37965.fb2 El Fr?o Modifica La Trayectoria De Los Peces - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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¡Allí estarán bien!

– Ya nos podían haber avisado. Háganme caso, ¡los hombres del tiempo son todos unos maricones!

– Querido Alexis, no sabe cuánta razón tiene…

Michel, petrificado, sumergió la nariz en el plato. Le gustaba Simon por su sentido del humor, pero ahora no lo reconocía. Con aquella réplica, Alexis creyó que le daban pie para seguir.

– ¡Y seguro que encima son judíos!

Michel cerró los ojos para rezar. Preocupado, se giró hacia Simon. Alex notaba que algo no iba bien. Solo a Simon parecía que aquello no le afectaba en absoluto.

– ¿Qué le hace pensar eso, Alexis?

– ¡Cuando no son una cosa, son la otra!

Simon observó largamente a su invitado cortar un buen trozo de solomillo. Se fijó en que apartaba la cebolleta. A él tampoco le gustaba la cebolleta.

– Usted debe de trabajar en casa, ¿verdad?, porque me da la sensación de que siempre está ahí.

– Ahora, con el hielo, la cosa está muy tranquila.

– El hielo empezó ayer, papá.

La sinfonía de tenedores duró un buen rato. Alexis sentía todas las miradas fijas en él.

– ¿Acaso es asunto tuyo, Alex?

No lo dijo con maldad, pero que te digan una verdad en público no sienta bien. Alexis tomó por testigos a Michel y Simon.

– ¿Tengo razón o no? ¿Desde cuándo los niños se meten en los asuntos de los mayores? Todavía no le ha entrado en la cabeza que durante las fiestas de Navidad la gente no se dedica a reformar su casa.

Alexis no veía que Alex se hacía mayor, para él se había detenido el tiempo. Engulló otro trozo de solomillo y lo masticó enérgicamente, sin tener la cortesía de no hablar con la boca llena.

– ¿Y usted a qué se dedica?

– Soy psicoanalista…

– ¡Uy! Tendré que ir con cuidado, no vaya a decir tonterías, ¿eh?

– Es muy raro que la gente acuda a mí para decirme tonterías…

– ¿Y usted?

– Trabajo en Météo Canada.

El trozo de solomillo se quedó atascado. Cuando uno habla con la boca llena siempre corre ese riesgo. Alex, Simon y Michel, los tres, levantaron los ojos hacia Alexis, quien a duras penas consiguió deglutir su trozo de carne casi sin masticar.

– No lo decía por usted, lo de antes…

– De haberlo sabido, no habría dicho nada, desde luego…

Alexis bajó la cabeza. Si hubiera podido esconderse debajo del trozo de solomillo, lo habría hecho. Simon sonrió, enigmático. Un psicoanalista es como un profesor o un policía, siempre está de servicio.

– ¿Y a ti, Alex, cómo te va el colegio?

– Bien, tranquilo…

– ¡Claro, con el hielo…!

Alexis masticó su trozo de solomillo con una sonrisa enorme, satisfecho de su salida. Una bocanada de felicidad pasó por encima de ellos. Alexis se sentía curiosamente bien en aquel lugar extraño, con aquellas personas a las que acababa de conocer y a las que creía detestar. Necesitaba decir algo agradable.

– Gracias por acogernos.

– Es normal.

– Porque con el maricón de arriba que no ha parado de bailar en toda la noche…

– ¿Se refiere al joven estudiante ruso de al lado?

– ¿Es ruso?

– Sí, eso creo. Pero ayer se dedicó más bien a estudiar quebequés…

– Más bien a la quebequesa, sin ánimo de contradecirte, Michel.

Al final de la comida, Alexis se rascó la frente. Dudó un momento pero luego se lanzó.

– Alex me ha dicho que son ustedes hermanos.

– En cierto modo…

– ¿Eh?

– ¿Le gusta el whisky?

– Con Coca-Cola, sí.

– Me refería al buen whisky… -Con Coca-Cola de la buena, sí…

– Este whisky no se mezcla, querido Alexis… Dé una vuelta por la casa mientras preparo lo necesario.

Michel se movía, nervioso, por la cocina. ¿Se había vuelto loco Simon? Hacía años que se habían instalado en aquel barrio anodino para vivir discretamente. Simon fue junto a él.

– ¿Te das cuenta de a quién has metido en casa?

Simon, tranquilizador, abrazó a Michel.

– Cálmate, amor mío, la situación está bajo control.

– ¡A un imbécil así no lo controla nadie!

– No es imbécil, solo está un poco enfermo…

– Muy enfermo, querrás decir. ¡Lo irá contando por todas partes!

– Pero si no habla con nadie… Bueno, de momento…

Michel tuvo miedo. Simon le acarició la mejilla.

– No es más homófobo que tú o que yo.

– ¡Pues lo disimula bien!

– Cálmate, Michel…

¡Crac! El parquet crujió. Michel se apartó instintivamente de Simon. En la puerta de la cocina, Alex los miraba. En aquel tipo de situación, lo único adecuado es un ataque de tos falsa. Fue Michel quien se hizo el enfermo.

– ¡Ejem, ejem! ¿Qué tal un paseo con el perro?

– Eh…, sí, sí, claro…

– ¡Pipo! ¿Dónde estás, perrito malo? ¡Pipo!

Después de asegurarse de que Michel y Alex habían salido, Simon dejó la botella de Chivas Royal Salute, de veintiún años, en la mesita baja del salón. Extrajo el preciado frasco de su estuche de terciopelo. Desenroscó el tapón. Llenó solo dos de los tres vasos. Oyó pasos por el piso. Se instaló profundamente en el sillón para esperar, sereno. Alexis, perplejo, fue a sentarse en el sofá de enfrente del sillón.

– ¿Es un sofá cama?

– No…

– ¿No? Entonces hay una cosa que no entiendo…

– Pregúnteme lo que quiera…

– He visto que hay dos dormitorios y un despacho en el que no hay cama, y me preguntaba dónde íbamos a dormir nosotros.

– En la habitación del fondo.

– ¿Y usted dónde duerme?

– En esa habitación de ahí.

– ¿Y su… hermano?

– En esa habitación de ahí.

– ¿Ah? ¿En la misma…?

– Michel, que no es mi hermano, duerme en la misma habitación que yo porque siempre dormimos juntos. Como hacen todas las parejas.

Alexis entrecerró los ojos. Simon le tendió el vaso de Chivas Royal Salute, de veintiún años. ¡Glup!

– Esto no se bebe de un trago…

Alexis volvió a abrir los ojos para mirar fijamente a Simon. Dejó el vaso vacío en la mesita.

– Perdón…

– No tiene por qué pedir perdón. Hay más. La botella está medio llena o medio vacía. Depende de cómo se mire. ¿A usted qué le parece?

– Completamente vacía…

Simon, conocedor de las confesiones de diván, asintió con la cabeza.

– Dígame, Alexis, ¿los negros le dan miedo?

– Pues no, ¿por qué?

– ¿No siente rabia hacia ellos?

– Pues no, nunca…

– Si yo le digo que me llamo Simon Birnbaum y que soy judío, ¿representa algún problema para usted?

– Pues no, ahora ya no…

– ¿Sabe por qué ahora ya no?

– No.

– Porque me ha identificado…

– ¿Eh?

– Lo que a usted le da miedo, Alexis, es que a los homosexuales y a los judíos no puede identificarlos… Un negro está claro que es negro, por eso no le da miedo. Ahora que ha habla do conmigo, que tiene una idea de quién soy, el hecho de que sea homosexual, y encima judío, no le molesta… o, digamos, ¡ya no le molesta! Necesita señales de diferencia. Usted no nació así, Alexis, sé con certeza que usted no era así antes… Pero ¿antes de qué? ¿Lo sabe usted?

Alexis se sobresaltó. El recuerdo de lo que no quería decir volvió a su memoria. Cuando a uno le duele algo, aunque lo que acaba de oír sea muy complicado, le alivia tener delante a alguien que pueda ayudarle. Con una simple mirada, Alexis pidió ayuda. Era consciente de la clase de persona en que se había convertido. No sabía qué hacer para salir de aquella situación. Se hundió en el mullido respaldo del sofá y echó la cabeza hacia atrás. Simon le llenó un segundo vaso de Chivas Salute de veintiún años.

– Si lo desea, puede poner los pies encima de la mesa. Es importante que se sienta bien. Pero tenga cuidado con la botella de whisky, por favor…

Alexis, dócil, extendió las piernas y las puso suavemente en la mesita, procurando no mover la botella. Simon cruzó las manos sobre las rodillas.

– Alexis… Hábleme de su infancia…

Alexis tomó apenas un trago de whisky. Lo retuvo en la boca para que sus papilas captaran todos los sabores. Dejó el vaso delante de él y aspiró una gran bocanada de aire para retroceder en el tiempo hasta lo más profundo de sí mismo.

– ¡Rueda!

En la calle estalló la risa de Alex. No podía parar.

– ¿Cómo puede hacer eso?

Pipo, siguiendo la mano de Michel, que giraba, daba vueltas en el hielo. En cuanto su amo paraba el movimiento, él se quedaba acostado meneando la cola.

– ¿Cómo lo ha aprendido?

– Ya no estamos seguros de si nos lo ha enseñado él a nosotros, o nosotros a él.

– Me parece que han sido ustedes…

– A veces los animales ya tienen las cosas dentro y nosotros no hacemos más que descubrirlas. Como pasa con los seres humanos.

Alex comprendió que Michel quería transmitirle un mensaje, del tipo «el mundo es bello». No le apetecía escucharlo. Le recordaba las clases de moral del colegio.

– ¿Qué más sabe hacer?

Michel chasqueó los dedos. Pipo empezó a arrastrarse por el suelo.

– ¿Puedo probar yo?

– Prueba, a lo mejor funciona. Depende de él.

Alex chasqueó los dedos. Pipo reptó.

– ¡Rueda!

Pipo empezó a girar por el suelo al ritmo de la mano de Alex, estupefacto de que le hiciera caso.

– ¿Lo hace con todo el mundo?

– ¡No!

Alex no salía de su asombro. A él, el chico que no servía para nada, le gustaba saber que podía hacer algo que otros no podían. Pero toda victoria tiene un precio.

– Ahora hay que felicitarlo.

– ¿Qué le digo?

– Lo acaricias y le dices que estás contento de él. Lo único que desea es agradarte…

Alex acarició a Pipo, que se puso panza arriba.

– Ahora se somete, ya eres su amigo, confía en ti…

– ¿Tan deprisa?

– Su instinto…

En aquel momento a Alex le pareció que el mundo a veces podía ser bello. Aquello no le recordaba las clases de moral en las que todo era pura teoría. Sonrió a Michel. Era bonito lo que acababa de decirle. Siguió acariciando a Pipo.

– ¡Te he dicho despacio!

Boris Bogdanov nunca había gritado tan fuerte.

– ¡No hay que romperlo!

– ¿Siempre estás tan estresado?

Intentando no resbalar, Boris y Julie llevaban el acuario del piso sin luz al nidito de enfrente. Boris no había podido transportarlo solo. Al darse la vuelta, Julie vio a Michel, Alex y Pipo, que seguía panza arriba.

– Veo que has encontrado al perro de Michel, ¿eh?

El pequeño guiño con sonrisa, y sin animosidad, no impidió que las mejillas de Alex se tornaran rojo carmín.

– ¡Despacio!

– Sí, sí, lo que tú digas, despacio.

– Oiga, Julie, parece que este hombre sabe muy bien lo que quiere, ¿no?

– Pues yo no estoy muy segura de lo que quiere exactamente.

– Tranquilícese, cuando se vaya el hielo, todo volverá al orden…

Julie perdió su sonrisa. A punto estuvo de resbalar de sus altos tacones. Prefería aquel desorden, lo sabía. ¿Acaso no se había comprometido ya antes, cuando había anunciado al dueño de Sex Paradisio que no iría a trabajar aquella noche?

– ¡Tengo en casa cuatro peces y un ruso! -le había explicado.

– ¿Cuántas veces te he dicho que no te líes con un chulo de la mafia?

– No es de la mafia, se dedica a los nudos.

– Déjate de bromas, Julie, ¡la mafia es un nudo, y no es corredizo precisamente! No me gusta que vayas con rusos. ¿Quieres que te cuente lo que les hacen a las chicas?

– ¡Este no les hace nada a las chicas! ¡Nada de nada! Solamente hace nudos con sus peces. No tiene luz, ni calefacción. No puedo dejarlo solo. Es cuestión de uno o dos días. Hay que ser solidario, ¿no?

– ¿Te digo por dónde puedes meterte la solidaridad? ¡Estás despedida! ¡Las cosas no funcionan así en el Sex Paradisio!

Ciertamente, en Sex Paradisio, la solidaridad no era la marca de la casa. Las chicas iban a lo suyo, y robarse los clientes era la definición misma del espíritu de equipo en tacones altos.

A Julie no le había afectado que la despidieran. Lo único que le había dado que pensar era que, a cada nueva relación, o sea, casi todas las noches, ella advertía de entrada al recién llegado que no pensaba dejar de bailar. Los hombres son así. Te desean porque eres bailarina de striptease, pero en cuanto te acuestas con ellos, no quieren que bailes más, para que ningún hombre pueda mirarte. Julie todavía no había tenido ninguna relación con Boris, pero ya se había hecho a la idea de que iba a dejar de bailar. Había reflexionado.

– ¡Lo pondremos en la mesa del salón, por los gatos!

– Donde quieras, Boris. Donde quieras.

– ¡Allí estarán bien!