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Lo primero que vio Julie al levantarse fue el ir y venir de camiones de Hydro-Québec. Eran las nueve de la mañana. Hacía mucho que no se levantaba tan temprano. Fue al salón. Desde luego, aquel hombre era extraordinario. Cada mañana se inventaba un cuadro nuevo.
Boris, tendido boca abajo en el sofá, tenía una mano puesta sobre un gran cartón que tapaba el acuario, el cual había pegado a su cuerpo acercando la mesita baja. Los dos gatos habían tenido que ceder su sitio, naturalmente a disgusto, y estaban sentados en la mesita con el morro rozando el cristal. Meneando la cola, al acecho, seguían las circunvoluciones de los cuatro peces. Sin duda, al menor descuido de Boris, esperaban revisar toda su teoría matemática simplificando los cálculos a dos unidades. Solo Brutus, el más fiel entre los fieles, ronroneaba encima de la espalda de Boris.
De puntillas, Julie fue a la cocina. Encendió el transistor. Muy bajito, justo para saber si por un milagro todo aquello iba a continuar.
«En contra de lo esperado, la tormenta de hielo que causa estragos desde hace dos días parece estar remitiendo. Centenares de equipos de Hydro-Québec trabajan sin descanso para restablecer la electricidad en el mayor número de hogares posible. Se espera que unos trescientos mil queden conectados a la red a lo largo de esta jornada.»
Murmuró entre dientes:
– ¡Típico de Hydro-Québec! Cuando los llamas, tardan en venir, y cuando no los llamas, vienen antes de tiempo.
Julie deseaba con todo su corazón que todas las casas de Quebec volvieran a tener luz y calefacción… ¡Excepto una! Nadie deja un empleo de quinientos dólares por noche para encontrarse otra vez, por la mañana, temiendo que alguien se vaya. En ese momento, Boris entró en la cocina.
– ¡Buenos días!
– Buenos días…
– Le pasa algo?
– No, no, nada…
– Sí, le pasa algo, ¡lo noto!
Cuando sus peces estaban bien, Boris estaba bien. En la tristeza y en el miedo, Julie lo había encontrado guapo. En la alegría, lo encontraba aún más guapo. La víspera, le había contado su llegada a Quebec, su corta carrera en el hockey junior. Se había puesto furiosa al saber que en su primer encuentro de prueba, después de marcar cuatro goles, tres de ellos en desventaja numérica, lo habían descartado. Julie sabía que Boris mentía. En Sex Paradisio había visto tríos de jugadores de hockey a montones. Al parecer relaja mucho ir a ver striptease después de un partido, sobre todo si se juega en la Liga Nacional. Enseguida había visto que Boris no tenía ni la garra, ni la mirada de halcón de los grandes campeones.
– Esta mañana he pensado que…
– Sí, Boris…
– Aquí hay electricidad, de acuerdo. Pero puede irse en cualquier momento…
– Todo puede irse en cualquier momento, cuánta razón tienes, Boris…
– Sujétese bien a mi brazo, por favor.
Para algunas mujeres, la galantería masculina no es más que una condescendencia hacia el género femenino. A Julie le gustaba la galantería porque tenía el trasero curtido de tantas palmadas y, sobre todo, porque había mucho hielo y resbalaba, la verdad. Desde que habían salido de casa, no soltaba el brazo de su caballero. Lo que la sorprendió fue la mirada de los hombres. En sus ojos, ya no leía…
– ¡A esta me la tiraba yo!
Sino…
– ¡Qué suerte tiene el cabrón!
Mientras caminaban, volvió a pensar en la noche anterior, una cena de lo más normal, como hacen las parejas de verdad. Ella había cocinado, él había lavado los platos y solo había hablado de hockey.
– Me fui de Rusia porque no tenía futuro. En la época del comunismo, los investigadores formaban parte de la elite del país. Les ofrecían buenas casas, buenos salarios, buenas condiciones de trabajo. Pero cuando la URSS se desintegró, todos estos privilegios desaparecieron. No debería decírselo, y no se lo diga usted a nadie, pero no todo era tan malo en el comunismo…
Julie le prometió no revelarlo a nadie. Pero ella no dijo que, por su parte, la caída del Muro y la desintegración del imperio soviético le habían venido bien. Por supuesto que estaba muy contenta de que millones de personas hubieran podido conocer la democracia. Pero a sus ojos lo más importante era que la obra de Gorbachov, al abrirse a la perestroika, había permitido que Boris saliera del país y se estableciera enfrente de su casa. Boris había hablado después del racionamiento, el pan de cada día del ruso medio de antes de 1990, que solo contaba con los almacenes del Estado, donde reinaba la penuria, para aprovisionarse.
– Era espantoso, inhumano… ¡Como en el Canada Dépôt!
Viendo a Boris tan triste, sumergido de nuevo en la miseria cotidiana comunista, Julie se decidió a proponer a su ruso que la acompañara al lugar exacto en el que había tenido que rendirse tan humillantemente.
Pegada al brazo de Boris como un mejillón a su roca, Julie tenía una idea en su cabecita. Se sabía capaz de argumentar mejor que nadie sobre el derecho de las personas, ya que muy a menudo se había aprovechado de sus defectos.
– ¿Puede enseñarme dónde está escrito que solo puedo llevarme dos bombonas de gas?
– ¡No está escrito, señorita! Es una orden del director.
– ¡Quiero hablar con el director!
– ¿Para qué? ¡Le dirá lo mismo que yo!
– ¡Quiero hablar con el director!
– Piense en los demás…
– ¿Ah, sí? Pues ahora verá.
Julie, ante los estupefactos ojos de Boris, empezó a vaciar el estante de bombonas de gas. El encargado tuvo que rendirse. Cogió el walkie-talkie y todo el almacén se puso al corriente.
– ¡Un problema en la sección de camping! ¡Se ruega al director que acuda urgentemente!
Boris, preocupado, se frotó la nuca y se giró hacia Julie, que seguía llenando el carrito.
– Con diez bombonas deberíamos poder pasar la noche…
– No empieces tú también, ¡que ya no estás en Rusia!
– A ver, ¿qué pasa ahora?
Cuando Boris se dio la vuelta, se encontró de narices con el director. Este miró a su alrededor, decepcionado por los pocos clientes que había. En realidad, no había ninguno.
– ¡Usted otra vez! Pensaba que le había explicado claramente cómo funciona esta tienda… Coja dos bombonas, pase por caja, no olvide los vales de descuento y ¡no vuelva hasta mañana!
Julie escogió ese momento para darse la vuelta.
– ¿Tú eres el director de la tienda?
– Bambi…
Esta vez el director miró a derecha e izquierda, aliviado por los pocos clientes que había. Julie miró un instante las bombonas, cogió una y empezó a hacer malabares con ella.
– Dime, Freddy, ¿tu mujer trabaja contigo?
Freddy lo captó al instante. Puedes ser director del Canada Dépôt y ser un mujeriego. No es un crimen; como mucho puede ser un pecado. Pero si tu mujer está al corriente no es un crimen, es mucho peor.
– ¿Qué tal están sus peces?
La cajera reconoció enseguida a Boris y lo recibió con una amplia sonrisa y un guiño. A Julie no le hizo mucha gracia aquella familiaridad acuariófila. El director miraba hacia todos lados, asustado. ¿Temía que llegara su mujer o que algún cliente se fijara en aquella compra masiva que contradecía su gran discurso sobre la solidaridad quebequesa? Boris, como un niño, admiraba las bombonas que iban llenando las bolsas de plástico. La cajera disfrutaba.
– Dos más dos, más dos, más dos, más dos, más dos…
– Vale, vale, ya lo hemos entendido.
En momentos de turbación, un director no puede dejar así las cosas, tiene que machacar al más débil.
– ¡Y un poco más de garbo! No están los tiempos como para perder el empleo, ¿verdad?
La cajera se calló, bajó la cabeza y terminó su cuenta en silencio. Pero después habló bien alto.
– Veintiocho bombonas a uno con noventa y nueve son sesenta y cuatro dólares con nueve, tasas incluidas. ¿Cómo lo paga?
– Con todo lo que nos llevamos, ¿no nos hace un descuento?
– ¡Vaya con el ruso!
– ¡Freddy! Se llama Boris y me gustaría que le hicieras un buen descuento…
El director se acercó a Julie. No quería que nadie pudiera oírles.
– Bambi, cálmate un poco.
– Aún no me has dicho si tu mujer trabaja aquí o no.
– Jamás te habría creído capaz de una cosa así.
– Freddy, te diré un secreto… ¡Yo tampoco!
El director se apartó, sorprendido. Se volvió hacia la cajera.
– ¡Diez por ciento!
– Me refería a un buen descuento, cariño.
– Veinte…
La cajera, mientras pulsaba las teclas de la caja, silbaba, como si todo fuera normal.
– ¡Cincuenta y un dólares con veintisiete!
Boris, radiante, pagó. El director, al ver los billetes, se acercó de nuevo a Julie con gesto goloso.
– Yo también querré un buen descuento esta noche…
– Demasiado tarde, lo he dejado.
– ¿Qué?
Hasta entonces, la Crisis del Hielo había sido una providencia caída del cielo. Las mejores ventas en dos días, mejor que en Navidades. Y la guinda del pastel era que podía mentir con total impunidad a su mujer con el pretexto de largas noches llenando estantes y así relajarse en Sex Paradisio. Freddy se giró hacia su personal. Había visto a la cajera cuchichear con otra cajera, que a su vez había ido a cuchichear al oído de otra. Todas se giraban hacia él intermitentemente. Adoptó su voz grave de director.
– ¿Vais a estar mirándome así hasta las rebajas de primavera? Hay clientes que atender, ¿no?
La naturaleza de un director de almacén siempre termina imponiéndose. Después de desafiar con la mirada al equipo de cajeras, algunas de las cuales no conseguían parar de reír, Freddy pasó delante de la estantería vacía de bombonas de gas. Satisfecho, se frotó las manos. Ya no caía hielo. Tenía un stock monstruoso de bombonas de gas para vender. Veintiocho de golpe le vaciaban bastante el almacén. Y aquella noche, en Sex Paradisio, encontraría con quién sustituir a Bambi. Pensándolo bien, Cassandra también tenía unas buenas tetas.
Business is business.