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Sonó el despertador. Me desperté de golpe. No debía de dormir profundamente. Durante al menos cinco segundos me sentí realmente bien. Me desperecé y, de repente, me vino todo a la cabeza. Mi felicidad se esfumó. Me levanté, fui a la ventana y corrí la cortina. El suelo brillaba. Parecía hielo. Volví a mirar. ¡Era hielo! Miré hacia arriba, estaba gris y ¡caía hielo! ¿Eso era lo que el cielo hacía por mí?
Corrí hacia la cocina con cierta esperanza. Mi padre y mi madre terminaban su desayuno con la nariz metida en la taza. En cuanto levantaron la cabeza y me miraron, comprendí que nada había cambiado.
– Tu padre se irá hoy.
Llené mi tazón con cereales y me senté frente a ellos. Pero esa mañana no tenía ganas de callarme para llorar después.
– Pensaba que era papá el que se quedaba…
Adopté un tono frío, como si la cosa no fuera conmigo. Mi madre, que me conocía, habló despacio.
– Voy a quedarme con el apartamento de una amiga que se muda a otro piso, pero las obras…
– ¡Ya lo sé! Las obras no han acabado y por eso papá se va al chalet.
Se miraron. Mi madre hizo una mueca; mi padre agachó la cabeza. Comprendieron que los había estado escuchando. No tenía ganas de ser amable. No me había gustado que decidieran sin mí.
– ¿De quién ha sido la idea?
– ¿La idea de qué?
– La idea de separaros…
Se les puso cara de tontos. Es verdad, siempre hay uno que abandona al otro. Se miraron un buen rato. Comprendí que si no me contestaban es que había sido idea de los dos.
– Es una separación amistosa. Los dos pensamos lo mismo.
Me anunciaban que se separaban pero no paraban de decir que estaban de acuerdo. Cuando dos personas están de acuerdo es que se quieren. Y si se quieren, se quedan juntas.
– ¿Y si yo no pienso como vosotros?
A mi padre fue al que más le sorprendió mi respuesta. Me miró como si me descubriera. Mi madre, en cambio, se puso nerviosa. Intentó conservar la calma. No lo consiguió.
– Entiendo que te haga daño, cariño, pero estos son problemas de mayores. Un hombre y una mujer deciden separarse… Así es la vida. Le pasa a un montón de gente.
– ¡Pero somos tres!
Mi padre puso su mano sobre la de mi madre; le tocaba hablar a él.
– Mamá tiene razón, será mejor para todos.
– Pero yo estoy bien con vosotros dos.
– Seguirás siendo feliz.
– Puede que incluso más.
Más les hubiera valido callarse. No conseguía entender que pudieran decirme aquello. ¿Cómo podían imaginar que sería más feliz sin estar con los dos? Me daba la sensación de que sabían que me causaban dolor pero no querían que lo mostrara para no sentirlo ellos también. Solo pensaban en ellos. Todo el mundo se separaba, qué mal había en hacer lo mismo. Mi padre se levantó y encendió la radio.
«Miles de hogares quebequenses están sin electricidad debido al agua helada que cae desde hace varias horas…»
¡Escupí los cereales! ¿Pero qué puñetas estaba haciendo el cielo? ¡Yo solo quería que me ayudase! No habría tenido que contar con él. Me levanté.
– ¡Voy a llegar tarde!
Mis padres no dijeron nada. Ya no tenían ganas de hablar. Les di un beso, como hacía cada mañana en mi vida anterior. No quise pensar que era la última vez que los tenía a los dos juntos ante mí. Eso me habría hecho llorar más. Apenas tuve tiempo de oír la observación de mi madre que, como yo, se preparaba para irse.
– Déjale que digiera la noticia… Tiene que seguir su camino.
Huí hacia la escuela. Bueno, no demasiado deprisa porque la verdad es que costaba mantenerse en pie. Alex estaba de buen humor. No paraba de correr y resbalar.
– Mi padre no se lo podrá creer cuando se despierte.
El espectáculo era extraño de veras. Una fina capa de hielo recubría el suelo. Sobre los coches parecía el papel de celofán con que se envuelven los caramelos. Una señora mayor que salía de la residencia de ancianos cayó delante de nosotros. Me sentí terriblemente culpable. Alex se echó a reír. Yo no me reí.
– ¡No hace gracia!
– No se ha caído desde muy alto, no le ha pasado nada… Mira, ya se está levantando. Bueno, lo intenta.
– No tendría que haberlo hecho…
Alex no entendía de qué le hablaba.
– ¿No te has traído la cámara?
Dudé sobre si decirle lo de mis padres y el cielo.
– Si no te has traído la cámara, me voy a cabrear.
– Que sí la he traído, no te preocupes…
– ¡Qué guay, tío! ¡Tengo unas ganas de verlo!
A quien no le pareció guay fue a la directora pedagógica. Al menos éramos diez alrededor de la cámara. Ella no podía ver nada porque la pantalla era pequeña, pero sí podía oír. La verdad es que era difícil no oír. Todo el mundo gritaba lo mismo. Estaban como locos.
– ¡Déjame ver las tetas!
– ¡Déjame ver las tetas!
– ¡Déjame ver las tetas!
Al final, la directora también las vio… Pero a ella no le hizo gracia.
– ¿Habéis pensado en la dignidad de esta mujer que estáis enseñando desnuda a toda la escuela sin que ella lo sepa?
– En la tele salen muchas, señora, ¡y además ella no lo sabe! Con no decírselo…
¿Por qué enfadarse? La directora pedagógica miró al techo y sacó aire para relajarse.
– ¡En secundaria y ya eres misógino!
A ella, que había tenido que luchar por la igualdad de los sexos y el respeto hacia las mujeres, Alex no le caía bien. Según ella, acabaría mal, ya se lo había dicho. Se volvió hacia mí.
– Pero tú, con los padres que tienes… este no es tu estilo.
Yo, sobre todo, no quería que mi estilo fuera dejar en la estacada a mi mejor amigo y aún menos quería hablar de mis padres.
– ¿No has encontrado nada mejor que filmar?
– No, señora.
– No podrías haber hecho como todos los niños normales y filmar a tus amigos, a tus padres, a tu animal preferido… Inventarte una historia… Dar rienda suelta a tu creatividad para dejar salir lo mejor del niño que hay en ti… ¡Lo que has hecho es repugnante! Pobre mujer… ¡Cuando pienso que hoy en día y todavía se las rebaja así!
Alex nunca es listo en momentos como ese. En vez de hacer como yo, agachar la cabeza, poner cara triste y dejar que pase la tormenta, se puso a reír como un tonto.
– ¿De quién ha sido esta idea tan estúpida?
De pie, apoyada en su escritorio, no apartaba la mirada de Alex. Yo me preguntaba por qué hacía aquella pregunta si ya sabía la respuesta. Alex se inclinó hacia delante, culpable fueran cuales fuesen las consecuencias.
– ¡No ha sido él, señora!
La directora pedagógica se sobresaltó y se giró hacia mí. Alex me miraba sin entender nada. Entre nosotros había una especie de pacto. Era él quien daba los golpes, pero también era él quien los recibía.
– Sí, fue idea mía, señora.
– ¿Tienes miedo de él?
– No, señora.
– Aquí no hay por qué tener miedo, puedes hablar con sinceridad. Si eres víctima de algún tipo de acoso, debes decírmelo.
– Le digo que fui yo, señora. Hasta tuve que obligarlo a hacerlo.
Ahí quizá me pasé un poco. Alex no pudo evitar echarse a reír. Nunca consigue controlarse, y menos cuando la cosa es importante. La directora pedagógica nos evaluó con la mirada. Incluso sentados se veía que Alex me sacaba una cabeza y pesaba al menos quince kilos más que yo. Era extraño, ahí estábamos los tres y todos sabíamos que yo mentía. Ella me miró con ojos aviesos.
– ¿Quieres jugar a este jueguecito conmigo?
No es que yo quisiera jugar. Quería hacerme daño para así sentir aún más daño. Y, sobre todo, para que lo de mis padres no me hiciera tanto daño. Alex me miró. Sus ojos me decían que no pasaba nada si él cargaba con el muerto. Estaba acostumbrado. Pero Alex no podía entenderlo. No le había contado nada. La directora pedagógica se giró hacia su escritorio.
– Pues si así están las cosas, voy a pedirles a vuestros padres que vengan. Os lo advierto, podríais ser expulsados temporalmente. A lo mejor ellos pueden decirme quién sale en el vídeo. Mientras tanto, me quedo con la cámara.
Fue a sentarse a su escritorio y cogió el teléfono. Señaló a Alex.
– ¿El número de tu casa?
– ¡Mi padre estará durmiendo todavía!
– ¡Ah! Es verdad, no me acordaba…
Lo dijo con maldad. Incluso a Alex, que estaba ya curtido, le hizo daño. Los adultos a veces son muy duros cuando no entienden a los niños. Se volvió hacia mí.
– ¿Tu número?
– No me acuerdo.
Alex me miró como si no me reconociera. El duro siempre era él. Hasta yo me preguntaba si seguía siendo el mismo. La directora se volvió hacia una gran estantería.
– Os creéis muy listos…
Mientras buscaba nuestros números de teléfono en sus ficheros, Alex se acercó a mí. Estaba como molesto de que yo siguiera el mismo camino que él. En la vida solemos preferir a nuestro contrario. Pero por una vez íbamos a pagar juntos. Yo esperaba que aquello me doliera.
¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!
La directora descolgó el teléfono mirándonos. Por su mirada estaba claro que la hora de la ejecución solo se retrasaría lo que durara aquella llamada. Mientras le hablaban, puso cara de fastidio. Se giró hacia la ventana.
– ¿Ah, sí? ¿Va a durar mucho? ¿Seguirá cayendo así?
Nos miró, pero ya no estaba allí.
– ¡Vaya por Dios! ¡Menuda manera de empezar el año!
Colgó. Por un instante miró mi cámara, pero ya no le interesaba. Parecía perdida. Cogió el teléfono, necesitaba ayuda.
– ¡Geneviéve! Anuncia por el micrófono que la escuela cierra a mediodía. Los niños que tienen autorización para irse solos se pueden ir. En cuanto a los demás, hay que llamar a sus padres, uno por uno. Tú encárgate de los grupos uno, tres y cinco, yo me quedo con los dos y cuatro. ¡Ánimo!
Colgó y miró el reloj, horrorizada por el centenar de llamadas que iba a tener que hacer.
– Voy a tardar horas…
No nos sorprendió que nos hiciera una señal para que nos levantáramos. Guardó deprisa la cámara en un cajón del escritorio. Sin mirarnos siquiera, agitó una mano como si nos echara.
– No tengo tiempo de ocuparme de vuestras tonterías por culpa de este maldito hielo. Id a clase, ya hablaremos de esto mañana. ¡Venga, desapareced!
En el pasillo, Alex, aún conmocionado, se me quedó mirando fijamente.
– ¿Has visto qué suerte hemos tenido?
– No es suerte.
– Oye, yo nunca tengo suerte, así que cuando la tengo, créeme que la reconozco.
– Que no es suerte…
– ¡Te digo que sí es suerte!
– He sido yo.
– No has sido tú, ha sido el hielo.
– El hielo es culpa mía.
Debí de levantar la cabeza, porque él me miraba desde arriba.
– ¿Cómo lo has hecho?
– Pedí al cielo que me ayudara…
– Pediste al cielo que te ayudara… ¿Tú estás mal o qué?
– No estoy muy bien, no…
Me miró desde un poco más abajo.
– ¿Y por qué lo hiciste?
– Un mal rollo con mis padres…
Ahora ya estaba a mi altura. Como de costumbre, no me hizo ninguna pregunta. Quiso hacerme entrar en razón sin herirme. Una mirada basta para saber qué piensa el otro. Me puso la mano en el hombro, luego me dio unos golpecitos, tranquilizándome.
– Pasa de malos rollos, tío.