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II Limes

1

Reprimió con cólera un gesto de repugnancia. No cabía duda de que los romanos estaban muy orgullosos de los castra que salpicaban su limes, pero, se mirara como se mirara, aquello era el anus mundi. [11] Para empezar, estaba el tufo. A millares de pasos, se podía percibir aquella mezcla asquerosa de olor a sudor, a cuero, a acémilas, a excrementos y a orines. ¡Bonita muestra de civilización! Y pensar que había terminado allí cuando mejor le iban las cosas… Bueno, había que intentar observar todo con la mejor disposición de ánimo. Con eso que los romanos llamaban virtus. A fin de cuentas, si estaba allí, con algún dinero escondido en las alforjas y, lo que era más importante, sano y salvo, se lo debía a uno de los incautos que habían pasado por sus manos en los últimos meses. Aún podía recordar la cara de sorpresa que había puesto cuando, a altas horas de la noche, había llegado a su domus y le había comunicado que se iba y que le agradecería unas cartas de recomendación.

Como era de esperar, no había entendido que existiera alguna causa para abandonar la capital en sus mejores momentos. Razón, desde luego, no le faltaba. Pero no iba a ser él quien le diera explicaciones cumplidas de su huida. Lo malo había sido que ni era su cliente más poderoso ni tampoco contaba con muchas influencias. Al fin y a la postre, tan sólo había podido sacarle una misiva en la que le encomendaba a la consideración de un tal Pompeyano, legado del ejército que se enfrentaba con los bárbaros a orillas del Ister y, sobre todo, yerno del césar. En aquellas líneas garrapateadas por uno de los escribas de la domus, insistía en que se trataba de un ariolus extraordinario, de un verdadero maestro de las artes mágicas, de un prodigio surgido del distante Egipto con la misma pujanza con que el sol se levanta cada día en Oriente. Bien pensado, no estaba mal, pero ¿ahora qué?

Respiró hondo, apretó los puños para reprimir el asco que le provocaba aquella peste propia del castra y dejó que su mirada se paseara por entre aquella barahúnda de armas, animales y legionarios. Aún no había llegado al extremo de su ángulo izquierdo cuando reparó en uno de los hombres de la guarnición. Caminaba con lentitud, demasiada lentitud, pero… No, por supuesto, aquella circunstancia no podía atribuirse a la edad. Tampoco se le hubiera ocurrido relacionarla con el cansancio. No, lo que causaba aquella manera peculiar de andar no era el agotamiento. Se trataba de otra cosa, de…

Una sonrisa gatuna, semejante a la del felino que acaba de descubrir una presa desprevenida, afloró en el rostro de Arnufis. Quizá Isis estaba echándole una mano después de todo. Con gesto de autoridad, chasqueó los dedos corazón y pulgar de la mano derecha.

– Kyrie -dijo Demetrio con una voz que indicaba que esperaba órdenes.

– ¿Ves a ese hombre? -preguntó alzando levemente el mentón.

– ¿El calvo?

– No -respondió molesto el egipcio-. El calvo no, el…

– El que cojea un poco, tan poco que casi no se nota.

– Sí, ese mismo. Dile que venga. Los dioses han decidido librarle de sus males.

Demetrio sonrió maliciosamente mientras se encaminaba a cumplir la orden de su amo, el incomparable Arnufis.

Terminó su plegaria y abrió los ojos. Había adoptado esa costumbre tiempo atrás, al percatarse de que aquel gesto sencillo le permitía concentrarse mejor. Necesitaba hacerlo. Nunca oraba valiéndose de fórmulas repetidas ni de textos aprendidos de memoria. Por el contrario, se valía de lo que le brotaba del corazón en cada momento. Y en los instantes anteriores, lo que había salido a borbotones, como el agua de una fuente impetuosa, era el deseo de llegar a la conclusión de su servicio de una vez para establecerse en algún lugar tranquilo lo más lejos posible del limes. Había llegado a esa conclusión mucho tiempo atrás, cuando una enfermedad terrible se había aferrado a su cuerpo con la clara intención de arrancarle el espíritu y llevárselo al Hades. Si así hubiera sucedido, posiblemente la idea ni se le hubiera pasado por la cabeza. Sin embargo, en aquel entonces era cuando había nacido de nuevo. Había estado muerto -no le cabía la menor duda- y de aquella penumbra había emergido vivo. Esa convicción de estar disfrutando una nueva vida le había constreñido hasta el punto de ir modificando poco a poco su comportamiento.

Lo primero que había anidado en su corazón era el propósito de actuar de manera diferente como legionario. En la medida de lo posible, se negó a practicar la extorsión, evitó calumniar o adular, y se conformó con su paga. Al principio, aquella conducta molestó a sus compañeros -no digamos a sus subordinados-, que no veían por qué comportamientos tan habituales tenían que ser reprimidos. Sin embargo, al cabo de muy poco tiempo, llamó la atención de sus superiores directos. De aquel hombre -un veterano, por más señas- podía esperarse que no llegaran quejas de alguna persona a la que habían obligado a soltar dinero, que no apareciera por la tienda de un legado o un tribuno criticando a cualquier compañero y que no organizara motines ni los mirara con complacencia cuando se retrasaban los cobros del salario. En otras palabras, se había convertido en la persona de confianza en la que cualquier oficial desea descansar sin temor a que le defraude en el momento más inesperado. Su propuesta de ascenso a centurión fue aplaudida unánimemente por sus superiores aunque no pudiera conjurar los celos de algunos legionarios.

Aquel cambio no excitó su ambición. Todo lo contrario. Le llevó a pensar que lo mejor que podía sucederle era llegar al final de su tiempo de servicio y, en breve, concibió la esperanza de que el dios en el que creía, al que se dirigía varias veces a lo largo de la jornada, al que adoraba de manera especialmente fervorosa al principio del día, le salvaría la vida permitiéndole un retiro tranquilo. Precisamente, al poco de comenzar a abrigar aquella alentadora sensación, se produjo el primero de una serie de sueños que se habían repetido durante años.

A decir verdad, lo que contemplaba era siempre muy similar. Tanto que parecía más un sola experiencia onírica con ligeras variaciones que sueños distintos. Siempre se veía caminando hacia su hogar por una calle especial. Era, desde luego, bien diferente de las que había conocido en Roma o en los lugares donde había servido. Las viviendas -no estaba seguro de que se tratara de domusestaban separadas entre sí por jardincillos y huertos, y no faltaban los árboles que flanqueaban la vía arrojando sobre ella una grata sombra. Caminaba él hacia su morada. Aunque no siempre llegaba a verse, cuando se daba esa circunstancia, llevaba una ropa de cierto abrigo. Este hecho le hacía pensar que el clima de aquel lugar desconocido debía de ser suavemente frío, aunque soleado, precisamente el que más le agradaba. También resultaba habitual que sujetara en la mano izquierda o bajo el brazo un rollo escrito, aunque no sabía de qué podía tratarse.

De repente, cuando menos lo esperaba, llegaba a una domus que era suya. Entonces, la puerta se abría y dos niños de no más de cuatro o cinco años, un varón y una hembra, salían corriendo a su encuentro. Se abrazaban a sus piernas, contentos, sonrientes, felices de verlo, y lo llamaban «padre» y, justo en ese momento, en el umbral aparecía una mujer que se secaba las manos. Nunca lograba ver su rostro. Una luz, una sombra, una nube diminuta cubrían sus facciones, pero el legionario sabía de sobra que era su esposa y entonces una alegría serena, un gozo tranquilo, una dicha indescriptible, le llenaba el corazón. Era justo el instante previo a que se despertara y comprobara que dormía en un castra, al lado de docenas de legionarios.

¿Tenía algún sentido aquel sueño? No se hubiera atrevido a sugerirlo siquiera. Se decía que resultaba demasiado hermoso como para constituir un vaticinio y que, por otro lado, quizá tan sólo expresaba un deseo que nunca se convertiría en realidad. Pero… pero ¿y si no fuera así? Si no fuera así, estaba tranquilo. Lo estaba con una paz que no había conocido nunca antes.

Se puso de pie y con gesto experto se limpió la tierra de las rodillas y se bajó el uniforme para cubrirlas. No hubiera deseado ensuciar sus vestimentas de legionario ni siquiera para orar. Recompuso el subarmilis, pero no se colocó la lorica segmentata. Su utilidad era innegable en batalla. Sin embargo, para el trabajo del campamento tan sólo hubiera significado un estorbo. Lo mismo se podía decir de la espada. En el castra bastaba con una daga y el bastón. Hasta podía ahorrarse el uso del yelmo. Sopesaba si lo utilizaría o no cuando hasta él llegó un sonido de difícil identificación. Le pareció un jadeo, acompañado de unos pasos apresurados y seguido por un forcejeo. Y entonces, mientras se preguntaba por el origen de aquellos ruidos extraños, le golpeó los oídos un grito desesperado, animal y -cosa sorprendente- femenino.

2

Descargó con saña su manaza sobre el rostro de la meretrix. A decir verdad, hubiera bastado con mucho menos para que las piernas no pudieran sostener a la pobre mujer. Celio era conocido en la cohorte precisamente por un juego consistente en permitir que su mano se desplomara sobre algún infeliz que estaba cerca. No lo hacía con fuerza, ni tomaba impulso. Tan sólo la dejaba caer. Raro era el legionario que soportaba aquel impacto de un simple peso muerto. Era más que posible que la desdichada tuviera a esas alturas algún hueso roto.

– ¡Eh, Celio! -gritó el centurión mientras corría hacia el legionario-. ¡Deja a esa mujer!

Pero Celio no escuchó la orden o si lo hizo, no manifestó la menor intención de obedecerla. Levantó a la meretrix del suelo contra el que la había estrellado. Fue como alzar un guiñapo, pero la ramera sólo se mantuvo erguida un instante. Justo el que la sostuvo la mano izquierda de Celio antes de propinarle un nuevo puñetazo.

El centurión acertó a ver el rostro de la lupa, de nuevo lanzada contra tierra. No pasaba de ser una masa sanguinolenta. Entre la sangre y la hinchazón, hubiera resultado prácticamente imposible distinguir sus facciones.

– ¡Celio!

El nuevo grito del centurión sonó apenas un momento antes de que el legionario clavara su talón derecho contra la espalda de la mujer. No llegó a repetir el golpe. El canto de la mano de su superior le golpeó a la altura de la nuez. Trastabillando, Celio retrocedió un par de pasos.

– ¿Te has vuelto loco, legionario? -le increpó.

Pero Celio no respondió. Tosía y estiraba las manos como si pudiera alcanzar con la punta de los dedos el aire que se le escapaba. Aún necesitó algunos instantes para recuperar el resuello. El golpe recibido hubiera resultado mortal si así lo hubiera querido el centurión. Sin embargo, dominaba lo suficiente el arte del pugilato como para inmovilizar medianamente a su adversario sin causarle lesión alguna.

– ¿Qué haces? Esto te va a costar caro -dijo con tono de autoridad el centurión, la suficiente como para que Celio se reportara.

El legionario respiró hondo, parpadeó y entonces, como si lo hubiera movido un resorte, se lanzó de nuevo sobre la mujer. No llegó a alcanzarla esta vez. Con un gesto rápido, el centurión trazó un semicírculo con su bastón. Fue un movimiento certero desde la línea paralela con su pierna hasta el escroto de Celio. El aullido que lanzó esta vez el legionario hubiera bastado para convencer a cualquiera de que su indisciplina había llegado al final. Con ambas manos colocadas en las ingles, boqueaba.

– Bien -dijo el centurión-. Ahora quiero saber por qué golpeabas a esta mujer.

La meretrix emitió un gemido apenas audible, como el de un gatito a punto de morir. No cabía duda de que se había empleado a fondo con ella.

– ¡Vamos! Responde. Ya.

Pero el legionario no estaba dispuesto a responder a las preguntas de su superior. Separó las manos de su bajo vientre, lanzó un grito salvaje y estiró la mano para agarrar a la mujer que yacía a un par de pasos. Consiguió agarrarle un tobillo y tiró de él como si fuera la pata de una gallina asustada o una muñeca de trapo.

– ¡No, no, noooo…! -comenzó a sollozar la mujer nada más sentir la presa que acababa de cerrarse sobre ella.

El centurión giró su muñeca hacia atrás y, acto seguido, dirigió la empuñadura de su bastón contra la frente de Celio. Fue un golpe seco, contundente, certero. Lo suficientemente fuerte como para que, tras sonar como si hubiera chocado contra un muro, el hombre hubiera puesto los ojos en blanco antes de caer a plomo sobre su pecho.

Cornelio contempló al legionario. A pesar de su nombramiento como tribuno laticlavio, su conocimiento de las legiones no había experimentado una variación sustancial en los últimos tiempos. Por supuesto, poseía más datos sobre el funcionamiento de un castra, pero poco más. A pesar de todo, tenía la sensación de que el arrestado era, desde luego, un tipo imponente. A simple vista se apreciaba que podía sacar un par de palmos a la mayoría de sus compañeros; contaba, al parecer, con una dilatada experiencia en Germania y además presentaba hasta un pelo negro y abundante poco habitual en un veterano. Cualquiera hubiera dicho que era la viva imagen del legionario triunfador. Le pesaba tener que sancionarlo, pero, sobre todo, le causaba un profundo desagrado iniciar así sus tareas de mando. Desde luego, era de agradecer que el centurión y un optio le acompañaran en su cometido.

– ¿Es cierto que acudiste a una de las canabae del campamento ayer por la noche? -preguntó intentando imprimir a su voz una fuerza de la que, realmente, no se sentía dotado.

El legionario, que presentaba en la frente una mancha roja, como si le hubieran aplicado una moneda al rojo, tragó saliva antes de responder. El tribuno le parecía un chiquilicuatre, pero la experiencia le decía que, precisamente por su juventud e inexperiencia, podía resultar especialmente severo en las sanciones.

– Sí, domine -respondió con el mayor respeto del que fue capaz.

Cornelio repasó sus notas no tanto porque lo necesitara como por proporcionar un tinte de solemnidad al acto.

– En una de esas canabae, encontraste a la meretriz que recibe el nombre de Plácida, ¿verdad?

– Sí, domine -aceptó con cierto nerviosismo Celio.

– Luego llegaste a un acuerdo con ella y contrataste sus servicios. ¿Fue así?

– Sí, domine.

– Y esta mañana, poco antes de la hora en que debías incorporarte al servicio, la golpeaste… -concluyó Cornelio sin pedir esta vez confirmación del legionario. Ese extremo resultaba, desde luego, más que establecido.

– Has causado un daño extraordinario a una propiedad ajena -dijo Cornelio-. Esa meretrix proporciona unos ingresos regulares a su dueño. No es guapa, desde luego. Incluso se podría decir que tiene la cara de un monstruo, pero, por lo que veo, algunos legionarios no son demasiado exigentes y nunca le falta con quien ayuntarse. Ahora, después de la paliza que le has propinado, esa mujer prácticamente carece de valor. No es fácil saber si se repondrá, pero incluso aunque lo consiga tardará bastante tiempo en poder rendir sus servicios. Se trata de una pérdida tremenda, se mire como se mire.

Cornelio guardó silencio por un instante y observó con disimulo a los presentes. Sí, tenía la sensación de estar haciéndolo bien. Desde luego, no sería porque no se esforzara. Bueno, había que proseguir. Hasta el final.

– ¿Tienes algo que alegar en tu descargo? -preguntó imprimiendo la mayor severidad posible a su pregunta.

Celio tragó saliva. Desde luego, no parecía cómodo y era lógico que así fuera.

– Esa perra… esa meretrix me insultó… -se detuvo para inspirar hondo y prosiguió:

– Al insultarme a mí, ofendía a mi cohorte, a la legión en que presto servicio, al… al senado y al pueblo de Roma.

Cornelio se llevó la mano al mentón con gesto pensativo. Desde luego, el perjuicio material ocasionado al propietario de la esclava era innegable, pero si la mujer había resultado lenguaraz… bueno, entonces la cosa resultaba diferente. Quizá incluso el legionario pudiera resultar eximido.

– Te insultó, ¿eh? -dijo Cornelio.

– Así fue, domine -corroboró el acusado con una media sonrisa ocasionada por la esperanza de verse libre de la acusación. De hecho, hasta se permitió lanzar miradas de satisfacción al centurión y al optio.

– ¿Qué te dijo?

La pregunta del tribuno cayó como un jarro de agua fría sobre los ánimos renovados del legionario. De hecho, parpadeó incómodo.

– Me… me insultó, tribuno -respondió con la incomodidad empañando su voz-. De manera soez, grosera… intolerable para el decoro de la legión.

– Ya… -dijo Cornelio-. ¿Cuáles fueron los insultos? Repítelos exactamente.

– Domine… domine… -comenzó a moverse Celio como si un picor insoportable hubiera hecho presa en él-. No debería…

– Es una orden, legionario -cortó Cornelio, al que cada vez le resultaba más difícil contener la curiosidad, una curiosidad que, por lamentable que fuera, superaba su deseo de hacer justicia.

– Me… me… -Celio no terminó la frase.

– Mi tiempo es precioso, legionario -dijo el tribuno-. Lo suficiente como para castigar con la flagelación su pérdida.

Celio bajó la mirada. Resultaba innegable que lo estaba pasando muy mal. Mucho pundonor si la ofensa se refería al honor de Roma.

– Dijo que… que… mi verga era muy pequeña -respondió de una tirada el legionario.

Los ojos del tribuno se abrieron como escudillas al oír aquellas palabras. ¿Sería posible lo que acababa de escuchar? De manera que había estropeado de esa forma la propiedad de un hombre libre -una propiedad que, por añadidura, prestaba un servicio al imperio- porque se habían burlado del tamaño de su miembro viril. Increíble, desde luego, le parecía increíble.

– Ésa no es excusa, legionario -dijo con tono tajante Cornelio-. A decir verdad, resulta bochornoso que por una cosa así hayas perjudicado tanto a un propietario.

– Pero… -intentó protestar Celio.

El tribuno alzó la mano izquierda imponiendo silencio. Aquel asunto ya estaba exigiendo demasiado su atención como para permitir que un palurdo lo siguiera complicando.

– Voy a dictar sentencia -dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas-. Pagarás al propietario de la meretrix su valor de mercado del último año y pasará a ser de tu propiedad a partir de ese momento… eso o le entregarás el dinero que hubiera podido ganar durante el tiempo en que no pueda ejercer su ocupación. ¿Qué prefieres?

Celio nunca había destacado por su habilidad para echar cuentas, pero se percató inmediatamente de que la segunda opción resultaba mucho menos onerosa. La primera sólo habría arrojado sobre su vida una carga difícil de tolerar. Al pago de la meretrix, hubiera tenido que sumar su alimentación, los cuidados médicos, el alojamiento adicional y todo eso sin saber si lograría sobrevivir para reembolsarle los gastos con su trabajo.

– Pagaré lo que hubiera podido ganar sana -respondió al fin.

– Es una decisión sensata, legionario -dijo Cornelio-. De tu próxima paga se descontará la suma. Ahora retírate.

El hombre adoptó una actitud disciplinada, saludó marcialmente y salió de la tienda. Debía de haberse apartado apenas unos pasos cuando el tribuno trazó un gesto para que el centurión se acercara.

– Quiero saber algo -dijo en voz baja apenas el hombre llegó a su altura-. La acusación… lo que…

– Sí, es cierta, domine -respondió el centurión evitando así el apuro del tribuno-. Parece mentira, pero es así, y la verdad es que lo lleva muy mal.

Cornelio arqueó las cejas y comenzó a acariciarse el mentón. Desde luego, nunca se dejaba de aprender.

3

Parecerás Príapo -dijo Demetrio al legionario, convencido de que le encantaría asemejarse al dios de la fertilidad-. No me cabe la menor duda.

El veterano contempló dubitativo el ungüento que sostenía en la diestra el esclavo de Arnufis. ¿De verdad podía suceder lo que le había dicho aquel egipcio? ¿Cabía la posibilidad de corregir aquella deficiencia que le provocaba un enorme sufrimiento? ¿Sería cierto que…?

– ¿Cuánto? -preguntó con un hilo de voz que casaba mal con su estatura.

– Por ser tú, y teniendo en cuenta que tendrás que comprar alguna dosis más… quince denarios.

– ¡Quince denarios! -exclamó el legionario echandose hacia atrás y llevándose las manos a la cabeza-. Pero… pero eso es más de la paga de medio mes.

– Si no quieres comprarlo… -musitó Demetrio simulando dar media vuelta.

– No, no… -dijo con angustia el veterano-. Yo no he dicho eso. A lo que me refiero es a que… bueno, resulta muy caro. Eso es todo.

– ¡Dioses! ¡Dioses! -exclamó Demetrio imprimiendo a sus palabras un tono lastimero, como si estuviera a punto de romper a llorar-. ¿Es posible lo que acabo de escuchar? A este hombre se le ofrece la solución total para su… su defecto. Vosotros se lo dais por una minucia, por una futesa, por una insignificancia y ¿cómo responde? Con ingratitud, con quejas, con tacañeríaaaaa… ¡Oh, dioses! ¿Por qué no lo fulmináis aquí mismo? Nada se perdería con este necio.

El legionario se rascó inquieto la señal en forma de moneda que tenía en la frente. La verdad es que aquellas palabras le provocaban mucha inquietud, pero quince denarios…

– Es que… -comenzó a decir con la mirada fija en el suelo-. Bueno, verás, ¿no me podrías dar eso por cinco denarios?

– Doce -respondió con gesto de profundo desprecio el esclavo griego.

– Diez… -susurró amedrentado el legionario.

Demetrio extendió la mano con displicencia acercando el remedio objeto del regateo al veterano. Sin embargo, cuando éste acercó sus dedos codiciosos, el esclavo apartó aquel deseado ungüento de su alcance y dijo imperioso:

– Primero, los denarios.

El legionario, contento de haber logrado lo que consideraba un bálsamo prodigioso, contó rápidamente el dinero y lo dejó caer, moneda tras moneda, `obre la palma de la mano del esclavo. Sólo cuando éste hubo comprobado la cantidad, estiró a su vez la mano y entregó la causa de la discusión. Luego, reprimiendo una sonrisa de alegría, abandonó la tienda. Sin embargo, el disimulo no era su fuerte. Apenas llegó al exterior, dio un salto y golpeó el aire con la mano libre, como si deseara reafirmar lo que consideraba un triunfo.

– ¿Cuánto ha pagado al final? -preguntó Arnufis cuando Demetrio penetró en la parte de la tienda donde se encontraba.

– Diez denarios -respondió con apenas oculta satisfacción el esclavo.

– ¿Diez? -repitió el egipcio-. Creo recordar que te dije que le pidieras siete.

– Kyrie, recuerdas correctamente -asintió Demetrio-, pero, créeme, estaba ansioso por entregar el dinero. -¿De verdad?

– Por supuesto -respondió el esclavo-. Quizá no era consciente de ello, pero así era. No había nada en el mundo que ansiara más que hacerse con vuestro remedio.

Remedio. Arnufis reprimió una sonrisa. No pasaba de ser una mezcla de hierbas que provocaba prurito y que acumulaba la sangre en el lugar en que se frotaba. Y eso era todo. Sin embargo, una persona tan desesperada como para pagar esos sextercios interpretaría la circunstancia como un indicio prometedor. Por supuesto, volvería a protestar al cabo de unos días. Llegado ese momento, bastaba con decirle que la dosis tenía que aumentarse so pena de perderse los buenos efectos ya visibles. Todos, absolutamente todos, reincidían una segunda, una tercera e incluso una cuarta vez. A partir de ese momento, las cosas cambiaban. O mucho se equivocaba o aquel legionario crédulo tan sólo estaba empezando a darle dinero.

Se mirara como se mirase, los deseos de los hombres siempre eran los mismos. Ansiaban poseer una capacidad de disfrute en el ayuntamiento con hembras que ni siquiera las bestias más vigorosas poseían; deseaban asegurarse un porvenir en el que lo más importante era el acumular cosas no siempre atractivas; se angustiaban ante la posibilidad de que la mujer que les interesaba en esos momentos -y que podía dejar de interesarles en el momento siguiente- no les fuera fiel y pretendían que algún poder superior les garantizara la venganza que ellos mismos no podían perpetrar. En suma, concupiscencia, miedo, falta de confianza en sí mismos y resentimiento. Ése era el cuadro total de la inmensa mayoría de los hombres. En las mujeres, no se producían muchas variantes. El temor a la infidelidad y el deseo de venganza resultaban muy similares, pero la búsqueda insensata de una incontenible potencia y la acumulación de cosas se veían habitualmente sustituidas por la seguridad de poder quedar embarazadas -o no quedar- cuando les resultara conveniente y la capacidad para provocar la envidia de otras mujeres. Partiendo de esos mimbres, no había que ser excesivamente hábil para conseguir un buen cesto. Desde luego, no podía quejarse de lo que estaba sucediendo en las últimas semanas en aquel castra. No en cuanto a lo que éxito se refería porque la vida difícilmente podía resultar más incómoda, el vino difícilmente podía resultar más agrio y la comida difícilmente podía resultar más repugnante. Sin embargo, no era pesimista. Si todo seguía como hasta ahora, quizá podría plantearse la marcha antes del verano. Ésa podía ser la época ideal para buscar un nuevo lugar en el que asentarse. A fin de cuentas, el imperio era grande.

Rode se inclinó sobre el cuerpecillo inmóvil de Plácida. Su respiración era entrecortada y trabajosa, pero, al menos, no se interrumpía. De hecho, todo parecía indicar que aquella masa escuálida de piel amarillenta, huesos finos y escurridos músculos estaba absorbiendo los efectos de la paliza con una rapidez inusitada. Desde luego, no habían sido escasos. El rostro, deformado por quemaduras, parecía estar ahora cubierto por una gigantesca mancha amarillenta que, en algunos lugares, como el ojo y el pómulo derechos, pasaba al tono cárdeno como si se tratara de una extraña dolencia. No tenía nada roto, pero a Rode le había parecido apreciar que la nariz de su compañera estaba torcida, deformando aún más un rostro ya demasiado golpeado por la desdicha. Peor era el aspecto que presentaba la espalda de Plácida. El pisotón que le había propinado el veterano de Germania le había dejado una mancha morada a la altura de los riñones. No parecía tampoco que le hubiera quebrado algún hueso, pero la meretrix no había dejado de orinar sangre desde el día de la paliza. Al principio, expulsaba un líquido sucio y rojizo que, poco a poco, fue transformándose en orina surcada por hebras sanguinolentas. Hasta ahí había llegado y, por lo menos de momento, nada parecía indicar que fuera a producirse mejoría alguna.

Una tosecilla repentina se apoderó del cuerpo de Plácida provocándole una sensación de ahogo. Rode se inclinó rápidamente sobre ella, le pasó el brazo izquierdo por detrás de la espalda y la incorporó. Había llevado a cabo ese mismo movimiento docenas de veces y nunca dejaba de sorprenderla la extremada delgadez de su amiga.

En aquel momento le pareció similar a un pajarito frágil y desvalido.

– Toma un poco de agua -le dijo mientras le acercaba un tazón a los labios.

La meretrix sorbió con ansia, aunque sin abrir los ojos ni, seguramente, recuperar la conciencia. Sólo cuando su rostro pareció serenarse un poco, volvió a depositarla Rode sobre el lecho. Sí, ahora parecía más sosegada, pero ¿a qué se debían aquellos accesos de tos? ¿Tenía remedio el que no dejara de expulsar sangre por la orina? ¿Había posibilidad de que se recuperara? Todas aquellas preguntas le provocaban una inmensa congoja porque deseaba de todo corazón que Plácida se curara y, para propiciar tan benigno proceso, había colocado incluso su imagen de Glykon cerca de la cabecera. Quería creer que la presencia del dios con cuerpo de serpiente, y orejas y cabellos de hombre alejaría a las Parcas, e incluso, si así le complacía, le devolvería la salud. Precisamente cuando llegaba a esa reflexión, intentaba consolarse pensando que, a fin de cuentas, de momento, vivía. Porque el legionario podía haberla dejado lisiada, o ciega o incluso haber causado su muerte.

– ¿Cómo continúa la enferma?

Rode dio un respingo al escuchar la pregunta y giró el rostro hacia la entrada de la habitación que ocupaba en la canaba. La silueta que se recortaba contra la escasa luz que procedía del interior era la de un legionario.

La meretrix parpadeó para captar su figura. Pudo hacerlo cuando ésta penetró en la estancia. Se trataba de un centurión, precisamente el mismo que había impedido que aquel legionario llamado Celio matara a Plácida.

– ¿Qué tal sigue? -indagó de nuevo.

Un pujo de hiriente desconfianza se extendió por el pecho de Rode como si fuera una mancha de aceite caída sobre un paño. ¿Por qué acudía el centurión a interesarse por una simple lupa que no era ni su concubina ni formaba parte de su propiedad? ¿Qué deseaba? La experiencia le decía que, con toda seguridad, tenía la intención de cobrarse el favor. A fin de cuentas, nadie ayuda a una meretrix sin tener en el corazón el propósito de recibir algún pago en carne o en metal. Bueno, era justo. Había salvado a su amiga, ella estaría encantada de saldar la deuda.

– Algo mejor -respondió fingiendo creer que el centurión sentía interés por Plácida-, pero no termina de recuperarse.

– ¿Cuántos días más puede seguir así? -indagó el veterano.

– ¿Cuántos días…? No lo sé. Una semana, dos… Sólo los dioses podrían responder a tu pregunta.

El centurión movió las cejas en un gesto incómodo. No cabía duda de que no había quedado satisfecho con aquella contestación.

– ¿Qué cobraba tu amiga por su trabajo?

Rode se quedó sorprendida al escuchar la nueva pregunta. ¿Adónde quería ir a parar aquel sujeto? ¡Ah, sí, claro! Estaba tanteando el valor de la pobre Plácida para calcular lo que podía sacar de su intervención. Desde luego, no cabía duda de que todos los hombres eran iguales. Unos verdaderos cerdos.

– Lo habitual -respondió secamente Rode.

– Lo habitual -repitió el centurión-. Ya… ¿Cuánto es lo habitual?

Rode miró sorprendida al legionario. ¿Deseaba burlarse de ella? ¿Acaso no tenía otra mejor manera de divertirse que mofándose de una meretrix? Le estaba agradecida por haber salvado a Plácida, pero eso no le concedía ningún derecho a…

– Ignoro lo que cobra una mujer como ella -dijo el legionario interrumpiendo los pensamientos airados de Rode-. Nunca vengo a la canaba.

La meretrix frunció el ceño. Por un momento, intentó recordar si había visto con anterioridad a aquel hombre. No, desde luego, con ella no se había acostado y tampoco era uno de los que tenían una concubina entre las otras meretrices. A ésos los conocía porque aparecían por las canabae armando gresca y pidiendo el dinero que habían logrado en el lecho sus mujeres. Bien. Quizá fuera cierto que no sabía nada. De manera breve, pero detallada, Rode explicó al centurión los servicios que rendía diariamente una mujer como Plácida y lo que cobraba por ellos.

– Habría que descontar los días en que tiene la menstruación -señaló el legionario-. Imagino.

– Sí, por supuesto. No es habitual trabajar en esos días.

– Bien -dijo el centurión mientras sacaba una tablilla de cera y un punzón-. Por lo tanto… si hablamos de cinco días menos al mes… Son unos cinco días, ¿verdad?

– Más o menos.

– Bueno, pues entonces… -prosiguió con sus cálculos-. No es pequeña pérdida la que ese asno ha causado al amo de esta mujer.

– No -reconoció Rode-. No lo es.

– En cualquier caso -añadió-, aquí la que más pierde es esa infeliz. Cualquiera sabe si se recuperará y cómo.

Rode clavó la mirada en su interlocutor, como si pudiera leer los pensamientos que se ocultaban tras sus ojos castaños y profundos. ¿A qué obedecía aquel comentario? ¿Verdaderamente sentía lo que estaba atravesando Plácida? Sacudió la cabeza desechando tal eventualidad. No, con seguridad, se trataba de una argucia. Sí, debía de ser una treta para facilitar el camino a sus intenciones. Las mismas de todos.

– Tengo muchas cosas que hacer -dijo Rode con tono áspero mientras se llevaba la mano al broche que sujetaba su túnica con la intención de soltarlo-. Así que no perdamos más tiempo.

Pero no llegó a desnudarse. Antes de que hubiera comenzado a hacerlo, el centurión abandonó la estancia.

4

Así que ésas son las órdenes. ¿Han quedado entendidas?

Los oficiales asintieron con un gesto. A excepción del tribuno Cornelio, todos eran veteranos y no se trataba de la primera vez en que recibían instrucciones. Por lo demás, no pasaba de ser una expedición de tanteo. Buscar al enemigo, localizarlo, ocasionarle un escarmiento y, acto seguido, imponerle condiciones de paz. Una tarea rutinaria, a fin de cuentas.

– En ese caso, podéis retiraros -dijo el legado Pompeyano.

Los hombres saludaron marcialmente y comenzaron a salir de la tienda.

– Cornelio, quédate un momento -ordenó el legado. El joven se detuvo y cruzó la distancia que le separaba de su superior.

– Domine -dijo-. Quid vis? <strong>[12]</strong>

– Es tu primera campaña -comenzó a decir Pompeyano-. Yo sé lo que eso significa. Tenía más o menos tu edad durante la primera en la que participé. No sé si sabes que lo hice a las órdenes de tu padre.

– No, domine -respondió Cornelio-. Lo ignoraba.

El legado sonrió y propinó una palmada amable en el hombro del joven.

– Fue hace mucho tiempo -continuó mientras vertía vino en dos copas y le tendía una a Cornelio-. En una ocasión semejante a ésta. Por supuesto, los bárbaros eran otros. No hay pueblo que pueda presentarnos batalla durante tantos años…

– Salvo Cartago -dijo el joven.

– Sí -sonrió el legado-. Salvo Cartago, pero de eso ya hace siglos. Ahora Cartago no nos duraría más de un par de campañas. Quizá entonces también hubiera sucedido así de haber hecho caso al viejo Catón, pero no nos desviemos. Voy a decirte lo mismo que a mí me dijo tu padre. Pero bebe, bebe.

Cornelio se acercó la copa a los labios. Nunca había sido aficionado al vino, y ciertamente, la mezcla repugnante de los castra no estaba logrando que ahora se convirtiera en uno de los seguidores del dios Baco.

– No me voy a extender refiriéndome a lo importante que es la defensa del imperio. Estoy seguro de que sabes de sobra cuál es nuestra misión -continuó Pompeyano-, pero sí deseo detenerme en algunos aspectos… llamémoslos, prácticos, de cómo debemos cumplir con nuestro deber. Supongo que conoces las Doce Tablas.

– Sí, domine -respondió Cornelio ahora un tanto confuso por la referencia a la ley milenaria.

– ¿Recuerdas qué castigo merece aquel que da muerte a un agresor que pretende atacar la vida o la honestidad?

– Ninguno -respondió el tribuno.

– Exacto -corroboró satisfecho el legado-. No merece ninguno. Y ¿por qué? Pues sencillamente porque existe un derecho de legítima defensa para proteger la vida y la honestidad. Ese derecho, como bien sabes, se amplía incluso a los ataques contra la propiedad si se realizan de noche o cuando el agresor es descubierto con las armas en la mano. Pues bien, aquellos que atacan el limes del imperio o que amenazan nuestra seguridad o que se permiten realizar incursiones en nuestro territorio para matar o robar no merecen mejor trato que los incursores. En otras palabras, el hostis siempre está fuera de la protección de nuestro derecho. Se puede -y generalmente se debe- darle muerte aunque no lleve armas ni luche. Tanto si está dentro de nuestro limes como fuera. Esas muertes nunca constituyen un homicidio, sino defensa propia. ¿Lo has entendido?

– Sí, domine -respondió Cornelio.

– Excelente. Ahora viene la segunda cuestión. Mientras nos encontramos en el interior del castra, la disciplina resulta indispensable. Sin ella, la tropa se relaja y su capacidad de obedecer y combatir disminuye peligrosamente. A pesar de todo, en algunas ocasiones no está de más hacer uso de la benevolencia. La manera en que actuaste el otro día con el legionario que golpeó a la meretrix fue, desde luego, ejemplar. Podías haber ordenado que lo molieran a palos, pero preferiste solucionar la cuestión como una acción por daños. Fue una salida ingeniosa, incluso brillante, y te felicito por ello. Sin embargo… sin embargo, ese comportamiento resultaría inaceptable fuera del castra.

Cornelio abrió la boca para responder a aquella alegación, pero el legado alzó la mano derecha imponiéndole silencio.

– Una vez fuera del vallum, de los muros de este castra -dijo Pompeyano-, debes tener siempre en cuenta que la menor indisciplina, el menor desorden, la menor falta de armonía pueden pagarla decenas de hombres. Nunca dudes a la hora de aplicarla. Sé que un bastonazo bien dado por un optio o un centurión, una orden de flagelación pronunciada por ti o incluso el hecho de diezmar a las tropas en caso de que retrocedan injustificadamente ante los hostes pueden parecer castigos demasiado severos. Pero créeme si te digo que de ellos dependen tu vida y la de tus hombres. Jamás, escúchame bien, jamás dudes al aplicar una sanción. Hay demasiado en juego como para que te puedas permitir ese lujo. ¿Lo has entendido?

– Sí, domine -respondió el tribuno, que sentía el escozor de los calificativos que su superior había empleado para referirse a la manera en que había juzgado el asunto del legionario Celio.

Una última cosa -continuó el legado-. Desearía plantearte un problema práctico. ¿Tienes algún inconveniente?

– En absoluto -respondió el tribuno, sorprendido por aquella muestra de deferencia.

– Bien. Imaginemos que te acercas a una aldea y que desconoces cuál será el comportamiento que sus habitantes manifestarán para con tus tropas. Podría ser amistoso, pero también hostil. Entonces, contemplas en una colina cercana a unos hombres apostados. Quizá sean pastores o labradores… o arqueros. ¿Qué deberías hacer?

– Comprobar de quién se trata -respondió un tanto confuso el tribuno-. Enviaría exploradores.

– No. No es posible -cortó Pompeyano-. Al acercarse, podrían ser asaeteados antes de lograr descubrir nada.

– Pero si son pastores…

– ¿Y si son arqueros, tribuno?

Cornelio guardó silencio. Resultaba obvio que su superior pretendía enseñarle algo y carecía de sentido que fuera él quien planteara posibilidad tras posibilidad.

– No -dijo Pompeyano-. Jamás, me oyes bien, jamás te permitas una duda así. Si existe alguna posibilidad, la menor incluso, de que se trate de enemigos, golpéalos antes de que ellos lo hagan.

Cornelio guardó silencio durante un instante. Tenía la sensación de que se le escapaba algo en aquel razonamiento, de que, como sucede con los trucos de los magos, había alguna circunstancia que no llegaba a percibir y de donde pendía, al fin y a la postre, todo.

– Entiendo -señaló al fin-, pero, si me permites, domine, desearía plantearte una cuestión.

Pompeyano abrió la diestra invitándolo a formular, su pregunta.

– Sigamos con el ejemplo anterior -comenzó a decir Cornelio-. Ante la duda, no arriesgo a, pongamos, dos o tres de mis hombres y ordenó la muerte de los bárbaros. Pero poco después descubro que el poblado era amigo. ¿No sería una gran pérdida?

El legado guardó silencio por un instante y luego, de manera incontenible, dejó escapar una estrepitosa carcajada, la misma que le habría provocado el comentario inocente de un niño convencido, por ejemplo, de que puede taparse la luna con la ayuda de tan sólo un dedo.

– ¡Ah, tribuno! ¡Tribuno! -dijo al fin con una sonrisa que casi partía su rostro en dos mitades-. Tu misión no consiste en proteger a los poblados bárbaros por muy amistosos que puedan resultar. No, tu deber es salvaguardar a tus hombres del peligro. Recuerda siempre este principio y nunca, nunca te equivocarás. Si en algún momento te asalta alguna duda, la que sea, resuélvela siempre en favor de tus hombres. Eso es lo que caracteriza a un buen oficial. Lo demás son meramente las palabras inútiles de alguien que nunca ha tenido que pelear para salvar la vida.

Durante los días siguientes, Rode no consiguió quitarse de la cabeza lo que le había acontecido con el centurión. Cuando pensaba que estaba a punto de despojarse de sus ropas y de agradecerle lo que había hecho y que aquel hombre extraño se había marchado, le asaltaba una desagradable mezcla de sentimientos. Por un lado, se hallaba el desconcierto de encontrarse, por primera vez en su vida, con un hombre que no sólo no había pretendido yacer con ella, sino que ni siquiera la había mirado con lascivia. La vida de Rode no era fácil, de eso no cabía duda, pero, al menos, resultaba llevadera sobre la base de que no se produjeran imprevistos, de que todos se comportaran de una manera acostumbrada, de que no apareciera gente actuando de forma inesperada y rara como aquel centurión. Pero a la confusión, casi estupefacción, que sentía se sumaba otro sentimiento aún más hiriente. Por mucho que lo intentara, Rode no podía evitar la sensación de haber sido despreciada, de que aquel hombre la había tenido en tan poco que ni siquiera había considerado una perspectiva atrayente la de poseerla. Llegar a esa conclusión y dejarse sumergir en la pena fue todo uno. De repente, la meretrix empezó a preguntarse si no habría perdido la juventud, si no habría comenzado el descenso unido a la desaparición de los encantos carnales, si no estaría ya en el camino de una vejez que intuía pavorosa. Precisamente al llegar a ese punto, sus pensamientos se tornaban sombríos. ¿Qué sucedería con una meretrix como ella cuando envejeciera? De momento, la habían ido vendiendo de lupanar en lupanar, hasta acabar en la canaba de una guarnición situada en el limes. ¿Y después? ¿Qué vendría luego? ¿El concubinato con un legionario que no dudaría en golpearla cuando no se sintiera satisfecho? ¿Una caída, poco a poco, paso a paso, hasta verse abandonada al borde del arroyo por el amo que ya no consiguiera sacar de ella lo bastante como para alimentarla?

Acarició con la mirada a Plácida. Sobre su rostro, apenas iluminado por la luz trémula de una tea, arrojaba su sombra el dios serpentino de cabellos y orejas de hombre. De momento, Glykon parecía protegerla, pero ¿cuánto tiempo lograría seguir viviendo sumida en aquel sueño del que apenas emergía para trasegar unos sorbos de agua? Quizá… quizá hasta sería mejor que nunca despertara.

5

Rode nunca lo hubiera imaginado, pero la visita de aquel centurión se repitió. Sucedió incluso con una curiosa regularidad. Por la mañana, en los momentos inmediatamente previos a que los legionarios se pusieran en pie y proporcionaran vida por un día más al castra. La primera vez que lo vio reaparecer, Rode suspiró aliviada. Se dijo que, al fin y a la postre, tan sólo había decidido retrasar el cobro de su ayuda por unos días. Era un gesto de delicadeza que, ciertamente, cabía estimar en lo que valía. Sin embargo, no tardó en captar que aquel hombre, con una experiencia incomparable en batallas, no deseaba nada. Simplemente se interesaba por la recuperación de su amiga. A veces, incluso traía algo de comida. Se trataba de cosas modestas, sin lujos, pero buenas. Tanto que casi se hubiera podido pensar que las escogía con un cuidado especial de entre los productos que se vendían en la canaba. Lo que más lamentaba la meretrix era que un hombre tan atento -tan atento como no había conocido nunca a otro- no sintiera interés por ella. Y pensando en esa circunstancia, Rode comenzó a imaginar las posibles causas que no hirieran su amor propio. Así, se imaginó que quizá un proyectil bárbaro le había convertido en eunuco, o que alguna enfermedad le había privado del deseo hacia las mujeres o que incluso podía sentirse atraído hacia los jovencitos. Rechazó de inmediato esta última posibilidad porque nada en aquel legionario parecía indicar que abrigara concupiscencia alguna por otros hombres. Ni en sus miradas, ni en sus gestos, ni en sus ademanes le pareció percibir señal alguna de aquel comportamiento que, a decir verdad, Rode nunca había llegado a contemplar, pero del que había escuchado en alguna ocasión hablar a sus compañeras de oficio.

Llegó así a la conclusión de que lo que se había cebado sobre él era alguna desgracia y entonces sintió un profundo pesar por el legionario, ya que, pareciendo un hombre justo y considerado, se veía privado de lo que todos consideraban uno de los placeres indispensables en esta existencia. Fue precisamente al llegar a esa conclusión de sus cavilaciones cuando Rode, entre el servicio rendido a un palafrenero y el dispensado a un signifer, elevó una plegaria a Glykon pidiéndole que curara a aquel varón extraño pero noble o, al menos, le dijera cómo poder socorrerlo en su desgracia.

Y, sin embargo, a pesar de los millares de hombres que habían pasado por su cuerpo, a pesar de las experiencias repetidas cansinamente en todas las variaciones posibles, a pesar de los años transcurridos en manos de varones de todas clases, a pesar del conocimiento acumulado a través de golpes, babas y regateos, Rode carecía de la capacidad suficiente para poder entender lo que pasaba en el espíritu del centurión. Porque, a pesar también de sus temores y ansiedades y angustias, lo cierto era que aquel hombre sentía interés en ella. A decir verdad, experimentaba una atracción hacia la meretrix como nunca la había sentido hacia otra mujer.

Había que reconocer que las mujeres nunca habían ocupado un espacio demasiado amplio en su vida. Cuando era niño, su presencia se había reducido a una madre y una abuela siempre angustiadas ante la posibilidad de que se resfriara, de que no comiera lo suficiente o de que se quedara canijo. Luego las mujeres cercanas habían desaparecido.

De existir algo que ansiara con todas sus fuerzas cuando tenía tan sólo catorce años, era no hacer lo mismo que su padre. Las opciones resultaban escasas. Fuera de la ley, se ofrecía el latrocinio en cualquiera de sus múltiples manifestaciones; bordeando la ley, la compra y venta de esclavos; dentro de la ley, la legión. La elección no resultó, al fin y a la postre, tan difícil. Los golpes del padre y las regañinas de la madre habían ido afianzando en su interior una firme resolución de respetar la autoridad y la ley. Robar era algo para lo que carecía de aptitudes y, sobre todo, de inclinación. Traficar con seres vivos -fueran hombres, mujeres o carneros- le producía una sensación de incómodo malestar. Se presentó en un castra de la legión antes de ser llamado.

El inicio resultó difícil. Los veteranos no perdían ocasión de abusar de los recién llegados y la comida era, no cabía discutirlo, mala. Sin embargo, no tardó en adaptarse a la disciplina. No sólo eso. Descubrió que le gustaba. Llegó a agradarle aquel orden meticuloso que marcaba cada hora del día con ocupaciones concretas y precisas. Y cuando la disciplina formó parte de él, de su quehacer, de su horizonte, de su respiración, fue descubriendo que nada le importaba. Se encontró con que el frío del campamento no era mayor que el que sufría en la casa paterna, con que el calor no era más agobiante que el que le hacía sudar a chorros en verano al lado de sus progenitores o que las marchas no resultaban más agotadoras que cuando, siendo una criatura que apenas levantaba unos codos del suelo, tenía que seguir a su apresurado padre por las calles sin perderle de vista un solo instante. No, nada era peor y mucho era mejor.

Por ejemplo, descubrió que podía contar con algún dinero sin depender de la mísera tacañería del hombre que lo había engendrado o de la eventual generosidad de la madre o 'de la abuela, y también se encontró con el hecho de que su vida le pertenecía. Era cierto que se hallaba a las órdenes -sin duda, estrictas- de otros hombres, pero no tardó en descubrir que, por regla general, en la legión todo tenía un sentido y que ese sentido nacía de una carga, remansada durante siglos, de experiencia y sensatez.

Esa circunstancia explicaba, por ejemplo, el papel que las mujeres tenían en la legión. El hombre que combate -y, sobre todo, que combate lejos de su casa- está muy determinado por la existencia de una esposa y unos hijos. Pensando en ellos, puede decidir entregar las armas en vez de utilizarlas encarnizadamente en el combate; puede aferrarse a la supervivencia por encima del interés de su cohorte o puede incluso caer en la traición en la idea -generalmente, errónea- de que la misma le acercará a su esposa. Precisamente por esas razones y otras semejantes, sobre los legionarios pesaba la prohibición de contraer matrimonio. Por supuesto, algunos mandos superiores no se veían afectados por esa posibilidad, pero la excepción tan sólo confirmaba la regla. El paso de aquellos hombres por las legiones era casi siempre pasajero, empeñados en convertir su experiencia militar en peldaños sucesivos de su carrera política. Por otro lado, también era lo más común que aquella gente no amara a sus esposas. Para ellos, el matrimonio no había pasado de ser un pacto entre familias encaminado a sumar influencias en la vida pública. Se trataba, a fin de cuentas, de otra cosa.

Sin embargo, en su inmensa cordura, en su aquilatada experiencia de siglos, la legión también sabía que los hombres necesitaban descargar sus impulsos más animales. Ocasionalmente, se les debía permitir que saquearan, que arrasaran, que prendieran fuego y, por supuesto, que copularan. Para ello, ocasionalmente permitían la existencia de concubinas, pero, sobre todo, les proporcionaban las canabae, en las que lo mismo podía hallarse vino que meretrices. En uno de esos establecimientos, precisamente, es donde había tenido su primera relación con una mujer. Apenas hablaba latín, el aliento le olía como si fuera un bárbaro o un campesino, despedía un tufillo salado en los sobacos, pero, a pesar de todo, es cierto que se había esforzado por complacerle. No le gustó. No, a pesar de todo no le gustó. Demasiado rápido, demasiado distante, demasiado frío. Y, sin embargo, acabó regresando. De repente, necesitaba no sólo acallar la pulsión de la sangre, sino también sentir unos brazos que no lo golpearan o se acercaran para pasarle una carga. También -y fue algo que le llamó la atención cuando fue consciente de ello- precisaba sentir una piel suave cercana a la suya. Nunca llegó a aficionarse a las meretrices, pero tampoco dejó de frecuentarlas ocasionalmente. Era, sobre poco más o menos, similar a lo que le sucedía con la religión. No le provocaba entusiasmo alguno, pero la consideraba necesaria y útil. Casi, casi imprescindible.

El cambio en su relación con las mujeres se produjo tras la campaña contra los partos. En la cautividad, terrible cautividad, a que le sometieron los bárbaros resultaba impensable mantener trato con mujer alguna. Sus compañeros procuraron enfrentarse con aquella situación como pudieron. Algunos pasaron a convertirse en repugnantes bujarrones; otros llegaron incluso a aceptar las propuestas de los carceleros. No fue su caso y, a decir verdad, ocupado por sobrevivir cada día, tampoco dedicó sus pensamientos a recordar a mujeres conocidas o a pensar en otras ignotas. Luego vinieron la liberación y el regreso a Roma. Pero mientras sus compañeros ansiaban beber, fornicar y divertirse, él sólo pensaba en otro tipo de entretenimientos como pasear sin que se lo impidieran o contemplar sin limitaciones la luz del sol. Aun así, aceptó visitar un lupanar especialmente recomendado el día en que le hicieron entrega de las pagas atrasadas. Le atendió una mujer rubia, procedente de algún lugar situado más allá del río Ister y dotada de unos pechos enormes. Era limpia e incluso insistió en lavarlo. Recordaba que le había dicho que tenía ojos de soledad y le recomendó pasar por allí con más frecuencia para animarse. No lo hizo. En realidad, el contacto con aquella lupa sólo le había provocado una extraña sensación de soledad, como si en medio de la noche hubiera deseado abrazar a alguien y sólo hubiera encontrado el vacío. Y entonces fue cuando apareció la plaga.

Escucharía luego que la enfermedad, la terrible dolencia que llevó a los médicos a abandonar Roma y que segó millares de vidas, la habían transportado ellos, los legionarios liberados de Partia. Quizá fuera así, pero ¿quién podía asegurarlo sin lugar a dudas en una urbe llena de suciedad, donde los orines y los excrementos se bajaban en cubetas que salpicaban las escaleras, donde la gente no era aficionada a lavarse y donde los que debían frenar el mal eran los primeros en escapar? El caso es que también él había sentido las dentelladas de la plaga y luego… luego habían pasado tantas cosas que, una vez más, las mujeres perdieron interés. La situación había cambiado tan sólo unos días antes al ver a esa meretrix que respondía al nombre de Rode.

¿A qué se podía atribuir su interés súbito? Por supuesto, se podía relacionar con el deseo tanto tiempo privado de vía de salida. Pero de ser así no se hubiera fijado en ella existiendo docenas de mujeres que ejercían esa misma función en las canabae. Cualquiera le hubiera servido, a cualquiera se hubiera acercado. No, no era eso. Lo que le había atraído era que simplemente había observado algo distinto en ella, algo diferente a lo que había contemplado en otras mujeres y que llamó poderosamente su atención. Lo había captado por primera vez el día en que Celio había propinado una paliza a la meretrix amiga suya. Rode podía haber chillado, injuriado, gritado. Se podía haber mesado los cabellos o haber intentado orinar sobre el legionario desvanecido en el suelo. Sin embargo, no había hecho nada de eso. Se había inclinado, por el contrario, sobre su amiga para atenderla con un cuidado casi maternal.

Quizá, había pensado, se había comportado así movida únicamente por el estupor que le había provocado la brutalidad del legionario. Luego… luego lo cierto es que había dado muestras de una conducta aún más chocante. El centurión supo que no había abandonado -no hubiera podido hacerlo- su trabajo, pero se las había arreglado para disponer el lecho de su amiga en un lugar cercano a fin de poder atenderla casi sin interrupción. El cómo había podido sumar a su trabajo como meretrix aquellos desvelos era algo que se le escapaba, pero que, no obstante, incitaba su curiosidad. Después de que juzgaran a Celio -con bastante benevolencia, todo había que decirlo- había contado con la excusa ideal para acercarse a la mujer. Dado que tenía que averiguar los ingresos aproximados que obtenía para calcular la indemnización que debía abonar el legionario, su primera visita no podía despertar sospechas. A decir verdad, sí que provocó alguna, pero fue la de que pensaba aprovechar su situación. Cuando estaba a punto de despedirse, Rode había realizado el ademán de desnudarse. Había abandonado la mísera estancia antes de que lo hiciera.

Resultaba obvio que la esclava era una mujer más que acostumbraba a entregar su cuerpo y que no sólo llevaba a cabo esos actos para obtener dinero. Sin embargo, la constatación de esa circunstancia no le produjo repulsión ni malestar. Por el contrario, sintió una mayor estima por la meretrix. No era ella la que había sido salvada por su intervención, pero, a pesar de esa circunstancia, había querido ofrecerle una recompensa recurriendo a lo único de que disponía como esclava. Su cuerpo. ¿Cómo hubiera podido pasar por alto que aquella mujer era distinta de todas las que había conocido?

6

Observó la cabeza del mago. A decir verdad, era lo que más le llamaba la atención. Por supuesto, sus vestiduras pulcramente blancas, el collar de oro y piedras azules que le rodeaba el cuello o las manos largas y finas resultaban dignas de mención. Eso sin contar con su manera de hablar, de accionar, de sentarse o de mirar. Sin embargo, todo parecía eclipsarse ante aquel cráneo mondo. Por supuesto, había visto hombres sin pelo con anterioridad. Era, por ejemplo, el caso de la mayoría de los legionarios al cabo de un cierto tiempo. Sin embargo, el egipcio no era un calvo. Se trataba más bien de una persona que había elegido liberar su cabeza de cabello. Había, pues, una diferencia. Y es que lo que en otro hubiera sido únicamente efecto del tiempo, de la enfermedad o del envejecimiento, en él denotaba algo especial. Si se observaba con atención, de la configuración de su cabeza brotaba una sensación de poder, de fuerza, de dominio de la situación, de cualquier situación. Sí, seguramente por ello había terminado por acudir a su tienda.

Durante aquellas semanas, Rode no había dejado de ver al centurión. A esas alturas, estaba ya convencida de que, seguramente, era un pobre impotente o un desdichado eunuco, pero también había descubierto que no le importaba. El hecho de que se tratara de la única vez en que un hombre no había pretendido aprovecharse de ella le dotaba de un atractivo muy especial. Por ello, precisamente, ansiaba cada día que llegara el momento en que acudía a preguntar por Plácida. Sin embargo, no siempre lo hacía y entonces se apoderaba de ella una ansiedad insoportable. Se retorcía las manos temiendo que la anterior visita hubiera sido la última o cruzaba la estancia a zancadas o respondía de forma incoherente a las preguntas de su amiga. Sin embargo, al fin y a la postre, el centurión volvía a hacer acto de presencia y entonces, a pesar de que sabía de sobra a qué se dedicaba, a pesar de que le constaba que acababa de estar con otros hombres, no daba la sensación de que le importara lo más mínimo. Preguntaba por el estado de su amiga, dejaba su presente y se iba.

Fue precisamente durante una de sus ausencias cuando se dio cuenta de que necesitaba estar con él, aunque no existiera ayuntamiento carnal, aunque no pudiera poseerla como el resto de los hombres, aunque fuera un enfermo o un mutilado. Nada de eso le importaba lo más mínimo. Lo que deseaba era aquella presencia tranquila, serena, casi silenciosa, la presencia que había concluido al recuperarse Plácida. A partir de ese momento, sólo había coincidido con el centurión en dos ocasiones. Una, cuando acompañado por tres legionarios se había llevado a un borracho que había comenzado a golpear a otros en la canaba; la otra, cuando un veterano había insistido en que le acompañara a la salida y allí le diera un beso delante de otros compañeros. A lo largo de su vida, había llevado a cabo acciones como ésa en público -¡y otras más vergonzosas!- en multitud de ocasiones. Lo había hecho sin malestar, sin amargura, sin pesar. Como una parte de su trabajo que no resultaba la más especialmente molesta, sucia o dolorosa. Sin embargo, en esa ocasión, cuando acababa de soportar la presión de aquellos labios sobre los suyos, cuando se desprendía del abrazo sudoroso del legionario, cuando escuchaba las risotadas obscenas de sus compañeros, le vio. Fue tan sólo un instante, el que medió entre que sus ojos lo encontraran y él desapareciera entre las sombras. Fue tan sólo un instante, pero bastó para que sintiera una fuerza especial y desconocida que recorría su cuerpo. Fue tan sólo un instante, pero sobró para que la vergüenza, un sentimiento desconocido hasta ese mismo momento, la invadiera hasta lo más profundo de su alma.

Regresó a su cubículo, desgarrada entre la duda de intentar arrancar de su pecho aquellos sentimientos extraños o la pulsión incontenible de descubrir la manera de apoderarse de su corazón. Temblando de inquietud y desazón, se arrojó ante la imagen de Glykon. Jamás había rezado con tanta pasión, con tanta entrega, con tanta fe. Con palabras entrecortadas por el miedo y la esperanza, prometió al dios con forma de serpiente que le entregaría sacrificios, que le serviría devotamente, que sería su esclava más devota. A cambio de todo ello, sólo le pedía que aquel centurión quedara amarrado a su ser, que nunca se apartara de ella, que permaneciera a su lado, sucediera lo que sucediera. Cuando terminó la plegaria, intentó ponerse en pie, pero no consiguió hacerlo. Por el contrario, se sintió exhausta, agotada, como si un poder extraño y desconocido le hubiera absorbido hasta la última gota de sangre.

Esperó un día, dos, cuatro, una semana, pero aquella extraña divinidad a la que se dirigía cada mañana y no pocas tardes y noches no le dio respuesta. A decir verdad, pareció descargar sobre ella una pesada túnica de silencio. Fue esa falta de respuesta la que la llevó a pensar en buscar ayuda en otro lugar. Pero ¿dónde? La contestación se la dio, involuntariamente, un legionario. Durante tres días seguidos acudió a verla e incluso se permitió dejarle una propina. No pudo evitar interrogarle para averiguar si su suerte había cambiado. Apenas había terminado de formular la pregunta y el veterano comenzó a cantar las alabanzas de un mago egipcio que vivía en el castra. La semana anterior había acudido a visitarlo por cuestiones que no venían al caso. Por supuesto, le había dado consejo, pero además, como de pasada -era un personaje extraordinario aquel egipcio-, le había recomendado no perder la ocasión de jugar cuando la luna fuera amarilla. Amarilla. Ahí es nada. Bueno, pues se fijó en ello y fue a jugar. ¡Ganó casi la paga de un trimestre! Menudo personaje… alguien que puede leer en el porvenir y decirte lo que hay que hacer.

El corazón de Rode comenzó a arder desde ese mismo momento. Necesitaba hablar con aquel hombre. Quizá… sí, quizá ese mago podría decirle algo sobre su futuro, sobre lo que podía esperarle en algún recoveco del porvenir, sobre… sobre aquel centurión. Y ahora se encontraba ante aquel hombre de cráneo sensacional, rotundo, rasurado, poderoso como si fuera la misma cabeza de un dios desconocido, pero rebosante de vigor y de potencia.

– Así que estás enamorada… -dijo y la sugerencia sonó como el silbido de una serpiente que ha avistado un desprevenido ratoncillo.

– No… no lo sé -balbució Rode, y en verdad así era.

– Bien -cortó el mago-. Quizá sólo te gusta, pero te gusta mucho.

– Sí… -respondió confusa-. Me gusta mucho.

– Ajá, y ¿por qué?

Rode guardó silencio por un instante. No es que no quisiera hablar. Sí que deseaba hacerlo, pero no sabía cómo. A decir verdad, le resultaba imposible responder por qué le agradaba aquel legionario.

– Creo… creo que es bueno… -respondió al cabo de unos instantes.

Una sensación desagradable de malestar se posó en la boca del estómago de Arnufis. Bueno. ¡Bueno! Vaya con la ramera… ¿Quién lo hubiera pensado? Y ¿qué entenría esta furcia por bueno? ¿Que no la había golpeado nunca? ¿Que no regateaba?

– ¿Quieres decir que te trata bien? -indagó el egipcio, que necesitaba desesperadamente algún mínimo fragmento de la realidad sobre el que elevar su fantasía.

Rode se llevó la mano a la boca y se frotó los labios, como si pretendiera limpiarlos y así emitir únicamente más adecuado.

– Pues… pues no sé… -comenzó a decir-. La verdad es que no hemos tenido mucho trato.

– ¿Te has acostado con él muchas veces? -cortó el mago, al que empezaba a incomodar la meretrix.

– No… nunca.

Una ceja levemente elevada fue la única muestra exterior de la enorme sorpresa que se había llevado el mago. ¡Isis! A lo que se había visto reducido en los últimos tiempos. Nada más y nada menos que a tener que engañar a una ramera enamorada de un legionario cuyo único merito era no haber sido nunca su cliente. Las mujeres eran algo contrario a la razón, de eso no cabía duda, pero lo de ésta en particular se resistía a una clasificación sensata.

– Pero has hablado con él alguna vez -dijo proporcionando tono de afirmación a lo que, en realidad, no pasaba de ser otro intento para saber el terreno por donde pisaba.

– Sí, hablar, sí.

El colmo. Al final, iba a resultar que lo que necesitaba la ramera era conversación. Ni que se tratara de una mujer filósofa…

– Entiendo -dijo Arnufis ocultando lo irritado que se encontraba por no lograr desentrañar aquella confusión-. Entiendo. ¿Es guapo?

Rode parpadeó. ¿Era guapo? A decir verdad, no se había detenido a pensar en ello. Era… otra cosa.

– Bueno… -comenzó a decir-. Creo que no. Es… es fuerte.

– Fuerte -repitió Arnufis-. ¿Alto? ¿Joven?

– No -respondió Rode, que tenía la sensación de estar escuchando a otra persona distinta de ella respondiendo las preguntas del egipcio-. No es alto. Tampoco es bajo, pero no, creo que no podría decirse que sea alto. Ni joven. En realidad, creo que es mayor que tú. Sus sienes… sus sienes son canosas y los días que no está bien rasurado, tiene la barba llena de pelos blancos.

Lo que le faltaba por oír. La ramera se ponía caliente con un centurión viejo que ni siquiera se le acercaba. Conocía a un sujeto así en el castra. Por cierto, bastante antipático. Y raro. Un verdadero indeseable.

– Veo una imagen… -exclamó el mago con una respiración repentinamente trabajosa-. Sí, es la figura de un centurión. No es joven, pero es fuerte. Se quita el yelmo. Tiene las sienes… tiene las sienes canosas. Parece fuerte.

– Ya te dije que lo era -corroboró Rode cada vez más admirada de las dotes del ariolus.

– Tu hombre trabaja al servicio del tribuno Cornelio… -dijo Arnufis con un tono que lo mismo podía interpretarse como una afirmación que como una pregunta.

Rode, totalmente sorprendida, asintió con la cabeza. En verdad que todo aquello resultaba prodigioso. ¿Qué más podía llegar a ver aquel hombre?

Arnufis respiró hondo y alargó la diestra hasta coger la mano de Rode. Tenía la piel suave, muy suave, cosa rara en una mujer que se dedicaba a su ocupación en una canaba. ¿Qué podría ganar una meretrix con esa piel? Seguro que su amo gastaba lo justo en vestirla -poco, para el tiempo que llevaba ropa encima- y alimentarla. Beneficio puro, casi puro. Bien, no podía entretenerse ahora en eso. Intentaría un truco que rara vez fallaba.

– Tienes un corazón muy especial -susurró con un tono de voz aceitoso-. No te exagero al decirte que pocas veces, en realidad, en ninguna ocasión, he visto un espíritu tan bello como el tuyo.

Rode abrió los ojos y miró con enorme atención al mago. Había escuchado miles de palabras de hombres, pero aquéllas presentaban una característica muy particular, tanto que se sentía rebasada, sobrepasada, abrumada.

– Ese espíritu bello que anida en tu interior busca la altura. Es posible que tú misma no lo sepas, pero ansía ir más allá de lo que te rodea.

Rode dejó escapar un suspiro. Nunca se le había ocurrido pensar que sus aspiraciones eran elevadas, pero ahora, escuchando al egipcio, no tenía duda alguna de que estaba diciendo la pura verdad, una verdad que siempre había estado ahí sin que llegara a verla. Sí, lo que ella deseaba era colocarse por encima de todo lo que vivía. Quizá, quizá…

– ¿Ese centurión… se interesará por mí?

Arnufis se mordió levemente el labio inferior. La ramerilla estaba resultando más resistente de lo que parecía a primera vista. Quizá habría que alterar el camino.

– Déjame que vea tu mano -dijo mientras la agarraba, le daba la vuelta y comenzaba a deslizar la yema de sus dedos sobre la palma-. Podría recurrir a otros métodos, pero creo que éste será el más adecuado.

Extendió los dedos de la muchacha como si en ellos pudiera estar escrito realmente algo y luego paseó los suyos sobre la palma. Sí, era una piel deliciosa. Subió por la muñeca y se adentró en el antebrazo. Lástima de muchacha. Hubiera podido dar mucho de sí en otro lugar. Quizá todavía sería capaz de ello.

– No llegarás a nada con ese centurión -dijo con voz susurrante, pero no tanto como para evitar que la muchacha diera un respingo e intentara echarse hacia atrás.

No lo consiguió. El mago la sujetó con firmeza por la muñeca y mantuvo su mano abierta. Como si no hubiera pasado nada. Como si se tratara de lo más normal.

– Quizá en algún momento yazcas con él -prosiguió con un tono de voz suave, casi susurrante-. Eso entra dentro de lo posible, pero… pero no va a cuajar nada. No hay ningún futuro para ti con ese centurión.

La mujer bajó la cabeza. Las últimas palabras del egipcio le habían causado una profunda desilusión, una pena incontenible, como si en su interior se hubiera roto un jarro de pesar y ahora su contenido se esparciera por todo su ser.

– Pero veo más cosas -continuó el egipcio sin soltar la mano de Rode-. Aquí aparece otro hombre.

La meretrix no reaccionó. Se sentía tan desilusionada que lo que ahora estaba diciendo el mago le parecía ajeno y distante.

– Es un varón sabio y poderoso. Verdaderamente, podría cambiar tu existencia. Podría darte…

– Ya sé todo lo que quería saber -cortó Rode, que a duras penas lograba contener las lágrimas-. Dime lo que te debo.

Un pujo de indignación subió por la garganta del egipcio al escuchar aquellas palabras. Pero ¿qué se creía aquella furcia? ¿Que podía marcharse cuando le pareciera bien? ¿Acaso trataba así a sus clientes?

– No he terminado -dijo con un tono que no dejaba lugar a la réplica.

– Sí, sí lo has hecho -respondió Rode mientras se llevaba el dorso de la mano a la cara para quitarse las lágrimas-. Dime qué debo darte. Tengo que irme.

Aquella nueva negativa agudizó la rabia que, poco a poco, se había ido apoderando del mago. Por un instante, pensó en decirle que tendría que yacer con él para pagar la manera en que había visto el futuro. El contacto con su piel y el hecho de que amara a otro hombre la convertían para él en un ser codiciable. Lo que, en realidad, le atraía de aquella mujer era que no se doblegara con facilidad. Por supuesto, lo acabaría haciendo, pero, de momento, optaba por la resistencia. Se negaba a escuchar sus premoniciones, se negaba a quitarse a aquel centurión del pecho, se negaba a ponerse en sus manos. Una mujer así era digna de ser tomada, pero no sólo carnalmente.

– No te apresures, muchacha -dijo con una sonrisa untuosa-. Poseo medios para que te ganes el corazón de ese hombre…

Había arrastrado las últimas palabras para convertirlas en más incitantes, pero no obtuvo el efecto deseado. Rode había captado ya en el mago esa antipatía que algunos hombres sienten hacia los varones a los que consideran injustamente afortunados y la desconfianza había prendido en ella. No hubiera podido explicarlo ni razonarlo ni justificarlo, pero algo en su interior le gritaba que Arnufis se había erigido en enemigo del centurión y que jamás llevaría a cabo una acción que pudiera acercarlos. Por el contrario, de él sólo cabía esperar que recurriera a cualquier género de argucias para cavar un abismo entre ambos.

– Tengo que trabajar -se disculpó Rode desprendiéndose de la garra del mago y poniéndose en pie.

Con agilidad inesperada, Arnufis abandonó su asiento y se colocó al lado de la ramera. En apariencia, la serenidad más absoluta lo poseía. Sin embargo, su interior bullía de cólera, la cólera que se originaba en él cuando una situación se le escapaba de las manos.

– No tengas prisa -dijo con suavidad-. Quédate un poco más. Tu futuro presenta cosas muy… interesantes.

Rode se llevó la mano al pecho, de donde colgaba un saquito. Guardaba en él unas monedas, justo las que pensaba entregar al mago antes de abandonar su tienda.

– Toma. Si falta algo…

No concluyó la frase. Arnufis había vuelto a atraparle la mano, que ahora oprimía con fuerza contra sus pechos.

– Si falta algo -prosiguió Rode como si nada estuviera sucediendo-, mi amiga Plácida te lo traerá.

El egipcio dejó escapar una carcajada sin soltar la presa.

– Hay otras formas de pago… -susurró mientras acercaba la boca a la mejilla de Rode.

La ramera colocó la palma de la mano en el pecho del egipcio y con un ademán repetido miles de veces enérgicamente lo apartó de sí.

– Con eso, yo no pago. Cobro.

Cuando Arnufis intentó volver a acercarse a la mujer, ésta, como si fuera un gato curtido en mil huidas, ya había desaparecido por la entrada de la tienda.

7

Cornelio contempló con desagrado a la persona que tenía ante él. No se le hubiera ocurrido decirlo en voz alta, pero cada vez soportaba menos a los bárbaros, especialmente a aquellos que habitaban en el interior del imperio sin dejarse moldear por la influencia civilizadora de Roma. En la capital, le habían parecido un enjambre de parásitos que se aprovechaban de la generosidad del imperio para su beneficio y no para el bien de Roma; en el castra, no le resultaban mejores. Entendían el latín -o el griego- a la hora de regatear y sacar el dinero a los legionarios, pero cuando se trataba de pagar, de contribuir, de arrimar el hombro… ¡Por Júpiter! Era sorprendente la rapidez con que se escudaban en su lengua y cómo aparentaban que ni entendían ni comprendían para no colaborar. Quizá resultaba inevitable que las meretrices no fueran romanas y lo mismo podía decirse de aquellos sirios o judíos que acompañaban a las legiones como modestos buhoneros. Pero ¿en qué contribuía al bienestar del imperio la presencia de aquel mago egipcio? Las legiones ya tenían sus harúspices, sus pontífices, sus lectores de entrañas. ¿Por qué tenían además que soportar a aquel africano? Porque, a decir verdad, Cornelio se sentía especialmente incómodo con aquella gente procedente del norte de África. Quizá porque había vivido en una insula donde estaban presentes con sus ruidos y sus gritos y sus cánticos, se trataba de los bárbaros hacia los que sentía una mayor repulsión. Estaba convencido de que la mentira constituía su verdadera naturaleza, pero, por encima de todo, le asqueaba la manera en que miraban a las mujeres y la forma en que buscaban obtener dinero mediante el engaño y la estafa. Y ahora, por si todo lo anterior fuera poco, venía uno de ellos a importunarle a su propia tienda. Supuestamente, para hacerle un favor…

– De manera que tienes una información importante que proporcionar al mando… -repitió Cornelio intentando reprimir la repulsión que lo invadía.

– Kyrie, así es -respondió con fingida sumisión Arnufis.

– ¿Conoces la pena por delación falsa? -preguntó el tribuno mientras clavaba sus ojos en el egipcio.

Ni un solo músculo del rostro del ariolus experimentó el menor movimiento. Hubiérase dicho que, gracias a alguna magia desconocida, acababa de convertirse en una de las estatuas de piedra tan abundantes en su país de origen.

– Sólo deseo servir a Roma -respondió sereno.

¿Servir a Roma? ¡Qué descaro! ¡Servirse de Roma! Eso era lo que pretendía aquel embaucador africano.

– Bien -dijo Cornelio con acento de áspera autoridad-. Te escucho.

Arnufis reprimió la sonrisa gatuna que pugnaba por asomar a sus labios. Había necesitado dos semanas -¡dos semanas nada menos!- para llegar al lugar en el que ahora se encontraba, pero no le cabía duda alguna de que había transitado el camino mejor.

– Uno de tus hombres -comenzó a decir pausadamente-. Uno de tus hombres que además dispone de mando es culpable de perduellio.

– ¿Perduellio? -repitió Cornelio sorprendido al ver que el mago utilizaba una categoría legal.

– Sí, kyrie, el delito de asebeia -remachó Arnufis con apenas oculto placer.

– Vamos a ver, egipcio -señaló el tribuno con evidente malestar-. ¿Pretendes decirme que bajo mis órdenes hay un hombre que es culpable de traicionar al emperador?

– Un centurión -respondió con aplomo el mago.

– ¡Un centurión! -alzó los brazos Cornelio a punto de montar en cólera. Pero ¿quién se creía que era aquel ariolus para insultar así a uno de sus oficiales? Aquello sobrepasaba holgadamente la medida de descaro tolerable.

– Sí, kyrie -prosiguió Arnufis-. Fue el que detuvo al legionario Celio hace unas semanas por golpear a una prostituta de nombre Plácida. Se llama…

– Sé de sobra cómo se llama -le cortó el tribuno-, pero tú debes enterarte de algo más. La acusación por perduellio es extraordinariamente grave. Quizá la más grave que se pueda lanzar sobre alguien. Si tus palabras no se corresponden con la verdad, dispondré que te crucifiquen a las puertas del castra.

El egipcio intentó abrir la boca, pero Cornelio no se lo permitió.

– No sólo eso. Como seguramente sabrás, los tormentos del crucificado se suavizan en parte aplicándole el crurifragium, la fractura de sus piernas. Quiero que sepas que tú no dispondrás de ese privilegio si estás mintiéndome.

Una capa delgada y brillante de sudor apareció sobre el cráneo rasurado del mago. Siempre había sido consciente de que la apuesta era muy elevada, pero ahora tenía que reconocer que el tribuno distaba mucho de ser un personaje fácil de manejar.

Sin dejar de mirar al mago, Cornelio se dirigió a uno de los tres soldados que estaban en el interior de la sala:

– Lucio, haz venir al centurión primero de la cohorte. Que deje lo que esté haciendo para presentarse porque es urgente.

El legionario saludó y se dispuso a salir. Se hallaba apenas a unos pasos de la entrada de la tienda cuando la voz del tribuno volvió a sonar.

– Espera… -dijo Cornelio como si acabara de tener una idea súbita-. Una vez que hayas custodiado al centurión hasta mi presencia, cuando haya comparecido, ve a buscar al legado Pompeyano. Dile que necesito su asistencia en un asunto de especial relevancia.

A Arnufis le habría gustado continuar la conversación con el tribuno y abrió la boca dispuesto a hacerlo. No llegó a pronunciar una sola palabra. Cornelio alzó la mano derecha imponiendo silencio, chasqueó los dedos para que se acercara un secretario y comenzó a leer documentos como si estuviera solo en la tienda. Ni un solo momento levantó los ojos de lo escrito. Era bien cierto que no lograba concentrar su atención en las líneas que se le ofrecían, pero lo que deseaba no era tanto aprovechar el tiempo, como humillar al egipcio. De buena gana, lo hubiera expulsado a patadas de la tienda, del castra, de cualquier territorio donde se irguieran orgullosas las águilas romanas. No, una sabandija como aquélla no tenía lugar -no debería tenerlo- a la sombra del poder romano. No, a menos que fuera para condenarlo a galeras o a la crucifixión.

La espera no se prolongó mucho, pero resultó tensa. Precisamente por eso, cuando el legionario regresó con el centurión no dejó de experimentar una sensación de alivio. Solucionaría aquel enojoso asunto en un momento y, si Júpiter le era propicio, antes de que se pusiera el sol aquel mago estaría dando alaridos en una cruz.

– Centurión -dijo mientras esbozaba una sonrisa-. Te he llamado para interrogarte por algunos asuntos.

No será mucho tiempo. Me consta que tienes muchas ocupaciones y que gustas de desempeñarlas con diligencia.

El oficial mantuvo silencio. La experiencia le decía que no era habitual recibir elogios de un superior y todavía menos que éste pudiera convocarte por minucias. ¿Qué podía desear el tribuno y, sobre todo, qué hacía el egipcio allí?

– Como te digo -prosiguió el tribuno-, voy a ser breve ¿Sabes en qué consiste el delito de perduellio?

– Sí, domine -respondió el centurión-. Consiste en traicionar al emperador.

– Exacto, exacto. ¿Podrías señalarme alguna conducta e mereciera el calificativo de perduellio?

El oficial dudó por un instante. En sus dilatados años de servicio, jamás le había preguntado un superior acerca de cuestiones legales. ¿Qué estaba sucediendo?

– Varias, domine -comenzó a responder de manera serena y respetuosa-. La entrega de una plaza sin recibir órdenes al respecto, la capitulación sin que lo autorice un superior, la connivencia con el enemigo para causar daño a las legiones, la conspiración para dar muerte al césar…

– Sí, claro -dijo el tribuno con la cólera asomándole por los ojos-. Todo eso es perduellio.

Realizó una pausa, se volvió hacia el ariolus y dijo:

– Y ahora, egipcio, ¿puedes decirnos en cuál de esos comportamientos repugnantes ha incurrido este centurión?

Si Cornelio había esperado intimidar al mago con aquella pregunta, no tardó en descubrir que no lo había conseguido. Arnufis permanecía tranquilo e incluso estaba haciendo esfuerzos para no permitir que una sonrisa le aflorara a sus labios carnosos y oscuros.

– En ninguno de ellos -respondió con aplomo.

– En ninguno de ellos -repitió el tribuno con un toque de triunfo en la voz-. Efectivamente. En ninguno. Y eso te convierte…

– Su culpa es todavía mayor -afirmó el mago.

El tribuno abrió la boca, pero de ella no salió ni un solo sonido. Estaba demasiado sorprendido, demasiado confuso, demasiado estupefacto, como para poder continuar aquel interrogatorio.

– Este hombre le niega al césar la honra que merece -prosiguió el egipcio con la seguridad que sólo crea el saberse en una situación de superioridad-. Jamás, óyelo bien, tribuno, jamás le ofrecerá un sacrificio. No lo hará porque niega que sea un dios.

Cornelio cruzó la distancia que mediaba entre Arnufis y él, y alzó la mano dispuesto a abofetear a aquel africano embustero. Aquella burla había llegado demasiado lejos. Definitivamente. Pero el egipcio no se inmutó al contemplar la ira del tribuno. Ni siquiera dio un paso atrás. Clavó su mirada en él y dijo:

– Ese hombre es un ateo. No cree en los dioses. Es… un cristiano.

El tribuno se detuvo como si un rayo lo hubiera fulminado. ¿Un cristiano? ¿El seguidor de una relligio illicita en las legiones?

Pero ¿qué disparate estaba diciendo aquel africano? ¿Hasta qué punto estaba dispuesto a llegar en su osadía?

– Has excedido la medida de mi paciencia -exclamó encolerizado Cornelio-. Esta tarde serás crucificado.

– No, domine. Es la verdad.

El rostro del tribuno se contrajo como si acabara de recibir un golpe de extraordinaria dureza. Quien acababa de dirigirse a él no era Arnufis, el mago egipcio, sino el centurión acusado. El veterano Valerio.

8

Centurión, ¿estás seguro de que sabes lo que dices?

– preguntó un tribuno confuso y sorprendido.

Arnufis contempló complacido el rostro de Cornelio. ¡Estúpido! Era sólo uno de esos oficiales jóvenes que a los romanos tanto les gustaba encumbrar. Los había conocido en medio imperio. Creían que sabían todo simplemente porque su familia era acomodada, porque sus abuelos habían colocado las posaderas en los bancos del senado y porque habían tenido un paidagogos que fingía sentir satisfacción cuando aprendían tres o cuatro necedades griegas. Había contemplado docenas de veces su orgullo, su soberbia, su displicencia y, sobre todo, su insaciable ansia de enfrentarse con la dificultad.

¡Ellos! ¡Los que jamás habían tenido que padecer! ¡Los que incluso contaban con esclavos para que les limpiaran el trasero tierno! Bien, pues ahora tenía que enfrentarse con una situación espinosa. Nada más y nada menos que la presencia en su cohorte impoluta, inmaculada, gloriosa, de un reo de perduellio.

Al considerarlo ahora se percataba de que todo había sido extraordinariamente fácil. Hacía mucho tiempo que conocía a gente como Valerio. Los había visto en Egipto, en Siria, en todo lugar habitado. Era una gentuza que afirmaba que sólo existía un dios. Por supuesto, también los judíos creían en esa majadería, pero, al menos, se trataba de un pueblo antiguo y entre ellos no faltaban algunos conocedores del griego ni, aunque fuera de manera excepcional, gente acaudalada e influyente. Pero los cristianos… Los cristianos eran personajillos insignificantes que manifestaban la intolerable insolencia de pretender saber de todo y ¿qué eran, en realidad? Modestos zapateros, carniceros parlanchines, curtidores malolientes, sucios pescadores. No sólo eso. También abundaban las mujeres. Incluso los esclavos. ¡Qué locura!

Por lo que se refería a su doctrina, difícilmente hubiera podido ser más asquerosa. Esa creencia en un dios convertido en hombre no para fecundar a hermosas mortales, sino para vivir como un siervo y morir en un patíbulo era más que suficiente para provocar el rechazo de cualquier ser sensato. Y lo mismo podía decirse de sus enseñanzas éticas. Insistían en vivir modestamente, pero no como Diógenes el cínico, sino para mostrar a los demás que las posesiones carecían de valor si no se compartían con otros. Se empeñaban en condenar el adulterio no sólo de las mujeres -algo en lo que nadie les hubiera llevado la contraria-, sino también de los esposos. Se dedicaban a ofrecer esperanza a los esclavos si eran buenos y diligentes, si no robaban a sus amos, si obedecían sin rechistar. Y, por si fuera poco, añadían a todo eso la afirmación extravagante de que ni uno solo de sus actos servía para garantizarles la existencia dichosa más allá de la muerte porque ésa se la ofrecía como un regalo -¡como un regalo!- aquel delincuente galileo ejecutado en buena hora por un procurador romano. A decir verdad, el último sitio donde hubiera esperado encontrar a la gente de esa secta era en el interior de un castra. Pero también estaban allí.

Había comenzado a sospechar todo cuando aquella meretrix de piel suave había acudido a pedir su ayuda.

En un primer momento, pensó que el veterano simplemente no tenía ningún deseo de yacer con ella. No era lo normal, desde luego, pero tampoco tenía por qué resultar tan extraño. Una enfermedad, un voto religioso, una herida en las partes pudendas, una afición por los jovencitos, cualquiera de esas posibilidades hubiera dado más que cumplida explicación a su conducta. Sin embargo, algo en su interior le decía que podía haber más. Sí, más, pero ¿qué? Al final, la curiosidad lo había arrastrado a vigilarlo y lo que había descubierto fue aclarando muchas cosas. Se levantaba antes que nadie para orar, de rodillas, en un lugar apartado y lejos de cualquier representación divina. No podía perder su precioso tiempo en aquella tarea, pero en cuanto concibió la primera sospecha había encomendado a Demetrio que procurara no perderlo de vista. Los resultados no habían podido ser más elocuentes. No sacrificaba a los dioses, se mantenía a distancia de las celebraciones, no se inclinaba ante las imágenes y, sobre todo, no arrojaba incienso en honor del genio del césar. Por supuesto, sabía actuar con discreción. Cedía a sus hombres esos honores como si se tratara de recompensas -era astuto, no podía negarse-, pero, en realidad, lo que buscaba era mantenerse al margen de ceremonias que abominaba. Si se sumaba todo aquello a su negativa a yacer con una ramera y a su defensa de la lupa que respondía al nombre de Plácida… sí, no podía caber duda. Aquel hombre era un ateo, un negador de los dioses, un cristiano.

El alcanzar aquella certeza provocó en Arnufis una cálida oleada de placer que alegró su corazón y su espíritu. Incluso se permitió la generosidad de dar algunos sextercios a Demetrio para que los gastara en vino y meretrices. De manera inesperada, Isis había puesto a su alcance dos inesperadas oportunidades. En primer lugar, la de vengarse de aquella necia con el corazón rebosante de estúpidos sueños. Seguro que iba a disfrutar cuando viera al centurión desollado por los zurriagos y ejecutado. No le cabía duda alguna. Pero la segunda era, con mucho, más importante. Sabía que no era bien visto, que no escaseaban los romanos que le miraban mal, que le consideraban un bárbaro, que hubieran preferido que no estuviera en el castra. Pues bien, su posición quedaría ahora afianzada de manera definitiva. Él, un africano, un egipcio, un bárbaro, era el que había puesto al descubierto al que había perpetrado la peor ofensa imaginable, la de perduellio. Y ahora quedaba por ver lo que haría aquel tribuno novato y barbilampiño.

– Centurión -repitió Cornelio-. ¿Estás seguro de que comprendes de qué se te acusa?

– Domine -respondió Valerio-, no soy culpable de perduellio. Nunca he faltado a mis deberes como soldado. Nunca lo haré.

– Pero… pero eres cristiano -dijo el tribuno con tono desalentado.

– Sí, domine, lo soy -reconoció Valerio-, pero eso no me impide ser leal a Roma y al césar.

Arnufis estuvo a punto de dejar escapar una carcajada, pero se contuvo. En el estado de ánimo en que se hallaba sumido el tribuno no resultaba prudente tentar a la suerte. Bastaría con que dejara que los hechos siguieran su curso normal.

– ¿Ah, no? -exclamó el tribuno-. Entonces… entonces, si yo te lo ordenara, le ofrecerías incienso…

– No, domine -respondió apesadumbrado Valerio-. Eso no puedo hacerlo.

– Qué falta de disciplina más intolerable… -dijo Arnufis como si se le hubiera escapado un pensamiento, pero con voz lo suficientemente audible.

Cornelio clavó la mirada en el suelo. Se sentía insoportablemente abrumado. Como si de repente hubieran descargado sobre sus espaldas un fardo pesado que era incapaz de llevar. Sí, aquello constituía, al fin y a la postre, una falta de disciplina. Ésa era la cuestión esencial. Lo importante no era si el centurión adoraba a un dios servil o si se inclinaba ante la tríada capitolina o si rendía culto a una deidad con cabeza de animal. No, lo relevante era que Roma no podía consentir que en el seno de sus legiones anidara la desobediencia. Ciertamente, la opinión que tenía de aquel hombre era buena. Incluso excelente. Sin embargo, resultaba totalmente inaceptable el hecho de poner en peligro la cohorte para que pudiera cumplir con su religión. Sobre todo en aquellos momentos.

– Domine.

Cornelio alzó la mirada. Estaba lívido y sus labios habían quedado reducidos a una línea morada y horizontal, como si hubiera entrado en el proceso de la agonía. Quien se había dirigido a él era uno de los asistentes personales de Pompeyano. Claro, el legado. Se le había ido de la cabeza en medio de aquella desagradable conversación. Pero… pero ¿cómo no se le había ocurrido? Sí, le remitiría el asunto y, con toda seguridad, lo resolvería de la manera más adecuada.

– ¿Viene el legado? -preguntó con la misma ansiedad con la que un náufrago se hubiera aferrado a un cabo de cuerda que pudiera salvarlo de las aguas.

– Domine -respondió el legionario-. El legado te ordena que comparezcas en su tienda.

El tribuno frunció el ceño. Pompeyano no sólo no atendía a su súplica, sino que además le mandaba reunirse con él. Pero ¿por qué? ¿Tendría algo que ver aquel maldito egipcio en esa decisión? A esas alturas, se sentía inclinado a creer cualquier cosa.

– Infórmale de que así lo haré -respondió Cornelio adoptando un ademán marcial.

– Domine -dijo el legionario-. El legado desea que hables con él ahora. Los cuados, los sármatas y los marcomanos acaban de cruzar el río Ister y tu cohorte debe salir inmediatamente a su encuentro. Él en persona te dará los detalles.

Cornelio guardó silencio. Daba la sensación de que aquel día los dioses estuvieran empeñados en burlarse de él. Difícilmente hubieran podido mostrarle con más claridad lo débil, lo inexperto, lo limitado que era. ¿Qué más podrían reservarle y, sobre todo, en qué podía haberlos ofendido para que actuaran así? ¿Podía deberse a que estuvieran encolerizados con aquel cristiano?

– Está bien -dijo-. Anuncia al legado que acudiré ahora mismo a su tienda.

Cornelio observó cómo el emisario saludaba militarmente antes de abandonar la tienda. Bueno, de momento estaba claro que Pompeyano no iba a ayudarle a salir de aquel enredo. Tendría cosas mucho más importantes entre manos y hubiera resultado totalmente indecoroso plantearle aquel caso. Aquel caso, sí. ¿Cómo solucionarlo? Se llevó la mano al mentón y comenzó a acariciárselo como si así pudiera impulsar a su espíritu a pensar mejor y con más rapidez. El legado estaba esperándole y, como a cualquier superior, no le agradaban los retrasos de sus subordinados. Bien, como había dicho el viejo julio, alea jacta est. <strong>[13]</strong>

– Centurión -dijo al fin-. La acusación formulada contra ti es de una enorme gravedad. Podría incluso tratarse de un delito de perduellio…

Arnufis dio un respingo al escuchar aquellas palabras. ¿Qué quería decir aquel tribuno imberbe con eso de que podría? ¿Es que no le parecía suficientemente claro? Pero si existía incluso una confesión de parte…

– No sería justo dictar una sentencia apresurada cuando puede estar en juego la vida de un ciudadano romano -continuó el tribuno-. Recoge tu equipo y ordena a los hombres que se preparen. Marchamos al encuentro de los bárbaros.

– Pero… pero… -intentó protestar Arnufis.

– A nuestro regreso -prosiguió Cornelio como si no hubiera escuchado al mago- quedará zanjado este asunto. Ahora nuestro deber primero, sacrosanto, es defender el limes. Puedes retirarte.

El egipcio contempló abrumado cómo Valerio saludaba al tribuno y, acto seguido, abandonaba la tienda. No hubiera podido asegurarlo, pero había tenido la sensación de que en su faz no se reflejaba la menor señal de inquietud. Incluso… incluso le había parecido que le brillaban los ojos. No, aquello no podía quedar así.

– Egipcio -dijo Cornelio con una voz tan bronca que cortó sus pensamientos-. Has prestado un gran servicio a Roma…

Arnufis respiró aliviado al escuchar aquellas palabras. Bueno, quizá Valerio se había salvado de momento, pero él… él, con seguridad, sacaría tajada de aquella delación. Sí, podía ser que todo acabara saliendo como lo había planeado.

– Precisamente por eso -continuó el tribuno- no puedo permitir que te suceda nada. Tu vida es demasiado preciosa para nosotros…

Excelente, sí, excelente, pensó complacido el ariolus. Al fin alguien iba a dispensarle su protección, la que necesitaba desde hacía años, y lo iba a hacer nada menos, que un tribuno. Lástima no haber descubierto antes a aquel cristiano.

– … porque es tan valiosa no deseo tenerte desprotegido. Ve a tu tienda y prepara todo. Saldrás con mi cohorte al encuentro de los bárbaros.

Una palidez cerúlea cubrió las facciones del mago. No podía ser cierto lo que acababa de escuchar. Él no era un legionario. Ni un auxiliar. Ni siquiera un romano. Aquel chiquilicuatre no podía darle esa orden. No tenía ningún derecho.

– ¡Ah, Arnufis! -añadió Cornelio con una voz cargada de autoridad-. Desde este mismo instante, te hallas tan sujeto a mis órdenes como cualquiera de mis hombres. Debes saber, por lo tanto, que consideraré cualquier acto de desobediencia, hasta el más mínimo, como un delito de perduellio y lo castigaré como tal. Con la máxima severidad. Retírate.

El mago salió de la tienda controlando a duras penas el temblor que hacía entrechocar sus rodillas. Estaba tan abrumado por lo que acababa de escuchar que no se percató de que, apenas a unos pasos, lo observaba una meretrix llamada Rode.


  1. <a l:href="#_ftnref11">[11]</a> Ano del mundo. (N. del A.)

  2. <a l:href="#_ftnref12">[12]</a> ¿Qué deseas? (N. del A.)

  3. <a l:href="#_ftnref13">[13]</a> La suerte está echada. (N. del A.)