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– ¡Cuidado!
Sin previo aviso, la rama se dobló bajo el peso del hielo que no paraba de caer. Boris agarró a Julie con ambas manos, se abalanzó sobre ella y la tumbó en el suelo protegiéndola con su cuerpo antes de que la enorme rama cayera sobre ellos. ¡Paf! Boris, atrapado, no pudo despegarse de Julie.
– Julie, ¿está bien?
– Mmm…
Julie tenía los ojos cerrados. Una sonrisa beatífica iluminó su bello rostro tapado por algunos cabellos desordenados. En la carrera de matemáticas puras no se dan clases de socorrismo, pero a Boris el estado de la joven le recordaba en cierto modo a lo que le había pasado en Val-d'Or cuando su lamentable prueba en la liga junior mayor de Quebec.
– Julie, ¡despierte!
– Mmm…
Boris comprendió que la situación era grave. Se incorporó sobre los brazos e intentó levantar la gruesa rama. Pero hasta para un calculador nato la madera pesa mucho y el hielo mucho más. La rama se alzó solo unos centímetros. Cayó enseguida. Al límite de sus fuerzas, Boris volvió a encontrarse pegado a Julie. Ella abrió los ojos, que en aquel instante no expresaban más que la pureza extrema.
– No sabía que en el paraíso todo fuera blanco…
– No está en el paraíso, se nos ha caído una rama enorme encima.
Julie se hallaba, ciertamente, debajo de una rama, pero sobre todo se hallaba en estado de choque.
– No pensaba que debajo de una rama todo pudiera ser tan bonito. ¿Tú sí, Boris?
Por la noche se habían quedado hasta muy tarde mirando los peces, tras vaciar la media botella de oporto y una botella entera de ouzo que un cliente griego había regalado a Julie. Ella había intentado abrirse a él mencionando la suerte que había tenido al haberlo conocido. Boris había admitido que también él estaba contento de conocerla. Pero…
– Hace años que trabajo en mi teoría, no puedo distraerme estando tan cerca del final…
– Entiendo…
Con cien kilos de madera y hielo sobre la cabeza es fácil olvidar lo que fingiste haber entendido.
– Se está tan bien bajo este cielo de hielo. ¿Verdad, Boris?
– Ya hablaremos, quizá este no sea el mejor lugar y empieza a hacer frío…
– Nuestros corazones nos calentarán…
– ¿Está usted segura de que se encuentra bien, Julie?
– Nunca había estado tan bien…
Boris oyó crujir otras ramas. Aquellos crujidos y chasquidos eran estresantes. Daban a entender que lo peor podía llegar en cualquier segundo. ¡Paf! A pocos centímetros de ellos cayó otra rama.
– Me encanta esta música, Boris…
Boris no estaba de humor para charlar ni para intentar convencer a Julie de que aquella música podía ser el principio de un triste réquiem tocado en su honor. Como muchos inmigrantes, Boris gritó en el primer idioma que le vino a la cabeza. Curiosamente, no fue el ruso.
– Help!
Julie, suavemente, susurró:
– I need somebody…
– Help!
– Not just anybody…
– Help!
– I need someone….
Julie tenía ganas de continuar, pero Boris le tapó la boca con la mano. En la vida, hay un tiempo para cantar y otro para salir de un maldito atolladero. Boris no sabía si estaba en un atolladero, pero sabía que tenía hielo hasta el cuello.
– ¿Hay alguien?
A su alrededor continuaron crujiendo más ramas. Para Julie, aquella peligrosa musiquita solo era una vuelta a los sesenta.
– Won't you please, please, help me…
Subió el tono unos cuantos decibelios más.
– Help meeeeee! Please, help meeeeee!
– ¡No se preocupe, señorita, vamos a ayudarle!
Boris Bogdanov se sintió estúpido. ¿Por qué a él nadie lo había oído? Le dio rabia que el simple murmullo de la mujer tendida debajo de él alertara al primer hombre que pasaba por ahí. Quiso tomar las riendas del asunto. La galantería, incluso la rusa, tiene sus limites, para empezar es un asunto exclusivamente masculino.
– ¡Dese prisa!
– ¿Ah?… ¿Son dos?
Boris creyó oír la decepción en la voz de aquel hombre providencial. El tipo de disgusto que siente el hombre que lleva unos minutos lanzando miradas a una mujer en un bar y que, en el momento de ir a abordarla, ve al novio de la bella solitaria salir de los aseos. Boris no fue muy amable.
– ¿Le molesta si somos dos?
– Los dos… los dos… los dos hasta el fin del mundo…
– No puedo levantar la rama, voy a buscar ayuda…
– Abrázame fuerte… quiero sentir…
Para hacer callar a la cantarina Julie, Boris la abrazó fuerte. Y, de pronto, sintió algo en su interior. Bueno, más bien sintió algo que surgía de su interior. Observó a la hermosa joven, sumida en su amorosa beatitud. Con su pragmatismo matemático, llegó a una pregunta fundamental: ¿y si era ella la que le producía aquel efecto?
En su cerebro, que rechazaba todo ilogismo, el enemigo del investigador, el sentimiento se convertía en una especie de exponente cuyo exacto valor tenía que determinar por fuerza. Admitiendo primero que el cuerpo sobre el cual reposaba era de lo más atractivo, abordó el problema en términos de probabilidades. ¿Qué probabilidad habría tenido él de encontrarse tendido sobre una mujer tan guapa, delante de su casa, y con un árbol y un montón de hielo encima?
Pero antes de probar que Mélanie hace pipí de pie, hay que probar que Mélanie existe…
La erección incontrolable, que solo deseaba incluir en su estudio de probabilidades de manera muy discreta, le confirmó sin error posible que era el resultado de la presencia de Julie debajo de él. Luego, si su erección existía, ¡Julie existía!
A continuación, aunque todavía tumbado, abordó el problema en vertical.
¿Por qué estaba encima de Julie? Porque un árbol lo mantenía pegado a ella.
¿Por qué se había caído el árbol encima de ellos? ¡Porque caía hielo!
Considerando que ninguna situación meteorológica comparable había acontecido desde 1961, considerando que le habían negado treinta y nueve apartamentos antes de poder vivir en aquella calle, considerando el número de árboles que hay en Montreal, compensado por el número de árboles rotos por el hielo en los tres últimos días, tomando como índice que una rama helada tarda, sin previo aviso, tres segundos en que caiga del árbol, es decir, una probabilidad entre veintiocho mil ochocientas de caer en el momento en que pasas por debajo, multiplicando el resultado por la probabilidad de caer bajo una rama que pueda acoger a dos personas, Boris Bogdanov concluyó que la probabilidad de experimentar una repentina erección porque estaba tumbado encima de la vecina de enfrente no era más que de una entre trece millones seiscientas cincuenta y siete mil ciento cincuenta y nueve. Exactamente, seis mil seiscientas cincuenta y siete probabilidades menos que de sacar los seis números de la 6/49.
Boris se colocó encima de Julie para protegerla de los pequeños bloques de hielo que iban cayendo de las ramas. Debajo de él tenía la posibilidad, tal vez única, de dejar de vivir solamente para sus cuatro peces. La rama se movió. Luego, de golpe, con un ruido de ramaje helado que no se había oído desde 1961, ¡se hizo la luz!
– ¿Les molestamos?
Antes de girarse hacia su salvador, Boris desprendió delicadamente de sus hombros los brazos de su dama.
– Kochané…
Encima de él estaban Alexis, Simon, Michel y el vecino de enfrente, con las dos muñecas escayoladas.
– Lo siento, con estos yesos no podía ni mover la rama. Luego, cuando he sabido que eran dos, he pensado que debía de pesar mucho, así que he ido a buscar a los vecinos de al lado…
– Hemos tardado un poco, pero no hemos podido evitar oírla cantar…
Simon dio un golpe de hombro a Michel. Boris se levantó, y después puso a Julie en pie. Todavía un poco atontada, se agarró enseguida del cuello de su nuevo amor eslavo.
– Julie, perdone que les hayamos interrumpido…
– Michel, deja de decir tonterías…
– ¿Qué hacían para ir a parar ahí debajo?
– Estábamos recogiendo hielo para ponerlo en la bañera, porque han anunciado que el agua corriente ya no es potable…
– Es verdad, las estaciones depuradoras ya no tienen corriente para funcionar…
De repente, creció la tensión. El grupo se miró. La situación se estaba poniendo realmente grave.
– ¡Estamos jodidos de verdad!
– ¡Parece la guerra!
– Piensen en la gente que tiene niños…
– Y en los que tienen bebés…
– Y los pobres ancianos que viven solos…
– ¡Piensen en sus pobres peces!
Aquello cortó el crescendo de la desgracia del mundo sin agua potable. Aunque la lógica más elemental asocia agua y pez, nadie, salvo Julie, había pensado en ello.
– ¿Sus peces?
Julie, que había vuelto en sí, tenía mucho que decir al respecto. En su exaltación, no se daba cuenta de que iba colocando palabras en ruso aquí y allá, como Olga cebollas dentro de la carpa. Incluso explicada por una bonita mujer, la teoría topológica de su sabio ruso parecía una inmensa abstracción. Ser el espectador de su propia pasión expuesta delante de todos, la pasión en la que se había ahogado, perturbó considerablemente a Boris. Mientras Julie, armada con un palo cubierto de hielo, trazaba de memoria la trayectoria de cada uno de los peces, él miró la calle desolada, la gente que caminaba por el medio para evitar las ramas que caían. Oyó el crujido infernal y amenazador, anuncio lúgubre de una caída inminente. A lo lejos, pasó un convoy del ejército. Le recordó las peores horas del régimen comunista en aquella Rusia de antes donde nadie existía o, a lo sumo, subsistía.
En aquel instante, Boris, que solo sentía ese desprecio eslavo de los rusos que reprochan a los anglosajones haberse apropiado de todas las primicias científicas, decidió, a pesar de todo, relativizar.
– Quizá haya algo más importante en la vida que mis peces…
Menos Julie, todo el mundo pareció estar de acuerdo. La cara de Boris se dulcificó, la iluminaba una nueva mirada. Sonrió a aquel vecino que había querido ayudarlo y al que no le había hecho ningún caso a pesar de estar herido.
– Señor, ¿qué le ha pasado en las muñecas?
Por la ventana, Alex miraba a Martin, que explicaba con gestos cómo había caído del tejado. Volvió al tocadiscos y puso el brazo en el borde del single. Quería oír una vez más a Al y a Do.
– ¡Habría podido morir tras semejante caída!
– ¡Los policías somos muy duros!
– ¿Es usted policía? ¿En qué brigada está?
– La brigada de los vagos…
– ¡Debe de estar a tope!
– ¡Alexis, no empieces tú también! Soy Simon.
Simon rodeó delicadamente con su mano el yeso que le tendían. Procuró no sacudirlo.
– ¡Yo soy Martin!
– ¡Y yo, Julie!
– ¡Y yo, Boris!
– ¡Ay! ¡Cuidado con el yeso!
– ¡Yo soy Alexis!
– Sí, sí, ya le reconozco, es el padre de Alex, el mejor amigo de mi hijo.
– Exacto…
– Yo soy Michel…
– ¿El hermano de Simon, supongo?
– No es su hermano, es su amigo.
– Se dice su compañero, Alexis…
Martin no estaba muy seguro de haber entendido. Julie decidió dejar las cosas claras.
– Su novio, si lo prefiere…
El pequeño grupo se volvió al unísono hacia Martin, a la espera de su reacción. No dudó mucho.
– ¡Encantado de conocerlos! Es una pena que haya tenido que caernos encima una desgracia como esta para que por fin hablemos.
Michel y Simon se miraron, aliviados de haberse descargado por fin del enorme peso de la clandestinidad de barrio. Fuera, en la calle, delante de los vecinos, se dieron la mano.
«Te tengo a ti, bebéééééé…»
Esta vez, Alex decidió no volver a poner la canción. La había oído tantas veces que ya podía cantarla solo en su cabeza. Introdujo con cuidado el microsurco en la funda. En la cara A, al y do en letras malva sobre fondo amarillo. En la foto, Alexis, camisa blanca, cuello muy abierto, sonreía entre sus dos patillas rubias. A su lado, cinta blanca sobre melena negra, Dolores, su mamá. Antes de guardar el disco bajo la almohada, acarició con el dedo el bonito rostro de su madre. La puerta de la entrada se abrió.
– ¡Pasen todos, estamos encantados de recibirlos!
– ¿Seguro que no les molestamos?
– En absoluto, además, de todos modos, no hay nada más que hacer. ¡Michel nos preparará un plato enorme de espaguetis a la carbonara!
– Voy a mi casa a buscar dos botellas y vuelvo.
– ¿Podrás con los brazos enyesados?
– Sí, sí, no te preocupes, Alexis.
Alex salió a recibir al grupo al pasillo, donde cada uno se quitaba como podía los zapatos empujándose los unos a los otros. Primero se plantó ante Julie y Boris, los primeros en descalzarse.
– ¡Alex! ¡Mi pequeño salvador de gatos!
– Nos habrás filmado, espero.
Alex se puso rojo como un tomate. Boris, guasón, siguió a Simon hacia el salón. Julie, chispeante, esperó a que los dos hombres se alejaran y se inclinó hacia Alex.
– ¿Así que nos has filmado, granuja?
Con la mano revolvió suavemente el pelo de Alex, quien, dadas las circunstancias, no tuvo más remedio que dejarla hacer, aunque a él, el chico rebelde, no le gustaba aquel tipo de gestos.
Julie frotó más y más fuerte. ¿Empezaría de repente a reñirle a gritos? Con ternura, le volvió a peinar con los dedos el pelo alborotado.
– Espero que me lo dejes ver, ¡siempre he soñado con salir en una película!
A veces la vida es como en el cine.