37965.fb2 El Fr?o Modifica La Trayectoria De Los Peces - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 36

El Fr?o Modifica La Trayectoria De Los Peces - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 36

Bien está lo que bien acaba

A mucha gente le gusta reflexionar bajo la ducha. Mi padre y mi madre debían de reflexionar el doble de bien puesto que estaban duchándose juntos.

Cuando se despertaron hacia la una del mediodía, no podían verme, me había escondido. Tenía miedo, en la casa volvía a haber calefacción. Todavía acostados en el colchón, en el salón, se desenroscaron y se miraron azorados. Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar. Se observaban, sorprendidos de encontrarse así. Mi madre dijo lo primero que le pasó por la nariz.

– ¡Huele a policía que ha trabajado toda la noche!

Cuando se cruzaron conmigo en el pasillo, me besaron los dos con mucho amor. Pero esta vez mi madre no me pidió que ayudara a mi padre a lavarse. Quizá no le dio tiempo. Parecía que tenían mucha prisa, la verdad. No los habría escuchado si no hubieran hablado tan alto. Mentira, los habría escuchado igualmente.

– ¡No te muevas así que te lo voy a quitar yo!

– Si me aguanto con una pierna, me caigo.

– Agárrate a mí… ¡He dicho «agárrate», no «frótate»!

– Es por los yesos.

– Levanta la otra pierna para que te quite los calzoncillos.

– Vale, vale… ya la levanto…

– ¡Oh! ¡Serás cochino!

Yo no sé si reflexionaban mucho, pero hacían unos ruidos muy raros.

– ¡Oooohhh!

– ¡Aaahhh!

Mi madre de repente estaba de acuerdo en todo.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

A veces uno entiende las cosas pero no quiere admitirlo. Yo sabía lo que estaban haciendo mi padre y mi madre en la ducha. Aunque me alegraba, no quiero hablar de eso. Ellos tampoco quisieron hablar del tema al salir del cuarto de baño. Pasaron por delante de mí silbando. El teléfono sonó, descolgué. No quería interrumpir la música.

– El sargento jefe Couillard al aparato. ¿Podría hablar con Martin? ¡Es urgente!

Cuando mi padre, mi madre y yo llegamos a la residencia de ancianos las víctimas de la noche estaban bajando de los autobuses. Parecían contentos de volver a su casa. En cuanto vieron a mi padre, se pusieron a su alrededor y aplaudieron. Papá se había convertido en el ídolo de los viejos. Yo estaba pegado a él, oí lo que el sargento jefe Couillard le dijo.

– ¡Se negaban a entrar si tú no estabas aquí!

Menudo montón de besos le dieron a mi padre. Todos los ancianitos querían darle besos, darle las gracias, tocarlo.

– ¡Cuidado, Archambault, que le vas a romper los yesos!

– ¿A usted no le había dado ya la mano?

– Era mi gemelo.

– ¡Hermanos Gagné, dejad algo para los demás!

– Me apuesto dos pavos a que vive a menos de un bloque.

– Acepto.

Mi padre tuvo que prometer que iría para que aceptasen por fin regresar a sus habitaciones. Me sentía orgulloso de él, muy orgulloso. Mamá, creo, lo estaba aún mucho más que yo. La observaba admirarlo. Se reía, estaba feliz. El sargento jefe Couillard me caía bien. Notaba que él también apreciaba a mi padre.

– ¡No entiendo que no vuelvas al servicio activo! ¡Un tipo con tus agallas no está hecho para pudrirse en la escuela!

Mi madre cruzó los dedos y cerró los ojos. Su deseo se vio cumplido. Mi padre no dijo nada, pero en sus ojos se podía leer su respuesta. Mamá se pegó a él. Él se volvió hacia ella. Se miraron largamente. Se acercaron el uno al otro, sobre todo sus bocas, porque ellos ya estaban muy apretados. Se besaron un buen rato, un rato muy largo. Ahora sí que era como en una película. Hasta el sargento jefe Couillard se secó una lágrima de tan bonito como era. Yo no cerré los ojos, no quería perderme nada de aquel momento. Esperé a ver ante mis ojos la palabra «Fin», como en una película. Lo grabé en mi cabeza, podría verlo una y otra vez toda mi vida.

En cuanto entraron en el salón, papá se instaló en su sillón. Mamá fue a su lado enseguida y se sentó en el brazo. Le pasó la mano por encima del hombro, exactamente como antes. Yo los observaba y no decía nada. Me hacía gracia verlos preguntarse con la mirada quién hablaría primero. Yo no tenía prisa. Qué importan dos minutos más cuando la cosa es para siempre. Sabía lo que me dirían, pero esta vez sí tenía ganas de oírlo. En el cole nadie me lo había contado nunca. Quería saborearlo.

– Hemos reflexionado un poco…

– A lo mejor nos precipitamos al tomar una decisión…

– Nos hemos dado cuenta de que aún nos queremos mucho y de que aún nos quedan muchas cosas por vivir juntos…

– Así que ya no queremos separarnos.

– Todo volverá a ser como antes.

– Como antes no… ¡mejor que antes!

Veía que esperaban a que yo hablase. Dudé en decirles que quizá yo tenía algo que ver en aquella «reflexión». Pero quise que dijeran ellos la última palabra, al fin y al cabo eran mis padres. Se miraron como si acabaran de librarse de una buena.

– ¡Le debemos una al cielo! De no ser por esta catástrofe… ¿te imaginas, amor mío?

Ya en mi habitación, no lamenté no haberles contado mi secreto. ¿Para qué? Me tumbé en la cama. Miré al techo. Era blanco, pero blanco como antes. Ya no iban a compartirme, ya no seria el niño número catorce de mi clase que emigraría todas las semanas, y al chalet volveríamos los tres.

Me giré hacia la ventana, pero desde la cama no veía el cielo. Me levanté, tenía que decírselo cara a cara. Lo miré, estaba blanco. Iluminaba un suelo todavía cubierto de hielo. No acababa de creerme lo que había hecho por mí. Me quedé un buen rato con él. Pensé en cómo despedirme. No quería liarme con las palabras. Espero no haberle decepcionado.

– Gracias por haberme escuchado.

Cuando volví al salón, la tele estaba encendida; sin embargo, mis padres no estaban. Me disponía a apagarla cuando en el canal de las noticias apareció el mapa del tiempo. Aunque el cielo no me había traicionado nunca, quería estar seguro de que me había oído. No pude evitar sonreír. Desde luego, el cielo no hacía nunca las cosas a medias.

«Para mañana sábado, sol en todas partes y un gran cielo azul en toda la región de Montreal. Los especialistas de Météo Canada son tajantes: dejará de caer hielo, la tormenta del siglo ha terminado de una vez por todas.»

¡Clic! Apagué la televisión y fui a buscar a mis padres. Estaban en el despachito. Papá acababa de escribir la carta para dimitir de la escuela de policía. Mamá, con la cabeza por encima de su hombro, parecía degustar cada palabra que se alineaba en la pantalla del ordenador. Una vez imprimida la hoja, mi padre la firmó la dobló, la metió en un sobre que ya tenía sello y se la tendió a mi madre. Se levantó sonriéndome.

– ¿Vienes con nosotros a echarla al correo?

– ¡Claro!

Fuimos al pasillo a ponemos el abrigo. Mientras mi madre lo ayudaba a ponerse el abrigo, mi padre me miró con una amplia sonrisa cómplice.

– Francamente, yo que tú, filmaría nuestra calle. Una catástrofe como esta no volverás a verla en tu vida… Yo, por ejemplo, no había visto algo así.

– Papá tiene razón, es una lástima que no uses el regalo que papá te… bueno, que te compramos para Navidad.

– No me apetece…

No sé si fue por haber escrito la carta para reincorporarse a la policía activa, pero tuve la certeza de que papá había recuperado el instinto de poli. Yo debía de llevar escrito en la cara que estaba mintiendo.

– ¿Me enseñas la cámara?

No podía echar a perder el día mas bonito de mi vida. Tenía que decir la verdad.

– ¿Qué? ¿En el despacho de la directora pedagógica? ¿Acaso no te dije que no te la llevaras al cole?

No me habló bruscamente. Le respondí con el corazón.

– Todos cometemos errores…

Mis padres se miraron, se sintieron estúpidos. Papá me abrazó enseguida. En el pelo sentí una mano. Era fácil adivinar que era la de mamá, no estaba enyesada.

– Tienes razón… La vida siempre te da otra oportunidad.

El lunes por la mañana las escuelas volvieron a abrir sus puertas. Como de costumbre, Alex me esperaba en la escalera de mi bloque. Enseguida vio que yo estaba preocupado. Me miró con una sonrisita y me dio una palmadita amistosa en el hombro. Sin una palabra, abrió su mochila, sacó un sobre y me lo dio.

– ¿Qué es?

– Lo ha escrito Julie.

– ¿Por qué ha escrito una carta?

– Por lo de la cámara…

– ¿Le has dicho que la había filmado?

– No te preocupes, es muy simpática… Además, ahora está enamorada, o sea que todavía es más simpática.

– ¿Y qué dice en la carta?

– Que estábamos rodando una película sobre la historia de un gatito perdido y que mientras filmábamos no vimos que se le veían los pechos…

– ¡La directora pedagógica no se lo creerá en la vida!

No es que no se lo creyera, es que le importaba un bledo. Estaba hablando por teléfono cuando entramos en su despacho. Ni siquiera nos miró. Estaba de pie. En su silla había un cojín enorme.

– ¡Él también el coxis! Increíble, la ambulancia se paró para recogerlo de camino al hospital. Nos subieron al mismo tiempo a hacernos las radiografías. ¡Una fractura en el mismo sitio! Estábamos cada uno en una camilla. ¡Fue mirarnos y… flechazo! ¿Te das cuenta qué suerte tuve al caerme de culo en el hielo? ¡Llevaba diez años esperando el amor!

Alex me miró sinceramente admirado por el conjunto de mi obra.

– Espera un segundo, tengo gente en el despacho… ¿Por qué estáis aquí vosotros?

– Por mi cámara, señora…

– Ah, sí, ya me acuerdo… Espero que no se repita.

Abrió el cajón. No tenía muchas ganas de hablar con nosotros. Me tendió la cámara, pero fue a Alex a quien miró. Incluso él se sorprendió de que le hablara tan amablemente.

– Tu padre me ha dejado un mensaje, quiere hablar conmigo para saber cómo te va en la escuela… Es una buena noticia. Haz como todos y solo tendré cosas buenas que decirle.

Por el camino de vuelta no hablamos. Era como si tuviéramos que digerir todo aquello. Alex tenía una sonrisita permanente. En silencio, creo que los dos hacíamos lo mismo. Observábamos a la gente que pasaba y nos preguntábamos si algo acababa de cambiar en sus vidas.

Cuando llegamos a nuestra calle, vimos a lo lejos a Michel y Simon, que habían sacado a pasear a Pipo juntos. Nos sentamos en los escalones de la entrada de Alex. Luego oímos a alguien silbar. No nos extrañó ver a Boris, muy despeinado, salir del brazo de Julie. Ella se giró hacia nosotros. Alex tan solo levantó el pulgar. Julie le dedicó un guiño. Desaparecieron por la esquina. Me levanté.

– Me voy a casa, mis padres me esperan.

– Yo también… Mi padre ha encontrado el número de teléfono de mi madre en México. La llamaremos esta noche…

Nos miramos fijamente. Me alegraba tanto por él… Se acercó a mí y me dio un abrazo muy fuerte. Yo hice lo mismo.

– Buena suerte, Alex.

Cuando entré con la cámara en casa, mi padre y mi madre estaban en él salón, con la tele apagada, sentados uno al lado del otro en el sofá de tres mil dólares. El brazo de mi padre rodeaba los hombros de mi madre. Con un mismo movimiento se giraron hacia mí. Ya ni sé cuál de los dos habló.

– ¿Ves? Bien está lo que bien acaba.