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– ¿Sabes por qué los gatos caen siempre de pie?
– No, papá.
– ¡Porque saben hacerlo!
Dos días en el frío habían transformado a mi padre. No lo reconocía. Hasta se burlaba de sí mismo. Debía de ser una de las virtudes de la congelación. Cuando recuperó su temperatura, todo era alegría. No dejaba de agitar los dos puños enyesados. Parecía una marioneta, pero él existía de verdad y no tenía hilos que lo sujetasen.
– ¿Jugamos al Monopoly?
¿Cuándo fue la última vez que jugué una partida de Monopoly con mi padre?
– ¡Anda, ven a jugar con nosotros!
¿Cuándo fue la última vez que jugué una partida de Monopoly con los dos? Me parece que nunca. Según mi madre, no era suficientemente educativo para mí.
– ¡Odio ese juego ludo capitalista! ¿No es mejor un Trivial?
– Para jugar al Trivial no es muy práctico tener las dos manos enyesadas.
Mi madre se preguntaba si el hombre que tenía delante era realmente mi padre.
– Sí, papá tiene razón, prefiero jugar al Monopoly. Los tres juntos…
Puse mi vocecita melosa, como cuando pedía algún capricho a mi madre. Papá me apuntó con ambos yesos, como si yo poseyera la verdad universal. Mi madre se sentó, se había rendido. Eso sí, quiso decir la última palabra.
– ¡Vale, pero solo un rato!
No tardé ni un minuto en salir corriendo a mi habitación a buscar la caja, traerla, abrirla y repartir los billetes en la mesita del salón. Como fichas, mi padre cogió el sombrero y me dejó a mí el coche. A mi madre le tocó el dedal.
– Empezamos bien…
– ¿Quién me pone los dados en el yeso?
– ¡Tengo que ordenar mis billetes, papá!
Tendió sus dos palmas enyesadas hacia mi madre.
– ¿Con cuál quieres jugar?
– ¡Con la blanca!
Mi madre levantó los ojos al cielo, bueno al techo, y puso los dos dados en el yeso derecho de mi padre. Cuando los tiró, vi que mi madre lo observaba. De repente oímos un grito animal.
– ¡Seis doble!
Mi padre había caído en una casilla suerte. Cogí una tarjeta del montón y, sin mirarla, se la puse delante de los ojos.
– «Ganas el primer premio de belleza, coge mil.»
Cogí mil de mi montón de billetes y lo puse encima del de mi padre. Mi madre cogió los dados. Mi padre le dio un golpecito con el yeso.
– Debes mil dólares al más guapo de la banda.
– ¡Ten! Aquí tienes tus mil pavos. Las cuentas claras. Por cierto, tenemos que hablar…
No pude evitar mirar el sofá. Muy contenta con su réplica, mi madre juntó las manos para agitar los dados. Mi padre hizo como si no hubiera oído nada.
– Me toca a mí, he sacado un doble. ¡Dame los dados!
Mi madre le pasó los dados sin decir palabra. Sé lo que pensó. El Monopoly es un juego bárbaro que solo desarrolla la codicia y la debilidad.
– ¡Seis doble!
– ¿Podrías evitar romperme el tímpano cada vez que tiras los dados?
– ¡Perdona, cariño!
Mi padre fue el único que no oyó lo que acababa de decir. Mi madre miró el yeso blanco que empujaba el sombrero a la casilla caja común. No esperé a que papá lo pidiera para ponerle la primera tarjeta del montón delante de los ojos. Mi madre me miró, sabía que yo sí lo había oído, pero sobre todo sabía que yo había notado que a ella le había molestado.
– «Es tu día de suerte, cada jugador debe darte mil dólares.»
Mi padre ya se estaba poniendo un poco tonto.
– ¡La fortuna sonríe a los valientes! ¡Pasa los dados!
No volvió a gritar, fue directamente a la cárcel sin pasar por la casilla de salida. Sacar tres dobles en el Monopoly no se perdona. Se le puso un poco cara de tonto, para gran satisfacción de mi madre.
– Ya verás qué bien estarás aquí…
Papá se puso a silbar, como si nada.
– ¡Estaré mucho mejor que en el chalet!
Yo estaba completamente de acuerdo.
Quien no estuvo de acuerdo fue mi madre cuando mi padre le pidió que lo ayudara a lavarse.
– ¡Yo no puedo con esta escayola! ¡La estropearé!
– Solo tienes que ir con cuidado.
– Llevo dos días sin ducharme, ¡no puedo seguir así!
Los oía mientras guardaba los billetes en la caja. Mi madre había ganado la partida. Hasta en el Monopoly los que reflexionan son los que terminan ganando.
– ¡No pienso lavarte, ni hablar!
Oí que mi madre abría un armario de la cocina. Volvió al salón.
– ¿Tienes celo en tu estuche?
Envolvió las dos manos de mi padre en dos bolsas de plástico del Canada Dépôt. Puso todo el cuidado del mundo en que quedara bien hermético. Mi padre la siguió hasta el cuarto de baño. Ella abrió el agua de la ducha.
– ¿Y cómo hago para quitarme la camisa con estos mitones del Canada Dépôt?
Se puede ser inteligente y no pensar en todo. No estaba enfadada, parecía que a ella también le hacía gracia. Pero el humor no cambia las decisiones de la vida.
– ¡Tu hijo te ayudará!
¡Pom! Nos dejó a los dos a solas. Mi padre se inclinó hacia delante y yo le quité la camisa. Los yesos pasaron con dificultad. La camiseta fue un poco más fácil.
– Estoy contento de que estés aquí, papá.
– Yo también estoy contento de veros.
Se llevó las manos al cinturón. Con sus dedos de plástico conseguía hacer alguna cosita.
– Ya me las apaño yo…
– Si me necesitas, me llamas, ¿eh?
– Claro que te llamo. ¿Para qué sirve, si no, tener un hijo?
Un hijo, entre otras cosas, sirve para pasar el secador por un yeso mojado. Como mi padre no había sido capaz de sujetar la toallita de aseo, había cogido una toalla grande para lavarse. Al cabo de un momento se le soltó el celo del plástico, pero, como encima tenía la toalla mojada, no vio que el yeso ya no estaba protegido.
– ¿No te quemo?
– No, al contrario, es agradable, calentito.
Me gustaba cuidar de él. Tan pronto me miraba a mí como se giraba hacia la cocina. Sus ojos daban la vuelta al salón, pero ya no se paraban solo en la tele. Ni siquiera la había encendido.
– ¡La cena está lista!
En la mesa, tras una rápida demostración, mi padre nos convenció de que no podía sujetar los cubiertos.
– ¡Yo lo he desvestido y le he secado el yeso!
Le tocó a mi madre sostenerle la cuchara, y a partir de ese momento ya no hablamos mucho. Mi padre, en cuanto terminaba una cucharada, abría mucho la boca mientras mi madre se tomaba una después de servir a mi padre. Yo los miraba como si todo fuera normal, y sin embargo nada lo era. Mi madre daba de comer a mi padre como si fuera un niño, pero el niño era yo y comía solo. Al cabo de un momento, le cogieron el ritmo, todo parecía pautado, muy bien engrasado. No necesitaban hablar, se comprendían. Pero todo lo bueno se acaba. Sucedió entre dos cucharadas.
– Deberías filmar a papá y mamá con tu cámara.
– ¡Martin! ¡No me parece buena idea!
– ¿No te parece cómica esta situación?
– Precisamente, no me apetece que se filme esto…
Zanjó el tema plantando la cuchara en la boca de mi padre, y reanudaron su numerito hasta vaciar el plato. Mi madre se levantó.
– O empiezas la rehabilitación mañana mismo o encuentras una solución, porque yo no tengo ganas de hacer esto todos los días.
Mi padre todavía tenía la boca abierta, la cerró y la volvió a abrir. Imitó a un pez por unos segundos. Mi madre ya estaba en el salón.
– ¡Hora de bañarse!
Cogí la cuchara, pero mi padre me indicó que obedeciera. Abrí el grifo de la bañera y dejé que corriera el agua. Fui al lavabo para mojarme el pelo. No quería estar mucho rato ahí. Y no estuve. Cuando salí, supe por el tecleteo que mi madre estaba al ordenador. Nada más verme, por supuesto, cerró la página de las cuentas.
– ¿Te has frotado bien por todas partes, cariño?
– Sí, mamá.
– Ve a ponerte el pijama.
– Sí, mamá.
– Y después dile a tu padre que venga a ayudarme a encender el fuego.
– Con el yeso no creo que pueda.
– Me dirá cómo hacerlo.
Pasé por delante de mi cuarto. Seguí hacia la cocina. Allí oí otro tecleteo. Me acerqué lentamente. Mi padre no solo había conseguido coger un tenedor con una mano, sino que incluso había logrado coger un cuchillo con la otra. Había sacado un trozo de queso de la nevera y lo mordía ávidamente mientras cortaba una rebanada de pan. Retrocedí para que no me viera.
– ¡Papá! Mamá te necesita para encender el fuego.
Se desprendió de los cubiertos a toda prisa. ¡Cling, clang! Debía de tener todavía queso en la boca, y desde luego pan, porque le costó pronunciar.
– En mi estado… haré… lo que pueda… Además… el yeso… aún no está… seco.
Los niños no son los únicos que mienten para que les hagan caso.
Cuando me fui del salón, después de darles las buenas noches, mi padre estaba sentado frente a la chimenea. Había colocado ambos yesos cerca del hogar. Mi madre estaba sentada en el sofá, no muy lejos, digamos que justo detrás.
– ¿Cómo se te ocurrió semejante idea?
– Estaba solo con el hielo. ¡Al cabo de un rato estás del hielo hasta la azotea!
– Por eso subiste a quitarlo del tejado…
Se miraron sonriendo, cómplices, por primera vez. La luz de las llamas iluminaba su rostro. Estaban tan guapos… Era como en el cine. Siempre me tapaba los ojos cuando veía a dos adultos besarse en una película, me daba vergüenza. Pero en ese momento si se besasen no me los taparía. Esperé. Quería que fuera un beso muy largo con la palabra «Fin» escrita en grandes letras blancas encima. Lamenté no tener la cámara.
Pero la vida no es el cine. Mi madre encendió la luz.
– Voy a poner todo lo que necesitas en el sofá, pero te advierto que, por lo que se refiere a la tele, ¡no voy a cambiar de canal cada tres segundos!
Hubiera preferido el beso.
– ¿Para qué quieres que mire la tele?
– No sé… Tú siempre estás mirando la tele, ¿no?
– Gracias, pero así estaré bien.
Por primera vez comprendí qué era lo que pretendía el cielo. El hielo no había podido impedir que mi padre se fuese de casa, pero había conseguido que regresara. La congelación lo había vuelto diferente. Mi madre no se lo podía creer. Lo vi en sus ojos cuando fue a darle una manta y una almohada.
– No pareces el mismo.
– Es posible…
– Entiendo que te alegres de estar en casa, pero no olvides la decisión que tomamos.
Le tendió una hoja impresa. Era la hoja de cálculo. Lo del sofá y todo eso.
– Espero que esto no te impida dormir…
En mi cama pensé mucho. Mi madre no se había congelado. Mientras no le pasase a ella, no cambiaría. Me levanté, miré a mi amigo el cielo.
– ¿Puedes hacer algo al respecto?