas con sus pensamientos, si de hecho sería amigo de sí mismo o si, habiendo razones para que así fuera, se detestaba o despreciaba y, tras pensarlo un poco, concluyó que ni una cosa ni la otra, se miraba a sí mismo con un sentimiento de indiferencia, como se mira el vacío, en el vacío no hay cerca ni lejos donde posar los ojos, verdaderamente no es posible fijar una ausencia.
Después pensó que su obligación de padre era volver atrás, al fin y al cabo, tenía que proteger a sus propios hijos, por qué iba a buscar a alguien que sólo era un vecino, ahora ni eso, pues había dejado la casa y enviado a la mujer a otras tierras.
Pero los hijos estaban seguros, los romanos no les harían mal, lo que ellos buscaban eran rebeldes. Cuando el hilo del pensamiento lo llevó a esta conclusión, José se encontró diciéndose en voz alta, como si respondiese a una preocupación escondida, Y yo tampoco soy rebelde. Acto continuo dio una palmada en el lomo del animal, exclamó, Arre, burro, y continuó su camino.
Cuando entró en Séforis, caía la tarde. Las anchas sombras de las casas y de los árboles, extendidas primero en el suelo y aún reconocibles, se iban perdiendo poco a poco, como si hubieran llegado al horizonte y desaparecieran allí, igual que el agua oscura cayendo en cascada. Había poca gente en las calles de la ciudad, ninguna mujer, ningún niño, sólo hombres cansados que posaban las frágiles armas y se dejaban caer, jadeantes, no se sabía si por el combate del que venían o por haber huido de él. A uno de esos hombres le preguntó José, Están cerca los romanos. El hombre cerró los ojos, luego lentamente los abrió y dijo, Mañana estarán aquí, y desviando la mirada, Vete, agarra el burro y vete, He venido a buscar a un amigo que fue herido, Si tus amigos son todos los que se encuentran heridos, entonces eres el hombre más rico del mundo, Dónde están, Por ahí, en todas partes, aquí mismo, Pero hay algún lugar en la ciudad, Lo hay, sí, detrás de esas casas, un almacén, ahí hay muchos heridos, quizá encuentres a tu amigo, pero rápido, que ya son más los que son arrojados a la fosa que los que quedan vivos.
José conocía la ciudad, estuvo aquí no pocas veces, tanto por razones de oficio, cuando trabajó en obras de considerable amplitud, muy comunes en la rica y próspera Séforis, como en ciertas fiestas religiosas menos importantes, que verdaderamente no tendría sentido andar siempre el camino de Jerusalén, con lo lejos que está y lo que cuesta llegar. Descubrir el almacén fue fácil, bastaba con seguir un olor a sangre y cuerpos sufridores que flotaba en el aire, podía uno imaginar que era hasta un juego como ese de Caliente, caliente, Frío, frío, conforme se acercara o se apartase el buscador, Duele, No duele, pero los dolores eran ya insoportables.
José ató el burro a una argolla y entró en la cámara tenebrosa en que transformaron el almacén. En el suelo, entre las esteras, había unas lamparillas encendidas que apenas iluminaban nada, eran como pequeñas estrellas en el cielo negro, sin más luz que la suficiente para señalar su lugar, si de tan lejos las vemos. José recorrió lentamente las filas de hombres tumbados, en busca de Ananías, en el aire había otros hedores fuertes, el del aceite y el del vino con que curaban las heridas, el de sudor, el de las heces y los orines, que algunos de estos desgraciados ni moverse podían, y allí mismo donde estaban dejaban salir lo que el cuerpo, más fuerte que la voluntad, ya no quería guardar. No está aquí, se dijo José cuando llegó al final de la fila. Volvió a recorrer la sala en sentido contrario, más lentamente, escrutando, buscando señales de semejanza, y realmente todos se parecían entre sí, las barbas, los rostros hundidos, las órbitas profundas, el brillo deslucido y pegajoso del sudor. Algunos de los heridos lo seguían con una mirada ansiosa, hubieran querido creer que este hombre sano venía por ellos, pero luego se apagaba la breve lucecilla que animara sus ojos y la espera, de quién, para qué, continuaba. Ante un hombre de edad avanzada, de barba y cabellos blancos, se detuvo José, Es él, dijo, y sin embargo, no estaba así cuando lo vio por última vez, canas, sí, tenía muchas, pero no esta especie de nieve sucia entre la que las cejas, como tizones, conservaban el negro de antes. El hombre tenía los ojos cerrados y respiraba pesadamente. En voz baja, José llamó, Ananías, después más alto y más cerca, Ananías, y, poco a poco, como si se alzase ya de las profundidades de la tierra, el hombre levantó los párpados, y cuando los abrió del todo se vio que era el mismo Ananías, el vecino que dejó casa y mujer para luchar contra los romanos, y ahora aquí está, con heridas abiertas en el vientre y un olor de carne que empieza a pudrirse. Ananías, primero, no reconoció a José, la luz de la enfermería no ayuda, la de sus ojos menos aún, pero sabe definitivamente que es él cuando el carpintero repite, ahora con un tono diferente, casi de amor, Ananías, los ojos del viejo se inundan de lágrimas, dice una vez, dice dos veces, Eres tú, eres tú, qué haces aquí, y quiere levantarse sobre un codo, tender el brazo, pero le fallan las fuerzas, cae el cuerpo, toda la cara se le contrae de dolor. He venido a buscarte, dijo el carpintero, tengo el burro ahí fuera, estaremos en Nazaret en un abrir y cerrar de ojos, No tendrías que haber venido, los romanos no tardarán y yo no puedo salir de aquí, ésta es mi última cama de vivo, y con manos trémulas abrió la túnica desgarrada. Bajo unos paños empapados en vino y en aceite se percibían los feroces labios de dos heridas largas y profundas, en el mismo instante un olor dulzón y nauseabundo de podredumbre hizo que se estremecieran las narices de José, que desvió los ojos. El viejo se tapó, dejó caer los brazos al lado como si el esfuerzo lo hubiera agotado, Ya ves, no me puedes llevar, se me saldrían las tripas de la barriga si me levantaras, Con una faja alrededor del cuerpo y yendo despacio, insistió José, pero ya sin ninguna convicción, era evidente que el viejo, suponiendo que fuera capaz de subir al burro, se quedaría por el camino. Ananías cerró otra vez los ojos y sin abrirlos dijo, Vete, José, vete a tu casa, los romanos no van a tardar, Los romanos no atacarán de noche, descansa, Vete a tu casa, vete a tu casa, suspiró Ananías, y José dijo, Duerme.
Durante toda la noche veló José. Alguna vez, con el espíritu fluctuando en las primeras nieblas de un sueño al que temía y que por esta misma razón resistía ahora, José se preguntó por qué había venido a este lugar, si nunca hubo entre él y el vecino verdadera amistad, por la diferencia de edades, en primer lugar, aunque también por una cierta manera de ser de Ananías y de su mujer, curiosos, fisgones, por un lado serviciales, pero siempre dando la impresión de que todo lo habían hecho a la espera de una compensación cuyo valor sólo a ellos convenía fijar.
Es mi vecino, pensó José, y no encontraba mejor respuesta para sus dudas, es mi prójimo, un hombre que se está muriendo, cerró los ojos, no es que no quiera verme, lo que no quiere es perder ningún movimiento de la muerte que se acerca, y yo no puedo dejarlo solo. Estaba sentado en el estrecho espacio entre la estera donde yacía Ananías y otra que ocupaba un muchacho, poco mayor que su hijo Jesús, el pobre muchacho gemía en voz baja, murmuraba palabras incomprensibles, la fiebre le reventó los labios. José le sostuvo la mano para calmarlo, en el mismo momento en que también la mano de Ananías, tanteando a ciegas, parecía buscar algo, un arma para defenderse, otra mano para estrecharla, y fue así como se quedaron los tres, un vivo entre dos moribundos, una vida entre dos muertes, mientras el tranquilo cielo nocturno iba haciendo girar las estrellas y los planetas hacia delante, trayendo del otro lado del mundo una luna blanca, refulgente, que flotaba en el espacio y cubría de inocencia toda la tierra de Galilea. Muy tarde, José salió del sopor en que, sin querer, cayera, despertó con una sensación de alivio porque esta vez no había soñado con el camino de Belén, abrió los ojos y vio, Ananías estaba muerto, con los ojos abiertos también, en el último instante no soportó la visión de la muerte, le apretaba la mano con tanta fuerza que le comprimía los huesos, entonces, para liberarse de aquella angustiosa sensación, soltó la mano que sostenía la del muchacho y, aún en un estado de media conciencia, se dio cuenta de que la fiebre le había bajado, José miró hacia fuera, a la puerta abierta, ya se había puesto la luna, ahora la luz era la de la madrugada, imprecisa y pardusca. En el almacén se movían vagas siluetas, eran los heridos que podían levantarse, iban a contemplar el primer anuncio del día, podrían preguntarse unos a otros o directamente al cielo, Qué verá este sol que va a nacer, alguna vez aprenderemos a no hacer preguntas inútiles, pero mientras llega ese tiempo aprovechemos para preguntarnos, Qué verá este sol que va a nacer. José pensó, Tengo que irme, aquí ya no puedo hacer nada, había también en sus palabras un tono interrogativo, tanto así que prosiguió, Puedo llevarlo a Nazaret, y el recuerdo le pareció tan obvio que creyó que para eso mismo había venido a la ciudad, para encontrar a Ananías vivo y llevárselo muerto. El muchacho pidió agua. José le acercó un cantarillo a la boca, Cómo te encuentras, preguntó, Menos mal, Al menos, parece que te ha bajado la fiebre, Voy a ver si consigo levantarme, dijo el muchacho, Ten cuidado, y José lo retuvo, se le había ocurrido de pronto otra idea, a Ananías no podía hacerle más que el entierro en Nazaret, pero a este muchacho, de dondequiera que fuese, podría salvarle la vida, sacarlo de aquel depósito de cadáveres, un vecino, por así decir, ocupaba el lugar de otro vecino. Ya no sentía pena por Ananías, sólo un cuerpo vacío, el alma cada vez que lo miraba estaba más distante. El muchacho parecía darse cuenta de que algo bueno le podría ocurrir, le brillaron los ojos, pero no llegó a hacer ninguna pregunta, porque José ya había salido, iba a buscar el burro, llevarlo hasta la puerta, bendito sea el Señor que sabe poner en las cabezas de los hombres tan excelentes ideas. El burro no estaba allí. De su presencia no quedaba más que el cabo de una cuerda atada a la argolla, el ladrón no perdió tiempo desatando el nudo, un cuchillo afilado hizo más rápidamente el trabajo.
Las fuerzas de José cedieron de golpe ante el desastre.
Como un ternero fulminado, de aquellos que vio sacrificar en el Templo, cayó de rodillas y, con las manos contra el rostro, se le soltaron de una vez todas las lágrimas que desde hacía trece años venía acumulando, a la espera del día en que pudiera perdonarse a sí mismo o tuviera que enfrentarse con su definitiva condena. Dios no perdona los pecados que manda cometer.
José no regresó al almacén, había comprendido que el sentido de sus acciones estaba perdido para siempre, ni el mundo, el propio mundo, tenía ya sentido, el sol iba naciendo y para qué, Señor, en el cielo había mil pequeñas nubes, dispersas en todas las direcciones como las piedras del desierto, Viéndolo allí, secándose las lágrimas con la manga de la túnica, cualquiera pensaría que se le había muerto un pariente entre los heridos recogidos en el almacén, y lo cierto es que José estaba llorando sus últimas lágrimas naturales, las del dolor de la vida.
Cuando, tras vagar por la ciudad durante más de una hora, aún con una última esperanza de encontrar el animal robado, se disponía a regresar a Nazaret, lo detuvieron los soldados romanos que habían rodeado Séforis. Le preguntaron quién era, Soy José, hijo de Heli, de dónde venía, De Nazaret, para dónde iba, Para Nazaret, qué hacía en Séforis, Alguien me dijo que un vecino mío estaba aquí, quién era ese vecino, Ananías, si lo había encontrado, Sí, dónde lo había encontrado, En un almacén, con otros, otros qué, Heridos, en qué parte de la ciudad, Por ahí. Lo llevaron a una plaza grande donde había ya unos cuantos hombres, doce, quince, sentados en el suelo, algunos de ellos con heridas visibles, y le dijeron, Siéntate con esos. José, dándose cuenta de que los hombres que estaban allí eran rebeldes, protestó, Soy carpintero y hombre de paz, y uno de los que estaban sentados dijo, No conocemos a este hombre, pero el sargento que mandaba la guardia de los prisioneros, no quiso saber nada, de un empujón hizo caer a José en medio de los otros, De aquí sólo saldrás para morir. En el primer momento, el doble choque, el de la caída y el de la sentencia, dejó a José sin pensamientos.
Después, cuando se recuperó, notó dentro de sí una gran tranquilidad, como si todo aquello fuese una pesadilla de la que iba a despertar y por tanto no valía la pena atormentarse con las amenazas, pues se disiparían en cuanto abriera los ojos. Entonces recordó que cuando soñaba con el camino de Belén también tenía la seguridad de despertarse y, sin embargo, empezó a temblar, se había hecho al fin clara la brutal evidencia de su destino, Voy a morir, y voy a morir inocente.
Notó que una mano se posaba en su hombro, era el vecino, Cuando venga el comandante de la cohorte, le diremos que nada tienes que ver con nosotros y él te soltará en paz, Y vosotros, Los romanos nos crucifican a todos cuando nos detienen, seguro que esta vez no va a ser diferente, Dios os salvará, Dios salva las almas, no los cuerpos.
Trajeron más hombres, dos tres, luego un grupo numeroso, unos veinte. En torno de la plaza se habían reunido algunos habitantes de Séforis, mujeres y niños mezclados con varones, se les oía el murmullo inquieto, pero de allí no podían salir mientras no lo autorizasen los romanos, ya tenían suerte de no ser sospechosos de colaborar con los rebeldes. Al cabo de algún tiempo, trajeron a otro hombre, los soldados que lo traían dijeron, No hay más por ahora, y el sargento gritó, En pie, todos. Creyeron los presos que se aproximaba el comandante de la cohorte, y el vecino de José le dijo, Prepárate, y quería decir, Prepárate para quedar libre, como si para la libertad fuera necesaria preparación, pero si alguien venía no era el comandante de la cohorte, ni llegó a saberse quién era, pues el sargento, sin pausa, dio en latín una orden a los soldados, nos faltaba decir que todo cuanto hasta ahora han dicho los romanos lo decían en latín, que no se rebajan los hijos de la Loba a aprender lenguas bárbaras, para eso están los intérpretes, pero, en este caso, siendo la conversación de los militares unos con otros, no se necesitaba traducción, rápidamente los soldados rodearon a los prisioneros, De frente, y el cortejo, delante los condenados, seguidos por la población, se encaminó hacia fuera de la ciudad. Al verse conducido así, sin tener a quien pedir merced, José alzó los brazos y dio un grito, Salvadme, que yo no soy de estos, salvadme, que soy inocente, pero vino un soldado y con el extremo de la lanza le dio un varazo que casi lo dejó tendido. Estaba perdido.
Desesperado, odió a Ananías, por cuya culpa iba a morir, pero este mismo sentimiento, después de haberlo quemado por dentro, desapareció como vino, dejando su ser como un desierto, ahora era como si pensase, No hay salida, se equivoca, la hay y falta poco para llegar. Aunque cueste creerlo, la certeza de la muerte próxima lo calmó. Miró a su alrededor a los compañeros de martirio, caminaban serenos, algunos, sí, hundidos, pero los otros con la cabeza alta. Eran, la mayoría, fariseos. Entonces, por primera vez, recordó José a sus hijos, también tuvo un pensamiento fugaz para su mujer, pero eran tantos aquellos rostros y nombres que su desvanecida cabeza, sin dormir, sin comer, los fue dejando por el camino uno tras otro, hasta que no le quedó más que Jesús, su hijo primogénito, el primero en nacer, su último castigo.
Recordó la conversación sobre el sueño, de cómo le dijo, Ni tú puedes hacerme todas las preguntas, ni yo puedo darte todas las respuestas, ahora llegaba el final del tiempo de responder y preguntar.
Fuera de la ciudad, en una pequeña loma que la dominaba, estaban clavados verticalmente, en filas de ocho, cuarenta grandes palos, suficientemente gruesos como para aguantar a un hombre.
Bajo cada uno de ellos, en el suelo, una traviesa larga, lo bastante para recibir a un hombre con los brazos abiertos. A la vista de los instrumentos de suplicio, algunos de los condenados intentaron escaparse, pero los soldados sabían su oficio, espada en mano les cortaron el paso, uno de los rebeldes intentó clavarse en la espada, pero sin resultado, que luego fue arrastrado a la primera cruz. Comenzó entonces el minucioso trabajo de clavar a los condenados cada uno en su travesero, e izarlos a la gran estaca vertical. Se oían por todo el campo gritos y gemidos, la gente de Séforis lloraba ante el triste espectáculo al que, para escarmiento, la obligaban a asistir. poco a poco se fueron formando las cruces, cada una con su hombre colgado, con las piernas encogidas, como fue dicho ya, nos preguntamos por qué, tal vez por una orden de Roma con vistas a racionalizar el trabajo y economizar material, cualquiera puede observar, hasta sin experiencia de crucifixiones, que la cruz, siendo para hombre completo, no reducido, tendría que ser alta, luego mayor gasto de madera, mayor peso que transportar, mayores dificultades de manejo, añadiéndose además la circunstancia, provechosa para los condenados, de que, quedándoles los pies al ras del suelo, fácilmente podían ser desenclavados, sin necesidad de escaleras de mano, pasando directamente, por así decirlo, de los brazos de la cruz a los de la familia, si la tenían, o de los enterradores de oficio, que no los dejarían allí abandonados. José fue el último en ser crucificado, le tocó así, y tuvo que asistir, uno tras otro, al tormento de sus treinta y nueve desconocidos compañeros y, cuando le llegó la vez, abandonada ya toda esperanza, no tuvo fuerza ni para repetir sus protestas de inocencia, quizá perdió la oportunidad de salvarse cuando el soldado que manejaba el martillo le dijo al sargento, {éste es el que decía que era inocente, el sargento dudó un momento, exactamente el instante en que José podría haber gritado, Soy inocente, pero no, se calló, desistió, entonces el sargento miró, pensaría quizá que la precisión simétrica sufriría si no se usaba la última crux, que cuarenta es número redondo y perfecto hizo un gesto, fueron hincados los clavos, José gritó y continuó gritando, luego lo levantaron en peso, colgado de las muñecas atravesadas por los hierros, y luego más gritos, el clavo largo que perforaba sus calcáneos, oh Dios mío, éste es el hombre que creaste, alabado seas, ya que no es lícito maldecirte. De repente, como si alguien hubiera dado la señal, los habitantes de Séforis rompieron en un clamor afligido, pero no era de duelo por los condenados, en toda la ciudad estallaban incendios, las llamas, rugiendo, como un rastro de fuego griego, devoraban las casas de los habitantes, los edificios públicos, los árboles de los patios interiores.
Indiferentes al fuego, que otros soldados andaban atizando por la ciudad, cuatro soldados del pelotón de ejecución recorrían las filas de los supliciados, partiéndoles metódicamente las tibias con unas barras de hierro. Séforis ardió por completo, de punta a punta, mientras, uno tras otro, los crucificados iban muriendo. El carpintero llamado José, hijo de Heli, era un hombre joven, en la flor de la vida, acababa de cumplir treinta y tres años.
Cuando acabe esta guerra, y no tardará, que la estamos viendo en sus últimos y fatales estertores, se hará el recuento final de los que en ella perdieron la vida, tantos aquí, tantos allá, unos más cerca, otros más lejos y, si es cierto que con el correr del tiempo, el número de los que fueron muertos en emboscadas o batallas campales acabó perdiendo importancia u olvidándose del todo, los crucificados, unos dos mil según las estadísticas más fiables, permanecerán en la memoria de las gentes de Judea y de Galilea, hasta el punto de que se hablará de ellos bastantes años después, cuando nueva sangre sea derramada en una nueva guerra. Dos mil crucificados es mucho hombre muerto, pero más serían si los imaginamos plantados a intervalos de un kilómetro a lo largo de un camino, o rodeando, es un ejemplo, el país que ha de llamarse Portugal, cuya dimensión, en su periferia, anda más o menos por ahí. Entre el río Jordán y el mar lloran las viudas y los huérfanos, es una antigua costumbre suya, para eso son viudas y huérfanos, para llorar, después todo se reduce a esperar el tiempo de que los niños crezcan y vayan a una guerra nueva, otras viudas y otros huérfanos vendrán a relevarlos, y si mientras tanto han cambiado las modas, si el luto, de blanco, pasó a ser negro, o viceversa, si sobre el pelo, que se arrancaba a manojos, se pone ahora una mantilla bordada, las lágrimas son las mismas, cuando se sienten.
María aún no llora, pero en su alma lleva ya un presentimiento de muerte, pues su marido no ha vuelto a casa y en Nazaret se dice que Séforis fue quemada y que hay hombres crucificados.
Acompañada de su hijo primogénito, María repite el camino que José hizo ayer, con toda probabilidad, en un punto o en otro, posa los pies en la huella de las sandalias del marido, no es tiempo de lluvias, el viento es sólo una brisa suave que apenas roza el suelo, pero ya las huellas de José son como vestigios de un antiguo animal que hubiera habitado estos parajes en una extinta era, decimos, Fue ayer, y es lo mismo que si dijéramos, Fue hace mil años, el tiempo no es una cuerda que se pueda medir nudo a nudo, el tiempo es una superficie oblicua y ondulante que sólo la memoria es capaz de hacer que se mueva y aproxime. Con María y Jesús van moradores de Nazaret, algunos impulsados por la caridad, otros son curiosos, van también algunos vagos parientes de Ananías, pero esos volverán a sus casas con las dudas con que de ellas salieron, como no lo han encontrado muerto, bien puede ser que esté vivo, no se les ocurrió buscar entre los escombros del almacén, aunque de habérseles ocurrido, quién sabe si habrían reconocido a su muerto entre los muertos, todos el mismo carbón. Cuando, en medio del camino, estos nazarenos se cruzaron con una compañía de soldados enviada a su aldea para buscar huidos, algunos se volvieron atrás preocupados por la suerte de sus haberes, que nunca se puede prever lo que harán los soldados una vez que, habiendo llamado a la puerta de una casa, nadie les responde desde dentro. Quiso saber el comandante de la fuerza para qué iba a Séforis aquel tropel de rústicos, le respondieron, A ver el fuego, explicación que satisfizo al militar, pues desde la aurora del mundo siempre los incendios atrajeron a los hombres, hay incluso quien diga que se trata de una especie de llamada interior, inconsciente, una reminiscencia del fuego original, como si las cenizas pudieran tener memoria de lo que quemaron, justificándose así, según la tesis, la expresión fascinada con que contemplamos hasta la simple hoguera que nos calienta o la luz de una vela en la oscuridad del cuarto. Si fuéramos tan imprudentes, o tan osados, como las mariposas, polillas y otros animalillos alados y nos lanzásemos al fuego, todos nosotros, la especie humana en peso, quizá una combustión así de inmensa, una claridad tal, atravesando los párpados cerrados de Dios, lo despertara de su letárgico sueño, demasiado tarde para conocernos, es cierto, pero a tiempo de ver el principio de la nada, ahora que habíamos desaparecido. María, aunque con una casa llena de hijos dejados sin protección, no volvió atrás, va relativamente tranquila, pues no todos los días entran adrede soldados en una aldea para matar niños, sin contar con que estos romanos, por lo general, no sólo les permiten vivir sino que incluso les animan a crecer todo lo que puedan, luego ya veremos, depende de tener dócil el corazón y al día los impuestos. Se quedaron solos en el camino la madre y el hijo, los de la familia de Ananías, por ser media docena y venir de conversación, se fueron rezagando, y como María y Jesús no tendrían para decirse más que palabras de inquietud, el resultado es que cada uno de ellos va callado por no afligir al otro, es extraño el silencio que parece cubrirlo todo, no se oye cantar aves, el viento se detuvo, sólo el rumor de los pasos, y hasta éste se retrae, intimiadado, como un intruso de buena fe que entra en una casa desierta. Séforis apareció de repente en el último recodo del camino, todavía están ardiendo algunas casas, tenues columnas de humo aquí y allá, paredes ennegrecidas, árboles quemados de arriba abajo, pero conservando las hojas, ahora con un color de herrumbre. De este lado, a nuestra mano derecha, las cruces.
María echó a correr, pero la distancia es excesiva para que pueda vencerla de una carrera, así que pronto suaviza el paso, con tantos y tan seguidos partos el corazón de esta mujer desfallece fácilmente. Jesús, como hijo respetuoso, querría acompañar a su madre, estar a su lado, ahora y en adelante, para gozar juntos la misma alegría o juntos sufrir la misma pena, pero ella avanza tan lentamente, le cuesta tanto mover las piernas, así no vamos a llegar nunca, madre, ella hace un gesto que significa, Corre tú, si quieres, y él, atajando campo a través, se lanza a una loca carrera, Padre, padre, lo dice con la esperanza de que él no esté allí, lo dice con el dolor de quien lo ha encontrado ya. Llegó a las primeras filas, algunos crucificados están colgados aún, a otros los han retirdo, están en el suelo, a la espera, son pocos los que tienen familia rodeándolos, es que estos rebeldes, en su mayor parte, han venido de lejos, pertenecen a una tropa diversa que en este lugar trabó la última y unida batalla, en este momento están definitivamente dispersos, cada uno por sí, en la inexpresable soledad de la muerte. Jesús no ve a su padre, el corazón quiere llenársele de alegría, pero la razón dice, Espera, aún no hemos llegado al final, y realmente el final es ahora, tumbado en el suelo está el padre que yo buscaba, apenas sangró, sólo las grandes bocas de las llagas en las muñecas y en los pies, parece que duermas, padre, pero no, no duermes, no podrías hacerlo con las piernas así torcidas, ya fue caridad el que te bajaran de la cruz, pero los muertos son tantos que las buenas almas que de ti cuidaron no tuvieron tiempo para enderezarte los huesos partidos. Aquel muchachito llamado Jesús está arrodillado al lado del cadáver, llorando, quiere tocarlo, pero no se atreve, mas siempre llega un momento en que el dolor es más fuerte que el temor a la muerte, entonces se abraza al cuerpo inerme, Padre, padre, dice, y otro grito se une al suyo, Ay José, ay mi marido, es María que ha llegado al fin, agotada, venía llorando ya desde lejos, porque ya desde lejos, viendo detenerse al hijo, sabía lo que la esperaba. El llanto de María redobla cuando repara en la cruel torsión de las piernas del marido, es verdad que no se sabe, después de morir, qué ocurre con los dolores sentidos en vida, en especial con los últimos, es posible que en la muerte se acabe realmente todo, pero tampoco nada nos garantiza que, al menos durante unas horas, no se mantenga una memoria del sufrimiento en un cuerpo que decimos muerto, sin que sea de excluir el que la putrefacción sea el último recurso que le queda a la materia viva para, definitivamente, liberarse del dolor. Con una dulzura, con una suavidad que en vida del marido no se atrevería a usar, María intentó reducir los lastimosos ángulos de las piernas de José, que, al quedarle la túnica, cuando lo bajaron de la cruz, un poco arremangada, le daban el aspecto grotesco de una marioneta partida en los goznes. Jesús no tocó a su padre, sólo ayudó a la madre a bajarle el borde de la túnica, e incluso así quedaban a la vista los magros tobillos del hombre, quizá, en el cuerpo humano, la parte que da una impresión más pungente de fragilidad. Los pies, porque las tibias estaban rotas, caían lateralmente, mostrando las heridas de los calcañares, de donde había que ahuyentar continuamente a las moscas que venían al olor de la sangre.
Las sandalias de José se cayeron al lado del grueso tronco del que él fuera el fruto final. Gastadas, cubiertas de polvo, podrían haberse quedado allí abandonadas si Jesús no las hubiese recogido, lo hizo sin pensar, como si hubiera recibido una orden alargó el brazo, María ni reparó en el movimiento, y se las prendió al cinto, quizá debiera ser ésta la herencia simbólica más perfecta de los primogénitos, hay cosas que empiezan de una manera tan sencilla como ésta, por eso se dice todavía hoy, Con las botas de mi padre también yo soy hombre, o, según versión más radical, Con las botas de mi padre es cuando soy hombre.
Un poco alejados estaban los soldados romanos de vigilancia, dispuestos a intervenir en el caso de que hubiera actitudes o gritos sediciosos por parte de aquellos que, llorando y lamentándose, cuidaban de los ajusticiados. pero esta gente no era de fiebre guerrera, o no lo demostraba ahora, lo que hacían era rezar sus oraciones fúnebres, iban de crucificado en crucificado, y en esto tardaron más de dos horas de las nuestras, ninguno de estos muertos quedó sin el bendito viático de las oraciones y de la rasgadura de vestidos, del lado izquierdo siendo parientes, del lado derecho no siéndolo, en la tranquilidad de la tarde se oían voces entonando los versículos, Señor, qué es el hombre para que te intereses por él, qué es el hijo del hombre para que de él te preocupes, el hombre es como un soplo, sus días pasan como la sombra, cuál es el hombre que vive y que no ve la muerte, o que consigue que su alma escape de la sepultura, el hombre nacido de mujer es escaso de días y rico en inquietud, aparece como una flor y como ella es cortado, va como la sombra y no permanece, qué es el hombre para que te acuerdes de él y el hijo del hombre para que lo visites. Con todo, después de este reconocimiento de la irremediable insignificancia del hombre ante Dios, expresado en un tono profundo que más parecía venir de la propia conciencia que de la voz que sirve a las palabras, el coro ascendía y alcanzaba una especie de exultación, para proclamar a la faz del mismo Dios una inesperada grandeza, Pero recuerda que poco menor hiciste al hombre que a los ángeles, de gloria y honra lo coronaste. Cuando llegaron a José, a quien no conocían, como era el último de los cuarenta, no se detuvieron tanto, a pesar de eso el carpintero se llevó para el otro mundo todo cuanto necesitaba, y la prisa se justificaba porque la ley no permite que los crucificados se queden hasta el día siguiente sin sepultura y el sol ya va bajando, no tardará el crepúsculo. Siendo aún tan joven, Jesús no tenía que rasgarse la túnica, estaba dispensado de esa demostración de luto, pero su voz, fina, vibrante, se oyó por encima de las otras cuando entonó, Bendito seas tú, Señor, Dios nuestro, rey del universo, que con justicia te creó, y con justicia te mantuvo en vida, y con justicia te alimentó, y con justicia te hizo conocer el mundo, y con justicia te hará resucitar, bendito seas tú, Señor, que a los muertos resucitas. Tumbado en el suelo, José, si todavía siente los dolores de los clavos, tal vez pueda también oír estas palabras y sabrá qué lugar ocupó realmente la justicia de Dios en su vida, ahora que ni de una ni de otra puede esperar nada más. Terminadas las preces, era necesario sepultar a los muertos, pero, siendo tantos y viniendo ya tan próxima la noche, no es preciso procurar a cada uno su propio lugar, tumbas verdaderas, que se pudieran tapar con una piedra rodada, en cuanto a envolver los cuerpos con fajas mortuorias, e incluso con simples mortajas, ni pensarlo.
Decidieron pues excavar una fosa amplia donde cupiesen todos, no fue ésta la primera vez ni será la última en que los cuerpos bajarán a la tierra vestidos como se encuentran, a Jesús le dieron también un azadón y trabajó valientemente al lado de los adultos, hasta quiso el destino, que en todo es más sabio, que en el terreno por él cavado fuese sepultado su padre, cumpliéndose así la profecía, El hijo del hombre enterrará al hombre, pero él mismo quedará insepulto. Que estas palabras, a primera vista enigmáticas, no os lleven a pensamientos superiores, lo que ahí se dice pertenece a la escala de lo obvio, quise sólo recordar que el último hombre, por ser el último, no tendrá quien le dé sepultura. Pero no será el caso de este muchacho que acaba de enterrar a su padre, con él no se va a acabar el mundo, todavía permaneceremos aquí durante milenios y milenios en constante nacer y morir, y si el hombre ha sido, con igual constancia, lobo y verdugo del hombre, con más razones aún seguirá siendo su enterrador.
Pasó ya el sol al otro lado de la montaña. Hay grandes nubes oscuras alzadas sobre el valle del Jordán, moviéndose lentamente hacia poniente, como atraídas por esa última luz que tiñe de rojo el nítido borde superior. El aire se ha enfriado de repente, es muy posible que esta noche llueva, aunque no es propio de la estación. Los soldados se han retirado ya, aprovechan la última luz del día para regresar al campamento que está cerca, adonde probablemente han regresado ya los compañeros que fueron a Nazaret de investigación, una guerra moderna se hace así, con mucha coordinación, no como la hacía el Galileo, el resultado está a la vista, treinta y nueve guerrilleros crucificados, el cuadragésimo era un pobre inocente que venía por bien y le salió mal.
La gente de Séforis todavía buscará por la ciudad quemada un lugar donde pasar la noche y mañana temprano cada familia pasará revista a lo que quede de su casa, si es que algunos bienes escaparon al incendio, y luego, a seguir buscándose la vida, que Séforis no fue sólo quemada y Roma no permitirá que sea reconstruida tan pronto. María y Jesús son dos sombras en medio de un bosque de troncos, la madre atrae al hijo hacia sí, dos miedos en busca de un valor, el cielo negro no ayuda y los muertos bajo el suelo parecen querer retener los pies de los vivos. Jesús le dice a su madre, Dormiremos en la ciudad, y María respondió, No podemos, tus hermanos están solos y tienen hambre. Apenas veían el suelo que pisaban. Al fin, tras mucho tropezar y una vez caer, llegaron al camino, que era como el lecho seco de un río abriendo un pálido rastro en la noche. Cuando ya habían dejado Séforis atrás, empezó a llover, primero unos goterones que hacían en el polvo espeso del camino un ruido blando, si emparejadas tales palabras tienen sentido.
Después arreció la lluvia, continua, insistente, en poco tiempo el polvo se convirtió en barro, María y el hijo tuvieron que descalzarse para no perder las sandalias en esta jornada. Van callados, la madre cubriendo la cabeza del hijo con su manto, no tienen nada que decirse uno al otro, quizá piensen incluso, confusamente, que no es cierto que José esté muerto, que al llegar a casa lo encontrarán atendiendo a los hijos lo mejor que puede, le preguntará a la mujer, Cómo se os ha ocurrido ir a la ciudad sin advertirme y sin pedir licencia, pero ya han vuelto a los ojos de María las lágrimas, no es sólo por el dolor del luto, es también este infinito cansancio, el castigo de esta lluvia, implacable, esta noche sin remedio, todo demasiado triste y negro para que José pueda estar vivo. Un día, alguien le dirá a la viuda que ocurrió un prodigio a las puertas de Séforis, que los troncos que sirvieron para el suplicio han echado hojas y que han brotado de ellos raíces nuevas, y decir prodigio no es abusar de la palabra, en primer lugar porque, contra lo que es costumbre, los romanos no se llevaron los troncos consigo cuando se fueron, en segundo lugar porque era imposible que troncos así cortados, en el pie y en la cabeza, tuvieran aún dentro savia y renuevos capaces de convertir palos desbastados y ensangrentados en árboles vivos. Fue la sangre de los mártires, decían los crédulos, fue la lluvia, rebatían los escépticos, pero ni la sangre derramada ni el agua caída del cielo hicieron verdear, antes, tantas cruces abandonadas en los cerros de las montañas o en las llanuras del desierto. Lo que nadie se atrevió a decir fue que era voluntad de Dios, no sólo por ser esa voluntad, cualquiera que sea, inescrutable, sino también por no reconocerles razones y méritos particulares a los crucificados de Séforis para ser beneficiarios de tan singular manifestación de la gracia divina, mucho más propia de dioses paganos.
Durante mucho tiempo estarán aquí estos árboles, pero un día llegará en el que se habrá perdido la memoria de lo que ocurrió, entonces, dado que los hombres para todo quieren explicación, falsa o verdadera, se inventarán unas cuantas historias y leyendas, al principio conservando cierta relación con los hechos, después más tenuemente, hasta que todo se transforme en pura fábula. Y otro día llegará en que los árboles morirán de vejez y serán cortados, y otro en el que, a causa de una autopista, o de una escuela, o de un grupo de viviendas, o de un centro comercial, o de un fortín de guerra, las excavadoras revolverán el terreno y harán salir a luz del día, así otra vez nacidos, los esqueletos que allí descansaron durante dos mil años. Vendrán entonces los antropólogos y un profesor de anatomía examinará los restos, para anunciar más tarde al mundo escandalizado que, en aquel tiempo, los hombres eran crucificados con las piernas encogidas. Y como el mundo no podía desautorizarlo en nombre de la ciencia, lo execró en nombre de la estética.
Cuando María y Jesús llegaron a casa, sin un hilo de ropa seca encima del cuerpo, cubiertos de barro y tiritando de frío, los chiquillos estaban más sosegados de lo que se podía imaginar, gracias a la soltura y a la iniciativa de los mayores, Tiago y Lisia, que, viendo que enfriaba la noche, decidieron encender el horno y a él se pegaron todos, intentando compensar las apreturas del hambre de dentro por el bienestar del calor de fuera. Al oír la cancela del patio, Tiago abrió la puerta, la lluvia se había convertido en un diluvio del que venían huyendo la madre y el hermano, y cuando entraron fue como si la casa se inundara de repente. Los niños miraron, comprendieron, cuando volvió a cerrarse la puerta, que su padre ya no vendría, pero se callaron, fue Tiago quien hizo la pregunta, Y el padre. El barro del suelo absorbía lentamente el agua que goteaba de las túnicas empapadas, se oía en el silencio el restallido de la leña húmeda que ardía en la entrada del horno, los niños miraban a su madre. Tiago volvió a preguntar, Y el padre. María abrió la boca para responder, pero la palabra fatal, como un nudo corredizo de la horca, le apretó la garganta, así fue Jesús quien tuvo que decir, Padre murió, y, sin saber bien por qué lo hacía, o porque era esa una prueba indiscutible de la definitiva ausencia, se quitó del cinto las sandalias mojadas y se las mostró a sus hermanos, Aquí están. Ya las primeras lágrimas habían saltado de los ojos de los más crecidos, pero fue la vista de las sandalias vacías lo que desencadenó el llanto, ahora lloraban todos, la viuda y los nueve hijos, y ella no sabía a cuál acudir, se arrodilló al fin en el suelo, agotada, y los niños se aproximaron y se arrodillaron, un racimo vivo que no necesitaba ser pisado para verter esa blanca sangre que son las lágrimas. Jesús se había mantenido en pie, apretando las sandalias contra el pecho, pensando vagamente que un día las calzará, en este mismo instante lo haría si se atreviera. Poco a poco, los niños fueron dejando a la madre, los mayores, por esa especie de pudor que nos exige sufrir solos, los más pequeños, porque sus hermanos se apartaban y porque ellos mismos no podían alcanzar un sentimiento real de tristeza, sólo lloraban, en esto los niños son como los viejos, que lloran por nada, hasta cuando dejan de sentir, o porque han dejado de sentir. Durante algún tiempo permaneció allí María, de rodillas en medio de la casa, como si esperase alguna decisión o una sentencia, le dio la señal un prolongado estremecimiento, la ropa mojada en el cuerpo, entonces se levantó, abrió el arca y sacó una túnica vieja y remendada que había sido del marido, se la entregó a Jesús, diciendo, Quítate lo que llevas, ponte esto, y siéntate junto al fuego. Después llamó a las dos hijas, Lisia y Lidia, las hizo levantar y sostener una estera haciendo de biombo, y tras ella se cambió también de ropa. Luego, con lo poco de comer que se guardaba en casa, empezó a preparar la cena. Jesús, junto al horno, se calentaba con la túnica del padre, que le quedaba sobrada de mangas y de falda, ya se sabe que en otra ocasión los hermanos se habrían reído de él, un espantajo debía de parecer, pero hoy no se atrevían, no sólo por la tristeza, sino también por aquel aire de adulta majestad que se desprendía del muchacho, como si de una hora a otra hubiera crecido hasta su máxima altura, y esta impresión se hizo aún más fuerte cuando él, con movimientos lentos y medidos, colocó las húmedas sandalias del padre de manera que recibieran el calor de la boca del horno, gesto que no servía a ningún fin práctico, si ya no era de este mundo el dueño de ellas. Tiago, el hermano que venía detrás de él, se sentó a su lado y preguntó en voz baja, Qué le ha ocurrido a nuestro padre, Lo crucificaron con los guerrilleros, respondió Jesús también susurrando, Por qué, No lo sé, había allí cuarenta y él era uno de ellos, Tal vez fuera un guerrillero, Quién, Nuestro padre, No lo era, siempre estaba aquí, trabajando, Y el burro, lo encontrasteis, Ni vivo ni muerto. La madre acababa de preparar la cena, se sentaron todos alrededor del caldero común y comieron de lo que había. Terminaban cuando los más pequeños empezaban a dar cabezadas de sueño, cierto es que el espíritu aún estaba agitado, pero el cuerpo cansado reclamaba descanso.
Tendieron las esteras de los niños a lo largo de la pared del fondo, María les había dicho a las niñas, Acostaos aquí conmigo, y lo hicieron, una a cada lado de ella, para que no hubiera celos. Por la rendija de la puerta entraba un aire frío, pero la casa se mantenía caliente, estaba el calor remanente del horno, el de los cuerpos próximos, la familia, poco a poco, pese a la tristeza y a los suspiros, fue cayendo en el sueño, María daba ejemplo, aguantaba las lágrimas, quería que los hijos se quedaran dormidos pronto, por ellos, pero también para quedarse sola con su tristeza, con los ojos muy abiertos a su futura vida sin marido y con nueve hijos que criar. Pero también a ella, en medio de un pensamiento, se le fue el dolor del alma, el cuerpo indiferente recibió el sueño sin resistirse, y ahora todos duermen.