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I IMPERIUM

1 CORNELIO

El muchacho observó el chivo blanco, inmaculado, sereno. En otras circunstancias, hubiera sonreído satisfecho e incluso se hubiera permitido palmotear entusiasmado. Sin embargo, la ocasión no le permitía comportarse de esa manera. A decir verdad, la solemnidad resultaba tan obvia, pesada y tangible que por nada del mundo resultaba tolerable una mueca, una sonrisa o el menor gesto. Y, sin embargo, todo transcurría como para merecer las más calurosas felicitaciones. Desde luego, difícilmente hubiera podido encontrarse una víctima más adecuada, ni tampoco un flautista que pudiera arrancar notas más delicadas a aquel conjunto de cañas sujetas por una cinta de color rojo.

El animal era macho, tal y como correspondía al sacrificio dedicado a una divinidad masculina como Júpiter, y nadie hubiera dudado de que se trataba de una bestia perfecta, sin el menor defecto o tacha. Pero -y éste constituía el detalle que más le conmovía- su pelaje era blanco, es decir, tenía el color apropiado para una víctima dedicada a una divinidad benévola como el dios óptimo y máximo. No pudo reprimir un estremecimiento al llegar sus pensamientos a ese recodo de la reflexión. Quiso atribuirlo al frío y dirigió instintivamente la mano hacia la parte superior de su capa para subírsela en torno al cuello. Sin embargo, la verdad era que lo que había provocado su trémulo respingo había sido el simple recuerdo de las deidades malévolas, aquellas que se complacían en beber la sangre caliente de bestias de tonalidad negra, que moraban entre las tinieblas de los infiernos y que descargaban el mal sobre los hombres que previamente no lo habían aplacado. Mejor era no pensar en ello.

El animal no era muy grande, pero parecía estar dotado de una especial serenidad. Había avanzado hasta ahora con un suave movimiento de sus albas patas, como si se dirigiera hacia unos pastos verdes, jugosos y tiernos. Casi hubiera podido decirse que las cintas multicolores que llevaba atadas a los cuernos grises se movían siguiendo el ritmo cadencioso de sus pasos menudos. Desde luego, cualquiera sabía que un comportamiento así por parte de la víctima constituía un augurio excelente. Se trataba de una señal indiscutible de que la tranquila bestezuela blanca estaba encantada de derramar su sangre para complacer al dios.

Doblaron la esquina siguiente y se encaminaron hacia el templo. No tardó en distinguir el pequeño altar, forjado en pulido metal y situado ante sus puertas de madera. Al lado esperaban dos personas ataviadas con hábitos talares. A la más baja y rechoncha ya la conocía. Era el viejo Máximo, un pontifex amigo de su padre. El que lo flanqueaba debía de ser su asistente, un cultrarius. Dirigió la vista hacia el chivo, pero de manera discreta, por el rabillo del ojo. Con espanto, contempló cómo la bestia sacudía la testuz con un gesto rápido de su robusto pescuezo. Sólo cuando se percató de que únicamente intentaba sacudirse una de las cintas que le caían sobre los ojos respiró tranquilo. Y estuvo a punto de que la alegría le empujara el corazón fuera de la boca cuando vio cómo el animal tiraba de la cuerda que lo sujetaba para llegar cuanto antes al altar.

La distancia era ciertamente escasa, pero le resultó eterna. Temía que el chivo se arrepintiera, que se asustara, que diera la espantada. No lo hizo. Incluso se entregó a un trotecillo alegre hasta alcanzar el ara.

– Magnífico -dijo el pontifex a través de una mueca que no desmerecía de su solemnidad.

El muchacho reprimió una sonrisa de gozo al escuchar la evaluación que había hecho del chivo y, acto seguido, dirigió la mirada hacia su padre. También él estaba satisfecho, pero apretaba los labios para que su orgullo no brotara inoportunamente. Con gesto tranquilo, quizá por lo repetido a lo largo de los años, su padre tendió la cuerda que rodeaba el pescuezo del chivo al hombre que estaba al lado del pontifex. Luego giró el cuello hacia el muchacho y le hizo una seña con el mentón.

Sabía sobradamente lo que le estaba indicando su padre. Reprimiendo la emoción, subió los escasos escalones que elevaban el templo sobre el nivel del suelo y entró en él. Embargado por un sentimiento de responsabilidad que lo envolvía como un pesado manto, se dispuso a cumplir con la parte siguiente de la trascendental ceremonia. Cruzó la escasa distancia que mediaba entre las puertas y la cella y penetró en ésta.

Se trataba de una habitación oblonga y tabicada en cuyo interior la atmósfera estaba poderosamente impregnada del aroma dulzón del incienso. En su centro, se alzaba una imagen dorada de Júpiter adornada con joyas. El joven se detuvo, respiró hondo y clavó la mirada en la estatua. No es que esperara que se moviera -aunque le habían contado que, en ocasiones, los dioses se manifestaban de esas maneras y de otras aún más prodigiosas-, pero no pudo evitar que le embargara una incómoda sensación de frialdad. Parpadeó buscando despejarse, volvió a respirar hondo y echó mano de la bolsa de cuero que colgaba de su cuello. No tuvo que rebuscar mucho para dar con una tablilla de cera. Intentó releerla, pero la luz era escasa y en buena medida la lectura que realizó se apoyó más en la memoria que en la vista. El contenido era un voto, una promesa vinculada a una petición, la que motivaba toda aquella ceremonia.

Con temor y devoción, extendió la mano derecha hacia la imagen y colgó de ella la tablilla de cera. Ahí debía permanecer para que el dios no pasara por alto lo que deseaba e imploraba. A continuación, tocó con reverencia el gélido metal y, acto seguido, retrocedió unos pasos. Entonces clavó la mirada en los ojos inmóviles de la imagen, extendió las manos en un humilde gesto de súplica e impetró la poderosa gracia del dios. No habló mucho tiempo. Tan sólo el suficiente para que Júpiter pudiera oír que iba a sacrificar un chivo en su honor, que contaba con él para que le acompañara en el viaje que iba a emprender al día siguiente y, sobre todo, para que le protegiera durante los próximos meses mientras durara su misión. Si el dios le escuchaba -y confiaba en su benevolencia para creer que así resultaría-, estaba dispuesto a ofrecerle aún más dones como el que, humildemente, le iba a entregar enseguida. Sabía sobradamente que Júpiter -bueno, no sólo Júpiter, todos los dioses benévolos- daba siempre en la medida que recibía. Él daría para recibir. Lo haría, por tanto, si regresaba con bien de su misión. Inclinó finalmente la cabeza y salió de la cella caminando hacia atrás.

El frío que sintió al encontrarse nuevamente en el exterior le resultó agradable. Como si le permitiera despejarse de la atmósfera cargada de incienso de la cella. Al verle, su padre frunció los labios en un gesto de respaldo casi inadvertido, pero seguro. También captó su presencia el pontifex rechoncho que lanzó una mirada al hombre que estaba a su lado. No necesitó más para que le acercara una jarrita de oro y vertiera agua en sus manos extendidas. Contempló cómo el pontifex dejaba que el líquido purificador se extendiera para, acto seguido, frotarse las palmas y los dedos. Uno por uno. Finalmente, extendió la diestra y tomó un paño de lino blanco que le ofrecía su asistente. Se secó las manos meticulosamente, devolvió la tela al otro pontifex y extendió los dedos separados para examinarlos. Al muchacho le parecieron extraordinariamente limpios, casi traslúcidos, como si estuvieran modelados en alguna clase de alabastro claro.

Un silencio -tan sólo arañado por el tañido agudo de la flauta de caña- se extendió por todo el lugar como si el dios contemplara complacido la solemne ceremonia. Con temor reverencial, el asistente quitó de los grises cuernos del chivo las cintas de colores. Luego recorrió con la punta de un afilado cuchillo el espacio que mediaba entre la nuca del animal y la rabadilla. Fue entonces cuando el pontifex se giró hacia el templo. Lo hizo con destreza, con habilidad, incluso con gracia, lo que constituía un excelente presagio. Y entonces, una vez frente al santuario, comenzó a recitar la oración.

A pesar de la buena disposición del animal que sería objeto del sacrificio, a pesar de que el muchacho había cumplido correctamente con su cometido en el interior de la cella, a pesar de todo lo realizado meticulosamente hasta ese momento, el éxito de toda la ceremonia pendía ahora de que el pontifex recitara la plegaria de la manera apropiada. No se trataba de que mostrara entusiasmo, alegría, ni siquiera devoción. Era una cuestión de escrupulosa exactitud. Las fórmulas pronunciadas con exactitud garantizaban la benevolencia del dios. Un error, una palabra mal dicha, un término pasado por alto invalidaban el ritual y obligaban a repetir todo desde el principio. Pero no sucedió. El pontifex cumplió con su cometido con admirable corrección y, acto seguido, miró al muchacho.

-Agone? <strong>[1]</strong> -preguntó solicitando la aquiescencia del oferente.

-Agi <strong>[2]</strong> -respondió el joven.

El pontifex tendió la mano hacia el asistente, que depositó en ella un martillo de medianas dimensiones. De manera rápida, segura, experimentada, descargó un golpe seco y contundente sobre la cabeza del chivo. Las rodillas del animal se doblaron, pero sin que se produjera su caída. En realidad, hubiérase dicho que no sentía dolor, que no padecía, que la bestezuela tan sólo se entregaba a una suave genuflexión en honor del poderoso dios.

El cultrarius alzó con gesto firme la cabeza del cuadrúpedo como correspondía a una víctima ofrecida a un dios que moraba en el cielo. Luego, con un rápido movimiento, degolló el chivo. La sangre, tan caliente que de ella se desprendía vaho, cayó sobre un lebrillo limpio, mientras el animalillo cerraba los ojos como si su cuerpo se viera poseído no por la muerte, sino por una dulce somnolencia. Fueron precisos tres recipientes como aquél para contener el líquido rojizo que brotaba sin pausa del cuello seccionado del chivo.

El muchacho dirigió la mirada hacia su padre. Sin duda, estaba satisfecho. Un animal que se hubiera resistido, que hubiera sangrado escasamente, que hubiera tardado en morir habría significado un pésimo presagio. Nada de aquello había sucedido. Como si fuera un odre de vino medio vacío o una almohada liviana, el cultrarius alzó por las patas el exangüe chivo. Fue un movimiento rápido, preciso, seguramente ejecutado docenas, incluso centenares de veces. El animalillo quedó por un instante suspendido en el vacío -como si lo sujetara un invisible inmortal o las notas que brotaban del instrumento del flautista- y, finalmente, fue a dar sobre el ara.

Luego, el cultrarius trazó un corte desde el pescuezo hasta la ingle de la bestia. Acto seguido, hundió la diestra en el vientre del sacrificio y dejó al descubierto el hígado. Un gesto de aprobación apareció de manera inmediata y paralela en los rostros del pontifex y del padre. Sí, la víscera presentaba un magnífico aspecto. No estaba herido, ni lesionado, ni enfermo. Su color era óptimo. Con ese presagio, nadie podía dudar de que la misión del muchacho, de Cornelio, transcurriría bajo los mejores auspicios.

El pontifex realizó con la cabeza un gesto, cargado de autoridad, y el cultrarius procedió a despellejar el albo y desnudo chivo con una magistral celeridad. A continuación, le bastó una sucesión rápida de cortes para descuartizarlo y colocar los pedazos sobre el fuego del altar. En escasos momentos, todos los presentes -el pontifex, el cultrarius, el flautista, el joven y su padre- comenzarían a comer la carne del sacrificio. Así, participarían de las bendiciones anticipadas de .Júpiter.

2 ARNUFIS

El pasajero reprimió a duras penas una sensación de asco que le descendió pesada desde las ventanas de la nariz hasta la boca del estómago. Desde luego, el olor casi tangible del puerto de Ostia difícilmente podía resultar más fétido. Los cuerpos sudorosos, hacinados y sucios, que se arremolinaban en el muelle como si se tratara de un hormiguero humano, despedían los hedores más diversos. A cual más repugnante, por supuesto.

– ¡Por Isis! -escuchó que musitaba su criado-. ¡Qué peste! Habrá que hacer algo para remediarlo.

Sí, se dijo el pasajero, algo había que hacer si no quería morir por aquel tufo asfixiante.

– ¿Y a qué esperas? -exclamó con tono desabrido.

El sirviente dio un respingo como si hubiera visto un áspid letal surcando su camino.

– Sí, mi señor Arnufis -balbució mientras sacaba de su bolsa un pequeño incensario de metal y procedía a encenderlo-. Inmediatamente, mi señor, inmediatamente.

Por un instante, no pareció que se produjera ningún cambio. Pero entonces el siervo agitó el incensario y una nube gris esparció un olor dulzón y penetrante.

– Dejad paso a mi señor Arnufis -entonó con una voz bronca y solemne el siervo-. Dejad paso.

Gritaba en griego y a buen seguro que se trataba de una lengua ignorada por la mayoría, pero la manera en que la pronunciaba resultaba convincente. Terroríficamente convincente. A pesar de todo, no fue la advertencia enérgica, sino el movimiento pendular del incensario arrojando humo y algunas chispas el que consiguió que los transeúntes se apartaran ante el esclavo y su amo. A fin de cuentas, y por mucho que fuera ataviado con un impecable lino blanco y precedido por un ceremonioso esclavo, el anunciado Arnufis no pasaba de ser un extranjero. En suma, se trataba de un tipo de semoviente que no escaseaba en Roma. El egipcio sonrió al pensar en esa circunstancia. Desde luego, en otra época las calles de Roma habían sido sólo romanas. Incluso la gente de la península italiana había tenido problemas para acceder a aquellas colinas y quedarse, más o menos oculta, en alguna de sus oscuras callejuelas. Claro que de eso hacía mucho tiempo. Todo había empezado a cambiar con el gran César -Cayo Julio César-, el que había dado su nombre a la dinastía que ahora reinaba en Roma. Arnufis reprimió una sonrisa amarga. Reinaba. No, según los romanos, no reinaba. Ellos -decían rebosantes de soberbia- no tenían reyes. Tenían una república. Ganas de engañarse. La república había muerto incluso antes de que Julio César cayera acribillado a puñaladas. Y lo que ahora tenían… era puro despotismo. La prueba era que los césares eran dioses. Bueno, es verdad que en Roma tardaban un tiempo en convertirse en tales, pero en Oriente, en su Egipto, eran desde el momento mismo de la coronación dioses y faraones. No estaba mal para alguien que, supuestamente, no era ni rey.

El criado apartó de un manotazo a un transeúnte de piel oscura. Bien hecho. En esta vida -y nadie podía asegurar que existiera otra- había que ir apartando a los que se interponían con energía, con seguridad y, sobre antes. Siquiera porque mientras discutía la tarifa había dejado de agitar el incensario y aquella agobiante peste romana había vuelto a sofocarlo.

El esclavo desanduvo la distancia que lo separaba de su señor de una carrerita.

– Kyrie, he llegado a un acuerdo -dijo ocultando apenas una sonrisa-. El mejor. El mejor, no me cabe duda.

Arnufis no dijo nada. Se limitó a alzar todavía más el empinado mentón y a encaminarse hacia la litera. Se acomodó en el vehículo como pudo. Era algo más ancho que los que podían encontrarse en las calles de Heliópolis o de Alejandría, eso era cierto. Sin embargo… ¡Ah! Vaya tirón para comenzar a caminar.

Los esclavos que llevaban el vehículo demostraron una prodigiosa habilidad para moverse en medio de la muchedumbre. Fue así como lograron desplazarse desde el puerto hasta salir a una calzada. Había oído hablar de ese tipo de camino, pero no pudo evitar la sorpresa al contemplarlo con sus propios ojos. Con una extraordinaria -verdaderamente extraordinaria- anchura y una sólida base de piedras cortadas y encajadas como si fueran las teselas de un mosaico, la calzada atrapó la mirada del egipcio. Más incluso que los árboles y los matorrales y el verdor que se alzaban a los lados del camino. Todo parecía muy… muy bien cuidado.

El estupor de Arnufis aumentó al contemplar la seguridad del trayecto. Los guardias no estorbaban a los viajeros, pero dejaban ver con claridad que vigilaban cualquier eventualidad que se pudiera presentar. Desde luego, había que ser muy audaz o estar muy desesperado para intentar realizar un asalto por aquellos lugares. Echó un vistazo a Demetrio. El esclavo griego también estaba admirado de lo que contemplaba. Bueno, era igual. A fin de cuentas, no pasaba de ser un esclavo.

Una sensación de malestar indefinido, extraño, no experimentado antes, se fue apoderando del corazón de Arnufis a medida que iba discurriendo el viaje. No hubiera sabido explicarse la causa de su desazón, pero nacía directamente del desconcierto ante algo que lo sobrepasaba y que, por encima de todo, no terminaba de explicarse. Porque por mucho que le daba vueltas no conseguía responderse a una pregunta cada vez más angustiosa.

¿Cómo habían logrado aquellos salvajes sin depilar levantar aquellos caminos?

3 VALERIO

Valerio no pudo reprimir un gesto de desagrado al ver cómo el legionario se despojaba del casco de metal para, acto seguido, pasarse por la frente el dorso peludo de la rugosa mano.

– Marco, cúbrete -dijo con un tono de voz que no admitía discusión alguna.

Los ojos hundidos del soldado se endurecieron al escuchar aquellas palabras, pero no replicó. Se limitó a calarse el yelmo sin abrir los labios.

– Ya sé que hace mucho calor -gritó Valerio-, pero es mejor tener la cabeza con sudor que partida por un pedrusco. No os descubráis.

Un ligero murmullo, casi imperceptible, se extendió por las filas, pero en eso quedó todo. Se encontraban en territorio hostil y tenían la suficiente experiencia como para saber que su vida pendía de un hilo sutil y quebradizo conocido bajo el nombre de disciplina. Si conseguían mantenerla, avanzarían en la larga carrera de veintiséis años que les permitiría licenciarse y convertirse en ciudadanos con algún peculio. Si en algún momento se quebraba, el prolongado camino hacia el retiro podía verse deshecho, ahogado en su propia sangre.

Valerio se detuvo para comprobar la buena marcha de su centuria. Tenía motivos para sentirse satisfecho. Sus ochenta hombres marchaban a buen ritmo, a pesar del peso del equipo. Sus caligas levantaban una nubecilla de polvo, pero ni siquiera aquella molesta circunstancia velaba el brillo que el sol arrancaba de los escudos, de los yelmos y de los pila, las temibles e incomparables jabalinas romanas.

– ¿Todo en orden?

Valerio se volvió al lugar del que procedía la voz y contempló el rostro de Grato, el centurión. Una cicatriz -que adquiría un tono púrpura cuando se irritaba- le cruzaba el rostro desde la frente al mentón partiendo en dos una barba entrecana e hirsuta. Se la debía a la espada de un bárbaro de origen germano. Pero, todo había que decirlo, el bárbaro había quedado peor. Él mismo había sido testigo de cómo, sin limpiarse la sangre que, como si fuera un torrente rojo, le salía de la herida, lo había ensartado con el pilum valiéndose de un golpe oblicuo y certero.

– Los hombres se resienten del calor -respondió Valerio.

– Cuando no hay calor, se quejan del frío -dijo el centurión sonriendo-. El caso es protestar.

– Se portan bien -defendió a sus hombres Valerio.

El centurión no dijo nada. Le constaba que era así. Y además en aquel caso tenía más mérito. Se movían por territorio hostil y, para remate, desconocido. Tan sólo unas semanas antes, estaban concentrados en una ciudad del imperio, dedicados a tareas propias de la paz, rodeados quizá de sus seres queridos. Entonces había llegado la noticia. Debían partir a la guerra. La nueva había provocado una verdadera conmoción. Combatir significaba abandonar a la familia, significaba regresar a las asperezas de los castra, significaba arriesgar la vida, significaba quizá no regresar y acabar yaciendo bajo suelo extraño. Sólo el sistema de las vexillationes suavizaba en parte aquellos dramas. Gracias a él, una parte de los legionarios partía a luchar, mientras que otra se quedaba en la base. La legión era trasladada, sí, pero sólo en parte. Se eximía, primero, a los más viejos, a los veteranos, a los que tenían alguna hernia o huellas de heridas que no habían sido superadas con el paso del tiempo. Luego venían -si resultaba posible, pero no siempre lo era- los que, de manera bastante irregular, habían contraído matrimonio y quizá hasta tenían hijos. De hecho, no pocos de sus hombres habían dejado en la ciudad a algún pequeño, a una esposa, a una concubina. Él, desde luego, no se había librado. Demasiado joven, soltero, sin concubina siquiera. Era consciente de que si había guerra, sería siempre de los primeros en ser enviado. Y ahora… ahora tenían que enfrentarse con los partos. ¿Quiénes eran aquellos partos? Bárbaros, sí, pero ¿qué clase de bárbaros? ¿Eran como los mauri que moraban cerca de las arenas de África y que ahora llenaban atestados pisos en Roma? ¿Eran como los germanos, altos y de largos cabellos, que se resistían a aceptar el imperium de Roma? ¿Se parecían a tantos pueblos -galos, iberos, griegos- que habían terminado aceptando que no podía existir nada mejor que ser gobernados por el emperador? Lo ignoraba y, en cualquier caso, ¿qué importaba?

– Optio, no te distraigas.

Observó al tribuno laticlavio que acababa de dirigirle la palabra. ¿Qué edad podía tener? ¿Veinte? ¿Veintiún años? Con seguridad, no había cumplido los veinticinco. Ése era justo el tipo de oficial que más le costaba soportar. No procedía del ejército ni solía tener experiencia castrense. Se trataba únicamente de uno de los hijos de la clase senatorial. Cuando los demás romanos estaban ya hartos de pasar penas, ellos salían de sus villas, abandonaban sus baños lujosos, renunciaban -por lo menos en parte- a sus platillos exquisitos y recibían un cargo de tribuno sin mover un dedo. Al final, nunca se quedaban en las legiones. Pasaban por ellas con la mayor rapidez posible y, acto seguido, se presentaban a alguna de las elecciones que se celebraban en Roma. Presumían de la defensa que habían realizado del limes, de su fervor por la patria, de su lealtad al emperador. La verdad, sin embargo, era que no recordaban a ninguno de sus antiguos compañeros de armas. Tampoco estaban dispuestos a echarles una mano para un traslado de destino o para que se les otorgara alguna más que merecida recompensa. No. Para ellos sólo habían sido peldaños sobre los que trepar en su ascenso hacia el poder. Y éste no era de los peores…

– Vigilaba a los hombres, domine -respondió Valerio con una voz impregnada del respeto obligado aunque no sentido.

– Como es tu obligación, optio -dijo con displicencia el tribuno laticlavio-. Cobras paga y media.

No esperó respuesta. Clavó los talones en los ijares del caballo y se separó con un trote suave de Valerio.

Paga y media. Sí, era cierto. Si los legionarios percibían trescientos denarios de plata al año distribuidos en cuatro pagos, a él, un optio, el hombre que mantenía el orden en las filas, el que se valía de un bastón para golpearlos si rompían el orden en medio de la batalla, el que sustituía al cinturón caso de caer, le correspondían cuatrocientos cincuenta. El hecho de que hubiera recibido ya una mención honorífica no le añadía un denario de paga. Y no estaba del todo mal si llegaba a cobrarlos porque no siempre sucedía. Y todavía le quedaban dos décadas largas para poder retirarse…

Meditaba en su licencia cuando los vio. No eran como los mauri, aunque su piel distaba mucho de ser clara. Tampoco se parecían a los germanos. Vestían con colores vivos y montaban en unos corceles de aspecto envidiable. Por lo que se refería a los arcos que sujetaban, eran extraños, sí, extraños era la palabra exacta para definirlos.

– ¡Centurión! -gritó Valerio mientras corría hacia su superior inmediato.

– Los he visto. Di a los hombres que se preparen. No sabemos si son hostiles.

– Llevan arcos -comentó Valerio sin apartar la vista de los jinetes y procurando que sus palabras no sonaran irrespetuosas.

– Sí, eso salta a la vista, optio. Pero no hay que precipitarse.

– ¿Sabemos dónde andan los exploradores? -se permitió indagar Valerio.

El centurión torció el gesto. Sí, resultaba extraño que no les hubieran alertado de aquella presencia. A fin de cuentas no eran buhoneros ni prostitutas, sino hombres armados y a caballo.

– Voy a informar al legado. Tú sigue atento, optio.

Fueron sus últimas palabras. Justo las que pronunció antes de que una flecha parta se hundiera en su garganta arrancándolo del mundo de los mortales.

4 RODE

El carro se detuvo con un brusco frenazo y el cuerpo de Rode se vio empujado hacia delante, casi provocando su caída.

– ¡Ten más cuidado! -chilló una prostituta gorda que estaba sentada detrás de Rode-. No vas a dejarnos un hueso sano.

– A ti seguro que no se te quiebran -respondió el conductor-. Bien envueltos los llevas en tocino.

– Será perro… -exclamó la mujer-. ¿No será que me confundes con tu madre?

El conductor volvió el rostro hacia la ramera. A juzgar por su expresión, no le había gustado la referencia a la mujer que le había dado el ser.

– Mira por dónde, me parece que tienes razón y que vas a llegar al castra con algún hueso roto… -masticó la palabra.

– ¿Ah, sí? -respondió la prostituta llevándose las manos a las caderas con gesto desafiante-. ¿Y quién me los va a romper? ¿Tú, so eunuco?

– Te vas a enterar, lupa -gritó el hombre mientras saltaba del pescante.

– Vamos, vamos… no te pongas así. Es como es. Pero ¿te vas a enfadar con una vieja? -gritaron alarmadas las mujeres que iban en el carro.

– ¿A quién llamas tú vieja, asquerosa? -preguntó la prostituta con las venas del cuello hinchadas por la cólera. -Oye, asquerosa lo será…

– ¡Basta!

La escueta orden sonó como un trallazo en medio de la algarabía desatada por las mujeres.

– Aquí -continuó la misma voz- habéis venido a servir. ¿Os enteráis? ¡A servir!

El silencio, verdaderamente sepulcral, se extendió con la rapidez del aceite por el lino nada más sonar aquellas frases salidas de la boca de un legionario encrespado por la misión que le habían encomendado. Nada más y nada menos que la de custodiar a las lupae que debían atender los burdeles de los castra. Él, que había servido bajo el glorioso Trajano, bajo el prudente Adriano, se veía ahora reducido a la tarea de acompañar a aquellas mujerzuelas. Se trataba -¿quién hubiera podido negarlo?- de una mercancía necesaria, casi incluso indispensable, pero demasiado perecedera. El trigo, el vino, incluso el aceite aguantaban bien un viaje como aquél, pero las rameras… enfermaban, vomitaban, necesitaban orinar a cada paso, se contagiaban, morían por nada y ¿cómo sustituirlas? No sería haciendo una requisa…

De sus primeros años Rode no sabía nada. Imaginaba que, seguramente, había sido abandonada por una madre que no deseaba tener más hijos, quizá por una esclava que prefería exponer a su criatura a la muerte que a un yugo perpetuo. Ese espacio negro de los primeros tiempos comenzaba a aclararse cuando llegaba a una edad cercana a los seis o siete años. De su corazón subían entonces unas imágenes desvaídas en las que se reconocía comiendo con otras niñas en torno a una mesa común. No habían faltado -estaba segura de ello- los pescozones, las patadas, los gritos, las bofetadas en aquellas remembranzas. Sin embargo, eran los únicos recuerdos que encendían en su corazón una débil llamita de nostalgia. No sabía Rode lo que era la felicidad, pero si hubiera tenido que encontrar en su vida algún momento que se le acercara, sin duda, hubiera estado conectado con aquellas comidas en común.

No debieron de durar mucho y ahí sí que su memoria era más exacta. ¿Qué edad podía tener? No lo sabía con exactitud, pero andaría por los once o doce años. De hecho, había tenido su primera menstruación pocos meses antes. Entonces Marcela, la vieja que les había dado de comer durante los años anteriores, la llamó aparte después de la comida.

Le habló de que pronto conocería a los hombres, de que debía ser amable con ellos, de que al principio era difícil, pero luego resultaba muy sencillo, casi divertido. Todo se lo dijo mientras la bañaba, la peinaba y le pintaba -por primera vez en su vida- los labios y los ojos. Hubiera deseado que fuera diferente, pero, por aquel entonces, no entendió nada. Absolutamente nada.

Aquella noche, Marcela la condujo, entre sombras sin luna, a una domus situada fuera de Roma. Las recibió un esclavo enjuto al que le faltaban buena parte de los dientes de la quijada superior. Aquello la amedrentó, pero sólo por unos instantes. El sentimiento se vio muy pronto sumergido por otras sensaciones. El olor desconocido de flores nunca vistas, el sonido de una fuente distinta de los pilones sucios de donde sacaba agua cada día, la anchura de un patio extenso jamás contemplado, la amplitud de unos pasillos como nunca los había visto… Alzaba la mirada hacia las paredes cuando de un tirón, enérgico y recio, recondujeron sus pasos trémulos hacia una luz situada al final del corredor.

Durante unos instantes, quedó deslumbrada por el paso brusco de la semipenumbra a una habitación iluminada con más lámparas de las que Rode había visto jamás. Aún estaba distraída con aquel cambio, cuando sintió el aliento de Marcela acercándose a su oído.

– Recuerda todo lo que te he dicho.

Hubiera deseado preguntarle en ese momento a qué se refería, hubiera deseado pedir explicaciones, hubiera deseado -eso más que nada- salir de aquel lugar que, de repente, le pareció preñado de peligros desconocidos y, por desconocidos, más terribles. No tuvo ocasión. Un hombre, vestido con una túnica impecable, sencilla, pero limpia y bien ceñida, se alzó del triclinio en el que estaba recostado y avanzó unos pasos hacia ella.

– ¿Ésta es la muchacha de la que me hablaste, Marcela? -preguntó sin apartar la mirada de Rode.

– Así es, domine -respondió la vieja con un cierto tono de temor en la voz-. Se llama Rode y…

El hombre hizo un gesto con la mano y Marcela guardó silencio. Luego movió suavemente los dedos y Rode pudo escuchar cómo la anciana y el esclavo abandonaban la estancia. Intentó volver la cabeza e incluso abrió la boca para decir algo, algo que ahora mismo no recordaba. No lo consiguió. Unos dedos delgados y férreos le agarraron el mentón y le volvieron la mirada.

– Así que Rode, ¿eh? -indagó de manera formularia.

Había asentido con la cabeza a la pregunta, mientras el hombre daba unos pasos hacia atrás y la miraba de arriba abajo. No supo entonces por qué, pero aquel gesto le produjo una insoportable turbación. Se trató de un azoramiento acompañado por un calor repentino en las orejas, por un temblor incómodo que hizo entrechocar sus rodillas y por un peso punzante en la boca del estómago.

– Bien -dijo el hombre mientras echaba mano de un racimo de uvas gordas y rojas que reposaba en una fuente-. Bien. Un poquito flaca, pero bien.

Sin apartar de ella esa mirada que tanto nerviosismo le inyectaba, se introdujo una de las uvas en la boca y la masticó pausadamente.

– Bueno, no perdamos más tiempo, Rode -dijo con la boca medio llena-. Quítate la ropa.

Fue escuchar aquellas palabras y el sofoco que colgaba de sus pulpejos se extendió como una mancha de aceite por todo su cuerpo. ¿Qué era lo que le estaba diciendo aquel hombre? ¿Qué… qué pretendía?

– Vamos, ya me has oído, Rode. Desnúdate… no puedo estar esperando toda la noche.

Esperando… esperando, ¿qué esperaba aquel hombre? Nadie respondió aquella pregunta que le martilleaba el alma con tanta fuerza como el corazón que le chocaba contra la tabla del pecho.

– Bueno, ya está bien -dijo el hombre mientras surcaba de una zancada la distancia que mediaba entre ellos.

Rode notó cómo el desconocido la agarraba por la muñeca, tiraba de ella y la arrojaba de un empujón sobre el triclinio. Antes de que pudiera darse cuenta cabal de lo que estaba sucediendo, sintió cómo las manos del hombre descendían sobre sus muslos y comenzaban a levantarle la ropa. Ignoraba lo que pretendía, pero en su interior se despertó un instinto primario, elemental, no aprendido, que le avisó de un peligro por el que no había pasado jamás. Forcejeó, pataleó, pero no le sirvió de nada. Aquellas manos, más fuertes que ninguna que hubiera sentido antes, comenzaron a desgarrarle la vestimenta, una vestimenta que, como si tuviera vida propia, empezó a subirse por encima de las rodillas, de los muslos, de las caderas.

– No, no, no, nooooo…

No logró decir más. Colocado a horcajadas sobre ella, el hombre le asestó una bofetada, y otra y otra más. Luego, cuando la niña dejó de moverse, le alzó la túnica sobre la cara y, con un gesto irresistible y doloroso, le metió una parte de la ropa en la boca. Hubiera querido chillar, gritar, morder cuando sintió que le separaban las piernas, pero la túnica se había convertido en una mordaza que la asfixiaba. Luego todo discurrió con rapidez, aunque a ella le pareció eterno. El dolor, punzante, feroz, incontenible, en el vientre; las lágrimas que descendían, calientes y copiosas, sobre su rostro; los jadeos del hombre a la vez que le propinaba dolorosos empellones en la pelvis; y la sensación de que se había orinado porque un líquido caliente había comenzado a escurrirse por sus ingles llegando a las nalgas.

Cuando se apartó de encima de ella, escuchó algo relacionado con el hecho de que Marcela no había mentido. Pero ni entendió a qué se refería ni le importó. Por el contrario, sin atreverse a realizar el menor movimiento, comenzó a sollozar, primero, de manera callada y suave, luego más continuada y ya incontenible. Permaneció así, casi paralizada, sin atreverse a realizar el menor movimiento hasta que escuchó lo que le pareció un gruñido. Dejó de respirar, temerosa de un nuevo ataque, pero unos ronquidos suaves, acompasados, satisfechos le avisaron de que, al menos de momento, no debía temer.

Con manos temblorosas, se quitó de la cara los restos de la túnica e intentó incorporarse. Un dolor agudo volvió a aparecerle en la pelvis a la vez que sentía una humedad, ahora pegajosa, en los muslos y las nalgas. Sintió una náusea que le subía desde la boca del estómago al ver la mancha roja que empapaba toda la parte central del triclinio. Apoyó las dos manos en los bordes del mueble para evitar desplomarse y luego, procurando no hacer el menor ruido, movió los pies para sacarlos de aquel revoltijo de telas sucias. Los posó en un suelo que le pareció extraordinariamente frío, pero no pudo dar un paso más. Cayó de hinojos y, sin lograr evitarlo, comenzó a vomitar.

5 CORNELIO

Roma produjo una impresión incontrolable en el alma juvenil de Cornelio. Durante sus dos décadas de vida no había abandonado apenas la villa de su padre y ahora, de repente, de manera inesperada, sin tramo intermedio, se vio inmerso en la ciudad más importante del orbe. Las calles se le antojaron inmensas vías que recordaban más a las calzadas que surcaban el territorio del imperio que a las de su pueblo. Sin embargo, a diferencia de aquéllas, las vías romanas estaban siempre atiborradas de gente, de la gente más diversa que se pudiera imaginar. Se agolpaban en ellas hombres altos de cabellos dorados, mujeres pequeñas de piel oscura y bigote hirsuto, niños de cabello crespo incapaces de pronunciar una sola palabra en latín. Se trataba de una muchedumbre abigarrada que se daba codazos, que se increpaba a gritos y que hacía todo lo posible para no verse arrollada por los carros que, a toda la velocidad posible, circulaban por las noches. Sí, ésa era una de las características de Roma que le resultaban más insoportables. Para no hacer más intransitables las calles, desde la época de Julio César estaba prohibida la circulación de vehículos durante el día. La consecuencia directa era que los comercios, las tiendas, los almacenes, las casas particulares eran abastecidas por las noches. Y, precisamente cuando se acercaba el amanecer, los conductores de los carros se esforzaban en apurar los últimos instantes de oscuridad sabedores de que si la luz del día los sorprendía desplazándose, su vehículo quedaría inmovilizado y además tendrían que abonar una cuantiosa multa.

Acostumbrado a dormir sin escuchar más ruidos que algún pájaro o algún grillo, Cornelio descubrió que Roma era una ciudad invadida por el bullicio apenas comenzaba el sol a ocultarse y que, precisamente por ello, resultaba invivible. Hubiera deseado conciliar el sueño, pero se encontró con que se lo impedían las soeces maldiciones de los conductores, el incansable traqueteo de los carros sobre las piedras de la calzada y toda una gama insoportable de sonidos que iban del graznido de las aves a los cascos de las caballerías. Los romanos -eso era cierto- parecían acostumbrados a aquella suma insoportable de estruendos, y Cornelio intentó ciertamente adquirir ese mismo hábito. No lo consiguió.

Al cabo de unos días, la llegada de la noche sólo le provocaba una desagradable ansiedad. Se tendía en el lecho sabedor de que pronto comenzaría a dar vueltas, de que sudaría, de que se irritaría, de que tendría que echar mano de todo su temple para no maldecir y de que, al fin y a la postre, no dormiría. A decir verdad, sólo cuando comenzaban a salir los primeros rayos del sol cesaba el ruido intolerable de los transportes y Cornelio, agotado de la inacabable noche, lograba dormir. Lo lograba, pero poco, porque casi de inmediato la hiriente claridad del día se dejaba caer sobre sus párpados rasgando su sueño, y los gritos de los habitantes de Roma -romanos o no- le golpeaban los oídos como si se tratara de despiadados púgiles.

Una de aquellas noches insoportables, Cornelio no pudo aguantar más el tormento nocturno y decidió salir a la calle a entretener su forzado insomnio. Bajó las angostas escaleras que llevaban desde su piso, el cuarto, hasta la calle procurando no tropezar. Las teas colocadas en las paredes despedían un humo que se agarraba a la nariz y arrancaba lágrimas, pero su luz era demasiado débil como para saber con seguridad dónde se colocaban los pies. Y había que dar gracias de que hubiera alguna luz. A partir de su piso, a medida que se ascendía hacia las viviendas superiores, las pobladas por gente que procedía del norte de África, las teas desaparecían. Así era porque se apoderaban de ellas los inquilinos para alumbrarse. La situación de incómoda penumbra experimentaba un cambio notable al acercarse a la primera planta. Como era habitual en las casas romanas, estaba ocupada por gente pudiente que deseaba encontrarse cerca de la calle y no tener que ir subiendo y bajando escaleras. Por eso, en lugar de teas raquíticas había lámparas de aceite, protegidas, eso sí, por un par de esclavos quizá no muy fuertes, pero sí dotados de un pésimo carácter.

Cornelio se detuvo precisamente al llegar al primer piso y, por un instante, disfrutó de aquella rara luminosidad que le parecía casi divina. No se recreó mucho en las lámparas porque la mirada que le lanzó uno de los dos esclavos que las custodiaban parecía decir que como despertara sus sospechas no dudaría en partirle la cabeza.

Salió a la calle y descubrió al instante que la noche resultaba desagradablemente destemplada. No llovía, no nevaba, eso sí era verdad, pero, de repente, le dio la sensación de que lo mejor sería regresar al lecho. A buen seguro lo hubiera hecho de no ser porque los gritos de unos conductores le recordaron que no tenía la menor posibilidad de conciliar el sueño. Sí, lo mejor era caminar, caminar hasta que Morfeo aceptara tomarle en sus brazos y otorgarle el descanso que le venía negando desde hacía varias jornadas.

Emprendió su camino nocturno sin rumbo fijo aunque procurando en todo momento no perderse por ninguna de las calles perpendiculares. Un descuido y regresar a su piso podía convertirse en una dificultad insalvable. Durante un buen rato consiguió pasear sin extraviarse y aquella circunstancia le causó tanta alegría que decidió cruzar a la acera de enfrente. Esperó para hacerlo a llegar a la fila de piedras altas que surcaba la vía y que, en caso de lluvia, permitía colocarse por encima del nivel del suelo y evitar empaparse los pies.

Llegar al otro lado de la vía provocó en Cornelio una inmensa alegría. Lo había conseguido. Sin compañía, sin guía y, para remate, de noche. Cuando volvió la vista hacia la casa en la que vivía y descubrió que la veía aún mejor, su gozo estuvo a punto de salirle por los poros de la piel. Estaba tan eufórico que no reparó en una pareja de hombres que venía de frente hasta que se detuvieron a unos pasos de él.

– ¿Puedes prestarnos alguna moneda, muchacho?

La petición cogió a Cornelio por sorpresa. No se trataba tanto de que quisiera su dinero, sino de que aquel sujeto se había dirigido a él con un acento extraño. Había arrastrado las palabras oscureciéndolas, como si tuviera la boca llena. ¿De dónde vendrían? ¿Serían macedonios? ¿Quizá mauri? No pudo pensarlo más. El compañero del desconocido que se había dirigido a él se había pegado al muro cortándole el paso.

– ¿Estás sordo, muchacho?

No, no lo estaba. En aquellos momentos escuchaba y veía mejor que nunca. Tanto que no se le escapó el movimiento del sujeto que le hablaba. Fue rápido, sutil, sigiloso y, sobre todo, práctico porque al extremo de la mano apareció una hoja de metal ancha y corta. O mucho se equivocaba o de un momento a otro intentaría despanzurrarlo para desvalijarlo a continuación.

– Venga. Dame lo que lleves encima.

Cornelio no abrió los labios. Jamás en su vida se había visto en una situación parecida. Sin embargo, algo en su interior le decía que era más que posible que no volviera a repetirse porque aquélla resultaría la primera y la última.

Guiado por un instinto superior a cualquier advertencia que hubiera escuchado de su padre o de su pedagogo, Cornelio fingió rebuscar en los pliegues de la toga. El gesto arrancó una sonrisa, amarilla y mellada, del hombre de la daga. Fue justo antes de que Cornelio le asestara un puñetazo en la boca del estómago, flanqueara a su secuaz con una finta inesperada y echara a correr.

Mientras escuchaba los gritos de sus asaltantes, el joven tuvo la sensación de que no era él quien se dirigía hacia un lugar, sino más bien de que las puertas, las columnas, las baldosas avanzaban hacia él de una manera vertiginosa, como si, aterradas, salieran a su encuentro. Uno de aquellos objetos empeñados en acudir a su paso fue un muro. No era muy alto ni tampoco su construcción resultaba muy sólida, pero si Cornelio no hubiera reparado en él unos pasos antes de alcanzarlo, el golpe lo hubiera lanzado al suelo convirtiéndolo en una presa inerme.

Arrancando un chirrido a la vía, torció hacia la derecha en busca de un refugio, pero, para angustiar más su acelerado corazón, lo que descubrió fue una cuesta empinada que parecía desplomarse hacia el mismo Hades. En otras circunstancias, hubiera pensado en la prudencia de bajarla o no. Ahora no podía permitirse ese lujo. Comenzó el descenso sintiendo cómo los pies se le llenaban de piedrecillas y se le arañaban las piernas en unos inoportunos matorrales. Estaba a punto de llegar al final de la loma cuando escuchó un golpe, un alarido y el roce de algo sólido contra la cuesta. Ni dejó de correr ni volvió la vista atrás, pero quedó convencido de que uno de sus perseguidores se había caído. Era alentador, pero insuficiente y ni por un instante se permitió dejar de correr.

Lo que se extendió ahora ante sus ojos no era precisamente para sentirse animado. En lugar de encontrarse con más calles, con más casas, con más lugares en los que poder esconderse, avistó un descampado pespunteado de elevaciones chatas. Sin duda, aquello debían de ser los arrabales de Roma, pero nada hacía pensar que le pudieran ofrecer algún cobijo.

Trepó ahora con dificultad una loma ancha y baja deseando con todas sus fuerzas que al otro lado hubiera un bosque, una calle, quizá un templo donde ocultarse. No había coronado el ascenso cuando un hedor penetrante y salino le invadió las fosas nasales. Se trataba de una mezcla de putrefacción añosa, de suciedad generacional, de corrupción casi inconcebible. La sensación, envolvente como si hubiera entrado en una humareda, se hizo punto menos que insoportable cuando comenzó a descender. Fue entonces cuando experimentó una sensación gélida en torno a los tobillos.

Se trataba de agua. Sí, eso debía de ser porque percibió un líquido que golpeaba la parte baja de sus pantorrillas. No se trataba de un fluido limpio. De hecho, pudo notar cómo algunos objetos indefinidos, viscosos e inidentificables chocaban contra él e incluso se le quedaban adheridos. Ahogó como pudo una arcada y comenzó a adentrarse en una corriente que fue empapando sus rodillas y sus muslos hasta alcanzarle la cintura. Sólo sintió inquietud cuando se percató de que los pies se le hundían en el fondo. Aquello no debía de ser un riachuelo. Sí, casi con total seguridad se trataba del río Tíber. ¡El Tíber! Sabía de sobra lo que era un río como para estar advertido del riesgo que suponían una hoya o un remolino. Un mal paso y, desde luego, se libraría de sus perseguidores, pero sólo para morir ahogado.

Suavemente, se dio media vuelta y clavó los talones en el fondo. Luego, despacio, prudentemente, se agachó hasta que el agua le llegó a la barbilla. No tardó en descubrir a los ladrones nocturnos. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, captaron dos siluetas que movían las cabezas a derecha e izquierda. Sí, de momento, no lo veían.

Con los ojos y la nariz apenas sobresaliendo del agua observó cómo sobre la maloliente superficie flotaban los objetos más inesperados. Ramas desgajadas de algún arbolillo, una fruta mordisqueada, un pez panza arriba… Reprimió un gesto de repugnancia al comprobar el cuerpo yerto y rígido de una rata. Debía de encontrarse cerca de una cloaca. Pero eso de momento carecía de importancia si lograba escapar de aquellos hombres. Durante un rato discutieron en una lengua que Cornelio desconocía -con seguridad no era latín, pero tampoco griego-, al final, dieron media vuelta y desanduvieron el camino que llevaba hasta la loma.

Cornelio no sacó el cuerpo de aquella agua repugnante hasta que los ladrones desaparecieron al otro lado del cerro. Aun entonces contó hasta doscientos antes de comenzar el camino hacia la orilla. La alcanzó tiritando y despidiendo una fetidez que le llenó de vergüenza, como si se debiera a su propia desidia y falta de higiene. Respiró hondo intentando que el aire que entraba en sus pulmones le pudiera devolver un ánimo que había perdido totalmente. Y ahora, ¿cómo iba a regresar a casa? De no haber estado empapado y despidiendo aquella peste, hubiera esperado a que saliera el sol, pero ahora la sola idea de que pudieran verle en esas condiciones por las calles cercanas a la suya le provocó un insoportable calor en las orejas.

– No hueles a perfume…

Dio un respingo al escuchar la voz, pero cuando vio al sujeto que hablaba se sintió más tranquilo. Se trataba de un anciano escuchimizado, calvo, con unos mechones de cabellos ralos y sucios pegados a las sienes. Se apoyaba en un bastón, pero difícilmente se le hubiera podido considerar peligroso.

– El río… -intentó justificarse Cornelio.

– El camino a la cloaca, querrás decir -le corrigió el recién llegado-. ¿Por qué te has metido ahí? ¿De quién huías?

– De unos ladrones -respondió el joven intentando contener los escalofríos.

– Sí, claro -comentó con un movimiento comprensivo de cabeza-. Si no, es imposible entenderlo.

Cornelio se llevó las manos a los brazos y comenzó a frotárselos. La sensación de frío había pasado de ser desapacible a resultar punto menos que insoportable. Hubiera preferido no tener delante a aquel incómodo testigo de su lamentable estado, pero la situación era la que era.

– Necesito volver a casa… -dijo Cornelio con un hilo de voz.

– Desde luego -reconoció el vejete-. ¿Dónde vives?

– Cerca del templo de Flora…

– ¿Por la calle de los Barberos? -indagó el anciano. Cornelio asintió con la cabeza.

– Pues ya te has dado un buen paseo, ya… -exclamó el hombrecillo mientras agitaba la diestra-. ¿Y desde allí te has venido corriendo?

Cornelio volvió a responder afirmativamente.

– Desde luego, lo que es la juventud… Vamos, intento yo darme esa carrera y me queman en la pira funeraria ese mismo día.

– Te daría un par de sextercios si me ayudas a regresar a casa -dijo el joven cada vez más aterido.

– Cinco -respondió con inesperada energía su interlocutor.

– Tres -tartamudeó un helado Cornelio.

– Adiós, hijo -respondió el anciano dándose la vuelta.

-Quo vadis? <strong>[3]</strong> -gritó-. ¡Espera! ¡Espera! Te daré los cinco sextercios.

Las palabras de Cornelio fueron acogidas por una sonrisa desdentada y curtida en luchas cotidianas que se habían dilatado durante décadas.

– Venga. No perdamos más tiempo.

6 ARNUFIS

Durante los tiempos siguientes, Arnufis recordaría lo decepcionante que había sido su encuentro con la ciudad de Roma. A decir verdad, cuando el carro alquilado por Demetrio entró en la urbe, no tenía una idea exacta de lo que podía encontrarse. Sin embargo, aunque fuera de una forma difusa, esperaba que la capital del imperio superara a Alejandría, a Antioquía o a Éfeso, tres ciudades donde había pasado algunos años.

La desilusión se había apoderado de él casi desde el primer momento. De entrada, Roma le había parecido una urbe desagradablemente atestada de no romanos. Por supuesto, los extranjeros no resultaban extraños en otras ciudades, pero se trataba de gente bien distinta. En Efeso, había algún romano encargado de mantener el orden, griegos procedentes de otras poleis, una riada continua de peregrinos que venían a adorar a Artemisa, la diosa de docenas de pechos, virgen y madre de dioses y, por supuesto, algunos judíos velludos y desagradables como solía ser la gente de su raza. Sin embargo, a eso se reducía todo. Al fin y a la postre, se trataba de una ciudad griega encajada en el omnipresente orden romano. Lo mismo, con ligerísimas variaciones, podía decirse de Alejandría y de Antioquía. A fin de cuentas, los que no eran naturales del lugar resultaban gente que acudía temporalmente a comerciar o dejar dinero, o pequeñas colonias que vivían en barrios específicos sin mezclarse con nadie ni, como debía exigirse, ocasionar molestias. Pero Roma… ¡ah, Roma! En Roma no existía separación alguna. Uno podía encontrarse por todas partes a aquella gentuza. Sí, gentuza. No exageraba un ápice.

La chusma que deambulaba por las calles de Roma, mezclada en repulsiva cercanía, no había acudido para comerciar y marcharse, o para quedarse sin mezclarse. Algunos había, claro, pero se trataba de los menos. La aplastante, la inmensa, la agobiante mayoría había llegado hasta las orillas del Tíber para echar raíces y vivir a expensas del imperio. ¡Y cómo se multiplicaban! ¡Como ratas! ¡Estaban por todas partes! Por arriba, por abajo, a la izquierda, a la derecha…

No había nada más que echar un vistazo a la insula, la casa de pisos, en la que vivía. Era cara. Enorme, imposible, intolerablemente cara. Si no le fallaban sus cálculos, en sólo un par de meses sus ahorros se habrían esfumado si no encontraba alguna fuente de ingresos. ¿Y qué se pagaba con tan elevado alquiler? ¿Comodidad? No. ¿Limpieza? Por Isis, desde luego que tampoco. Iban repletos de unas pelambreras que se llenaban de piojos y liendres con la misma rapidez con que se vacía una copa puesta boca abajo. ¿Tranquilidad? Ja, los romanos no tenían la menor idea de lo que podía significar esa palabra. No, no y mil veces no. Lo único que se conseguía por una cantidad que constituía un auténtico robo era un cubículo en el interior de la ciudad. Pero qué interior… por Osiris, ¡qué interior!

Los romanos -hasta donde él había podido ver- desconocían lo que era una vivienda en condiciones. Se apiñaban, por el contrario, en edificios de varias plantas a los que iban añadiendo más y más cada año. Él mismo tan sólo había encontrado una vivienda algo menos asquerosa en un cuarto, frente a un muchacho de provincias de aspecto pueblerino, y con otros dos pisos encima llenos de africanos ruidosos, molestos y de mirada desafiante. Siglos atrás esos pueblos habían sido tratados como se merecían por los antiguos monarcas de Egipto, pero desde entonces había pasado mucho tiempo. A decir verdad, los reyes del Nilo se habían extinguido y aquellos bárbaros habían continuado multiplicándose y multiplicándose y multiplicándose.

La primera noche la pasó Arnufis sumido en terribles pesadillas. Fueron sueños en los que contemplaba cómo un ejército de mauri caía sobre su pecho procedente de los pisos superiores. Al final, su peso acumulado -un peso compuesto a partes iguales de miseria y carne- horadaba los suelos y lo aplastaba. Se despertó boqueando con angustia para dormirse al poco rato y volver a emerger del sueño con el corazón latiéndole como si deseara salirse del pecho. Así hasta seis veces. Jamás había sufrido cosa semejante.

Y luego estaba la cuestión de la comunicación. Arnufis conocía como su lengua materna el egipcio, pero su dominio del griego era absoluto. A decir verdad, lo había utilizado desde la infancia. Tampoco era malo su latín. Le parecía una lengua bárbara, de sonido áspero y de estructura enrevesada, una estructura que atribuía al sentimiento de inferioridad que -estaba seguro- albergaban los romanos en su miserable interior. Sin embargo, a pesar de todo, no podía cerrar los ojos ante el hecho de que conocerlo revestía una inmensa utilidad. Lo había aprendido e incluso se había permitido leer a algunos de sus escritores para dominarlo. Pues bien, ninguno de esos conocimientos le había servido de mucho en Roma. Los extraños hablaban en sus respectivas lenguas con un desparpajo deplorable, como si no vieran la menor utilidad en aprender la lengua del imperio, al menos en su parte occidental. Por lo que se refería a los romanos… ¿qué hablaban exactamente los romanos? Le costaba creer que fuera latín. No respetaban las declinaciones, conjugaban los verbos de maneras que no conseguía comprender y, sobre todo, utilizaban un vocabulario que en no escasa medida no lograba identificar.

El problema no tenía escasa relevancia. Si su ocupación hubiera consistido en vender naranjas, le habría bastado con señalar la mercancía y hacer aspavientos a la hora de regatear; si se hubiera dedicado a comerciar con carne, le habría sobrado una docena de palabras que vocear, pero ¿cómo se anuncia un mago? ¿Cómo se vocea que se poseen los arcanos más ignotos del universo? ¿Cómo se indica con gestos que entre las manos se alberga la capacidad de curar las enfermedades más terribles y letales? ¿Cómo se muestra que se cuenta con el poder para detener las tempestades, acabar con la peste o dominar a los daimones perversos? No existía manera sin recurrir a las palabras y si no se tenían las palabras no acudía nadie y si nadie acudía, el resultado era una bolsa cada vez más mermada y la tenebrosa perspectiva del hambre y del desahucio. Al cabo de una semana, la situación comenzó a presentar un aspecto verdaderamente inquietante; tras dos, se percató de que sería prudente eliminar el consumo de algunos productos relativamente costosos; en un mes, se dijo que quizá no había sido muy sensato el venir a Roma con la intención de labrarse una fortuna.

Y entonces, de manera inesperada, una mañana Demetrio, el esclavo griego, le anunció que un grupo de personas esperaba que lo recibiera. Por unos instantes, Arnufis temió lo peor. Pensó que un arrendador irritado, un tendero al que se le debían cuentas desde hacía semanas o incluso un agente del orden venían a ponerle contra la pared y causarle una humillación mayor que las que no dejaba de sentir desde su llegada al puerto de Ostia. Su sorpresa fue mayúscula cuando quien apareció ante su presencia fue un hombre alto y de abundante pelo negro.

Se expresaba con un extraño acento -no era, desde luego, un romano culto-, pero pudo entender su latín. Así se enteró de que tenía problemas de impotencia -ocasionales, según él-, de que abrigaba dudas de que su hijo lo fuera en realidad y de que, por encima de todo, deseaba saber si su mujer le era infiel. Arnufis desplegó entonces ante el visitante un ritual entreverado de palabras pronunciadas en egipcio, de gestos solemnes realizados con sus manos largas y estilizadas, de incienso quemado y aventado por la sala. Como colofón a la ceremonia, dejó caer una yema de huevo en un tazón lleno de agua. A esas alturas, Arnufis estaba más que convencido de que el hombre en cuestión tenía dificultades en el lecho porque se prodigaba demasiado más allá de los límites del matrimonio, de que su hijo era un bastardo y de que su mujer le era infiel, lo que, dicho sea de paso, le parecía comprensible porque se trataba de un engreído estúpido. Por todo ello, le dijo que no debía derramar su semilla en mujeres que no merecieran su pujante virilidad, que su esposa le era rigurosamente fiel porque lo adoraba y que nadie pondría en duda la filiación de su hijo. La sonrisa de necia arrogancia con la que el fulano recibió aquellas palabras llevó a Arnufis a sospechar que no regatearía en la tarifa. Efectivamente, no lo hizo.

Aquel día, Arnufis tuvo oportunidad de atender a una mujer estéril -a la que aseguró que pariría un hijo varón al año siguiente-, a una matrona convencida de que la vecina le había arrojado el mal de ojo -a la que liberó de tan molesto como falso peligro- y a media docena más de personas inquietas por problemas más supuestos que reales. Chapurreaban pésimamente la lengua de Virgilio y César, pero nadie hubiera podido negarles que lo hacían con tal entusiasmo que resultaba difícil no entenderlos.

¿Les servirían de algo sus remedios? No. Arnufis no pertenecía al género de los magos que se engañaba. No, rotundamente no, salvo error, casualidad o suerte. ¿Reclamarían? Tampoco. La experiencia le decía que por autoengaño o ignorancia era altamente improbable que uno solo de aquellos memos apareciera un día quejándose. ¿A quién le agrada reconocer que es un tonto ideal para convertirse en víctima de un estafador? A nadie. ¿Quién tiene el valor para permitir que sus vecinos lo sepan? Alguno, sin duda, pero en un número tan ínfimo que casi no llegaban a alcanzar la categoría de riesgo.

Cuando las sombras se volvieron más largas y Demetrio comenzó a encender las lámparas de aceite en el interior del piso, Arnufis había recogido una cantidad nada despreciable de dinero. Se sentía algo cansado, era verdad, pero con esa fatiga agradable que casi alcanza la categoría de placentera cuando va seguida por el reposo. Sólo entonces el mago egipcio cayó en la cuenta de que ignoraba a qué se debía su repentino cambio de fortuna. Aún seguía reflexionando sobre ello cuando Demetrio le trajo una copa rebosante de vino, de ese vino áspero que, por lo visto, tanto gustaba a los romanos. Claro que, comparado con aquella porquería que llamaban garum y que echaban a todas las comidas -absolutamente a todas-, casi podía resultar tolerable. Saboreó la bebida mientras el esclavo le masajeaba con envidiable destreza los pies. Cerró los ojos, recostó la cabeza contra el muro y por unos instantes sintió la corriente de alivio que le subía por los tobillos, las rodillas y los muslos hasta posarse sobre su vientre. Y entonces…

– Demetrio, ¿sabes a qué se han debido nuestras visitas de hoy? -dijo sin abrir los ojos.

El esclavo continuó su labor con la misma meticulosidad que en los instantes previos, pero no dejó de responder a su amo.

– Kyrie, un mago siempre atrae a la gente.

– Sé que un mago atrae a la gente, pero ¿cómo se enteraron de que era un mago?

Realizó una pausa y añadió:

– ¿Se lo has hecho saber de alguna manera?

Demetrio comenzó a masajear ahora los músculos de las pantorrillas. Conocía a la perfección la técnica y Arnufis movió su columna vertebral como si así facilitara el fluido de sensaciones placenteras que procedían de la parte inferior de su cuerpo.

– Kyrie, coloqué un cartel en nuestra ventana. Arnufis abrió los ojos. Su mirada chocó con la cabeza inclinada del esclavo, nada dispuesto a que un interrogatorio lo distrajera de su obligación inmediata.

– ¿Un cartel? ¿En qué idioma?

– En ninguno, kyrie -respondió una voz procedente de algún punto situado bajo la inclinada testuz de Demetrio.

– No me hagas perder tiempo y explícate mejor -ordenó incómodo el mago.

– Kyrie -comenzó a decir Demetrio-. Algunas veces la gente que viene a veros me entrega algún dinero. Es poco y me lo guardo porque me das permiso para ello…

– Conozco de sobra lo que me estás contando -le interrumpió bruscamente el egipcio-. No te entretengas y responde.

– Pues bien, kyrie, en ocasiones, en pocas, pero alguna, he empleado ese dinero en tener comercio carnal con mujeres.

Molesto, Arnufis se pasó la mano derecha por el mentón. Lo último que deseaba escuchar a esas horas eran las aventuras de su esclavo con furcias.

– En los lupanares las muchachas no siempre conocen el griego o el latín. Muchas veces son esclavas de guerra o incluso mudas que no entienden a los clientes. Para solucionar ese problema…

– … recurren a los dibujos de las paredes -dijo Arnufis, que comenzaba a comprender.

– Sí, kyrie -comentó con entusiasmo Demetrio-. Basta con señalar un grabado y la lupa sabe lo que tiene que hacer.

– ¿Estás diciéndome que tú dibujaste en el cartel lo que podía hacer?

– Sí, kyrie. Eso hice -respondió Demetrio entregado a relajar los músculos de los muslos de Arnufis. -Tráemelo. Quiero verlo.

El esclavo no discutió la orden. Se puso en pie con rapidez y abandonó la estancia. Apenas tardó unos instantes en regresar con un cartel que sujetaba con ambas manos.

– Dámelo -dijo el egipcio acompañando su deseo con un gesto imperioso de la mano.

Arnufis clavó la mirada en la obra de Demetrio. Sin duda, era tosca, burda, incluso de dudoso gusto, y sin embargo… sin embargo, de aquellos dibujos trazados con tinta negra se desprendía una fuerza primaria y tan vigorosa como el mordisco desesperado de un animal hambriento. Apegotonadas, ante sus ojos aparecían las figuras de una mujer que lloraba viendo los hijos de otra., de un hombre encolerizado porque su esposa se besaba con un amante, de un enfermo con aspecto de moribundo y a la derecha, con un tamaño muy superior, se erguía, poderosa e imponente, una figura que sólo podía corresponder a Arnufis. Ataviado como algo que se parecía a un mago egipcio, blandía un bastón con el que tocaba un cadáver y lograba que se levantara. Debajo de todo, con letras grandes, podía leerse «ariolus». ¡Mago! ¡De manera que lo que había impulsado a aquella gente a llegar hasta la insula y subir cuatro pisos era la convicción de que podía ver el futuro! Claro que si era capaz de leer algo tan etéreo como el porvenir, ¿qué tenía de raro que conociera el pasado o que pudiera adentrarse por el presente más inmediato? ¿Cómo podía resultar extraño que además poseyera las otras virtudes trazadas por Demetrio en el cartel?

Sin apartar la mirada del anuncio, Arnufis frunció los labios y se frotó el mentón. Al final, iba a resultar que había hecho una buena compra al adquirir a Demetrio…

7 VALERIO

El optio calló y obedeció al escuchar la orden de perseguir a los guerreros armados con arcos. Inicialmente, los jinetes no parecieron reaccionar ante aquella avalancha de legionarios que se dirigía corriendo a su encuentro. Por el contrario, les observaron y clavaron los talones en los ijares de los caballos sólo cuando se encontraban a unos pasos de distancia. Si la retirada hubiera sido acelerada, atemorizada, a la desesperada, todo se habría desarrollado de acuerdo con lo esperado. Sin embargo, los jinetes se detuvieron y volvieron a contemplar desde las grupas a sus perseguidores.

– ¿Qué están haciendo? -escuchó Valerio que mascullaba el centurión.

– No os detengáis -sonó la voz del legado-. Hay que capturarlos. Vamos. Aligerad.

– Domine -dijo Grato-. Quizá se trate de una emboscada. No huyen y…

– Centurión, si se escapan me responderás personalmente -cortó el legado.

El suboficial se golpeó el pecho con el puño indicando que la orden recibida sería ejecutada.

– ¿Qué te ha dicho el legado? -le preguntó Valerio cuando el centurión llegó a su altura.

– Que los persigamos -respondió masticando cada palabra.

– Puede ser una trampa…

– No sé si es una trampa, pero tú eres un optio -cortó el centurión.

– ¡Que no escapen! -gritó Valerio, que había entendido perfectamente las palabras de su superior-. Si lo consiguen, os diezmarán.

Los legionarios sudaban por todos los poros de la piel tras la carrera, pero la perspectiva de sufrir el castigo más severo les arrancó nuevas fuerzas del cuerpo. Lo que no logró fue que atraparan a los jinetes que los esperaban a varios centenares de pasos de distancia.

Sin perderlos de vista, Valerio se dijo que aquel legado novato podía conducirlos al desastre. Si algo caracterizaba al ejército romano era su sensatez, su prudencia, su inteligencia nacidas de la experiencia acrisolada a través de mil combates en un centenar de guerras. A diferencia de lo que sucedía en otros pueblos, ellos, los legionarios del senado y el pueblo de Roma, luchaban siguiendo un orden extraordinariamente preciso. La legión contaba con una cifra de combatientes no escasa -entre los cuatro mil quinientos y los seis mil hombres-, pero su éxito espectacular no derivaba tanto de su número como de su técnica de lucha. Siempre escogía el lugar del combate en el terreno más favorable, siempre conservaba el orden de batalla y siempre seguía una táctica concreta. Iniciaba la batalla recurriendo a los velites, los soldados de infantería ligera, cuyo principal cometido consistía en cubrir el avance de la infantería pesada. Ésta se hallaba formada en tres líneas, en general de seis hombres de fondo la primera y de tan sólo tres la tercera. La primera línea recibía el nombre de hastati ya que originalmente iba armada con la lanza denominada hasta; la segunda era conocida como principes porque tiempo atrás habían sido los primeros en entrar en combate, y la tercera se denominaba) triarii, Las dos primeras líneas iban armadas con una espada y uno o dos pilan una lanza corta que podía arrojarse hasta una distancia de poco menos de cien pasos y que podía desclavarse con facilidad de los objetivos alcanzados permitiendo su reutilización. Una vez entablada la lucha, tanto los hastati como los príncipes habían sido entrenados para retirarse tras combatir durante un tiempo, siendo relevados inmediatamente por los triarii. Esta forma de luchar -aparentemente complicada- tenía unas consecuencias demoledoras sobre la capacidad de resistencia del enemigo. El recambio continuado de las líneas romanas servía para agotar a los adversarios que no contaban con una estructura similar. Cuando se llegaba a ese punto del combate, se procedía a realizar una carga de los hastati, que lanzaban una o dos nubes de pila para quebrar la resistencia de un enemigo ya muy cansado. En la lucha a espada que venía a continuación, las líneas de la legión seguían turnándose desgastando a un adversario que no pocas veces se hallaba a punto de caer exhausto. En su sencillez, aquel sistema era invencible. De hecho, a lo largo de los siglos, las derrotas siempre se habían debido a su abandono, a la sorpresa o al descuido. El descuido. O mucho se equivocaba Valerio o era ésa precisamente la conducta en la que estaba incurriendo aquel legado de veintipocos años.

Grato contempló con desaliento cómo los jinetes subían una loma desnuda y empinada. Lo hicieron con enorme soltura, casi al trote, levantando nubes de polvo amarillo, el polvo que iban a tener que tragarse para capturarlos de una condenada vez.

– ¡Vamos! ¡No os retraséis! ¡Que nadie se quede rezagado!

El optio echó un vistazo a sus hombres antes de alcanzar la cima de la colina. Presentaban un aspecto lamentable, como si acabaran de salir de un combate. No chorreaban sangre, pero estaban cubiertos de polvo e incluso sobre los rostros se había fijado una máscara que ocultaba las facciones imprimiéndoles un aspecto más ridículo que deplorable.

– ¡No os paréis! -gritó el centurión, cuyo rojo penacho transversal había adquirido una tonalidad cárdena.

Coronaron jadeantes la loma y entonces… entonces Grato y Valerio comprendieron a la perfección lo que sucedía. A sus pies se encontraba desplegada la fuerza de caballería más numerosa e imponente que hubieran contemplado jamás. ¿Cómo podía haberse concentrado aquella masa de jinetes en aquella vallonada? ¿Cuántos podría haber?

– ¿Cuántos serán? -sonó a su lado la voz del tribuno.

– ¡Cuántos son! -dijo como un eco aún más siniestro uno de los legionarios de vanguardia.

Sus palabras fueron seguidas por un estallido de gritos, por una eclosión de aullidos salidos de millares de gargantas, por un estruendo similar a aquel con el que las almas de los condenados llenan las cavernas del Hades. Se trató tan sólo de un instante porque, inmediatamente, las filas de jinetes se lanzaron sobre la loma. La alcanzaron enseguida pero, en ese momento, sólo el cuerpo central la subió al galope. Las dos alas se abrieron como si fueran los cuernos de la luna y bordearon la falda de la elevación.

– Nos van a rodear… -musitó Grato mientras su rostro se ponía lívido bajo la capa de sudor y polvo que lo cubría.

Sí, así era. Aquellos jinetes, ataviados con la ropa más abigarrada y armados con unos arcos grandes y curvos, los estaban cercando.

– Mantened la línea -gritó Valerio-. Que nadie se mueva de su puesto.

Lo importante era mantener la calma, la sangre fría, los nervios controlados. Eran bárbaros. Tan sólo se trataba de bárbaros.

– Hay que formar la tortuga -dijo Grato al legado-. Así podemos aguantar hasta que lleguen refuerzos.

El joven le escuchó con los ojos extraviados y el rostro desencajado. Resultaba obvio que era la primera vez que entraba en combate. Difícilmente lo podía haber hecho en peores condiciones. Desparramadas sobre aquella elevación, las distintas secciones habían perdido su flexibilidad habitual y aparecían quebradas, rotas, dislocadas. Si tan sólo consiguieran mantener la cohesión…

– Domine, la tortuga -insistió Grato.

– La tortuga… -balbució el legado como si no supiera a lo que se refería el centurión.

– ¡Formad la tortuga! -gritó Valerio antes de recibir la orden. Pero no lo hizo impulsado por el pánico ni movido por el deseo de insubordinarse. Se trataba simplemente de un impulso nacido de la experiencia.

Los hombres comenzaron a constituir aquella peculiar formación que había hecho famosas a las legiones. Como accionados por un resorte, los escudos delanteros se pegaron formando una muralla de metal. Al mismo tiempo, las filas que aparecían a continuación alzaron también los escudos formando un techo de metal contra los dardos y las flechas. No pudieron hacerlo en mejor momento. Sobre las protecciones de los legionarios cayó la primera lluvia de flechas y Valerio captó algunos gritos aislados. Eran los primeros heridos, los peores, los que causaban mayor desmoralización.

– ¡Mantened las filas! ¡Mantened las filas! -gritaron a la vez el optio y el centurión. Ambos sabían que si lograban conservar la calma ahora, la batalla estaría medio ganada. Una vez que hubieran trabado combate con el enemigo, nadie pensaría en las bajas ni en su miedo. Se encontrarían demasiado ocupados en salvar la vida para dejarse arrastrar por esas reflexiones.

Sin embargo, los partos no tenían la menor intención de enfrentarse en un cuerpo a cuerpo con la cohorte. Un coro de alaridos advirtió a Valerio de que el cerco acababa de consumarse. Lo habían logrado. Bueno, sólo quedaba resistir. Resistir, sí, resistir hasta que se agotaran y entonces… entonces destrozarlos a golpes.

– Nos han rodeado… -escuchó la desmayada voz del legado-. Vamos a morir todos.

Por primera vez desde que habían visto a los jinetes,

Valerio sintió inquietud. La experiencia le decía que si el caudillo aguantaba, las tropas resistirían, pero que si perdía la calma…

– ¡Centurión, ordena la retirada!

Grato parpadeó sorprendido al escuchar la orden del legado. ¿Qué estaba diciendo aquel jovenzuelo? ¿Había perdido la razón?

– Domine, no es posible. ¿Hacia dónde?

No obtuvo respuesta. En realidad, no podía ser de otra manera. El legado parecía clavado sobre la silla como si en algún lugar perdido, un sitio que sólo él podía vislumbrar, un dios lejano le estuviera dirigiendo palabras inefables. De repente, movió la cabeza como si una abeja le hubiera picado en el cuello. Parpadeó con fuerza, igual que si necesitara aclararse la vista, y abrió la boca. Pero no salió una sola palabra. Volvió a repetir el movimiento de los labios y siguió mudo. Entonces, de repente, arrancando de algún lugar perdido en lo más hondo de su alma, brotó un grito primario, desesperado, casi animal.

– ¡Retirada! ¡Retirada!

La orden del legado actuó sobre los corazones de sus hombres como el conjuro poderoso de un mago perverso. Uno tras otro, los legionarios arrojaron al suelo los escudos para poder correr con más facilidad. Salieron así despavoridos a la busca de una vida que sentían en peligro.

Se encontraron con algo bien diferente. Aún estaban a unas docenas de pasos de la llanura cuando un enjambre de proyectiles cayó sobre ellos. Se hundieron en los cuellos, en las piernas, en los rostros. Eran disparos certeros realizados por los arqueros más diestros del orbe. Los muertos se sumaban ya por docenas cuando, apresados por el desorden y el pánico, decidieron dar marcha atrás y emprender una nueva retirada esta vez hacia la cima de la loma.

– ¡No os mováis! ¡No os mováis! -gritaba Valerio logrando a duras penas mantener en cuadro a unas docenas de legionarios-. ¡Aguantad! ¡Al que dé un solo paso lo mato yo mismo!

Valerio y Grato acompañaban sus órdenes con bastonazos que descargaban con furia sobre sus hombres. No actuaban con rigor feroz porque la ira los hubiera cegado. Por el contrario, se movían impulsados por la certeza de que sólo la disciplina podría proporcionarles una oportunidad de salvarse de aquel desastre.

– Tú, no te muevas… no te muevas, te digo -gritó el optio blandiendo el bastón-. Tú, ahí, sí, quédate ahí.

– ¿Cuántos hombres nos quedan? -preguntó Grato sin dejar de mirar a los compañeros que caían atravesados por los proyectiles partos a tan sólo unos pasos de ellos.

– Unos treinta -respondió Valerio a la vez que propinaba un empujón a uno de los legionarios para situarle en su puesto.

Grato reprimió un gesto de contrariedad. Eran demasiado pocos, sin duda.

– Formad la tortuga -dijo con un tono de voz firme, pero sereno, como si buscara infundir en sus hombres la tranquilidad indispensable para sobrevivir-. Ahora mismo.

Quedó constituida justo cuando los jinetes partos, ahítos de matar legionarios, llegaron a su altura. Con un dominio absoluto de sus caballos y de sus armas, los bárbaros volvieron a disparar. Sin embargo, esta vez lo que encontraron no fue un rebaño atemorizado al que exterminar. Por el contrario, sus proyectiles chocaron con la experiencia decantada de infinidad de combates.

– No os mováis -dijo el optio-. Ni un paso, ni un paso.

– ¡Mi pie! ¡Mi pie! -gritó un legionario alcanzado por una flecha.

– ¡De rodillas! ¡Poneos de rodillas y tapaos los pies! Los hombres obedecieron sin rechistar mientras las flechas seguían lloviendo de todas partes.

– ¡Aguantad! ¡Pasad la orden!

Aguantaron. Una, dos, tres, cuatro bandadas de proyectiles cayeron sobre ellos sin ocasionarles una sola baja.

– No pueden con nosotros… -musitó un hombre arrodillado al lado de Grato.

– Por supuesto -dijo el centurión-. Por supuesto.

Durante unos instantes, descendió sobre los legionarios un silencio tan sólo rasgado por algún relincho ocasional.

– ¿Qué pretenderán estos bárbaros? -sonó la voz de otro hombre.

Valerio miró al legionario que acababa de hablar. Era joven, muy joven. Quizá incluso más que el legado… el legado, pobre novato. ¿Qué majadero habría ideado aquella costumbre de nombrar para estos cargos a niños de buena familia que nunca habían entrado en combate? Sí, era cierto que algunos daban buen resultado, pero éste… ¿Qué le habría pasado? Júpiter lo sabía, pero lo más seguro es que yaciera muerto al pie de la colina. Mal destino para el hijo de un senador. Si todo hubiera salido bien -si no hubiera perdido la cabeza-, habría regresado a Roma cubierto de gloria, de tanta como para presentarse a algunas de las múltiples elecciones que se celebraban en la capital. Edil, cuestor, censor, cónsul… todo eso hubiera podido ser. Todo, sin duda, pero ahora, posiblemente, había quedado reducido a la condición de cadáver y su espíritu andaría cruzando el río Estigio en la barca de Caronte. Si los dioses no lo remediaban también ellos cenarían esa noche en el Hades.

-Loquerisne lingua Latina? <strong>[4]</strong> -escuchó una voz teñida de un acento pesado al otro lado de la muralla metálica formada por los escudos.

Un murmullo de estupor se extendió entre los hombres que formaban la tortuga. ¿Quién se dirigía a ellos en la lengua del imperio?

-Scisne Latine? <strong>[5]</strong> -insistió el extranjero.

-Haud… haud multum scio… <strong>[6]</strong> -respondió uno de los legionarios, un sirio alistado unos meses atrás atraído por la promesa de la paga.

– ¿Quién es ese idiota? -preguntó Grato-. ¿Quién te ha dicho a ti que hables con el enemigo?

Sobre el rostro atezado y sudoroso del centurión se había dibujado un gesto de sorpresa. ¿Qué pretendía aquel bárbaro que se dirigía a ellos en un latín áspero?

-Pauci estis [7] -prosiguió la voz.

– Menuda novedad -masculló otro legionario-. Como que si fuéramos muchos, íbamos a estar aquí de rodillas, bárbaro.

El parto siguió dirigiéndose a los hombres de Grato. Hablaba en un latín claro, casi correcto, como si lo hubiera aprendido con un rector. Pero lo importante no era la profundidad de sus conocimientos gramaticales, sino su mensaje. Les dijo que no quedaba ni uno solo de sus compañeros, que todos habían muerto, que la resistencia era inútil, que, a fin de cuentas, lo más prudente era rendirse.

– ¡Nunca, bárbaro, nunca! -gritó uno de los legionarios.

Pero el parto no pareció impresionado por aquella respuesta. Continuó refiriéndose a la falta de agua, a la escasez de alimentos, a la imposibilidad de seguir luchando, a la sensatez de entregarse. Si lo hacían, acabarían sus tribulaciones; si lo hacían, se negociaría su rescate; si lo hacían, a fin de cuentas, salvarían la vida.

Grato buscó con la mirada a Valerio. Ignoraba si el parto les decía la verdad o sólo intentaba engañarlos. Le constaba, sin embargo, que su capacidad de resistencia era mínima. Podrían mantenerse de rodillas unas horas, quizá incluso un día, pero, poco a poco, los hombres se desplomarían bajo aquel sol, ahogados por el calor, sedientos y en el momento en que la tortuga se cuarteara… entonces, lo sabía de sobra, los asaetearían hasta que no quedara uno solo alentando.

– ¿Qué te parece, optio? -preguntó Grato.

Valerio no dijo una sola palabra, pero en sus ojos, castaños y serenos, Grato pudo leer con nitidez un eco exacto de sus propios pensamientos.

– Voy a salir -gritó el centurión.

Las escamas metálicas de la tortuga se abrieron lo indispensable para que Grato pudiera aparecer sin que recibieran daño alguno los legionarios. Sintió el dolor de las piernas ahora estiradas y se vio obligado a realizar un poderoso esfuerzo para que no se le doblaran mientras se encaminaba hacia el bárbaro. Era un hombre alto, de barba y bigote cuidados, de mirada altiva y profunda.

Valerio contempló cómo hablaban. Hablaban y hablaban sin que el aire le trajera una sola de sus palabras. Al final, desanduvo la escasa distancia que mediaba entre el jinete y la tortuga y desapareció en su interior.

– ¿Qué te ha dicho? -indagó Valerio.

– Son muchos y… no… no creo que siga vivo ni uno de los nuestros…

Un nuevo murmullo recorrió la tortuga.

– ¿Qué vamos a hacer? -indagó con un hilo de voz el legionario joven.

– Lo que diga el centurión -cortó Valerio.

– Sí, claro, optio -musitó el muchacho con tono atemorizado.

– El centurión -comenzó a decir Grato con amargura- cree que lo mejor es deponer las armas.

Los legionarios contuvieron el aliento. Sabían que de lo que dispusiera aquel hombre -el único mando vivo- dependía su futuro.

– No podemos seguir resistiendo -continuó Grato-. No es seguro que nos respeten. No quiero engañaros. Pero… pero tenemos una oportunidad.

– ¿Y el honor del senado y el pueblo de Roma?

Era el legionario) oven el que había formulado la pregunta.

Grato se mantuvo un instante en silencio. Luego clavó la mirada en el muchacho y respondió.

– Muerto no serás de ninguna utilidad al senado y al pueblo de Roma.

Luego miró a un lado y a otro, y añadió:

– Poneos en pie y arrojad las armas.

8 RODE

A quella noche de golpes y violación fue el umbral que, una vez cruzado, convirtió a una niña abandonada en una meretrix. Rode había dejado de ser una muchacha que ignoraba lo que podía depararle el porvenir, para transformarse en una joven que conocía de sobra lo que tenía ante sí. Vendida a un leno, se la catapultó a uno de los cubículos diminutos donde debía entregarse a hombres de vil condición a cambio de una cifra que percibía su nuevo dueño. Se trataba de una insula situada en las cercanías del Circo Máximo. Trabajó allí noche y día porque los hombres que salían de contemplar los juegos eran presa de la excitación más animal. Al parecer, la visión de la sangre y de la muerte los empujaba a realizar aquel acto con el que la Natura había decidido perpetuar la especie.

Pero la vida de Rode no se detuvo en aquellas habitaciones en las que una pintura obscena colocada en el dintel señalaba lo que cada cliente podía esperar de la meretrix. Por el contrario, a medida que iba creciendo y con los años desaparecía la juventud y se sumaban las arrugas, sus dueños sucesivos la fueron vendiendo -más bien deshaciéndose de ella- para ocuparse de otros menesteres. Si Rode hubiera contado con alguna instrucción, si se hubiera tratado de una actriz o de una danzarina, si incluso hubiera sido una mujer libre, con el paso del tiempo habría acumulado un peculio para retirarse algún día. Lo mismo podía decirse de las prostitutas que atendían en tabernas, mesones o panaderías. Algunas -pocas, pero algunas- llegaban a convertirse en las amantes de dueños viejos y necesitados de un cuerpo cálido por la noche y una administración sólida por el día. Hasta las bustuariae que se colocaban cerca de las tumbas en busca de clientes o las ambulatrices que recorrían las calles tenían alguna posibilidad, por escasa que fuera, de salir de aquella sórdida servidumbre. No era el caso de Rode, que ni sabía hacer nada aparte de permitir que los hombres la usaran ni era libre. Así, en el curso de los años siguientes, fue recorriendo distintos lupanaria y fornices en los que, más de forma experimental que didáctica, se fue adaptando a las servidumbres de su ocupación.

Nunca aprendió a leer, pero sabía cómo acelerar la consumación del deseo de sus clientes. Jamás supo escribir ni siquiera su nombre, pero consiguió llegar a regatear la tarifa y los pluses con una habilidad no pequeña. Todo aquello sucedió a la vez que se hacía con los rudimentos del arte de la defensa propia. Se los enseñó un legionario viejo al que cambió el relato de sus experiencias por algunos coitos gratuitos. El hombre -al que la edad tampoco le permitió aprovechar demasiado el pacto- le indicó los puntos neurálgicos en el cuerpo de un varón. Así, Rode aprendió dónde golpear si la sujetaban, dónde clavar el estilete que siempre llevaba encima si la amenazaban e incluso dónde provocar un enorme dolor sin dejar luego una huella que pudiera hacerla acreedora a la flagelación u otra pena peor. No era un mal hombre aquel militar veterano. Incluso le habló de comprarla y de convertirla en su concubina. No pudo ser. Los hijos eran demasiado codiciosos y no deseaban una madrastra, tanto si era virgen como meretrix, joven o vieja.

A esas alturas, Rode era una mujer adiestrada pasablemente en su oficio. Nunca llegaría a hacerse famosa por su dominio del ars amatoria, pero sus clientes solían quedar satisfechos. Sabía cuándo tenía que escucharlos, cuándo debía cortar su verborrea y cuándo lo más prudente era que llamara al encargado para evitar que todo acabara a golpes. Quizá por eso, logró pasar los años con sólo un par de palizas -una se la dio un verdulero borracho y la otra un matón procedente del norte de Africa- y una cicatriz que apenas se veía cuando la luz era escasa.

Cuando cruzó la línea que señalaba las dos décadas de existencia, Rode sabía que cada nueva jornada en la que contemplaba la luz del sol al amanecer constituía algo tocado de manera extraordinaria por algún dios. El saber de qué divinidad se trataba constituía un asunto ya más arduo. Al carecer de familia, Rode no poseía los dioses manes, lares y penates que eran objeto de culto en cada hogar romano. Ni conocía a sus antepasados ni tampoco poseía un lugar que necesitara protección especial de los dioses. Sus amos, por supuesto, sí contaban con esos lares, pero, pensaba ella, seguramente ya tenían bastante con dispensarles protección y no iban a ocuparse de ninguna de sus meretrices. Por lo que se refería a sus compañeras, todas ellas eran mujeres que creían en algún dios o diosa que pudiera preservarlas de las enfermedades o las palizas, que fuera capaz de evitar sus embarazos, y que incluso, en una extraordinaria muestra de favor, poder y gracia, lograra arrancarlas de aquella existencia.

Rode lo ignoraba, pero, en otra época, Genita Mana, Acca Larentia o Carna hubieran sido divinidades que se habrían ofrecido como opciones atractivas para ayudarla a enfrentarse con el miedo a la enfermedad, la desgracia o la miseria. Ahora sus adoradores eran muy escasos y Deméter, Dionisos, Hécate o Cibeles gozaban de más devotos. Sin embargo, no se inclinó por ninguna de ellas. El objeto de su elección acabó determinándolo un episodio peculiar.

Una mañana en que el número de clientes era bajo y disponía de algo de tiempo libre, se acercó al cubículo cercano para charlar con Albina, una esclava algo mayor que ella. Para sorpresa suya, la encontró lavándose con notable dedicación, como si fuera a acicalarse. No es que fuera extraño que una prostituta se lavara, pero, por regla general, esperaban a terminar la jornada de trabajo para hacerlo. Además, ¿qué sentido hubiera tenido limpiar algo que iba a volver a ensuciarse en tan sólo unos instantes?

– ¿Ya has terminado? -había preguntado sorprendida Rode.

Albina se había vuelto hacia la puerta y había sonreído. Sin duda, su sonrisa hubiera resultado hermosa de no faltarle un par de dientes de la mandíbula superior.

– No -respondió con un tono alegre en la voz-. Es que viene a verme Julio.

Rode tenía una vaga idea de la persona a la que se refería su compañera.

– ¿Y qué tiene de especial? -indagó mientras señalaba con la mirada la jofaina que Albina utilizaba para asearse.

– Ah, Rode, Rode -fingió protestar la meretrix-. Julio tiene de especial que es un regalo de Glykon.

– ¿De quién? -preguntó sorprendida Rode.

Albina dejó en el suelo el paño con el que se estaba secando, apartó el lebrillo y salvó la escasa distancia que la separaba de una cestilla colocada en el suelo. Rebuscó en ella y, finalmente, extrajo algo que mostró con una expresión radiante.

Rode se esforzó por captar lo que le enseñaba su compañera, pero la luz era tan mala y el objeto tan pequeño que no lo consiguió.

– No lo veo, Albina. Como no me lo acerques…

– Sí, claro, claro, tienes razón -dijo la meretrix mientras se acercaba a la puerta-. Aquí está.

Rode contempló lo que Albina sujetaba en la diestra.

Era una figurilla pequeña, pero bien hecha. Debía de estar confeccionada en piedra y su forma resultaba, sin ningún género de dudas, peculiar. Se trataba de una serpiente cuya cabeza aparecía erguida, mientras que la mayor parte del cuerpo se entrecruzaba en un ovillo. Sin embargo… sin embargo, se trataba de un animal extraño. Sus ojos parecían casi humanos, aunque desprovistos de pupilas y ocupados en contemplar algo a lo lejos. Además tenía orejas como las de los hombres, aunque mucho más grandes, tanto que le descendían sobre el inicio del cuello, igual que sucedía con unos cabellos largos semejantes a los de una mujer. ¿Qué era aquello?

– ¿Es un genius? -preguntó Rode.

-Non genius, sed deus <strong>[8]</strong> -respondió con tono solemne Albina.

– ¿Unun dios?

– Sí, Rode, y qué dios… no puedes ni imaginarlo. Ha cuidado de mí durante años. A él le debo no haber enfermado nunca. Se llama Glykon.

– Glykon… -repitió Rode.

– No muchos lo conocen, pero nunca me ha fallado -insistió Albina-. Hace un par de meses, le dije que le estaba muy agradecida por lo que hace por mí, pero que… bueno, que estaba cansada de tanto tumbarme con cerdos. Quiero salir de aquí.

Rode miró sorprendida a su compañera. Nunca se le hubiera ocurrido que los dioses pudieran escuchar aquel tipo de peticiones.

– Bueno -respondió Albina-. Los dioses son como los hombres. Si tú les das, te dan, que no les ofreces nada, pues no puedes esperar nada a cambio.

– ¿Qué le ofreciste? -preguntó Rode profundamente interesada.

– Mira, tienes que tener una cosa bien presente. Si la entiendes, está todo claro. Todos los dioses, sobre poco más o menos, quieren lo mismo -respondió con aire de erudición Albina-. En primer lugar, les agrada ser adorados. Por supuesto, puedes ir a sus templos, pero eso… bueno, ya lo sabes tú bien, no siempre es fácil. Si no puedes ir tan a menudo como desearías, lo mejor es tener una imagen en casa. Así, puedes hablar con el dios siempre que quieras, le puedes pedir cosas…

– ¿Es lo que tú haces con…?

– ¿Con Glykon? Claro que sí. En segundo lugar, tienes que saber el dios que escoges. No todos sirven para lo mismo. Yo con tener salud… por eso escogí a Glykon, porque se ocupa mucho de sus devotos.

– Ya…

– Y lo más importante -continuó con su lección de religión Albina- es saber lo que le agrada. Yo le he prometido los sacrificios de animales que le gustan (que no son nada baratos, ¿eh?), las oraciones que le complacen y algún dolor propio…

– ¿Qué quieres decir con eso del dolor propio? -preguntó Rode un tanto confusa.

– Bueno, por supuesto, a los dioses les agrada que les sacrifiquen animales. Unos prefieren los perros, otros las cabras… Cada uno tiene sus preferencias. Pero además es bueno prometerles algo que nos cueste por nosotros mismos. Por ejemplo, no comer tortas de miel para complacer al dios o caminar de rodillas hasta llegar a su santuario o no ayuntarse con mujer por algunos días. Privarse de algo que nos gusta complace mucho a los dioses.

Rode no comprendió todo lo que acababa de escuchar, pero se dijo que no tenía mayor relevancia. Lo que resultaba verdaderamente importante era si lo que le estaba contando su amiga Albina se correspondía con la verdad, si, efectivamente, los dioses podían intervenir incluso en la vida de una esclava dedicada a la prostitución. Salió de dudas apenas un mes después, cuando el tal julio se llevó a Albina.

– En cuanto puedas, Rode -le dijo Albina al despedirse de ella-, consigue que alguien te haga o te regale una imagen de Glykon. Ese dios es muy poderoso y te protegerá.

A conseguirlo se aplicó Rode con verdadera diligencia. Al final, fue un imaginero el que le prometió labrarle un templete del dios de cuerpo de serpiente y orejas humanas a cambio de algunos servicios especiales.

– No quiero un templete, Cayo -respondió la esclava-. En realidad, lo que me hace ilusión es una imagen pequeña, que la pueda llevar siempre conmigo…

– Sí, claro, para poder rezarle en todo momento -dijo el imaginero, aunque Rode no captó la ironía oculta en sus palabras-. No te preocupes. La tendrás.

La pagó por adelantado, con cierta desconfianza, por si aquel hombre -como tantos otros- se aprovechaba de ella sin entregar a cambio lo pactado. Sin embargo, el imaginero no se burló de ella y cumplió lo prometido. Le entregó la imagencilla justo el día antes de que Rode partiera a su nuevo destino, un lupanar castrense situar do en el limes.

Las otras meretrices lloraron al despedirse de ella, en parte, porque se temían lo peor en aquel nuevo destino; en parte, porque veían en Rode un reflejo de su propia vida y, al derramar lágrimas por su compañera, las vertían por sí mismas. A pesar de todo, aquel lugar distó de ser desafortunado. Rode captó enseguida que los soldados eran fáciles de atender. En realidad, solos y aislados en un punto lejano del imperio, solían mostrarse más atentos -o menos brutales- que los habitantes de la ciudad de Roma. Cualquier mujer les gustaba, con cualquier cosa estaban contentos y no faltaban ocasiones en que intentaban ganarse los favores de alguna de las prostitutas llevándole vino, comida e incluso dulces. Aún más. No resultaba extraño que, llegado el caso, los más acaudalados acabaran por tomar concubina entre las mujeres que vendían su cuerpo si no eran esclavas o lograban emanciparse. Era cierto que nadie sabía lo que podría durar aquel contubernium, pero no faltaban las que un día acababan retirándose para ser matronas en algún municipio levantado en torno al viejo campamento de una legión.

No llegó a conocer Rode a ningún hombre así. Quizá no era suficientemente hermosa para poder aspirar a ello o, más probablemente, ninguno consideraba que valiera el dinero de su libertad. A pesar de todo, no estaba quejosa. Todos los días al levantarse y todas las noches al acostarse, elevaba una plegaria sencilla y no aprendida a Glykon. Le pedía que nadie la golpeara, que no le hurtaran el dinero de su trabajo, que su amo no la humillara, y, sobre todo, que ninguna enfermedad cayera sobre ella. Temía especialmente esto último porque había podido ver en varias ocasiones cómo una meretrix que padecía alguna dolencia era despreciada y se convertía en un objeto que todos pensaban que podían maltratar.

Aquel castra no fue, ni lejanamente, la peor experiencia de Rode. Todo lo contrario. A pesar del ardor de los legionarios, trabajaba mucho menos que en Roma.

Una buena parte de los contingentes estaba siempre entregado a las tareas de la guarnición, a la vigilancia o incluso al combate. Sometidos a una disciplina rigurosa, las mujeres formaban parte escasa de su vivencia cotidiana.

Fue precisamente en aquellas tierras donde Rode conoció a la única persona con la que trabó algo parecido a la amistad. Se llamaba Plácida y era una mujer más joven que ella, aunque de aspecto muy poco atractivo. No siempre había sido así. Cuando aún podía desviar las miradas de los hombres, un cliente le había quemado el rostro. Quizá no deseaba hacerlo, quizá sólo estaba un tanto bebido, pero fuera como fuese, su aspecto quedó horriblemente deformado. La ley lo castigó a pagar una compensación al dueño de Plácida. A fin de cuentas, había dañado una propiedad que podía darle sus buenos sextercios. Su amo pensó que no se reducirían mucho los beneficios si bajaba algo la tarifa. Ganaría menos por cópula, pero más en su conjunto. La mujer -era obvio- tendría que esforzarse un poco más, pero ¿qué menos podía esperarse de ella con esa cara monstruosa? Sin embargo, los cálculos de su dueño no salieron bien. Era más barata, sí, pero los hombres sentían cierta repulsión ante aquel cuerpo joven coronado por un rostro retorcido y animal. Al final, su propietario llegó a la conclusión de que únicamente la desearían hombres que no pudieran saciarse con otras mujeres. Y así, Plácida terminó en un lupanar para legionarios, el mismo donde la conoció Rode.

La experiencia de Plácida era escasa y agradeció los consejos que Rode le daba. En su desgracia, había llegado a pensar que el simple hecho de saber cómo complacer a un legionario le dotaba de un valor especial y que, por lo tanto, podía sentir un cierto orgullo absolutamente perdido desde el día en que un borracho la convirtió en un ser deformado. Durante los tres años siguientes, recorrieron un par de castra. Se dirigían ahora hacia el tercero. La única diferencia era que de éste les habían dicho que hacía mucho frío.

9 CORNELIO

No te lo crees?

Cornelio no respondió. En realidad, ni lo creía ni lo dejaba de creer. Simplemente, le resultaba chocante.

– Pues es la pura verdad, muchachito, la pura verdad -continuó el vejete sin dejar de caminar-. Se atascan por eso y luego la peste… ¡puafff, menuda peste!

El joven guardó silencio. Tenía que reconocer que Roma no se correspondía mucho con las ideas, bien confusas por otra parte, que tenía formadas sobre la capital. Sin embargo, tampoco podía decirse que su concepto de lo que podían ser las diferencias hubiera transitado por aquellos terrenos. Era cierto que esperaba más calles que en su pueblo, pero no pudo jamás imaginar aquellas casas de hasta cinco y seis pisos, llenas de gente ruidosa, que hablaba en otras lenguas. Era verdad que se había hecho a la idea de vías más anchas que los caminos de cabras que conocía, pero no hubiera pensado nunca que estuvieran atestadas de comercios, de carricoches, de olores completamente ignotos. Era real que había imaginado que en aquella urbe inmensa podían existir ladrones, asaltantes e incluso homicidas, pero que intentaran asaltarlo en plena noche, que se salvara de la muerte hundiéndose en una cloaca y que pudiera ver lo que había contemplado… no, eso no.

Y es que lo que acababa de ofrecerse a sus ojos le había llamado la atención de una manera totalmente inesperada incluso en aquella urbe de prodigios impensables. Se trataba de una veintena de niños recién nacidos. Lo peculiar no era que contaran con pocas horas de vida -seguramente ninguno llegaba al día-, sino que estaban abandonados a la orilla de aquel trozo del trazado de las cloacas que emergía a la luz y resultaba difícil de distinguir del propio río Tíber. Alguno lloraba, era cierto, pero la mayoría estaban quietos y callados emitiendo como mucho un gemido casi inaudible, como el de un perrillo a punto de morir. Al preguntar qué era aquello, el vejete había respondido con la misma indiferencia con la que se hubiera referido a un arbusto colocado al borde del camino. Se trataba de niños abandonados por sus padres. Los expuestos a la muerte. Claro que también le había aclarado que no todos morían. Algunos, los que respiraban cuando aún llegaban las mujeres, eran recogidos para ser vendidos como esclavos. Lupanaria para ellas y minas para ellos. La mayoría -había añadido enseguida- eran niñas. Sí, rara era la familia romana que deseaba tener más de una en casa. Las que venían después de esa primera hembra -salvo que se produjera su muerte- eran carne de exposición.

Hasta ahí el vejete se había referido a todo con calma, con sosiego, de la manera más natural, pero justo al llegar a ese punto de su aburrida exposición, había recordado un detalle. Precisamente el detalle que había llamado más la atención de Cornelio. Había días en que llovía, o en que los habitantes de Roma habían orinado más de lo habitual, o en que el río había recibido un empujón del agua fundida de los torrentes. Había días, a fin de cuentas, en que el caudal del Tíber se ensanchaba y con él lo que contenían las cloacas. Cuando eso sucedía, las aguas se llevaban a los niños -aún vivos o ya cadáveres- antes de que pudieran hacerlo las alimañas o los ladrones de criaturas. No debería haber tenido mayor importancia, pero lo cierto es que aquellos cadáveres diminutos acababan atascando los servicios de limpieza de la capital. Excrementos, orines, detritus de la procedencia más diversa comenzaban a atascarse provocando el mal olor, una peste verdaderamente asfixiante, en la zona de las calles afectadas por aquella obstrucción de carne y hueso.

– No te preocupes, muchacho -dijo el vejete como si adivinara el contenido de los pensamientos de su acompañante-. Siempre acaban arreglando el problema. Huele mal, eso es cierto, y cuando sacan los cuerpecillos da mucho asco, pero todo se arregla. Mira, eso es algo que debes recordar siempre en Roma. Problemas no faltan, pero siempre, ¿me oyes?, siempre, acaban arreglándose. Por algo somos el centro del mundo.

Sí, pensó Cornelio para consolarse, eran el centro del mundo, el lugar adonde afluían todos los que deseaban encontrar gloria o servir al imperio o hacer fortuna. Y, sin embargo… sin embargo, lo único que el joven quería ahora era poder quitarse toda la inmundicia que le cubría y sentirse limpio. No hubiera podido desear nada con más ansia.

10 ARNUFIS

El dibujo, áspero pero elocuente, de Demetrio salvó a Arnufis de morir de hambre o de terminar condenado por deudas ante un tribunal romano. No era poco. Sin embargo, el mago no había navegado hasta Roma para conformarse con aquello. Durante unos meses, subsistió a costa de mujeres que deseaban saber si tenían posibilidades de quedarse embarazadas, de mujeres que ansiaban enterarse de las infidelidades -reales o supuestas- de sus maridos o amantes, y de mujeres que se desvivían por vengarse de vecinas a las que consideraban odiosas o de suegras no menos aborrecidas. Sí, sus clientes eran, en su inmensa mayoría, mujeres. Ocasionalmente, aparecía algún hombre como aquel negro aquejado de impotencia que lloraba señalándose el miembro viril como un cocinero señalaría un guiso quemado e inservible. Pero se trataba de la excepción a la regla general. Mujeres, mujeres, mujeres eran las que venían a pedir ayuda y, por supuesto, su peculio resultaba limitado y, a veces, hasta ridículo. La única diferente -¡y cuánto!- fue Lelia. Llegó una tarde acompañando a Antonia, una de sus clientes más asiduas, una mujer de pésimo aliento y dientes encabalgados a la que prodigaba consejos para retener a su lado a un amante que hubiera podido ser casi su nieto.

– Kyrie -le dijo Antonia con una sonrisa de complicidad que repugnaba a Arnufis-. Traigo a una amiga de confianza. Se llama Lelia.

La frialdad del rostro del mago no experimentó la menor variación al percibir cómo se dirigían a él en un pésimo griego. A decir verdad, le sacaba de quicio la disposición que tenían algunos romanos por aparentar una cultura de la que carecían por completo. Como buen egipcio, conocía el griego desde la infancia. Aquella arpía, sin embargo, no sabía más de media docena de palabras que empleaba a cada paso. Kyrie para referirse a él, dule para hablarle a Demetrio, kalon, kalon, para señalar que algo le gustaba. ¡Qué personaje más deplorable! A saber con qué estupidez llegaba.

– ¿Qué puedo hacer para servirte? -dijo, finalmente, Arnufis.

– Mi marido… -respondió Lelia-. Estoy segura de que me engaña con una mujer más joven.

¡Con una mujer más joven!, pensó Arnufis. ¡Qué necedad! Por supuesto. Si fuera mayor que ella, tendría que tratarse casi de una anciana.

– Permíteme tu mano -dijo el egipcio tendiendo la suya con la palma vuelta hacia arriba.

Lelia estiró la diestra en un intento de posarla sobre la del mago. Pero no lo consiguió. Como si fueran las fauces de un cocodrilo, los dedos del egipcio se lanzaron sobre la mano de la mujer cerrándose sobre ella.

– No tengas miedo -susurró mientras percibía el temor que sacudía el cuerpo de la recién llegada-. Sosiégate.

Lelia respiró hondo e intentó serenarse. No lo consiguió. En realidad, el contacto con aquel hombre le producía una turbación que no conseguía dominar.

Sin dejar de mirarla a los ojos, Arnufis le abrió la mano y comenzó a deslizar el dedo corazón sobre la palma. Sabía de sobra que no había nada que se pudiera leer en aquella superficie blanca, ahora sudorosa por la ansiedad. Por eso, no se molestaba en echarle un vistazo. No, la mirada había que mantenerla clavada en la presa, para ver cómo reaccionaba. Se trataba de algo tan sencillo -y, a la vez, tan complicado- como pescar.

– Tu esposo es infiel -dijo en la seguridad de que acertaba. Jamás había conocido a un marido romano leal a su mujer y sería demasiada desgracia que el de Lelia constituyera una excepción.

El rostro de la romana se contrajo débilmente en torno a los ojos. Vaya, vaya, así que no le causaba mucha pena… bueno, era un dato digno de consideración.

– Pero no veo un divorcio cerca -prosiguió Arnufis sin dejar de observarla un solo instante.

– Yo no quiero un divorcio… -intervino Lelia-. Si él desea llevar esa vida… pues…

– Accede a la solicitud de ese hombre joven -cortó el mago.

Lelia dio un respingo como si la hubiera tocado con un trozo de electrón cargado. Bien, bien, bien… así que tenía un pretendiente…

– ¿Cómo… cómo lo sabes? -balbució la mujer con los ojos abiertos como platos.

– Puedo leer tu mano -respondió con autoridad el egipcio-… y tu corazón.

– Y tu futuro -intervino la vieja-. No sabes cómo es, este hombre… ve todo, todo.

Lelia permaneció callada. En ese momento, se sentía abrumada, sorprendida, estupefacta. ¿Sería verdad? ¿Podía ser cierto? Entonces…

– Si… si le hiciera caso… -se interrumpió por un instante-. No… no estoy diciendo que sea como dices… pero… pero si lo fuera…

– No intentes ocultarme cosa alguna -cortó el egipcio-. No serviría de nada porque no existe posibilidad de esconder algo a mis ojos.

Lelia tragó saliva. Ahora le temblaba todo el cuerpo y resultaba imposible ocultarlo.

– ¿Me… me tratará bien?

– Mucho mejor que tu marido -respondió Arnufis-. Te desea. Mucho. Ansía hundirse en ti.

– Ya te lo decía yo -susurró la vieja al oído de la mujer.

Lelia dio un tirón y liberó la mano de la presa a la que la tenía sometida el mago.

– ¿Cómo… cómo sé que no me engañas?

El movimiento había desprendido la tela con que Lelia se tapaba el cuello dejando al descubierto un collar de no pequeñas dimensiones. Esta vez Arnufis tuvo problemas para mantener la impasibilidad. Resultaba obvio que aquella mujer era acaudalada. Mucho. Seguramente porque lo era su marido. El que iba detrás de otras. Sí, con toda probabilidad, había intentado distraerla con regalos como aquél y, si ése era el caso…

– Podría arrojarte a la calle por dudar de mí -dijo el egipcio con un tono de voz gélido-. Eso es lo que te merecerías por tu falta de confianza, por venir a insultarme a mi propia casa.

– Kyrie, mi amiga… -comenzó a interceder la vieja. Arnufis levantó la mano derecha imponiendo silencio.

– ¿Sabes, mujer, que en mis manos está desencadenar sobre ti la más terrible de las maldiciones? -Yo… yo…

– No digas una palabra -la redujo a silencio el mago-. Has pedido una prueba y una prueba tendrás. Basta con que me invites a tu domus para mostrarte mi fuerza.

Lelia palideció al escuchar las palabras del egipcio. Era obvio que la propuesta, lejos de parecerle tentadora, la intimidaba. Por un instante, Arnufis pensó que había elevado la apuesta con demasiada premura. Se maldijo interiormente. Era obvio que iba por buen camino y ahora lo había estropeado todo. No pudo evitar el, recuerdo de Sísifo, aquel fulano al que los dioses habían castigado a subir a empujones un pedrusco por la ladera de una montaña para desplomarse siempre que estaba a punto de alcanzar la cima. ¿Cómo podía haber sido tan necio? Oh, y además con una mujer de tanta fortuna…

– ¿Cuándo… cuándo quieres acudir a mi casa? -dijo con voz queda Lelia arrancándole de sus tenebrosos pensamientos.

Por un instante, Arnufis no estuvo seguro de haberla entendido correctamente. Entonces… entonces se rendía, se entregaba, se sometía.

– Pasado mañana -respondió con la mayor autoridad de la que fue capaz-. Por la noche. Invita a tus conocidos y familiares.

Cuando Lelia y su antigua cliente se marcharon, Arnufis no estaba seguro de haber logrado sus objetivos. La mujer se había negado, al fin y a la postre, a darle su dirección alegando que tenía que consultar todo con su marido. Es verdad que había repetido hasta la saciedad que consideraba un privilegio que deseara visitar su domus, pero…

El día siguiente se le hizo interminable. Mientras atendía a una verdulera, a una panadera y a dos prostitutas, no dejó de preguntarse cuándo aparecería Lelia, si es que se dignaba hacer acto de presencia. No fue a verlo. Sin embargo, le envió un esclavo con una nota. Lo esperaba a la tarde siguiente -la del día que había señalado el mago- en su domus. Había hecho extensiva la invitación a sus amigas y, aunque no podía asegurarle cuántas acudirían, estaba convencida de que no serían menos de una docena.

Arnufis dejó sobre una mesita la misiva y a continuación, de manera instintiva, se frotó las manos con satisfacción.

La domus de Lelia se hallaba situada en una zona acomodada de la ciudad. No excesivamente rica, pero sí desahogada y próspera. Era una de esas áreas en las que no se encontraba a familias de la clase senatorial, pero en las que abundaban los equites y los homines novi. En otras palabras, los que habían prosperado económicamente a pesar de no pertenecer a la clase más elevada y pugnaban casi a diario por integrarse en ella. ¿A qué podría dedicarse el marido de Lelia? ¿Trigo de Egipto? ¿Aceite y garum de Hispania? ¿Especias de Asia? Quizá a todo, o quizá a nada. En cualquier caso, sus esclavos, no eran ni escasos ni mal educados. Limpios, correctamente peinados y adecuadamente vestidos, condujeron a Arnufis y a Demetrio, a través de un pluvium y varias galerías, hasta llegar a una sala espaciosa.

-Ecce est! Ecce est! <strong>[9]</strong> -dijo Lelia dando un salto de su triclinio y encaminándose hacia el lugar donde se encontraba Arnufis-. Ya os dije que vendría.

El mago sintió la enorme excitación albergada en la mujer cuando le agarró de la mano derecha y tiró de él hacia el centro de la estancia. Sabía que no era prudente fijarse demasiado en el lugar, pero aun así a su mirada inquisitiva no escaparon la abundancia de comida, la manera ostentosa en que vestía la casi totalidad de los presentes y el aspecto de gañanes enriquecidos de los hombres. Sobre las mujeres… bueno, mejor era no pensar en lo que parecían.

– ¿Así que éste es el ariolus egipcio del que nos hablabas? -se alzó al fondo una voz ya empañada por el alcohol.

– Pues claro que lo es, Marco, claro que lo es -respondió otra cargada de incrédulo cansancio.

– Bien, ¿y qué sabe hacer este hombre? -indagó un tercero-. ¿Lee el porvenir en las tripas de los pollos?

– ¡Oh, vamos, callaos! Ya estamos cansados de vosotros y lo que queremos es divertirnos…

Sí, no cabía duda. Lo que deseaban era divertirse. ¿Acaso ansiaban otra cosa los habitantes de Roma desde el más empingorotado senador hasta el último de los miserables venidos del norte de África en busca de un mendrugo? Bien. Si lo que ansiaban era entretenimiento, no iban a quedar defraudados.

– Kyrie, te ruego que perdones a mis invitados -le dijo un hombre de ojos casi oblicuos y escaso pelo que se había acercado hasta el lugar donde se encontraba.

Arnufis lo miró. Sí, debía de ser el marido de Lelia. Un plebeyo que se había enriquecido y ahora se dedicaba a buscarse amantes jovencitas, a comprar una domus grande y a quién sabía qué otras estupideces.

– ¿Te apetece una copa de vino? -continuó hablando el calvo-. Es excelente. De Hispania, nada menos.

El egipcio no respondió al ofrecimiento. Sólo miró al hombre y le dijo:

– ¿Hay recado de escribir en esta casa?

– ¿Recado de escribir…? Pues sí, sí, creo que sí…

Arnufis abrió los brazos como si pudiera abarcar con, ellos toda la estancia y dijo:

– Todos vosotros deseáis saber si lo que Lelia os ha contado es cierto.

Un murmullo de protesta acogió la declaración del egipcio.

– Es inútil que lo neguéis -dijo sin bajar los brazos-. Lo sé perfectamente. Pues bien, quiero deciros que lo vais a averiguar enseguida. Os darán ahora recado de escribir.

Observó que dos esclavos acababan de llegar con las tablillas de cera y los estiletes. Por lo menos había que reconocer que el paterfamilias de la domus se estaba esforzando. Esperó a que todos dispusieran de material para escribir y sólo entonces siguió hablando.

– Escribid ahora en la tablilla vuestro nombre y el problema que más os angustia.

Los invitados se intercambiaron miradas preñadas de preguntas, pero el paterfamilias zanjó la cuestión.

– ¡Vamos! ¡Haced lo que os dice!

– Sí, sí, hacedlo -le secundó Lelia.

– Recogedlas -dijo Arnufis cuando se percató de que todos habían acabado de escribir.

Los esclavos obedecieron con diligencia. Resultaba obvio que estaban acostumbrados a hacerlo.

– Colocadlas en esta mesa, pero boca abajo -ordenó ahora el egipcio-. De manera que no pueda leerlas.

Una vez más, los siervos actuaron como se les ordenaba. Arnufis fingió observarlos, mientras su mirada recorría los rostros de los presentes. De momento, estaban expectantes. Como mínimo.

Esperó unos instantes a que todas las tablillas hubieran sido depositadas ante él y luego dio un paso hacia la mesa. Respiró hondo, cerró los ojos y alzó las manos hasta que los brazos adquirieron una posición casi paralela a su cuerpo. Guardó silencio unos instantes y entonces, de la manera más inesperada, lanzó un alarido. Los grititos de sobresalto que escuchó le confirmaron que había logrado su objetivo. No era otro que desconcertar a aquellos palurdos. Entonces, con los párpados cerrados, estiró la mano hasta que sus dedos tocaron una tablilla. Con gesto solemne, la elevó sobre su cabeza y describió tres círculos sobre su coronilla.

– Lucio -dijo con tono firme y solemne, como si fuera un sacerdote a través del cual un dios se dirigiera a los simples mortales-. Tu vientre te atormenta…

– ¡Es verdad! ¡Es verdad! -sonó una voz al fondo.

– Deja de preocuparte. Te curarás en dos días -cortó el entusiasmo del hombre a la vez que echaba un breve vistazo a la tablilla, la depositaba sobre la mesa y cogía otra.

Volvió a repetir el ritual de llevarse la tablilla hasta la cabeza y trazar con ella tres círculos. Sin bajarla, dijo:

– Porcia. Deseas complacer a tu esposo. Bien, nada mejor puede desear una buena esposa.

Un murmullo de risitas recorrió la estancia. Una jovencita de cabellos rojizos y tez arrebolada bajaba la vista. Sí, debía de tratarse de ella. Arnufis depositó la tablilla sobre la mesa y cogió una tercera repitiendo los pases que había realizado ya dos veces.

– Vitelio -dijo-. No debes temer por ese negocio. Saldrá bien o, en caso contrario, los dioses, que te son muy propicios, te entregarán una ganancia mayor con otro.

– ¡Por Júpiter, va a merecer la pena el haber venido! -comentó con la sonrisa en el rostro un hombre de unos cuarenta años, de pelo crespo y ojos saltones.

Nuevamente, Arnufis echó un vistazo a la tablilla, la dejó sobre la mesa y tomó otra. Repitió el ritual una y otra y otra vez hasta que terminó con el montón. No se equivocó ni una sola vez. En todos y cada uno de los casos, acertó el nombre del interesado y el problema que había escrito. En todos y cada uno de los casos, señaló un posible remedio o pronunció un pronóstico favorable. En todos y cada uno de los casos, infundió en los presentes la convicción de que estaban presenciando algo que superaba con mucho los límites de la conducta normal entre los mortales. Aquel hombre estaba poseído -¿quién podía dudarlo?- de un poder absolutamente sobrenatural, indescriptible, sobrecogedor. Esa potencia era la que le permitía adivinar lo que aparecía en cada tablilla con absoluta exactitud y añadir luego un pronóstico o un remedio.

Arnufis dejó la domus seguido por un Demetrio que, a duras penas, podía sostener todos los regalos que había recibido. Sin embargo, por encima de las monedas, del jamón, del vino, del aceite, el mago egipcio llevaba consigo algo de una importancia muchísimo mayor. La satisfacción que derivaba de la seguridad de que los días de la fortuna -de la verdadera, de la real, de la que sobrepasaba la mera supervivencia por muy holgada que ésta pudiera ser- habían llegado.

11 VALERIO

Al rendirse, los hombres del centurión Grato salvaron la vida. Durante los meses siguientes, tuvieron sobradas ocasiones de lamentar el no haber muerto combatiendo. A pesar de que lo exigieron, lo pidieron, lo suplicaron, los partos no les dieron de comer ni de beber en dos días. Dos días en los que no dejaron de caminar bajo un sol que descendía sobre ellos como sí fuera plomo derretido, dos días en los que no dejaron de recibir los golpes de sus captores, dos días en los que no dejaron de preguntarse qué sería de ellos cuando alcanzaran su destino. Llegaron, al fin y a la postre, a una población parda y polvorienta perdida en medio de la nada.

– ¿Aquí nos darán agua? -escuchó Valerio que musitaba uno de los legionarios más veteranos, un soldado cuyas carnes parecían haberse escurrido en las últimas horas como si se tratara de un odre que se hubiera ido vaciando.

Nadie se atrevió a responder la pregunta porque ansiaban que la respuesta fuera afirmativa, pero no tenían ninguna confianza en que así resultara.

Aquel día, un día en que el sol abrasador quedó empañado por unas nubes blanquecinas y desvaídas, les permitieron beber unos sorbos antes de encerrarlos en algo parecido a una cochiquera. Incluso pudieron dormitar unas horas, desplomados sobre un suelo sucio y con olor a estiércol.

De aquel sueño los arrancaron las patadas de algunos jinetes partos. Penetraron en el recinto inmundo y escogieron a tres de los cautivos. Seguramente, se trató de una selección al azar, sin razón alguna determinada, pero con un propósito obvio. Valerio, exhausto y adormilado, se percató de todo cuando ya los sacaban a empujones.

– Pero… pero ¿dónde los lleváis?

– ¿Qué van a hacer con ellos?

– ¡Bárbaros! ¡Miserables! ¡Bárbaros!

Los partos no dieron respuesta a sus prisioneros. Tan sólo uno de ellos, antes de cerrar la puerta de la pocilga, señaló un ventanuco para realizar, acto seguido, un gesto obsceno.

Por un segundo, los hombres de Grato permanecieron inmóviles sin entender nada, pero, de repente, un presentimiento los catapultó hacia la oquedad de la pared. Se agolparon como moscas que, golosas, ansiaran hartarse de miel. Hallaron acíbar.

Los legionarios caminaron unos pasos con las manos alzadas sobre el rostro, deseando proteger unos ojos que estaban cansados y enrojecidos. Por eso tardaron en percatarse de que los conducían a una plaza desnuda, situada a unos centenares de pasos de la cochiquera, y donde se erguían tres postes. Sólo cuando escucharon los rugidos de la muchedumbre que había situada en semicírculo, comenzaron a sospechar cuál iba a ser su destino. Intentaron resistirse, pero fue inútil. Unos bastonazos asestados con energía disiparon las escasas fuerzas de los desdichados. Arrancarles los harapos, atarlos y sujetarlos a los postes apenas significó un esfuerzo para los partos.

– ¿Qué pasa, optio? -preguntó uno de los legionarios a Valerio.

– No molestes -le cortó Grato, que era junto con el optio el único que podía asomar la cabeza por el ventanuco.

El legionario dio unos pasos atrás y musitó:

– Bueno… pero decidnos qué sucede…

Lo que sucedía no pudieron verlo, pero lo escucharon. Oyeron con toda nitidez los alaridos desgarradores de unos hombres a los que los partos desollaban con habilidad y delectación; y las aclamaciones de una muchedumbre ansiosa de ver el sufrimiento de sus enemigos. Los dejaron colgando de los postes para que sus últimas horas de agonía se vieran agitadas por los impactos de los excrementos y las frutas podridas que les lanzaban los partos; por los picotazos crueles y golosos de los tábanos; por las raspaduras ardientes de los rayos del sol.

– No te muevas del ventanuco, optio -dijo Grato al poco de comenzar el tormento.

– No lo haré -respondió en voz baja Valerio, consciente de que el centurión deseaba evitar a sus hombres la contemplación de aquel horror.

Tras aquella manifestación de crueldad, los supervivientes a las órdenes de Grato quedaron reducidos a veintidós exactamente. La siguiente baja fue el legionario más joven. Su muerte no se debió esta vez al deseo de entretener a los habitantes de la población. Simplemente, se había resistido a los deseos de un oficial parto de dormir con él. Tras contemplar la negativa, el bárbaro había insistido y el muchacho había terminado tirándole de la barba y golpeándole en el rostro. Lo despellejaron. Con lentitud. Para causarle el mayor sufrimiento.

Tres hombres más murieron un mes después en las minas a las que los destinaron y donde se encontraron con otros cautivos romanos. Se debió a un desprendimiento que los dejó atrapados. Suplicaron, lloraron, gritaron para que les permitieran rescatarlos, pero el jefe de los partos consideró que no merecía la pena correr riesgos de nuevos accidentes para salvar a tres esclavos que tan poco le habían costado.

Ningún hombre más murió en las minas, pero dos quedaron ciegos a consecuencia del polvillo que se desprendía de las paredes cuando las picaban. Como precaución frente a esa eventualidad, habían recurrido al expediente de taparse la cara con un trozo de tela para protegerse de aquel material que les llenaba el pecho, la boca y los ojos. La medida no garantizaba la supervivencia, pero sí convertía en más lento un proceso innegable de envenenamiento. Sin embargo, por azar, diminutas partículas de material llegaron al rostro de los hombres. Quizá un poco de agua, un poco de limpieza, un poco de higiene hubiera dejado en nada lo sucedido. No fue así y muy pronto la infección se manifestó en forma de lágrimas e hinchazón. Grato, Valerio y el resto de los legionarios intentaron ocultar a sus guardianes lo que sucedía. Sujetaban a sus compañeros cuando tenían que caminar, los colocaban disimuladamente ante el lugar de trabajo, se preocupaban de que no perdieran agua ni comida. Los acabaron descubriendo, pero, esta vez, los partos fueron desusadamente clementes. Se limitaron a degollar a los ciegos.

A partir de aquel episodio, Grato, Valerio y los restantes hombres adoptaron la decisión de mantenerse juntos a cualquier precio. Juntos seguirían siendo esclavos o juntos escaparían; juntos morirían de hambre o juntos repartirían la miserable pitanza que les dieran los partos; juntos, en última instancia, se salvarían o se condenarían. Cuando la debilidad, el desánimo, el dolor parecían insoportables, se decían los unos a los otros que no eran bárbaros como aquellos que los explotaban, sino romanos, hijos de un pueblo que había sometido el mundo y que había civilizado a mil naciones. Otros podían doblegarse, pero no ellos. Así, cada día, cada hora, cada instante que pasaba significaba una pequeña victoria en la lucha contra una muerte que nunca se presentaría plácida ni tranquila. Y ¿quién sabía si, al final, lograrían vencer en aquel enfrentamiento y los dioses permitirían que regresaran a Roma? Había que sobrevivir y esa supervivencia otorgaba por sí misma sentido a sus miserables vidas. Fue precisamente aquella decisión, aglutinada por la disciplina y el sacrificio, la que logró que, a diferencia de otras unidades que habían caído prisioneras de los partos, aquel residuo no pereciera. Y, al final, cuando casi se habían acostumbrado a la miseria y al hambre, pareció que los dioses, caprichosos y olvidadizos, habían fijado su vista en ellos. El reino de los partos, en un gesto de buena voluntad, decidió devolver al senado y al pueblo romanos los escasos supervivientes de una derrota histórica. De esa manera, los hombres de Grato regresaron a Roma pensando que habían conseguido aferrar la vida entre sus manos cuando, en realidad, en los cuerpos de algunos de ellos tan sólo se albergaba la muerte.

12 RODE

Estás segura?

Plácida asintió con la cabeza y por el ojo semicerrado, a causa de los efectos de la quemadura, asomó una lágrima brillante y débil.

– Pero… ¿pero no te pusiste el paño con vinagre?

– Sí me lo puse -gimoteó Plácida-. Como siempre.

– ¿Y era un vinagre bueno? -indagó sorprendida Rode-. Quiero decir que no se trataría de posca, de vinagre mezclado con agua.

– Era vinagre del mejor, Rode. Del mejor. Y el paño era muy limpio. Yo misma me ocupé de lavarlo.

– ¿Y te lo colocaste bien? -preguntó cada vez más estupefacta Rode.

– Mujer, lo he hecho cientos de veces -respondió Plácida mientras se quitaba las lágrimas de un manotazo-. No voy a saber cómo se hace a estas alturas…

Rode guardó silencio mientras comenzaba a recomerse los labios. Se resistía a creer lo que le estaba contando su amiga. No podía ser y no podía ser no sólo porque se trataba de una verdadera desgracia, sino también porque esa misma desdicha podía caer sobre ella como el milano que atrapa la presa lanzándose sobre ella en picado.

– ¿Entonces -dijo al fin- no tienes la menor duda de que estás embarazada?

Un sollozo apenas contenido fue la respuesta de Plácida. Rode se acercó a ella y la abrazó.

– ¿Qué va a ser de esa criatura? -balbució Plácida-. Será una esclava como nosotras… como nosotras…

– Quizá sea un varón… -intentó consolarla su amiga-. Aún es pronto para preocuparse.

– Eso sería peor -dijo alzando la voz la meretrix-. Nosotras, a fin de cuentas, siempre podemos arreglarnos, salir adelante, sobrevivir, pero un hombre… los mandan a las guerras, a las minas, a cualquier sitio, y a ellos sí que los pegan sin temor a dejarlos lisiados.

No dejaba de ser peculiar que una mujer con el rostro deformado por una quemadura realizara aquellas observaciones y, sin embargo, Rode tenía que reconocerlo, lo que decía se correspondía, sin ningún género de dudas, con la realidad. Aquella criatura que iba a nacer dentro de unos meses lo haría sometida a la esclavitud. Si se trataba de una mujer, su destino sería convertirse en una meretrix como ellas; si era un varón…

– Quizá no nazca… -dijo Rode intentando infundir un mínimo consuelo en su amiga.

– Quizá, pero si nace… si nace… nace? ¿qué será de él si nace?

13 CORNELIO

La costumbre romana exigía lavarse todos los días las manos y las piernas por razones de trabajo, pero señalaba que el baño completo -a ser posible en agua caliente- debía tener lugar cada nueve días. Sin duda, pensó Cornelio, era más que suficiente, pero tal y como había llegado a su casa después del incidente de la cloaca, no tenía la sensación de que debiera esperar tanto tiempo. Pensaba en quién podía indicarle el lugar más cercano -y adecuado- para quitarse aquella costra de detritus cuando la fortuna vino en su ayuda. Una misiva de un tal Lucio Sexto Calvo le citaba a comer en un baño. Lo normal hubiera sido invitarlo a su domus, pero era posible que Calvo deseara ocultar el encuentro. Sí, bien pensado, en medio del vapor de las termas, el contacto aparecería disfrazado con la capa de lo casual.

Cuando el baño abrió sus puertas al mediodía, Cornelio ya estaba esperando. Intentando refrenar su prisa, entró en el apodyterium. Allí se quitó toda la ropa y, mediante la entrega de una generosa propina -uno de los consejos que recordaba de su padre-, se había asegurado no sólo de que el empleado custodiara sus efectos personales con verdadera devoción, sino de que también le garantizara una cierta intimidad. En circunstancias más normales, Cornelio hubiera realizado algún ejercicio en la palestra, pero tras la experiencia de la cloaca y el cansado regreso a casa, decidió que sería mejor que su cuerpo disfrutara de la sucesión de baños a distintas temperaturas que la experiencia de siglos había terminado por incrustar en las costumbres romanas. Así, primero, entró en el frigidarium, la sala alta, pequeña y oscura, amén de rematada en cúpula con una abertura en el centro, donde se practicaba el baño frío. A pesar de que la mayoría de las mujeres se quejaban de esta parte del rito termal y de que incluso algunos varones sentían un profundo desagrado al contacto del agua semihelada sobre su piel, Cornelio experimentó un curioso placer al notarse sumergido en el líquido gélido. Procurando acompasar una respiración que se le cortaba por la bajísima temperatura, dio unas cuantas brazadas y se dijo que tenía que resistir. Se trataba de esa típica conducta juvenil consistente en experimentar circunstancias incómodas e incluso desagradables por el simple gusto de sentirse fuerte, precisamente las conductas que los más experimentados evitan meramente por comodidad y porque ya no ven sentido a pasar un mal rato sin causa alguna. Cornelio aguantó muy bien, quizá porque mientras nadaba dejaba que su imaginación discurriera pensando en lo que sería atravesar un río helado en el limes y en cómo ya estaría más que preparado para arrostrar esa dificultad. Resultaba dudoso que hubiera podido sentirse más satisfecho cuando abandonó la sala en dirección al tepidarium.

Como todas las dependencias termales que recibían este nombre, el tepidarium era una sala de paso. Sus banquillos de mármol y su ambiente templado servían para que los bañistas se adaptaran a la diferencia de temperatura existente entre el frigidarium y la sala siguiente, el caldarium. Cornelio sintió una sensación agradable en aquella habitación. A través de los brazos, las piernas, los pies e incluso las mejillas, pareció extenderse un fluido agradable y vivificador capaz de arrancar el cansancio agarrado a sus huesos durante la noche de la cloaca.

Fue precisamente cuando llevaba un buen rato en el caldarium cuando vio a un hombre que se acercaba a los más jóvenes. Contempló cómo pronunciaba algunas palabras y recibía lo que parecía una negativa. Acto seguido, se percató de que se dirigía a otro muchacho. Cornelio frunció el ceño. Nunca había conocido a un bujarrón, pero su padre le había advertido de que los había en Roma y de que tenían preferencias por los jóvenes. De tratarse de uno de esos degenerados, más valía que no se equivocara con él… Acababa de llegar a esa parte de su razonamiento cuando vio que el hombre caminaba hacia él. Contuvo la respiración. Si no lo molestaba, bueno, pues no pasaría nada, pero si le hacía alguna proposición, si se le ocurría, si…

– Soy Dionisio, esclavo de Lucio Sexto Calvo. ¿Esperas a mi amo?

Cornelio abrió la boca un par de veces antes de poder dar una respuesta. Había imaginado tanto el momento que ahora, al llegar, no sabía qué responder.

– Sí -acabó diciendo con un hilo de voz.

– Mi amo, Lucio Sexto Calvo, te espera para comer. Te ruego que me sigas.

Un tanto confuso por la sorpresa, Cornelio se puso en pie y caminó en pos del esclavo. Se trató de unos pasos apenas, justo los que mediaban entre la piscina en la que se encontraba y un reservado apartado de las miradas de todos gracias a una cortina.

– ¡Cornelio! ¡Cornelio! -sonó una voz apenas entró en la estancia-. ¡Qué alegría verte!

El hombre que acudió a su encuentro debía de tener la edad de su padre, pero no se parecía a él. A decir verdad, su aspecto resultaba peculiar. El cabello de la cabeza, no más abundante que el de su progenitor, era rizado y además presentaba un color inusitadamente oscuro. En cuanto al resto, bueno… no hubiera sabido describirlo, pero le causaba la impresión propia de observar algo artificioso.

– Bienvenido, Cornelio -dijo mientras le palmeaba los brazos-. Eres igual que tu padre a tu edad. Bueno, igual no. No, tú eres más alto. Y has decidido probar fortuna viniendo a Roma, ¿verdad?

– Mi deseo es…

– No, Cornelio -le cortó con una sonrisa Lucio-. No comiences nunca una frase diciendo «mi deseo es» o «quiero» o algo parecido. No lo hagas. Da mala impresión. Tienes que convencer a los demás de que buscas hacerles algún bien. A la persona a la que deseas sacar algo, por ejemplo. ¿Me has entendido?

El muchacho asintió con la cabeza aunque no estaba seguro de haber captado lo que le decía Lucio. -Bien -prosiguió-, y ahora dime por qué has venido a Roma.

Cornelio tragó saliva, respiró hondo y luego, de manera pausada, dijo:

– Roma necesita soldados. Quiero servirla con las armas.

Lucio abrió los ojos sorprendido por la manera en que el joven había asimilado su consejo.

– Vaya, vaya… sí que eres espabilado. Seguro que podemos encontrarte un sitio. Pero antes de entrar en harina, podríamos comer algo. ¿Te parece bien?

– Sí, domine, por supuesto -respondió Cornelio.

Lucio le hizo una seña para que se recostara en el triclinio y, a continuación, dio una palmada.

– Verás, Cornelio -comenzó a decir Lucio-. Contra lo que creen muchos, aquí en Roma no se come bien.

Hasta hace poco, nadie conocía el pan y el trigo se utilizaba para preparar la puls, una sopa viscosa.

El muchacho se calló. A él la puls no le parecía tan mala. Cuestión aparte es que considerara más prudente no hablar demasiado.

– Aquí -prosiguió Lucio- casi nadie toma algo al levantarse por la mañana. A lo sumo, un simple trozo de pan o incluso un poco de agua. Para compensar está la cena, la comida fuerte del mediodía. Pues bien, he ordenado a mis esclavos que se esmeren.

No era posible saber si se habían esmerado o no. Lo que sí resultaba innegable era que ponían todo su empeño en dar la sensación de que se afanaban ante varias mesas dispuestas en la habitación. Aunque cubiertas con manteles blancos trabajados a mano, por el número de patas podía verse que no había menos de cuatro con comida dispuesta encima. Los conocedores de la buena cocina afirmaban que la comida tenía que ir ab ovo usque ad mala, <strong>[10]</strong> es decir, del aperitivo a los postres. Lucio había dado órdenes para que se les sirvieran tres grupos de platos. El primero -la gustatio o promulsis- debía ser ligero, de manera que en la mesa ante la que se hallaba Lucio había dispuesta una selección de huevos, verduras, pescado y mariscos. En todos los casos se trataba de alimentos preparados de manera muy sencilla.

Sobre la segunda mesa, algo más ancha y larga que las otras, se apilaban fuentes y recipientes que contenían el plato principal o fuerte, la denominada prima mensa. La profusión de verduras y carnes cocinadas en una cantidad y una calidad excepcionales hubiera satisfecho al degustador más sofisticado. Rehogados, rebozados, cocidos o en salsa, los frutos de la tierra seguramente rivalizaban en gusto y sabor con las codornices, los pichones, las costillas de cerdo, los trozos de buey adobado o los jamones envueltos en harina o miel.

Los platos de la secunda mensa no cedían en sofisticación a los depositados sobre el mueble anterior. Aceitunas, frutas, pasteles y dulces se acumulaban impregnando el aire con aromas suaves y tentadores. Con todo, lo más especial, lo más delicado, lo más sugestivo era el producto oculto en una cubeta de aspecto cilíndrico. En el interior de aquel metálico cacharro se habían fundido en deliciosa mezcla la nieve traída desde largas distancias con el líquido meloso de unos melocotones escogidos. Aquel sorbete de fruta estaba llamado a ser el broche de oro para la comida.

Mientras los esclavos comenzaban a pasar ante ellos las bandejas de la primera mesa, Lucio decidió entrar en materia.

– ¿Cómo te ha ido todo en estos días?

Lucio se había dirigido al muchacho en griego en lugar de hacerlo en latín. Aquel cambio de lengua -normal entre gente de posición elevada- estaba cargado de significado. Por un lado, era una señal de que Lucio consideraba a su invitado como un hombre de cultura, un verdadero cumplido si se tenía en cuenta que era la primera vez que pisaba Roma. Pero, por añadidura, dejaba de manifiesto que lo que iban a tratar no era de escasa importancia. Todo lo contrario. Debía ser abordado en otra lengua para que los esclavos no pudieran ir con el cuento a ningún sitio.

Cornelio no era, desde luego, un erudito, pero conocía el griego lo suficiente como para hablarlo con fluidez. A muchos romanos no les gustaba, pero aquélla era la lengua de los negocios y en las casas de cualquier familia que se considerara de fuste lo normal era que los hijos varones tuvieran un preceptor que si no era griego al menos pudiera enseñar el idioma de Platón y Aristóteles.

– Bien, bien… -respondió Cornelio, que no había podido reprimir un escalofrío al recordar su experiencia de la noche anterior-. Roma es muy interesante.

– Y tanto que lo es… -señaló Lucio con una sonrisa-. Y no sabes lo que ha cambiado en los últimos tiempos. Los Antoninos están resultando unos césares extraordinarios. ¿Quién iba a decirlo? A fin de cuentas, son provincianos de Hispania. Por cierto, hablando de Hispania, quiero que pruebes este vino.

Hizo una señal y un esclavo, enjuto y calvo, se acercó con una jarra rutilante. Sin embargo, Lucio no le dejó servirlo. Por el contrario, él mismo vertió el vino procedente del dorado búcaro en una de las panzudas copas y se lo tendió a Cornelio. A continuación, contempló cómo el recién llegado deglutía con placer el rojizo líquido.

– ¿Qué te parece? -preguntó Lucio con una sonrisa de satisfacción apenas oculta.

– No… no sé mucho de vinos -confesó el joven-, pero éste parece muy bueno.

Lucio dejó escapar una carcajada. Cornelio le divertía. Sus respuestas, sus miradas, su tono de voz, su deseo de agradar, especialmente, le transportaban a una época en que había sido mucho más joven y las ilusiones tenían un sentido. Ahora los sentimientos que abrigaba su corazón eran quizá más maduros, pero, sin duda, muy diferentes.

– ¿Has probado los caracoles a la romana? -preguntó Lucio.

– No… -respondió Cornelio, al que costaba mantener el ritmo de aquellas novedades.

– Son excelentes -dijo Lucio mientras echaba mano de la cochlea, la cucharilla puntiaguda de metal que había sobre la mesa y que permitía escarbar en el interior del caparazón de los caracoles-, pero hay que comerlos con esto.

Como había señalado el anfitrión, los caracoles eran magníficos. De hecho, Lucio permitió que su invitado engullera media docena de picantes moluscos antes de volver a dirigirle la palabra.

– ¿Estás totalmente seguro de que quieres entrar en las legiones?

– Sí -respondió Cornelio con un tono de firmeza que chocaba con su edad.

– Bien -asintió Lucio-. ¿Qué sabes de la situación en el limes?

– La situación en el limes… -repitió Cornelio como si se tratara de un eco.

– Sí, eso he dicho -remachó el anfitrión antes de beber otra copa de vino-. ¿Qué sabes de ella?

Cornelio masticó pensativo los restos de comida que le quedaban en la boca, tragó y dijo:

– Hasta donde yo sé, es tranquila. El césar Marco Aurelio es un hombre sabio, un filósofo…

Lucio levantó la diestra y la agitó en el aire como si quisiera espantar una nube de insectos agresivos.

– Me temo, Cornelio -dijo al fin-, que no sabes nada.

El muchacho agachó la cabeza abochornado. Seguramente lo que acababa de señalar el amigo de su padre era totalmente cierto.

– Mira, muchacho -comenzó a explicar Lucio-. En esta vida, todo es fácil de entender si sabes cómo. Roma no es una excepción. ¿Me sigues?

Cornelio asintió.

– Bien -prosiguió Lucio-. Mira esa mesa. ¿Por qué no se cae al suelo? Muy sencillo, porque se apoya en cuatro patas. También Roma se sostiene sobre sus… llamémoslas, patas. La primera es el respeto a la ley. Nuestro ius, nuestro derecho incomparable, garantiza orden y civilización, y lo hace en cualquier punto del imperio. Lo mismo estés en Capua o en Alejandría, en Atenas o en Éfeso. En todos y cada uno de esos lugares, encontrarás ley y orden. Ley y orden. Los criminales son castigados rigurosamente, las deudas se cobran y los esclavos prófugos son entregados. ¿Me entiendes?

– Creo que sí.

– Bien -dijo Lucio sonriendo-. La segunda pata que sostiene a Roma es la relligio. Por supuesto, cada romano y cada extranjero que viva dentro de nuestras fronteras puede adorar al dios que desee. Incluso hemos levantado altares al dios desconocido porque no deseamos que ninguna divinidad se sienta ofendida porque no le rendimos culto. Sin embargo, se adore a quien se adore, tenemos presentes dos cosas. La primera, que nunca se puede despreciar a otro dios, y la segunda, que tampoco puede pasarse por alto al césar. El césar es adorado y esa circunstancia no admite discusión alguna. ¿Sigo?

– Te lo ruego.

– La tercera pata es el ejército -continuó Lucio- y resulta una pata indispensable, aún más que las otras si cabe porque sin ella nada se podría sostener. El ejército garantiza el orden y la aplicación de la ley, el ejército protege el culto de aquellos blasfemos e irreverentes que podrían acarrearnos el castigo de los dioses y el ejército defiende nuestras fronteras de los bárbaros. La pregunta ahora es ¿cómo y por qué?

– ¿Cómo y por qué? -dijo Cornelio.

Lucio esbozó una sonrisa de satisfacción mientras se acercaba un bocado a los labios.

– Empecemos por el porqué. Roma es la cima de la Historia. Hemos superado a los persas de Ciro, a los griegos de Alejandro, a cualquier pueblo, en cualquier época. Eso ha provocado envidia y codicia. Envidian nuestro progreso, nuestros avances, nuestra riqueza y además los ansían. Así es desde la época en que éramos una modesta república. Si no fuera por nuestras legiones, los mauri del norte de África, los germanos de las selvas del norte, los galos ahora sometidos habrían acabado con nosotros hace siglos. Nuestras legiones los han contenido, los han derrotado y, si ha sido necesario, los han sometido y civilizado. Si nuestras legiones no pudieran algún día -los dioses no lo permitan- defender el limes, los bárbaros arrasarían siglos de cultura. Todo el territorio del imperio quedaría reducido a la barbarie. ¿Me comprendes hasta ahí?

Cornelio asintió sin despegar los labios.

– Perfectamente -dijo satisfecho Lucio-. Ahora pasemos al cómo. Puedes imaginarte que no es fácil mantener en orden el mayor imperio que ha conocido el hombre. Por supuesto, en parte lo conseguimos porque lo que ofrecemos a los pueblos sometidos es mejor que lo que ellos tenían. Sin embargo, lo más importante es articular un cuerpo de legiones que nos permita defendernos de los ataques aunque sean poderosos, diversos y se produzcan varios al mismo tiempo. Durante las últimas décadas, no ha sido una tarea sencilla. Primero, Trajano, un hispano, logró extender nuestro limes hasta Dacia y Mesopotamia. No fueron guerras fáciles, pero nos proporcionaron la suficiente tierra entre nosotros y los bárbaros como para protegernos de una sorpresa desagradable. Su sucesor, Adriano, por cierto, también hispano, decidió evacuar alguno de esos territorios, pero reaccionó con fuerza contra los judíos que decidieron sublevarse durante su principado. ¡Ah, fue un gran césar! ¡Lástima que le diera por los jovencitos y al final de su vida anduviera llorando por los rincones o ejecutando gente! Por lo que se refiere al actual césar… Mira, Cornelio, vamos a poner las cosas claras desde el principio. Se habla de que si es un filósofo, de que si admira a esos griegos que gustan de perder el tiempo discutiendo sobre bobadas, de que si esto, de que si lo otro… La pura verdad es que ha demostrado tener una mano de hierro. Hace unos años machacó a los armenios que perturbaban nuestras fronteras y no tengo la impresión de que escribiera ningún tratado de filosofía para justificar su dureza. Hace unas semanas, los cuados, los sármatas y los marcomanos comenzaron a inquietar nuestro limes en el río Ister. ¿Qué piensas que hará Marco Aurelio ante esa amenaza?

– Lo mismo -respondió Cornelio, que experimentaba la sensación de estar recibiendo una luz excepcional sobre el funcionamiento del imperio.

– Exacto, muchacho, exacto -dijo divertido Lucio-. Eso es lo que hará.

Movió la mano y un esclavo se acercó a llenarle nuevamente la copa.

– Por cierto, Cornelio, ¿qué te parecería servir al senado y al pueblo de Roma interviniendo en esa campaña?

– Me parecería… me parecería extraordinario… -acertó apenas a responder el joven.

Lucio sonrió mientras un brillo extraño, astuto, divertido, le asomaba a las pupilas negras.

– Me alegro de que así sea -dijo-. Te he conseguido un puesto de tribuno laticlavio en las legiones que defenderán el limes junto al río Ister.

El joven abrió la boca sorprendido. Por supuesto, sabía que el amigo de su padre podía ayudarle a encontrar algún destino. Había escuchado docenas de veces que se trataba de un hombre influyente, poderoso, pero, aun así, ¿resultaba normal que actuara con tanta rapidez? Lucio abrió las manos extendiéndolas como si deseara dejar de manifiesto que no ocultaba nada en ellas.

– Roma es así, querido Cornelio. En verdad, es así.

14 ARNUFIS

El cuerno de la abundancia se desplegó generoso sobre la vida de Arnufis durante los siguientes meses. Como si una deidad generosa se complaciera en bendecirlo, a su casa comenzaron a llegar verdaderas procesiones de ciudadanos interesados en que les anunciara lo que el porvenir iba a depararles, en que les proporcionara remedios para dolencias reales o imaginarias, en que solventara sus problemas más diversos. Tan sólo permaneció en la vivienda en que habitaba dos semanas más. Resultaba demasiado miserable -sí, miserable, que no modesta- para dar entrada a aquellas personas que se arremolinaban como moscas en torno a la miel. Se cambió a otra insula no muy lejana donde pudo hacerse en encarnizado regateo con la primera planta. Sólo cuando tomó posesión de su nueva morada, se percató cabalmente de las diferencias. No disponía -hubiera sido imposible en Roma- de más silencio o de más sosiego. Sin embargo, contaba con agua corriente y, sobro todo, con un mecanismo quo le permitía desviar sus detritus hacia las alcantarillas sin que Demetrio tuviera que transportar orines y excrementos en cubos repugnantes y malolientes. Quizá no fuera mucho, pero tras varias semanas en un piso elevado le pareció extraordinario no tener que subir escaleras, no pasar por la oscuridad de los pisos apenas recortada por las humeantes teas del pasillo y no verse obligado a escuchar los cantos y alaridos de los norteafricanos de las viviendas situadas a más altura.

La Fortuna había llamado a su puerta y no parecía dispuesta a dejarle de su mano. Tan sólo mes y medio permaneció Arnufis en aquel piso bajo. La gente seguía afluyendo, comenzaron a aparecer las literas de ciudadanos acomodados y la vivienda que poco antes le había resultado lujosa se le reveló ahora como escandalosamente humilde. La tarde que salió acompañado por Demetrio hacia una domus que ocuparía en grata soledad, los acompañaba una pareja de carros donde cargaron los utensilios y muebles comprados durante aquellos escasos días. Y no se trataba únicamente de sus adquisiciones. También había que tener en cuenta los regalos de gentes agradecidas por la manera en quo había intervenido en sus vidas.

Con seguridad, ésa era la circunstancia que más satisfacción procuraba a Arnufis. Era plenamente consciente de que ganaba dinero engañando a incautos. Hasta ahí todo era normal. Siempre habría gente más avispada quo se aprovechara de los simples. Lo que no terminaba de asimilar, de ver como normal, de aceptar era que los estafados además lo estuvieran agradecidos. En cualquier momento, regresaban para darle las gracias por la manera en que los había anunciado el futuro y -maravilla de maravillas- le decían cómo se había cumplido algo que era exactamente lo contrario do lo que les había predicho. ¡Oh, profundidad de la necedad humana! ¡Oh, inescrutabilidad de la estupidez de los mortales! ¡Oh, insondabilidad de la idiotez de romanos y bárbaros!

Fue Demetrio el quo encontró la domus y en su favor había que decir que el hallazgo merecía la pena. Dividida en dos partes, el centro de la primera era un atrium y el de la segunda, un peristylum, un jardincillo ceñido con columnas que se abría a distintas estancias. Según le habían contado, esa segunda parte de la casa era una innovación en la arquitectura romana tomada de las construcciones griegas. Seguramente, porque Arnufis había conocido viviendas de ese tipo en el Oriente donde el gran Alejandro había dejado su impronta.

Sin embargo, lo que más agradeció el mago de aquella vivienda fue que estuviera volcada hacia el interior y no, como los pisos de las insulae, hacia la calle. Dentro de la domus resultaba posible aislarse, no escuchar gritos ni voces, verse a salvo del estrépito de los carruajes. Incluso las diferentes dependencias tenían una finalidad concreta. No se trataba de superficies irregulares en las que lo mismo podía dormir un esclavo que almacenarse comida o materiales de la más diversa especie. No, el cubiculum sólo servía para dormir; el triclinium, para comer, y así sucesivamente.

En aquel ambiente de orden y sosiego, había mañanas en que Arnufis se permitía la satisfacción de entretenerse en el peristylum oliendo el aire impregnado del aroma de las flores. Por supuesto, fingía -las paredes oían y no era cuestión de bajar la guardia ante cualquier fisgón- dedicarse a ocultas y sesudas prácticas ceremoniales. Incluso quemaba incienso, molía en el mortero los más diversos materiales y balbucía ininteligibles frases que los incautos tomaban por fórmulas mágicas. Sin embargo, en realidad su intención era bien diferente, disfrutar como antaño lo había hecho a orillas del río Nilo.

Se sentía Arnufis tan dichoso y sus ingresos eran tan considerables que llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era comprarse la domus e incluso plantearse la adquisición de una villa rústica donde pasar los periodos de estío. Sí, comenzó a decirse entonces, había que reconocer que Roma poseía algo especial. No era su grandeza porque existían otras ciudades de magnitudes similares. Tampoco se trataba de su belleza porque Atenas o Antioquía la superaban. Menos se podía decir de sus habitantes, que a Arnufis le resultaban enormemente desagradables. En realidad, lo singular de Roma era que, efectivamente, ofrecía oportunidades de prosperar. Por supuesto, la mayoría de los que llegaban a sus calles arrastrados por el océano de la vida no desembarcaban, sino que naufragaban. Sin embargo, la gente de talento… ¡Ah! Eso resultaba, sin duda, algo muy diferente. Ejemplos no faltaban. Si los griegos habían abierto escuelas de filosofía, los hispanos dominaban las de retórica en las que se enseñaba a hablar el latín con elegancia y corrección. Gente peculiar los hispanos. En los últimos tiempos, incluso los emperadores procedían de Hispania… y el aceite era excelente. Así, divagando sobre unas cosas y otras, la mañana transcurría grata para el mago, que, por la tarde y hasta bien entrada la noche, ofrecía sus remedios a la sociedad romana. Y entonces, precisamente cuando mejor discurría todo, cuando las cosas iban a pedir de boca, en ese momento, se produjo el cambio.

Que así sucediera se debió a algo totalmente inesperado. A decir verdad, más bien a una combinación de acontecimientos verdaderamente fatal. En primer lugar, algunos de los legionarios que defendían aquel extraño imperio perdidos entre brumas y lluvias constantes recibieron permiso para regresar a casa unos días. No tenía noticia de que antes hubiera sucedido algo semejante, pero, por lo visto, el césar se había levantado generoso una mañana y había llegado a la conclusión de que no les vendría mal un poco de sol antes de seguir dándose de golpes con aquellos tipos rubios de aspecto repugnante. Por supuesto, si lo que deseaba era únicamente exponerlos a las clementes radiaciones de Helios, podía haberlos enviado a las costas de Dalmacia, a Egipto, a Siria… a cualquier sitio, menos a Roma.

A esta circunstancia -quizá indiferente- se sumó el hecho de que uno, no más de uno, pero uno a fin de cuentas, de aquellos legionarios veteranos conocía a Arnufis. Seguramente, este hecho no tendría por qué haber interferido en su dicha de no aparecer una tercera. El legionario en cuestión se topó un día en el mercado con una de las esclavas de Lelia. No era muy agraciada ni tampoco muy limpia, pero desde hacía años venía reuniendo un modesto peculio gracias al socorrido expediente de entregarse a la práctica de la prostitución en horas libres. Como actuaba al margen de la ley, lo cierto era que no pagaba impuestos y nunca le faltaban clientes porque nadie la hubiera considerado una ramera strictu sensu. Era, más bien, una esclava honrada, una chica que no se dedicaba a la prostitución -habría que preguntarse entonces qué era hacerlo-, sino que otorgaba sus favores con cierta liberalidad y aceptaba a cambio no pagos, sino regalitos. Que los regalitos fueran dinero contante y sonante las más veces, por lo visto, no alteraba la situación.

Quizá toda aquella cadena de hechos dañinos hubiera podido detenerse aún con que la esclava y el legionario se hubieran limitado a la fornicación, a comer juntos y a alguna otra actividad placentera. No lo hicieron. En algún momento, la mujer debió de llegar a la conclusión de que tenía alguna posibilidad de acelerar su proceso de emancipación o el veterano pensar que había encontrado una fémina con la que retirarse cuando llegara la edad del licenciamiento definitivo. Llegados a ese punto, los dos comenzaron a hablar. En exceso. La esclava se puso a dar detalles sobre sus señores y, especialmente, sobre Lelia. A saber lo que pudo soltar por su boca. Y, a pesar de todo… a pesar de todo, quizá la historia hubiera acabado felizmente para él de no ser porque aquella necia se refirió a los prodigios que podía llevar a cabo un ariolus al que había conocido su dueña.

Por lo visto, el legionario no tenía ningún interés por aquella historia e incluso intentó cambiar de tema de conversación -seguramente ése fue el último instante en que todo pudo arreglarse-, pero en algún momento la ramera indicó cómo había asombrado a su señor y a una docena de familias acaudaladas de Roma.

– Así que les dijo que escribieran todo eso en tablillas de cera… -dijo, por lo visto, el legionario.

– Sí -debió de responder la muy bocazas- y fue sorprendente. Increíble. Maravilloso.

– Pues el caso es que… no sé si te lo vas a creer, Marcela (o Valeria, o Antonia o como Júpiter quisiera que se llamara la muy cotilla), pero hace años conocí a un egipcio que hacía lo mismo.

– ¿A un egipcio? Éste también es egipcio -debió de decir la lenguaraz quizá palmoteando de satisfacción.

– Sí, era todo mentira. Tuvo que salir por piernas de Alejandría para que no lo mataran.

– Pero… pero eso no se puede fingir -diría seguramente la boca grande-. ¿Cómo vas a fingir que adivinas y además acertar?

Y en ese momento, la corriente que lo arrastraba, sin que lo supiera, hacia la perdición, la vergüenza y la ruina recibió el impulso definitivo.

– ¡Oh, es facilísimo! -diría dándose importancia el hombre que nunca tendría que haber abandonado las selvas de Germania-. ¿Quieres que te lo explique?

¡Y la muy idiota, en lugar de añadir alguna moneda a su peculio y evitar crearle problemas, había dicho que sí! Claro, era mujer a fin de cuentas, es decir, padecía esa curiosidad por lo innecesario que tanto las caracteriza.

Jamás había conocido a una mujer que se dedicara a investigar el funcionamiento de las estrellas, la composición de las esferas celestiales, el arte de construir o el origen del cosmos. Todo eso las traía sin cuidado, pero si la hija de la vecina se había quedado preñada del verdulero, si el marido de una hermana era infiel o si una prima tenía un esposo que ganaba más dinero que el propio… ah, cuestiones de ese tipo las enloquecían. ¿Por qué, Isis refulgente, por qué aquella necia había tenido que contar nada de lo que había sucedido en casa de su ama? ¿Es que desconocía lo que era la discreción? Pero ¿qué iba a ser de Roma si ni siquiera podían contener la lengua de los esclavos? Un imperio que se precie lo primero que tiene que hacer es saber amordazar…

– Le desveló el truco, kyrie -le dijo Demetrio con la preocupación bordeándole los ojos tras relatarle lo sucedido-. Imagino que lo aprendió en Alejandría. Cuando…

– Sé perfectamente cuándo -cortó Arnufis con un movimiento tajante de la diestra.

Sí, lo sabía de sobra. Lo recordaba como si hubiera sucedido el día antes. Por aquel entonces, llevaba ya tres años establecido en Alejandría. No, las cosas no les iban tan bien como ahora. Sí, a pesar de todo, se defendían bastante bien. No, nada parecía indicar que fueran a progresar. Sí, pensaban quedarse una temporada más, por lo menos hasta que supieran adónde marcharse. Y entonces había llegado a su casita -porque era suya, había conseguido comprarla gracias a la estupidez de la gente- aquel griego con aspecto avispado. Agesilao. Nada menos que Agesilao. ¿A quién se le había ocurrido ponerle un nombre de rey griego a aquel miserable? Era alto, delgado, con los cabellos grisáceos y rizados en bucles redondeados. Lo hubiera tomado por un bujarrón en otras circunstancias, pero en aquellos momentos no se podía entretener con esas minucias.

– Necesito salir de Alejandría -le dijo con tono misterioso-. No quiero morir sin regresar a Grecia.

– El viaje será plácido -le había respondido.

– Por supuesto que lo será, mago -le dijo sonriendo-. Tú me vas a dar un millar de monedas de oro para que lo pueda hacer.

Al principio, ni siquiera había reaccionado. ¿Se trataba de un loco? ¿Se burlaba de él? ¿Le estaba pidiendo un préstamo?

– Resulta que sé cómo haces lo de los nombres y los problemas y cómo adivinar y todo eso. Lo sé todo. Y eso te va a costar mil monedas de oro.

Arnufis no dijo ni palabra mientras pensaba en cómo podía salir de todo aquello. Quizá sólo intentaba amedrentarlo…

– El truco es muy fácil. Infantil -prosiguió el griego-. Tan sólo hay que tener un cómplice entre los presentes. Tú coges la primera tablilla y dices cualquier cosa, la primera estupidez que se te venga a la cabeza. Por ejemplo, Androcles y los pies lo están matando. Entonces tu cómplice grita: «Sí, exacto, así es». Y mientras la gente se maravilla de tus poderes recién descubiertos tú lees la primera tablilla donde dice, por ejemplo, «Marco, no sé si divorciarme». Entonces, tú levantas aquella tablilla y dices: «Marco, no lo pienses dos veces» y, acto seguido, la lees y la dejas sobre la mesa. Así ya sabes que en la tercera aparece escrito: «Helena, me gustaría quitarme las arrugas». El caso es que, de esa manera, siempre vas una tablilla por delante. Las has leído con antelación. Sabes lo que está escrito, pero los idiotas, que te ven con los ojos abiertos como escudillas, se creen que las estás adivinando en el orden que les dices. Por cierto, mago, ¿quién dijo la primera? ¿Alguna ramera? ¿Un tendero?… déjame pensarlo. No, no, fue ese esclavo tuyo llamado Demetrio. ¿A que sí?

Sí, siempre lo hacía Demetrio. Eso y todo lo demás. Por ejemplo, el darle una paliza a su compatriota Agesilao capaz de dejarlo muerto. Después lo arrojó al Nilo y regresó a casa a comunicarle la buena noticia. En verdad lo hubiera sido, de haberse comportado Demetrio con un poco más de diligencia. Por ejemplo, pisando el cuello de Agesilao hasta rompérselo. No lo hizo. Se limitó a apalearlo, a llegar a la conclusión de que había muerto y a arrojarlo a las ondas del dios al que Egipto debía su existencia. Por desgracia, aquel inoportuno e insolente personaje había sobrevivido.

Se salvaron porque Demetrio -esta vez sí- estuvo atento y se percató de un tumulto que se acercaba a su casa. Eran los legionarios que venían a detenerlo. Por lo visto, se iban jactando de los gritos que le arrancarían después de crucificarlo. Había uno incluso que decía algo sobre la bolsa para los dados que tenía intención de hacerse con sus testículos. Huyeron a toda prisa y, gracias de nuevo a Demetrio, convencieron a algunos fruteros para que arrojaran su carga en medio de la calle y así obstaculizaran el camino de los perseguidores.

Aquella misma tarde salieron de Alejandría en una falúa con rumbo a ninguna parte. Atrás quedaron la casa -magnífica casa con huerto desde cuya azotea podía contemplarse el Nilo al atardecer- y los muebles de marfil y las estatuillas de Bastet, Isis y Osiris en oro y piedras caras, y tantísimas cosas más. Sólo conservaron el dinero amonedado y su ushebti de lapislázuli, el valioso amuleto que le garantizaría la vida en el otro mundo. No era poco, pero también había que reconocer que no llegaba ni a la vigésima parte de sus pertenencias.

Llegar hasta Siria constituyó una experiencia que Arnufis se juró no repetir jamás. Viajar de noche y dormir de día, rehuir los lugares poblados y aprovisionarse en descampados, temer el menor ruido y asustarse por la cercanía de jinetes fueron tan sólo algunas de las delicias de aquellas interminables jornadas. Sólo cuando llegaron a Antioquía, se le ocurrió pensar que, quizá, habían salvado la peor parte de la huida. No se equivocó, pero lo que vino después… mejor no recordarlo. Otra vez se vio obligado a predecir el futuro a esclavos codiciosos, a aconsejar sobre amantes a mujeres que ya habían cumplido los cuarenta, a proferir advertencias para mercaderes carentes de escrúpulos y cargados de temores. Fue conociendo así los puertos, los fondeaderos, los caladeros de aquel mar que los romanos denominaban orgullosamente Nostrum. Hasta que un buen día, había decidido poner rumbo hacia la capital del imperio…

– La casa está rodeada, kyrie.

Las palabras de Demetrio lo arrancaron de sus irritantes recuerdos. ¿Por qué aquel legionario tenía que haber venido a Roma, por qué tenía que haber experimentada ayuntamiento carnal con aquella esclava, por qué esa prostituta ocasional tenía que pertenecer a Lelia, por qué, además de fornicar, tenían que haber charlado sobre sus vidas y, sobre todo, por qué aquel bocazas al servicio del emperador tenía que haber estado destinado en Alejandría al mismo tiempo que vivía otro ser siniestro llamado Agesilao? No lo sabía. Quizá ni siquiera había una razón para todo aquello, pero lo que sí existía era una consecuencia, una consecuencia clara y evidente. Una vez más se veía obligado a huir y mucha suerte tendría si no acababa remando en una galera o colgando de una cruz romana.

15 VALERIO

Cogieron al anciano como si se tratara de un fardo maloliente del que había que desprenderse cuanto untes. Con cuidado, con asco, con miedo, lo agarraron por debajo de las axilas y por los tobillos y lo dejaron caer en la cuneta. Es verdad que no lo habían lanzado Contra el suelo, ni tampoco habían maldecido, ni parecían odiarlo. Simplemente se desprendían del viejo porque estaba enfermo y nadie -ni siquiera sus seres más cercanos- estaba dispuesto a correr el riesgo de verse contagiado por aquel mal desconocido e irremediablemente letal.

Valerio había captado la escena justo cuando se dirigía a la casa de Grato e inmediatamente se había tapa do la nariz y la boca, y, con celeridad, se había desviado por una calle lateral. Sabía que si las miasmas de aquel condenado a la muerte le alcanzaban, muy pronto sería otro muerto más al que dejarían caer en el arroyo. ¿De dónde procedía aquella plaga que estaba causando centenares de muertos al día? Había oído que se trataba de un castigo divino, algo similar a las flechas que Apolo había lanzado sobre los griegos durante la guerra de Troya. Sí, quizá. Desde luego, las explicaciones sobre los orígenes de aquel mal habían sido de lo más variado. Sin embargo, no había quedado convencido por ninguna de ellas. Se inclinaba más bien a pensar que el desastre procedía de aquella región perdida en Oriente donde tanto había sufrido.

Había llegado a esa conclusión no porque estuviera obsesionado por aquellos años -aunque no podía evitar que se le humedecieran las manos cuando recordaba algunos episodios acontecidos en el país de los partos-, no, más bien, lo que pensaba derivaba de lo que había visto. Durante el regreso, ya varios de los legionarios liberados habían caído enfermos e incluso no habían faltado los muertos a los que se había arrojado al mar. En algún momento que ignoraba, de alguna manera que ni siquiera podía imaginar, aquella extraña enfermedad había entrado en sus cuerpos famélicos seguramente sin encontrar mucha resistencia. Pero no se había conformado con corroerlos desde dentro, con arrancarles la posibilidad de respirar tranquilamente, con hinchar sus vientres. No, seguramente, la fuerza que impulsaba aquel mal consideraba que se trataba de presas demasiado poco valiosas. Por eso, de sus cuerpos había saltado a los más cercanos sin atender a su condición de esclavos o libres, de hombres o mujeres, de ciudadanos romanos o bárbaros. Nunca se había visto un poder más ciego y menos limitado por las diferencias humanas. A todos hería por igual.

Y entonces Valerio descubrió dos circunstancias que nunca hubiera podido imaginar. La primera fue que los médicos se habían apresurado a abandonar Roma en cuanto se percataron de que existía una epidemia. Aquella circunstancia sorprendió al optio porque hasta entonces los físicos que había conocido siempre habían sido hombres que servían en las legiones. Habían pasado frío y calor, hambre y sed, trabajos y fatigas, de la misma manera que cualquier otro hombre que combatiera bajo las águilas del césar. Cuando había heridas o miembros fracturados, cuando le arrancaban una mano a un legionario o le partían la cabeza a un centurión, acudían corriendo con la intención de reparar el mal. Lo conseguían en escasas ocasiones -eso era cierto-, pero, al menos, intentaban remediar la desgracia, curar la dolencia y paliar el dolor. Desde luego, nunca huían del padecimiento. Sin embargo, los médicos de Roma eran bien distintos. Cobraban a sus clientes sumas elevadas, se compraban villas en las afueras, recomponían los huesos de gladiadores o vendían pomadas rejuvenecedoras a damas presumidas y sí, llegado el momento de la verdad, huían. ¿Por qué, a fin de cuentas, debían cambiar el disfrute de sus fortunas amasadas con el ejercicio de la medicina por el riesgo derivado de atender a unos desdichados heridos por una extraña plaga?

Se sintió indignado Valerio al percatarse de aquella conducta, pero la que verdaderamente le hizo montar en cólera fue otra peor si cabía. Se trató del descubrimiento de que las familias romanas no eran más compasivas que los físicos. En realidad, éstos se limitaban a distanciarse de extraños peligrosos, pero las matronas honorables, los paterfamilias y los hijos obligados a la piedad por los dioses dejaban de atender a los que eran de su carne y de su sangre. La hija abandonaba a la madre que la había amamantado, la esposa empujaba al marido a la calle y el padre expulsaba al hijo de casa. Por regla general, los llevaban hasta las cunetas y allí los dejaban. Bien mirado, se trataba de una muestra de sensibilidad ciudadana. Dejaban a los contaminados en aquellos lugares donde no pudieran causar más daño.

De nada había servido al final tanta precaución. A pesar de las advertencias, de los insultos, de los escupitajos, de los golpes, los moribundos se arrastraban hasta las fuentes deseosos de apagar su ardiente sed con unas gotas de agua, defecaban en cualquier lugar, se desplomaban en medio de calles donde la muerte los sorprendía intentando regresar a sus hogares.

¿Cuándo había clavado la enfermedad sus garras en Grato? Con toda seguridad, después de encontrarse en Roma. Durante el viaje de regreso ni él ni Valerio ni ninguno de sus hombres habían mostrado ningún síntoma de la plaga. En realidad, la llegada a la capital les había infundido una nueva fuerza que casi, casi parecía jovial. A la espera de un nuevo destino, mientras se discutía si recibirían algún ascenso o, por lo menos, alguna recompensa económica, llegaron a creer que lo sucedido en Partia sólo había sido una experiencia mala, incluso terrible, pero no definitiva ni irreparable. Algún día, las legiones de Roma regresarían y recuperarían sus águilas y, si era la voluntad de los dioses, se encontrarían entre los que aplastaran a aquellos altivos bárbaros. Y entonces sucedió todo.

Una mañana, Grato le informó de que un centurión perteneciente a otra de las cohortes derrotadas en Partia estaba enfermo. Valerio sólo lo conocía de vista, pero Grato había combatido a su lado en el pasado y le dijo que pensaba visitarlo para llevarle algo de fruta y vino. El aspecto del hombre, de piel traslúcida y, a la vez, oscura, causó una pésima sensación en Valerio. De hecho, balbució una excusa para marcharse apenas llegó. Quizá eso le había salvado la vida. Porque Grato no tardó en enfermar y, en apenas una semana, el mal se extendió como una mancha de aceite en un paño y Roma contempló sus calles rebosantes de muertos, precisamente las mismas calles en las que resultaba imposible encontrar a un solo médico y en las que las familias abandonaban a sus familiares más cercanos y queridos.

Cuando todo aquello sucedió, Valerio recordó el pacto que habían cerrado en Partia, aquel que comprometía a dos docenas casi raspadas de legionarios a cuidarse de sí en medio de las mayores dificultades. Buscó entonces a sus antiguos compañeros de cautiverio. No pudo encontrar a ninguno. Los que habían sido ascendidos al grado de optio ya estaban encuadrados en nuevas unidades y los que seguían siendo simples legionarios habían resultado los primeros en salir de la capital hacia otro destino. Ni siquiera parecía seguro que a esas alturas estuvieran vivos. Le gustara o no -y debía confesar que abrigaba algo de miedo a la extraña enfermedad que diezmaba Roma-, su deber era permanecer junto a Grato.

Le atendió a pesar de que su antiguo superior no deseaba que se quedara a su lado, y cuando la enfermedad lo derribó en el único lecho que podía permitirse un centurión a la espera de destino, Valerio se sentó a su lado para lavarlo, alimentarlo y animarlo. Respiraba el mismo aire viciado que Grato y pronto comenzó a concebir los mismos temores, fundamentalmente, el de encontrarse en breve con Caronte, el piloto de la barca que conduce al Hades. Sólo cuando Grato caía en un sueño profundo y pespunteado de agitadas pesadillas, Valerio se permitía levantarse e incluso salir unos momentos a respirar un aire poco menos viciado que el de aquel cuarto.

Aquella misma mañana, no sólo había contemplado al pobre anciano abandonado por su familia. También había descubierto en las miradas huidizas de los transeúntes, en su caminar acelerado, en sus bisbiseos nerviosos, que su rostro ya no era el de un curtido legionario, sino el de alguien tocado por los dedos gélidos y sarmentosos de las Parcas. Se repitió desde lo más profundo de su corazón que no podía ser, que estaban equivocados, que lo suyo era un error provocado por el miedo. Sin embargo, mientras apretaba el paso, cayó en la apuesta mágica que millones de hombres habían formulado antes de él y no menos millones realizarían después. Se dijo que si lograba llegar a casa de Grato no moriría, que bastaría con alcanzar su umbral para salvar la vida, que tan sólo tenía que retener el alma en el interior de su pecho lo justo para llegar a aquella domus.

Cuando dobló la esquina, el sudor, un sudor espeso como suero, había comenzado a descenderle por la espalda como si le hubieran arrojado un cubo de agua. Pero no se detuvo. No se podía detener. Si lo hacía -se repetía una y otra vez-, no se salvaría, no viviría, no volvería a servir en las legiones.

Llegó sin aliento a la esquina irregular de una insula de cinco pisos. Le costaba respirar. Se apoyó en la rugosa pared y se dijo que tan sólo necesitaba dar unos pasos más y alcanzaría la domus donde residía Grato. Sólo unos pasos más. Tan sólo unas zancadas más. Inhaló con fuerza un aire que le pareció más viciado que nunca, apretó los puños y echó a andar. Logró dar seis, ocho, diez pasos y entonces, como si alguien le hubiera segado las piernas con una hoz gigantesca, se vio privado de fuerza; y observó cómo las piedras de la vía se acercaban aceleradas a su rostro y sintió un golpe seco y sordo. Intentó ponerse en pie, pero nos lo consiguió. Tan sólo, con un enorme esfuerzo, pudo separar la cara del suelo y percibir cómo sobre éste caían gruesas gotas de sangre. Pero… pero no podía ser… tenía que alcanzar la domus…

Estiró la diestra como si pudiera atraparla y atraerla hacia sí. Pero no pasó de ser un movimiento fútil dirigido hacia un inalcanzable objetivo. Y entonces todo se volvió oscuro y lo último que sintió fue su mano golpeándose contra unas piedras tan frías como el manto de la Muerte que había venido en su busca.

16 RODE

Contempló el cuerpecito. Era pequeño, rojizo y dotado de una mata abundante de pelo negro. El parto no había resultado fácil y además Plácida no había tenido la fortuna de que la criatura muriera al nacer. Eso hubiera sido demasiada suerte. Echó un vistazo a Plácida. Sufría un sueño agitado y asaltado por quién sabía qué pesadillas. La droga había logrado dormirla, pero no le había proporcionado paz. Sus cabellos, convertidos en grumos sudorosos fijados a la frente, daban testimonio de aquella brega que, en otros seres, es preludio de alegría y que en ella sólo significaba una preocupación nueva y angustiosa.

Volvió a mirar al niño. Estaba bien formado. No sabía mucho del tema, pero incluso parecía fuerte. Sí, no cabía duda de que lo convertirían en un trabajador en cuanto que hubiera cumplido los cinco o seis años. Primero, lo dedicarían a acarrear leña y agua. Luego… sólo los dioses sabían lo que podría suceder luego.

Lo apretó contra su pecho y apenas pudo reprimir un respingo al notar la manera en que palpitaba aquel cuerpecillo. Por un instante, sintió, como si fuera un pujo animal, el deseo de abandonar sus propósitos, de depositar al niño al lado del cuerpo dormido de la madre, de contemplar cómo buscaba con ansia el pecho de Plácida. Sí, todo eso hubiera sido… ¿cómo decirlo? Bonito, sí, bonito. Pero no existía mucho espacio en sus vidas para lo bonito. Respiró hondo y salió del cubículo donde había nacido el pequeño ser. Una bofetada de aire frío cuajado de copos de nieve le golpeó en el rostro. El escalofrío resultó inevitable, pero, a la vez, la gelidez pareció aliviar un poco su malestar.

Estaba oscuro aunque algunas guedejas de luz plateada habían comenzado a deslizarse perezosas por los bordes del castra. Se echó encima de la cabeza un manto y apretó el paso. Sólo un par de legionarios que golpeaban el suelo para soportar las mordeduras del frío repararon en ella. Ninguno le dijo nada. Seguramente, aquella meretrix se limitaba a cumplir con su deber aunque la hora fuera tan temprana.

El camino serpenteante que moría en el negro bosque aparecía prácticamente cubierto por una nieve dura y espesa. Tan sólo, aquí y allí, sobresalían algunas piedras que, incluso con su mortaja blanca, indicaban la senda construida con la mayor competencia por los legionarios.

Cuando alcanzó los primeros árboles, los pies ya se le habían quedado helados y el frío había comenzado a subirle por los tobillos hasta alcanzarle las pantorrillas. Llevaba bien cubiertas las piernas, pero ahora se percataba de que la lana era insuficiente para protegerse de aquella helada. Echó un vistazo a la criatura. El calor que despedía su pecho había tenido el efecto de amodorrarlo y daba la sensación de disfrutar de un sueño plácido y tranquilo.

Debió adentrarse un centenar de pasos en el bosque antes de detenerse. Lo hizo en un claro casi redondo cuyos bordes estaban delimitados por unos árboles tan elevados que apenas permitían el paso tembloroso de los tímidos rayos del sol. Suavemente, como si intentara no turbar su sueño, se arrodilló y depositó al recién nacido en el suelo. Iba muy bien fajado y no se dio cuenta de nada. Lo observó por un instante, y acto seguido, la meretrix se llevó la mano al pecho. Sacó un cuchillo largo, de hoja ancha y afilada. Lo había cogido prestado de las cocinas y estaba segura de que nadie se percataría de su ausencia antes de que lo devolviera. Lo agarró con las dos manos y con toda la fuerza de que fue capaz, lo descargó sobre la tierra. Fue un golpe vigoroso, pero el suelo, endurecido por el frío hasta alcanzar la consistencia de la piedra, lo absorbió sin apenas sufrir un arañazo.

Sin soltar el cuchillo, Rode observó la superficie que se extendía ante sus ojos. ¿Podía tratarse de una roca? Depositó la hoja al lado de sus rodillas y pasó la mano por la nieve. Al apartarla, pudo percibir el lecho de hojas y tierra agazapado bajo la alba cobertura. No, no se trataba de roca. Era tierra, una tierra negra y húmeda, pero también de consistencia pétrea. La arañó sólo para descubrir que no conseguiría cavar un hoyo ni siquiera ayudada por el cuchillo. Quizá si contara con un fuego para ablandarla, quizá si dispusiera de una de esas azadas que llevaban a todas partes los legionarios, sí, quizá con alguna de esas ayudas podría hacer algo. Sin embargo, no disponía de ellas.

Un gemido, similar a un ronroneo, la obligó a dirigir la mirada hacia el niño. Se agitaba suavemente. Sin duda, se despertaría enseguida y cuando lo hiciera rompería a llorar, asustado y hambriento. No, no debía regresar del sueño. Por el contrario, tenía que pasar del que ahora atravesaba a aquel otro, eterno, del que nadie volvía. Por un instante, pensó en descargar el cuchillo sobre el pecho o el cuello de la criatura. Sin embargo, rechazó la idea con horror. No, estaba segura de que no sería capaz de derramar la sangre de un recién nacido.

Angustiada, miró en derredor buscando algo que pudiera ayudarla en su cometido. Pero ¿el qué? Hasta donde se perdía la vista sólo había árboles y nieve. Árboles y nieve. Árboles y… nieve. Echó mano del niño y sintió aquella tibieza tierna. Unos instantes más en sus brazos y la hubiera llevado a abandonar sus propósitos. Por eso, precisamente, lo depositó en el suelo colocándolo delante de ella. Se inclinó para besarlo y entonces, como emergida de algún lugar secreto, apareció la imagencilla de Glykon. La llevaba colgada del cuello cuando dormía, para asegurarse protección en caso de que se produjera algún ataque, y esa mañana no había recordado quitársela. Ahora, la sombra del dios con cuerpo de serpiente y orejas de hombre cayó sobre la carita enrojecida de la criatura. Sin embargo, no se trataba de una presencia amable. Por el contrario, Rode tuvo la sensación de que el dios le estaba insistiendo para que no se distrajera y acabara con su cometido. Respiró hondo. Sí, sin duda, así era. Entonces lo comprendió todo.

La tierra era dura como la piedra, pero había otras maneras de cumplir con su misión. Agarró con ambas manos un montón de nieve y lo depositó sobre el pecho de la criatura. No pareció que el niño se percatara de lo que sucedía. Mejor. Con rapidez, como si actuara impulsada por un resorte invisible, Rode volvió a repetir su acción una, dos, tres veces. Fue entonces cuando el hijo de Plácida reaccionó. Al contacto con su cuerpecillo, la parte inferior de la nieve se había fundido y el agua había calado las fajas que lo envolvían. Primero, se produjo un gruñido suave, luego el inicio de un sollozo que se congeló en el interior de su boca.

Los ojos de Rode se dilataron al descubrir lo que sucedía. Entonces, una prisa aún mayor, aún más poderosa, aún más invencible la poseyó. Jadeando, babeando, conteniendo las lágrimas, tapó el rostro del niño con la nieve. Luego siguió cubriendo el pecho, el abdomen, las piernas. La ausencia total de movimientos en la criatura no detuvo a Rode. Siguió acumulando nieve sobre aquel cuerpecillo hasta que en medio del claro quedó formado un minúsculo montículo.

Con las pupilas clavadas en la chata elevación, Rode hubiera deseado en aquellos momentos elevar una plegaria a algún dios bueno y compasivo, un dios que pudiera escucharla y proteger al hijito de Plácida en su camino hacia las oscuras moradas del Hades. Sin embargo, no lo consiguió. Glykon dispensaba su amparo en esta tierra, pero ¿tenía alguna fuerza cuando las almas abandonaban el cuerpo y emprendían el camino hacia el río Estigio? ¿Podía susurrar alguna recomendación en manos de Caronte, el barquero despiadado? Colocó las palmas de las manos en la tierra helada y, tomando impulso, se puso en pie. Con rapidez, se giró y enderezó su camino hacia la salida del bosque. Ni una sola vez volvió la vista atrás. Ni una.

Salían delgadas columnas de humo gris de las cocinas cuando Rode volvió a entrar en el castra. Los legionarios despertaban con apetitos primarios y, con los ojos pegados por el sueño, rompían las delgadas capas de hielo de los recipientes para lavarse la cara. Comenzaba una nueva jornada. De eso no podía caber duda.

Una sensación de tufo y aire casi irrespirable la envolvió cuando entró en el cubículo estrecho que compartía con Plácida. Aún dormía. Incluso parecía más tranquila, como si hubiera podido sortear el negro mar de las pesadillas. Sin dejar de mirarla, Rode se sentó a su lado y, procurando hacer el menor ruido posible, intentando no perturbar su descanso, comenzó a llorar queda y silenciosamente.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> ¿Lo hago? (N. del A.)

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Hazlo. (N. del A.)

  3. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> ¿Adónde vas? (N. del A.)

  4. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> ¿Hablas latín? (N. del A.)

  5. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> ¿Sabes latín? (N. del A.)

  6. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Sé un poco. (N. del A.)

  7. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a>Sois pocos. (N. del A.)

  8. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> No es un genio, sino un dios. (N. del A.)

  9. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Aquí está, aquí está. (N. del A.)

  10. <a l:href="#_ftnref10">[10]</a> Del huevo a las manzanas. (N. del A.)