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Pensó que había sido ella misma, soñando, pero no estaba soñando y el gemido se repetía ahora, más fuerte. Se incorporó con cuidado, para no despertar a las hijas, miró alrededor pero la luz del candil no alcanzaba hasta el fondo de la casa, Cuál de ellos será, pensó, pero en su corazón sabía que era Jesús quien gemía. Se levantó sin ruido, tomó el candil del clavo de la puerta y, alzándolo por encima de la cabeza para alumbrarse mejor, pasó revista a los hijos dormidos, Jesús, es él quien se agita y murmura, como si estuviese luchando en una pesadilla, seguro que está soñando con su padre, un niño de esta edad que ha visto lo que vio, muerte, sangre y tortura. Pensó María que debía despertarlo, interrumpir esta otra forma de agonía, pero no lo hizo, no quería que el hijo le contara su sueño, pero esta misma razón se le olvidó cuando vio que Jesús tenía calzadas las sandalias del padre. Lo insólito del caso desconcertó a María, qué estúpida idea, sin justificación, y también, qué falta de respeto, usar las sandalias del padre el mismo día de su muerte. Regresó a la estera, sin saber ya qué pensar, tal vez el hijo estuviera repitiendo en sueños, por obra de las sandalias y de la túnica, la mortal aventura del padre desde que salió de casa y, siendo así, había pasado al mundo de los hombres, al que ya pertenecía por la ley de Dios, pero en el que se instalaba ahora por un nuevo derecho, el de suceder al padre en los bienes, aunque sólo fuesen estos una túnica vieja y unas sandalias zambas, y en los sueños, aunque sólo fuera para revivir los últimos pasos de él en la tierra. No pensó María que el sueño pudiera ser otro.
El día amaneció límpido, sin nubes, el sol vino caliente y luminoso, no había que temer un retorno de la lluvia. María salió de casa temprano, con todos sus hijos varones en edad de ir a la escuela, y también Jesús, que, como fue dicho en su momento, tenía acabada ya su instrucción. Iba a la sinagoga a informar de la muerte de José y de las presumibles circunstancias que en ella habrían concurrido, añadiendo que, pese a todo, a él como a los otros infelices, punto nada despreciable, se le habían oficiado las honras fúnebres que la prisa y el lugar permitían, en todo caso suficientes, en tenor y número, para poder afirmar que, en general, el rito se había cumplido. De vuelta a casa, al fin a solas con el hijo mayor, pensó María que la ocasión era buena para preguntarle por qué calzaba las sandalias del padre, pero en el último momento la contuvo un escrúpulo, lo más probable es que Jesús no supiera qué explicación darle y, así humillado, ver, ante los ojos de la madre, confundido su acto, sin duda excesivo, con la falta trivialísima que es que un niño se levante de noche para ir, a escondidas, a comer un pastelillo, pudiendo siempre, si lo atrapan, alegar como disculpa el hambre, lo que de este episodio de las sandalias no puede decirse, salvo que se trate de otra especie de hambre que no sabríamos, nosotros, explicar. En la cabeza de María surgió después otra idea, la de que el hijo era ahora el jefe de familia, y, siendo así, estaba bien que ella, su madre y subordinada, pusiese todo su empeño en mostrarle el respeto y la atención convenientes, como sería, por ejemplo, interesarse por aquel mal de espíritu que lo atribuló en el sueño, Has soñado con tu padre, preguntó, y Jesús hizo como si no la hubiera oído, volvió la cara para el otro lado, pero la madre, firme en su propósito, insistió, Has soñado, no esperaba que el hijo le respondiera primero, Sí, y luego No, y que se le cargara la expresión de aquel modo, que parecía como si tuviera otra vez ante sus ojos al padre muerto. Prosiguieron callados el camino y al llegar a casa María se puso a cardar lana, pensando ya que, por necesidad del sustento de la familia, tendría que empezar a hacerlo para la calle, aprovechando la buena mano que tenía para aquel menester. A su vez, Jesús, que mirara al cielo confirmando las buenas disposiciones del tiempo, se acercó al banco de carpintero que fuera de su padre y que estaba en el cobertizo, empezando a verificar, uno por uno, los trabajos interrumpidos y luego el estado de las herramientas, con lo que María se alegró mucho en su corazón, al ver que el hijo se tomaba tan en serio, desde este primer día, sus nuevas responsabilidades.
Cuando los más pequeños volvieron de la sinagoga y se juntaron todos para comer, sólo un observcador atentísimo se daría cuenta de que esta familia sufrió hace pocas horas la pérdida de su jefe natural, marido y padre, pues salvo Jesús, cuyas negras cejas, fruncidas, siguen un pensamiento escondido, los demás, incluida María, parecen tranquilos, con una serenidad compuesta, porque está escrito, Llora amargamente y rompe en gritos de dolor, observa el luto según la dignidad del muerto, un día o dos por causa de la opinión pública, después consuélate de tu tristeza, y escrito está también, No debes entregar tu corazón a la tristeza, sino que debes apartarla de ti, recuerda tu fin, no te olvides de él, porque no habrá retorno, en nada beneficiarás al muerto y sólo te causarás daño a ti mismo. Aún es pronto para risas, que a su tiempo vendrán, como los días vienen tras los días y las estaciones tras las estaciones, pero la mejor lección es la del Eclesiastés, que dice, Por eso alabé la alegría, porque para el hombre no hay nada mejor bajo el sol que comer, beber y divertirse, esto es lo que lo acompaña en sus trabajos durante los días que Dios le conceda bajo el sol. Por la tarde, Jesús y Tiago subieron a la azotea de la casa para tapar con paja amasada en barro las hendiduras del tejado, por las que, durante toda la noche, estuvo goteando el agua, a nadie le sorprenderá que entonces no se hablara de tan humildes pormenores de nuestra vida cotidiana, la muerte de un hombre, inocente o no, siempre deberá prevalecer sobre todas cosas.
Otra noche llegó, otro día comenzaba, cenó la familia como pudo y se acostó en las esteras. De madrugada María despertó despavorida, no era ella quien soñaba, no, sino el hijo, y ahora con llanto y con gemidos que cortabaqn el corazón, de tal modo que despertaron también a los hermanos mayores, a los otros sería preciso mucho más para arrancarlos del sueño profundo que es el de la inocencia a estas edades. María corrió en auxilio del hijo que se debatía, con los brazos alzados, como si intentara defenderse de golpes de espada o de lanza, poco a poco se fue calmando, o porque se retiraron los salteadores o porque se le estaba acabando la vida. Jesús abrió los ojos, se agarró con fuerza a la madre como si no fuera el hombrecito que es, cabeza de familia, que hasta un hombre adulto, si llora, se transforma en criatura, no lo quieren confesar, pobres tontos, pero el dolorido corazón se mece en las lágrimas. Qué tienes, hijo mío, qué tienes, le preguntó María, inquieta, y Jesús no podía responder, o no quería, una crispación, en la que nada había de niño, sellaba sus labios, Dime qué has soñado, insistió María, y, como intentando abrirle un camino, Has visto a tu padre, el muchacho hizo un brusco gesto negativo, luego se soltó de sus brazos y se dejó caer en la estera, Vete a dormir, dijo, y dirigiéndose a los hermanos, No es nada, dormid, estoy bien. María regresó junto a las hijas, pero se quedó, casi hasta el amanecer, con los ojos abiertos, atenta, esperando a cada momento que el sueño de Jesús se repitiese, qué sueño habría sido ese para tan gran abatimiento, pero no ocurrió nada. No pensó María que su hijo podría estar despierto sólo para no volver a soñar, en lo que sí pensó fue en la coincidencia, en verdad singular, de que Jesús, que siempre había tenido el sueño tranquilo, hubiera empezado con las pesadillas al morir el padre, Señor, Dios mío, que no sea el mismo sueño, imploró, el sentido común le decía, para su tranquilidad, que los sueños no se legan ni se heredan, muy engañada está, que no ha sido necesario que los hombres se comunicaran unos a otros los sueños que sueñan para que los anden soñando inguales de padres a hijos y a las mismas horas. Al fin amaneció, se iluminó la rendija de la puerta. Cuando despertó, María vio que el lugar del hijo mayor estaba vacío, Adónde habrá ido, pensó, se levantó, rápidamente, abrió la puerta y miró afuera, Jesús estaba sentado debajo del alpendre, en la paja del suelo, con la cabeza en los brazos y los brazos sobre las rodillas, inmóvil. Estremecida por el aire frío de la mañana y también, aunque de esto apenas se diera cuenta, por la visión de la soledad del hijo, la madre se aproximó a él, Estás enfermo, preguntó, y el muchacho levantó la cabeza, No, no estoy enfermo, Entonces, qué te pasa, Son mis sueños, Sueños, dices, Un sueño solo, el mismo esta noche y la otra, Has soñado con tu padre en la cruz, Ya te dije que no, sueño con mi padre, pero no lo veo, Me habías dicho que no soñaste con él, Porque no lo veo, pero estoy seguro de que está en el sueño, Y qué sueño es ese que te atormenta. Jesús no respondió de inmediato, miró a la madre con una expresión desamparada y María sintió como si un dedo le tocase el corazón, allí estaba su hijo, con aquella cara aún de niño, la mirada mortecina de no haber dormido y el primer bozo de hombre, tiernamente ridículo, era su hijo primogénito, a él se confiaba y entregaba para el resto de sus días, Cuéntamelo todo, le pidió, y Jesús dijo al fin, Sueño que estoy en una aldea que no es Nazaret y que tú estás conmigo, pero no eres tú porque la mujer que en el sueño es mi madre tiene una cara diferente, hay otros niños de mi edad, no sé cuántos, y mujeres que son las madres, pero no sé si las verdaderas, alguien nos reunió a todos en la plaza, estamos esperando a unos soldados que vienen a matarnos, los oímos en el camino, se acercan pero no los vemos, en ese momento aún no tengo miedo, sé que es un sueño malo, nada más, pero de repene tengo la seguridad de que mi padre viene con los soldados, me vuelvo hacia ti para que me defiendas, aunque no estoy tan seguro de que seas tú, pero tú te has ido, todas las madres se han ido, sólo quedamos nosotros, que ya no somos muchachos, sino niños muy pequeños, yo estoy tumbado en el suelo y empiezo a llorar, y los otros lloran todos, pero yo soy el único que tiene un padre que viene con los soldados, miramos a la entrada de la plaza, sabemos que vendrán por allí, y no entran, estamos a la espera de que entren, pero no entran, y es todavía peor, los pasos se aproximan, es ahora y no es, no llega a ser, entonces me veo a mí mismo como soy ahora, dentro del niño pequeño que también soy, y empiezo a hacer un gran esfuerzo para salir de él, es como si estuviese atado de pies y manos, te llamo pero te has ido, llamo a mi padre, que viene a matarme, y en ese momento me desperté, esta noche y la otra. María estaba horrorizada, tras las primeras palabras, apenas percibió el sentido del sueño, bajó los ojos doloridos, estaba ocurriendo lo que tanto temiera, contra toda lógica y razón Jesús había heredado el sueño del padre, no exactamente de la misma manera, sino como si padre e hijo, cada uno en su lugar, lo estuviesen soñando al mismo tiempo. Y tembló de auténtico pavor cuando oyó que el hijo le preguntaba, Qué sueño era aquel que mi padre tenía todas las noches, Bueno, una pesadilla, como tanta gente, Pero esa pesadilla, qué era, no lo sé, nunca me lo dijo, Madre, no debes ocultar la verdad a tu hijo, No sería bueno para ti saberlo, Qué puedes tú saber de lo que es bueno o malo para mí, Respeta a tu madre, Soy tu hijo, tienes mi respeto, pero ahora estás ocultándome algo que es de mi vida, No me obligues a hablar, Un día le pregunté a mi padre cuál era su sueño y me dijo que ni yo podía hacerle todas las preguntas, ni él darme todas las respuestas, Ya ves, acepta las palabras de tu padre, Las acepté mientras vivió, pero ahora soy el jefe de la familia, he heredado de él una túnica, unas sandalias y un sueño, con esto podría irme ya por el mundo, pero tengo que saber qué sueño llevaría conmigo, Hijo mío, tal vez no vuelvas a soñarlo. Jesús miró a los ojos de su madre, la forzó a mirarlo también, y dijo, Renunciaré a saberlo si la próxima noche no vuelve, si no vuelve nunca más, pero, si se repite, júrame que me lo dirás todo, Lo juro, respondió María, que ya no sabía cómo defenderse de la insistencia y la autoridad del hijo. En el silencio de su angustiado corazón, ascendió una llamada a Dios, sin palabras, o, si las tuviera, podrían ser, Pásame, Señor, a mí, este sueño, que hasta el día de mi muerte tenga que sufrirlo yo en todos los instantes, pero mi hijo, no, mi hijo, no. Dijo Jesús, Recordarás lo que prometiste, Lo recordaré, respondió María, pero se iba repitiendo para sí, Mi hijo, no, mi hijo, no.
Mi hijo, sí. Vino la noche, de madrugada cantó un gallo negro y el sueño se repitió, el morro del primer caballo apareció en la esquina. María oyó los gemidos de su hijo, pero no fue a consolarlo. Y Jesús, temblando, bañado en el sudor del miedo, no necesitó preguntar para saber que también su madre se había despertado, Qué me dirá ahora, pensó, mientras María, por su parte, pensaba, Cómo voy a contárselo, y buscaba maneras de no decírselo todo. Por la mañana, cuando se levantaron, Jesús le dijo a su madre, Voy contigo a llevar a mis hermanos a la sinagoga, después vendrás tú conmigo al desierto, pues tenemos que hablar. A la pobre María, mientras preparaba la comida de los hijos, se le caían las cosas de las manos, pero el vino de la agonía estaba servido y ahora había que beberlo. Los más pequeños estaban ya en la escuela, madre e hijo salieron de la aldea y allí, en el descampado, se sentaron debajo de un olivo, nadie, a no ser Dios, si anda por estos sitios, podrá oír lo que dijeron, las piedras no hablan, lo sabemos, ni siquiera batiéndolas unas contra otras, y en cuanto a la tierra profunda, ella es el lugar donde todas las palabras se convierten en silencio.
Jesús dijo, Cumple lo que juraste, y María respondió sin rodeos, Tu padre soñaba que iba de soldado, con otros soldados, a matarte, A matarme, Sí, Ese es mi sueño, Sí, confirmó ella aliviada, no ha sido tan complicado, pensó, y en voz alta, Ahora ya lo sabes, volvámonos a casa, los sueños son como las nubes, vienen y van, por querer tanto a tu padre heredaste su sueño, pero él no te mató, ni te mataría nunca, aunque recibiera una orden del Señor, en el último momento el ángel le detendría la mano, como hizo con Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo Isaac, No hables de lo que no sabes, cortó secamente Jesús, y María vio que el vino amargo tendría que ser bebido hasta el fin, Consiente que al menos yo sepa que nada se puede oponer a la voluntad del Señor, cualquiera que ella sea, y que si la voluntad del Señor es ahora una, y luego es otra, contraria, ni tú ni yo somos parte en la contradicción, respondió María, y, cruzando las manos en el regazo, se quedó a la espera. Jesús dijo, Responderás a todas las preguntas que yo te haga, Responderé, dijo María, desde cuándo empezó mi padre a tener ese sueño, Hace muchos años, Cuántos, Desde que naciste, Todas las noches lo soñó, Sí, creo que todas las noches, en los últimos tiempos ya ni me despertaba, una se acostumbra, Nací en Belén de Judea, Así es, Qué ocurrió en mi nacimiento para que mi padre soñase que me iba a matar, No fue en tu nacimiento, Pero tú has dicho, El sueño apareció unas semanas después, y qué pasó entonces, Herodes mandó matar a los niños de Belén que tuvieran menos de tres años, Por qué, No lo sé, Mi padre lo sabía, No, Pero a mí no me mataron, Vivíamos en una cueva fuera de la aldea, Quieres decir que los soldados no me mataron porque no llegaron a verme, Sí, Mi padre era soldado, Nunca fue soldado, Qué hacía entonces, Trabajaba en las obras del Templo, No lo entiendo, Estoy respondiendo a tus preguntas, Si los soldados no llegaron a verme, si vivíamos fuera de la aldea, si mi padre no era soldado, si no tenía responsabilidad alguna, si ni siquiera sabía por qué mandó Herodes matar a los niños, Sí, tu padre no sabía por qué mandó matar Herodes a los niños, Entonces, Nada, si no tienes otras preguntas que hacerme, yo no tengo más respuestas que darte, Me ocultas algo, O tú no eres capaz de ver. Jesús se quedó callado, sentía que se sumía, como agua en suelo seco, la autoridad con que había hablado a su madre, mientras que en un rincón cualquiera de su alma, le parecía ver desenroscarse una idea innoble, de líneas que se movían aún, pero monstruosa desde el mismo momento de nacer. Por la ladera de una colina cercana pasaba un rebaño de ovejas, tanto ellas como el pastor tenían color de tierra, eran tierra moviéndose sobre la tierra. El rostro tenso de María se abrió en una expresión de sorpresa, aquel pastor alto, aquella manera de andar, tantos años después y en este justo momento, qué señal será, clavó en él los ojos y dudó, ahora era un vulgar vecino de Nazaret que llevaba unas pocas ovejas a los pastos, tan sucias ellas como él. En el espíritu de Jesús acabó de formarse la idea, quería salir fuera del cuerpo, pero la lengua se le trababa, por fin, con una voz temerosa de sí misma dijo, Mi padre sabía que los niños iban a ser muertos, No era una pregunta y por eso María no tuvo que responder, Cómo lo supo, ahora sí era una pregunta, Estaba trabajando en las obras del Templo, en Jerusalén, cuando oyó que unos soldados hablaban de lo que iban a hacer, Y después, Vino corriendo para salvarte, Y después, Pensó que sería mejor que no huyéramos y nos quedamos en la cueva, Y después, Nada más, los soldados hicieron lo que les habían mandado y se marcharon, Y después, Después nos volvimos a Nazaret, Y empezó el sueño, La primera vez fue en la cueva. Las manos de Jesús se alzaron de repente hasta el rostro como si quisieran desgarrarlo, su voz se soltó en un grito irremediable, Mi padre mató a los niños de Belén, Qué locura estás diciendo, los mataron los soldados de Herodes, No, los mató mi padre, los mató José, hijo de Heli, que sabiendo que los niños iban a ser muertos no avisó a los padres, y cuando estas palabras fueron dichas, quedó también perdida toda esperanza de consuelo. Jesús se tiró al suelo, llorando, Los inocentes, los inocentes, decía, parece mentira que un simple muchacho de trece años, edad en la que el egoísmo fácilmente se explica y se disculpa, pueda haber sufrido tan fuerte conmoción a causa de una noticia que, si tenemos en cuenta lo que sabemos de nuestro mundo contemporáneo, dejaría indiferente a la mayor parte de la gente. Pero las personas no son todas iguales, hay excepciones para el bien y para el mal y ésta es sin duda de las mejores, un muchachito llorando por un antiguo error cometido por su padre, tal vez esté llorando también por sí mismo, si, como parece, amaba a ese padre dos veces culpado.
María tendió la mano al hijo, quiso tocarle, pero él esquivó el cuerpo, No me toques, mi alma tiene una herida, Jesús, hijo mío, No me llames hijo tuyo, tú también tienes la culpa. Son así los juicios de la adolescencia, radicales, verdaderamente María era tan inocente como los niños asesinados, los hombres, hermana mía, son quienes lo deciden todo, llegó mi marido y dijo, Vámonos de aquí en seguida, luego enmendó, No nos vamos, sin más explicaciones, fue necesario que le preguntase, Qué gritos son esos, María no respondió al hijo, sería tan fácil demostrarle que no era culpable, pero pensó en su marido crucificado, también él muerto inocente, y sintió, con lágrimas y vergüenza, que lo amaba ahora mucho más que de vivo, y por eso se calló, la culpa que llevó uno puede llevarla el otro. Dijo María, Vámonos a casa, ya no tenemos nada que decirnos aquí, y el hijo le respondió, Vete tú, yo me quedo. Parecía que se había perdido el rastro de las ovejas y el pastor, el desierto era realmente un desierto y hasta las casas lejanas, dispersas como al azar por la ladera abajo, parecían grandes piedras talladas de una cantera abandonada que poco a poco se fueran enterrando en el suelo.
Cuando María desapareció en la hondura cenicienta de una vaguada, Jesús, de rodillas, gritó, y todo el cuerpo le ardía como si estuviese sudando sangre, Padre, padre mío, por qué me has abandonado, porque eso era lo que el pobre muchacho sentía, abandono, desesperación, la soledad infinita de otro desierto, ni padre, ni madre, ni hermanos, un camino de muertos iniciado. De lejos, sentado en medio de las ovejas y confundido con ellas, el pastor lo miraba.
Pasados dos días, Jesús se fue de casa. Durante este tiempo, se podrían contar las palabras que pronunció y las noches las pasó en claro, porque no podía dormir. Imaginaba la horrible matanza, los soldados entrando en las casas y rebuscando en las cunas, las espadas golpeando o clavándose en los tiernos cuerpos descubiertos, las madres en locos gritos, los padres bramando como toros encadenados, se imaginaba a sí mismo también, en una cueva que nunca había visto, y en esos momentos, como densas y lentas olas que lo sumergieran, sentía el deseo inexplicable de estar muerto, al menos de no estar vivo. Le obsesionaba una pregunta que no hizo a su madre, cuántos fueron los niños muertos, él imaginaba que habrían sido muchos, unos sobre otros amontonados, como corderos degollados y arrojados al monte, a la espera de la gran hoguera que los iría consumiendo y llevando al cielo convertidos en humo.
Pero, no habiendo hecho la pregunta en su momento, le parecía ahora de mal gusto, si entonces esta expresión se usaba, ir a su madre y decirle, Madre, el otro día me olvidé de preguntarte cuántos habían sido los niños que pasaron de ésta a mejor vida en Belén, y ella respondería, Ay, hijo, no pienses en eso, que ni a treinta llegaron, y si murieron fue porque el Señor así lo quiso, que en su poder estaba evitarlo si conviniese. Jesús se preguntaba a sí mismo, incesantemente, Cuántos, miraba a sus hermanos y preguntaba, Cuántos, quería saber qué cantidad de cuerpos muertos fue necesario poner en el otro platillo para que el fiel de la balanza declarase equilibrada su vida salvada.
En la mañana del segundo día, Jesús le dijo a su madre, No tengo paz ni descanso en esta casa, quédate tú con mis hermanos, yo me voy. María alzó las manos al cielo, llorosa y escandalizada, Qué es esto, qué es esto, abandonar un hijo primogénito a su madre viuda, dónde se ha visto, adiós mundo, cada vez peor, por qué, por qué si ésta es tu casa y tu familia, cómo vamos a vivir nosotros si tú no estás, y dijo Jesús, Tiago sólo tiene un año menos que yo, él se encargará de todo, como lo habría hecho yo al faltar tu marido, Mi marido era tu padre, No quiero hablar de él, no quiero hablar de nada más, dame tu bendición para el viaje si quieres, de todas formas me voy, Y adónde irás, hijo mío, No lo sé, tal vez a Jerusalén, tal vez a Belén, a ver la tierra donde nací, Pero allí nadie te conoce, Mejor para mí, dime, madre, qué crees que me harían si supieran quién soy, Cállate, que te oyen tus hermanos, Un día también ellos sabrán la verdad, Y ahora, por esos caminos, con los romanos que andan buscando guerrilleros de Judas, vas al encuentro del peligro, Los romanos no son peores que los soldados del otro Herodes, seguro que no caerán sobre mí espada en mano para matarme ni me clavarán en una cruz, no he hecho nada, soy inocente, También lo era tu padre y ya ves lo que le ocurrió, Tu marido murió inocente, pero no vivió inocente, Jesús, el demonio está hablando por tu boca, Cómo puedes tú saber que no es Dios quien habla por mi boca, No pronunciarás el nombre de Dios en vano, Nadie puede saber cuándo es pronunciado en vano el nombre del Señor, no lo sabes tú, no lo sé yo, sólo el Señor hará la distinción y nosotros no comprendemos sus razones, Hijo mío, Di, No sé adónde has ido a buscar esas ideas, esa ciencia, tan joven, Y yo no sabría decírtelo, tal vez los hombres nazcan con la verdad dentro de sí y si no la dicen es porque no creen que sea la verdad, Realmente te quieres ir, Sí, quiero irme, Y volverás, No lo sé, Si quieres, si esto te atormenta, vete a Belén, a Jerusalén, al Templo, habla con los doctores, pregúntales, ellos te iluminarán y tú volverás con tu madre y tus hermanos que te necesitan, No prometo volver, Y de qué vivirás, tu padre no duró lo bastante para enseñarte el oficio todo, Trabajaré en el campo, seré pastor, pediré a los pescadores que me dejen ir con ellos al mar, No quieras ser pastor, Por qué, No lo sé, es un sentir mío, Seré lo que tenga que ser y ahora, madre, No puedes irte así, tengo que prepararte comida para el camino, dinero hay poco, pero algo habrá, llévate la alforja de tu padre, suerte que él la dejó aquí, Me llevaré la comida, pero la alforja no, Es la única que tenemos en casa, tu padre no tenía lepra ni sarna que se te peguen, No puedo, Un día llorarás por tu padre y no lo tendrás, Ya he llorado, Llorarás más y entonces no querrás saber qué culpas tuvo, a estas palabras de su madre ya no respondió Jesús. Los hermanos mayores se le acercaron preguntando, te vas de verdad, nada sabían de las razones secretas de la conversación entre la madre y él, Tiago dijo, Me gustaría ir contigo, a éste le gustaba la aventura, el riesgo, los viajes, un horizonte diferente, Tienes que quedarte, respondió Jesús, alguien tendrá que cuidar de nuestra madre viuda, le salió la palabra sin querer, incluso se mordió el labio como para retenerla, pero lo que no pudo retener fueron las lágrimas, el recuerdo vivo de su padre, inesperado, lo alcanzó como un chorro de luz insoportable.
Jesús partió después de haber comido con toda la familia reunida. Se despidió de los hermanos, uno por uno, se despidió de la madre que lloraba, le dijo, sin entender por qué, De un modo u otro, siempre volveré, y echándose la alforja al hombro, atravesó el patio y abrió la cancela que daba al camino. Allí se detuvo, como si reflexionase sobre lo que estaba a punto de hacer, dejar la casa, la madre, los hermanos, cuántas y cuántas veces, en el umbral de una puerta o de una decisión, un súbito y nuevo argumento, o que como tal ha sido configurado por la ansiedad del momento, nos hace enmendar la mano, dar lo dicho por no dicho. Así lo pensó también María, ya una jubilosa sorpresa empezaba a reflejarse en su cara, pero fue sol de poca duración, porque el hijo, antes de volverse atrás, posó la alforja en el suelo, al cabo de una larga pausa durante la cual pareció debatir en su intimidad un problema de solución difícil.
Jesús pasó entre los suyos sin mirarlos y entró en la casa.
Cuando volvió a salir, instantes después, llevaba en la mano las sandalias del padre. Callado, manteniendo los ojos bajos, como si el pudor o una oculta vergüenza no le dejasen enfrentarse con otra mirada, metió las sandalias, en la alforja y, sin más palabras o gestos, salió. María corrió hacia la puerta, fueron con ella todos los hijos, los mayores haciendo como que no le daban mucha importancia al caso, pero no hubo gestos de despedida, porque Jesús no se volvió ni una vez. Una vecina que pasaba y presenció la escena, preguntó, Adónde va tu hijo, María, y María respondió, Ha encontrado trabajo en Jerusalén, va a quedarse allí durante un tiempo, es una descarada mentira, como sabemos, pero en esto de mentir y decir la verdad hay mucho que opinar, lo mejor es no arriesgar juicios morales perentorios porque, si damos tiempo al tiempo, siempre llega un día en el que la verdad se vuelve mentira y la mentira verdad.
Aquella noche, cuando todos en la casa estaban durmiendo, menos María, que pensaba en cómo y dónde estaría a aquella hora su hijo, si a salvo en un caravasar, si a cubierto de un árbol, si entre las piedras de un berrocal tenebroso, si en poder de los romanos, que no lo permita el Señor, oyó ella que rechinaba la cancela del camino y el corazón le dio un salto, Es Jesús que vuelve, pensó, y la alegría la dejó, en el primer momento, paralizada y confusa, Qué debo hacer, no quería ir a abrirle la puerta así, con modos de triunfadora, Al fin, ya ves, tanta crudeza contra tu madre y ni una noche has aguantado fuera, sería una humillación para él, lo más apropiado sería quedarse quieta y callada, fingir que estaba durmiendo, dejarlo entrar, si él quería acostarse silencioso en la estera sin decir, Aquí estoy, mañana fingiré asombro ante el regreso del hijo pródigo, que no será menor la alegría por ser breve la ausencia, la ausencia es también una muerte, la única e importante diferencia es la esperanza. Pero él tarda tanto en llegar a la puerta, quién sabe si en los últimos pasos se detuvo y vaciló, este pensamiento no puede María soportarlo, allí está la grieta de la puerta desde donde podrá mirar sin ser vista, tendrá tiempo de volver a la estera si el hijo se decide a entrar, estará a tiempo de correr a detenerlo si se arrepiente y vuelve atrás. De puntillas, descalza, María se aproximó y miró.
Estaba de luna la noche, el suelo del patio refulgía como agua. Una silueta alta y negra se movía lentamente, avanzando en dirección a la puerta, y María, apenas la vio, se llevó las manos a la boca para no gritar. No era su hijo, era, enorme, gigantesco, inmenso, el mendigo cubierto de andrajos como la primera vez y también como la primera vez, ahora quizá por efecto de la luna, súbitamente vestido de trajes suntuosos que un soplo poderoso agitaba. María, temerosa, permanecía agarrada a la puerta, Qué quiere, qué quiere, murmuraban sus labios trémulos, y de pronto no supo qué pensar, el hombre que dijo ser un ángel se desvió hacia un lado, estaba junto a la puerta, pero no entraba, lo que sí se oía era su respiración y luego un ruido como de algo que se desgarrara, como si una herida inicial de la tierra estuviera abriéndose cruelmente hasta convertirse en boca abisal.
María no necesitó abrir ni preguntar para saber lo que ocurría tras de la puerta. La silueta maciza del ángel volvió a aparecer, durante un instante tapó con su gran cuerpo el campo de visión de María y luego, sin mirar a la casa, se alejó hacia la cancela, llevándose consigo, entera, de la raíz a la hoja más extrema, la planta enigmática nacida, trece años antes, en el mismo lugar donde enterraron la escudilla. La cancela se abrió y se cerró, entre un movimiento y otro el ángel se transformó y apareció el mendigo, desapareció quienquiera que fuese al otro lado del muro, arrastrando las largas hojas como una serpiente emplumada, ahora sin sombra de ruido, como si lo que sucedió no hubiese sido más que sueño e imaginación.
María abrió la puerta lentamente y, temerosa, se asomó. El mundo, desde el alto e inaccesible cielo, era todo claridad. Allí cerca, junto a la pared de la casa, estaba el negro agujero de donde la planta fue arrancada y, a partir del borde hasta la cancela, un rastro de luz mayor centelleaba como una vía láctea, si ese nombre tenía entonces, que el de Camino de Santiago no puede ser, pues quien ha de darle el nombre es por ahora un muchachito de Galilea, más o menos de la edad de Jesús, sabe Dios dónde estarán, uno y otro, a estas horas. María pensó en su hijo, pero sin que esta vez sintiera el corazón oprimido por el miedo, nada malo podría ocurrirle bajo un cielo así, bello, sereno, insondable, y esta luna, como un pan hecho de luz, alimentando las fuentes y las savias de la tierra. Con el alma tranquila, María atravesó el patio, pisando sin temor las estrellas del suelo, y abrió la cancela. Miró fuera, vio que el rastro acababa poco más allá, como si la potencia iridiscente de las hojas se hubiera extinguido o, delirio nuevo de la fantasía de esta mujer que ya no podrá invocar la disculpa de estar grávida, como si el mendigo hubiera recobrado su figura de ángel, usando al fin, por tratarse de ocasión muy especial, sus alas. María ponderó íntimamente estos raros sucesos y los encontró sencillos, naturales y justificados, tanto como estar viendo sus propias manos a la luz de la luna. Regresó entonces a casa, tomó del gancho de la pared el candil y fue a iluminar la amplia boca que en la tierra había dejado la planta arrancada. En el fondo estaba la escudilla vacía. Metió la mano en el agujero y la sacó fuera, era la escudilla común que recordaba, sólo con un poquito de tierra dentro, pero apagadas sus lumbres, un prosaico utensilio doméstico que regresaba a sus originales funciones, de ahora en adelante volverá a servir la leche, el agua y el vino, de acuerdo con el apetito y lo que haya para echarle, muy cierto es lo que se ha dicho, que cada persona tiene su hora y cada cosa su tiempo.
Jesús gozó del abrigo de un techo en ésta su primera noche de viajero. El crepúsculo le salió al camino a la vista de una aldehuela que se alza poco antes de la ciudad de Jenin, y su suerte, que tan malos anuncios le viene prometiendo y cumpliendo desde que nació, quiso, por esta vez, que los moradores de la casa, donde, sin mucha esperanza, se presentó pidiendo posada, fuesen gente compasiva, de la que pasaría el resto de su vida presa de remordimientos si dejara a un muchacho como éste a la intemperie toda la noche, más en una época tan perturbada de guerras y asaltos, cuando por nada se crucifican almas y se acuchilla a niños inocentes.
Jesús declaró a sus bondadosos alojadores que venía de Nazaret y que iba a Jerusalén, pero no repitió la mentira avergonzada que alcanzó a oír en boca de su madre, que iba a trabajar en un oficio, sólo dijo que llevaba recado de interrogar a los doctores del Templo sobre un punto de la Ley que mucho importaba a su familia. Se sorprendió el dueño de la casa de que misión de tanta importancia hubiera sido encomendada a mancebo tan joven, aunque, como claramente se veía, ya entrado en la madurez religiosa, y Jesús explicó que tuvo que ser así, dado que él era el varón mayor de la familia, pero sobre el padre no dijo una palabra.
Cenó con los de la casa y luego durmió en el cobertizo del patio, porque no había allí mejor acomodo para huéspedes de paso. Mediada la noche, el sueño volvió a acometerlo, pero con una diferencia del que venía soñando, y era que el padre y los soldados no se aproximaban tanto, ni siquiera el morro del caballo apareció tras la esquina, pero no se engañe quien juzgue que por esto fueron menores la agonía y el pavor, pongámonos en el lugar de Jesús, soñar que nuestro propio padre, aquel que nos dio el ser, viene ahí con la espada desenvainada para matarnos. Nadie en la casa se enteró de la pasión que a pocos pasos se representaba, Jesús, incluso durmiendo, había aprendido ya a dominar el miedo, la conciencia acosada le ponía, como último recurso, la mano en la boca y los gritos vibraban terriblemente, pero en silencio, sólo en el interior de su cabeza. A la mañana siguiente, Jesús compartió la primera comida del día, agradeciendo y alabando luego a sus bienhechores con una compostura tan seria y palabras tan apropiadas que toda la familia, sin excepción, se sintió por unos momentos como participando de la inefable paz del Señor, aunque no pasaban ellos de ser unos desconsiderados samaritanos. Se despidió Jesús y partió, llevando en sus oídos la última oración pronunciada por el dueño de la casa, fue ésta, Bendito seas tú, Señor nuestro Dios, rey del universo, que diriges los pasos del hombre, a lo que respondió él rezando a aquel mismo Señor, Dios y Rey que provee todas las necesidades, demostración que la experiencia de la vida viene haciendo todos los días persuasivamente, conforme a la justísima regla de la proporción directa, que manda dar más a quien más tiene.
Lo que faltaba del camino para llegar a Jerusalén no fue tan fácil. En primer lugar, hay samaritanos y samaritanos, lo que quiere decir que ya en este tiempo no bastaba una golondrina para hacer primavera y que, cuando menos, se precisan dos, de las golondrinas hablamos, no de las primaveras, con la condición de que sean macho y hembra fértiles y que tengan descendencia. Las puertas a las que Jesús fue llamando no volvieron a abrirse, y el remedio del viajero fue dormir por ahí, solo, una vez bajo una higuera, de esas de ancha copa y un poco rastreras como una saya rodada, otra vez protegido por una caravana a la que se unió y que, estando lleno el caravasar próximo, tuvo, felizmente para Jesús, que armar campamento en campo abierto. Dijimos felizmente porque, cuando solo y sin compañía viajaba Jesús por los desiertos montes, el pobre joven fue asaltado por dos maleantes, cobardes y sin perdón, que le robaron el poco dinero que tenía, siendo ésta la causa de que no pudiera acogerse Jesús a albergues y hospedajes que, según las leyes de un sano comercio, no dan techo sin pago ni albergue sin dinero. Lástima fue que allí no hubiera alguien para apiadarse, para mirar el desamparo del pobrecillo cuando los ladrones se fueron, para colmo riéndose de él, con todo aquel cielo encima y las montañas rodeándolo, el infinito universo desprovisto de significación moral, poblado de estrellas, ladrones y crucificadores. Y no nos contraponga, por favor, el argumento de que un chiquillo de trece años nunca tendría la sapiencia científica o el prurito filosófico, ni siquiera la mera experiencia de la vida que tales reflexiones presupondrían, y que éste, en especial, pese a venir informado por sus estudios en la sinagoga y una declarada agilidad mental, sobre todo en los diálogos en que tomó parte, no habrá justificado, en dichos y en hechos, la particular atención de que le hacemos objeto.
Hijos de carpinteros no faltan en estas tierras, tampoco faltan hijos de crucificados, pero, suponiendo que otro de ellos hubiera sido elegido, no dudemos que, quienquiera que fuese, tanta abundancia de materias aprovechables nos hubiera dado ese como éste nos está dando. En primer lugar porque, como ya no es secreto para nadie, todo hombre es un mundo, bien por las vías de lo trascendente, bien por las vías de lo inmanente, y en segundo lugar porque esta tierra siempre fue distinta de las otras, basta ver la cantidad de gente de alta, media o baja condición que por aquí anduvo predicando o profetizando, empezando por Isaías y acabando por Malaquías, nobles, sacerdotes, pastores, de todo ha habido un poco, por eso conviene que seamos prudentes en nuestras opiniones, los humildes comienzos del hijo de un carpintero no nos dan derecho a pronunciar juicios prematuros que, al parecer definitivos, pueden comprometer una carrera. Este muchacho que va camino de Jerusalén, cuando la mayoría de los de su edad aún no arriesgan un pie fuera de la puerta, quizá no sea exactamente un águila de perspicacia, un portento de inteligencia, pero es merecedor de nuestro respeto, tiene, como él mismo declaró, una herida en el alma y, no permitiéndole su naturaleza esperar que la sane el simple hábito de vivir con ella, hasta llegar a cerrarse esa cicatriz benévola que es el no pensar, se fue a buscar por el mundo, quién sabe si para multiplicar sus heridas y hacer con todas ellas juntas un único y definitivo dolor.
Es posible que estas suposiciones parezcan inadecuadas, no sólo a la persona sino también al tiempo y al lugar, osando imaginar sentimientos modernos y complejos en la cabeza de un aldeano palestino nacido tantos años antes de que Freud, Jung, Groddeck y Lacan vinieran al mundo, pero nuestro error, permítasenos la presunción, no es ni craso ni escandaloso, si tenemos en cuenta el hecho de que abundan, en los escritos que a estos judíos sirven de alimento espiritual, ejemplos tales y tantos que nos autorizan a pensar que un hombre, sea cual sea la época en que viva o haya vivido, es mentalmente contemporáneo de otro hombre de otra época cualquiera. Las únicas e indudables excepciones conocidas fueron Adán y Eva, y no por haber sido el primer hombre y la primera mujer, sino porque no tuvieron infancia. Y que no vengan la biología y la psicología a protestar de que en la mentalidad de un hombre de Cromagnon, para nosotros inimaginable, ya estaban iniciados los caminos que habían de llevar a la cabeza que hoy cargamos sobre los hombros. Es un debate que nunca podría caber aquí, porque de aquel hombre de Cromagnon no se habla en el libro del Génesis, que es la única lección sobre los inicios del mundo por donde Jesús aprendió.
Distraídos por estas reflexiones, no del todo desdeñables en relación a las esencialidades del evangelio que venimos explicando, nos olvidamos de acompañar, como sería nuestro deber, lo que aún faltaba del viaje del hijo de José a Jerusalén, a cuya vista ahora mismo acaba de llegar, sin dinero, pero a salvo, con los pies castigados por la larga jornada, pero tan firme de corazón como cuando salió por la puerta de su casa, hace tres días. No es ésta la primera vez que viene, por eso no se le exalta el corazón más de lo que es de esperar de un devoto para quien su dios ya se le ha hecho familiar, o de eso va en camino. Desde este monte, llamado Getsemaní, que es lo mismo que decir de los Olivos, se ve, desdoblado magníficamente, el discurso arquitectónico de Jerusalén, templo, torres, palacios, casas de vivir, y tan próxima parece estar la ciudad de nosotros que tenemos la impresión de poder alcanzarla con los dedos, a condición de haber subido la fiebre mística tan alto que el creyente y padeciente de ella acabe por confundir las flacas fuerzas de su cuerpo con la potencia inagotable del espíritu universal. La tarde va a su fin, el sol cae por el lado del mar distante. Jesús comenzó a descender hacia el valle, preguntándose a sí mismo dónde dormirá esta noche, si dentro, si fuera de la ciudad, las otras veces que vino con el padre y la madre, en tiempo de Pascua, se quedó con la familia en tiendas fuera de los muros, mandadas armar benévolamente por las autoridades civiles y militares para acogida de peregrinos, separados todos, no sería preciso decirlo, los hombres con los hombres, las mujeres con las mujeres, los menores igualmente separados por sexos. Cuando Jesús llegó a las murallas, ya con el primer aire de la noche, estaban las puertas a punto de cerrarse pero los guardianes le permitieron entrar, tras él retumbaron las trancas de los grandes maderos, si Jesús tuviera alguna afligida culpa en la conciencia, de esas que en todo van encontrando indirectas alusiones a los errores cometidos, tal vez le viniera la idea de una trampa en el momento de cerrarse, unos dientes de hierro clavándose en la pierna de la presa, un capullo de baba envolviendo la mosca. Pero, a los trece años, los pecados no pueden ser ni muchos ni terribles, todavía no es el momento de matar ni robar, de levantar falso testimonio, de desear a la mujer del prójimo, ni su casa, ni sus campos, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su jumento, ni nada que le pertenezca, y siendo así, este muchacho va puro y sin mancha de error propio, aunque lleve ya perdida la inocencia, que no es posible ver la muerte y continuar como antes. Las calles se van quedando desiertas, es la hora de la cena en las familias, sólo quedan fuera los mendigos y los vagabundos, pero incluso esos ya se van recogiendo a los cobijos de sus gremios respectivos, a sus refugios corporativos, pronto empezarán a recorrer la ciudad las patrullas de soldados romanos en busca de los autores de desórdenes que hasta en la propia capital del reino de Herodes Antipas vienen a cometer sus protervias e iniquidades, pese a los suplicios que les esperan si son sorprendidos, como en Séforis se vio. En el fondo de la calle aparece una de esas rondas de noche iluminándose con hachones, desfilando entre un tintineo de escudos y de espadas, al compás de los pies calzados con sandalias de guerra. Oculto en un tabuco, el muchacho esperó a que la tropa desapareciera, luego buscó un sitio para dormir. Lo encontró, como calculaba, en las sempiternas obras del templo, un espacio entre dos grandes piedras ya aparejadas, sobre las cuales había una losa que hacía las veces de techo. Allí comió el último bocado de pan duro y mohoso que le quedaba, acompañándolo con unos pocos higos que sacó del fondo de la alforja. Tenía sed, pero se resignó a pasar sin beber. Al fin, tendió la estera, se tapó con el pequeño cobertor que formaba parte de su equipaje de viajero y, enroscado para protegerse del frío que entraba por un lado y otro del precario abrigo, pudo quedarse dormido. Estar en Jerusalén no le impidió soñar, pero no fue ganancia de poca monta el que, tal vez por la tan próxima presencia de Dios, el sueño se limitase a la repetición de las conocidas escenas, confundidas con el desfile de la ronda que había encontrado. Despertó cuando el sol acababa de nacer. Se arrastró fuera de su agujero, frío como una tumba, y, enrollado en la manta, miró ante él el caserío de Jerusalén, casas bajas, de piedra, tocadas por la luz rosada. Entonces, con una solemnidad mayor, por ser pronunciadas por boca del chiquillo que todavía es, dijo su oración, Gracias te doy, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que, por el poder de tu misericordia, así me has restituido, viva y constante, mi alma. Ciertos momentos hay en la vida que deberían quedar fijados, protegidos del tiempo, no sólo consignados, por ejemplo, en este evangelio, o en pintura, o modernamente en foto, cine y video, lo que realmente interesaba era que el propio que los vivió o hizo vivir pudiese permanecer para siempre jamás a la vista de sus venideros, como sería, en este día de hoy, que fuéramos hasta Jerusalén para ver, con nuestros ojos visto, a este muchachito, Jesús hijo de José, enrollado en la corta manta de pobre, mirando las casas de Jerusalén y dando gracias al Señor por no haber perdido el alma aún esta vez.
Estando su vida en el principio, qué son trece años, es de prever que el futuro le haya reservado horas más alegres o tristes que ésta, más felices o desgraciadas, más amenas o trágicas, pero éste es el instante que recogeríamos para nosotros, la ciudad dormida, el sol parado, la luz intangible, un muchachiuto mirando las casas, enrollado en una manta, con una alforja a sus pies y el mundo todo, el de cerca y el de lejos, suspenso, a la espera. No es posible, se ha movido ya, el instante vino y pasó, el tiempo nos lleva hasta donde una memoria se inventa, fue así, no fue así, todo es lo que digamos que fue. Jesús camina ahora por las estrechas calles que se van llenando de gente, porque todavía es temprano para ir al Templo, los doctores, como en todas las épocas y lugares, no aparecen hasta más tarde. Ya no nota el frío, pero el estómago da señales, dos higos que le quedaban sirvieron sólo para abrir el flujo de saliva, el hijo de José tienen hambre.
Ahora sí le hace falta el dinero que le robaron aquellos malvados, pues la vida en la ciudad no es como la holganza de andar silbando por los campos a ver lo que dejaron los labradores que cumplen las leyes del Señor, verbi gratia, Cuando procedas a la siega de tu campo y te olvides algún haz, no vuelvas atrás para llevártelo, cuando varees tus olivos, no vuelvas para recoger lo que quedó en las ramas, cuando vendimies tu viña, no la repases para llevarte los racimos que quedaron, todo esto lo deberás dejar para que lo recojan los extranjeros, el huérfano y la viuda, recuerda que has sido esclavo en tierras de Egipto.
Pues bien, a esta gran ciudad, a pesar de que en ella Dios mandó edificar su morada terrestre, a Jerusalén no llegaron estos humanitarios reglamentos, razón por la que, para quien no traiga dineros en la bolsa, ni treinta ni tres, el remedio será siempre pedir, con el riesgo probable de verse rechazado por importuno, o robar, con el ciertísimo peligro de acabar sufriendo castigo de flagelación y cárcel, si no punición peor. Robar, este muchacho no puede, pedir, este muchacho no quiere, va posando los ojos aguados en las pilas de panes, en las pirámides de frutas, en los alimentos cocinados expuestos en tenderetes a lo largo de las calles y a punto está de desmayarse, como si todas las insuficiencias nutritivas de estos tres días, descontando la mesa del samaritano, se hubieran reunido en esta hora dolorosa, verdad es que su destino está en el Templo, pero el cuerpo, aunque defiendan lo contrario los partidarios del ayuno místico, recibirá mejor la palabra de Dios si el alimento ha fortalecido en él las facultades del entendimiento.
Tuvo suerte, un fariseo que venía de paso dio con el desfallecido mozo y de él se apiadó, el injusto futuro se encargará de difundir la pésima reputación de esta gente, pero en el fondo eran buenas personas, como se probó en este caso, Quién eres, le preguntó, y Jesús respondió, Soy de Nazaret de Galilea, Tienes hambre, el muchacho bajó los ojos, no necesitaba hablar, se le leía en la cara, No tienes familia, Sí, pero he venido solo, Te has escapado de casa, No, y realmente no se había escapado, recordemos que la madre y los hermanos le despidieron, con mucho amor, a la puerta de la casa, el que no se hubiera vuelto ni una sola vez no era señal de que huyera, así son nuestras palabras, decir un Sí o un No es, de todo, lo más simple y, en principio, lo más convincente, pero la pura verdad mandaría que se empezase dando una respuesta así medio dubitativa, Bueno, huir, huir, lo que se llama huir, no he huido, pero, y en este punto tendríamos que volver a oír toda la historia, lo que, tranquilicémonos, no sucederá, en primer lugar porque el fariseo, no teniendo que volver a aparecer, no necesita conocerla, en segundo lugar porque nosotros la conocemos mejor que nadie, basta pensar en lo poco que saben unas de otras las personas más importantes de este evangelio, véase que Jesús no lo sabe todo de su madre y de su padre, María no lo sabe todo del marido y del hijo y José, estando muerto, no sabe nada de nada.
Nosotros, al contrario, conocemos todo cuanto hasta hoy fue hecho, dicho y pensado, bien por ellos bien por otros, aunque tengamos que proceder como si lo ignorásemos, en cierto modo somos el fariseo que preguntó, Tienes hambre, cuando la pálida y enflaquecida cara de Jesús, por sí sola, significaba, No me preguntes, dame de comer. Fue lo que hizo el compasivo hombre, compró dos panes, que todavía venían calientes del horno, un cuenco de leche y sin decir palabra se los entregó a Jesús, mas ocurrió que al pasar de uno al otro, se les derramó un poco de líquido sobre las manos, entonces, en un gesto igual y simultáneo, que venía sin duda de la distancia de los tiempos naturales, ambos se llevaron la mano mojada a la boca para sorber la leche, gesto como el de besar el pan cuando cae al suelo, qué pena que no vuelvan a encontrarse más estos dos, que tan hermoso y simbólico pacto parecían haber firmado.
Volvió el fariseo a sus quehaceres, pero antes sacó de la bolsa dos monedas diciendo, Toma este dinero y vuelve a tu casa, el mundo es aún demasiado grande para ti. El hijo del carpintero sostenía en las manos el cuenco y el pan, de pronto había dejado de tener hambre, o la tenía, pero no la sentía, miraba al fariseo que se alejaba y sólo entonces dio las gracias, pero en voz tan baja que el otro no podría haberle oído, si fuera hombre que esperase gratitud pensaría que hizo el bien a un muchacho ingrato y sin educación. Allí mismo, en medio de la calle, Jesús, cuyo apetito regresó de un salto, comió su pan y bebió su leche y luego fue a entregar el cuenco vacío al vendedor, que le dijo, Está pagado, quédate con él, Es costumbre en Jerusalén comprar la leche con el cuenco, No, pero este fariseo lo ha querido así, nunca se sabe lo que un fariseo tiene en la cabeza, entonces puedo llevármelo, Te lo he dicho ya, está pagado.
Jesús envolvió el cuenco en la manta y lo metió en la alforja mientras pensaba que tenía que tener cuidado en adelante, que estos barros son frágiles, quebradizos, no pasan de ser un poco de tierra a la que la suerte ha dado precaria consistencia, como al hombre en definitiva. Alimentado el cuerpo, despierto el espíritu, Jesús orientó sus pasos hacia el Templo.
Había ya mucha gente en la explanada de la que partía la difícil escalera de acceso. A los dos lados, a lo largo de los muros, se encontraban los tenderetes de los buhoneros, otros donde se vendían los animales para el sacrificio, aquí y allá, dispersos, los cambistas con sus bancas, grupos que conversaban, gesticulantes mercaderes, guardias romanos a pie y a caballo vigilando, literas a hombros de esclavos y también los dromedarios, los asnos aplastados por la carga, por todas partes un griterío frenético, ahora los débiles balidos de corderos y cabritos, algunos iban transportados en brazos o en la espalda, como niños cansados, otros arrastrados por una cuerda atada al cuello, pero todos camino de la muerte a cuchilladas y de la consumición por el fuego.
Jesús pasó por el baño de purificación, subió luego la escalinata y, sin detenerse, atravesó el Atrio de los Gentiles. Entró en el Patio de las Mujeres por la puerta entre la Sala de los {óleos y la Sala de los Nazarenos y encontró lo que venía buscando, los ancianos y los escribas que según la antigua costumbre disertaban allí sobre la Ley, respondían a cuestiones y daban consejos.
Había algunos grupos, el muchacho se acercó al menos numeroso en el preciso momento en que un hombre levantaba la mano para hacer una pregunta.
El escriba asintió con una señal y el hombre dijo, Explícame, te lo ruego, si debemos entender, palabra por palabra, sentido por sentido, tal como está escrito, las leyes que el Señor dio a Moisés en el Monte Sinaí, cuando prometió hacer reinar la paz en nuestra tierra y que nadie perturbaría nuestro sueño, cuando anunció que haría desaparecer de entre nosotros a los animales nocivos y que la espada no pasaría por nuestra tierra, y también que persiguiendo nosotros a nuestros enemigos, caerían ellos bajo nuestra espada, cinco de los vuestros perseguirán a un centenar, y cien de los vuestros perseguirán a diez mil, dijo el Señor, y vuestros enemigos caerán bajo vuestra espada. El escriba miró con expresión desconfiada a quien preguntaba, pensando si sería un entrometido rebelde, enviado por Judas de Galilea para alborotar los espíritus con malévolas insinuaciones sobre la Pasividad del Templo ante el poder de Roma, y respondió, brusco y breve, Esas palabras las dijo el Señor cuando nuestros padres estaban en el desierto y eran perseguidos por los egipcios.
El hombre volvió a levantar la mano, señal de otra pregunta, Debo entender que las palabras pronunciadas por el Señor en el Monte Sinaí sólo valían para aquellos tiempos, cuando nuestros padres buscaban la tierra de promisión, Si así lo has entendido, no eres un buen israelita, la palabra del Señor valió, vale y valdrá para todos los tiempos, pasados y futuros, la palabra del Señor estaba en la mente del Señor desde antes de que hablase y en ella continúa después de haber callado, Fuiste tú quien dijo lo que a mí me prohíbes pensar, Qué piensas tú, Que el Señor consiente que nuestras espadas no se levanten contra la fuerza que nos está oprimiendo, que cien de los nuestros no se atreven contra cinco de ellos, que diez mil judíos tienen que encogerse ante cien romanos, Estás en el Templo del Señor y no en un campo de batalla, El Señor es el dios de los ejércitos, Pero recuerda que el Señor impuso sus condiciones, Cuáles, Si cumplís mis leyes, si guardáis mis preceptos, dijo el Señor, Y qué leyes no cumplimos, y qué preceptos no guardamos para tener que aceptar por justa y necesaria, como castigo de pecados, la dominación de Roma, El Señor lo sabrá, Sí, el Señor lo sabrá, cuántas veces el hombre peca sin saberlo, pero explícame por qué se sirve el Señor del poder de Roma para castigarnos, en vez de hacerlo directamente, cara a cara con aquellos a quienes eligió para formar su pueblo, El Señor conoce sus fines, el Señor elige sus medios, Quieres decir entonces que es voluntad del Señor que los romanos manden en Israel, Sí, Si es como dices, tendremos que concluir que los rebeldes que andan luchando contra los romanos están también luchando contra el Señor y su voluntad, Concluyes mal, Y tú te contradices, escriba, El querer de Dios puede ser un no querer y su no querer, su voluntad, Sólo el querer del hombre es verdadero querer y no tiene importancia ante Dios, Así es, Entonces, el hombre es libre, Sí, para poder ser castigado. Corrió un murmullo entre los circunstantes, algunos miraron a quien hizo las preguntas, sin duda pertinentes a la pura luz de los textos, pero políticamente inconvenientes, lo miraron como si él, precisamente, debiera asumir los pecados todos de Israel y por ellos pagar, aliviados los sospechosos, en cierto modo, por el triunfo del escriba, que recibía con sonrisa complacida las felicitaciones y las alabanzas. Seguro de sí, el maestro miró a su alrededor, solicitando otra interpelación, como el gladiador que, habiéndole correspondido en suerte un adversario de poca monta, reclama otro de mayor porte y que le dé mayor gloria. Otro hombre levantó la mano, otra pregunta se presentaba, El Señor habló a Moisés y le dijo, El extranjero que reside con vosotros será tratado como uno de vuestros compatriotas y lo amarás como a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros en tierras de Egipto, eso dijo el Señor a Moisés. No acabó, porque el escriba, animado por su primera victoria, lo interrumpió con ironía, Supongo que no es tu idea preguntarme por qué no tratamos nosotros a los romanos como compatriotas, dado que son extranjeros, Te lo preguntaría si los romanos nos tratasen a nosotros como compatriotas suyos, sin preocuparnos, ni nosotros ni ellos, de otras leyes y otros dioses, También tú vienes aquí a provocar la ira del Señor con interpretaciones diabólicas de su palabra, interrumpió el escriba, No, sólo quiero que me digas si de verdad piensas que cumplimos la palabra santa cuando los extranjeros lo sean, no con relación a la tierra donde vivimos, sino a la religión que profesamos, A quién te refieres en particular, A algunos hoy, a muchos en el pasado, quizá a muchos más mañana, Sé claro, por favor, que no puedo perder el tiempo con enigmas ni parábolas, Cuando vinimos de Egipto, vivían en la tierra que llamamos Israel otras naciones a las que tuvimos que combatir, en aquellos días los extranjeros éramos nosotros, y el Señor nos dio orden de que matásemos y aniquilásemos a quienes se oponían a su voluntad, La tierra nos fue prometida, pero tenía que ser conquistada, no la compramos, ni nos fue ofrecida, Y hoy está bajo un dominio extranjero que estamos soportando, la tierra que habíamos hecho nuestra dejó de serlo, La idea de Israel mora eternamente en el espíritu del Señor, por eso dondequiera que esté su pueblo, reunido o disperso, ahí estará la Israel terrenal, De ahí se deduce, supongo, que en todas partes donde estemos nosotros, los judíos, siempre los otros hombres serán extranjeros, A los ojos del Señor, sin duda, Pero el extranjero que viva con nosotros será, según la palabra del Señor, nuestro compatriota y debemos amarlo como a nosotros mismos porque fuimos extranjeros en Egipto, El Señor lo dijo, Concluyo, entonces, que el extranjero a quien debemos amar es aquel que, viviendo entre nosotros, no sea tan poderoso que nos oprima, como ocurre, en los tiempos de hoy, con los romanos, Concluyes bien, Pues ahora vas a decirme, según lo que tus luces te aconsejen, si llegáramos un día nosotros a ser poderosos, permitirá el Señor que oprimamos a los extranjeros a quienes el mismo Señor mandó amar, Israel no podrá querer sino lo que el Señor quiere, y el Señor, por el hecho de haber elegido a este pueblo, querrá todo cuanto sea bueno para Israel, Aunque sea no amar a quien se debería amar, Sí, si esa fuera finalmente su voluntad, De Israel o del Señor, De ambos, porque son uno, No violarás el derecho del extranjero, palabra del Señor, Cuando el extranjero lo tenga y se lo reconozcamos, dijo el escriba.
De nuevo se oyeron murmullos de aprobación que hicieron brillar los ojos del escriba como los del vencedor de pancracio, o los de un discóbolo, un reciario, un conductor de carros. La mano de Jesús se levantó. A ninguno de los presentes le sorprendió que un muchacho de esta edad se presentase a interrogaqr a un escriba o a un doctor del Templo, pues siempre ha habido adolescentes con dudas, desde Caín y Abel, en general hacen preguntas que los adultos reciben con una sonrisa de condescendencia y una palmadita en la espalda, Crece, crece y verás cómo esto no tiene importancia, y los más comprensivos dirán, Cuando yo tenía tu edad también pensaba así. Algunos de los presentes se alejaron, otros se disponían a hacerlo, ante la apenas oculta contrariedad del escriba que veía escapársele un público hasta entonces atento, pero la pregunta de Jesús hizo que se volvieran algunos que pudieron oírla, Quiero saber sobre la culpa, Hablas de una culpa tuya, Hablo de la culpa en general, pero también de la culpa que yo pueda tener incluso sin haber pecado directamente, Explícate mejor, Dijo el Señor que los padres no morirán por los hijos ni los hijos por los padres, y que cada uno será condenado a la muerte por su propio delito, Así es, pero debes saber que se trataba de un precepto para aquellos antiguos tiempos en los que la culpa de un miembro de la familia debía ser pagada por toda la familia, incluyendo los inocentes, Pero, siendo la palabra del Señor eterna y no estando a la vista el fin de las culpas, recuerda lo que tú mismo dijiste hace poco, que el hombre es libre para poder ser castigado, creo que es legítimo pensar que el delito del padre, incluso siendo castigado, no queda extinto con el castigo y forma parte de la herencia que transmite al hijo, como los vivos de hoy heredamos la culpa de Adán y Eva, nuestros primeros padres, Asombrado estoy de que un muchacho de tu edad y de tu condición parezca saber tanto de las Escrituras y sea capaz de discurrir sobre ellas de manera tan fluida, Sólo sé lo que aprendí, De dónde vienes, De Nazaret de Galilea, Ya me parecía, por tu modo de hablar, Responde a lo que te he preguntado, por favor, Podemos admitir que la principal culpa de Adán y Eva, cuando desobedecieron al Señor, no haya sido tanto la de probar el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal como la consecuencia que de ahí fatalmente tendría que resultar, es decir, impedir, con su pecado, que el Señor cumpliera el plan que tenía en su mente al crear al hombre y luego a la mujer, Quieres decir que todo acto humano, la desobediencia en el paraíso o cualquier otro, interfiere la voluntad de Dios siempre y que, en definitiva, podríamos comparar la voluntad de Dios con una isla en el mar, rodeada y asaltada por las revueltas aguas de las voluntades de los hombres, esta pregunta la lanzó el segundo de los cuestionadores, que a tal osadía no se hubiera atrevido el hijo del carpintero, No será tanto así, respondió cautelosamente el escriba, la voluntad del Señor no se contenta con prevalecer sobre todas las cosas, ella hace que todo sea lo que es, Pero tú mismo has dicho que la desobediencia de Adán es la causa de que no conozcamos el proyecto que Dios había concebido para él, Así es, según la razón, pero en la voluntad de Dios, creador y regidor del universo, están contenidas todas las voluntades posibles, la suya, pero también las de todos los hombres nacidos y por nacer, Si fuera como dices, intervino Jesús, súbitamente iluminado, cada uno de los hombres sería una parte de Dios, Probablemente, pero la parte representada por todos los hombres juntos sería como un grano de arena en el desierto infinito que Dios es. El hombre presuntuoso que hasta entonces había sido el escriba desapareció. está sentado en el suelo, como antes, a su alrededor los asistentes lo miran con tanto respeto como temor, como quien está ante un mago que, involuntariamente, hubiera convocado y hecho aparecer fuerzas de las que, a partir de este momento, sólo podría ser súbdito. Decaídos los hombros, tenso el rostro, las manos abandonadas sobre las rodillas, todo su cuerpo parecía pedir que le dejaran entregado a su angustia. Los circunstantes empezaron a levantarse, algunos se dirigieron hacia el Atrio de los Israelitas, otros se acercaban a los grupos donde proseguían los debates. Jesús dijo, No has respondido a mi pregunta. El escriba enderezó lentamente la cabeza, lo miró con la expresión de quien acabara de salir de un sueño y, tras un largo, casi insoportable silencio, dijo, La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre. Ese lobo de que hablas ya se comió a mi padre, Entonces sólo falta que te devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido o devorado, No sólo comido y devorado, sino también vomitado.
Jesús se levantó y salió.
Camino de la puerta por donde había entrado, se detuvo y miró atrás. La columna de humo de los sacrificios subía recta al cielo e iba a disiparse y desaparecer en las alturas, como si la aspirasen los gigantescos fuelles del pulmón de Dios. La mañana estaba mediada, crecía la multitud y en el interior del Templo quedaba un hombre roto y dilacerado por el vacío, a la espera de sentir que se le reconstituía el hueso de la costumbre, la piel del hábito, para poder responder, dentro de un rato o mañana, tranquilamente, a alguien que venga con la idea de querer saber, por ejemplo, si la sal en que la mujer de Lot se transformó era sal gema o sal marina, o si la embriaguez de Noé fue de vino blanco o de vino tinto. Fuera ya del Templo, Jesús preguntó cuál era el camino hacia Belén, su segundo destino, dos veces se perdió en la confusión de las calles y de la gente, hasta que encontró la puerta por donde, en el vientre de su madre, pasó trece años atrás, presto ya a venir al mundo. No se suponga, sin embargo, que Jesús piensa este pensamiento, bien sabido es que las evidencias de la obviedad cortan las alas al pájaro inquieto de la imaginación, un ejemplo daremos y basta, mire el lector de este evangelio un retrato de su madre, que la represente grávida de él, y díganos si es capaz de imaginarse dentro. Baja Jesús en dirección a Belén, podría ahora reflexionar sobre las respuestas dadas por el escriba, no sólo a su pregunta, sino también a otras antes que a la suya, pero lo que le perturba es la embarazosa impresión de que todas las preguntas eran, en definitiva, una sola y la respuesta dada a cada una a todas servía, principalmente la última, que lo resumía todo, el hambre eterna del lobo de la culpa, que eternamente come, devora y vomita. Muchas veces, gracias a las debilidades de la memoria, no sabemos, o sabemos como quien deseara olvidarlo, la causa, el motivo, la raíz de la culpa o, para hablar de manera figurada al modo del escriba, el cubil de donde el lobo sale para cazarnos. Jesús lo sabe y hacia allí camina.
No tiene la menor idea de lo que hará, pero haber venido es como ir avisando, a un lado y otro del camino, Aquí estoy, a la espera de que alguien salga en un recodo, qué quieres, castigo, perdón, olvido. Como el padre y la madre hicieron en su tiempo, se detuvo ante la tumba de Raquel para orar.
Luego, sintiendo que se le aceleraban los latidos del corazón, siguió hacia delante.
Las primeras casas de Belén estaban a la vista, ésta era la entrada de la aldea por donde todas las noches irrumpían, en sueños, el padre asesino y los soldados de la compañía, en verdad esto no parece sitio para aquellos horrores, no es sólo el cielo el que lo niega, este cielo por donde pasan nubes blancas y tranquilas como benévolos gestos de Dios, la propia tierra parece dormir al sol, tal vez sería mejor decir, Dejemos las cosas como están, no removamos los huesos del pasado y, antes de que una mujer, con un niño en brazos, aparezca en una de estas puertas preguntando, A quién buscas, volverse atrás, borrar el rastro de los pasos que aquí nos trajeron y rogar que el movimiento perpetuo del cedazo del tiempo cubra con una rápida e insondable polvareda hasta la más tenue memoria de estos acontecimientos. Demasiado tarde. Hay un momento, rozando ya casi la telaraña, en el que la mosca estaría a tiempo de escapar de la trampa, pero, si la ha tocado ya, si el flujo viscoso rozó el ala en adelante inútil, cualquier movimiento servirá sólo para que el insecto se enmalle más y se paralice, irremediablemente condenado, aunque la araña despreciase, por insignificante, esta pieza de caza. Para Jesús el momento ha pasado. En el centro de una plaza, donde en una esquina hay una higuera frondosa, se ve una pequeña construcción cúbica que no necesita ser mirada por segunda vez para saber que es un túmulo. Se aproximó Jesús, le dio una vagarosa vuelta, se detuvo a leer las inscripciones medio borradas que había en uno de sus lados y, hecho esto, comprendió que acababa de encontrar lo que buscaba. Una mujer que atravesaba la plaza llevando de la mano a un niño de cinco años se detuvo, miró con curiosidad al forastero y preguntó, De dónde vienes, y como si creyera necesario justificar la pregunta, No eres de aquí, Soy de Nazaret de Galilea, Tienes familia en estos lugares, No, vine a Jerusalén y, como estaba cerca, decidí ver Belén, Estás de paso, Sí, vuelvo a Jerusalén en cuanto empiece a refrescar la tarde. La mujer levantó al niño, lo sentó en el brazo izquierdo diciendo, Que el Señor quede contigo, e hizo un movimiento para retirarse, pero Jesús la retuvo preguntando, Este túmulo de quién es. La mujer apretó al niño contra el pecho, como si quisiera protegerlo de una amenaza, y respondió, Son veinticinco niños que fueron muertos hace muchos años, Cuántos, Veinticinco, ya te lo he dicho, Hablo de los años, Ah, unos catorce, Son muchos, Deben de serlo, calculo que más o menos los que tú tienes, Así es, pero yo estoy hablando de los niños, Ah, uno de ellos era hermano mío, Un hermano tuyo está ahí dentro, Sí, Y ese que llevas en brazos, es tu hijo, Es mi primogénito, Por qué fueron muertos los niños, No se sabe, entonces yo tenía sólo siete años, Pero sin duda se lo habrás oído contar a tus padres y a los otros mayores, No era necesario, yo misma vi cómo mataban a algunos, A tu hermano, También a mi hermano, Y quién los mató, Aparecieron unos soldados del rey en busca de niños varones hasta los tres años y los mataron a todos, Y dices que no se sabe por qué, Nunca se ha sabido hasta el día de hoy, Y después de la muerte de Herodes, no intentó nadie averiguarlo, no fue nadie al Templo a pedir a los sacerdotes que indagasen, No lo sé, Si los soldados hubieran sido romanos, todavía se comprendería, pero así, que nuestro propio rey mande matar a sus súbditos, niños de tres años, alguna razón tendría que haber, La voluntad de los reyes no es para nuestro entendimiento, quede el Señor contigo y te proteja, Ya no tengo tres aqños, A la hora de la muerte, los hombres tienen siempre tres años, dijo la mujer, y se alejó. Cuando se quedó solo, Jesús se arrodilló en el suelo, al lado de la piedra que cerraba la entrada de la tumba, sacó de la alforja un mendrugo de pan que le quedaba, duro ya, deshizo un trozo entre las palmas de las manos y lo desmigó luego junto a la puerta, como una ofrenda a las invisibles bocas de los inocentes. En el instante en que lo estaba haciendo apareció, procedente de la esquina más cercana, otra mujer, pero ésta era muy vieja, curvada, caminaba ayudándose con un bastón.
Confusamente, porque no le daba la vista mayores alcances, se dio cuenta del gesto del muchacho. Se detuvo atenta, lo vio luego levantarse, inclinar la cabeza, como si recitase una oración por el descanso de los infortunados infantes, que, aunque esa sea la costumbre, no nos atreveremos a desear eterno, por habernos fallado la imaginación cuando, una sola vez, intentamos representarnos lo que podría ser eso de descansar eternamente. Jesús acabó su responsorio y miró alrededor, muros ciegos, puertas cerradas, sólo se veía, allí parada, una vieja muy vieja, vestida con una túnica de esclava y apoyada en su bastón, demostración viva de la tercera parte del famoso enigma de la esfinge, cuál es el animal que anda a cuatro patas por la mañana, dos por la tarde y tres al anochecer, es el hombre, respondió el expertísimo Edipo, no se le ocurrió entonces que algunos ni al mediodía consiguen llegar, nada más en Belén, de una sentada, fueron veinticino. La vieja se fue acercando, acercando, y ahora está delante de Jesús, agacha el cuello para verlo mejor y pregunta, Buscas a alguien, El muchacho no respondió en seguida, en verdad no andaba buscando a persona alguna, las personas que había encontrado estaban muertas, aquí, a dos pasos, ni se podría decir que fueran personas, unas criaturas de pañales y chupete, llorones y babeantes, de pronto la muerte llegó y los convirtió en gigantescas presencias que no caben en nichos ni osarios y, todas las noches, si hay justicia, salen al mundo mostrando las heridas mortales, las puertas por donde se les fue la vida, abiertas a tajos de espada, No, dijo Jesús, no busco a nadie. La vieja no se retiró, parecía esperar a que él continuase, y esa actitud sacó de la boca de Jesús palabras que no había pensado decir, Nací en esta aldea, en una cueva, me gustaría ver el sitio. La vieja retrocedió un difícil paso, afirmó la mirada cuanto pudo y, temblándole la voz, preguntó, Tú, cómo te llamas, de dónde vienes, quiénes son tus padres. A una esclava sólo responde quien quiera hacerlo, pero el prestigio de la última edad, incluso siendo de inferior condición, tiene mucha fuerza, a los viejos, a todos, se les debe responder siempre, porque siendo ya tan poco el tiempo que tienen para hacer preguntas, extrema crueldad sería dejarlos privados de respuestas, recordemos que una de ellas bien pudiera ser la que esperaban. Me llamó Jesús, vengo de Nazaret de Galilea, dijo el muchacho, que no anda diciendo otra cosa desde que salió de casa. La vieja avanzó el paso que había retrocedido, Y tus padres, cómo se llaman, Mi padre se llamaba José, mi madre es María, Cuántos años tienes, Voy por los catorce.
La mujer miró a su alrededor como si buscara donde sentarse, pero una plaza de Belén de Judea no es lo mismo que el jardín de San Pedro de Alcántara, con bancos y vista apacible al castillo, aquí nos sentamos en el polvo del suelo o, en el mejor de los casos, en el umbral de las puertas o, si hay una tumba, en la piedra que se deja al lado de la entrada para el reposo y desahogo de los vivos que vienen a llorar a sus seres queridos, o incluso, quién sabe, de los fantasmas que salen de sus tumbas para llorar las lágrimas que sobraron de la vida, como es el caso de Raquel, aquí tan cerca, en verdad está escrito, es Raquel quien llora a sus hijos y no quiere ser consolada porque ya no existen, no es preciso tener la astucia de Edipo para ver que el sitio condice con la situación y el llanto con la causa. La vieja se sentó trabajosamente en la piedra, el muchacho hizo un gesto para ayudarla pero no llegó a tiempo, los gestos no totalmente sinceros llegan siempre con retraso. Te conozco, dijo la vieja, te equivocas, respondió Jesús, yo nunca estuve aquí y tú nunca me viste en Nazaret, Las primeras manos que te tocaron no fueron las de tu madre, sino las mías, Cómo es posible esto, mujer, Mi nombre es Zelomi y fui tu comadrona. En el impulso de un instante, demostrándose así la autenticidad caracteriológica de los movimientos hechos a tiempo, Jesús se arrodilló a los pies de la esclava, vacilando inconscientemente entre una curiosidad que parecía a punto de recibir satisfacción y un simple deber de cortesía, el deber de manifestar reconocimiento a alguien que, sin más responsabilidad que haber estado presente en la ocasión, nos extrajo de un limbo sin memoria para lanzarnos a una vida que nada sería sin ella.
Mi madre nunca me habló de ti, dijo Jesús, No tenía por qué hablar, tus padres aparecieron por casa de mi amo pidiendo ayuda y como yo tenía experiencia, Fue en el tiempo de la matanza de los inocentes que están en la tumba, Sí, y tú tuviste suerte, no te encontraron, Porque vivíamos en la cueva, Sí, o quizá porque os habíais marchado antes, eso no llegué a saberlo, cuando fui a ver si os había pasado algo, encontré la cueva vacía, Te acuerdas de mi padre, Sí, me acuerdo, era entonces un hombre joven, de buena figura, buena persona, Ha muerto ya, Pobre hombre, qué corta le salió la vida, y tú, siendo primogénito, por qué has dejado a tu madre, supongo que todavía estará viva, He venido para conocer el lugar donde nací y también para saber más de los niños que fueron asesinados, Sólo Dios sabrá por qué murieron, el ángel de la muerte, tomando figura de unos soldados de Herodes, bajó a Belén y los condenó, Crees que fue voluntad de Dios, Sólo soy una esclava vieja, pero, desde que nací, oigo decir que todo cuanto ocurre en el mundo, incluso el sufrimiento y la muerte, sólo puede suceder porque Dios antes lo quiso, Así está escrito, Comprendo que Dios quiera mi muerte uno de estos días, pero no la de unos niños inocentes, tu muerte la decidirá Dios a su tiempo, la muerte de los niños la decidió la voluntad de un hombre, Poco puede la mano de Dios si no basta para interponerse entre el cuchillo y el sentenciado, No ofendas al Señor, mujer, Quien como yo nada sabe no puede ofender, Hoy, en el Templo, oí decir que todo acto humano, por insignificante que sea, interfiere la voluntad de Dios, y que el hombre sólo es libre para poder ser castigado, No es de ser libre de donde viene mi castigo, sino de ser esclava, dijo la mujer. Jesús se calló. Apenas había oído las palabras de Zelomi porque el pensamiento, como una súbita hendidura, se abrió hacia la ofuscadora evidencia de que el hombre es un simple juguete en manos de Dios, eternamente sujeto a hacer sólo lo que a Dios plazca, tanto cuando cree obedecerle en todo, como cuando en todo supone contrariarlo.
Caía el sol, la sombra maléfica de la higuera se acercaba. Jesús retrocedió un poco y llamó a la mujer, Zelomi, ella alzó con dificultad la cabeza, Qué quieres, preguntó, Llévame a la cueva donde nací, o dime dónde está, si no puedes andar, Me cuesta caminar, sí, pero tú no la encontrarías si yo no te llevase, Está lejos, No, pero hay otras cuevas y todas parecen iguales, Vamos, Pues sí, vamos, dijo la mujer.
En Belén, las personas que aquel día vieron pasar a Zelomi y al muchacho desconocido se preguntaron unas a otras de dónde se conocerían. Nunca llegarían a saberlo, porque la esclava guardó silencio los dos años que aún tuvo de vida y Jesús no volvió nunca a la tierra donde nació. Al día siguiente, Zelomi regresó a la cueva donde dejó al muchacho. No lo encontró. Contaba con que iba a ser así. Nada tendrían que decirse si todavía estuviera allí.
Mucho se ha hablado de las coincidencias de las que la vida está hecha, tejida y compuesta, pero casi nada de los encuentros que, día a día, van aconteciendo en ella, y eso a pesar de que son estos encuentros, casi siempre, los que orientan y determinan la misma vida, aunque en defensa de aquella concepción parcial de las contingencias vitales sea posible argumentar que un encuentro es, en su más riguroso sentido, una coincidencia, lo que no significa, claro está, que todas las coincidencias tengan que ser encuentros. En los casos generales de este evangelio, ha habido coincidencias bastantes y, en cuanto a los particulares de la vida de Jesús propiamente dicha, sobre todo desde que, habiendo él salido de casa, pasamos a prestarle una atención exclusiva, puede observarse que no han faltado los encuentros. Dejando de la lado la infortunada peripecia de los ladrones camineros, por no ser futuribles los efectos que en el porvenir próximo y distante puedan acabar teniendo, este primer viaje independiente de Jesús se ha mostrado bastante rico en encuentros, como la aparición providencial del fariseo filántropo, gracias al cual no sólo el afortunado muchacho pudo sacarse el hambre de la barriga, como, por emplear en comer el tiempo que empleó, llegó al Templo a la hora de oír las preguntas y escuchar las respuestas que, por así decirlo, harían de colchón a la cuestión que trajo de Nazaret, acerca de responsabilidades y culpas, si todavía nos acordamos. Dicen los entendidos en las reglas del bien contar cuentos que los encuentros decisivos, tal como sucede en la vida, deberán ir entremezclados y entrecruzarse con otros mil de poca o nula importancia, a fin de que el héroe de la historia no se vea transformado en un ser de excepción a quien todo le puede ocurrir en la vida, salvo vulgaridades. Y también dicen que es éste el proceso narrativo que mejor sirve al siempre deseado efecto de la verosimilitud, pues si el episodio imaginado y descrito no es ni podrá convertirse nunca en hecho, en dato de la realidad, y ocupar lugar en ella, al menos ha de procurarse que pueda parecerlo, no como en el relato presente, en el que de modo tan manifiesto se ha abusado de la confianza del lector, llevando a Jesús a Belén para, de buenas a primeras, darse de bruces, nada más llegar, con la mujer que hizo de partera en su nacimiento, como si ya no pasara de la raya el encuentro y los puntos de partida adelantados por la otra que venía con el hijo en brazos, colocada adrede para las primeras informaciones. Pero lo más difícil de creer está por venir, después de que la esclava Zelomi hubiera acompañado a Jesús a la cueva y lo dejara allí, porque así se lo pidió él, sin contemplaciones, Déjame solo, entre estas oscuras paredes, quiero, en este gran silencio, escuchar mi primer grito, si los ecos pueden durar tanto, éstas fueron las palabras que la mujer creyó haber oído y por eso aquí se registran, aunque sean, en todo, una ofensa más a la verosimilitud, debiendo nosotros imputarlas, por precaución lógica, a la evidente senilidad de la anciana. Se fue pues Zelomi con su vacilante andar de vieja, paso a paso tanteando la firmeza del suelo con el cayado sostenido con ambas manos, aunque más hermosa acción habría sido la del muchacho si hubiera ayudado a la pobre y sacrificada mujer a regresar a casa, pero la juventud es así, egoísta, presuntuosa, y Jesús, que él sepa, no tiene motivos para ser diferente de los de su edad.