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María retrocedió un paso, se quedó pálida, se podía ver cómo había envenjecido, pese a tener sólo treinta años, Por qué hablas de Belén, preguntó, Porque fue allí donde encontré al pastor, mi patrón, Quién es, y antes de que el hijo tuviera tiempo de responder, dijo a los otros, Seguid, esperadme a la puerta, luego cogió a Jesús de la mano, lo condujo a la orilla del camino, Quién es, preguntó de nuevo, No lo sé, respondió Jesús, tiene nombre, Si lo tiene, no me lo ha dicho, le llamo Pastor, nada más, Cómo es, Muy alto, Dónde estabas cuando lo encontraste, En la cueva donde nací, Quién te llevó hasta allí, Una esclava llamada Zelomi que estuvo en mi nacimiento, Y él, {él, qué, Qué te dijo, Nada que tú no sepas. María se dejó caer al suelo como si una mano poderosa la hubiera empujado, Ese hombre es un demonio, Cómo lo sabes, te lo dijo él, No, la primera vez que lo vi me dijo que era un ángel, pero que no se lo dijera a nadie, Cuándo lo viste, El día en que tu padre supo que estaba embarazada de ti, apareció en nuestra puerta como un mendigo y dijo que era un ángel, Lo volviste a ver, en el camino, cuando tu padre y yo fuimos a Belén a censarnos, en la cueva donde naciste y la noche después del día en que te fuiste de casa, entró en el patio, yo pensé que serías tú, pero era él, lo vi por la rendija de la puerta arrancando el árbol que estaba al lado de la entrada, recuerdas, el árbol que nació en el sitio donde se enterró el cuenco con la tierra que brillaba, Qué cuenco, qué tierra, Nunca lo has sabido, fue el cuenco que el mendigo me dio antes de irse, una tierra que brillaba dentro del cuenco donde comió lo que le di, Si de la tierra hizo luz, sería realmente un ángel, Al principio creí que lo sería, pero también el diablo tiene sus artes. Jesús se había sentado al lado de su madre dejando libre al cordero, Sí, ya he comprendido que, cuando uno y otro están de acuerdo, no se puede distinguir a un ángel del Señor de un ángel de Satán, dijo, quédate con nosotros, no vuelvas con ese hombre, te lo pide tu madre, Le he prometido que volvería, cumpliré mi palabra, Promesas al diablo, sólo para engañarlo, ese hombre, que no es hombre, lo sé, ese ángel o ese demonio, me acompaña desde que nací y quiero saber por qué, Jesús, hijo mío, ven al Templo con tu madre y tus hermanos, lleva ese cordero al altar como es tu obligación y su destino y pídele al Señor que te libre de posesiones y de malos pensamientos, Este cordero morirá en su día, {éste es su día de morir, Madre, los corderos que de ti nacieron tendrán que morir, pero tú no querrás que mueran antes de su tiempo, Los corderos no son hombres, mucho menos si esos hombres son hijos, Cuando el Señor mandó a Abraham que matase a su hijo Isaac, no se notaba la diferencia, Soy una simple mujer, no sé responderte, sólo te pido que abandones esos malos pensamientos, Madre, los pensamientos son lo que son, sombras que pasan, no son ni buenos ni malos en sí, sólo las acciones cuentan, Alabado sea el Señor que me dio un hijo sabio, a mí, que soy una pobre ignorante, pero sigo diciéndote que esa no es ciencia de Dios, también se aprende con el Diablo, Y tú estás en su poder, Si por su poder se salva este cordero, algo se habrá ganado hoy en el mundo. María no respondió.
Volviendo de la puerta de la ciudad, Tiago se acercaba.
Entonces María se levantó, Encontré a mi hijo y volví a perderlo, dijo, y Jesús respondió, Si no lo tenías perdido, no lo has perdido ahora. Metió la mano en la alforja, sacó el dinero que había reunido, de limosnas todo, Es cuanto tengo, tantos meses para tan poco, trabajo por la comida, Mucho debes de querer a ese hokmbre que te gobierna para que con tan poco te contentes, El Señor es mi pastor, No ofendas a Dios, tú, que vives con un demonio, Quién sabe, madre, quién sabe, quizá sea un ángel servidor de otro dios que vive en otro cielo, El Señor dijo Yo soy el Señor, no tendrás a otro más que a mí, Amén, remató Jesús.
Tomó al cordero en brazos y dijo, Ahí viene Tiago, adiós, madre, y María dijo, Hasta parece que quieras más a ese cordero que a tu familia, En este momento, sí, respondió Jesús. Sofocada de dolor y de indignación, María lo dejó y corrió al encuentro del otro hijo. No se volvió nunca hacia atrás.
Por el lado de fuera de las murallas, ahora por otro camino, atravesando los campos, Jesús empezó la larga bajada hacia el valle de Ayalón. Se detuvo en una aldea, compró, con el dinero que la madre no quiso aceptar, algún alimento, pan e higos, leche para él y para el cordero, era leche de oveja, diferencias, si las había, no se notaban, al menos en este caso es posible aceptar que una madre bien valga por otra.
A quien le extrañase verlo por allí a aquellas horas, gastando dinero con un cordero que ya tendría que estar muerto, podríamos responderle que este muchacho, antes, era dueño de dos corderos, que uno de ellos fue sacrificado y está en la gloria del Señor, y que a éste lo rechazó el mismo Señor por sufrir un defecto, una oreja rasgada, Mire, Pero la oreja está entera, dijeron, Pues si lo está, yo mismo la desgarraré, diría Jesús, y, poniéndose el cordero sobre los hombros, seguiría su camino. Avistó el rebaño cuando ya la última luz de la tarde declinaba, más deprisa ahora porque el cielo se había ensombrecido con oscuras nubes bajas. Se respiraba en la atmósfera la tensión que anuncia las tormentas y, para confirmarlo, el primer relámpago desgarró los aires en el momento preciso en que el rebaño apareció ante los ojos de Jesús. No llovió, era una de aquellas tormentas que llamamos secas, que asustan más que las otras porque ante ellas nos sentimos realmente sin defensa, sin la cortina, por decirlo de alguna forma, y que nunca imaginaríamos protectora, de la lluvia y del viento, en verdad esta batalla es un enfrentamiento directo entre un cielo que se rasga y atruena y una tierra que se estremece y se crispa, impotente para responder a los golpes. A cien pasos de Jesús, una luz deslumbrante, insoportable, hendió de arriba abajo un olivo, que se incendió de inmediato, ardiendo con fuerza, como una antorcha de nafta. El choque y el estruendo de la tormenta, como si el cielo se hubiese rasgado de una vez, de horizonte a horizonte, tiraron a Jesús al suelo, sin conocimiento. Cayeron otros dos rayos, uno aquí, otro allá, como dos decisivas palabras, y después, poco a poco, los truenos empezaron a oírse más distantes, hasta perderse en un murmullo amable, una conversación de amigos entre el cielo y la tierra. El cordero, que había salido ileso de la caída, se acercó, pasado el susto, y vino a tocar con la boca la boca de Jesús, no gruñó ni olfateó, fue sólo un roce y fue, quiénes somos nosotros para dudarlo, suficiente.
Jesús abrió los ojos, vio al cordero, luego el cielo oscurísimo, como una mano negra que sofocara lo que quedaba del día. El olivo todavía estaba ardiendo. Al moverse, Jesús sintió dolores, pero se dio cuenta de que era señor de su cuerpo, si tal se puede decir de quien, con tanta facilidad, puede ser destruido y lanzado a tierra.
Con dificultad, consiguió sentarse y, más por el presentimiento del tacto que por la certificación de los ojos, comprobó que no estaba quemado ni tullido, que no tenía roto ningún miembro y que, exceptuando un zumbido fortísimo en la cabeza, que parecía un interminable sonido de chofar, estaba vivo y sano.
Cogió al cordero en brazos y yendo a buscar palabras donde no sabía que las tenía, dijo, No tengas miedo, sólo ha querido mostrarte que podría haberte matado, si quisiera, y a mí vino a decirme que no fui yo quien te salvó la vida, sino él. Un lento y último trueno se arrastró por el espacio como un suspiro, allí abajo la mancha blanquecina del rebaño era un oasis a la espera. Luchando todavía contra sus miembros entorpecidos, Jesús empezó a descender la ladera. El cordero, sólo por cautela sujeto por la cuerda, trotaba a su lado como un perrito.
Tras ellos, el olivo seguía ardiendo. Y a la luz que él proyectaba más que a la del crepúsculo que se extinguía, Jesús vio alzarse a su frente, como una aparición, la alta figura de Pastor, envuelto en aquel manto que parecía no tener fin, sosteniendo el cayado con el que podría, si lo levantase, tocar las nubes.
Dijo Pastor, Sabía que la tormenta estaba esperándote, Y yo debía saberlo, dijo Jesús, Qué cordero es ese, El dinero que tenía no bastaba para comprar el cordero de Pascua, por eso me puse a pedir a orillas del camino y vino un viejo que me dio éste que aquí ves, Y por qué no lo has sacrificado, No pude, no fui capaz. Pastor sonrió, Ahora lo entiendo mejor, te esperó, te dejó venir en paz hasta el rebaño para mostrar, ante mi vista, su fuerza. Jesús no respondió, le había dicho más o menos lo mismo al cordero, pero no quería, recién llegado, sostener una discusión más sobre las razones de Dios y de sus actos. Y ahora, este cordero, qué vas a hacer con él, Nada, lo he traído para que se quede con el rebaño, Los corderos blancos son todos iguales, mañana ya no lo reconocerás en medio de los otros, {él me conoce, Llegará el día en que empezará a olvidarte, además llegará a cansarse de ser él quien siempre te busque, el remedio sería marcarlo, darle un tajo en una oreja, por ejemplo, Pobre animalillo, No sé por qué, también tú estás marcado, te han cortado el prepucio para se sepa a quién perteneces, No es lo mismo, No debería serlo, pero lo es.
Mientras hablaban, Pastor había juntado alguna leña y se ocupaba ahora de encender una hoguera, sacando chispas con el eslabón. Dijo Jesús, Sería más fácil ir a buscar una rama de aquel olivo que está ardiendo, y Pastor respondió, Al fuego del cielo hay que dejarlo consumirse por sí mismo. El tronco del olivo era ahora una sola brasa que refulgía en la oscuridad, el viento arrancaba de él chispas, pedazos incandescentes de corteza, ramillas que volaban ardiendo y luego se apagaban. El cielo se mantenía pesado, insólitamente presente. Con lo que era en ellos habitual, hicieron Pastor y Jesús su cena, lo que llevó a Pastor a comentar, irónico, Este año no comes cordero pascual. Jesús oyó y calló, pero en el fondo no estaba contento, su problema, a partir de ahora, sería la insoluble contradicción entre comer cordero y no matar a los corderos. Bueno, qué hacemos, preguntó Pastor, y continuó, Marcamos o no marcamos al cordero, No soy capaz, dijo Jesús, Dámelo, yo me encargo de eso. Con un movimiento rápido y firme del cuchillo, Pastor seccionó la punta de una de las orejas, luego, sosteniendo el trocito cortado, preguntó, Qué quieres que haga con esto, lo entierro, lo tiro, y Jesús, sin pensarlo, respondió, Dámelo, y lo dejó caer en el fuego. Como hicieron con tu prepucio, dijo Pastor. De la oreja del cordero goteaba una sangre lenta, pálida, que en poco tiempo se estancaría. De las llamas, con el humo, se expandía el olor embriagador de tierna carne quemada. Así, al cabo del largo día, después de pasadas tantas horas en demostraciones pueriles y presuntuosas de un querer contrario, el Señor recibía, al fin, lo que le era debido, quién sabe si gracias a aquel majestuoso y atronador aviso de truenos y centellas que, por la vía irresistible de las casualidades profundas, habría encontrado camino para hacerse obedecer por los renitentes pastores. Cayó la última gota de sangre del cordero y la tierra la embebió, porque no estaría bien, de tan disputado sacrificio, perder lo más precioso.
Ahora bien, fue éste, precisamente, el animal, transformado ya por el tiempo en una oveja vulgarísima, sólo diferente de las otras en que le faltaba la punta de una oreja, el que, pasados unos tres años, vino a perderse en unos agrestes parajes al sur de Jericó, lindando con el desierto. En un tan grande rebaño, una oveja más o menos parece que da igual, pero este ganado, si todavía es necesario que lo recordemos, no es como los otros, tampoco los pastores se parecen a los que conocemos de vista o de oídas, por lo que no es de extrañar que Pastor, mirando desde una elevación del terreno, descubriera la falta de una cabeza de ganado sin que, para ello, hubiera tenido que contarlas todas. Llamó a Jesús y le dijo, Tu oveja no está en el rebaño, búscala, y como Jesús, en respuesta, no preguntó, Y cómo sabes tú que es la mía, tampoco lo preguntaremos nosotros. Lo que sí importa es ver cómo va a orientarse Jesús, entregado ahora a su poca ciencia de los lugares y a la falible intuición de los caminos por donde antes nadie había pasado en esta completa redondez del horizonte. Procedentes ellos de la parte fértil de Jericó, donde no quisieron entretenerse por estimar más la tranquilidad de un vagabundeo continuo que el fácil trato de las gentes, lo más probable sería que se perdiera la persona, o la oveja, sobre todo si adrede lo habían hecho, en sitios donde la fatiga de buscar alimento, por excesivo, no fuese agravante de la buscada soledad. Según esta lógica, estaba claro que la oveja de Jesús, disimulando, como quien no quiere la cosa, se había quedado atrás y debía de estar ahora retozando en los verdes de las márgenes frescas del Jordán, a la vista de Jericó, para mayor seguridad. No obstante, la lógica no lo es todo en la vida, y no es raro que justamente lo previsible, que lo es por ser el remate más plausible de una secuencia, o porque simplemente había sido anunciado antes, no es raro, decíamos, que lo previsible, guiado por razones que sólo son suyas, acabe escogiendo, para revelarse, una conclusión que podríamos llamar aberrante, tanto al lugar, como a la circunstancia. Si es éste el caso, entonces deberá nuestro Jesús buscar su extraviada oveja, no en aquellos lozanos prados de la retaguardia, sino en la árida y requemada sequedad del desierto que tiene ante él, de nada sirve aquí la fácil objeción de que la oveja no habría decidido perderse para ir a morirse de hambre y de sed, primero, porque nadie sabe lo que pasa realmente en el cerebro de una oveja, segundo, considerando la ya referida imprevisibilidad a que lo previsible recurre algunas veces. Al desierto irá Jesús, hacia allí se encamina ya, sin que a Pastor le haya sorprendido la resolución, antes bien, callado, la aprobó, con un lento y solemne movimiento de cabeza que, extraña idea, podía ser tomado también como un gesto de despedida.
Este desierto no es una de aquellas amplias, largas y conocidas extensiones de arena que el mismo nombre usan. Este desierto es más bien un mar de secas y duras colinas arenosas, encabalgadas unas en las otras, formando un laberinto inextricable de valles, en el fondo de los cuales apenas sobreviven unas raras plantas que parecen hechas sólo de espinos y cerdas, con las que tal vez pudieran atreverse las sólidas encías de una cabra, pero que, al primer contacto, desgarrarían los labios sensibles de una oveja. Este desierto es más amedrentador que los formados sólo de lisas arenas y de aquellas dunas inestables que mudan constantemente de forma y de hechura, en este desierto cada colina oculta y anuncia la amenaza que nos espera en la colina siguiente, y, cuando a ésta llegamos, temblando, sentimos de inmediato que la amenaza, la misma, pasó para detrás de nuestras espaldas.
Aquí, el grito que demos no responderá, por el eco, a la voz que lo gritó, lo que oiremos, sí, en respuesta, son las propias colinas gritando, o lo desconocido, lo no sabido, que en ellas se obstina en esconderse. He aquí, pues, que provisto sólo de su cayado y de su alforja, Jesús entró en el desierto.
Pocos pasos más allá, apenas acababa de cruzar los límites del mundo, notó, de súbito, que las viejas sandalias que fueron de su padre se deshacían bajo sus pies. Mucho habían durado, pese a todo, por la virtud remendera de las piezas asiduamente recosidas, a veces in extremis, pero ahora las artes de zapatero remendón de Jesús ya no podían auxiliar a sandalias que tantos y tantos caminos habían andado y tanto sudor amasado en polvo. Como si obedecieran a una orden, se desengarzaban los últimos hilos, se soltaban, flojas, las tiras, se partían sin remedio los atadijos, en menos tiempo del que lleva contarlo, quedaron descalzos los pies de Jesús sobre los restos de las sandalias. Recordó el muchacho, le llamamos así por hábito adquirido, que a los dieciocho años, siendo judío, más es hombre hecho y derecho que mocito adolescente, recordó Jesús sus antiguas sandalias guardadas durante todo este tiempo en la alforja como reliquia sentimental del pasado y, movido por una vana esperanza, intentó ponérselas.
Razón tuvo Pastor cuando le dijo, Pies que crecieron no vuelven a encoger, a Jesús le costaba trabajo entender que alguna vez sus pies hubieran podido caber en estas sandalias minúsculas. Estaba descalzo ante el desierto, como Adán cuando lo expulsaron del paraíso y, como él, vaciló antes de dar el primero y doloroso paso sobre el torturado suelo que lo llamaba. Pero luego, sin haberse preguntado por qué lo hacía, quizá sólo porque se acordó de Adán, dejó caer la alforja y el cayado y, levantándose la túnica por el orillo, se la quitó por la cabeza en un solo gesto, quedando, como Adán, desnudo.
Aquí, donde está, ya no lo ve Pastor, ningún borrego curioso lo siguió, desde el aire lo ven los pocos pájaros que por estas fronteras se atreven, y los bichos de la tierra, que son hormigas, alguna escolopendra, un escorpión que, de susto, alza el aguijón venenoso, estos no tienen memoria de hombre desnudo por estos sitios, ni saben para qué sirve. Si se lo preguntasen a Jesús, Por qué te has desnudado, tal vez respondería de una manera incomprensible para el entendimaiento de los himenópteros, miriápodos y arácnidos, Al desierto sólo es posible ir desnudo. Desnudo, decimos nosotros, pese a los espinos que desgarran la piel y erizan los pelos del pubis, desnudos pese a las aristas que cortan y las arenas que desuellan, desnudo pese al sol que quema, reverbera y deslumbra, desnudo, en fin, para buscar la oveja perdida, aquella que nos pertenece porque con nuestra marca la marcamos. El desierto se abre a los pasos de Jesús para luego cerrarse, como cortándole el camino de retirada. El silencio resuena en los oídos como un sonido de caracola, de esas caracolas que llegan muertas y vacías a la playa y se quedan allí, llenándose del vasto rumor de las olas, hasta que alguien pasa y las encuentra y, acercándolas lentamente al oído, se pone a escuchar y dice, El desierto. Los pies de Jesús están sangrando, el sol aparta a las nubes para herirlo como una espada en los hombros, los espinos le cortan la piel de las piernas como uñas ávidas, las cerdas lo azotan, Oveja, dónde estás, grita él, y las colinas se pasan la consigna, Dónde estás, dónde estás, si se dijeran sólo esto sabríamos, por fin, qué es el eco perfecto, pero el largo y remoto son de la caracola se sobrepone, murmurando, Diiiiiiooos, Diiiiiiooos, Diiiiiiooos. Entonces, como si de pronto las colinas se hubiesen detenido en su camino, Jesús salió del laberinto de los valles hasta un espacio circular liso y arenoso donde, en el centro exacto, vio a la oveja. Corrió hacia ella todo lo que le permitían sus pies heridos, pero una voz lo detuvo, Espera. Una nube de la altura de dos hombres, que era como una columna de humo girando lentamente sobre sí misma, estaba ante él, y la voz llegó de la nube. Quién me habla, preguntó Jesús estremecido, pero adivinando ya la respuesta. La voz dijo, Yo soy el Señor, y Jesús supo entonces por qué tuvo que desnudarse en el umbral del desierto. Me has traído aquí, qué quieres de mí, preguntó, Por ahora, nada, pero un día lo querré todo, qué es todo, La vida, tú eres el Señor, siempre estás llevándote de nosotros las vidas que nos das, No tengo otro remedio, no puedo dejar que el mundo se detenga, Y mi vida, para qué la quieres, Todavía no es tiempo de que lo sepas, aún tendrás que vivir mucho, pero vengo a anunciártelo, para que vayas disponiendo el espíritu y el cuerpo, porque es de ventura suprema el destino que estoy preparando para ti, Señor, Señor, no comprendo ni lo que me dices ni lo que quieres de mí, Tendrás el poder y la gloria, qué poder, qué gloria, Lo sabrás cuando llegue la hora de que te llame otra vez, Cuándo será, No tengas prisa, vive tu vida como puedas, Señor, aquí estoy, si desnudo me has traído ante ti, no tardes, dame hoy lo que tienes guardado para darme mañana, quién te ha dicho que intento darte algo, Lo prometiste, Es un cambio, nada más que un cambio, Mi vida por no sé qué pago, El poder, Y la gloria, no se me olvida, pero si no me dices qué poder y sobre qué, qué gloria, y ante quién, será como una promesa hecha demasiado pronto, Volverás a encontrarme cuando estés preparado, pero mis señales te acompañarán desde ahora, Señor, dime, Calla, no preguntes más, la hora llegará, ni antes ni después, y entonces sabrás qué quiero de ti, Oírte, Señor, es obedecer, pero tengo que hacerte una pregunta más, No me aburras, Señor, es preciso, Habla, Puedo llevarme mi oveja, Ah, era eso, Sí, era sólo eso, puedo, No, Por qué, Porque la vas a sacrificar como prenda de la alianza que acabo de establecer contigo, Esta oveja, Sí, Te sacrificaré otra, voy hasta donde está el rebaño y vuelvo en seguida, No me contraríes, quiero ésta, Pero, Señor, ésta tiene un defecto, tiene la oreja cortada, Te equivocas, la oreja está intacta, fíjate bien, Cómo es posible, Yo soy el Señor y al Señor nada es imposible, Pero ésta es mi oveja, Te engañas de nuevo, el cordero era mío y tú me lo quitaste, ahora paga la oveja aquella deuda, Sea como quieres, el mundo todo te pertenece y yo soy tu siervo, Sacrifícala o no habrá alianza, Pero, mira Señor, que estoy desnudo, no tengo cuchillo ni puñal, estas palabras las dijo Jesús lleno de esperanza de poder salvar aún la vida de la oveja, y Dios le respondió, No sería yo el Señor si no pudiera resolverte esa dificultad, ahí tienes. Apenas dichas estas palabras, apareció a los pies de Jesús un cuchillo nuevo, Rápido, empieza, tengo otras cosas que hacer, dijo Dios, no puedo quedarme aquí eternamente. Jesús empuñó el cuchillo, avanzó hacia la oveja, que había alzado la cabeza, vacilante, como si no lo reconociera, pues nunca lo había visto desnudo, y, como se sabe, el olfato de estos animales no vale gran cosa.
Estás llorando, preguntó Dios, Siempre tengo los ojos así, dijo Jesús. El cuchillo se alzó, buscó el ángulo del golpe, y cayó velozmente como el hacha de las ejecuciones o la guillotina que todavía no se ha inventado. La oveja no soltó ni un balido, sólo se oyó, Aaaah, era Dios, suspirando de satisfacción.
Jesús preguntó, Y ahora, puedo irme ya, Puedes irte, y no olvides que a partir de hoy me perteneces por la sangre, Cómo debo alejarme de ti, En principio, da igual, para mí no hay delante y detrás, pero la costumbre es retroceder haciendo reverencias, Señor, Qué pesado eres, hombre, a ver, qué te pasa ahora, El pastor del rebaño, Qué pastor, El que anda conmigo; Qué, Es un ángel o un demonio, Es alguien a quien yo conozco, Pero dime, es ángel o demonio, Ya te lo he dicho, para Dios no hay delante ni detrás, que te diviertas. La columna de humo estaba y dejó de estar, la oveja había desaparecido, sólo la sangre se percibía aún, pero procuraba esconderse en la tierra.
Cuando Jesús llegó al campamento, Pastor lo miró fijamente y preguntó, La oveja, y él respondió, He encontrado a Dios, No te he preguntado si has encontrado a Dios, te he preguntado si encontraste la oveja, La he sacrificado, Por qué, Dios estaba allí, tuve que hacerlo.
Con la punta del cayado, Pastor hizo una raya en el suelo, profunda como el surco del arado, imposible de cruzar como una cerca de fuego, luego dijo, No has aprendido nada, vete.
Cómo voy a irme, con los pies así, pensó Jesús viendo alejarse a Pastor hacia el otro lado del rebaño. Dios, que tan limpiamente había hecho desaparecer a la oveja, no lo había beneficiado, desde dentro de la nube, con la gracia de su divina saliva, para que el mortificado Jesús pudiera, con ella, untar y sanar las heridas por las que seguía manando la sangre que brillaba sobre las piedras.
Pastor no lo ayudará, lanzó aquellas palabras conminatorias y se retiró como quien espera que la sentencia se cumpla y no intenta estar presente en los preparativos de la partida, y mucho menos despedirse. Trabajosamente, arrastrándose sobre las rodillas y las manos, Jesús llegó hasta la tienda, donde, en cada parada, se ordenaban los utensilios de gobierno del rebaño, los cántaros para la leche, las tablas para la prensadura, y también las pieles de oveja y de cabra que se iban curtiendo y con las que, por trueque, adquirían las cosas que necesitaban, una túnica, un manto, alimentos más variados. Pensó Jesús que no podrían culparlo si se cobrase el salario por su mano, cortando de las pieles de oveja una especie de sandalias o coturnos para envolver los pies, empleando después para atarlas unas tiras de piel de cabra, más manejable porque tienen menos pelo. Al ajustárselas dudó si la lana debería quedar por la parte de dentro o de fuera, y decidió al fin usarla como forro, por dentro, visto el mísero estado en que tenía los pies. Lo malo será que se le pegarán las heridas a los pelos, pero, como ya ha decidido que su camino va a ser la orilla del Jordán, bastará que meta los pies calzados en el agua y poco a poco se disolverá la sangre seca. El propio peso de las botazas, que eso es lo que parecen, metidas en el agua y empapadas, ayudará a despegar suavemente los pies del lanoso guateado, sin llevarse consigo las costras benevolentes y protectoras que se están formando. Algo de sangre que arrastra la corriente es señal, por su buen color, de que las heridas aún no se habían infectado, por mucho que cueste creerlo. Jesús, en su divagante caminata hacia el norte, se tomaba largos descansos, se quedaba sentado a la orilla del río, con los pies metidos en el agua, gozando del frescor y de la medicina. Le dolía haber sido expulsado de aquella manera, después de haberse encontrado con Dios, acontecimiento inaudito en el pleno sentido de la palabra, pues, que él supiera, no había hoy un solo hombre en toda Israel que pudiera envanecerse de haber visto a Dios y sobrevivir.
Cierto es que, lo que se dice ver, no vio, pero si se nos presenta una nube en el desierto, en forma de columna de humo, y dice, Yo soy el Señor, y mantiene después una conversación, no sólo lógica y sensata, sino con una expresión de autoridad sin réplica que sólo divina podía ser, cualquier duda, por pequeña que fuese, sería una ofensa. Que el Señor era el Señor, quedó demostrado con la respuesta dada cuando le preguntó acerca de Pastor, aquellas palabras despreocupadas, en las que era patente un poco de desprecio, pero también de intimidad, y luego reforzado por la negativa a responder si era ángel o diablo. Pero lo más interesante era que las palabras de Pastor, duras y aparentemente ajenas a la cuestión central, no hacían más que confirmar la verdad sobrenatural del encuentro, No te he preguntado si has encontrado a Dios, como si estuviera diciendo, Hasta ahí ya lo sé, como si el anuncio no lo hubiera sorprendido, como si lo supiera de antemano. Lo cierto era que no le había perdonado la muerte de la oveja, otro sentido no podían tener sus palabras finales, No has aprendido nada, vete, y después se retiró ostensiblemente hacia el otro lado del rebaño, y se mantuvo allí, de espaldas, hasta que él se hubo ido.
Ahora bien, en una de estas ocasiones en que Jesús dejaba su imaginación explayarse en previsiones de lo que podría querer el Señor cuando volvieran a encontrarse, las palabras de Pastor le sonaron repentinamente en sus oídos, tan claras y distintas como si estuviese a su lado, No has aprendido nada, y en ese instante el sentimiento de ausencia, de falta, de soledad, fue tan fuerte que su corazón gimió, allí estaba él, solo, sentado a la orilla del Jordán, mirando sus pies en la transparencia del río y viendo manar de uno de sus calcañares un leve hilo de sangre, y lentamente moverse entre dos aguas, de pronto no le pertenecían la sangre ni los pies, era su padre que llegaba, cojeando con sus calcañares agujereados, a gozar del fresco del Jordán, y le decía igual que Pastor, Tienes que volver al principio, no has aprendido nada. Jesús, como si alzase del suelo una pesada y larga cadena de hierro, recordaba su vida, eslabón por eslabón, el anuncio misterioso de su concepción, la tierra iluminada, el nacimiento en la cueva, los niños muertos de Belén, la crucifixión del padre, la herencia de las pesadillas, la huída de casa, el debate en el templo, la revelación de Zelomi, la aparición del pastor, la vida con el rebaño, el cordero salvado, el desierto, la oveja muerta, Dios. Y como esta última palabra era excesiva para que su espíritu pudiera ocuparse de ella, se fijó obsesivamente en un pensamiento, por qué un cordero que había sido salvado de la muerte acabó muriendo oveja, cuestión tan estúpida como cualquiera puede ver, pero que se comprenderá mejor si la traducimos así, Ninguna salvación es suficiente, cualquier condena es definitiva. El último eslabón de la cadena es éste, estar a la orilla del río Jordán, oyendo el doliente canto de una mujer que desde allí no se puede ver, oculta entre los juncos, tal vez lavando la ropa, tal vez bañándose, y Jesús quiere entender cómo esto es todo lo mismo, el cordero vivo que se transforma en oveja muerta, sus pies sangrando de la sangre de su padre y la mujer que canta, desnuda, tumbada boca arriba en el agua, los pechos duros sobresaliendo, el pubis negro soalzado en la ondulación de la brisa, no es verdad que Jesús hubiese visto, hasta hoy, una mujer desnuda, pero si un hombre, partiendo sólo de una columna de humo, puede ponerse a vaticinar lo que será estar con Dios cuando les llegue el día al uno y al otro, se comprenderá que las minucias de una mujer desnuda, suponiendo que sea apropiada la palabra, puedan ser imaginadas y creadas desde una música que se la oye cantar, incluso sin saber si las palabras nos son dirigidas.
José ya no está aquí, ha regresado a la fosa común de Séforis, de Pastor no asoma ni la punta del cayado, y Dios, que está en todas partes, como se dice, no eligió una columna de humo para mostrarse, tal vez esté en aquella agua que corre, la misma donde se baña la mujer. El cuerpo de Jesús dio una señal, se hinchó lo que tenía entre las piernas, como les sucede a todos los hombres y a todos los animales, la sangre corrió veloz a un mismo sitio hasta el punto de que se le secaron súbitamente las heridas, Señor, qué fuerte es este cuerpo, pero Jesús no fue en busca de la mujer, y sus manos rechazaron las manos de la tentación violenta de la carne, No eres nadie si no te quieres a ti mismo, no llegas a Dios si no llegas primero a tu cuerpo. No se sabe quién dijo estas palabras, pero Dios no las diría, no son cuentas de su rosario, de Pastor, sí, podrían ser, si no estuviese tan lejos de aquí, quizá, a fin de cuentas, fuesen las palabras de la canción que la mujer cantaba, en ese momento pensó qué agradable podría ser ir allí y pedirle que se las explicase, pero la voz ya no se oía, tal vez se la había llevado la corriente, o la mujer, simplemente, salió del agua patra secarse y vestirse, acallando así su cuerpo. Jesús se calzó las zapatillas empapadas y se puso en pie, haciendo que el agua saliera de entre los lados, como si apretara una esponja. Mucho se reiría la mujer, si aquí viniera, al encontrarse con estas grotescas zapatillas, pero bien podría ser que esta risa de burla no durase mucho, cuando los ojos de ella subieran por el cuerpo de Jesús, adivinando las formas que la túnica esconde, y se detuvieran a mirar los ojos de él, doloridos por causas antiguas y ahora, por una razón nueva, ansiosos. Con pocas o ninguna palabra, el cuerpo de ella volverá a desnudarse y cuando haya sucedido lo que de estos casos siempre hay que esperar, ella le quitará las sandalias con gran cuidado, curará las heridas poniendo en cada pie un beso y envolviéndolos después, como un capullo de seda, en sus propios cabellos húmedos. No viene nadie por el camino, Jesús mira alrededor, suspira, busca un rincón escondido y hacia allí se encamina, pero se detiene de súbito, ha recordado a tiempo que el Señor le quitó la vida a Onán por derramar su semen en el suelo. Es verdad que si hubiera dado Jesús otra vuelta más analítica al episodio clásico, cosa que concordaba con sus procesos mentales, tal vez no lo detuviera la implacable severidad del Señor, y esto por dos razones, siendo la primera porque no había allí cuñada con quien debiera, por ley, dar posteridad a un hermano muerto, y la segunda, acaso más fuerte que la otra, porque el Señor tiene, tal como le hizo saber en el desierto, algunas firmes aunque no reveladas ideas en cuanto a su futuro, luego no es creíble ni lógico que se olvidara de las promesas hechas, estropeándolo todo porque una mano sin gobierno hubiese osado llegar a donde no debía, sabiendo el Señor lo que son las necesidades del cuerpo, no es sólo lo trivial de comer y de beber, trivial, decimos, habiendo otros ayunos no menos costosos de soportar. Estas y otras semejantes reflexiones, que deberían ayudar a Jesús a llevar adelante el humanísimo movimiento de buscar, para cierto fin, un refugio lejos de vistas ajenas, acabaron por tener efecto contraproducente, que el pensamiento se distrajo de lo que tenía en mente, se encontró envuelto en los meandros de su propio pensar, y el resultado fue írsele la voluntad de lo que quería, de deseo ni hablemos, que, siendo pecaminoso, un simple nada le hace vacilar y retraerse.
Resignado con su propia virtud, se echó Jesús la alforja al hombro, empuñó el cayado y se lanzó al camino.
En el primer día de este viaje a lo largo de la orilla del río Jordán, el hábito de cuatro años de aislamiento llevó a Jesús a apartarse de los lugares poblados que por allía había. Pero, a medida que se aproximaba al lago de Genesaret, se fue haciendo cada vez más difícil, para él, bordear las aldeas, rodeadas como estaban de campos cultivados, no siempre cómodos de atravesar, tanto por los desvíos que se veía obligado a hacer como por la desconfianza que su aire vagabundo despertaba en los labradores.
De modo que se decidió Jesús a ir al mundo, y la verdad es que no le disgustó lo que vio, sólo le importunaba mucho el ruido, del que casi se había olvidado. En la primera de estas aldeas en que entró, una traviesa banda de chiquillos lo siguió riéndose de sus botas, buena cosa fue, porque Jesús tenía dinero suficiente para comprarse unas sandalias nuevas, recordemos que no toca el dinero que lleva, desde aquel que le dio el fariseo, vivir cuatro años con tan poco y no tener necesidad de gastarlo es la máxima riqueza, no hay que pedirle más al Señor. Ahora, compradas las sandalias, quedó su tesoro reducido a dos monedas de exiguo valor, pero la penuria no lo aflige, ya poco le falta para llegar a su destino, Nazaret, su casa, a la que regresará porque un día, al dejarla, y parecía que para siempre la dejaba, dijo, De una manera u otra siempre volveré. Viene sin prisa, bordeando las mil curvas del Jordán, también es verdad que el estado en que llevaba los pies no le permitía grandes hazañas de andarín, pero la razón principal de su vagar consistía en su propia certeza de llegar, como si pensase, Es como si ya estuviese allí, pero otro sentimiento, ese menos consciente, retardaba sus pasos, algo que podría expresarse con palabras como éstas, Cuanto antes llegue, antes vuelvo a marcharme.
Subía a lo largo de la orilla del lago en dirección al norte, está ya a la altura de Nazaret, si quisiera llegar rápidamente a casa no tendría más que mover las piernas hacia el sol poniente, pero las aguas del lago lo retienen, azules, anchas, tranquilas, Le gusta sentarse a la orilla y seguir con la mirada las maniobras de los pescadores, alguna vez, de pequeño, vino a estos parajes acompañado de sus padres, pero nunca se detuvo a mirar con atención el trabajo de estos hombres que dejaban tras de sí todos los olores del pescado, como si también ellos fuesen habitantes del mar. Mientras anduvo por aquí, Jesús se ganó el sustento ayudando en lo que sabía, que era nada, y en lo que podía, que era poco, arrastrar una barca a tierra o empujarla al agua, echar una mano para arrastrar una red que se desbordaba, los pescadores le veían la necesidad en la cara y le daban dos o tres peces espinosos, llamados tilapias, como salario. Al principio, tímido, Jesús los asaba y comía aparte, pero habiéndose demorado por allí tres días, al segundo lo llamaron los pescadores para que formase rancho con ellos. Y al tecero, Jesús fue al mar, en la barca de dos hermanos que se llamaban Simón y Andrés, mayores que él, ninguno de los dos con menos de treinta años.
En medio de las aguas, Jesús, sin experiencia del oficio, riéndose él mismo de su torpeza, se atrevió, incitado por sus nuevos amigos, a lanzar la red, con aquel gesto abierto que, mirado de lejos, parece una bendición o un desafío, sin otro resultado que caerse al agua una de las veces que lo intentó. Simón y Andrés se rieron mucho, ya sabían que Jesús sólo entendía de cabras y ovejas, y Simón dijo, Mejor vida sería la nuestra si este otro ganado se dejara traer y llevar, y Jesús respondió, Por lo menos no se pierden, no se extravían, están aquí todos en el cuenco del lago, todos los días huyendo de la red, todos los días cayendo en ella. La pesca no había sido abundante, el fondo de la barca estaba poco menos que vacío, y Andrés dijo, Hermano, vámonos a casa, que este día ya dio de sí todo lo que podía. Simón asintió, Tienes razón, hermano, vámonos. Metió los remos en los toletes e iba a dar la primera de las remadas que los llevarían a la orilla, cuando Jesús, no pensemos que por inspiración o presentimiento mayor, fue sólo una manera, aunque inexplicable, de demostrar su gratitud, propuso que hicieran tres últimas tentativas. quién sabe si el rebaño de los peces, conducido por su pastor, habrá venido hacia nuestro lado, Simón se rió, esa es otra ventaja que tienen las ovejas, que se ven, y volviéndose a Andrés, Lanza la red, si no ganamos nada, tampoco perdemos, y Andrés lanzó la red y la red vino llena. Quedaron desorbitados de asombro los ojos de los pescadores, pero el asombro se transformó en portento y maravilla cuando la red, lanzada otra vez más, y una más aún, volvió llena las dos veces. De un mar que les parecía antes tan desierto de pescado como el agua recogida en un cántaro de una fuente límpida, salían, con nunca vista profusión, torrentes brillantísimos de agallas, escamas y aletas en las que la vista se confundía. Le preguntaron Simón y Andrés cómo supo que los peces habían llegado allí inesperadamente, qué mirada de lince descubrió el movimiento profundo de las aguas, y Jesús respondió que no, que no lo sabía, que fue apenas una idea, probar suerte una última vez antes de regresar. No tenían los dos hermanos motivos para dudarlo, el azar hace estos y otros milagros, pero Jesús, dentro de sí, se estremeció y se preguntó en el silencio de su alma, Quién hizo esto, Dijo Simón, Ayuda a escoger, ahora bien, es ésta una buena oportunidad para explicar que no nació en este mar de Genesaret la ecuménica sentencia, Todo lo que viene a la red es pescado, aquí los criterios son diferentes, pez será lo que la red trajo, pero la ley es clarísima en este punto, como en todos, He aquí lo que podéis comer de los diferentes animales acuáticos, podéis comer todo lo que, en las aguas, mares o ríos, tiene escamas y aletas, pero todo lo que no tiene aletas y escamas, en los mares o en los ríos, ya sea lo que pulula en el agua o los animales que en ella viven, es abominable para vosotros, y abominable seguirá siendo, no comáis su carne y considerad que sus cadáveres son abominables, todo lo que, en las aguas, no tiene escamas y aletas, será para vosotros abominable. Los peces réprobos de piel lisa, aquellos que no pueden ir a la mesa del pueblo del Señor, fueron así restituidos al mar, muchos de ellos incluso se habían acostumbrado ya y no se preocupaban cuando se los llevaba la red, sabían que pronto volverían al agua, sin peligro de morir sofocados. En su cabeza de peces creían beneficiarse de una benevolencia especial del Creador, e incluso de un amor particular, lo que los llevó, al cabo del tiempo, a considerarse superiores a los otros peces, los que dejaban en las barcas, que muchas y graves faltas debían de haber cometido bajo las oscuras aguas para que Dios, así, sin piedad, los dejase morir.
Cuando llegaron a la orilla, con mil artes y cuidados para no irse a pique, pues la superficie del lago lamía la borda como si quisiera engullir la barca, la sorpresa de la gente no tuvo explicación. Quisieron noticia de cómo había ocurrido aquello, sabiéndose que los otros pescadores regresaron con el fondo seco, pero, de tácito y común acuerdo, ninguno de los tres afortunados habló de las circunstancias de la pesca prodigiosa, Simón y Andrés, para no ver públicamente disminuidos sus méritos de expertos, Jesús porque no quería que los otros pescadores lo metieran como reclamo en sus respectivas compañías, lo que, decimos nosotros, sería de entera justicia, para que acabasen de una vez las diferencias entre hijos y entenados que tanto mal han traído al mundo. Este pensamiento hizo que Jesús anunciara esa noche que a la mañana siguiente partiría para Nazaret, donde lo esperaba la familia, después de cuatro años de ausencias y de andanzas que podían decirse del diablo, tan cargadas de fatigas estuvieron. Lamentaron mucho Simón y Andrés una decisión que los privaba del mejor ojeador de ganado acuático del que había memoria en los anales de Genesaret, lo lamentaron también los otros dos pescadores, Tiago y Juan, hijos de Zebedeo, muchachos un poco simplones, a los que, por broma, solían preguntar, Quién es el padre de los hijos de Zebedeo, y los pobres se quedaban boquiabiertos, perdidos de sí, y ni el hecho de saber la respuesta, que claro que la sabían, siendo ellos los hijos, ni esto les ahorraba un instante de perplejidad y de angustia. La pena que sentían por la marcha de Jesús no era sólo porque así se les escapaba la oportunidad de una pesca famosa, sino porque, siendo mozos, Juan era incluso más joven que Jesús, les hubiera gustado formar con él una tripulación de juveniles para competir con la generación más vieja. Su simplicidad de espíritu no era necedad ni retraso mental, lo que les pasaba es que iban por la vida como si siempre estuviesen pensando en otra cosa, por eso dudaban cuando les preguntaban cómo se llamaba el padre de los hijos de Zebedeo y no entendían por qué se reía la gente tan divertida, cuando, triunfalmente, respondían, Zebedeo. Juan hizo aún una tentativa, se acercó a Jesús y le dijo, Quédate con nosotros, nuestra barca es mayor que la de Simón, cogeremos más pesca, y Jesús, sabio y piadoso, le respondió, La medida del Señor no es la medida del hombre, sino la de su justicia.
Enmudeció Juan, se fue con la cabeza baja, y sin diligencias de otros interesados transcurrió la velada. Al día siguiente, Jesús se despidió de los primeros amigos que había encontrado en sus dieciocho años de vida y, con el fardel lleno, dando la espalda a este mar de Genesaret, donde, o mucho se engañaba o le hizo Dios una señal, orientó al fin sus pasos hacia las montañas, camino de Nazaret. Sin embargo, quiso el destino que, al atravesar la ciudad de Magdala, se le reventase una herida del pie que tardaba en curarse, y de tal modo que parecía que la sangre no quería parar. También quiso el destino que el peligroso accidente ocurriera a la salida de Magdala, casi enfrente de la puerta de una casa que estaba alejada de las otras, como si no quisiera aproximarse a ellas, o ellas la rechazaran. Viendo que la sangre no daba muestras de restañarse, Jesús llamó, Eh, los de dentro, dijo, y acto seguido apareció una mujer en la puerta, era como si estuviera esperando que la llamasen, aunque, por un leve aire de sorpresa que se insinuó en su cara, podríamos pensar que estaba habituada a que entrasen en su casa sin llamar, lo que, si bien consideramos las cosas, tendría menos razón de ser que en cualquier otro caso, pues esta mujer es una prostituta y el respeto que debe a su profesión le manda que cierre la puerta de la casa cuando recibe a un cliente. Jesús, que estaba sentado en el suelo, comprimiendo la desatada herida, echó una mirada rápida a la mujer que se acercaba, Ayúdame, dijo, y auxiliándose de la mano que ella le tendía, consiguió ponerse pie y dar unos pasos, cojeando. No estás en situación de andar, dijo ella, entra, que te curo la herida.
Jesús no dijo ni sí ni no, el olor de la mujer lo aturdía, hasta el punto de desaparecerle, de un momento a otro, el dolor que le provocara la llaga al abrirse, y ahora, con un brazo sobre los hombros de ella, sintiendo su propia cintura ceñida por otro que evidentemente no podía ser suyo, percibió el tumulto que le traspasaba el cuerpo en todas direcciones, si no es más exacto decir sentidos, porque en ellos, o en uno que tiene ese nombre, pero que no es la vista ni el oído ni el gusto ni el olfato ni el tacto, aunque pueda llevar una parte de cada uno, ahí es donde todo iba a dar, con perdón. La mujer le ayudó a entrar en el patio, cerró la puerta y lo hizo sentarse, espera, dijo. Entró y volvió con una bacía de barro y un paño blanco, llenó de agua la bacía, mojó el paño y, arrodillándose a los pies de Jesús, sosteniendo en la palma de la mano izquierda el pie herido, lo lavó cuidadosamente, limpiándolo de tierra, ablandando la costra rota de la que salía, con la sangre, una materia amarilla, purulenta, de mal aspecto.
Dijo la mujer, No va a ser el agua lo que te cure, y Jesús dijo, Sólo te pido que me ates la herida para poder llegar a Nazaret, allí la trataré, iba a decir, Mi madre me la tratará, pero se corrigió, pues no quería aparecer ante los ojos de la mujer como un chiquillo que, por un tropezón con una piedra, se echa a llorar, Mamá, mamaíta, a la espera de la caricia, un soplo suave en el dedo ofendido, un toque dulcificante de los dedos, No es nada, hijo mío, hala, ya pasó. De aquí a Nazaret todavía tienes mucho que andar, pero, si así lo quieres, espera al menos hasta que te ponga un ungüento, dijo la mujer, y entró en casa, donde tardó un poco más que antes. Jesús dio una vuelta alrededor del patio, sorprendido porque nunca había visto nada tan limpio y ordenado. Empieza a pensar que la mujer es una prostituta, no porque tenga una especial habilidad para adivinar profesiones a primera vista, aún no hace muchos días él mismo podría haber sido identificado por el olor que trasudaba a ganado caprino, y ahora todos dirán, Es pescador, se le fue aquel olor, vino otro que no trasuda menos. La mujer huele a perfume, pero Jesús, pese a su inocencia, que no es ignorancia, pues no le habían faltado ocasiones de ver cómo procedían carneros y machos cabríos, tiene sentido de sobra para considerar que el buen olor del cuerpo no es razón suficiente para afirmar que una mujer es prostituta.
Realmente, una prostituta debería oler a lo que más frecuenta, a hombre, como el cabrero huele a cabra y el pescador a pescado, aunque, tal vez, quién sabe, esas mujeres se perfuman tanto justamente porque quieren esconder, disimular o incluso olvidar el olor a hombre. La mujer reapareció con un tarrito y venía sonriendo como si alguien, dentro de la casa, le hubiera contado una historia divertida. Jesús la veía acercarse, pero, si no lo engañaban sus ojos, ella venía muy lentamente, como ocurre a veces en sueños, la túnica se movía, ondeaba, modelando al andar el balanceo rítmico de los muslos, y el cabello negro de la mujer, suelto, danzaba sobre sus hombros como el viento hace que dancen las espigas en el trigal. no había duda, la túnica, incluso para un lego, era de prostituta, el cuerpo de bailarina, la risa de mujer liviana, Jesús, en estado de aflicción, pidió a su memoria que lo socorriese con alguna de las apropiadas máximas de su célebre homónimo y autor, Jesús, hijo de Sira, y la memoria le respondió, susurrándole discretamente, desde el otro lado del oído, Huye del encuentro con una mujer liviana para no caer en sus celadas, y después, No andes mucho con una bailarina, no sea que perezcas en sus encantos, y finalmente, Nunca te entregues a las prostitutas si no quieres perder tus haberes y perderte tú mismo, que se pierda este Jesús de ahora bien pudiera acontecer, siendo hombre y tan joven, pero en cuanto a haberes, esos ya sabemos que no corren peligro porque no los tiene, por lo que él mismo se hallará a salvo, llegada la hora, cuando la mujer, antes de cerrar el trato, le pregunte, Cuánto tienes. Preparado para todo está Jesús, por eso no le sorprende la pregunta que ella le hace mientras, colocado ahora el pie de él sobre la rodilla de ella, le cubría de ungüento la herida, Cómo te llamas, Jesús, fue la respuesta, y no dijo de Nazaret porque antes ya lo había declarado, como ella, por ser aquí donde vivía, no dijo de Magdala, cuando, al preguntarle él a su vez el nombre, respondió que María.
Con tantos movimientos y observaciones, acabó María de Magdala de vendar el dolorido pie de Jesús, rematando con una sólida y pertinente atadura, Ya está, dijo ella, Cómo puedo agradecértelo, preguntó Jesús, y por primera vez sus ojos tocaron los ojos de ella, negros, brillantes como azabache, de donde fluía, como agua que sobre agua corriera, una especie de voluptuosa veladura que alcanzó de lleno el cuerpo secreto de Jesús. La mujer no respondió de inmediato, lo miraba, a su vez, como valorándolo, comprobando qué clase de hombre era, que de dineros ya se veía que no andaba bien provisto el pobre mozo, al fin dijo, Guárdame en tu recuerdo, nada más, y Jesús, No olvidaré tu bondad, y luego, llenándose de ánimo, No te olvidaré, Por qué, sonrió la mujer, Porque eres hermosa, Pues no me conociste en los tiempos de mi belleza, te conozco en la belleza de ahora. Se apagó la sonrisa de ella, Sabes quién soy, qué hago, de qué vivo, Lo sé, Sólo tuviste que mirarme y ya lo supiste todo, No sé nada, Que soy prostituta, Eso sí lo sé, Que me acuesto con los hombres por dinero, Sí, Eso es lo que te decía, que lo sabes todo de mí, Sólo sé eso. La mujer se sentó a su lado, le pasó suavemente la mano por la cabeza, le tocó la boca con la punta de los dedos, Si quieres agradecérmelo, quédate este día conmigo, No puedo, Por qué, No tengo con qué pagarte, Gran novedad esa, No te rías de mí, Tal vez no lo creas, pero más fácilmente me reiría de un hombre que llevara bien llena la bolsa, No es sólo cuestión de dinero, Qué es, entonces. Jesús se calló y volvió la cara hacia el otro lado. Ella no lo ayudó, podía haberle preguntado, Eres virgen, pero se mantuvo callada, a la espera. Se hizo un silencio tan denso y profundo que parecía que sólo los dos corazones sonaban, más fuerte y rápido el de él, el de ella inquieto con su propia agitación. Jesús dijo, Tus cabellos son como un rebaño de cabras bajando por las laderas de las montañas de Galad. La mujer sonrió y permaneció callada. Después Jesús dijo, Tus ojos son como las fuentes de Hesebon, junto a la puerta de Bat-Rabin. La mujer sonrió de nuevo, pero no habló.
Entonces volvió Jesús lentamente el rostro hacia ella y le dijo, No conozco mujer. María le tomó las manos, Así tenemos que empezar todos, hombres que no conocían mujer, mujeres que no conocían hombre, un día el que sabía enseñó, el que no sabía aprendió, Quieres enseñarme tú, Para que tengas otro motivo de gratitud, Así nunca acabaré de agradecerte, Y yo nunca acabaré de enseñarte.
María se levantó, fue a cerrar la puerta del patio, pero primero colgó cualquier cosa por el lado de fuera, señal que sería de entendimiento para los clientes que vinieran por ella, de que había cerrado su puerta porque llegó la hora de cantar, Levántate, viento del norte, ven tú, viento del mediodía, sopla en mi jardín para que se dispersen sus aromas, entre mi amado en su jardín y coma de sus deliciosos frutos. Luego, juntos, Jesús amparado, como antes hiciera, en el hombro de María, prostituta de Magdala que lo curó y lo va a recibir en su cama, entraron en la casa, en la penumbra propicia de un cuarto fresco y limpio.
La cama no es aquella rústica estera tendida en el suelo, con un cobertor pardo encima que Jesús siempre vio en casa de sus padres mientras allí vivió, éste es un verdadero lecho como aquel del que alguien dijo, Adorné mi cama con cobertores, con colchas bordadas de lino de Egipto, perfumé mi lecho con mirra, aloes y cinamomo. María de Magdala llevó a Jesús hasta un lugar junto al horno, donde era el suelo de ladrillo, y allí, rechazando el auxilio de él, con sus manos lo desnudó y lavó, a veces tocándole el cuerpo, aquí y aquí, y aquí, con las puntas de los dedos, besándolo levemente en el pecho y en los muslos, de un lado y del otro. Estos roces delicados hacían estremecer a Jesús, las uñas de la mujer le causaban escalofríos cuando le recorrían la piel, No tengas miedo, dijo María de Magdala.
Lo secó y lo llevó de la mano hasta la cama, Acuéstate, vuelvo en seguida. Hizo correr un paño en una cuerda, nuevos rumores de agua se oyeron, después una pausa, el aire de repente pareció perfumado y María de Magdala apareció, desnuda. Desnudo estaba también Jesús, como ella lo dejó, el muchacho pensó que así era justo, tapar el cuerpo que ella descubriera habría sido como una ofensa. María se detuvo al lado de la cama, lo miró con una expresión que era, al mismo tiempo, ardiente y suave, y dijo, Eres hermoso, pero para ser perfecto tienes que abrir los ojos. Dudando los abrió Jesús, e inmediatamente los cerró, deslumbrado, volvió a abrirlos y en ese instante supo lo que en verdad querían decir aquellas palabras del rey Salomón, Las curvas de tus caderas son como joyas, tu ombligo es una copa redondeada llena de vino perfumado, tu vientre es un monte de trigo cercado de lirios, tus dos senos son como dos hijos gemelos de una gacela, pero lo supo aún mejor, y definitivamente, cuando María se acostó a su lado y, tomándole las manos, acercándoselas, las pasó lentamente por todo su cuerpo, cabellos y rostro, el cuello, los hombros, los senos, que dulcemente comprimió, el vientre, el ombligo, el pubis, donde se demoró, enredando y desenredando los dedos, la redondez de los muslos suaves, y mientras esto hacía, iba diciendo en voz baja, casi en susurro, Aprende, aprende mi cuerpo. Jesús miraba sus propias manos, que María sostenía, y deseaba tenerlas sueltas para que pudieran ir a buscar, libres, cada una de aquellas partes, pero ella continuaba, una vez más, otra aún, y decía, Aprende mi cuerpo, aprende mi cuerpo, Jesús respiraba precipitadamente, pero hubo un momento en que pareció sofocarse, eso fue cuando las manos de ella, la izquierda colocada sobre la frente, la derecha en los tobillos, iniciaron una lenta caricia, una en dirección a la otra, ambas atraídas hacia el mismo punto central, donde, una vez llegadas, no se detuvieron más que un instante, para regresar con la misma lentitud al punto de partida, desde donde iniciaron de nuevo el movimiento. No has aprendido nada, vete, dijo Pastor, y quizá quisiese decir que no aprendió a defender la vida.
Ahora María de Magdala le enseñaba, Aprende de mi cuerpo, y repetía, pero de otra manera, cambiándole una palabra, Aprende tu cuerpo, y él lo tenía ahí, su cuerpo, tenso, duro, erecto, y sobre él estaba, desnuda y magnífica, María de Magdala, que decía, Calma, no te preocupes, no te muevas, déjame a mí, entonces sintió que una parte de su cuerpo, esa, se había hundido en el cuerpo de ella, que un anillo de fuego lo envolvía, yendo y viniendo, que un estremecimiento lo sacudía por dentro, como un pez agitándose, y que de súbito se escapaba gritando, imposible, no puede ser, los peces no gritan, él, sí, era él quien gritaba, al mismo tiempo que María, gimiendo, dejaba caer su cuerpo sobre el de él, yendo a beberle en la boca el grito, en un ávido y ansioso beso que desencadenó en el cuerpo de Jesús un segundo e interminable estremecimiento.
Durante todo el día nadie llamó a la puerta de María de Magdala. Durante todo el día, María de Magdala sirvió y enseñó al muchacho de Nazaret que, sin conocerla ni para bien ni para mal, llegó hasta su puerta pidiéndole que lo aliviara de los dolores y curase de las llagas que, pero eso no lo sabía ella, nacieron de otro encuentro, en el desierto, con Dios. Dios le dijo a Jesús, A partir de hoy me perteneces por la sangre, el Demonio, si lo era, lo despreció, No aprendiste nada, vete, y María de Magdala, con los senos cubiertos de sudor, el pelo suelto que parecía echar humo, la boca túmida, ojos como de agua negra, No te unirás a mí por lo que te enseñé, pero quédate esta noche conmigo. Y Jesús, sobre ella, respondió, Lo que me enseñas no es prisión, es libertad. Durmieron juntos, pero no sólo aquella noche.
Cuando despertaron alta ya la mañana, y después de que, una vez más, sus cuerpos se buscaran y se hallaran, María miró la herida del pie de Jesús, Tiene mejor aspecto, pero todavía no deberías irte a tu tierra, te va a dañar el camino con ese polvo, No puedo quedarme, y si tú misma dices que estoy mejor, Puedes quedarte, el caso es que quieras, en cuanto a la puerta del patio, va a estar cerrada todo el tiempo que lo deseemos, Tu vida, Mi vida, ahora, eres tú, Por qué, Te responderé con palabras del rey Salomón, mi amado metió su mano en la abertura de la puerta y mi corazón se estremeció, Y cómo puedo ser yo tu amado si no me conoces, si soy sólo alguien que vino a pedirte ayuda y de quien tuviste pena, pena de mis dolores y de mi ignorancia, Por eso te amo, porque te he ayudado y te he enseñado, pero tú no podrás amarme a mí, pues no me enseñaste ni me ayudaste, No tienes ninguna herida, La encontrarás si la buscas, Qué herida es, Esa puerta abierta por donde entraban otros y mi amado no, Dijiste que soy tu amado, Por eso se cerró la puerta después de que tú entraras, No sé qué puedo enseñarte, a no ser lo que de ti he aprendido, Enséñame también eso, para saber cómo es aprenderlo de ti, No podemos vivir juntos, Quieres decir que no puedes vivir con una prostituta, Sí, Mientras estés conmigo, no seré una prostituta, no lo soy desde que aquí entraste, en tus manos está el que siga siéndolo o no, Me pides demasiado, Nada que no puedas darme por un día, dos días, el tiempo que tu pie tarde en curarse, para que después se abra otra vez mi herida, He tardado dieciocho años en llegar aquí, Algunos días más no te harán diferente, eres joven aún, Tú también eres joven, Mayor que tú, más joven que tu madre, Conoces a mi madre, No, Entonces por qué lo has dicho, Porque yo no podría tener un hijo que tuviera hoy tu edad, Qué estúpido soy, No eres estúpido, sólo inocente, Ya no soy inocente, Por haber conocido mujer, No lo era ya cuando me acosté contigo, Háblame de tu vida, pero ahora no, ahora sólo quiero que tu mano izquierda descanse sobre mi cabeza y tu derecha me abrace.
Jesús se quedó una semana en casa de María de Magdala, el tiempo necesario para que bajo la costra de la herida se formara una nueva piel. La puerta del patio estuvo siempre cerrada. Algunos hombres impacientes, picados de celo o de despecho, llamaron, ignorando deliberadamente la señal que debería mantenerlos apartados.
Querían saber quién era ese que se demoraba tanto, y alguno más gracioso soltó un zurriagazo, O será porque no puede, o será porque no sabe, ábreme, María, que le explicaré a ese cómo se hace, y María de Magdala salió al patio a responder, Quienquiera que seas, lo que pudiste no volverás a poder, lo que hiciste no volverás a hacerlo jamás, Maldita mujer, Vete, que bien equivocado vas, no encontrarás en el mundo mujer más bendita de lo que yo soy.
Fuese por este incidente, o porque así tenía que ser, nadie más llamó a su puerta, en todo caso lo más probable es que ninguno de aquellos hombres, moradores de Magdala o transeúntes informados, hubiera querido arriesgarse a que una maldición los condenara a la impotencia, pues es general convicción que las prostitutas, sobre todo las de alto coturno, diplomadas o de amplio curriculum, sabiéndolo todo de las artes de alegrar el sexo de un hombre, también son muy competentes para reducirlo a una soturnidad irremediable, cabizbajo, sin ánimo ni apetitos. Gozaron, pues, María y Jesús de tranquilidad durante aquellos ocho días, durante los cuales las lecciones dadas y recibidas acabaron por ser un discurso solo, compuesto de gestos, descubrimientos, sorpresas, murmullos, invenciones, como un mosaico de teselas que no son nada una por una y todo acaban siendo después de juntas y puestas en sus lugares. Más de una vez, María de Magdala quiso volver a aquella curiosidad de saber de la vida del amado, pero Jesús cambiaba de charla, respondía, por ejemplo, Entro en mi jardín, hermana mía, esposa, a coger de mi mirra y de mi bálsamo, a comer la miel virgen del panal, a beber de mi vino y de mi leche, y, habiendo dicho todo esto con tanta pasión, pasaba en seguida de la recitación del versículo al acto poético, en verdad, en verdad te digo, querido Jesús, así no se puede conversar. Pero un día decidió Jesús hablar de su padre carpintero y de su madre cardadora de lana, de sus ocho hermanos, y que, según costumbre, comenzó aprendiendo el oficio paterno, pero después fue pastor durante cuatro años, que estaba ahora de regreso a casa, anduvo unos días con pescadores, pero no el tiempo suficiente para aprender de ellos su arte.
Cuando Jesús contó esto, era la caída de la tarde, estaban en el patio comiendo, de vez en cuando alzaban la cabeza para ver el rápido vuelo de las golondrinas que pasaban soltando sus gritos estridentes, el silencio que se hizo entre los dos parecía indicar que todo estaba dicho, el hombre se había confesado a la mujer, pero la mujer, como si nada fuese aquello, preguntó, Sólo eso, él hizo una señal afirmativa, Sí, sólo esto. El silencio ahora era completo, los círculos de las golondrinas rodaban sobre otros parajes, y Jesús dijo, Mi padre fue crucificado hace cuatro años en Séforis, se llamaba José, Si no me equivoco, eres el primogénito, Sí, soy el primogénito, Entonces no entiendo cómo no te has quedado con tu familia, era tu deber, Hubo diferencias entre nosotros, no me preguntes más, Nada sobre tu familia, pero esos años de pastor, háblame de ese tiempo, No hay nada que decir, siempre es lo mismo, son las cabras, son las ovejas, son los cabritos, son los borregos, y la leche, mucha leche, leche por todas partes, Te gustaba ser pastor, Me gustaba, sí, Y por qué lo dejaste, Me aburría, tenía nostalgia de la familia, Nostalgia, qué es eso, Pena de estar lejos, Estás mintiendo, Por qué dices que estoy mintiendo, Porque he visto miedo y remordimiento en tus ojos. Jesús no respondió.