37964.fb2 El Evangelio seg?n Jesucristo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Se levantó, dio una vuelta por el patio, después se detuvo ante María, Un día, cuando volvamos a encontrarnos, tal vez te cuente el resto, si entonces me prometes que no le dirás nada a nadie, Ahorrabas tiempo si me lo dijeras ahora, Te lo diré, sí, pero sólo si nos volvemos a encontrar, Piensas que entonces ya no seré prostituta, que no puedes tener ahora confianza en mí, piensas que sería capaz de vender tus secretos por dinero o dárselos a cualquiera que llegase, por diversión, a cambio de una noche de amor más gloriosa que las que yo te di y tú me has dado, No es esa la razón por la que prefiero callarme, Pues yo te digo que María de Magdala estará junto a ti, prostituta o no, cuando la necesites, Quién soy yo para merecer esto, Tú no sabes quién eres. Aquella noche regresó la antigua pesadilla, después de haber sido, en los últimos tiempos, sólo una angustia vaga que se infiltraba en los intersticios de los sueños comunes, al fin habitual y soportable. Pero esta noche, quizá por ser la última que Jesús dormía en aquella cama, quizá porque él había hablado de Séforis y de los crucificados, la pesadilla, como una serpiente gigantesca que estuviera despertando de la hibernación, empezó a desenrollar lentamente sus anillos, a levantar su horrible cabeza, y Jesús despertó entre gritos, cubierto de sudores fríos. Qué te pasa, qué te pasa, le preguntaba María, afligida, Un sueño, sólo un sueño, se defendió él, Cuéntamelo, y esta simple palabra fue dicha con tanto amor, con tanta ternura, que Jesús no pudo contener las lágrimas y, después de las lágrimas, las palabras que había querido esconder, Sueño que viene mi padre a matarme, Tu padre está muerto, tú estás vivo, aquí, Yo soy un niño, estoy en Belén de Judea y mi padre viene a matarme, Por qué en Belén, Porque allí nací, Quizá pienses que tu padre no quería que hubieses nacido, eso es lo que el sueño está diciendo, Tú no sabes nada, No, no sé nada, Hubo niños de Belén que murieron por culpa de mi padre, Los mató él, Los mató porque no los salvó, no fue su mano la que manejó el puñal, Y en tu sueño, eres uno de esos niños, He muerto mil muertes, Pobre de ti, pobre Jesús, Por esto me fui de casa, Al fin comprendo, Crees que comprendes, Qué más falta, Lo que aún no te puedo decir, Lo que me dirás cuando volvamos a encontrarnos, Sí. Jesús se quedó dormido con la cabeza en el hombro de María, respirando sobre su seno. Ella permaneció despierta todo lo que quedaba de la noche. Le dolía el corazón porque la mañana no iba a tardar en separarlos, pero su alma estaba serena. El hombre que descansaba a su lado era, lo sabía, aquel por quien había esperado toda la vida, el cuerpo que le pertenecía y a quien su cuerpo pertenecía, virgen el de él, usado y manchado el suyo, pero hay que tener en cuenta que el mundo comenzó, lo que se dice comenzar, hace apenas ocho días, y sólo esta noche se halló confirmado, ocho días no es nada si lo comparamos con un futuro intacto, por decirlo de alguna manera, además, siendo tan joven este Jesús que apareció ante mí, y yo, María de Magdala, yo estoy aquí, acostada con un hombre, como tantas veces, pero ahora perdida de amor y sin edad.

Gastaron la mañana preparando el viaje, que parecía que el muchacho fuera al fin del mundo, cuando ni doscientos estadios va a tener que andar, nada que un hombre de constitución normal no pueda hacer entre el sol del mediodía y el crepúsculo de la tarde, incluso teniendo en cuenta que de Magdala a Nazaret no todo es camino llano, por allí no faltan cuestas escarpadas y descampados pedregosos. Ten cuidado, que por ahí andan bandas de guerra alzadas contra los romanos, dijo María, Todavía, preguntó Jesús, Has vivido lejos, esto es Galilea, Y yo soy galileo, no me harían mal, No eres galileo si naciste en Belén de Judea, Mis padres me concibieron en Nazaret, y yo, realmente, ni en Belén nací, nací en una cueva, en el interior de la tierra, y ahora me parece que he vuelto a nacer aquí en Magdala, De una prostituta, Para mí no eres prostituta, dijo Jesús con violencia, Es lo que fui. Hubo un largo silencio después de estas palabras, María a la espera de que Jesús hablase, Jesús dándole vueltas a una inquietud que no lograba dominar. Al fin preguntó, Aquello que colgaste en la puerta para que ningún hombre entrase, vas a retirarlo, María de Magdala lo miró con expresión seria, luego sonrió con malicia, No podría tener dentro de casa dos hombres al mismo tiempo, Qué quiere decir eso, Que tú te vas, pero continúas aquí. Hizo una pausa, y terminó, La señal que está colgada en la puerta continuará allí, Pensarán que estás con un hombre, Si lo piensan, pensarán bien, porque estaré contigo, Nadie más entrará aquí, Tú lo has dicho, esta mujer a quien llaman María de Magdala dejó de ser prostituta cuando aquí entraste, De qué vas a vivir, Sólo los lirios del campo crecen sin trabajar y sin hilar, Jesús tomó sus manos y dijo, Nazaret no está lejos de Magdala, uno de estos días vendré a verte, Si me buscas, aquí me encontrarás, Mi deseo será encontrarte siempre, Me encontrarías incluso después de morir, Quieres decir que voy a morir antes que tú, Soy mayor, seguro que moriré primero, pero, si lo hicieras tú antes que yo, seguiría viviendo para que me puedas encontrar, Y si eres tú la primera en morir, Bendito sea quien te trajo a este mundo cuando yo estaba todavía en él. Después de esto, María de Magdala sirvió de comer a Jesús, y él no necesitó decirle, Siéntate conmigo, porque desde el primer día, en la casa cerrada, este hombre y esta mujer habían dividido y multiplicado entre sí los sentimientos y los gestos, los espacios y las sensaaciones, sin excesivos respetos de regla, norma o ley. Cierto es que no sabrían cómo respondernos si ahora les preguntásemos de qué modo se comportarían si no se encontraran protegidos y libres entre estas cuatro paredes, entre las cuales pudieron, por unos días, tallar un mundo a la simple imagen y semejanza de hombre y mujer, más a la de ella que a la de él, digámoslo de paso, pero, habiendo sido ambos tan perentorios en cuanto a sus futuros encuentros, basta que tengamos la paciencia de esperar el lugar y la hora en que, juntos, se enfrenten con el mundo de fuera de la puerta, ese que ya se pregunta con inquietud, Qué pasa ahí dentro, y no es en jadeos de alcoba y cama en lo que piensan. Después de haber comido, María le calzó las sandalias a Jesús y dijo, Tienes que irte si quieres llegar a Nazaret antes de que anochezca, Adiós, dijo Jesús, y tomando la alforja y el cayado, salió al patio. El cielo estaba nublado por igual, como un forro de lana sucia, al Señor no le sería fácil ver, desde lo alto, lo que estaban haciendo sus ovejas. Jesús y María de Magdala se despidieron con un abrazo que parecía no tener fin, también se besaron, pero con menos demora, nada raro si tenemos en cuenta que esa no era costumbre de aquellos tiempos.

Acababa de ponerse el sol cuando Jesús volvió a pisar el suelo de Nazaret, cuatro largos años contados, semana más semana menos, desde aquel día en que de aquí huyó, todavía niño, apesadumbrado por una desesperación mortal, para ir por el mundo adelante en busca de alguien que pudiera ayudarle a entender la primera verdad insoportable de su vida. Cuatro años, incluso arrastrados, pueden no bastar para curar un dolor, pero, generalmente, lo adormecen.

Preguntó en el Templo, rehízo los caminos de la montaña con el rebaño del Diablo, encontró a Dios, durmió con María de Magdala, este hombre que aquí viene no parece ya sufrir, salvo aquella humedad de los ojos de la que hemos hablado, pero que, si ponderamos bien sus causas posibles, también podría ser efecto tardío del humo de los sacrificios, o un arrebato del alma producido por los horizontes de los altos pastizales, o el miedo de quien, solo, en el desierto, oyó decir Yo soy el Señor, o, en fin, quizá lo más probable porque está más próximo, el ansia y el recuerdo de un cuerpo dejado hace tan pocas horas, Confortadme con uvas pasas, fortalecedme con manzanas, porque desfallezco de amor, esta dulce verdad podría decirla Jesús a su madre y a sus hermanos, pero sus pasos se cortaron en el umbral de la puerta, Quiénes son mi madre y mis hermanos, pregunta, no es que él no lo sepa, la cuestión es si saben ellos quién es él, aquél que preguntó en el Templo, aquél que contempló los horizontes, aquél que encontró a Dios, aquél que conoció el amor de la carne y en él se reconoció hombre. En este mismo lugar, frente a esta puerta, hubo en tiempos un mendigo que dijo ser un ángel y que, pudiendo si ángel era, irrumpir casa adentro, llevando consigo el tifón de sus revueltas alas, prefirió llamar y con palabras de mendigo pedir limosna. La puerta está cerrada sólo con el pestillo. Jesús no necesitará llamar como hizo en Magdala, entrará tranquilamente en esta casa que es suya, véase cómo trae curada la llaga del pie, cierto es que son las más fáciles de curar, las de sangre y de pus. No necesitaba llamar, pero llamó. Oyó voces tras el muro, reconoció, más distante, la de la madre, pero no tuvo ánimo para empujar simplemente la puerta y anunciar, Aquí estoy, como alguien que, sabiéndose deseado, quiere dar una sorpresa que a todos hará felices. Quien abrió la puerta fue una niña pequeña, de unos ocho o nueve años, que no reconoció al visitante, la voz de la sangre no le anunció, Este hombre es tu hermano, no lo recuerdas, Jesús, el primogénito, fue él quien dijo, pese a los cuatro años añadidos a la edad de uno y otro y a la penumbra de la hora, Te llamas Lidia, y ella respondió, Sí, maravillándose de que un desconocido sepa su nombre, pero él quebró todo el encanto diciendo, Soy tu hermano Jesús, déjame pasar.

En el patio, junto a la casa y debajo del cobertizo vio bultos que eran como sombras, serían sus hermanos, ahora miraban hacia la puerta, dos de ellos, los varones mayores, Tiago y José, se acercaban, no oyeron lo que Jesús habló, pero no valía la pena ir a identificar al visitante, Lidia gritaba, entusiasmada, es Jesús, es nuestro hermano, entonces todas las sombras se movieron y en la puerta de la casa apareció María, estaba Lisia con ella, la otra hija, casi tan alta como la madre, y ambas exclamaron, que parece que lo dijeran con la misma voz, Ay, mi hijo, Ay, mi hermano, en el instante siguiente estaban todos abrazados en medio del patio, era, realmente, la alegría de las familias reecontradas, acontecimiento en general notable, sobre todo, como es el caso, cuando el propio primogénito es quien regresa a nuestros cariños y cuidados.

Jesús saludó a la madre, saludó a cada uno de los hermanos, por todos ellos fue saludado con calurosas expresiones de bienvenida, Hermano Jesús, qué alegría, Hermano Jesús, creíamos que te habías olvidado de nosotros, un pensamiento que no se oyó, Hermano Jesús, no parece que vengas rico. Entraron en la casa y se sentaron a cenar, que a eso se disponía la familia cuando él llamó a la puerta, aquí se diría, viniendo Jesús de donde viene, de excesos de la carne pecadora y mala frecuentación moral, aquí se diría con la ruda franqueza de la gente sencilla que vio su ración reducida de repente, Siempre, a la hora de comer, el diablo trae uno más. No lo dijeron estos, y mal parecería si lo dijesen, que al coro de las masticaciones sólo una boca se añadió, ni se nota la diferencia, donde comerían nueve, comen diez, y éste tiene más derecho. Mientras cenaban quisieron los hermanos más jóvenes saber de sus aventuras, que los tres mayores y la madre pronto se dieron cuenta de que no hubo mudanza en la profesión desde el encuentro de Jerusalén, pues del pescado se había perdido antes el olor y de los aromas pecaminosos de María de Magdala dio cuenta el viento, las horas de caminata y el polvo, salvo si acercamos bien la nariz a la túnica de Jesús, pero si a tanto no se atreve ni la familia, qué haríamos nosotros. Jesús contó que anduvo de pastor en el mayor de los rebaños que el mundo ha visto, que en los últimos tiempos había estado en el mar pescando y ayudó a sacar de él grandes y maravillosas redadas, y también que le sucedió la más extraordinaria aventura que podía caber en la imaginación y en la esperanza de los hombres, pero que de ella sólo hablaría en otra ocasión, y no a todos. En esto estaban, los más pequeños insistiendo, cuéntalo, cuéntalo, cuando el del medio, Judas llamado, preguntó, pero no lo hizo con mala intención, Después de tanto tiempo, cuánto dinero traes, y Jesús respondió, Ni tres monedas, ni dos, ni una, nada, y para demostrarlo, porque a todos debería de parecerles imposible tal penuria tras cuatro años de continuo trabajo, allí mismo vació la alforja, en verdad nunca se vio mayor pobreza de bienes y pertrechos, un cuchillo de hoja mellada y torcida, un cabo de cuerda, un mendrugo de pan durísimo, dos pares de sandalias hechas pedazos, lo que quedaba de los desgarrones de una túnica vieja, Es la de tu padre, dijo María, tocándola, y tocando las sandalias mayores, Eran de vuestro padre. Se inclinaron las cabezas de los hermanos, un movimiento de añoranza trajo a la memoria la triste muerte del progenitor, después Jesús devolvió a la alforja el mísero contenido, cuando de pronto vio que una punta de la túnica formaba un nudo voluminoso y pesado, y al pensarlo se le subió la sangre a la cara, sólo podía contener dinero, ese que él negaba poseer, que había sido puesto allí por María de Magdala, ganado, no con el sudor de la frente, como manda la dignidad, sino con gemidos falsos y sudores sospechosos.

La madre y los hermanos miraron la denunciadora punta de la túnica y luego, como si hubieran concertado el movimiento, lo miraron a él, y Jesús, entre disimular y ocultar la prueba de su mentira, y exhibirla sin poder dar una explicacióhn que la moralidad de la familia condescendiese en aceptar, tomó partido por lo más difícil, desató el nudo e hizo salir el tesoro, veinte monedas como nunca las vieron en esta casa, y dijo, No sabía que tenía este dinero. La reprobación silenciosa de la familia pasó por el aire como un soplo ardiente del desierto, qué vergüenza, un primogénito mentiroso. Jesús rebuscaba en su corazón y no encontraba en él ninguna irritación contra María de Magdala, sólo una infinita gratitud por su generosidad, por aquella delicadeza de querer darle un dinero que sabía que él no aceptaría directamente de su mano, pues una cosa es haber dicho, tu mano izquierda está debajo de mi cabeza y tu derecha me abraza, y otra sería no pensar que otras manos izquierdas y otras manos derechas te abrazaron, sin querer saber si alguna vez tu cabeza deseó un simple amparo. Ahora es Jesús quien mira a la familia, desafiándola a aceptar su palabra, No sabía que tenía ese dinero, verdad sin duda, pero que es, al mismo tiempo, entera e incompleta, desafiándola también, en silencio, a hacerle la pregunta irreplicable, Si no sabías que lo tenías, cómo explicas que lo tengas, a esto no puede responder él, Lo puso aquí una prostituta con la que dormí estos últimos ocho días, y ella lo ganó de los hombres con quienes antes durmió.

Sobre la túnica sucia y desgarrada del hombre que murió crucificado hace cuatro años, y cuyos huesos conocieron la ignominia de una fosa común, brillan las veinte monedas, como la tierra luminosa que una noche los asombró en esta misma casa, pero no vendrán hoy los ancianos de la sinagoga a decir, Enterradlas, como tampoco nadie preguntará, De dónde han venido, para que la respuesta no nos obligue a rechazarlas contra voluntad y necesidad. Jesús recoge las monedas en la concha de las dos manos, vuelve a decir, No sabía que tenía este dinero, como quien ofrece aún una última oportunidad, y luego, mirando a la madre, No es dinero del Diablo. Se estremecieron de horror los hermanos, pero María respondió sin alterarse, Tampoco ha venido de Dios. Jesús hizo saltar las monedas, una, dos veces, jugando, y dijo, de tan sencilla manera como si anunciase que al día siguiente volvería al banco de carpintero, Madre, de Dios hablaremos mañana, y a sus hermanos Tiago y José, También con vosotros hablaré, añadió, ahora bien, no ha sido una deferencia de primogénito el decirlo, aquellos dos ya han entrado en la mayoría de edad religiosa, tienen, por derecho propio, acceso a los asuantos reservados. Entendió Tiago que, teniendo en cuenta la superior importancia del tema, algo de los motivos de la prometida charla debía ser adelantado, no es cosa de llegar aquí un hermano, por muy primogénito que sea, y decir, Tenemos que hablar acerca de Dios, por eso, con una sonrisa insinuante, dijo, Si, como nos has dicho, anduviste cuatro años de pastor por montes y valles, no habrá sido mucho el tiempo que te sobró para frecuentar sinagogas y aprender en ellas, hasta el punto de, nada más llegar a casa, decirnos que quieres hablarnos del Señor.

Jesús sintió la hostilidad bajo la blandura de maneras y respondió Ay, Tiago, qué poco sabes tú de Dios si ignoras que no necesitamos buscarlo si él está decidido a encontrarnos, Si no te entiendo mal, te refieres a ti mismo, No me hagas preguntas hasta mañana, mañana hablaré de lo que tengo que hablar.

Murmuró Tiago palabras que no se oyeron, pero que serían un comentario ácido sobre quienes creen que lo saben todo. María dijo con aire cansado, volviéndose a Jesús, Mañana lo dirás, o pasado mañana, o cuando quieras, pero ahora dime a mí y a tus hermanos qué pretendes hacer con ese dinero, que aquí estamos pasando mucha necesidad, No quieres saber de dónde ha venido, Dijiste que no sabías que lo tenías, Es verdad, pero lo he pensado, y ya sé de dónde viene, Si no está mal en tus manos, tampoco lo estará en las de tu familia, Es todo cuanto tienes que decir de ese dinero, Sí, Entonces lo gastaremos, como es justo, en el gobierno de la casa. Se oyó un murmullo general de aprobación, el propio Tiago hizo una señal de congratulación amistosa, y María dijo, Si no te importa, guardaremos una parte para la dote de tu hermana, No me habíais dicho que Lisia tuviera boda fijada, Sí, será en primavera, Me dirás cuánto necesitas, No sé cuánto valen esas monedas. Jesús sonrió y dijo, Tampoco yo sé cuánto valen, sólo sé el valor que tienen. Se echó a reír, alto y destemplado, como si les encontrara gracia a sus palabras, y toda la familia lo miró, confundida. Sólo Lisia bajó los ojos, tiene quince años y el pudor intacto, todas las misteriosas intuiciones de la edad, y es, de cuantos aquí están, la que se siente más intensamente perturbada ante este dinero que nadie quiere saber a quién perteneció, de dónde vino ni cómo fue ganado.

Jesús entregó una moneda a la madre y dijo, Mañana la cambiarás, entonces sabremos su valor, Seguro que me preguntan cómo ha entrado tanta riqueza en casa, pues quien una moneda de éstas puede mostrar, otras más tendrá guardadas, Di sólo que tu hijo Jesús ha vuelto de viaje, y que no hay riqueza mayor que el regreso del hijo pródigo.

Aquella noche Jesús soñó con su padre. Se acostó en el patio, bajo el alpendre, porque, al acercarse la hora de ir a la cama, sintió que no podría soportar la promiscuidad de la casa, aquellas diez personas tumbadas por los rincones en busca de un recogimiento imposible, no era como en el tiempo en que no se notaba gran diferencia entre esto y un rebaño de corderillos, ahora sobran piernas, brazos, contactos e incompatibilidades. Antes de quedarse dormido, Jesús pensó en María de Magdala y en todas las cosas que habían hecho juntos y, si es cierto que tales pensamientos lo alteraron hasta el punto de tener que levantarse dos veces de la paja para dar una vuelta por el patio y refrescar la sangre, también es cierto que, entrado en el sueño, el dormir acabó llegándole liso y manso, de niño inocente, como un cuerpo que fuera río abajo, abandonado a la corriente vagarosa, viendo pasar por encima de la cabeza las ramas y las nubes, y un pájaro sin voz que aparecía y desaparecía. El sueño de Jesús comenzó cuando imaginó que sentía un leve choque, como si su cuerpo, bogando, hubiera rozado a otro cuerpo. Pensó que era María de Magdala y sonrió, volvió la cabeza hacia ella, pero quien iba allí, arrastrado como él por la misma agua, bajo el mismo cielo y las mismas ramas. bajo el revoloteo del ave silenciosa, era su padre. El antiguo grito de pavor empezó a formársele en la garganta, pero se cortó de inmediato, el sueño no era el sueño de costumbre, él no estaba, niño, en una plaza de Belén con otros niños a la espera de la muerte, no se oían pasos ni relinchos de caballos ni tintineo y rechinar de armas, sólo el sedoso deslizarse del agua, los dos cuerpos como si fuesen una balsa, el padre, el hijo, llevados por el mismo río. En ese momento, el miedo desapareció del alma de Jesús y, en su lugar, estalló, irreprimible, como un arrebato patético, un sentimiento de exaltación, Padre, padre, dijo soñando, Padre, repitió, ya despierto, pero ahora estaba llorando porque se dio cuenta de que estaba solo. Quiso regresar al sueño, repetirlo desde el primer momento, para volver a sentir, esperándola ya, la sorpresa de aquel choque, ver otra vez al padre dejándose ir con él, en la corriente, hasta el fin de las aguas y de los tiempos. No lo consiguió esta noche, pero la antigua pesadilla no volverá más, de aquí en adelante, en vez del miedo le vendrá la exultación, en vez de la soledad tendrá la compañía, en vez de la muerte aplazada, la vida prometida, expliquen ahora, si es que pueden, los sabios de la Escritura, qué sueño fue el que Jesús tuvo, qué significan el río y la corriente, y las ramas colgadas, y las nub es bogando, y el ave callada, y por qué, gracias a todo esto, reunido y puesto en orden, se pudieron juntar padre e hijo, pese a que la culpa de uno no tenía perdón y el dolor del otro no tenía remedio.

Al día siguiente, Jesús quiso ayudar a Tiago en el trabajo de la carpintería, pero pronto quedó demostrado que sus buenos propósitos no bastarían para suplir la ciencia que le faltaba y que, hasta en los últimos tiempos de aprendizaje, en vida del padre, nunca llegó a merecer nota de suficiente. Para las necesidades de la clientela, Tiago se había convertido en un carpintero soportable, y el propio José, pese a no tener más que catorce años, conocía ya de estas artes de la madera lo bastante como para poder dar lecciones al hermano mayor, si tal atentado a las precedencias de la edad fuera consentido en la rígida jerarquía familiar. Tiago se reía de la torpeza de Jesús y le decía, Quien te hizo pastor, te perdió, palabras estas simples, de simpática ironía, que no se podía imaginar que encubriesen un pensamiento reservado o que sugirieran un segundo sentido, pero que hicieron que Jesús se apartase de un modo brusco del banco y que María le dijera a su segundo hijo, No hables de perdición, no llames al diablo y al mal a nuestra casa. Y Tiago, estupefacto, Yo no he llamado a nadie, madre, sólo he dicho, Sabemos lo que has dicho, cortó Jesús, madre y yo sabemos lo que has dicho, quien unió en su cabeza pastor y perdición fue ella, no tú, y tú no sabes las razones pero ella sí, Yo te avisé, dijo María, con fuerza, Me avisaste cuando el mal ya estaba hecho, si mal fue, que yo me miro y no lo encuentro, respondió Jesús, No hay peor ciego que quien no quiere ver, dijo María. Estas palabras enfadaron mucho a Jesús, que respondió, reprensivo, Cállate, mujer, si los ojos de tu hijo vieron el mal, lo vieron después de ti, pero estos mismos ojos, que a ti te parecen ciegos, vieron también lo que tú nunca viste y seguro que no verás jamás. La autoridad del hijo primogénito y la durezsa de su tono, aparte de las enigmáticas palabras finales, hicieron ceder a María, pero su respuesta llevaba todavía una última advertencia, Perdóname, no fue mi intención ofenderte, quiera el Señor guardarte siempre la luz de los ojos y la luz del alma, dijo. Tiago observaba a la madre, miraba al hermano, notaba que había allí un conflicto, pero no imaginaba qué antiguas causas podrían explicarlo, ya que para causas nuevas no parecía que hubiera dado tiempo. Jesús se dirigió a la casa, pero, en el umbral, se volvió atrás y dijo a la madre, Manda a tus hijos que salgan y se distraigan fuera, tengo que hablar a solas contigo, con Tiago y José. Salieron los hermanos y la casa, un minuto antes abarrotada, quedó vacía de repente, sólo cuatro personas sentadas en el suelo, María entre Tiago y José, Jesús ante ellos. Hubo un largo silencio, como si todos, de común acuerdo, estuvieran dando tiempo a que los indeseados o no merecedores se alejasen hasta donde ni el eco de un grito pudiera llegar, al fin Jesús dijo, dejando caer las palabras, He visto a Dios.

El primer sentimiento legible en los rostros de la madre y de los hermanos fue de temor reverencial, el segundo de incredulidad cautelosa, luego, entre uno y otro, cruzó algo como una expresión de desconfianza malévola en Tiago, un asomo de excitación deslumbrada en José, un rasgo de amargura resignada en María. Ninguno habló, y Jesús repitió, He visto a Dios. Si un súbito instante de silencio es, en el decir popular, consecuencia de que ha pasado un ángel, aquí no acababa de pasar, Jesús ya lo había dicho todo, los presentes no sabían qué decir, no tardarán en levantarse e ir cada uno a su vida, preguntándose si realmente habrían soñado un sueño así, tan imposible de creer. Sin embargo, el silencio tiene, si le damos tiempo, una virtud que aparentemente lo niega, la de obligar a hablar. Por eso, cuando ya no se podía aguantar más la tensión de la espera, Tiago hizo una pregunta, la más inocua de todas, pura y gratuita retórica, Estás seguro. Jesús no respondió, simplemente lo miró como probablemente Dios lo hubiera mirado a él desde dentro de la nube, y por tercera vez dijo, He visto a Dios. María no hizo preguntas, sólo dijo, Habrá sido una ilusión tuya, Madre, las ilusiones existen, pero las ilusiones no hablan, y Dios me habló, respondió Jesús. Tiago había recobrado la presencia de espíritu, el caso le parecía una historia de locos, un hermano suyo hablando con Dios, qué disparate, Quién sabe si no fue el Señor quien te puso el dinero en la alforja, y sonrió cuando lo dijo, irónicamente.

Jesús enrojeció, pero respondió secamente, Del Señor nos viene todo, siempre él encuentra y abre los caminos para llegar hasta nosotros, ese dinero, que en verdad no vino de él, por él vino, Y qué fue lo que te dijo el Señor, dónde estabas cuando lo viste, velabas o estabas durmiendo, Estaba en el desierto, buscaba una oveja perdida, y él me llamó, Qué te dijo, si te es permitido repetirlo, Que un día me pedirá mi vida, Todas las vidas pertenecen al Señor, Eso le dije, Y él, Que a cambio de la vida que le he de dar, tendré poder y gloria, Tendrás poder y gloria después de morir, preguntó María, que creía haber oído mal, Sí, madre, Qué gloria puede ser dada a alguien que ya ha muerto, No lo sé, Estabas soñando, Estaba despierto y buscaba a mi oveja en el desierto, Y cuándo te va a pedir el Señor tu vida, No lo sé, pero me dijo que volveré a encontrarlo cuando esté preparado. Tiago miró a su hermano con expreesión inquieta, luego expuso una duda, El sol del desierto te hizo daño en la cabeza, eso fue, y María, inesperadamente, Y la oveja, qué fue de la oveja, El Señor me mandó que la sacrificara como señal de alianza. Estas palabras indignaron a Tiago, que protestó, Ofendes al Señor, el Señor hizo una alianza con su pueblo, no la iba a hacer ahora con un simple hombre como tú, hijo de carpintero, pastor y quién sabe qué más.

María, por la expresión de su rostro, parecía que estuviera siguiendo, con mucho cuidado, el hilo de un pensamiaento, como si temiera verlo quebrarse ante sus ojos, pero al final encontró la pregunta que tenía que hacer, Qué oveja era esa, Era el cordero que llevaba en brazos cuando nos encontramos en Jerusalén, en la puerta de Ramalá, lo que yo quise negarle al Señor, el Señor lo tomó al fin de mis manos, Y Dios, cómo era Dios cuando lo viste, Una nube, Cerrada o abierta, preguntó Tiago, Una columna de humo, Estás loco, hermano, Si estoy loco, el Señor me enloqueció, Estás en poder del Diablo, dijo María, y su decir era un grito, En el desierto no encontré al Diablo, sino al Señor, y si es verdad que en poder del Diablo estoy, el Señor lo ha querido, El Diablo está contigo desde que naciste, tú lo sabes, Sí, lo sé, viviste con él y sin Dios durante cuatro años, Y después de cuatro años con el Diablo, encontré a Dios, Estás diciendo horrores y falsedades, Soy el hijo que tú pusiste en el mundo, cree en mí o repúdiame, No creo en ti, Y tú, Tiago, No creo en ti, Y tú, José, que llevas el nombre de nuestro padre, Yo creo en ti, pero no en lo que dices.

Jesús se levantó, los miró desde lo alto, y dijo, Cuando en mí se cumpla la promesa que el Señor hizo, os veréis obligados a creer lo que entonces de mí se diga. Fue a buscar la alforja y el cayado, se calzó las sandalias. Ya en la puerta, dividió el dinero en dos partes y dijo, {ésta es la dote de Lisia, para su vida de casada, y lo dejó en el suelo, moneda sobre moneda, en el umbral, el resto volverá a las manos de donde vino, tal vez se convierta también en dote. Se volvió hacia la puerta, iba a salir sin despedirse, y María dijo, He visto que no llevas en tu alforja una escudilla para comer, La tenía, pero se rompió, Hay cuatro ahí, coge una y llévatela. Jesús vaciló, quería irse con las manos vacías, pero fue al horno, donde, colocadas una sobre otra, estaban las cuatro escudillas. Coge una, repitió María. Jesús miró, eligió, Me llevo ésta, que es la más vieja, Has elegido como te convenía, dijo María, Por qué, tiene color de tierra negra, no se parte ni se gasta. Jesús metió la escudilla en la alforja, batió con el cayado en el suelo, Decid otra vez que no me creéis, No te creemos, dijo la madre, y ahora menos que antes, porque has elegido la señal del Diablo, De qué señal me hablas, Esa escudilla. En aquel momento, desde lo profundo de la memoria, llegaron a los oídos de Jesús las palabras de Pastor, Tendrás otra escudilla, pero esa no se romperá mientras vivas. Era como si una cuerda hubiese sido tendida y estirada a su alrededor, y al fin lo que tenemos es un círculo cerrado, con un nudo recién hecho. Por segunda vez, Jesús salía de su casa, pero ahora no dijo, De un modo u otro, siempre volveré. Lo que pensaba, mientras, de espaldas a Nazaret, iba descendiendo la ladera, era mucho más simple y melancólico, si tampoco creería en él María de Magdala.

Este hombre, que lleva en sí una promesa de Dios, no tiene otro sitio adonde ir sino a casa de una prostituta. No puede regresar al rebaño, Vete, le dijo Pastor, ni volver a su casa, No te creemos, le dijo la familia, y ahora dudan sus pasos, tiene miedo de ir, tiene miedo de llegar, es como si estuviera de nuevo en medio del desierto, Quién soy yo, los montes y los valles no le responden, ni el cielo que todo lo cubre y todo lo debía saber, si ahora volviese a casa y repitiera la pregunta, su madre le diría, Eres mi hijo, pero no te creo, y siendo así, es tiempo de que Jesús se siente en esta piedra que está esperándolo desde que el mundo es mundo, y en ella sentado llore lágrimas de abandono y de soledad, quién sabe si el Señor decidirá aparecérsele otra vez, aunque sea en figura de humo y de nube, el caso es que le diga, No te preocupes, hombre, que no es para tanto, lágrimas, sollozos, qué es eso, todos pasamos por momentos difíciles, pero hay un punto importante del que nunca hemos hablado, te lo digo ahora, en la vida, ya te habrás dado cuenta, todo es relativo, una cosa mala puede incluso convertirse en soportable si la comparamos con una cosa peor, seca esas lágrimas y pórtate como un hombre, ya has hecho las paces con tu padre, qué más quieres, y esa tozuda de tu madre, ya me encargaré de eso cuando llegue el momento, lo que no me ha gustado mucho es la historia con María de Magdala, una puta, pero en fin, estás en la edad, aprovéchate, una cosa no impide la otra, hay un pecar y un tiempo para tener miedo, tiempo para vivir y tiempo para morir. Jesús se secó las lágrimas con el dorso de la mano, se sonó sabe Dios con qué, realmente no valía la pena quedarse allí el día entero, el desierto es como se ve, nos rodea, nos cerca, de algún modo nos protege, pero dar, no da nada, sólo mira, y si el sol se cubre de repente y por eso decimos, El cielo acompaña a mi dolor, locos somos, que el cielo, en eso, es de una perfecta imparcialidad, ni se alegra con nuestras alegrías ni se entristece con nuestras tristezas. Viene gente hacia aquí, camino de Nazaret, y Jesús no quiere ser motivo de risas, un hombre entero y de barba en la cara llorando como un chiquillo que pide que lo lleven en brazos. Se cruzan en el camino los escasos viajeros, unos que suben, otros que bajan, se saludan con la conocida exuberancia, pero sólo después de convencidos de la bondad de sus intenciones, porque, en estos parajes, cuando se habla de bandidos, tanto puede ser de unos como ser de otros. Los hay de especie ratera y salteadora, como aquellos malvados escarnecedores que robaron a este mismo Jesús va a hacer cinco años, cuando el pobre iba a Jerusalén en busca de alivio para sus penas, y los hay de la digna especie guerrillera que, si bien es cierto que no hacen del camino tránsito habitual, a veces aparecen por ahí camuflados, acechando los continuos desplazamientos de los contingentes militares romanos con vista a la próxima emboscada, o en otros casos, a cara descubierta, para dejar sin oro ni plata, ni valor que aproveche, a los colaboracionistas ricos, a quienes, en general, ni las nutridas escoltas que con ellos llevan les bastan para salir bien librados.

No tendría Jesús los dieciocho años que tiene si algunos devaneos de bélica aventura no le pasaran por la imaginación ante estas solemnes montañas en cuyos barrancos, grutas y vaguadas se ocultan los seguidores de las grandes luchas de Judas de Galilea y de sus comopañeros, y entonces se puso a pensar qué decisión tomaría si le saliese al camino un destacamento de guerrilleros desafiándolo para que se uniera a ellos, cambiando las amenidades de la paz, aunque menesterosa, por la gloria de las batallas y por el poder del vencedor, pues escrito está que un día la voluntad del Señor suscitará un Mesías, un Enviado, para que, de una vez, quede su pueblo liberado de las opresiones de ahora y fortalecido para los combates del futuro. Sopla una ventolera de loca esperanza y de irresistible orgullo, como una señal del Espíritu, en la frente de Jesús, y el hijo del carpintero se ve, vertiginosamente convertido en capitán, general y mando supremo, espada en alto, aterrorizando, con su simple aparición, a las legiones romanas, lanzadas a los precipicios como piaras de cerdos posesos de todos los demonios, senatus populusque romanos, toma ya. Ay de nosotros, que en el instante siguiente recordó Jesús que el poder y la gloria le han sido prometidos, sí, pero para después de la muerte, lo mejor será que goce de la vida, y si tiene que ir a la guerra, una condición pondría, que, en habiendo treguas, pudiera salir de la milicia para estar unos días con María de Magdala, salvo si en las huestes de patriotas admitieran vivanderas de un soldado solo, que más de uno ya sería prostitución y María de Magdala dijo que eso se acabó. Esperemos que sí, porque a Jesús le entraron renovadas fuerzas al recuerdo de esa mujer que le curó una dolorosa llaga, poniendo en su lugar la insoportable herida del deseo, y la pregunta es ésta, cómo se va a enfrentar a la puerta cerrada y señalada, sin la certeza cierta de que detrás sólo encontrará lo que imagina haber dejado, alguien que alimenta una exclusiva espera, la de su cuerpo y de su alma, que María de Magdala no acepta una cosa sin la otra. La tarde va cayendo, las casas de Magdala se ven ya a lo lejos, juntas como un rebaño, pero la de María es como la oveja apartada, no es posible distinguirla desde aquí, entre las grandes rocas que bordean el camino, curva tras curva. En un momento cualquiera recordó Jesús la oveja, aquella que tuvo que matar para sellar con sangre la alianza que el Señor le impuso, y su espíritu, desligado ahora de batallas y de triunfos, se conmovió con la idea de que estaba buscándola otra vez, a su oveja, no para matarla, no para llevarla de nuevo al rebaño, sino para subir juntos hasta los pastos vírgenes, que los hay aún, si buscamos bien, en el vasto y cruzado mundo, y, en las ovejas que somos, los desfiladeros ocultos, si buscamos mejor. Jesús se detuvo ante la puerta, con mano discreta comprobó que estaba cerrada por dentro. La señal sigue colgada. María de Magdala no recibe. A Jesús le bastaría llamar, decir, Soy yo, y de dentro se oiría el canto jubiloso, {ésta es la voz de mi amado, ahí viene saltando sobre los montes, brincando por los oreros, vedlo ahí, tras nuestros muros, tras esa puerta, sí, pero Jesús preferirá golpear con los nudillos, una vez, dos veces, sin hablar, y esperar a que vengan a abrirle, Quién es y qué quiere, preguntaron desde dentro, fue entonces cuando Jesús tuvo una mala idea, desfigurar la voz y proceder como cliente que llevara dinero y urgencia, decir, por ejemplo, Abre, flor, que no te arrepentirás, ni del pago, ni del servicio, y es cierto que la voz le salió mentirosa, pero las palabras tuvieron que ser las verdaderas, Soy Jesús, de Nazaret. Tardó María de Magdala en abrir, cauta ante una voz que no condecía con el anuncio, pero también porque le parecería imposible que estuviese ya de vuelta, pasada apenas una noche, pasado un día, el hombre que le prometiera, Uno de estos días vendré a verte, Nazaret no está lejos de Magdala, cuántas veces se han dicho cosas así, sólo para complacer a quien nos oye, un día de estos puede significar de aquí a tres meses, pero nunca mañana.

María de Magdala abre la puerta, se lanza a los brazos de Jesús, no quiere creer en tamaña felicidad, y su conmoción es tal que la lleva, absurdamente, a imaginar que él ha vuelto porque de nuevo tiene abierta la llaga del pie, y pensando en esto lo conduce hacia dentro, lo sienta y acerca una luz, Tu pie, muéstrame tu pie, pero Jesús le dice, Mi pie está curado, es que no lo ves.

María de Magdala podía haberle respondido, No, no lo veo, porque esa era la verdad extrema de sus ojos arrasados en lágrimas. Necesitó tocar con sus labios el pie cubierto de polvo, desligar cuidadosamente los atadijos que ceñían la sandalia al tobillo, acariciar con la punta de los dedos la fina piel renovada para confirmar las esperadas virtudes lenitivas del ungüento y, en lo más íntimo de los pensamienos, admitir que su amor tendría alguna parte en la cura.

Mientras cenaban, María no hizo preguntas, apenas quiso saber, y eso, excusado sería decirlo, no era preguntar, si le fue bien el viaje, si tuvo malos encuentros en el camino, trivialidades, cosas así.

Terminada la cena se calló, abrió y mantuvo un espacio de silencio, porque ya no era su vez de hablar. Jesús la miró fijamente, como si estuviese en lo alto de una roca midiendo sus fuerzas con el mar, no porque temiera que en la lisa superficie se ocultasen animales devoradores o arrecifes que pudieran desgarrar sus carnes, sino como quien, simplemente, interroga a su propio valor para saltar. Conoce a esta mujer desde hace una semana, tiempo y vida bastantes para saber que si va hacia ella encontrará unos brazos abiertos y un cuerpo ofrecido, pero le amedrenta revelarle, porque ha llegado sin duda el momento, lo que hace sólo unas horas fue objeto de rechazo por aquellos que, siendo de su carne, deberían serlo también de su espíritu. Jesús vacila, busca el camino por donde ha de llevar las palabras y lo que le sale no es la larga explicación necesaria, sino una frase para ganar tiempo, si es que no resulta más exacto decir perderlo, No te sorprende que haya vuelto tan pronto, Empecé a esperarte desde el mismo momento en que partiste, no he contado el tiempo entre tu ida y tu vuelta, como tampoco lo contaría si hubieras tardado diez años, Jesús, sonrió, hizo un movimiento con los hombros, debería saber ya que con esta mujer no valían fingimientos ni palabras evasivas. Estaban sentados en el suelo, frente a frente, con una luz en el centro y lo que sobró de la comida. Jesús tomó un pedazo de pan, lo partió en dos y dijo, dándole a María una de las partes, Que sea éste el pan de la verdad, comámoslo para creer y no dudar de cualquier cosa que aquí digamos u oigamos, Así sea, dijo María de Magdala. Jesús acabó de comer el pan, esperó a que ella terminase también, y dijo por cuarta vez las palabras, He visto a Dios.

María de Magdala no se alteró, sólo se movieron un poco las manos que tenía cruzadas sobre el regazo, y preguntó, Era eso lo que guardabas para decirme si nos volvíamos a encontrar, Sí, además de todo lo que me ocurrió desde que salí de casa, cuatro años hace, que esas cosas me parece que están todas ligadas unas con otras, aunque no sepa yo cómo explicar por qué ni para qué, Soy como tu boca y tus oídos, respondió María de Magdala, lo que tú digas, estás diciéndotelo a ti mismo, yo sólo soy la que está en ti.

Ahora ya puede Jesús empezar a hablar, porque ambos han comido el pan de la verdad, y en verdad no son muchas en la vida las horas como ésta. La noche se ha hecho madrugada, la luz del candil murió dos veces y dos veces resucitó, toda la historia de Jesús, que ya conocemos, fue narrada allí, incluyendo también ciertos pormenores que entonces no creíamos que merecieran atención, y muchos y muchos pensamientos que dejamos escapar, no porque Jesús los ocultase, sino, simplemente, porque no podía este evangelista estar en todas partes. Cuando, con una voz que de repente parecía cansada, iba Jesús a comenzar el relato de lo sucedido tras su regreso a casa, la tristeza lo hizo vacilar, como entonces lo detuvo aquel oscuro presentimiento antes de llamar a la puerta, pero María de Magdala, rompiendo por primera vez el silencio, preguntó, aunque en el tono de quien, anticipadamente, conoce la respuesta, Tu madre no creyó en ti, Así es, respondió Jesús, Y por eso has vuelto a esta otra casa, Sí, Ojalá pudiera mentir diciéndote que tampoco lo creo, Por qué, Porque volverías a hacer lo que has hecho, te irías de aquí como te fuiste de tu casa, y yo, al no creerte, no tendría que seguirte, Eso no es una respuesta a mi pregunta, Tienes razón, no lo es, Qué quieres decir, Si no creyera en ti no tendría que vivir contigo las cosas terribles que te esperan, Y cómo puedes saber tú que me esperan cosas terribles, No sé nada de Dios, a no ser que tan atroces deben ser sus preferencias como sus desprecios, Adónde has ido a buscar tan extraña idea, tendrías que ser mujer para saber lo que significa vivir con el desprecio de Dios, y ahora tendrás que ser mucho más que un hombre para vivir y morir como su elegido, Quieres asustarme, Te voy a contar un sueño que tuve, una noche se me apareció en sueños un niño, apareció de repente, venido de ninguna parte, apareció y dijo Dios es pavoroso, lo dijo y desapareció, no sé quién sería aquel niño, de dónde vino y a quién pertenecía, Sueños, Tú menos que nadie puede decir esa palabra en ese tono, Y luego, qué ocurrió, Después empecé a ser prostituta, Has dejado ya esa vida, Pero el sueño no ha sido desmentido, ni siquiera después de conocerte, Dime otra vez cuáles fueron las palabras, Dios es pavoroso. Jesús vio el desierto, la oveja muerta, la sangre en la arena, oyó el suspiro de satisfacción de la columna de humo y dijo, Tal vez, tal vez, pero una cosa es oírlo en sueños, otra será vivirlo en vida, Quiera Dios que no llegues a saberlo, Cada uno tiene que vivir su destino, Y del tuyo ya recibiste el primer aviso solemne. Sobre Magdala y el mundo gira lentamente la cúpula de un cielo cribado de estrellas. En algún lugar del infinito, o llenándolo infinitamente, Dios hace avanzar y retroceder las piezas de otros juegos que va jugando, es demasiado pronto para preocuparse de éste, ahora sólo tiene que dejar que los acontecimientos sigan naturalmente su curso, sólo de vez en cuando dará con la punta del meñique un toque adrede para que algún acto o pensamiento sueltos no quebranten la implacable armonía de los destinos. Por eso no pone interés en el resto de la conversación que Jesús y María de Magdala sostienen. Y ahora, qué piensas hacer, preguntó ella, Has dicho que irías conmigo a dondo quiera que yo fuese, Dije que estaría contigo donde tú estuvieses, Qué diferencia hay, Ninguna, pero puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, si es que no te importa vivir conmigo en la casa donde fui prostitua.

Jesús pensó, ponderó, y al fin dijo, Buscaré trabajo en Magdala y viviremos juntos como marido y mujer, Prometes demasiado, ya es bastante que me dejes estar junto a ti.

Trabajo, Jesús no encontró, pero encontró lo que era de esperar, risas, burlas e insultos, realmente, el caso no era para menos, un hombre, poco más que adolescente, viviendo con María de Magdala, aquella tipa, Dejad que pasen unos días y lo veremos sentado a la puerta de la casa esperando que salga el cliente. Dos semanas aguantó las burlas, al cabo de las cuales Jesús le dijo a María, Me voy, Adónde, A la orilla del mar. Partieron de madrugada y los habitantes de Magdala no llegaron a tiempo de aprovechar nada de la casa que ardía.

Pasados unos meses, una lluviosa y fría noche de invierno, un ángel entró en casa de María de Nazaret y fue como si no hubiera entrado nadie, pues la familia se quedó como estaba, sólo María se enteró de la llegada del visitante, tampoco podría haberse hecho la desentendida, dado que el ángel le dirigió directamente la palabra, y fue así, Debes saber, María, que el Señor puso su simiente mezclada con la simiente de José en la madrugada que concebiste por primera vez, y que, por consiguiente y en consecuencia, de ella, de la del Señor, no de la de tu marido, aunque legítimo, fue engendrado tu hijo Jesús. Se asombró mucho María con la noticia, cuya sustancia, felizmente, no se perdió en la confusa alocución del ángel, y preguntó, Entonces Jesús es hijo mío y del Señor, Mujer, qué falta de educación, a ver si tienes más cuidado con las jerarquías, con las precedencias, del Señor y mío tendrías que haber dicho, Del Señor y tuyo, No, del Señor y tuyo, No me confundas la cabeza, respóndeme a lo que te he preguntado, si Jesús es hijo, Hijo, lo que se dice hijo, es sólo del Señor, tú, para el caso, no pasaste de ser una madre portadora, Entonces, el Señor no me eligió, Bueno, el Señor estaba sólo de paso, quien estuviera mirando lo habría notado sólo por el color del cielo, pero se dio cuenta de que tú y José erais gente robusta y saludable y entonces, si todavía reecuerdas cómo estas necesidades se manifestaban, le apeteció, el resultado fue, nueve mese más tarde, Jesús, Y hay certeza, lo que se dice certeza, de que fue realmente la simiente del Señor la que engendró a mi primer hijo, Bueno, la cuestión es delicada, lo que pretendes tú de mí es nada menos que una investigación de paternidad, cuando la verdad es que, en esos connubios mixtos, por muchos análisis, por muchas pruebas, por muchos recuentos de glóbulos que se hagan, la seguridad nunca es absoluta, Pobre de mí, que llegué a imaginar, al oírte, que el Señor me había elegido aquella madrugada para ser su esposa, y, al fin y al cabo, fue todo obra del azar, tanto podrá ser que sí como que no, te digo que mejor sería que no hubieras bajado hasta Nazaret para dejarme con esta duda, por otra parte, si quieres que te hable con franqueza, de un hijo del Señor, hasta teniéndome a mí por madre, notaríamos algo al nacer, y cuando creciera, tendría, del mismo Señor, el porte, la figura y la palabra, pero, aunque se diga que el amor de madre es ciego, mi hijo Jesús no satisface las condiciones, María, tu primer gran error es creer que he venido aquí sólo para hablarte de este antiguo episodio de la vida sexual del Señor, tu segundo gran error es pensar que la belleza y la facundia de los hombres existen a imagen y semejanza del Señor, cuando el sistema del Señor, te lo digo yo que soy de la casa, es ser siempre lo contrario de como los hombres lo imaginan y, aquí entre nosotros, yo creo que el Señor ni sabría vivir de otra manera, la palabra que más veces le sale de la boca no es el sí, sino el no, Siempre he oído decir que el espíritu que niega es el Diablo, No, hija mía, el Diablo es el espíritu que se niega, si en tu corazón no descubres la diferencia, nunca sabrás a quién perteneces, Pertenezco al Señor, Bien, dices que perteneces al Señor y has caído en el tercero y mayor de los errores, que es el de no haber creído en tu hijo, En Jesús, Sí, en Jesús, ninguno de los otros vio a Dios, ni lo verá, Dime, ángel del Señor, es verdad que mi hijo Jesús vio a Dios, Sí, y como un niño que encuentra su primer nido, vino corriendo a mostrártelo, y tú, escéptica, y tú, desconfiada, dijiste que no podía ser verdad, que si nido había, estaba vacío, que si huevos tenía, estaban malogrados, y que si no los tenía, es que se los comió la serpiente, Perdóname, ángel mío, por haber dudado, Ahora no sé si estás hablando conmigo o con tu hijo, Con él, contigo, con los dos, qué puedo hacer para enmendar mi error, Qué es lo que tu corazón de madre te aconseja, Ir a buscarlo, ir a decirle que creo en él, pedirle que me perdone y vuelva a casa, adonde vendrá a llamarlo el Señor, llegada la hora, Francamente, no sé si estás a tiempo, no hay nada más sensible que un adolescente, te arriesgas a oír malas palabras y a que te dé con la puerta en las narices, Si esto ocurre, la culpa la tiene aquel demonio que lo embrujó y lo perdió, no sé cómo el Señor, siendo padre, le consintió tales libertades, tanta rienda suelta, de qué demonios hablas, Del pastor con quien mi hijo anduvo durante cuatro años, gobernando un rebaño que nadie sabe para qué sirve, Ah, el pastor, Lo conoces, Fuimos a la misma escuela, Y el Señor permite que un demonio como él perdure y prospere, Así lo exige el buen orden del mundo, pero la última palabra será siempre la del Señor, lo que pasa es que no sabemos cuándo la dirá, pero cualquier día nos levantamos y vemos que no hay mal en el mundo, y ahora tengo que irme, si tienes alguna pregunta más, aprovecha, Sólo una, Muy bien, Para qué quiere el Señor a mi hijo, Tu hijo es una manera de decir, A los ojos del mundo Jesús es mi hijo, Para qué lo quiere, preguntas, pues, mira, es una buena pregunta, sí señor, lo malo es que no sé responderte, la cuestión, en su estado actual, está toda entre ellos dos, y Jesús no creo que sepa más de lo que a ti te haya dicho, Me dijo que tendrá poder y gloria después de morir, De eso también estoy informado, maravillas que le prometió el Señor, Bueno, bueno, tú, ignorante mujer, crees que esa palabra pueda existir a los ojos del Señor, que pueda tener algún valor y significado lo que presuntuosamente llamáis merecimientos, la verdad es que no sé qué os creéis cuando sois solo míseros esclavos de la voluntad absoluta de Dios, No diré nada más, soy realmente la esclava del Señor, cúmplase en mi según su palabra, dime sólo, después de pasados tantos meses, dónde podré encontrar a mi hijo, Búscalo, que es tu obligación, también él fue en busca de la oveja perdida, Para matarla, Calma, que a ti no te va a matar, pero tú si lo matarás a él no estando presente en la hora de su muerte, Cómo sabes que no voy a morir yo primero, Estoy bastante próximo a los centros de decisión para saberlo, y ahora adiós, hiciste las preguntas que querías, tal vez no hayas hecho alguna que debías, pero eso es ya un asunto en el que no me meto, Explícame, Explícate tú a ti misma. Con la última palabra el ángel desapareció y María abrió los ojos. Todos los hijos estaban durmiendo, los chicos en dos grupos de tres, Tiago, José y Judas, los mayores, en un rincón y en el otro los menores, Simón, Justo y Samuel, y con ella, una a cada lado, como de costumbre, Lisia y Lidia, pero los ojos de María, perturbados aún por los anuncios del ángel, se abrieron de pronto, desorbitados, al ver que Lisia estaba destapada, prácticamente desnuda, la túnica subida por encima de los senos, y dormía profundamente, y suspiraba sonriendo, con el brillo de un leve sudor en la frente y sobre el labio superior, que parecía mordido a besos. Si no tuviera la seguridad de que había estado allí sólo un ángel conversador, las señales que Lisia mostraba harían clamar y gritar que un demonio incubo, de esos que acometen maliciosamente a las mujeres dormidas, anduvo haciendo de las suyas en el desprevenido cuerpo de la doncella mientras la madre se dejaba distraer con la conversación, probablemente fue siempre así y nosotros no lo sabíamos, andan estos ángeles a pares dondequiera que vayan, y mientras uno, para entretener, se pone a contar cuentos chinos, el otro, callado, opera el actus nefandus, manera de decir, que nefando en rigor no es, indicando todo que a la vez siguiente se cambiarán las funciones y las posiciones para que, ni en el soñador ni en lo soñado, se pierda el beneficioso sentido de la dualidad de la carne y el espíritu. María cubrió a la hija como pudo, tirando de la túnica hasta cubrir lo que es impropio tener descubierto, y cuando la tuvo ya decente la despertó y le preguntó en voz baja, por así decir a quemarropa, Qué soñabas.

Cogida por sorpresa, Lisia no podía mentir, respondió que soñaba con un ángel, pero que el ángel no le había dicho nada, sólo la miraba, y era una mirada tan tierna y tan dulce que no podrían ser mejores las miradas del paraíso. No te tocó, preguntó María, y Lisia respondió, Madre, los ojos no sirven para eso. Sin saber a ciencia cierta si debía descansar o preocuparse por lo que pasó a su lado, María, en voz aún más baja, dijo, Yo también soñé con un ángel, Y el tuyo habló o estuvo también callado, preguntó Lisia, inocentemente, Habló para decirme que tu hermano Jesús dijo la verdad cuando nos anunció que había visto a Dios, Ay madre, qué mal hicimos entonces al no creer en la palabra de Jesús, y él es tan bueno, que, furioso, hasta podía haberse llevado el dinero de mi dote, y no lo hizo, Ahora vamos a ver cómo lo arreglamos No sabemos dónde está, noticias no dio, bien podía haber ayudado el ángel, que los ángeles lo saben todo, Pues no, no ayudó, sólo me dijo que buscáramos a tu hermano, que ese era nuestro deber, Pero, madre, si es verdad que mi hermano estuvo con el Señor, entonces nuestra vida, en adelante, va a ser diferente, Diferente quizá, pero peor, Por qué, Si nosotros no creíamos a Jesús ni su palabra, cómo puedes esperar que otros le crean, seguro que no querrás que vayamos por las calles y plazas de Nazaret pregonando Jesús vio al Señor Jesús vio al Señor, nos correrían a pedradas, Pero el Señor, puesto que lo eligió, nos defendería, que somos la familia, No estés tan segura, cuando el Señor eligió, nosotros no estábamos allí, para el Señor no hay padres ni hijos, recuerda lo de Abraham, acuérdate de Isaac, Ay, madre, qué aflicción, Lo más prudente, hija, es que guardemos todo esto en nuestros corazones y que hablemos lo menos posible de ello, Entonces, qué haremos, mañana mandaré a Tiago y a José en busca de Jesús, Pero dónde, si Galilea es inmensa, y Samaria, si está por ahí, y Judea, o Idumea, que está en el fin del mundo, Lo más probable es que tu hermano se haya ido al mar, recuerda lo que nos dijo cuando vino, que estuvo con unos pescadores, Y no habrá vuelto al rebaño, Eso se acabó, Cómo lo sabes, Duerme, que aún está lejos la mañana, Puede que volvamos a soñar con nuestros ángeles, Es posible. Si el ángel de Lisia, huido quizá en compañía de su compinche, vino a habitar otra vez sus sueños, no se notó, pero el ángel del anuncio, aunque se haya olvidado de algún detalle, no pudo volver, porque María estuvo siempre con los ojos abiertos en la penumbra de la casa, lo que sabía era más que suficiente, y lo que adivinaba la llenaba de temores.

Nació el día, se enrollaron las esteras y María, ante la familia reunida, hizo saber que habiendo pensado mucho en los últimos tiempos sobre el modo en que habían procedido con Jesús, Empezando por mí, que siendo su madre, debería haber sido más benévola y comprensiva, he llegado a una conclusión muy clara y justa, la de que debemos ir a buscarlo y pedirle que vuelva a casa, pues en él creemos y, queriéndolo el Señor, creeremos en lo que nos dijo, fueron éstas las palabras de María, que no dio fe de estar repitiendo lo que había dicho su hijo José allí presente, en la hora dramática de la repulsa, quién sabe si Jesús no estaría todavía aquí si aquel murmullo discreto, que lo fue, aunque en aquel momento no lo hicimos notar, se hubiera convertido en voz de todos. María no habló del ángel ni del anuncio del ángel, sólo del simple deber de todos para con el primogénito. No se atrevió Tiago a poner en duda los puntos de vista nuevos, a pesar de que, en lo íntimo, seguía firme en su convicción de que el hermano estaba loco o, en el mejor de los casos, y era una eventualidad digna de ser tomada en cuenta, era objeto de una repugnante mistificación de gente impía.

Previendo ya la respuesta, preguntó, Y quién, de los que aquí estamos, irá a buscar a Jesús, tú irás, que eres el que le sigue en edad, y José irá contigo, juntos iréis más seguros, Por dónde empezaremos a buscar, Por el mar de Galilea, estoy segura de que por allí lo encontraréis, Cuándo partimos, Han pasado meses desde que Jesús se fue, no podemos perder ni un día más, Llueve mucho, madre, no es bueno el tiempo para el viaje, Hijo, la ocasión puede siempre crear una necesidad, pero si la necesidad es fuerte, tendrá que ser ella la que haga la ocasión. Los hijos de María se miraron sorprendidos, realmente no estaban habituados a oír de boca de la madre sentencias tan acabadas, todavía son muy jóvenes para saber que la frecuentación de los ángeles produce estos y otros resultados mejores, la prueba, sin que los demás lo sospechen, está en Lisia y la da en este mismo momento, pues no otra cosa significa su lento, soñador movimiento afirmativo de cabeza. Terminó el consejo de familia, Tiago y José fueron a ver si los meteoros del aire estaban en mejor disposición, que, teniendo ellos que ir en busca del hermano con tiempo tan ruin, pudieran al menos salir al campo en una escampada, como fue el caso, parecía que el cielo los hubiera oído, pues justamente del lado del mar de Galilea se estaba abriendo ahora un azul aguado que parecía prometer una tarde aliviada de lluvias. Hechas las despedidas dentro de la casa, discretamente, por entender María que los vecinos no tenían por qué saber más de lo conveniente, partieron al fin los dos hermanos, no por el camino que lleva a Magdala, pues no tenían motivos para pensar que Jesús había seguido aquella dirección, sino por otro, el que directamente y con mayor comodidad, los llevaría a la nueva ciudad de Tiberíades. Iban descalzos porque, con los caminos convertidos en un barrizal, en poco tiempo se les caerían de los pies deshechas las sandalias, ahora a salvo en las alforjas, a la espera de un tiempo más benigno. Dos buenas razones tuvo Tiago para elegir el camino de Tiberíades, siendo la primera su propia curiosidad de aldeano que oyó hablar de palacios, templos y otras grandezas similares en construcción, y la segunda que la ciudad está situada, según oyera contar, entre los extremos norte y sur de esta margen, más o menos hacia la mitad. Como tendrían que ganarse la vida mientras durara la búsqueda, esperaba Tiago que fuese fácil encontrar un trabajo en las obras de la ciudad, pese a lo que decían los judíos devotos de Nazaret, que el lugar era impuro debido a los aires malsanos y a las aguas sulfurosas que se encontraban por allí cerca. No pudieron llegar a Tiberíades aquel mismo día, porque las promesas del cielo no se cumplieron, no había pasado una hora de camino cuando empezó a llover, mucha suerte tuvieron de encontrar una cueva donde felizmente hallaron cobijo y se abrigaron antes de que la lluvia los hubiera empapado.

Durmieron y en la mañana del día siguiente, escarmentados por la experiencia, tardaron en convencerse de que el tiempo había mejorado de verdad y de que podrían llegar a Tiberíades con la ropa del cuerpo más o menos seca. El trabajo que encontraron en las obras fue el de acarrear piedra, que para más no daba el saber del uno y del otro, afortunadamente, al cabo de unos días decidieron que habían ganado lo suciente, no porque el rey Herodes Antipas fuese generoso pagador, sino porque, siendo tan pocas y tan poco urgentes las necesidades, con ellas se podría vivir sin tener que satisfacerlas por completo. En Tiberíades preguntaron si estuvo o pasó un tal Jesús de Nazaret, que es hermano nuestro, de aspecto así y así, de modos así y asado, si anda acompañado eso es lo que no sabemos. Les dijeron que en aquella obra no, y ellos dieron la vuelta por todos los astilleros de la ciudad hasta certificar que Jesús no había estado aquí, cosa que no era de extrañar, pues si el hermano hubiese decidido volver a su iniciado oficio de pescador, seguro que no se iba a quedar, teniendo el mar a la vista, penando entre duras piedras y durísimos capataces. Con el dinero ganado, aunque escaso, la cuestión que ahora tenían que resolver era si debían seguir por las márgenes del lago, pueblo por pueblo, obra por obra, barco por barco, hacia el norte o hacia el sur.

Tiago acabó eligiendo el sur, porque le pareció más fácil camino, casi sin cuestas, mientras que hacia el norte la orografía era más accidentada.

El tiempo estaba seguro, el frío soportable, se fue la lluvia, y cualesquiera sentidos de la naturaleza más experimentados que los de estos dos muchachos, percibirían sin duda, por el olor de los aires y el palpitar del suelo, unos primeros tímidos indicios de primavera. La busca del hermano por los hermanos, por razones superiores ordenada, estaba convirtiéndose en una excursión amable y egoísta, paseo por el campo, vacaciones en la playa, poco faltaba ya para que Tiago y José se olvidaran de lo que habían venido a hacer a esta parte, cuando, de repente, por los primeros pescadores que encontraron, supieron noticias de Jesús, y para colmo de la más extraña manera, pues éstas fueron las palabras de los hombres, Lo hemos visto, sí, y lo conocemos, y si andáis en su busca, decidle, si lo encontráis, que aquí lo estamos esperando como quien espera el pan de cada día. Se asombraron los dos hermanos y no pudieron creer que los pescadores estuvieran hablando de la persona de Jesús, o sería otro Jesús y no el que ellos conocían, por las señas que nos dais, respondieron los pescadores, es el mismo Jesús, si vino de Nazaret no lo sabemos, él no lo dijo, Y por qué decís que lo esperáis como el pan de cada día, preguntó Tiago, Porque, estando él dentro de una barca, el pescado viene a las redes como jamás se vio, Pero nuestro hermano no tiene arte bastante de pescador, no puede ser el mismo Jesús, Ni nosotros dijimos que tuviera arte de pescador, él no pesca, sólo dice Lanzad la red por este lado, lanzamos la red y la sacamos llena, Siendo así, por qué no está con vosotros, Porque se va al cabo de unos días, dice que tiene que ayudar a otros pescadores y realmene así es, pues con nosotros ya estuvo tres veces y siempre dijo que volvería, Y ahora, dónde está, No lo sabemos, la última vez que estuvo aquí se fue al sur, pero también puede ser que haya ido al norte sin que nos diéramos cuenta, aparece y desaparece cuando le da la gana. Tiago le dijo a José, Vamos hacia el sur, al menos ya sabemos que nuestro hermano anda por esta orilla del mar.

Parecía fácil, pero hay que entender que, al pasar, Jesús podía estar en altamar, en una barca, entregado a una de aquellas milagrosas pescas suyas, en general no damos importancia a estos pormenores, pero el destino no es como lo creemos, pensamos que está todo determinado desde un principio cualquiera, cuando la verdad es muy distinta, repárese en que, para que pueda cumplirse el destino de un encuentro de unas personas con otras, como en el caso de ahora, es preciso que ellas consigan reunirse en un mismo punto y a una misma hora, lo que cuesta no poco trabajo, basta con que se retrase uno, por poco que sea, mirando una nube en el cielo, escuchando el cantar de un pájaro, contando las entradas y salidas de un hormiguero o, por el contrario, que por distracción no mirásemos ni oyésemos ni contásemos y siguiésemos adelante, echándose a perder lo que tan bien encaminado parecía, el destino es lo más difícil que hay en el mundo, hermano José, ya lo verás cuando tengas mis años.

Puestos así en sobreaviso, los dos hermanos iban mirando con mil ojos, hacían paradas en el camino esperando el regreso de un barco que se demoraba, incluso algunas veces volvieron súbitamente atrás, para sorprender por la espalda la posible aparición de Jesús en un lugar inesperado. Así llegaron al fin del mar.

Cruzaron al otro lado del río Jordán y a los primeros pescadores que encontraron les preguntaron por Jesús. Habían oído hablar de él, sí señor, de él y de su magia, pero por allí no andaba. Volvieron Tiago y José sobre sus pasos, rumbo al norte, redoblando la atención, también ellos como pescadores que llevaran una red de arrastre con la esperanza de levantar al rey de los peces. Una noche que durmieron en el camino, hicieron cuartos de centinela, no fuera a aprovechar Jesús la claridad lunar para ir de un sitio a otro, a la callada.

Andando y preguntando llegaron a la altura de Tiberíades, y no necesitaron ir al pueblo a pedir trabajo, pues todavía les quedaba dinero, gracias a la hospitalidad de los pescadores, que les daban pescado, lo que hizo decir una vez a José, Hermano Tiago, has pensado que este pez que estamos comiendo puede haber sido pescado por nuestro hermano, y Tiago respondió, No por eso sabe mejor, malas palabras que no se esperarían de un amor fraternal, pero que la irritación de quien anda buscando una aguja en un pajar, con perdón, justifica.

Encontraron a Jesús a una hora de camino, hora de las nuestras, queremos decir, pasado Tiberíades. El primero en avistarlo fue José, que tenía unos ojos finísimos para ver de lejos, Es él, allí, exclamó. Realmente vienen en esta dirección dos personas, pero una es mujer, y Tiago dice, No es él. Un hermano menor nunca debe contradecir al mayor, pero José, de contento, no está dispuesto a respetar normas ni conveniencias, Te digo que es él, Pero viene una mujer, Viene una mujer, y viene un hombre, y el hombre es Jesús.

Por el sendero que bordea el camino, en un campo que aquí era llano, entre dos colinas cuyos pies casi tocaban el agua, venían andando Jesús y María de Magdala. Tiago se detuvo, a la espera, y le dijo a José que se quedara con él.

El mozo obedeció contrariado, porque su deseo era correr hacia el hermano al fin hallado, abrazarlo, saltarle al cuello. A Tiago le perturbaba la mujer que venía con Jesús, quién sería, no quería creer que el hermano conociera mujer, pues sentía que esa simple probabilidad le colocaba, a él, a una distancia infinita del primogénito, como si Jesús, que se gloriara de haber visto a Dios, sólo por esta razón, la de conocer mujer, perteneciese a un mundo definitivamente otro. De una reflexión se pasa a la siguiente y muchas veces se llega a ella sin conocer el camino que unió las dos, es como ir de una margen del río a la otra por un puente cubierto, veníamos andando y no veíamos por dónde, pasamos un río que no sabíamos que existiera, así fue como Tiago, sin saber cómo, se encontró pensando que no era apropiado haberse quedado allí parado como si él fuera el primogénito a quien su hermano tendría que venir a saludar.

Su movimiento liberó a José, que corrió hacia Jesús con los brazos abiertos, con gritos de alegría, alzando una bandada de pájaros que, ocultos entre los matojos de la orilla, cataban en el lodo su sustento. Tiago apresuró el paso para impedir que José tomase como cosa suya recados que sólo a él pertenecían, en poco tiempo estaba ante Jesús y decía, Gracias doy al Señor por haber querido que encontrásemos al hermano que buscábamos, y Jesús respondió, Gracias doy por veros con buena salud. María de Magdala se había detenido, un poco atrás, Jesús preguntó, Qué hacéis en estos lugares, hermanos, y Tiago dijo, Vamos a apartarnos un poco y hablaremos con más tranquilidad, Tranquilos ya estamos, dijo Jesús, y si lo dices por esta mujer, has de saber que todo cuanto tengas que decirme y yo quiera oír de ti, puede oírlo ella también como si fuera yo mismo. Hubo un silencio tan denso, tan alto, tan profundo, que parecía que era un silencio del mar y de los montes concertados y no el de cuatro simples personas frente a frente, recuperando fuerzas.

Jesús parecía aún más hombre que antes, más oscuro de piel aunque se le había quebrado la fiebre de la mirada, y el rostro, bajo la espesa barba negra, se mostraba apaciguado, tranquilo, pese a la visible crispación causada por el inesperado encuentro. Quién es esa mujer, preguntó Tiago, Se llama María y está conmigo, respondió Jesús, Te has casado, Sí, bueno, no, no, bueno, sí, No entiendo, Ni yo contaba con que entendieses, Tengo que hablarte, Pues habla, Traigo recado de nuestra madre, te oigo, Preferiría dártelo a solas, Ya has oído lo que he dicho.

María de Magdala dio dos pasos, Puedo retirarme hacia dondo no os oiga, dijo, No hay en mi alma un pensamiento que no conozcas, es justo que sepas qué pensamientos tuvo mi madre sobre mí, así me ahorrarás el trabajo de contártelo luego, respondió Jesús. La irritación hizo subir la sangre a la cara de Tiago, que dio un paso atrás, como para retirarse, al tiempo que lanzaba a María de Magdala una mirada de cólera, y en esta mirada se percibía también un sentimiento confuso, de deseo y rencor. En medio de los dos, José tendía las manos para retenerlos, era todo cuanto podía hacer. Al fin, Tiago se calmó y, tras una pausa de concentración mental, para recordar, recitó, Nos ha enviado nuestra madre para buscarte y decirte que vuelvas a casa, pues en ti creemos y, si el Señor quiere, creeremos lo que dijiste, Sólo eso, {éstas fueron sus palabras, Quieres decir entonces que no haréis nada por vosotros mismos para creer en lo que os conté, que os quedaréis esperando que el Señor mude vuestro entendimiento, Entender o no entender, todo está en manos del Señor, Te engañas, el Señor nos dio piernas para que andemos y andamos, que yo sepa, nunca hombre alguno esperó a que el Señor le ordenara Anda, y con el entendimiento pasa lo mismo, si el Señor nos lo dio, fue para que lo usáramos según nuestro deseo y nuestra voluntad, No discuto contigo, Haces bien, no ganarías la discusión, Qué respuesta debo llevarle a nuestra madre, Dile que las palabras de su recado han llegado demasiado tarde, que esas mismas palabras supo decirlas a tiempo José, y ella no las tomó para sí, y que aunque un ángel del Señor se le aparezca para confirmar todo cuanto os conté, convenciéndola de la voluntad del Señor, no volveré a casa, Has caído en pecado de orgullo, Un árbol gime si lo cortan, un perro gruñe si lo golpean, un hombre se crece si lo ofenden, Es tu madre, somos tus hermanos, Quién es mi madre, quiénes son mis hermanos, mis hermanos y mi madre son aquellos que creyeron en mí y en mi palabra en la misma hora en que yo la proferí, mis hermanos y mi madre son aquellos que en mí confían cuando vamos al mar para de lo que pescan comer con más abundancia de la que comían, mi madre y mis hermanos son aquellos que no necesitan esperar a la hora de mi muerte para apiadarse de mi vida, No tienes otro recado que dar, Otro recado no tengo, pero oiréis hablar de mí, respondió Jesús, y volviéndose hacia María de Magdala, dijo, Vámonos, María, los barcos deben de estar ya a punto de salir para la pesca, los cardúmenes se reúnen, es tiempo de recoger la cosecha.

Ya se apartaban cuando Tiago gritó, Jesús, tengo que decirle a nuestra madre quién es esa mujer, Dile que está conmigo y que se llama María, y la palabra resonó entre las colinas y sobre el mar.

Tendido en el suelo, José lloraba desconsolado.

Cuando Jesús va al mar con los pescadores, María de Magdala se queda esperándole, sentada en una roca a la orilla del agua, o en un altozano, si los hay, desde donde pueda seguir la ruta y acompañar la navegación. Las pescas, ahora, no se demoran, nunca hubo en este mar tal acopio de peces, dirían los inadvertidos, es como pescar a mano con un cubo, pero pronto ven que las facilidades no son iguales para todos, el cubo está como siempre, poco menos que vacío, si Jesús anda por otros lugares, y las manos y los brazos se cansan de lanzar la red y se desalientan al verla volver sólo con un pez allí y otro allá presos en las mallas. Por eso todo el mundo pescador de la margen occidental del mar de Galilea anda pidiendo por Jesús, reclamando a Jesús, exigiendo a Jesús, y ya en algunos lugares ha ocurrido que lo reciben con fiestas, palmas y flores, como si en domingo de Ramos estuviéramos. Pero, siendo el pan de los hombres lo que es, una mezcla de envidia y maldad, y alguna caridad a veces, donde fermenta un miedo que hace crecer lo que es malo y ocultarse lo que es bueno, también ocurrió que riñeran pescadores con pescadores, aldeas con aldeas, porque todos querían tener a Jesús sólo para ellos, los otros que se gobernasen como pudieran.

Cuando tal cosa sucedía, Jesús se retiraba al desierto y sólo volvía cuando los díscolos arrepentidos iban a rogarle que perdonara sus excesos, que todo era consecuencia de lo mucho que le querían. Lo que para siempre quedará por explicar es por qué razón los pescadores de la margen oriental nunca despacharon delegados para este lado de acá dispuestos a discutir y establecer un pacto justo que a todos beneficiase por igual, excepto a los gentiles de mal origen y peor creencia que por allí no faltan. También podría ocurrir que los de la otra banda, en flotilla de batalla naval, armados con redes y picas y a cubierto de una noche sin luna, vinieran a robar a Jesús, dejando al occidente otra vez condenado a un mal pasar lleno de necesidades, cuando estaba habituado a una pitanza harta.

{éste es aún el día en que Tiago y José vinieron a pedir a Jesús que volviera a la casa que era suya, dándole la espalda a aquella vida de vagabundeo, por mucho que de ella se estuviera beneficiando la industria de la pesca y derivados. A estas horas, los dos hermanos, cada cual con su sentimiento, un Tiago furioso, un lloroso José, van con paso acelerado por esos montes y valles, camino de Nazaret, donde la madre se pregunta por centésima vez si habiendo visto de allí salir dos hijos verá entrar tres, aunque lo duda. El camino de regreso que los hermanos tuvieron que tomar, por ser el que más próximo estaba del punto de la costa donde habían encontrado a Jesús, los hizo pasar por Magdala, ciudad de la que Tiago conocía poco y José nada, pero que, a juzgar por las apariencias, no merecía mayor detención ni disfrute.

Tomaron un refrigerio de paso los dos hermanos y siguieron adelante. Al salir del poblado, palabra que aquí usamos sólo porque expresa una oposición lógica y clara al desierto que todo lo rodea, vieron delante, a mano izquierda, una casa con señales de incendio, mostrando sólo las cuatro paredes al aire. La puerta del patio, sin duda medio destrozada por un forzamiento, no ardió, el fuego, que todo lo arrasa, fue todo dentro. En casos como éste, el viandante, quienquiera que sea, siempre piensa que debajo de los escombros puede haber quedado algún tesoro y, si cree que no hay peligro de que le caiga una viga encima, entra para tentar suerte, avanza cautelosamente, remueve con la punta del pie unas cenizas, unos tizones a medio quemar, unos carbones mal ardidos, con la idea de ver surgir de pronto, reluciente, la moneda de oro, el incorruptible diamante, la diadema de esmeraldas. A Tiago y a José sólo la curiosidad los hizo entrar, no son ingenuos hasta el punto de imaginar que los vecinos codiciosos no hayan venido antes en busca de lo que los habitantes de la casa no hubieran podido salvar, aunque lo más probable, siendo la casa tan pequeña, es que los dueños se llevaran los bienes valiosos, quedando sólo las paredes, que en cualquier lugar se pueden levantar otras nuevas. La bóveda del horno, dentro de lo que fue casa, se había hundido, los ladrillos del suelo, en el incendio, se soltaron del cemento y se quebraban ahora bajo los pies.