37965.fb2
Brutus se frotaba contra la depilada pantorrilla de su hermosa dueña. Julie se maquillaba frente al espejo del baño. No parecía ni feliz ni desgraciada, todo era cuestión de costumbres. Para ella ser hermosa era un ritual, porque ser hermosa era su oficio. De la mesita había desaparecido ya el pequeño abeto. La Navidad había terminado. Una hora antes Julie había recibido una llamada del propietario de Sex Paradisio. Con hielo o sin hielo, la esperaba a las seis de la tarde en punto. Si no aparecía, no hacía falta que volviera.
– En un local de striptease no hay invierno. Solo hay una estación, el verano. Aquí, ¡el cuerpo caliente y el espectáculo enfrente!
Julie ya no sabía siquiera por qué se dedicaba a aquello. Una feroz voluntad de ser independiente en plena adolescencia la convirtió en dueña de sí misma. La única condición era no fugarse. Conoció el amor por primera vez en contacto con Max, un caradura. Ella acababa de cumplir dieciocho años. Él tenía treinta, una especie de padre. Cuando se enteró de que la cuenta de ahorro que los abuelos de Julie habían ido engrosando poco a poco acababa de desbloquearse, le propuso que se fueran a vivir juntos. Aquel apartamento era su nido, lo escogieron los dos. El alquiler estaba a nombre de Julie. A Max no le gustaba el papeleo administrativo. Quiso que tuvieran una cuenta común. A ella aún no le había dado tiempo de decorar el nido cuando Max desapareció con todos los dólares de la cuenta de ahorro.
– ¡Salgo un momento a por un paquete de tabaco! Me he quedado sin.
Julie no quiso mudarse. No por el recuerdo de Max, sino por su independencia. No quería tener a un realquilado. Al principio tuvo que conseguir un segundo empleo. De día trabajaba en un restaurante, y de noche en un bar. Eso es mucho, sobre todo si trabajas los siete días de la semana. No tenía tiempo para vivir. Habló de ello con uno de sus clientes, que le dijo que era demasiado guapa para esconderse detrás de un mostrador. Era el dueño de Sex Paradisio. No le costó convencerla de que ganaría tres veces más trabajando diez veces menos. No le mintió. Cuando se es guapa, y se tiene una buena delantera, el futuro en el oficio es bueno.
– ¿Ves a ese calvito de ahí? ¡Puede dejarse trescientos pavos cada noche!
Julie no dejaba de pensar en el porvenir. Había comprendido que ser bailarina de striptease era aceptar no existir. La mujer en el escenario que se destapaba ante la mirada de los hombres no era ella. Sin embargo, aunque era otra la que ganaba hasta quinientos dólares por noche, sí era ella, Julie, la que todas las semanas ingresaba la mitad en una cuenta de ahorro, en recuerdo de sus abuelos.
El dueño de Sex Paradisio, que debía mostrarse duro con sus chicas, apreciaba mucho a Julie. Ella era correcta con él, pero sobre todo era correcta con los clientes. Siempre sonriente y amable, era una auténtica profesional. Un ejemplo para sus compañeras, a menudo demasiado frívolas, con la nariz metida en el polvo o colgadas de chulos de segunda fila, una droga aún más dura. Con Julie todo era fácil. Por eso la había llamado y no dudaba de que acudiría.
– ¡Si no vienes, estás despedida!
Amenazar a las chicas era su manera de mandar. Pero no estaba tan loco como para separarse de Julie, que habría hecho las delicias de la competencia. Ella se había prometido que ejercería el oficio solo durante un tiempo, pero a veces el tiempo dura mucho. De momento, lo dejaba pasar. Solo esperaba la ocasión adecuada para dejarlo. Y solo por amor, amor verdadero, dejarías un empleo con el que puedes ganar quinientos dólares cada noche.
Frente al espejo, la cabeza de Julie se elevó de repente cuatro centímetros. Acababa de ponerse unas botas de tacón alto. Brutus ya no podía apoyarse en la cálida pantorrilla, pues el cuero es frío. Fue a reunirse con sus congéneres en el sofá. El más gordo de los dos dormilones le dio a entender de un zarpazo que no era bienvenido. Entonces erró por la casa. También entre los gatos hay una jerarquía, y Brutus estaba aún muy lejos de la cúspide.
Julie salió del baño enfundada en un soberbio vestido rojo, su color preferido. Descolgó el abrigo y se lo puso mientras se miraba una vez más en un espejo, esta vez el del recibidor. Abrió la puerta.
– ¡Bye, gatitos!
– ¡Miau!
Solo Brutus contestó. Cuando uno está en lo alto de la jerarquía, a menudo olvida a los que le han llevado hasta ahí. Es la ingratitud de los gatos de sofá. Se dice de ellos que son independientes. Solo son unos aprovechados, como los hombres, o al menos los hombres que Julie conoce.
– ¡No es usted muy prudente, señorita!
Julie se sobresaltó. Incluso a las siete y media de la tarde, una mujer sola es una mujer sola. Desde el umbral, miró suspicaz hacia el hombre que, con un perro atado a una correa, acababa de interpelarla.
– No me parece que esos zapatos sean los más apropiados con lo que está cayendo… Y dicen que va a durar toda la noche…
– ¿Y tú quién eres?
– Soy su vecino de al lado… y trabajo en Météo Canada.
– No te conozco…
– Es que no tenemos los mismos horarios, seguramente…
A Julie no le gustaban ese tipo de sobreentendidos. Desconfiada todavía, bajó los escalones de la entrada y olvidó cerrar la puerta. Una mirada le bastó para calibrar a Michel. Conocía bien a los hombres mujeriegos. Su rostro se dulcificó al instante.
– ¿Qué les pasa a mis zapatos?
– Sus zapatos le sientan de maravilla, pero me da miedo que se caiga desde esa altura… Urgencias está lleno de gente que se resbala en la calle… Una mujer tan bonita tumbada en una cama con un pie enyesado… ¡Qué pena!
Julie sonrió. Estar frente a un hombre del que no tenía que desconfiar ni nada que temer, la reconfortaba.
– Es que no tengo zapatos sin tacón… No sé caminar sin…
– Entiendo. Si está acostumbrada a llevarlos, no se arriesgue innecesariamente.
El perrito maltés meneó la cola y se acercó.
– ¡Y este es Pipo!
Julie no pensó ni en sonreír siquiera. Un taxi llegó a toda prisa. Quiso hacerse el listo y resbaló al frenar secamente, y sobre todo estúpidamente, en el hielo. Los taxis piensan que las calles les pertenecen porque las conocen mejor que nadie. Pero lo que creemos conocer siempre termina por sorprendernos. ¡Paf! Por suerte, el cubo de la basura con el que chocó estaba vacío y, sobre todo, era de plástico.
– Espero que no haya muchos en su camino, si no se le puede hacer muy largo…
Mientras el taxista, avergonzado, salía para colocar el cubo en su sitio, Julie sonrió. Se inclinó para acariciar a Pipo, que pocas veces debía de haber degustado el tacto de una mano de mujer.
– Mucho gusto… ¡Me llamo Julie!
– Michel…
– Es raro que no le haya visto nunca antes… El perro me suena, pero no recuerdo haberlo visto con usted…
Michel apretó las mandíbulas. Era incapaz de hablar de Simon por miedo a desvelar su situación, por otra parte tan sencilla.
¡Piii! ¡Piii!
El taxista tenía prisa por continuar jugando a los bolos con cubos. Julie volvió a subir los escalones para cerrar la puerta de su nidito, y bajó de nuevo la escalera para meterse en el taxi.
– ¡Caminaré con cuidado, se lo prometo!
Michel miró cómo el taxi se iba zigzagueando en el hielo. Una vez más, su única preocupación había sido ocultarse. Cuando Pipo levantó la pata para hacer un último pipí, Michel miró las ventanas de su apartamento. Aquella situación se hacía insostenible, tenía que volver a hablarlo con Simon.
Boris Bogdanov habría podido abrir su ventana para informar a su vecina de enfrente de lo que acababa de suceder.
– ¡Oiga, su gatito acaba de escaparse!
Pero no había que contar con él. Seguramente se habría visto obligado a salir para ayudar a buscar al gatito. Boris no quería alejarse de su casa ni siquiera unos minutos por si acaso se iba la luz. Se volvió hacia su acuario. Los cuatro peces seguían dibujando siempre el mismo camino. En el suelo estaban, dispuestos a servir en caso de urgencia, un termómetro, un hornillo de camping y solo tres bombonas pequeñas de gas…
En el Canada Dépôt, un cliente había visto cómo Boris vaciaba las estanterías de las bombonas de gas y se había quejado airadamente a la cajera. Boris argumentó que tenía derecho a comprar tantas bombonas como deseara.
– ¡Soy un canadiense libre!
– ¡Hay que joderse! ¡Me parece muy bien que seas un canadiense libre, pero antes hay que ser un quebequés solidario!
Algunos clientes aplaudieron. Rápidamente se formó una aglomeración, en medio de la cual se debatía un ruso desesperado. Boris estaba solo contra todos. El director, grandilocuente, llegó para arreglar el problema. Legalmente no podía impedir que Boris comprara tantas bombonas de gas como quisiera. Pero en ese momento se trataba de una cuestión de prestigio, de imagen de marca. Estaba en juego incluso la moral del Canada Dépôt. No era el momento de confesar a sus clientes que los negocios iban viento en popa, que había vendido todas las existencias de sal, todos los picos para hielo, todas las linternas, todos los generadores, que había triplicado los pedidos para el día siguiente y que contaba venderlo todo en un día, superando así sus objetivos de venta. Le esperaba una suculenta prima.
– Joven, como director, y dada la situación y la previsión meteorológica, me opongo a esta compra masiva. Vuelva mañana, recibiré género nuevo. Con mucho gusto le atenderemos.
El director del Canada Dépôt se volvió hacia los clientes, que aprobaron a coro. Normalmente se dirigían a él para quejarse. Saboreó aquel instante mágico. Boris, con su acento ruso, lo dijo todo, pero no era el acento adecuado para el día de la gran solidaridad quebequesa. Habló de sus peces, de su teoría de los nudos, tan vital para él. Sacó sus hojas llenas de complicados cálculos para explicar que con una bombona, si la temperatura era de cero grados en su piso, solo podría mantener a treinta y dos grados el agua del acuario durante una hora y treinta y tres minutos. El director, con el fin de asegurarse la atención de todos los clientes, tardó un momento en contestar. Finalmente habló alto y claro.
– Señor, hay personas, a las que intentamos ayudar, que están sin calefacción y tienen hijos, hay personas mayores que pasan frío, y usted viene y se lleva todo el gas de la tienda para sus peces. ¡Es intolerable!
Los clientes aplaudieron a rabiar. El director de la tienda, en plena representación, sacó por sí mismo veintitrés de las veinticinco bombonas del carrito de Boris y las depositó con cuidado delante de la caja, como si fuera la nueva promoción del día.
– Que las cojan quienes las necesiten. Pero no más de dos por persona. ¡Piensen en el prójimo!
Boris, con cara triste, empujó el carrito hasta la cajera. Esta cogió una bombona para leer el precio. Multiplicó por dos y se aseguró de que nadie la viera. Cogió rápidamente una bombona del montón que cubría su caja y la deslizó discretamente en la bolsa de Boris.
– Yo también tengo peces, sé lo que es. Si no los cuidas bien, se convierten en un saco de nudos.
Boris recibió aquella solidaridad topológica asintiendo simplemente con la cabeza, y se fue corriendo a otras tiendas. Por desgracia, eran establecimientos con una clientela quebequesa no solidaria. No encontró ni una bombona de gas. Las estanterías estaban vacías, otros egoístas se lo habían llevado todo.
Frente a su acuario, Boris sabía que no podría resistir más de cuatro horas y media si el hielo desencadenaba una avería eléctrica. Por lo tanto, el gato de su vecina que se había escapado le importaba un bledo. Miró, sin emoción, cómo Brutus cruzaba la calle. El gatito tuvo suerte, pasaba un coche, pero no lo atropelló.
En esta vida, cada cual va a lo suyo.