37965.fb2 El Fr?o Modifica La Trayectoria De Los Peces - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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¡Es un milagro!

La llama del hornillo de gas se aplastaba contra el culo de la cacerola de aluminio. Dentro había agua calentándose, un litro, ni más ni menos. Boris Bogdanov sumergió un termómetro y lo sostuvo con mano temblorosa. Poco a poco, el mercurio fue subiendo. Progresivamente, el agua caliente empezó a quemarle la mano.

– ¡Me cago en la puta!

Así se reconoce a un inmigrante integrado: dice tacos en el idioma del lugar. Boris no se sorprendió al ver que el agua hervía nada más llegar a los cien grados. Lo había aprendido en el segundo curso de primaria en la escuela Yuri Gagarin. Apagó la llama al instante. Necesitaba exactamente un litro y, dada la presión atmosférica, sabía que la evaporación sería de seis centilitros por segundo. Solo disponía de diez segundos para efectuar los diversos transvases de liquido, ya que en ese proceso también se podían perder décimas de grados.

Evitando quemar a uno de sus peces, Boris vertió metódicamente el agua caliente en el acuario. ¡En solo nueve segundos! Dejó la cacerola y cogió el voluminoso cuaderno en el que tenía consignadas las trayectorias de cada uno de sus peces. Sus ojos, inquietos, pasaron sucesivamente de sus complicados dibujos a sus cuatro peces, tan sencillos. De pronto, la cara del joven ruso se iluminó. ¡Ninguno de sus peces había modificado su trayectoria!

– Da… Da… Da…

La alegría de Boris duró solo un instante. Miró las bombonas de gas primero y luego su reloj. Se levantó para dirigirse a su biblioteca, cargada de cientos de libros. Tras hurgar un instante, halló un pequeño transistor. Lo encendió.

«La situación no mejora en Montreal ni en la Orilla Sur, donde sigue cayendo hielo. Al ritmo al que cae, se espera que casi un millón de quebequenses se queden sin electricidad mañana por la mañana. Hasta el momento, varios consejos escolares han anunciado que las escuelas no abrirán sus puertas mañana. Lo mismo ocurre con…»

¡Clic! Boris no tenía ganas de oír nada más, ya había captado la idea. Sabía que aquella noche sería larga, larguísima. Observó las tres bombonas de gas. Por un momento se dedicó a odiar al Canada Dépôt, al director y a toda la clientela quebequesa, tan solidaria ella. Si la temperatura de su acuario bajase significativamente, todos sus años de trabajo no servirían de nada. Con sus peces muertos, tendría que empezar a elaborar toda su teoría desde cero. Para Boris Bogdanov, aquello significaba que debería establecer de nuevo, de manera irrefutable, cuatro nuevos perfiles de peces a razón de varias semanas de observación para cada uno de ellos. Antes de probar que Mélanie hacía pipí de pie, debería volver a probar que Mélanie existía. Y, para colmo, él tenía cuatro Mélanies. Se levantó y, en un ataque de rabia, tiró la cacerola vacía al suelo.

¡Poom porropopón!

– ¡Joder con el maricón de arriba! ¿No puede uno estar tranquilo ni cinco minutos? ¡Mierda!

Sí, había hecho ruido, pero era la primera vez que el vecino de arriba hacía ruido. Alex había escuchado las noticias antes de acostarse. Saber que las escuelas estarían cerradas lo había sumido en un duermevela bastante agradable. Lo único que hizo fue coger una manta de más por si acaso el apagón duraba mucho. La otra manta la puso en el sofá, para tapar más tarde a su padre.

– ¡Menudos cabrones estos del tiempo! ¡Ya podían haber dicho que iba a caer hielo! ¿Y qué hago yo mañana?

Alexis nunca hacía gran cosa al día siguiente.

– ¡Voy a llamarlos y a decirles cuatro cosas!

Se levantó a oscuras y no hizo el menor amago de que pretendía descolgar el teléfono, aunque lo tenía al lado. Se dirigió sin vacilación hacia la cocina. Con mano firme abrió la nevera, que permaneció a oscuras, y cogió una botella de cerveza. Alexis cerró la puerta y se dirigió al pasillo.

¡Pam!

– ¿Quién deja las cosas en medio, joder?

Nadie. Solo era el marco de la puerta. Con una mano en la cabeza llegó dificultosamente hasta el sofá, se tumbó y se tapó con la manta que le había dejado Alex. Como un bebé, mamó de su cerveza hasta el final. Después se colocó boca abajo, para olvidarlo todo, esperando soñar con Do.

¡Pom! ¡Pom! ¡Pom!

A las tres de la madrugada, el ruido de unos pasos bajando la escalera ahogó por un corto instante los ronquidos de Alexis. Sumido en un profundo sueño, tan solo murmuró:

– Te tengo a ti…, bebé…

Luego se dio la vuelta, en posición fetal, y roncó aún más fuerte, sin darse cuenta de que su hijo, Alex, acababa de colocarle bien la manta. Afuera, el hielo no paraba de caer. De repente, el repiqueteo quedó ahogado por un desgarrador grito inhumano procedente de la calle.

– Niiieeeeettttt!

Boris Bogdanov, teatralmente, se había derrumbado en los escalones de su dúplex. El hielo le caía en la cabeza y se mezclaba con sus lágrimas.

– Pero ¿qué le he hecho yo a Dios para que me pase esto?

Boris Bogdanov no creía en Dios, pero no podía aceptar una explicación irracional para la desgracia que se cebaba en él. Para un matemático, todo tiene que poder probarse. Pero aquel hielo le resultaba inexplicable. Si existía, solo podía ser culpa de Dios.

Brutus tampoco entendía qué estaba pasando. De haberlo sabido, jamás se habría escapado de casa en pleno invierno, un día en que llovía hielo. Al oír gimotear a Boris, sacó la cabeza de debajo de la escalera y, sin dudarlo, le saltó a las rodillas. Boris no se defendió siquiera. Lloraba con una especie de canturreo rítmico; eso hizo ronronear a Brutus. Una portezuela de coche se cerró con un golpe.

En cuanto Julie dejó que el taxi se fuera, vio al hombre postrado en la escalera de la casa de enfrente, pero en la oscuridad no pudo identificarlo. Abrió la puerta de su piso y encendió la luz del recibidor. Desconfiada, se dio la vuelta. Oyó el llanto y suspiró con hastío.

– ¿A qué vienes aquí a llorar? ¡Vete a llorar a casa de tu mujer!

– ¡Miau!

Julie alzó los ojos al cielo.

– No me vengas con el cuento del gato. ¡Deja eso para los niños!

– ¡Miau!

– ¿Brutus?

– ¡Miau!

– Oye, tú, ¡devuélveme el gato!

Julie vio que el hombre no se movía.

– Estoy cansada… No había nadie… No he hecho ni cien pavos, ¡así que no me hagas perder la paciencia!

Al acercarse, vio a su gatito en las rodillas del hombre, que seguía llorando, cabizbajo.

– ¡Va, devuélveme a Brutus y vete a dormir a tu casa!

Boris, que acababa de darse cuenta de que le estaban hablando a él, levantó un poco la cabeza. Julie se paró en seco, se sentía idiota.

– Lo siento, te he confundido con otro…

– Confúndame con quien quiera…

Un hombre llorando es algo que no pasa nunca en un bar de striptease. De hecho, Julie no había visto nunca a un hombre llorar. Siempre era ella la que lloraba. Tendió los brazos para coger a Brutus, pero este se quedó acurrucado en las rodillas de Boris, que, por su parte, no hacía nada para retenerlo.

– Parece que no quiere abandonarte…

– ¿Es suyo? Debe de tener frío…

– ¿Estás bien?

– No, no muy bien.

– ¿Qué te pasa? ¿Mal de amores?

– Mis peces se van a morir…

Boris, al pronunciar la palabra, no pudo contener un enorme sollozo. Julie, aunque tenía su corazoncito, no daba crédito a que un hombre pudiera llorar por unos peces.

– ¿Tanto los quieres?

Por un instante Boris pareció salir de su pena. Reflexionó.

– Sin ellos, mi vida ya no tendrá sentido…

Los amores rotos eran la especialidad de Julie. No sabía que se pudiera llorar por unos peces, pero ella, a fin de cuentas, los únicos amigos de verdad que tenía eran sus tres gatos.

– Si quieres, los puedes dejar en mi casa…

– No puedo dejarlos solos…

Julie sonrió; claro, ¡el viejo truco para ligar!

– No es lo que cree. El agua debe estar a treinta y dos grados. Tengo que presentar mi tesis en junio. Mi teoría de los nudos es una revolución matemática. Ya casi estoy terminando… ¡No quiero perderlo todo!

Con un último sollozo, Boris Bogdanov se secó las lágrimas con el dorso de la mano y miró a Julie fijamente. Su expresión era tan pura, tan honesta… Además, aunque tenía los pómulos demasiado marcados, como todos los eslavos, ella le veía un encanto exótico. Algo nunca visto en el Sex Paradisio. No había entendido una sola palabra sobre sus peces matemáticos. Solamente tenía ganas de creerlo, ganas de desear que alguien no le mintiera.

– ¿Cuántos peces tienes?

– Cuatro, muy pequeños…

– Y el acuario ¿es grande?

– Mediano…

– ¿Tú a qué le llamas mediano?

Boris Bogdanov separó los brazos quitando unos sesenta centímetros a la longitud real de su acuario. A Julie le pareció muy pequeño para albergar a cuatro peces, pero la precaria situación de su vecino le había llegado al alma.

– Una sola noche, porque pronto voy a tener gente en casa. Te lo advierto, quédate quietecito en el sofá. ¡Tengo un arma y he hecho tres años de autodefensa!

Boris Bogdanov se levantó de golpe. Brutus, que no estaba al caso, salió volando por los aires. Como todo buen gato, cayó sobre las patas. Resbaló un poco en el hielo, pero se enderezó rápidamente, cruzó la calle y, sin un miau, se deslizó por la puerta entornada de su ama. Se oyeron dos maullidos muy poco simpáticos. Seguía sin ser bien recibido en el sofá.

Julie no tuvo tiempo de esbozar siquiera una parada de autodefensa. Boris Bogdanov se había lanzado sobre ella para abrazarla. Le daba golpecitos calurosos en la espalda con un abrazo viril, muy eslavo, sin poder detenerse.

– Vale, vale, ya veo que estás contento… ¡Venga! Ve a buscar a tus peces…

Boris subió los peldaños de cuatro en cuatro. Ya en casa, se dirigió inmediatamente al salón. Miró un momento a sus cuatro peces, que nadaban de dos en dos. Metió el termómetro en el agua: ¡veintitrés grados! Sus peces no solo corrían el peligro de olvidar para siempre jamás su trayectoria, sino que además estaban haciendo nudos hacia la muerte. ¡Había que salvarlos!

Boris separó los brazos para levantar el acuario. ¡Imposible moverlo ni un centímetro! Había demasiada agua y demasiadas rocas en el fondo. Cogió la cacerola, la sumergió en el acuario y fue corriendo a vaciarla al baño. Tras varios viajes, se rindió a la evidencia de que semejante maniobra le llevaría horas y que, para entonces, sus cuatro tesoros estarían congelados. No le quedaba más que una solución. Cogió la red.

¡Pom! ¡Pom! ¡Pom! Ruido en la escalera.

Tumbado aún en el diván, perdido en un sueño, Alexis ni se inmutó. Alex, sentado en el suelo, pegado al lecho, saboreaba sus palabras.

– Te tengo a ti…, bebé…

Boris Bogdanov llamó con fuertes golpes a la puerta de Julie. Había tardado más de media hora en atrapar a sus cuatro peces. En una pandilla siempre hay uno que no quiere hacer lo mismo que los demás. Julie abrió; llevaba su bata roja y mantenía el cuello cerrado con firmeza y muy arriba. Salía de la cama.

– ¡Ya no te esperaba!

Vio la cacerola en la mano de Boris y los cuatro peces que se apretujaban en un terrible nudo.

– Eres muy amable, pero ya he comido.

Boris Bogdanov nunca había tenido sentido del humor, pero viendo a sus tesoros intentando respirar en su féretro de hierro aún tenía menos.

– ¿Dónde está el cuarto de baño?

– Ni por un momento sueñes que…

– ¡Es para los peces!

Julie se sintió un poco estúpida. Señaló con el dedo en dirección al pasillo. Sin un gracias ni una mirada, Boris Bogdanov corrió a encerrarse. ¡Clac! Julie abrió un armario, sacó una manta y la dejó en el sofá, con cuidado de no molestar a los dos gatos que dormían en él. Luego se acercó a la puerta del baño.

– Te he dejado una manta en el sofá. ¡No intentes dormir en otra parte! ¡Si no, te despertarás en urgencias!

– Da! ¡Muchas gracias!

– ¡Las toallas están debajo del lavabo!

– Da! ¡Muchas gracias!

– ¿Dónde están los peces?

– ¡Conmigo!

– ¿Puedo verlos? En la cacerola estaban unos encima de otros.

– Niet! ¡Estoy muy ocupado!

Sorprendida, Julie asió el pomo de la puerta del cuarto de baño. Por un instante pensó en girarlo y entrar sin más ni más. ¿Acaso no estaba en su casa? Pero aquella irrupción, totalmente inesperada y única en su género, significaba un cambio en su rutina. Había vida, y cuando hay vida, hay esperanza. Fue a su habitación y miró por la ventana aquel hielo que caía. Sí, aquella tormenta de hielo había vaciado el Sex Paradisio, algo nunca visto en el mundo de los mujeriegos, pero ella no lo lamentaba. En la vida, el dinero no lo es todo.

Amanecía y Julie no había podido conciliar el sueño. El ruido del agua que corría, se paraba y corría de nuevo, procedente del cuarto de baño, no había cesado en toda la noche. Durante los treinta primeros minutos lo atribuyó a lo inesperado y lo único. La acunaba como una nana. Pero hasta los estribillos más dulces, a fuerza de repetirse, se te meten en la cabeza y resultan insoportables.

– ¡Ahora verá el matemático ese si para o no para de una vez!

Olvidando ponerse la bata, Julie saltó al pasillo con un fino y transparente picardías. Abrió de golpe la puerta del baño, sin llamar. Estaba en su casa, ¿no?

– A ver, tú y tus peces os vais…

– ¡Chis!

A la orden, Boris añadió el gesto, el dedo sobre la boca. Sin saber por qué, Julie obedeció. De rodillas frente a la bañera, perdido en medio de un montón de hojas garabateadas y de toallitas, le indicó que se acercara. Ella se quedó paralizada un instante. El corto camisón no escondía nada. Boris ni siquiera pensó en mirar.

– ¡Venga a ver la bañera!

Julie, dócil, se arrodilló. De espaldas, la escena era de una tórrida indecencia. Desnudas, las nalgas de Julie sobresalían al lado de los vaqueros gastados de Boris. Cuando se inclinó hacia delante para mirar el agua, sus senos parecieron querer fugarse del fino tejido del picardías, pero Boris, acaparado por su improvisado acuario, no vio nada. En el fondo de la bañera, en el sitio del tapón, había una toallita. A través de la tela se escapaban ciento diecinueve centilitros por minuto. Dejando correr un fino hilo de agua a cuarenta y dos grados, idéntico en volumen, Boris había conseguido el increíble desafío de estabilizar la temperatura del agua a treinta y dos grados constantes.

– ¡Aquí está todo escrito!

Julie cogió la hoja que le tendía el genio ruso, pero apenas la miró. Las ecuaciones térmicas a golpe de toallita no eran lo suyo. Lo que sí la maravilló fue ver peces en su bañera. Desde luego, aquella noche era increíble, la más hermosa desde hacía mucho tiempo. Incluso a Brutus le pareció bonito cuando consiguió subirse al lavabo para ver el espectáculo marino. Julie señaló uno de los peces.

– ¿Cómo se llama ese verde con rayas naranja?

– ¡Número uno!

Boris, sin prestar atención alguna a la pierna desnuda, retiró de debajo de la rodilla de Julie un pequeño cuaderno. Volvió a la bañera, pasó unas cuantas páginas hasta detenerse en un dibujo en el que había trazado, en diferentes colores, la trayectoria básica de cada uno de los peces. Señaló la trayectoria verde, punteada de naranja.

– ¡Es este!

Inclinado, con la cara a ras del agua, Boris siguió un buen rato el camino ritual de «Número uno». Se interesó después por las trayectorias de «Número dos» y de «Número tres».Terminó observando meticulosamente a «Número cuatro». Se apoyó con las manos en el borde de la bañera para incorporarse de golpe. Entonces Julie se giró hacia él. Boris hizo lo mismo, con los ojos desorbitados. Ella tuvo el acto reflejo de taparse el pecho. Él se giró al instante hacia el agua.

– ¡Mire! ¡Mire! ¡Todos han vuelto a su camino de siempre!

Boris, con sus dos viriles manos, cogió los hombros desnudos de Julie. Los sacudió con frenesí y los senos de su encantadora anfitriona botaron y a punto estuvieron de desbordar el picardías. Ella le dejó hacer, Boris no los miraba. Con sus grandes ojos azules, la miró intensamente.

– ¡Es un milagro!