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Jesús duerme ahora, lo rindió el misericordioso cansancio de estos días, la muerte terrible del padre, la herencia de la pesadilla, la confirmación resignada de la madre y, luego, el penoso viaje a Jerusalén, el Templo aterrador, las palabras sin consuelo proferidas por el escriba, el descenso a Belén, el destino, la esclava Zelomi llega desde el fondo del tiempo para traerle el conocimiento final, no es sorprendente que el cuerpo extenuado hubiera hecho que el mísero espíritu cayera con él, ambos parecían reposar, pero ya el espíritu se mueve y en sueños hace que el cuerpo se levante para ir ambos a Belén, y allí, en medio de la plaza, confesar la tremenda culpa, Yo soy, dirá el espíritu con la voz del cuerpo, aquel que trajo la muerte a vuestros hijos, juzgadme, condenad este cuerpo que os traigo, el cuerpo del que soy ánimo y alma, para que lo podáis atormentar y torturar, pues sabido es que sólo por el castigo y por el sacrificio de la carne se podrá alcanzar la absolución y el premio del espíritu. En el sueño están las madres de Belén con los hijos muertos en los brazos, sólo uno de ellos está vivo y la madre es aquella mujer que encontró Jesús con el niño en brazos, es ella quien responde, Si no puedes restituirles la vida, cállate, ante la muerte no hay palabras. El espíritu, humillándose, se recogió en sí mismo como una túnica doblada tres veces, entregando el cuerpo inerme a la justicia de las madres de Belén, pero Jesús no llegará a saber que podría sacar de allí el cuerpo salvo, era lo que la mujer que todavía llevaba en brazos al niño vivo se disponía a anunciarle, Tú no tienes la culpa, vete, cuando lo que a él le pareció un repentino y ofuscante resplandor inundó la cuerva y lo despertó de golpe, Dónde estoy, fue su primer pensamiento, y levantándose con dificultad del suelo, los ojos lagrimosos, vio a un hombre alto, gigantesco, con una cabeza de fuego, pero pronto se dio cuenta de que lo que le pareció cabeza era una antorcha alzada en la mano derecha casi hasta el techo de la cueva, la cabeza verdadera estaba un poco más abajo, por el tamaño podía ser la de Goliat, pero la expresión del rostro no tenía nada de furor guerrero, más bien era la sonrisa complacida de quien, habiendo buscado, halló. Jesús se levantó y retrocedió hasta la pared de la cueva, ahora podía ver mejor la cara del gigante, que al fin no lo era tanto, sólo un palmo más alto que los hombres más altos de Nazaret, las ilusiones ópticas, sin las que no hay prodigios ni milagros, no son un descubrimiento de nuestra época, basta ver que el propio Goliat no acabó jugando al baloncesto sólo porque nació antes de tiempo. Quién eres, preguntó el hombre, pero se notaba que era sólo para iniciar la charla. Colocó la antorcha en una grieta de la roca, dejó contra la pared dos palos que llevaba, uno pulido por el uso, de gruesos nudos, otro que parecía acabado de desgajar del árbol, aún con la corteza, y luego se sentó en la piedra mayor, componiendo sobre los hombros el amplio manto en que se envolvía. Soy Jesús de Nazaret, respondió el muchacho, Y qué has venido a hacer aquí, si eres de Nazaret, Soy de Nazaret pero he nacido en esta cueva, he venido para ver el sitio donde nací, Donde naciste fue en la barriga de tu madre y ahí no podrás volver jamás. Por no oídas antes, así tan crudas, las palabraas hicieron ruborizarse a Jesús que se calló. Te has escapado de casa, preguntó el hombre. El muchacho vaciló como si estuviese reflexionando en su interior si realmente podría llamarse fuga su marcha y acabó por responder, Sí, No te entendías con tus padres, Mi padre ha muerto ya, Ah, dijo el hombre, pero Jesús experimentó una extraña e indefinible sensación, la de que él ya lo sabía, y no sólo esto, sino que sabía también todo lo demás, lo que había sido dicho y lo que aún estaba por decir. No has respondido a mi pregunta, insistió el hombre, A cuál, Si no te entendías con tus padres, Eso es cosa mía, Háblame con respeto, muchacho, o tomo el lugar de tu padre para castigarte, aquí no te oiría ni Dios, Dios es ojo, oreja y lengua, lo ve todo, lo oye todo, y si no lo dice todo es porque no quiere, Qué sabes tú de Dios, chiquillo, Sé lo que he aprendido en la sinagoga, En la sinagoga no habrás oído decir nunca que Dios es un ojo, una oreja y una lengua, La conclusión es mía, si Dios no fuese eso no sería Dios, Y por qué crees tú que Dios es un ojo y una oreja y no dos ojos y dos orejas como tú y como yo, Para que un ojo no pudiera engañar al otro ojo y una oreja a la otra oreja, para la lengua no es necesario, es una sola, La lengua de los hombres también es doble, tanto sirve para la verdad como para la mentira, A Dios no le es permitido mentir, Quién se lo impide, El mismo Dios, o se negaría a sí mismo, Ya lo has visto, A quién, A Dios, Algunos lo han visto y lo anunciaron. El hombre se mantuvo en silencio mirando al muchacho como si buscara en él unos rasgos conocidos, luego dijo, Sí, es cierto, algunos creyeron haberlo visto. Hizo una pausa y prosiguió ahora con una sonrisa de malicia, No has llegado a responderme, Responderte a qué, A si te llevabas bien con tus padres, Salí de casa porque quería conocer mundo, Tu lengua conoce el arte de mentir, muchacho, pero sé bien quién eres, eres hijo de un carpintero de obra basta llamado José y de una cardadora de lana llamada María, Cómo lo sabes, Lo supe un día y no lo he olvidado, Explícate mejor, Soy pastor, hace muchos años que ando por ahí con mis ovejas, mis cabras y el bode y el carnero para cubrirlas, estaba por estos sitios cuando viniste al mundo y seguía aquí cuando vinieron a matar a los niños de Belén, te conozco desde siempre, como ves. Jesús miró al hombre con temor y preguntó, Cómo te llamas, Para mis ovejas no tengo nombre, Yo no soy una oveja tuya, Quién sabe, Dime cómo te llamas, Si te empeñas en darme un nombre, llámame Pastor, con eso basta para que venga, si me llamas, Quieres llevarme contigo de ayudante, Estaba esperando que me lo pidieras, Y qué, Te recibo en mi rebaño. El hombre se levantó, tomó la antorcha y salió al aire libre. Jesús lo siguió. Era noche cerrada, todavía no había salido la luna. Juntas, a la entrada de la cueva, sin más ruido que el leve tintineo de las campanillas de algunas, las ovejas y las cabras, tranquilas, parecían haber estado a la espera de la conclusión de la charla entre su pastor y el ayudante nuevo.
El hombre levantó el hachón para mostrar las cabezas negras de las cabras, los hocicos blancuzcos de las ovejas, los lomos secos y escurridos de unas, las redondas y felpudas grupas de otras, y dijo, {éste es mi rebaño, procura no perder ni uno solo de estos animales.
Sentados a la boca de la cueva, bajo la luz inestable de la antorcha, Jesús y el pastor comieron del queso y del pan duro que llevaba en las alforjas. Luego el pastor fue adentro y trajo el palo nuevo, el que tenía aún la corteza. Encendió una hoguera y, en poco tiempo, moviendo hábilmente el palo entre las llamas, le fue quemando la corteza hasta hacerla saltar en largas tiras, después alisó toscamente los nudos. Lo dejó enfriar un poco y volvió a meterlo en la lumbre, ahora moviéndolo más deprisa, sin dar tiempo a que las llamas lo quemasen, oscureciendo de este modo y fortaleciendo la epidermis de la madera, como si sobre la joven vara se hubiesen anticipado los años.
Cuando llegó al final de su trabajo, dijo, Aquí tienes, fuerte y derecho, tu cayado de pastor, es tu tercer brazo.
Pese a no ser de manos delicadas, Jesús tuvo que soltar el palo, que cayó al suelo, tan caliente estaba.
Cómo lo puede aguantar él, pensó, y no encontró respuesta. Cuando nació la luna, entraron en la cueva para dormir. Unas pocas ovejas y cabras entraron también y se acostaron al lado de ellos.
Alboreaba el primer lucero de la mañana cuando el pastor sacudió a Jesús, diciéndole, Levántate, basta ya de dormir, el ganado está hambriento, de aquí en adelante tu trabajo será llevarlo a los pastos, nunca en tu vida harás nada más importante. Lentamente, porque la marcha iba regulada por el paso trabado y menudo del rebaño, yendo el pastor delante y el ayudante detrás, se fueron todos, humanos y animales, en una fresca y transparente madrugada que parecía no tener prisa de hacer nacer el sol, celosa de una claridad que era como la de un mundo recién comenzado.
Mucho más tarde, una mujer mayor, que apenas podía andar ayudándose de un bordón como una tercera pierna, vino de las escondidas casas de Belén y entró en la caverna. No se quedó muy sorprendida al no hallar allí a Jesús, probablemente ya nada tendrían que decirse el uno al otro. En la media oscuridad habitual de la cueva brillaba la almendra luminosa del candil que el pastor había cargado nuevamente de aceite.
Dentro de cuatro años Jesús encontrará a Dios. Al hacer esta inesperada revelación, quizá prematura a la luz de las reglas del buen narrar antes mencionadas, lo que se pretende es tan sólo disponer convenientemente al lector de este evangelio a dejarse entretener con algunos vulgares episodios de la vida pastoril, aunque estos, lo adelantamos ya para que tenga disculpa quien sienta la tentación de saltárselos, nada sustancial aportan a la materia principal. No obstante, cuatro años siempre son cuatro años, sobre todo en una edad de tan grandes mudanzas físicas y mentales, ellas son el cuerpo que crece de esta desatinada manera, ellas son la barba que empieza a sombrear una piel ya de sí morena, ellas son la voz que se vuelve profunda y gruesa como una piedra rodando por la falda de una montaña, ellas son la tendencia al devaneo y al soñar despierto, cosas siempre censurables, especialmente cuando hay deberes de vigilancia que cumplir, es el caso de los centinelas en cuarteles, castillos y campamentos, por ejemplo, o, por no salirnos de la historia, de este novel ayudante de pastor a quien fue dicho que no podía perder de vista las cabras y ovejas del patrón. Que, a decir verdad, no se sabe quién es.
Pastorear, en este tiempo y en estos lugares, es trabjo para siervo o esclavo torpe, obligado, bajo pena de castigo, a dar constante y puntual cuenta de la leche, del queso y de la lana, sin hablar ya del número de cabezas de ganado, que siempre deberá estar en aumento, para que puedan decir los vecinos que los ojos del Señor contemplan con benignidad al piadoso propietario de bienes tan profusos, el cual, si quiere estar conforme con las reglas del mundo, más deberá fiarse de la benevolencia del Señor que de la fuerza genesíaca de los cubridores de su rebaño. Extraño es, sin embargo, que Pastor, que así quiso él que lo llamáramos, no parezca tener amo que lo gobierne, pues en estos cuatro años no vendrá nadie al desierto a recoger la lana, la leche o el queso, ni el mayoral dejará el ganado para ir a dar cuenta de su obligación. Todo estaría bien si el pastor fuese, en el sentido conocido y acostumbrado de la palabra, el dueño de estas cabras y de estas ovejas, pero es muy difícil creer que realmente lo sea quien, como él, desperdicia cantidades de lana que superan todo lo imaginable y, por lo visto, sólo trasquila para que no se ahoguen de calor las ovejas, o quien aprovecha la leche, si la aprovecha, sólo para fabricar el queso de cada día y cambiar la que sobra por higos, támaras y pan, o quien, finalmente, enigma de los enigmas, no vende cordero o cabrito de su rebaño, ni siquiera en tiempos de Pascua, cuando, por el aumento de la demanda, alcanzan muy buen precio. No es de admirar, pues, que el rebaño crezca y crezca sin parar, como si, con el entusiasmo de quien sabe garantizada una duración justa de vida, cumpliese aquella famosa orden que el Señor dio, quizá poco seguro de la eficacia de los dulces instintos naturales, Creced y multiplicaos. En esta grey insólita y vagabunda se muere de vejez y es el propio Pastor, en persona, quien, serenamente, ayuda a morir, matándolos, a los animales que por dolencia o senilidad ya no pueden acompañar al rebaño.
Jesús, la primera vez que tal cosa aconteció después de que empezase a trabajar para el pastor, protestó contra aquella fría crueldad, pero él respondió simplemente, O los mato, como siempre he hecho, o los dejo abandonados para que mueran solos por estos desiertos, o retengo el rebaño y me quedo aquí a la espera de que mueran, sabiendo que si tardan días en morir, se acabarán los pastos, que no son suficientes para los que todavía están vivos, dime cómo procederías tú si estuvieses en mi lugar y si, como yo, fueses señor de la vida y de la muerte de tu rebaño. Jesús no supo qué responder y, para cambiar de tema, preguntó, Si no vendes la lana, si tenemos más leche y más queso de lo que necesitamos para vivir, si no haces comercio de corderos y cabritos, para qué quieres el rebaño y lo dejas crecer así, hasta el punto de que un día, si continúas, acabará cubriendo todos estos montes, llenando la tierra entera, y Pastor respondió, El rebaño estaba aquí, alguien tenía que cuidar de él y defenderlo de la codicia ajena, y me tocó a mí, Aquí, dónde, Aquí, allí, en todas partes, Quieres decir, si no me engaño, que el rebaño siempre estuvo, siempre fue, Más o menos, Fuiste tú quien compró la primera oveja y la primera cabra, No, Quién fue, Las encontré, no sé si fueron compradas, y ya eran rebaño cuando las encontré, Te las dieron, Nadie me las dio, las encontré, me encontraron ellas, Entonces, eres el dueño, No soy el dueño, nada de lo que existe en el mundo me pertenece, Porque todo pertenece al Señor, debías saberlo, Tú lo dices, Cuánto tiempo hace que eres pastor, Ya lo era cuando naciste tú, Desde cuándo, No lo sé, tal vez cincuenta veces la edad que tienes, Sólo los patriarcas de antes del diluvio vivieron tantos años o más, ningún hombre de los de ahora puede esperar tan larga vida, Lo sé muy bien, Si lo sabes, pero insistes en que has vivido todo ese tiempo, admitirás que yo piense que no eres hombre, Lo admito. Aunque Jesús, que tan bien encaminado venía en el orden y secuencia del interrogatorio, como si en la cartilla socrática hubiese aprendido las artes de la mayéutica analítica, aunque Jesús preguntase, qué eres, entonces, ya que hombre no eres, es muy probable que Pastor condescendiese a responderle con aire de quien no quiere dar extrema importancia al asunto, Soy un ángel, pero no se lo digas a nadie. Ocurre esto muchas veces, no hacemos las preguntas porque aún no estábamos preparados para oír las respuestas, o, simplemente, por tener miedo de ellas. Y, cuando encontramos valor suficiente para hacerlas, es frecuente que no nos respondan, como hará Jesús cuando un día le pregunten, Qué es la verdad.
Entonces, se callará hasta hoy.
Sea quien sea, Jesús ya sabe, sin necesidad de preguntar, que su enigmático compañero no es un ángel del Señor, pues los ángeles cantan a todas horas del día y de la noche las glorias del Señor, no son como los hombres, que sólo lo hacen por obligación y en las ocasiones reglamentadas, también es cierto que los ángeles tienen razones más próximas y justificadas para cantar tanto, pues con el dicho Señor viven ellos en el cielo, por así decir, a pan y manteles.
Lo que primero extrañó a Jesús fue que, al salir de la cueva de madrugada, no hubiera Pastor procedido como él procedió, agradeciendo a Dios aquellas cosas que sabemos, haberle restituido el alma, haber dado inteligencia al gallo y, como tuviese necesidad de ir tras unos matojos para aliviar urgencias, agradecerle los orificios y los vasos existentes en el organismo humano, providenciales en el sentido absoluto de la palabra, pues qué sin ellos.
Pastor miró al cielo y a la tierra como hace cualquiera tras saltar de la cama, murmuró algunas palabras sobre el buen tiempo que los aires prometían y, llevándose dos dedos a la boca, soltó un silbido estridente que puso a todo el rebaño en pie como un solo hombre. Nada más. Pensó Jesús que habría sido un caso de olvido, siempre posible cuando una persona anda con el espíritu ocupado, por ejemplo, que estuviera Pastor pensando en la mejor manera de enseñarle el rudo oficio a un mozo habituado a las comodidades de un taller de carpintero. Sabemos nosotros que, en una situación normal, entre gente común, Jesús no tendría que esperar mucho para enterarse del grado efectivo de religiosidad de su mayoral, pues los judíos de aquel tiempo emitían oraciones unas treinta veces al día, por un quítame ahí esas pajas, como ya se ha visto ampliamente a lo largo de este evangelio sin necesidad ahora de mejor demostración. Pasó el día, y nada de oraciones, vino la noche, dormida al relente, en un descampado, y ni la majestad del cielo de Dios fue capaz de despertar en el alma y en la boca de Pastor una sola palabrita de alabanza y gratitud, que el tiempo podía estar de lluvias y no lo estaba, cosa que era, a todo título, tanto humano como divino, señal indudable de que el Señor velaba por sus creaturas. A la mañana siguiente, después de comer, cuando el mayoral se disponía para dar una vuelta al rebaño, a modo de reconocimiento, para ver si alguna inquieta cabra había decidido salir a la ventura por los alrededores, Jesús anunció con voz firme, Me voy. Pastor se detuvo, lo miró sin cambiar de expresión, sólo dijo, Buen viaje, no hace falta decirte que no eres mi esclavo ni hay contrato legal entre nosotros, puedes marcharte cuando quieras, Y no quieres saber por qué me voy, Mi curiosidad no es tan fuerte que me obligue a preguntártelo, Me voy porque no debo vivir al lado de alguien que no cumple sus obligaciones con el Señor, Qué obligaciones, Las más elementales, las que se expresan por medio de oraciones y acción de gracias.
Pastor se quedó callado, con una media sonrisa que se revelaba más en los ojos que en la boca, luego dijo, No soy judío, no tengo que cumplir obligaciones que no son mías.
Jesús retrocedió un paso, escandalizado. Que la tierra de Israel estuviese llena de extranjeros y seguidores de dioses falsos era algo sabido, pero nunca había dormido junto a uno de ellos, comido de su pan y bebido de su leche. Por eso, como si sostuviera ante sí una lanza y un escudo protector, exclamó, Sólo el Señor es Dios. La sonrisa de Pastor se extinguió, la boca se contrajo en una mueca amarga, Sí, si existe Dios tendrá que ser un único Señor, pero mejor sería que hubiese dos, así habría un dios para el lobo y otro para la oveja, uno para el que muere y otro para el que mata, un dios para el condenado y otro para el verdugo, Dios es uno, completo e indivisible, clamó Jesús, a punto de echarse a llorar de piadosa indignación, a lo que el otro respondió, No sé cómo puede Dios vivir, la frase no pasó de aquí porque Jesús cortó con la autoridad de un maestro de la sinagoga, Dios no vive, es, En esas diferencias no soy entendido, pero lo que sí te puedo decir es que no me gustaría verme en la piel de un dios que al mismo tiempo guía la mano del puñal asesino y ofrece el cuello que va a ser cortado, Ofendes a Dios con esos sentimientos impíos, No valgo tanto, Dios no duerme, un día te castigará, Menos mal que no duerme, de esa manera se evita las pesadillas del remordimiento, Por qué me hablas tú de pesadillas y remordimiento, Porque estamos hablando de tu dios, Y el tuyo, quién es, No tengo dios, soy como una de mis ovejas, Ellas al menos dan hijos para los altares del Señor, Y yo te digo que como los lobos aullarían esas madres si lo supieran. Jesús se quedó pálido, sin respuesta. El rebaño los rodeaba, atento, en un gran silencio. El sol había nacido ya y su luz tocaba como una pincelada de rojo rubí el vellón de las ovejas y los cuernos de las cabras. Jesús dijo, Me voy, pero no se movió. Apoyado en su bordón, tan tranquilo como si supiera que todo el tiempo futuro estaba a su disposición, Pastor esperaba. Al fin, Jesús dio algunos pasos, abriéndose camino entre las ovejas, pero se paró de repente y preguntó, Qué sabes tú de remordimientos y pesadillas, Que eres el heredero de tu padre. Estas palabras no las pudo soportar Jesús. En el mismo instante se doblaron sus rodillas, le resbaló del hombro la alforja, de donde, por obra del azar o de la necesidad, se cayeron las sandalias del padre, al tiempo que se oía el ruido de la escudilla del fariseo al romperse. Jesús se echó a llorar como un niño abandonado, pero Pastor no se acercó, sólo dijo desde donde estaba, Recuerda siempre que lo sé todo sobre ti desde que fuiste concebido, y ahora decídete de una vez, o te vas, o te quedas, Dime primero quién eres, Todavía no ha llegado el tiempo de que lo sepas, Y cuando lo sepa, Si te quedas, te arrepentirás de no haber marchado, y si te vas, te arrepentirás de no haberte quedado, Pero si me fuera ahora nunca llegaría a saber quién eres, Te equivocas, tu hora ha de llegar y en ese momento estaré presente para decírtelo, y basta ya de charla, el rebaño no puede quedarse aquí todo el día a la espera de lo que tú decidas.
Jesús recogió los trozos de la escudilla, los miró como si le costara separarse de ellos, realmente no había motivo para eso, ayer, a esta hora, aún no había encontrado al fariseo, además las escudillas de barro son así, se rompen con mucha facilidad. Tiró los fragmentos al suelo como si los sembrase, y entonces Pastor dijo, Tendrás otra escudilla, pero esa no se romperá mientras vivas. Jesús no lo oyó, tenía las sandalias de José en la mano y pensaba si debería ponérselas, es cierto que en tan poco tiempo pasado los pies no podían haberle crecido hasta la medida, pero el tiempo, bien lo sabemos, es relativo, parecía que Jesús hubiera andado con las sandalias del padre en la alforja durante una eternidad, qué sorpresa si todavía le quedaran grandes. Se las puso y, sin saber por qué lo hacía, guardó las suyas. Dijo Pastor, Pies que crecieron no vuelven a encoger y tú no tendrás hijos que de ti hereden la túnica, el manto y las sandalias, pero Jesús no las tiró, el peso ayudaba a que la alforja casi vacía se aguantara en el hombro. No fue preciso dar la respuesta que Pastor había pedido, Jesús ocupó su lugar detrás del rebaño, divididos sus sentimientos entre una indefinible sensación de terror, como si su alma estuviese en peligro, y otra aún más indefinible, de sombría fascinación. Tengo que saber quién eres, murmuraba Jesús mientras, en medio del polvo levantado por el rebaño, hacía avanzar a una oveja retrasada y, de este modo, creía explicarse el motivo por el que al fin decidió quedarse con el enigmático pastor.
{éste fue el primer día. De asuntos de creencia e impiedad, de vida, muerte y propiedad, no se volvió a hablar, pero Jesús, que se dedicó a observar los más sencillos movimientos y actitudes de Pastor, notó que, coincidiendo casi siempre con las veces en que él mismo rezaba al Señor, su compañero se inclinaba, asentaba suavemente las palmas de las dos manos en la tierra, bajando la cabeza y cerrando los ojos, sin decir una palabra. Un día, cuando era muy niño, Jesús había oído contar a unos viejos viajeros que pasaron por Nazaret que en el interior del mundo existían enormísimas cuevas donde se encontraban, como en la superficie, ciudades, campos, ríos, bosques y desiertos, y que ese mundo inferior, en todo copia y reflejo de éste en que vivimos, fue creado por el Diablo después de que Dios lo arrojara desde las alturas del cielo, en castigo a su revuelta. Y como el Diablo, de quien Dios al principio había sido amigo, y él favorito de Dios, hasta el punto de que se comentaba en el universo que desde los tiempos infinitos nunca se vio una amistad semejante como el Diablo, decían los viejos, estuvo presente en el acto del nacimiento de Adán y Eva y pudo aprender cómo se hacía, repitió en su mundo subterráneo la creación de un hombre y una mujer, con la diferencia, al contrario de Dios, de que no les prohibió nada, razón por la que en el mundo del Diablo no habría pecado original. Uno de los viejos se atrevió incluso a decir, Y como no hubo pecado original, tampoco hubo ningún otro. Después de que los viejos se fueran, expulsados, con ayuda de algunas pedradas persuasivas, por nazarenos furiosos que finalmente percibieron adónde querían llegar los impíos con su insidiosa conversación, hubo una rápida conmoción sísmica, cosa ligera, sólo una señal confirmadora nacida de las entrañas profundísimas de la tierra, fue lo que se le ocurrió a Jesús entonces, ya muy capaz este pequeño de unir un efecto a su causa, pese a su poca edad. Y ahora, ante el pastor arrodillado, con la cabeza baja, las manos así posadas en el suelo, levemente, como para hacer más sensible el contacto de cada grano de arena, de cada piedrecita, de cada retícula ascendida a la superficie, el recuerdo de la antigua historia despertó en la memoria de Jesús y creyó, durante un momento, que este hombre era un habitante del oculto mundo creado por el Diablo a semejanza del mundo visible, Qué habrá venido a hacer aquí, pensó, pero su imaginación no tuvo ánimo para ir más lejos. Cuando Pastor se levantó, le preguntó, Por qué haces eso, Me aseguro de que la tierra continúa estando debajo de mí, Y no te bastan los pies para tener la certeza, Los pies no perciben nada, el conocimiento es propio de las manos, cuando tú adoras a Dios no levantas los pies hacia él, sino las manos, aunque podrías levantar cualquier parte del cuerpo, hasta lo que tienes entre las piernas, si no eres un eunuco.
Jesús se ruborizó violentamente, la vergüenza y una especie de temor lo sofocaron, No ofendas al Dios que no conoces, exclamó por fin, y Pastor, acto seguido, Quién ha creado tu cuerpo, Dios fue quien me creó, Tal como es y con todo lo que tiene, Sí, Hay alguna parte de tu cuerpo que haya sido creada por el Diablo, No, no, el cuerpo es obra de Dios, Luego todas las partes de tu cuerpo son iguales ante Dios, Sí, Podría Dios rechazar como obra no suya, por ejemplo, lo que tienes entre las piernas, Supongo que no, pero el Señor, que creó a Adán, lo expulsó del paraíso y Adán era obra suya, Respóndeme derecho, muchacho, no me hables como un doctor de la sinagoga, Quieres obligarme a darte las respuestas que te convienen, pero yo, si es preciso, puedo recitarte todos los casos en los que el hombre, porque así lo ordenó el Señor, no puede, bajo pena de contaminación y muerte, descubrir una desnudez ajena o la suya propia, prueba de que esta parte del cuerpo es, por sí misma, maldita, No más maldita que la boca cuando miente y calumnia, y ella te sirve para alabar a tu Dios antes de la mentira y después de la calumnia, No te quiero oír, tienes que oírme, aunque sólo sea para responder a la pregunta que te he hecho, qué pregunta, Si Dios podrá rechazar como obra no suya lo que llevas entre las piernas, dime sí o no, No puede, Por qué, Porque el Señor no puede no querer lo que antes quiso.
Pastor movió lentamente la cabeza y dijo, En otras palabras, tu Dios es el único guardián de una prisión donde el único preso es tu Dios.
Todavía el último eco de la terrible afirmación vibraba en los oídos de Jesús cuando Pastor, ahora en tono de falsa naturalidad, volvió a hablar, Escoge una oveja, dijo, Qué, preguntó Jesús desorientado, Te digo que escojas una oveja, a no ser que prefieras una cabra, Para qué, Vas a necesitarla, si realmente no eres un eunuco. La comprensión alcanzó al muchacho con la fuerza de un puñetazo. Peor, sin embargo, fue el vértigo de una horrible voluptuosidad que del ahogo de la vergüenza y de la repugnancia en un instante emergió y prevaleció. Se tapó la cara con las manos y dijo con voz ronca, {ésta es la palabra del Señor, Si un hombre se une a un animal, será castigado con la muerte y mataréis al animal, también dijo, Maldito el que peca con un animal cualquiera, Dijo todo eso tu Señor, Sí, y yo te digo que te apartes de mí, abominación, criatura que no eres de Dios, sino del Diablo.
Pastor oyó y no se movió, como si diera tiempo a que las airadas palabras de Jesús causaran todo su efecto, fuese el que fuese, terror de rayo, corrosión de lepra, muerte súbita del cuerpo y del alma.
Nada aconteció. Un viento sopló entre las piedras, levantó una nube de polvo que atravesó el desierto y después nada, el silencio, el universo callado contemplando a los hombres y a los animales, tal vez a la espera, él mismo, de saber qué sentido le atribuyen, o le encuentran, o le reconocen unos y otros, y en esa espera consumiéndose, ya rodeado de cenizas el fuego primordial, mientras la respuesta se busca y tarda, De pronto, Pastor levantó los brazos y clamó, con estentórea voz, dirigiéndose al rebaño, Oíd, oíd, ovejas que ahí estáis, oíd lo que nos viene a enseñar este sabio muchacho, que no es lícito fornicaros, Dios no lo permite, podéis estar tranquilas, pero trasquilaros, sí, maltrataros, sí, mataros, sí, y comeros, pues para eso os crió su ley y os mantiene su providencia.
Después dio tres largos silbidos, agitó sobre su cabeza el cayado, Andad, andad, gritó, y el rebaño se puso en movimiento hacia el lugar por donde había desaparecido la columna de polvo. Jesús se quedó allí, parado, mirando, hasta que se perdió en la distancia la alta figura de Pastor y se confundieron con el color de la tierra los dorsos resignados de los animales. No voy con él, dijo, pero fue. Se ajustó la alforja al hombro, se ciñó las correas de las sandalias que fueron de su padre y siguió de lejos al rebaño. Se unió a él cuando cayó la noche, apareció de la oscuridad hacia la luz de la hoguera diciendo, Aquí estoy.
Tras el tiempo, tiempo viene, es sentencia conocida y de mucha aplicación, pero no tan obvia como pueda parecer a quien se satisfaga con el significado próximo de las palabras, bien vengan ellas sueltas, una por una, bien juntas y articuladas, pues todo depende de la manera de decir y ésta cambia con el sentimiento de quien las exprese, no es lo mismo que las pronuncie alguien que, viniéndole la vida mal, espere días mejores, o que las diga otro como amenaza o como prometida venganza que el futuro tendrá que cumplir. El caso más extremo sería el de alguien que, sin fuertes y objetivas razones de queja en cuanto a su salud y bienestar, suspirase melancólicamente, Tras el tiempo, tiempo viene, sólo porque es de naturaleza pesimista y siempre prevee lo peor. No sería del todo creíble que Jesús, a su edad, anduviese con estas palabras en la boca, cualquiera que fuese el sentido con que las usara, pero nosotros sí, que como Dios todo lo sabemos del tiempo que fue, es y ha de ser, nosotros podemos pronunciarlas, murmurarlas o suspirarlas mientras lo vamos viendo entregado a su trabajo de pastor, por esas montañas de Judá, o descendiendo, a su tiempo, al valle del Jordán. Y no tanto por tratarse de Jesús, sino porque todo ser humano tiene por delante, en cada momento de su vida, cosas buenas y cosas malas, tras de unas, otras, tras tiempo, tiempo. Siendo Jesús el evidente héroe de este evangelio, que nunca tuvo el propósito desconsiderado de contrariar los que escribieron otros, y en consecuencia no osará decir que no ocurrió lo que ocurrió, poniendo en lugar de un Sí un No, siendo Jesús ese héroe y conocidas sus hazañas, nos será mucho más fácil llegar junto a él y anunciarle el futuro, lo buena y maravillosa que será su vida, milagros que darán de comer, otros que restituirán la salud, uno que vencerá la muerte, pero no sería sensato hacerlo, pues el mozo, aunque dotado para la religión y entendido en patriarcas y profetas, goza del robusto escepticismo propio de su edad y nos mandaría a paseo.
Cambiará de ideas, claro está, cuando se encuentre con Dios, pero ese decisivo acontecimiento no es para mañana, de aquí hasta entonces Jesús va a tener que subir y bajar muchos montes, ordeñar muchas cabras y muchas ovejas, ayudar a fabricar el queso, ir a cambiarlo por productos de las aldeas. También matará animales enfermos o dañados y llorará por ellos. Pero lo que nunca le ocurrirá, sosiéguense los espíritus sensibles, es que caiga en la horrible tentación de usar, como le propuso el malvado y pervertido Pastor, una cabra o una oveja, o las dos, para descarga y satisfacción del sucio cuerpo con el que la límpida alma tiene que vivir.
Olvidemos, por no ser ahora lugar para análisis íntimos, sólo posibles en tiempos futuros a éste, cuántas y cuántas veces, para poder exhibir y presumir de un cuerpo limpio, el alma a sí misma se cargó de tristeza, envidia e inmundicia.
Pastor y Jesús, pasados aquellos enfrentamientos éticos y teológicos de los primeros días, que por algún tiempo aún se repitieron, llevaron siempre, mientras estuvieron juntos, una vida buena, el hombre enseñando sin impaciencias de veterano las artes del pastoreo, el muchacho aprendiéndolas como si su vida fuera a depender máximamente de ellas. Jesús aprendió a lanzar el cayado, remolinando y zumbando en el aire hasta caer en los lomos de unas ovejas que, por distracción u osadía, se apartaban del rebaño, pero ese fue un dolorido aprendizaje porque un día, no estando aún seguro en la técnica, tiró el palo demasiado bajo, con el trágico resultado de que en su trayectoria diera de lleno con el tierno cuello de un cabrito de pocos días, que murió en el mismo instante. Accidentes como éste pueden ocurrirle a cualquiera, hasta un pastor veterano y diplomado no está libre de que le ocurra algo así, pero el pobre Jesús, que ya tantos dolores transporta consigo, parecía una estatua de amargura cuando alzó del suelo al cabritillo, todavía caliente. No había nada que hacer, la propia madre cabra, tras olfatear por un momento al hijo, se alejó y continuó pastando a dentelladas la hierba rasa y dura que arrancaba con secos movimientos de cabeza, aquí debemos citar el conocido refrán, Cabra que bala, bocado que pierde, o lo que es lo mismo, No se puede llorar y comer a un tiempo. Pastor fue a ver qué había pasado, Peor para él, que murió, tú no te pongas triste, Lo he matado, se lamento Jesús, y era tan pequeño, Sí, si fuese un carnero feo y hediondo no tendrías pena, o no sería tanta, déjalo en el suelo, que yo me encargaré de él, tú sigue, que hay allí una oveja a punto de parir, Qué vas a hacer, Desollarlo, qué creías, vida no le puedo dar, no soy hábil en milagros, Pues yo juro que de esa carne no como, Comer al animal que matamos es la única manera de respetarlo, lo malo es que se coman unos lo que otros tuvieron que matar, No lo comeré, Pues no lo comas, más para mí, Pastor sacó el cuchillo del cinturón, miró a Jesús y dijo, Tarde o temprano, también esto tendrás que aprenderlo, ver cómo son por dentro aquellos que fueron creados para servirnos y alimentarnos. Jesús volvió la cara hacia un lado y dio un paso para retirarse de allí, pero Pastor, que había detenido el movimiento del cuchillo, dijo, Los esclavos viven para servirnos, quizá deberíamos abrirlos para saber si llevan esclavos dentro y después abrir un rey para ver si tiene otro rey en la barriga y, ya ves, si encontrásemos al Diablo y él se dejase abrir, tal vez nos lleváramos la sorpresa de ver saltar a Dios de allí dentro.
Antes hablamos de repeticiones de los choques de ideas y convicciones entre Jesús y Pastor y éste es un ejemplo.
Pero Jesús, con el tiempo, aprenderá que la mejor respuesta es callar, no darse por enterado de las provocaciones, aunque fuesen brutales, como ésta, e incluso así ha tenido suerte, podría haber sido peor, imaginemos el escándalo si Pastor decidiera abrir a Dios para ver si el Diablo estaba dentro. Jesús fue en busca de la oveja parturienta, al menos allí no le esperaban sorpresas, aparecería un corderillo igual a todos, verdaderamente a imagen y semejanza de la madre, a su vez retrato fiel de sus hermanas, hay seres así, no llevan dentro nada más que eso, la seguridad de una pacífica y no interrogativa continuidad. La oveja había parido ya, en el suelo el corderillo parecía hecho sólo de piernas, y la madre intentaba ayudarle a alzarse dándole empellones con el hocico, pero el pobre, aturdido, apenas sabía hacer movimientos bruscos con la cabeza como si buscase el mejor ángulo de visión para entender el mundo donde había nacido. Jesús le ayudó a afirmarse sobre sus patas, las manos se le quedaron húmedas de los humores de la matriz de la oveja, pero a él no le importó nada, es lo que hace el vivir en el campo con animales, saliva y baba es todo lo mismo, este corderillo viene en buen momento, tan bonito, con el pelo rizado, ya su boca rosada y frenética buscaba la leche donde estaba, en aquellas tetas que nunca había visto antes, con las que no podía haber soñado en el útero de la madre, en verdad ninguna creatura puede quejarse de Dios, si acabada de nacer ya sabe tantas cosas útiles. A lo lejos, Pastor levantaba la piel del cabrito tensada en un armazón de palos en forma de estrella, el cuerpo desollado, ahora dentro de la alforja envuelto en un paño, será salado cuando el rebaño se pare a pasar la noche, menos la parte que Pastor entienda que va a ser su cena, que Jesús ya ha dicho que no comerá de una carne a la que, sin querer, quitó la vida. Para la religión que cultiva y las costumbres a las que obedece, estos escrúpulos de Jesús son subversivos, reparemos en la matanza de esos otros inocentes todos los días sacrificados en los altares del Señor, sobre todo en Jerusalén, donde las víctimas se cuentan por hecatombes. En el fondo, el caso de Jesús, a primera vista incomprensible en las circunstancias de tiempo y de lugar, tal vez sea sólo una cuestión de sensibilidad, por así decir, en carne viva, recordemos cuán próxima está la trágica muerte de José, cuán próximas las revelaciones insoportables de lo que aconteció en Belén hace casi quince años, admirable es que este muchacho mantenga su juicio entero, que no haya sido tocado en las poleas y engranajes del cerebro, pese a esos sueños que no lo dejan, últimamente no hemos hablado de ellos, pero continúan.
Cuando el sufrimiento pasa a más, llegando al punto de transmitirse al propio rebaño que despierta, en plena noche, creyendo que vienen a matarlo, Pastor lo despierta suavemente, Qué es eso, qué es eso, dice, y Jesús pasa de la pesadilla a sus brazos, como si de su desgraciado padre se tratase. Un día, muy al principio, Jesús le contó a Pastor lo que soñaba, intentando, no obstante, esconder las raíces y las causas de su nocturna y cotidiana agonía, pero Pastor dijo, Déjalo, no vale la pena que me lo cuentes, lo sé todo, hasta lo que estás intentando ocultarme. Ocurrió esto en aquellos días en los que andaba Jesús recriminándole a Pastor por su falta de fe y por los defectos y maldades que se deducían y reconocían en su comportamiento, incluyendo, y perdónesenos que volvamos al asunto, el sexual.
Pero Jesús, bien mirado, no tenía en el mundo a nadie, salvo la familia, de la que se había alejado y de la que anda olvidado, excepto de su madre, que para eso es siempre la madre, la que nos dio el ser y a la que algunas veces en la vida nos hemos visto tentados a decir, Ojalá no me la hubieras dado, aparte de la madre, sólo su hermana Lisia, no se sabe por qué, la memoria tiene esto, sus propias razones para recordar y olvidar. Siendo estas cosas lo que son, Jesús acabó por sentirse a gusto en compañía de Pastor, imaginémoslo nosotros mismos, el consuelo que será no vivir solos con nuestra culpa, tener al lado a alguien que la conozca y que no tenga que fingir que perdona lo que perdón no puede tener, suponiendo que estuviera en su poder hacerlo, procediese con nosotros con rectitud, usando de bondad y de severidad según la justicia de que sea merecedora aquella parte nuestra que, cercada de culpas, conservó una inocencia. Se nos ocurre explicar esto ahora, aprovechando la ocasión, para que con mayor facilidad se puedan entender las razones, y darlas por buenas, por las que Jesús, en todo diferente a su rudo hospedero, acabará quedándose con él hasta su anunciado encuentro con Dios, del que tanto hay que esperar, pues no va Dios a aparecerse a un simple mortal sin tener para ello fuertes razones.
Antes, sin embargo, querrán las circunstancias, el azar y las coincidencias de que tanto se ha hablado, que Jesús se encuentre con su madre y con algunos de sus hermanos en Jerusalén, con motivo de esta primera Pascua que él creía que iba a vivir lejos de la familia. Que Jesús quisiera celebrar la Pascua en Jerusalén podría haber sido, para Pastor, causa de extrañeza y motivo de radical negativa, estando ellos en el desierto y precisando el rebaño de abundancia de asistencia y cuidados, sin contar, claro está, con que no siendo Pastor judío ni teniendo otro Dios para honrar, podía, aunque sólo fuese por antipática tozudez, decir, Pues no vas, no señor, éste es tu lugar, el patrón soy yo y no me voy de vacaciones. Pero hay que reconocer que no fue así.
Pastor se limitó a preguntar, vas a volver, aunque, por el tono de voz, parecía convencido de que Jesús volvería, y fue lo que el muchacho respondió, sin vacilar, pero sorprendido, él sí, por haberle salido tan pronta la palabra, Vuelvo, Elige entonces un corderillo limpio y sano y llévalo para el sacrificio, ya que vosotros sois dados a esos usos y costumbres, pero esto lo dijo Pastor para probar, quería ver si Jesús era capaz de llevar a la muerte a un cordero de aquel rebaño que tanto trabajo le daba guardar y defender. A Jesús nadie le avisó, no llegó mansamente un ángel, de los otros, pequeños y casi invisibles, para susurrarle al oído, Cuidado, cuidado, que es una trampa, no te fíes, este tío es capaz de todo. Su simple sensibilidad le dio la buena respuesta, o quizá fue, quién sabe, el recuerdo del cabrito muerto y del cordero nacido, No quiero cordero de este rebaño, dijo, Por qué, No llevaría a la muerte algo que he ayudado a criar, Me parece muy bien, pero supongo que has pensado que lo tendrás que buscar en otro rebaño, No puedo evitarlo, los corderos no caen del cielo, Cuándo quieres salir, Mañana temprano, Y volverás, Volveré.
Sobre este asunto no dijeron más palabras, pese a que nos quede la duda de cómo Jesús, que no es rico y que trabaja por la comida, va a comprar el cordero pascual. Estando él tan libre de tentaciones que cuesten dinero, es de suponer que aún lleve consigo aquellas pocas monedas que le dio el fariseo hace casi un año, pero este poco es muy poco, visto, como quedó dicho, que en esta época del año los precios del ganado en general, y especialmente de los corderos, se disparan a alturas tan especulativas que es, realmente, un Dios nos valga.
Pese a todo lo malo que le ha ocurrido, apetecería decir que a este muchacho lo cuida y defiende una buena estrella, si no fuera sospechosísima debilidad, sobre todo en boca de evangelista, éste u otro cualquiera, creer que cuerpos celestes tan alejados de nuestro planeta puedan producir efectos decisivos en la existencia de un ser humano, por mucho que a esos astros hayan invocado, estudiado y relacionado los solemnes magos que, si es verdad lo que se dice, habrían andado por estos páramos hace unos años, sin más consecuencia que ver lo que vieron y seguir su vida. Lo que en definitiva pretende decir este discurso largo y trabajoso es que nuestro Jesús encontrará, seguro, manera de presentarse dignamente en el Templo con su borreguito, cumpliendo lo que se espera del buen judío que ha demostrado ser, aun en tan difíciles condiciones como fueron los valientes enfrentamientos que sostuvo con Pastor.
Gozaba el rebaño por estos tiempos de los pastos abundantes del valle de Ayalón, que está entre las ciudades de Gezer y Emaús. En Emaús intentó Jesús ganar algún dinero con el que comprar el cordero que precisaba, pero pronto llegó a la conclusión de que un año de pastor lo había especializado de tal modo que resultaba inepto para otros oficios, incluyendo el de carpintero, en el que, por otra parte, no había llegado a avanzar gran cosa por falta de tiempo. Se echó al camino que sube de Emaús a Jerusalén, haciendo cuentas sobre su difícil vida, comprar ya sabemos que no puede, robar ya sabíamos que no quiere, y más milagro que suerte sería encontrar un cordero que en el camino de Emaús se hubiera perdido. No faltan aquí los inocentes, van con una cuerda al cuello tras las familias, o en brazos si les correspondió en suerte el consuelo de un amo compasivo, pero, como en sus juveniles cabezas se les metió la idea de que los llevan de paseo, van excitados, nerviosos, quieren saberlo todo, y como no pueden hacer preguntas, utilizan los ojos, como si ellos les bastaran para entender un mundo hecho de palabras. Jesús se sentó en una piedra, a la orilla del camino, pensando en la manera de resolver el problema material que le impide cumplir un deber espiritual, vana esperanza, por ejemplo, sería la de que apareciese aquí otro fariseo, o el mismo, si de tales actos hace práctica cotidiana, preguntando, él sí, con palabras, Necesitas un cordero, como antes le había preguntado, Tienes hambre. La primera vez, no necesitó Jesús pedir limosna para que le fuese dado, ahora, sin la seguridad de que le darán, se verá obligado a pedir. Tiene ya la mano tendida, postura que de tan elocuente dispensa explicaciones, y tan fuerte en expresión que lo más común es que desviemos de ella los ojos como los desviamos de una llaga o de una obscenidad.
Algunas monedas fueron dejadas caer por viandantes menos distraídos en el cuenco de la mano de Jesús, pero tan pocas que no será por este andar por el que el camino de Emaús llegue a las puertas de Jerusalén. Sumados el dinero que ya tenía y el que le dieron, no alcanza ni para medio cordero, y es de sobra sabido que el Señor no acepta en sus altares nada que no esté perfecto y completo, por eso se rechaza al animal ciego, lisiado o mutilado, sarnoso o con verrugas, imagínense el escándalo en el Templo si nos presentásemos con los cuartos traseros de un animal, aunque cumpliera la condición de no tener los testículos pisados, aplastados, quebrantados o cortados, caso en el que sería igualmente segura la exclusión. A nadie se le ocurre preguntar a este muchacho para qué quiere el dinero, esto se empezó a escribir en el preciso momento en que un hombre de mucha edad, con una larga barba blanca, se aproximaba a Jesús, dejando a su numerosa familia, que, por deferencia para con el patriarca, se detuvo en medio del camino, a la espera.
Pensó Jesús que allí venía otra moneda, pero se engañó.
El viejo le preguntó, Tú quién eres, y el muchacho se levantó para responder, Soy Jesús de Nazaret, No tienes familia, Sí, Y por qué no estás con ella, He venido a trabajar de pastor en Judea, y ésta fue una manera mentirosa de decir la verdad o de poner la verdad al serivicio de la mentira. El viejo lo miró con una expresión de curiosidad insatisfecha y preguntó al fin, Por qué pides limosna, si tienes un oficio, Trabajo por la comida, y no tengo dinero suficiente para comprar el cordero de Pascua, Y por eso pides, Sí. El viejo hizo una señal a uno de los hombres del grupo, Dale un cordero a este chico, compraremos otro cuando lleguemos al Templo. Los corderos eran seis, atados a una misma cuerda, el hombre soltó el último y se lo llevó al viejo, que dijo, Aquí tienes tu cordero, así no hallará falta el Señor en los sacrificios de esta Pascua, y sin esperar las expresiones de gratitud, fue a unirse a su familia, que lo recibió sonriente y con aplauso. Jesús les dio las gracias cuando ya no podían oírlas y, no se sabe cómo ni por qué, el camino quedó desierto en aquel instante, entre una curva y otra curva no estaban más que estos dos, el muchacho y el corderillo encontrados por fin en el camino de Emaús por la bondad de un judío viejo.
Jesús sostiene la punta de la cuerda que había unido el cordero a la reata, el animal miró a su nuevo amo y baló, hizo me-e-e-e de aquella manera tímida y trémula de los corderos que van a morir jóvenes por amarlos tanto los dioses. Este sonido, oído sabe Dios cuántas veces a lo largo de su novel actividad de pastor, conmovió el corazón de Jesús hasta el punto de hacerle sentir que se le disolvían de pena los miembros, allí estaba, como nunca antes de esta manera absoluta, señor de la vida y de la muerte de otro ser, este cordero blanco, inmaculado, sin voluntad ni deseos, que alzaba hacia él un hocico interrogador y confiado, se le veía la lengua rosada cuando balaba, y era rosado bajo los mechones de lana el interior de las orejas, y rosadas también las uñas, que nunca llegarán a endurecerse y transformarse en cascos, todavía tienen un nombre común con el hombre. Jesús acarició la cabeza del cordero, que correspondió levantándola y rozándole la palma de la mano con el hocico húmedo, haciéndolo estremecerse. El encanto se deshizo como había empezado, al fondo del camino, del lado de Emaús, aparecían ya otros peregrinos en tropel, un revuelo de túnicas, alforjas y bordones, con otros corderos y otras alabanzas al Señor. Jesús tomó su cordero en brazos, como a un niño, y empezó a caminar.
No había vuelto a Jerusalén desde aquel distante día en que aquí lo trajo la necesidad de saber cuánto valen culpas y remordimientos, y cómo se han de soportar en vida, si divididos, como los biens de la herencia, o por entero guardados, como cada uno su propia muerte. La multitud de las calles parecía un río de barro pardusco que iba a desaguar en la gran explanada frontera a la escalinata del Templo. Con el corderillo en brazos, Jesús asistía al desfile de la gente, unos que iban, otros que venían, aquéllos llevando los animales al sacrificio, estos ya sin ellos, con rostro alegre y gritando Aleluia, Hosanna, Amén, o sin decirlo, por no ser propio de la ocasión, como tampoco será propio que saliera alguien gritando Evoé o Hip hip hurra, aunque en el fondo, las diferencias entre estas expresiones no sean tan grandes como parecen, las empleamos como si fuesen quintaesencia de lo sublime y luego, con el paso del tiempo y del uso, al repetirlas, nos preguntamos, Para qué sirve esto, y no sabemos responder.
Sobre el Templo, la alta columna de humo, enroscada, continua, mostraba a toda la tierra de alrededor que cuantos allí habían ido a sacrificar eran directos y legítimos descendientes de Abel, aquel hijo de Adán y Eva que al Señor, en aquel tiempo, ofreció los primogénitos de su rebaño y las grasas de ellos, con favorable recepción, mientras su hermano Caín, que no tenía para presentar más que simples frutos de la tierra, vio que el Señor, sin que hasta hoy se haya sabido el porqué, desvió de ellos los ojos y a él no lo miró. Si ésta fue la causa de que Caín matara a Abel, podemos hoy vivir descansados, que no se matarán estos hombres unos a otros, pues todos sacrifican, por igual, lo mismo, es cosa de ver cómo crepitan las grasas y cómo rechinan las carnes, Dios, en sus empíreas alturas, respira complacido los olores de aquella carnicería. Jesús apretó el corderillo contra su pecho, no comprende por qué no acepta Dios que en su altar se derrame un cuenco de leche, zumo de la existencia que pasa de un ser a otro, o que en él se esparza, con gesto de sembrador, un puñado de trigo, materia entre todas sustantiva del pan inmortal. Su cordero, que hace poco fue oferta admirable de un viejo a un muchacho, no verá ponerse el sol este día, ya es tiempo de subir las escaleras del Templo, tiempo de conducirlo al cuchillo y al fuego, como si no fuese merecedor de vivir o hubiera cometido, contra el eterno guardián de los pastos y de las fábulas, el crimen de beber del río de la vida.
Entonces Jesús, como si una luz hubiera nacido dentro de él, decidió, contra el respeto y la obediencia, contra la ley de la sinagoga y la palabra de Dios, que este cordero no morirá, que lo que le había sido dado para morir seguirá vivo, y que, habiendo venido a Jerusalén para sacrificar, de Jerusalén partirá más pecador de lo que entró, como si no le bastasen las faltas antiguas, ahora cae en otra más, el día llegará, porque Dios no olvida, en que tendrá que pagar por todas ellas. Durante un momento, el temor del castigo lo hizo dudar, pero la mente, en una rapidísima imagen, le representó la visión aterradora de un mar de sangre infinito, la sangre de los innumerables corderos y otros animales sacrificados desde la creación del hombre, que para eso mismo fue puesta la humanidad en este mundo, para adorar y sacrificar.
Hasta tal punto lo perturbaron estas imaginaciones que le pareció ver la escalinata del Templo inundada de rojo, corriendo la sangre en cascadas de peldaño en peldaño, y él mismo allí, con los pies en la sangre, levantando al cielo, degollado, muerto, a su cordero. Abstraído, parecía que Jesús estuviese en el interior de una burbuja de silencio, pero de repente estalló la burbuja, se rompió en pedazos y se encontró de nuevo sumergido en medio del barullo de gritos, de oraciones, de llamadas, de cánticos, de las voces patéticas de los corderos y, en un instante que hizo que todo callase, el mugido profundo, tres veces repetido, del chofar, el largo y retorcido cuerno de carnero hecho trompeta. Envolviendo al cordero en la alforja, como para defenderlo de una amenaza ahora inminente, Jesús corrió fuera de la explanada, se perdió en las calles más estrechas, sin preocuparse de en qué dirección iba. Cuando se recuperó, estaba en el campo, había salido de la ciudad por la puerta del norte, la de Ramalá, la misma por donde entró cuando venía de Nazaret. Se sentó bajo un olivo, al borde del camino, y sacó al cordero de la alforja, nadie se sorprendería al verlo allí, pensarían, Está descansando de la caminata, ganando fuerzas para ir al Templo a llevar el cordero, qué bonito es, no sabremos, nosotros, si en la idea de quien lo pensó el bonito es el cordero o es Jesús. Tenemos nuestra propia opinión, que los dos lo son, pero, si tuviéramos que votar, así, a primera vista, daríamos el voto al cordero, aunque con una condición, que no crezca.
Jesús está tumbado de espaldas, sostiene la punta de la cuerda para que el cordero no huya, innecesaria precaución, que las fuerzas del pobrecillo están agotadas, no es sólo la poca edad, es también la agitación, el ir y venir, este continuo traer y llevar, sin hablar ya del poco alimento que le dieron esta mañana, que no conviene ni es decente que vaya a morir alguien, sea borrego o mártir, con la barriga llena. Tumbado está Jesús, poco a poco se le fue calmando la respiración, y mira al cielo entre las ramas del olivo que el viento mueve suavemente, haciendo danzar sobre sus ojos los rayos del sol que pasan por los intersticios de las hojas, debe ser más o menos la hora sexta, la luz cenital reduce las sombras, nadie diría que la noche vendrá a apagar, con su lento soplo, este deslumbramiento de ahora.
Jesús ya descansó, ahora le habla al cordero, Te voy a llevar al rebaño, dice, y empieza a levantarse. Por el camino pasa gente, otras personas vienen atrás, y cuando Jesús posa los ojos en éstas se lleva un sobresalto, su primer movimiento es huir, pero no lo hará, cómo iba a atreverse, si quien se aproxima es su madre y algunos de sus hermanos, los mayores, Tiago, José y Judas, también viene Lisia, pero esa es mujer, lleva mención aparte, no la que le correspondería si siguiéramos el orden de nacimientos, entre Tiago y José. No lo han visto aún.
Jesús baja al camino, lleva otra vez el cordero en brazos, quizá para tenerlos ocupados.