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Hacía calor, mucho calor, un calor agobiante. Precisamente, el tipo de clima que ningún romano habría asociado con los territorios situados al otro lado del río Ister. A decir verdad, lo esperado habría sido una mezcla de selvas verdes y praderas frondosas, de amaneceres gélidos y tardes ventosas, de lluvias intermitentes y noches largas. Sin embargo, las legiones – la I Adiutrix, la X Gemina- y sus vexillationes – la X Fretensis y la XII- habían encontrado todo lo contrario. El sol se mostraba abrasador, era impensable que lloviera y el día resultaba pesadamente prolongado. Para la mayoría de los legionarios de la cohorte que, como Celio, tenían experiencia en Germania, resultaba difícil no experimentar una pesada sensación de agobio. Su veteranía hubiera dado los mejores frutos entre bosques y pantanos, en medio de ráfagas de viento y de cellisca. Pero ahora se sentían exhaustos. Sudaban y sentían el peso de la impedimenta como nunca, hasta el punto de que no era extraño que alguno de los hombres se desvaneciera mientras se desplazaban.
Aquellas dificultades habían originado en Cornelio una decisión redoblada de comportarse de la mejor manera. A lomos de su caballo, se desafiaba a no beber una gota de agua antes de que sus hombres se hubieran saciado, a soportar el mayor tiempo posible la dureza de la silla de montar, a no dejar que su respiración se hiciera irregular por agotamiento. Estaba convencido de que no faltaban los legionarios que ansiaban encontrar la menor señal de debilidad en él y no estaba dispuesto a proporcionarles ese placer. Era el tribuno y como tal daría las mayores muestras de resistencia.
En aquel propósito le animaba la contemplación de los dos hombres que habían amargado su existencia durante los últimos días. El egipcio era, sin duda, alguien acostumbrado a la comodidad, pero estaba dando muestras de una enorme resistencia. Acostumbrado a una temperatura aún más rigurosa que aquélla, el calor del otro lado del Ister no le agobiaba, sino que incluso le confería una vitalidad renovada, como si le llevara de regreso a la vigorosa juventud. Dado que su impedimenta era llevada por un esclavo griego, la expedición no parecía estar causándole el menor sinsabor. Por lo que se refería a Valerio, tenía que reconocer -y ahora le dolía hacerlo- que se trataba de un legionario excepcional. Hubiera sido razonable esperar que un hombre que llevaba años de servicio a sus espaldas, que además había soportado el cautiverio y la enfermedad, tuviera los huesos corroídos y la capacidad de resistencia prácticamente agotada. En Valerio, no acontecía así. Por el contrario, daba la impresión de que las penalidades sufridas con anterioridad tan sólo habían servido para curtirlo, para endurecerlo, para entrenarlo con vistas a campañas como aquélla. Ciertamente, resultaba deplorable que abrigara en su espíritu tan extravagantes ideas siendo un hombre de tan notables cualidades.
Valerio, por su parte, se sentía dichoso. La acusación que el mago egipcio había formulado contra él era de enorme gravedad y podría haberle costado la vida.
Pero incluso aunque no pudiera probarse -y nunca podría-, el hecho de que se hubiera descubierto que era cristiano colocaba sobre su cuello la espada del verdugo. No, desde la época del césar Nerón, no se había necesitado probar ningún crimen para arrancarle la vida a un cristiano. Bastaba simplemente con arrojar esa acusación al rostro de la persona odiada. La situación ni siquiera había cambiado con el césar Marco Aurelio. De ello podían hablar los familiares de los cristianos asesinados en Lugdunum apenas unos años atrás. Había conocido a algunos y le constaba que cuando una parte del populacho decidió sacrificarlos como si fueran fieras, las autoridades del imperio no sólo no lo habían impedido, sino que habían prestado su apoyo con verdadero entusiasmo. Eso había sido después de la peste…
A pesar del calor sofocante, Valerio no pudo evitar sentir un escalofrío al recordar la plaga que había asolado Roma. Desde lo más hondo del corazón le vino el recuerdo de aquella mañana en que, dirigiéndose a la insula que habitaba con Grato, había caído sin conocimiento en la vía. Aquel día podía haber muerto. Habría bastado para ello que cualquiera de los escasos vestigios de autoridad que aún quedaban en Roma hubiera echado mano de su cuerpo exangüe y lo hubiera arrojado a la cuneta. Allí se hubiera quedado, agonizando con una respiración cada vez más trabajosa, hasta que hubiera dejado de existir. Ni médicos, ni soldados ni ciudadanos hubieran movido un dedo para ayudarle.
Sin embargo, todo había sucedido de una manera muy diferente. Cuando volvió en sí, lo primero que había visto había sido una techumbre de paja. No sabía dónde estaba y había intentado incorporarse sin lograrlo, pero, al menos, seguía vivo. Musitó el nombre de Grato tan sólo para que un hombre se acercara y humedeciera su frente con un paño húmedo. En aquellos momentos, le ardían la garganta, la boca, la nariz, el pecho. El simple contacto con la tela le había parecido un alivio extraordinario. Fue todo lo que recibió antes de volver a desvanecerse.
Nunca había sabido el tiempo que había permanecido en aquel lecho cuya enorme incomodidad no le había permitido captar la enfermedad. Por aquellos días, cuando recuperaba la conciencia, acertaba a descubrir tan sólo pequeños detalles. Que la sala era alargada y estrecha, que estaba tan ventilada que podía resultar gélida, que había dos (¿o eran tres, quizá cuatro?) hombres que atendían a los enfermos, que éstos eran sólo varones. En circunstancias normales, se hubiera interrogado por lo que le estaba sucediendo, pero, sujeto por las manos despiadadas de la plaga, no disfrutó de esa posibilidad. Sólo salía de las tinieblas y volvía a sumirse en ellas. Y entonces, en una de esas noches, o días, o tardes, la negrura dejó paso a una serie de imágenes difíciles de entender. Ante él aparecieron en angustiosos remolinos su madre y su abuela, su padre y sus compañeros de juegos, los primeros días en la legión y el cautiverio, Grato y los combates contra los bárbaros. Todo surgía ante su vista y cuando, angustiado, intentaba tocar a alguno de aquellos seres, se desvanecían no dejando nada tras de sí. Valerio lo ignoraba, pero aquellas pesadillas constituían el anuncio de que estaba saliendo de la enfermedad y la esperanza de que regresaría a la vida.
Sucedió, finalmente, una mañana. De repente, abrió los ojos y descubrió ante sí un rostro que le pareció familiar. Efectivamente, lo era, ya que pertenecía a uno de los hombres ocupados en atender a los enfermos, una de esas figuras que, fugazmente, contemplaba cuando volvía en sí. Parecía ocupado en algo, pero, al percatarse de que Valerio despertaba, lo abandonó y le miró. Tenía unos ojos castaños y compasivos, y una sonrisa impregnada de un sentimiento que el legionario no pudo identificar porque nunca antes lo había contemplado.
– Ubi… ubi sum? <strong>[14]</strong> -había acertado a preguntar.
El hombre le había sonreído para responder:
– No te preocupes ahora por eso. Descansa.
Pero Valerio no había retornado de la muerte para conformarse con aquellas palabras.
– Soy optio. Dime inmediatamente dónde estoy.
Una sombra se había cernido sobre el rostro del hombre nada más escuchar la condición castrense del enfermo. Sin embargo, fue sólo un instante. De manera inmediata, una sonrisa suave había aflorado en su rostro y había dicho:
– Te encuentras en el lugar donde se dispensa ayuda a los enfermos e indigentes.
Valerio había dejado caer la cabeza sobre el lecho al escuchar aquellas palabras. Su mentalidad práctica le había impulsado a preguntarse por el pago de aquellos cuidados. ¿Cuánto tiempo llevaban atendiéndolo? ¿Qué gasto había implicado?
– Ayúdame a levantarme -musitó con voz entrecortada-. El coste…
– No existe ningún coste -zanjó con tranquilidad el hombre.
– Que no… que no existe… -protestó débilmente el optio-. Y entonces ¿por qué actúas así? ¿Eres un filósofo?
– Duerme -fue toda la respuesta que recibió.
Valerio volvió a quedar sumido en el sueño, pero, en adelante, sus descansos fueron acercándose poco a poco a la normalidad hasta que un día pudo levantarse del lecho y sentarse a descansar en un poyete cercano a la habitación. En aquel lugar dejaba que las horas fueran transcurriendo y, sumido en reflexiones profundas, contemplaba cómo se libraba una batalla incansable contra la muerte. En ocasiones, las Parcas lograban cortar el hilo que unía a los mortales a la vida, pero tampoco faltaban las ocasiones en que aquella suma de cuidados, de celo y de limpieza las obligaba a retroceder soltando su presa. ¿Cuánta gente pudo salvarse gracias a la labor de aquellos pocos? Seguramente, no más de unas docenas. Bien escaso resultado era si se comparaba con el daño que la plaga estaba causando en las calles de la urbe y, sin embargo, qué grande si se contrastaba con el ejemplo de aquellos ciudadanos -médicos o no- que habían huido o arrojado al arroyo a los enfermos para no correr ningún peligro.
Una noche, ya caminaba con cierta soltura por aquel entonces, salió a respirar algo de aire fresco sentado en el poyete. De la manera más corriente, sus pensamientos fueron aflorando por sí solos en una nube desvaída y carente de orden. Grato -¿qué habría sido de Grato?-, sus años pasados en las legiones, la cautividad, la manera en que se había desarrollado su vida, todo ello quedaba reducido a presencias espectrales que iban y venían sobre su corazón. Y entonces sintió una angustia que, primero, se presentó como una punzada sorda para terminar convirtiéndose en un manto de ansioso pesar. En toda su existencia, no encontraba nada que mereciera la pena. Sí, por supuesto, estaban la valentía, el honor, la disciplina, la obediencia… todo eso tenía un valor, y, seguramente, no era reducido. Sin embargo, ahora, al contemplarlo ante las puertas del Hades, le resultaba mínimo. Se trataba únicamente de cenizas de una vida, consumidas, sí, al servicio del senado y del pueblo de Roma, pero cenizas a fin de cuentas. Se encontraba cada vez más abrumado por esos pensamientos cuando, e» medio de la oscuridad, vislumbró la silueta conocida de la persona que le había atendido durante aquellos días. Esperó a que llegara a su altura y entonces se incorporó y lo agarró del brazo.
– Necesito hablar contigo -dijo con toda la fuerza de que fue capaz.
La figura titubeó un instante, pero, al final, colocó su mano sobre la del legionario, la palmeó suavemente y se dejó caer en el poyete.
– Te escucho -dijo nada más sentarse.
Valerio respiró hondo, como si pensara llenar sus pulmones de fuerza, y entonces habló:
– ¿Quiénes sois y por qué hacéis esto? Te ruego que me contestes con veracidad.
No pudo contemplar en la penumbra los ojos del hombre, pero le pareció sentir una mirada clavada en su rostro. Luego escuchó:
– No temas, optio. Somos cristianos.
¿Cristianos? ¿Qué quería decir aquel hombre? Por lo que sabía, los cristianos eran una creencia extraña, una doctrina de patanes e iletrados, una relligio illicita en la que los hermanos se acostaban entre sí violando las leyes y costumbres más sagradas. Como impulsado por un resorte, Valerio intentó ponerse en pie, pero una mano le obligó con firmeza a permanecer sentado.
– Optio -dijo su interlocutor-. Durante más de dos semanas, te he limpiado, he recogido tus orines y tus excrementos, te he alimentado, he hecho todo lo posible para que pudieras vivir. ¿Consideras un pago muy elevado el que escuches la respuesta a la pregunta que tú mismo has formulado?
Valerio no respondió. Se limitó a guardar silencio, como si de esa manera concediera un permiso tácito para continuar hablando.
– Sé que la gente cuenta muchas cosas sobre nosotros. La mayoría, he de decírtelo, son falsas. No bebemos sangre en nuestras reuniones, ni mantenemos relaciones íntimas entre hermanos ni tampoco aborrecemos al género humano. Nada de eso es verdad. Se trata de afirmaciones nacidas de la mala fe o de la simple ignorancia. En realidad, somos gente sencilla que cree -que sabe- que el único Dios se convirtió en hombre para salvarnos de este mundo de sufrimiento y de la muerte. Es la gratitud que sentimos hacia ese Dios único la que nos lleva a hacer el bien a los demás sin importarnos su condición.
Valerio respiró hondo. Lo que acababa de escuchar le proporcionaba más interrogantes que respuestas.
– Ese… ese dios del que hablas… ¿Por qué dices que es el único? ¿Quieres decir que es optimus y maximus como nosotros creemos que es Júpiter? ¿A qué te refieres al decir que se hizo hombre? No entiendo, de verdad. Y, sobre todo, ¿qué tiene que ver todo eso con que me hayáis atendido?
– Verás, optio…
– Puedes llamarme Valerio -le interrumpió.
– Bien, Valerio -concedió con tono amable su interlocutor-. Lo primero que he de decirte es que nuestra doctrina no es nueva. En realidad, siempre ha existido un solo Dios, un Dios único que hizo los cielos y la tierra y todo lo que en ellos hay. Ese Dios que es Señor del cielo y de la tierra no habita en templos hechos por las manos de los hombres. Tampoco es honrado con manos de hombres, ni necesita que se le ofrezca nada porque él da a todos vida, y respiración, y todas las cosas. Ese Dios único de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habitasen sobre toda la faz de la tierra; y ha prefijado el orden de los tiempos. Siempre ha esperado que le buscasen, porque la verdad es que no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como también algunos de nuestros poetas han señalado.
El hombre hizo una pausa y prosiguió:
– Valerio, ese Dios no es semejante a oro, o a plata, o a piedra, a una imagen debida al artificio o a la imaginación de hombres. Ese Dios ahora anuncia a todos los hombres en todos los lugares que han de cambiar de vida. Así es, porque ha establecido un día, en el cual ha de juzgar al mundo con justicia, por medio de un hombre al que levantó de los muertos, ese que llamamos Cristo y a partir del cual recibimos nuestro nombre.
– No… no estoy seguro de entenderte -dijo confuso Valerio-. Te refieres a una religión sin templos y sin representaciones de los dioses, hablas de todos los hombres como si a todos los viera de la misma manera, me cuentas que ese dios va a juzgar al mundo… No sé… Quiero decir… Si lo que dices es cierto, si, efectivamente, va a juzgar al mundo, ¿qué hay que hacer para escapar de ese juicio? ¿Debería ofrecer sacrificios? ¿Tendría que ser iniciado en algún misterio como los enseñados en Eleusis?
– El Dios único -sonó serena la voz del hombre- desea que todos los hombres vivan de acuerdo con su ley, una ley que sólo nos enseña la virtud. Esa ley nos exige no matar, no robar, no cometer adulterio, no practicar conductas vergonzosas, no mentir, obedecer a los padres…
– Esa ley se ha guardado en Roma durante siglos -le interrumpió Valerio, sumido en una incómoda mezcla de molestia y confusión.
– Esa ley -corrigió el hombre- ciertamente ha sido conocida en Roma desde hace siglos porque está escrita en el corazón de los hombres. Sin embargo, no ha sido guardada, optio. Tú conoces, como yo, que todos, en algún momento u otro, quebrantamos esa ley.
– Bueno, es cierto que nadie es perfecto -intentó excusarse el centurión, que sentía una desazón cada vez mayor.
– Di más bien que nadie es obediente.
– Sí… seguramente tienes razón. Nadie es obediente.
– Exacto, pues bien, esa desobediencia, el único Dios la juzgará y condenará a todo el que haya incurrido en ella.
Valerio guardó silencio por un instante. No estaba acostumbrado a mantener ese tipo de conversaciones y ahora se sentía trasladado a un mundo desconocido en el que no pisaba con firmeza, en el que incluso sentía un temor extraño.
– Si lo que tú dices es verdad, no digo que lo sea, pero si lo fuera, de ser así, ¿qué habría que hacer para escapar de ese juicio? Quiero decir que, según dices, tu dios no habita en templos ni exige sacrificios de animales…
– Ese Dios único envió a Su Hijo al mundo para que todo el que cree en Él no se pierda, no sea condenado, sino que tenga la vida eterna. Fue ese Hijo el que pagó el precio de nuestra desobediencia, el que sufrió en nuestro lugar el castigo que merecemos.
– ¿Cómo lo hizo? -indagó sorprendido Valerio.
– Fue crucificado.
Crucificado. Valerio había podido ver crucifixiones en más de una ocasión y sabía que era la forma más horrible de morir. El cuerpo, clavado, expuesto a los insectos, a las alimañas y a las inclemencias del tiempo, se iba tensando hasta provocar en el reo la sensación de que moriría asfixiado. Pero nunca moría. Cada vez que esperaba la llegada de un final ansiado, el condenado se levantaba sobre el sedile, la almohadilla de madera que tenía bajo los pies, y aspiraba una bocanada de aire que tan sólo servía para prolongar una dolorosa agonía. En algunos casos, apiadado, el oficial ordenaba que se practicara el crurifragium, la fractura de las piernas a bastonazos. Incapaz de incorporarse, el reo acababa ahogándose por falta de aire.
– Como un criminal entonces -dijo el optio.
– Sí -reconoció el cristiano-. Como un criminal, a pesar de que era inocente. El único hombre sin pecado que ha vivido sobre la faz de la tierra. Pero murió como un delincuente para que nosotros no tuviéramos que hacerlo. Ahora sólo tienes que recibir lo que hizo por ti o dejarlo de lado.
– ¿Qué me costará? -preguntó Valerio-. ¿Cuánto tendré que pagar?
– Valerio, Valerio… -dijo con un tono divertido el cristiano-. No tienes que pagar nada. ¿Quién podría pagar algo así? Tan sólo puedes rechazarlo o recibirlo con gratitud y comenzar una nueva vida, una vida que tendrá sentido, una vida de virtud, de una virtud que va más allá de lo que jamás hayan podido enseñar los filósofos. El optio guardó silencio. Lo que había escuchado en los instantes anteriores había provocado una vorágine de sentimientos en su interior. No estaba seguro de haber entendido lo que el cristiano le había dicho. En realidad, le parecía demasiado complicado y amplio como para asimilarlo en su totalidad, pero, en medio de su confusión, había una pregunta que continuaba latiendo en su interior.
– Lo… lo que me has dicho… -comenzó a decir titubeante-. Todo eso… ¿tiene algo que ver con la manera en que me habéis tratado?
– Es la causa de ello -respondió el hombre-. Si el Dios único nos amó de esa manera, la virtud máxima tiene que estar en amar de manera semejante. Por eso aten-, demos a los que nadie quiere y servimos a los que nadie se atrevería siquiera a tocar, aquellos de los que huyen los médicos y que son abandonados por sus familias; aquellos que, al nacer, son arrojados al arroyo simplemente porque sus padres no los deseaban; aquellos que, como los esclavos, ni siquiera son considerados hombres.
– ¿También atendéis a esclavos? -preguntó sorprendido el optio.
– Valerio, el hombre que duerme a tu lado en la sala es un esclavo abandonado por sus amos. Cuando se recupere no sólo tendrá la salud, sino también la libertad.
El optio no lo sabía entonces -ni siquiera podía sospecharlo-, pero antes de que concluyera el año, descendería a las aguas del bautismo, para simbolizar su fe en el único Dios.
E1 legionario espoleó los flancos abultados del caballo. No estaba seguro, pero le había parecido percibir un movimiento extraño al otro lado de aquella parda mancha de arbolitos canijos. Apenas había avanzado unas decenas de pasos cuando tiró de las riendas. La calma, la inmovilidad, el silencio resultaban absolutos. Incluso excesivos. Ni siquiera se veían perturbados por el canto de un pájaro, por el chasquido de una ramita o por el correteo de alguna alimaña insignificante. No, nada. Quizá, a fin de cuentas, lo que había percibido no era un cuerpo. Podía haber sido una sombra proyectada contra el tronco de uno de los árboles o una luz recortada contra las ramas irregulares y las hojas tersas. Acarició suavemente el flanco del caballo. El animal parecía nervioso, inquieto, desasosegado. Pero eso no significaba demasiado. Lo mismo podía deberse a alguna presencia humana que estuviera cercana que al olor del agua o al sonido de un reptil. En cualquier caso, la experiencia le decía que no debía jugar con la Fortuna. La diosa no se lo tomaba a bien y castigaba las faltas de piedad con terribles sanciones.
Tiró de las riendas y obligó al caballo a dar la vuelta. Sí, lo mejor sería regresar hasta el lugar donde se encontraba el tribuno y avisarle de lo sucedido. A fin de cuentas, era él quien tenía que tomar una decisión. La montura comenzó a desplazarse hacia occidente con un trotecillo más satisfecho, como si se apartara de algún lugar temido. El legionario mantuvo, sin embargo, la mirada en la zona donde había percibido el movimiento. No, definitivamente, no había nada. Giró el cuello para mirar hacia el frente. No lo consiguió. Antes de que la cabeza regresara a su posición normal, se vio separada del tronco por un certero hachazo.
El corcel cabeceó, pero no pudo galopar. Dos cuados, brotados de algún lugar sumido en espesas sombras, sujetaron las riendas y el pescuezo del animal. Lo calmaron con facilidad. Desde niños eran jinetes y el bruto no les planteó ningún problema.
En apenas unos instantes, una docena de compañeros salieron de entre los árboles y se reunieron con ellos. Desnudar al legionario decapitado y repartir sus armas fue sencillo. Más dificultad representó que uno de los cuados se pusiera su uniforme y montara en el caballo. Fue imposible colocarse la lorica segmentata. Decididamente, se trataba de una armadura demasiado complicada como para aprovecharla. No importaba. De un salto, montó en el caballo y se envolvió en la capa para ocultar que ni era un legionario ni llevaba el armamento completo.
Llegó a la salida de la arboleda en apenas unos instantes. A un millar de pasos, se dibujaba un grupo de exploradores. Detrás, a una distancia como mínimo doble, estaba la cohorte. Marchaba en orden correcto, con algunos jinetes en los flancos. Volvió la cabeza hacia el lugar de donde había salido e hizo una seña con la cabeza. Sí. Los romanos estaban formados de acuerdo con lo que se esperaba de ellos. Un cuado pequeño, con el rostro cruzado por una cicatriz de hacha, asintió. Era la señal esperada. El jinete alzó la mano derecha para llamar la atención de los exploradores de la cohorte e hizo un gesto para que acudieran a la arboleda.
Tito Vero, el jefe de los exploradores, captó la señal. Bien. Estaba empezando a hartarse del ritmo de avance que estaban soportando desde que habían salido del castra. Se hubiera podido decir que en lugar de formar la tortuga, caminaban a paso de tortuga.
– Avisa al tribuno de que no existe riesgo -dijo a uno de sus hombres.
– Ya era hora -pensó en voz alta el legionario que acababa de recibir la orden. Caminó con rapidez una decena de pasos y luego echó a correr.
Cuando llegó a la altura de la primera línea de la cohorte, aún conservaba el resuello. Se detuvo y buscó con la mirada al tribuno. No le costó localizarlo. Montaba un caballo fuerte, de pobre estampa, pero remos robustos y seguros.
– Domine -dijo al llegar a su altura-. El jefe de los exploradores te informa de que la cohorte puede cruzar la arboleda sin peligro.
– ¿La habéis examinado bien? -indagó Cornelio. -Mandó a un jinete para recorrerla. Ya nos ha indicado que no hay riesgo alguno -respondió el explorador con entusiasmo-. Podemos seguir avanzando sin problemas.
– Está bien -dijo el tribuno.
– Domine, ¿debo transmitir alguna orden a mi superior?
Cornelio dudó por un instante. Lo más prudente hubiera sido decirle que cruzara aquella mancha de árboles raquíticos y volviera para informarle. Pero estaban avanzando con demasiada lentitud. Tanta como para que hasta ese momento no hubieran logrado trabar combate con el enemigo.
– Espera un momento -dijo al fin.
El tribuno buscó con la mirada al centurión. Estaba a una docena de pasos por delante moviéndose sin cesar para mantener el orden de las filas. Sin duda, realizaba un trabajo excelente. Desde luego, ¿quién le mandaría a aquel hombre ser cristiano?
– Centurión, ven aquí -gritó.
Valerio volvió el rostro hacia el lugar de donde procedía la voz y acudió corriendo.
– Domine -dijo nada más llegar a la altura de su superior.
– El jefe de exploradores solicita permiso para continuar avanzando. Ha enviado a un jinete hasta la arboleda que se ve al fondo y el hombre les ha dado señal de que no existe inconveniente en adentrarnos en ella.
El tribuno hizo una pausa y añadió:
– ¿Cuál es tu opinión?
Valerio sintió que el corazón comenzaba a latirle a más velocidad al escuchar la pregunta. Desde que habían salido del castra, había tenido la impresión de que su superior le eludía. Por supuesto, había escuchado sus partes y, ocasionalmente, le había dado una orden, pero siempre desde un distanciamiento frío, reglamentario y, quizá por eso mismo, cargado de elocuencia.
– Creo que deberíamos detener el avance hasta que el cuerpo de exploradores aparezca al otro lado de los árboles -dijo- o bien deberíamos intentar bordearlos. Una emboscada a la salida nos sorprendería sin poder formar el acies.
Sí, pensó Cornelio, el acies era la clave para neutralizar un ataque de los bárbaros.
– Explorador -dijo finalmente-, comunica a tu superior que debe entrar con sus hombres en la arboleda. Que mantenga fuera un retén de media docena de legionarios para avisarnos de cualquier posible peligro y que me informe inmediatamente de lo sucedido.
– Sí, domine -respondió el explorador antes de echar a correr nuevamente hacia el lugar del que había partido.
El jefe de exploradores escuchó con fastidio la orden del tribuno. La verdad es que estaba harto de aquellos jovenzuelos a los que se daba un mando simplemente porque pertenecían a una familia senatorial. Bueno, no había más remedio que obedecer. Levantó la mano y la dejó caer con desgana indicando que debían adentrarse entre aquellos arbolitos donde no podía esconderse nadie.
Cornelio los vio penetrar en la arboleda. Si no había nadie en su interior, si no los esperaba nadie a la salida, se reunirían con ellos enseguida.
– Centurión -gritó-. Ordena a los hombres que se detengan.
Un murmullo de alivio recorrió las filas. Al fin, iban a descansar un rato bajo aquel sol que caía como plomo derretido. Algunos legionarios se llevaron la mano a las cintas que sujetaban los yelmos con la intención de quitárselos y refrescarse la cabeza.
– Que nadie se quite una sola pieza de la armadura -gritó Valerio-. Ni casco, ni lorica ni sandalias. Permaneced en vuestros puestos porque seguiremos camino enseguida.
El sonido de descanso dejó paso a un ronroneo de protesta.
– Si alguien está quejoso -añadió el centurión- pronto tendrá motivos de verdad para lamentarse. Una sola palabra más y castigaré al que se lo merezca.
Un silencio tan pesado como el aire caliente cundió entre las filas. Las sanciones por indisciplina eran extraordinariamente severas en el castra, en plena campaña podían resultar insoportables. En cualquier caso, se trataba de un riesgo excesivo por el placer de mover la lengua.
– ¿Ves algo? -preguntó el primero de los exploradores al compañero que caminaba a su lado apenas penetró en la arboleda.
– Allá a lo lejos está Marco. A caballo. Algunos tienen suerte.
– Sí, demasiada. Estoy deseando que llegue la noche para formar el castra y poder descansar un rato.
– No me lo recuerdes. Los pies se me van a derretir con tanto sudor.
– Eh, los de ahí delante. Hablad menos y caminad más.
Los dos exploradores cerraron la boca y apretaron el paso. No pudieron avanzar mucho. Sendas saetas atravesaron sus cuellos derribándolos en medio de los árboles. Los dos que iban detrás de ellos ni siquiera llegaron a echar mano a sus armas, abatidos por nuevos proyectiles de los cuados.
– ¡Mantened el orden! -acertó a gritar el jefe de los exploradores antes de caer muerto. Era el quinto que causaban los cuados, pero no el último. En apenas unos instantes, sus hombres, uno tras otro, sufrieron la misma suerte.
– ¡Por Júpiter! -exclamó el optio de la cohorte-. Los están atacando… ¡Domine, los cuados están matando a nuestros exploradores!
Cornelio fijó la mirada en la arboleda. Media docena de legionarios habían intentado abandonarla corriendo, sólo para ser golpeados por la espalda por los bárbaros.
– Centurión -gritó con la voz empapada de cólera-. Da orden de avanzar hacia los árboles. Hay que acabar con esa chusma.
– Domine, deberíamos mantener esta posición.
Cornelio se volvió hacia Valerio. Sus hombres estaban cayendo apenas a unos centenares de pasos y aquel hombre se atrevía a cuestionar sus órdenes, pero… pero ¿cómo se atrevía?
– He dado orden de avanzar -dijo el tribuno con voz agria.
– Domine, si nos movemos hacia los árboles no podremos formar el acies -respondió Valerio con su tono de voz más humilde- y si no lo hacemos, nos convertiremos en una presa fácil. No sabemos ni siquiera el número de enemigos que tenemos enfrente.
Cornelio guardó silencio. Todo su ser le pedía que acudiera a aplastar a aquellos que estaban arrancando la vida a sus hombres y, sin embargo…
– ¡Formad el acies y no os mováis hasta que se os dé la orden! -gritó el tribuno.
– Que no nos movamos… -escuchó a un legionario situado a unos pasos-. ¿Y vamos a ver cómo los matan a todos?
– Mantened las posiciones -gritó el centurión a la vez que comenzaba a repartir bastonazos para que se cumplieran sus órdenes-. Que nadie se mueva hasta que se le diga.
Valerio observó a uno de los cuados que acababa de emerger de entre los árboles. Sujetaba en la diestra la cabeza de un legionario y la balanceaba burlonamente. No era el único que los incitaba a la lucha. Los demás chillaban, gritaban, se movían realizando gestos obscenos. Era obvio que tan sólo deseaban provocar su avance.
– Domine -dijo a Cornelio-. Es obvio que pretenden provocarnos. Se trata de una emboscada.
El tribuno titubeó. No parecían más de unas docenas, envalentonados, pero apenas unas docenas. ¿Cómo podía el honor de Roma consentir aquella ofensa?
– Mantened el acies -dijo Cornelio mientras obligaba a su caballo a caracolear-. Mantenedlo.
Un silbido agudo seguido por un grito de dolor fue la señal de que los cuados habían pasado de la provocación al ataque.
– ¡Un herido! -sonó una voz en la primera fila.
– ¡Retiradlo! -gritó el optio-. Pasadlo atrás.
– ¡Formaaaaad… el acies! -gritó el tribuno.
Como si se tratara de un solo hombre, los legionarios se apretaron los unos contra los otros y juntaron sus escudos. Tan sólo unos momentos antes, eran una masa cansada, harta de caminar y sudorosa. Ahora acababan de convertirse en un cuerpo impenetrable, en un brazo de hierro, en un erizo de muerte. Eran la manifestación visible de una Roma nada dispuesta a dejarse doblegar por los bárbaros.
De repente, Cornelio y sus hombres escucharon un clamor surgido de centenares de gargantas. Era un grito animal y salvaje que anunciaba la muerte para todo aquel que tuviera la osadía de interponerse en el camino; un alarido feroz y primitivo que dejaba al descubierto lo que de inhumano se esconde en el corazón de los mortales. Y entonces lo que hasta ese momento había tenido la apariencia de un reducido contingente de cuados, un grupo de bandidos, una banda de asaltantes, pareció multiplicarse como si obedeciera a los conjuros arcanos de un mago perverso. A los lados de la arboleda aparecieron dos alas de guerreros que corrían y chillaban dispuestos a arrasar todo a su paso.
– Que nadie se mueva -dijo con voz queda Valerio-. Mantened el acies.
Terminó de dar las órdenes apenas unos momentos antes de que los bárbaros llegaran hasta las primeras filas. Fue un choque brutal, demoníaco, impetuoso. Por un instante, cuando los primeros cuados se lanzaron en plancha sobre los romanos de la vanguardia, pudo parecer que aquella ola acabaría mellando el acantilado de escudos. No fue así. Ni una brecha, ni una oquedad, ni una grieta se abrió en aquel muro de metal.
Desconcertados, los cuados retrocedieron unas decenas de pasos para tomar aliento y reagruparse. Habían esperado que los romanos retrocedieran con las defensas cuarteadas, pero allí seguían incólumes y firmes. Repetirían el ataque, pero ahora iniciándolo desde más cerca.
– Mantened el acies -ordenó el centurión-. Que nadie dé un paso.
Desde la distancia, los cuados volvieron a gritar, a agitarse, a realizar gestos obscenos. Luego, al ver que los legionarios no respondían a su provocación, corrieron de nuevo a su encuentro. Habían recorrido una tercera parte del camino cuando Valerio gritó:
– Preparad pila.
Como un solo hombre, los legionarios obedecieron la orden.
– ¡Disparad pila!
Una nube de las temibles jabalinas romanas surcó el aire para hundirse en los pechos de docenas de bárbaros. Fue como si un gigantesco corcel formado por los cuerpos de cientos de cuados hubiera sido herido en los remos y se hubiera desplomado a causa del impacto. Los aullidos, los alaridos, los gritos dejaron de manifiesto que la bestia había sido alcanzada. Alcanzada, pero no muerta. Sangrante, sucia, encolerizada, retrocedió tan sólo para recuperar el aliento.
– Que nadie abandone el acies -gritaron casi al unísono el centurión y el optio-. Mantened las posiciones.
Nuevamente, los cuados se acercaban corriendo. Lo hacían ahora sorteando a sus compañeros muertos o heridos. Saltando como si fueran fieras, dando brincos que presagiaban la destrucción.
– ¡Honderos preparados! -ordenó Valerio.
Cien pasos, setenta pasos, cincuenta pasos… de haberlo deseado, hubiera podido ver las pupilas de los primeros cuados.
– ¡Disparad!
La nube de proyectiles sobrevoló apenas un instante el campo para caer inmediatamente sobre los atacantes. La visión de aquellos cuerpos que caían, que se precipitaban hacia un lado o hacia atrás, que parecían tronchados, no permitía duda alguna sobre la pericia, letal como las flechas de Apolo, de los legionarios.
El sonido áspero de una trompeta primitivamente forjada señaló a los cuados lo que debían hacer. Sin dejar de gritar, de aullar, de lanzar al aire los más terribles alaridos de dolor, volvieron la espalda y echaron a correr hacia algún lugar situado más allá de la arboleda.
– ¡Mantened el acies! -insistió Valerio, que era consciente de los deseos que en ese momento colmaban los pechos de sus hombres.
Cornelio, el tribuno de la vexillatio de la legión XII, observó la tierra que se presentaba ante sus ojos. Si poco antes no pasaba de ser una explanada, antesala de una pequeña arboleda, ahora era un terreno sembrado de cadáveres. En los choques -¿quién hubiera podido negarlo?- los bárbaros habían demostrado un coraje notable. Sin duda, se habían batido bien. Sin embargo, a pesar de toda su bravura, habían sido incapaces de resistir la disciplina de las legiones. Sus oleadas de guerreros que vociferaban, que se agitaban como poseídos por perversos daimones, que movían estandartes abigarrados, habían sido impresionantes, pero nada más. En total, habían perdido cerca de un centenar de hombres, mientras que ellos sólo habían sufrido un herido y de levedad. Difícilmente, hubieran podido salir mejor de aquel primer choque.
– Centurión -llamó sin apartar la mirada del campo.
– Domine.
– Despacha a un mensajero a Carnuntum -dijo el tribuno-. Hay que informar inmediatamente al césar del buen resultado de este enfrentamiento.
– Acabamos de empezar, domine -comentó con tono modesto el centurión.
Cornelio contempló a Valerio. Por un instante, experimentó un sentimiento de cólera semejante al del niño caprichoso al que se le arrebata un dulce largamente ansiado. Sin embargo, en los ojos del centurión no percibió el menor rastro de burla, de displicencia, de censura. No, aquel hombre era leal. Tan sólo estaba dejando de manifiesto una realidad.
– Obedece mis órdenes -dijo con acento de severidad- y… eh, que sea un mensaje breve.
Sí, aquel veterano tenía razón. Por desgracia, lo sucedido era el inicio y no el final. La cuestión ahora estaba en consumar lo empezado bajo tan magníficos auspicios. Desde luego, no podía ocultarse el hecho de que perseguir a un enemigo que se retira no siempre resultaba tarea fácil. La persecución del vencido podía convertirse en el momento adecuado para lograr su aniquilación de manera completa. Sin embargo, la Historia mostraba que no todos los generales eran capaces de captar esa oportunidad. En algunas ocasiones, temían que el enemigo se repusiera y tuviera la oportunidad de enfrentarse con sus hombres fuera de línea; en otras, preferían apoderarse del botín abandonado por un adversario batido; finalmente, no faltaban los casos en que simplemente se carecía del talento preciso para transformar una victoria mediana en un triunfo por aniquilación completa. Quizá esa última circunstancia fuera la que marcaba la diferencia entre un gran militar y un genio de la guerra. Aníbal, el invasor procedente del norte de África, había sido de los primeros. Ciertamente, había asestado derrota tras derrota a las legiones para, al fin y a la postre, retirarse a Capua y no atreverse a lanzar sus ejércitos sobre Roma. El resultado era que -gracias a los dioses al final había perdido la guerra contra la república romana. Cayo Julio César, por el contrario, había sido el genio.
La forma en que había actuado en las Galias, en Grecia, en Hispania dejaba de manifiesto que había sabido apurar el éxito -en ocasiones, el mismo fracaso- hasta obtener el máximo rendimiento. Pero, descendiendo a terrenos prácticos, ¿debía esperar a la llegada de la otra vexillatio o, por el contrario, tenía que avanzar antes de que pudieran escaparse?
Examinó el cuerpo, verdaderamente gigantesco, de uno de los cuados muertos. Con seguridad, aquel hombre había comido, bebido, cazado, seguramente copulado, durante las últimas horas y lo habría hecho todo con la misma fuerza de un toro. Si ahora había quedado reducido a una masa inerte de carne desgarrada, se debía única y exclusivamente al poder de una cohorte. Sí, no podía dudarse ni un solo instante. Avanzarían.
Domine, ¿no esperamos al resto de las legiones? Cornelio contempló molesto al centurión. Se había portado bien en el enfrentamiento con los cuados. Incluso había que agradecerle las sugerencias que le había formulado en relación con no avanzar hacia la arboleda, pero le resultaba imposible no sentirse irritado con aquella pregunta. ¿Acaso no se daba cuenta de que si hacían más lento su avance acabarían escapándoseles de entre los dedos aquellos bárbaros a los que habían derrotado tan sólo un par de días antes?
– ¿Andamos mal de víveres? -respondió el tribuno con una pregunta.
– No, domine. Hay provisiones de sobra.
– ¿Contamos con equipo suficiente?
– Sí, domine.
La respuesta había sido suave, casi mansa, pero el tribuno sintió que la ira que le invadía aumentaba.
– ¿Por qué deberíamos entonces esperar a más cohortes? -dijo clavando una mirada desafiante en el rostro de Valerio.
Por un instante, el centurión dudó si debía responder o no. La experiencia le decía -y hasta qué punto- que un superior presa de la testarudez constituía un peligro en sí mismo. La obcecación no sólo podía arrastrarle a cometer peligrosos errores, sino a culpar de sus consecuencias a los subordinados que se habían atrevido a contradecirlos. Callar y aceptar que cualquier desgracia contaba con la cualidad de lo inevitable, o hablar y atenerse a las consecuencias. Optó por lo segundo.
– La primera razón es que no tenemos agua -respondió Valerio-. En otras circunstancias, no tendría quizá importancia, pero ahora mismo el calor es sofocante y no sabemos si encontraremos algún río en los próximos días.
Cornelio frunció el ceño, pero no interrumpió al centurión.
– En segundo lugar, domine, no conocemos el territorio. Nunca lo hemos pisado con anterioridad. ¿Delante de nosotros están sólo los cuados a los que derrotamos hace unos días? Así puede ser, pero no debe descartarse que a ellos se unan nuevos ejércitos, ejércitos que, a diferencia de nosotros, conocen de sobra el terreno que pisan.
– ¿Es eso todo lo que tienes que decir? -cortó impaciente el tribuno.
– Domine, no perderemos nada si esperamos. El resto de las legiones no deben encontrarse a más de un par de días de marcha y…
– Retírate, centurión -dijo el tribuno.
Valerio saludó militarmente y se apartó del tribuno. En lo más profundo de su corazón, sabía que aquéllas eran las últimas palabras de su superior.
Y así, durante los días siguientes, la vexillatio de la XII legión no dejó de adentrarse en territorio bárbaro. Pero no encontraron a sus enemigos. Ni un solo cuado fue avistado por un destacamento de exploradores que no dejaba de escrutar el horizonte con la esperanza de encontrar los restos de las fuerzas derrotadas tan sólo unos días atrás. Tampoco hallaron agua, ni un minúsculo arroyuelo, ni un torrente medio desecado, ni una mísera fuente, y el paisaje, igual que si los odiara, igual que si los contemplara como invasores aborrecidos, fue endureciendo su rostro. Primero, comenzaron a convertirse en escasos los árboles, luego sólo vislumbraron algún lejano tronco aquí y allá, y, finalmente, sólo contemplaron una tierra desnuda. Pero ni siquiera entonces el entorno quiso mostrarse compasivo. Lo que al inicio de la expedición había sido terreno llano comenzó a convertirse en cuestas cada vez más pronunciadas y de ahí pasó a transformarse en una sucesión de lomas que desembocaron en territorio abiertamente montañoso. Así, al tormento del calor y de la sed se sumó el de tener que cruzar elevaciones pedregosas y desnudas que resultaban abrasadoras durante el día y gélidas por la noche.
Quizá aquella suma de dificultades no hubiera tenido mayor importancia de no ser porque los legionarios comenzaron a enfermar. Algunos no habían podido evitar beber algunos sorbos de algún charco inmundo, otros chuparon el rocío pegado a las rocas. El resultado fue que la disentería no tardó en hacer acto de presencia. Cuando el número de enfermos superó la docena, Valerio se consideró cargado de la suficiente razón como para dirigirse al tribuno.
– Domine -dijo con el mayor respeto-. Los hombres caen enfermos y aún no hemos visto a los cuados a los que perseguimos. Creo que lo más prudente sería esperar a que nos alcancen las demás legiones.
En otras circunstancias, Cornelio no hubiera dudado en atender a las sugerencias del centurión. Ahora, sin embargo, las recibió con desdén. Había perseverado por tanto tiempo en su propósito, se había negado con tanta insistencia a detenerse y había quedado a los ojos de sus hombres tan relacionado con aquella inflexibilidad que llegó a la conclusión de que cualquier paso que le desviara de su conducta de los últimos días sería interpretado como una muestra de debilidad. ¿Podría mantener su autoridad si, al fin y a la postre, daba la razón a un centurión que, por añadidura, profesaba una relligio illicita? No, no lo creía. Lo mejor, por lo tanto, sería que prosiguieran aquel avance en la esperanza de que no entrarían en contacto con el enemigo antes de que se les unieran las legiones o, en caso de tener que enfrentarse solos a los cuados, éstos no superarían numéricamente a los que habían derrotado en un tiempo reciente, pero que ahora se le presentaba tan lejano como la época en que vivía en la casa de su padre.
A decir verdad, Cornelio no comenzó a sentir verdadera inquietud hasta el momento en que a la contrariedad que significaban los legionarios enfermos se sumó la muerte de la primera de las acémilas. Antes de que concluyera la jornada, otras dos habían quedado tendidas bajo el sol. Cuando amaneció al día siguiente, a la lista se había sumado otra media docena.
– Si siguen muriendo así, vamos a ser nosotros los que acabemos convertidos en mulas -escuchó que maldecía un legionario.
No le faltaba razón. Las opciones se reducían a abandonar una impedimenta preciosa en campaña o a cargar con ella a los combatientes. Optó por la segunda mientras elevaba oraciones a Marte para que se detuvieran las muertes. Pero aunque rezó con un fervor mezclado con promesas de sacrificios y ofrendas, el dios de la guerra no escuchó al tribuno y, por el contrario, las Parcas segaron la vida de uno de los legionarios. No había sido el primero en enfermar de disentería, pero en este caso la dolencia había vaciado su vientre drenándolo con violencia de cualquier alimento e impidiendo retener cualquier sustancia que le hubiera permitido seguir viviendo. Lloraba en los últimos momentos de la agonía, recordando a sus padres y hermanos y maldiciendo aquel país bárbaro donde iba a morir.
Fue precisamente al escuchar aquellas palabras, subrayadas con lágrimas y mocos, cuando Cornelio cayó en la cuenta de que era posible que no hubieran honrado directamente a los dioses que poblaban aquellos parajes inhóspitos. Seguramente, ese descuido -desde luego, desastroso- no había traído consecuencias al principio por la cercanía con el limes, pero ahora, tan alejados de la presencia benefactora de los propios dioses, estaba activando una cadena de desgracias que acabaría resultando insoportable. Bien, no había que amedrentarse. Bastaría con ofrecer un sacrificio que pudiera satisfacer a los dioses de los cuados. No habría que mencionarlos por su nombre -incluso podría resultar peor si se daba la circunstancia de que fueran nefandi, aquellos fáciles de irritar y deseosos de descargar su ira sobre los mortales-, pero sí alabarlos.
La alegría que había sentido Cornelio mientras se dejaba llevar por esos razonamientos se oscureció repentinamente al reparar en que no contaba con pontífices que pudieran realizar aquel cometido. Por supuesto, tendría que haberlos en las legiones, pero sus hombres, una simple vexillatio de la XII, carecían de ellos. No dejaba de ser una fatalidad. A menos… a menos que…
– Kyrie, para mí no existe un deseo mayor que el de servirte -contestó Arnufis cuando Cornelio le dijo que tenía que realizar un sacrificio en honor de los dioses del territorio.
No mentía el egipcio. A lo largo de los días anteriores había temido que la enfermedad acabara haciendo presa en él y que cuando eso aconteciera, el tribuno no tuviera el menor reparo en abandonarlo o en recortar la escasa razón que le había asignado. Ahora se abría ante él una puerta para escapar de ese destino.
– Sólo te ruego, kyrie -prosiguió con tono humilde-, que me permitas cumplir con las condiciones apropiadas.
– Tendrás todo -respondió inmediatamente el tribuno-. Un altar de piedra… sí, piedras no faltan en el entorno… un cuchillo afilado. Incluso tenemos animales para sacrificar…
– Todo eso está muy bien -dijo el mago-, pero existe un detalle que no puede pasarse por alto, que resulta indispensable si deseamos conciliarnos la voluntad de estos dioses.
Cornelio frunció el ceño. Se había ilusionado tanto con la buena disposición del egipcio que ahora, al escucharlo, no pudo evitar que la desconfianza volviera a emerger desde lo más profundo de su corazón.
– ¿De qué se trata? -dijo con un tono inesperadamente frío.
– Lo comprenderás enseguida, kyrie -respondió Arnufis-. Tú sabes que entre tus hombres se encuentra un indeseable, alguien que no respeta a los dioses, que incluso niega su existencia…
El rostro del tribuno se ensombreció al escuchar aquellas palabras. Su propósito era esperar al término de la campaña para abordar aquel enojoso asunto y ahora aquel africano le obligaba a reconsiderarlo.
– ¿Qué deseas, egipcio? -indagó con aspereza.
Arnufis captó perfectamente el cambio de tono en la voz de Cornelio. Tan sólo unos momentos antes se mostraba dispuesto a concederle todo; ahora se hallaba a un paso de la cólera. Lamentablemente, no podía dar marcha atrás. Tenía que formular alguna petición relacionada con aquel desagradable personaje.
– Kyrie -dijo aparentando humildad-, lo único que deseo, como ya te he dicho, es rendirte el mejor servicio que pueda y, precisamente por eso, debo decirte que no puede estar presente en la ceremonia de propiciación de los dioses un hombre que niega su existencia.
– No puedo prescindir de ese centurión -dijo Cornelio.
– Ni es preciso -señaló el egipcio-. Basta con que lo alejes. Que no se le vea.
El tribuno respiró hondo. Sí, ésa era una petición razonable. No tendría que maltratar a un centurión respetado por los hombres y, por otro lado, siempre sería posible encontrar una excusa para distanciarlo.
– Se hará como dices, egipcio -señaló el tribuno-. Que todo esté preparado para mañana al amanecer.
Valerio observó al egipcio acercándose al altar. No cabía duda de que se había ataviado con sus mejores galas. Las hopalandas blancas, el pesado collar de oro, las otras joyas de color azul conferían a su alargada figura una especial majestuosidad. Sin embargo, el centurión no podía dejar de sentir un malestar difuso viendo aquella ceremonia. Ante sus ojos se extendía una cohorte hambrienta, sucia, sedienta, en la que los enfermos se sumaban a cada hora. La situación era difícil, pero el tribuno podría haberla solucionado desde hacía varios días, desde tiempo antes de que comenzaran a morir acémilas y legionarios. Hubiera bastado tan sólo con dar la orden de detenerse y esperar a la llegada de las legiones. Pero su orgullo, su soberbia, su deseo de aparentar una firmeza que, en realidad, no poseía estaban empujándolos al desastre. Y ahora, como manera de ocultar su falta de sensatez, recurría a aquel adorador de imágenes que, a pesar de tener ojos, no podían ver, a pesar de tener oídos, no podían escuchar y, a pesar de tener boca, no podían hablar. Quizá todo aquello estaba dotado de una enorme coherencia. Daban la espalda al único Dios, despreciaban la sabiduría y acababan cayendo en el culto a las criaturas ya fuera un trozo de metal, un pedazo de madera o incluso una bestia. No, decididamente aquellos corazones no eran menos yermos que los parajes que los rodeaban.
La ceremonia no duró mucho. Tampoco fue muy distinta de otras que Valerio había contemplado a lo largo de su vida. Si acaso, la única diferencia estribaba en los aspavientos, en las gesticulaciones y en los alaridos ocasionales que lanzaba el egipcio. En otro tiempo, quizá todo aquello le hubiera impresionado -seguramente así estaba sucediendo con los legionarios-, pero ahora no dejaba de causarle un vivo malestar. Bien mirado, sólo podía dar gracias a Dios por la manera en que le había sacado de en medio de aquel ritual. Apartó la mirada apesadumbrado y la deslizó por el territorio casi desértico en el que se encontraban. Difícilmente, hubiera podido imaginar algo tan desolado.
Estaba a punto de volver a dirigir la vista hacia los hombres cuando sus ojos percibieron algo extraño. Al principio, se trató únicamente de un punto similar al que habría dejado una mosca en un plato, pero, repentinamente, aquella mota diminuta se vio flanqueada por otra y otra y otra más. ¡Dios santo, eran docenas! Parpadeó en un intento de agudizar su mirada. ¿De qué se trataba exactamente? ¿Eran infantes? ¿Jinetes? Sí, eran fuerzas de caballería y venían a galope tendido. Caerían sobre ellos en unos instantes.
Dirigió la mirada hacia los legionarios. No tendrían tiempo de formar el acies. Los… los exterminarían. Sucedería como en la tierra de los partos. No, peor. Esta vez no habría cautivos. Estaba seguro. Se trataría de la segunda derrota de su carrera castrense y nuevamente por culpa de un tribuno inexperto. No podía ser.
Valerio echó a correr hacia sus hombres. Lo hizo con toda la fuerza que le permitían las piernas mientras gritaba advertencias que, absortos, no escuchaban.
Fue el optio el primero que le vio. No pudo oír nada de lo que decía, pero por los gestos que hacía con las manos, por la expresión de su rostro y por la velocidad con que se dirigía a su encuentro, captó que sucedía algo de importancia. Pero ¿de qué se trataba? Lo comprendió antes de que Valerio llegara a su altura, pero no fue gracias a él. Se debió al temblor repentino de la tierra, a un tremolar áspero y violento que la experiencia de años de combates le permitió identificar inmediatamente.
-Hostes! Hostes! <strong>[15]</strong> -gritó mientras echaba a correr en dirección al tribuno.
Cornelio quedó sorprendido al ver al optio, que apartaba a empujones a los legionarios para llegar hasta él. ¿Qué penosa muestra de irreverencia era aquélla? ¿Se había vuelto loco? ¿No se percataba de que podía estar enfureciendo a los dioses a los que intentaban propiciar? Las preguntas -formuladas en su corazón con angustia- se desvanecieron al instante. No hubiera podido ser de otra manera porque la caballería de los cuados era, a pesar de su lejanía, perfectamente visible.
– ¡Formad el acies! ¡Formad el acies! -escuchó, y pudo comprobar que era Valerio el que daba las órdenes.
– ¡Formad el acies! -gritó él también, y el sonido le pareció salido de otro pecho a través de otra garganta.
Pero no había tiempo para constituir la formación que hubiera podido salvarlos del embate de los bárbaros. Los mismos hombres parecían clavados al suelo, como si una divinidad perversa hubiera decidido inmovilizarlos y así facilitar el triunfo de los cuados. En realidad, sólo algunos se estaban sobreponiendo a la sorpresa lo suficiente como para embrazar el escudo o desenvainar la espada.
Arnufis cerró los ojos mientras mascullaba una horrible maldición. En los meses anteriores, especialmente los pasados en el castra, se había arrepentido repetidas veces del momento en que había adoptado la decisión de acudir a Roma. Pero ahora no sentía pesar. Lo que experimentaba era una cólera ardiente que, de buena gana, le hubiera impulsado a abofetearse. ¿Por qué, Isis, por qué? No era posible -no podía serlo- que acabara degollado por alguno de aquellos bárbaros peludos que se acercaban lanzando alaridos.
Cornelio no sentía en su corazón ni pesar ni ira. Como si la contemplación de los cuados hubiera provocado en su interior un cambio radical, el único sentimiento que le embargaba era el de la proximidad de la muerte. Su cercanía creciente a cada instante no le infundía, sin embargo, temor. Tan sólo se trataba de una sensación casi tangible de responsabilidad. Sí, se había equivocado y ese error iba a costar la vida a todos sus hombres. Por eso lo único que le quedaba era morir con honor. Su existencia -y era lamentable que así sucediera- había sido breve, muy breve. La concluiría al menos con dignidad.
Tampoco Valerio sentía temor. No hubiera podido explicar lo que le sucedía, pero fue una experiencia como la de aquel que, paseando por un valle sumido en las tinieblas, sabe -aunque no pueda verlo- que a uno y otro lado se alzan montañas. Cuando en un momento dado se levantan las brumas, lo que contempla es únicamente la confirmación de lo que ya sabía. De repente, de manera inesperada, le pareció que la cortina espesa e invisible que separa este mundo del otro se alzaba y que podía vislumbrar el camino que iba de una vida a la siguiente. Sí, al caer, no se convertiría sólo en una presa fácil para los buitres y las alimañas. Todo lo contrario, su espíritu partiría al encuentro del Dios único a la espera del día de la resurrección de la carne.
De repente, algo en su interior le dijo que, a pesar de lo que cualquiera podía contemplar, no sabía lo que el Dios único deseaba. Y si… y si… desenvainó la espada, la sujetó en la diestra y, a continuación, se hincó de rodillas.
Cornelio vio al centurión y se dirigió a pasos agigantados hacia él. ¿Qué estaba haciendo en ese momento? ¿Qué pretendía clavándose de hinojos? Llegó a su lado a tiempo de ver cómo inclinaba la cabeza y abría los labios.
– Padre -escuchó musitar el tribuno a Valerio-. Estamos en tus manos. Moriremos con honor si es tu voluntad, pero tú puedes cambiar la Historia, puedes abrir los cielos, puedes derramar la lluvia, puedes salvarnos de nuestros enemigos…
El estruendo pavoroso de un trueno desvió la mirada de Cornelio hacia el firmamento. Parpadeó intentando aclarar la vista. Sobre el cielo de fuego que se extendía como un inmenso caldero de ardiente metal sobre aquella zona montañosa habían comenzado a acumularse unas nubes plomizas. Pero ¿de dónde habían salido? El segundo trueno, aún más sobrecogedor, provocó una riada de relinchos y gritos. No podía ser… no, no podía ser. Estaba comenzando a llover.
– ¡Agua! ¡Agua! -comenzaron a gritar los legionarios mientras abrían las bocas y dirigían sus yelmos hacia el cielo en un intento de recogerla y poder beber-. ¡Agua!
Sí, pensó, ahora entristecido, el tribuno. Por la misericordia de los dioses, quizá podrían aplacar la sed que los atormentaba desde hacía días y días tan sólo unos instantes antes de morir.
– ¡Oh, Padre, ten piedad de nosotros! -escuchó ahora la plegaria del centurión-. Compadécete de estos hombres que no te han conocido y que no sabrían distinguir su mano derecha de la izquierda. Acuérdate de sus familias. Muestra tu poder incomparable. Glorifícate en la magnificencia de…
Cornelio no oyó el final de la última frase. Una luz deslumbradora, más blanca y más penetrante que cualquier otra que hubiera podido ver jamás, se encendió a unos pasos de él. Se trató tan sólo de un instante, pero, durante el mismo, no fue capaz de observar nada a su alrededor. Luego, cuando pudo ver de nuevo las siluetas que lo rodeaban, distinguió a un grupo de jinetes. Pero ya no cabalgaban hacia sus hombres. Por el contrario, aparecían caídos en extrañas posturas. No sólo eso. Parecían quemados, calcinados incluso. Y entonces, para sumirle aún más en el estupor, como si un dios extraordinariamente poderoso hubiera decidido participar en aquel combate desigual, sobre las filas de los jinetes cuados cayó el fuego del cielo.
Resulta verdaderamente impresionante…
Arnufis reprimió una sonrisa complacida al contemplar el asombro con que acababa de escucharle el legado Pompeyano.
– Los testimonios, kyrie, no faltan -dijo el egipcio aparentando no dar importancia a lo que acababa de señalar-. Fueron centenares de legionarios los que lo vieron con sus propios ojos. Aquella mañana, siguiendo las órdenes del tribuno, que había tenido a bien escuchar mis sugerencias, celebré un ceremonial en honor de los dioses del territorio.
– Desde luego, es bien lamentable que se pasara por alto ese requisito -apuntó Pompeyano.
– Lo fue, kyrie, lo fue -concedió Arnufis-, pero debe indicarse que en cuanto se advirtió lo subsanamos. En cualquier caso, la cuestión es que apenas había concluido los ritos cuando, de la manera más traicionera, fuimos asaltados por esos bárbaros.
– Y no había tiempo para formar el acies… -señaló Pompeyano como si deseara ayudar al mago a concluir el relato.
– Ni el más mínimo -reconoció el mago-. Aquella mañana pudimos perecer todos. No fue así, kyrie, porque la Zea Epifanes, la Dea Refulgens, [16] Isis, escuchando mi súplica, dispuso su manto protector sobre nosotros. Con seguridad, llegarán hasta tus oídos distintos relatos. No deseo aburrirte, pero sí quiero insistir en que, inesperadamente, comenzó a caer fuego del cielo. Fueron rayos que golpearon a los bárbaros causándoles, primero, la muerte y luego la huida. Por supuesto, no pretendo exagerar, pero, en mi modesta opinión, nunca han sido las legiones romanas objeto de una protección tan señalada de los dioses.
– Bueno, mago, bueno… -sonrió Pompeyano a la vez que levantaba las palmas de las manos-. Los dioses no han empezado a proteger a Roma contigo.
– Kyrie, jamás…
– Suficiente -cortó el legado las excusas del egipcio-. Roma te está muy agradecida por tus servicios.
Pompeyano se levantó del asiento en que se hallaba y caminó hacia una mesita sobre la que reposaba una caja de madera de sándalo. La abrió y extrajo de su interior un saquete de cuero.
– ¡Toma! -dijo a la vez que lanzaba la bolsa a Arnufis-. Son monedas de oro. No cubren tus servicios, lo sé, pero se trata de una pequeña gratificación.
– Kyrie, me abrumas… -exclamó el mago mientras palpaba con disimulo el saquete para calcular su contenido.
El legado movió las manos como si quisiera disipar con aquel gesto una adulación que le complacía en lo más profundo de su ser.
– Dejemos el pasado, Arnufis -sonrió Pompeyano-, y hablemos del porvenir.
A mi señor Marco Aurelio:
Yo, Cornelio, tribuno laticlavio de la vexillatio de la XII legión, he recibido tu misiva en la que me ordenabas informarte sobre lo sucedido en la tierra de los cuados, los sármatas y los marcomanos, y, en especial, sobre los rumores que circulan acerca de un fuego que descendió del cielo aniquilando sus fuerzas y permitiendo que las nuestras, sedientas y en pésima posición, se rehicieran.
Debo decirte, en primer lugar, que, efectivamente, tras varios días de adentrarnos en su territorio, nos vimos sometidos a una terrible escasez de agua que, unida al calor sofocante, comenzó a provocar la muerte de las acémilas y la enfermedad de nuestros hombres. Pensando que semejantes males podían derivar de no haber honrado a los dioses del lugar, ordené que se llevara a cabo una ceremonia que tuviera esa finalidad y, como no disponía de pontífices para realizarla, encomendé el cometido a un mago egipcio, de nombre Arnufis, que viajaba con nosotros. Apenas habíamos concluido la ceremonia cuando, por sorpresa, cayó sobre nosotros un contingente de los bárbaros provisto de nutridas fuerzas de caballería. De ello fuimos avisados por el centurión Valerio, un veterano de nuestras guerras en Partia, que estuvo durante varios años en el cautiverio y que recientemente regresó a Roma.
Estoy seguro de que los bárbaros hubieran aniquilado nuestras fuerzas -ni siquiera tuvimos tiempo de constituir el acies- de no ser porque, cuando se hallaban muy cerca de nosotros, se descargó una poderosa tormenta. Sin embargo, el efecto de la misma resultó muy diferente para nosotros y para los bárbaros. A nosotros, nos proporcionó el agua que tanto ansiábamos desde hace días; a ellos, los hirió con un fuego caído del cielo que les obligó a replegarse. Que ese fuego procedía de un origen sobrenatural es algo que no puede discutirse. A decir verdad, no había una sola nube en el firmamento y, según nos han informado distintos bárbaros, jamás se producen tormentas en esa época del año. Ellos mismos lo tomaron como una decisión de los dioses y ese pavor sagrado contribuyó, sin duda, a su terrible retirada. Sabiendo, pues, que no fue artificio de hombres el que causó aquel prodigio, sino decisión divina, cabe preguntarse a qué dios o dioses atribuirles semejante merced. Aquí es donde debo confesarte, mi señor, la perplejidad que me embarga. Porque he indagado diligentemente entre mis hombres y en ningún momento del combate se llevaron a cabo actos de impetración a los dioses suplicando su clemencia. Sin embargo, yo mismo fui testigo de cómo el centurión Valerio, al que me referí antes, se hincaba de hinojos y oraba a su dios. Semejante circunstancia carecería de importancia e incluso nos impulsaría, como hombres agradecidos, a ofrecer sacrificios a ese dios de no ser porque Valerio es miembro de una relligio illicita. Es cristiano y, por añadidura, yo mismo esperaba al regreso del combate para adoptar una decisión referente a él.
¿Debemos deducir de todo esto que la enseñanza de los denominados cristianos es verdadera? No lo creo, pero sí debemos reconocer que su dios es poderoso, que puede movilizar las nubes y hacer que el cielo arroje su fuego, y que sus acciones no quedan limitadas a un territorio u otro como sucede con otros dioses. Actuó -soy testigo- en tierra de los bárbaros.
Éstos son los hechos sobre los que puedo informarte con absoluta certeza porque yo los contemplé.
Ahora, oh, mi señor, ha de tomarse una decisión referente al centurión Valerio y a la manera en que debe proceder a honrarse a su dios, al que -creo prudente señalarlo- no debería ofenderse.
Vale.
El césar te recibirá ahora.
El centurión se cuadró y siguió al tribuno que acababa de darle la noticia. Mientras recorrían el camino que llevaba a la tienda de Marco Aurelio en el castra de Carnuntum, se decía que eran muy numerosas las situaciones que había vivido en los últimos tiempos y que nunca hubiera imaginado. No ser procesado como cristiano y sobrevivir a la campaña contra los bárbaros formaban parte de la lista, pero no le parecía menos sorprendente que el propio césar deseara hablar con él. «Se trata de una investigación rutinaria», le había dicho el tribuno Cornelio al comunicarle en persona la orden.
No pudo evitar un sentimiento de satisfacción al penetrar en la tienda del césar. Ciertamente, se trataba de una estancia más amplia que la que disfrutaban los legionarios, pero, a pesar de todo, resultaba mucho más modesta de lo que tenían por costumbre no pocos mandos. Una mesa de madera apenas desbastada, un asiento con brazos y algunos libros constituían todo el lujo de que disfrutaba el señor del imperio. El señor del imperio. Resultaba más bajo y más grueso de lo que había pensado. Aunque sus cabellos y su barba eran largos y ensortijados, no podía ocultar del todo los signos innegables de una calvicie creciente. Sí, posiblemente su aspecto se correspondía más con el de un filósofo griego que con el de un general romano y, sin embargo…
– Domine, el centurión que estabas esperando. Marco Aurelio alzó la mirada de un libro que estaba apoyado en la mesa y dijo con voz tranquila: -Puedes retirarte, tribuno.
El veterano saludó marcialmente y abandonó la tienda dejando solos a Valerio y al césar.
– Toma asiento -dijo Marco Aurelio con un gesto de la mano-. En ese taburete.
Valerio desconfiaba de lo que podía interpretarse como muestras de familiaridad de sus superiores, pero obedeció.
– El tribuno Cornelio -comenzó a hablar el césar mientras sujetaba en la mano una carta- me ha enviado un informe sobre el enfrentamiento que mantuvisteis con los bárbaros. Dice cosas bien notables sobre ti.
Valerio guardó silencio. No hubiera resultado decoroso interrumpir al césar con comentario alguno, pero, sobre todo, hubiera constituido una imprudencia. A fin de cuentas, se trataba de una situación en la que se estaba jugando la vida.
– Según el tribuno a cuyas órdenes has servido, fueron tus oraciones las que provocaron que cayera un fuego del cielo que aniquiló a los bárbaros -continuó el césar clavando ahora su mirada en Valerio. No había hostilidad en aquellos ojos, pero sí una expresión de firmeza que no hubiera causado sorpresa en el centurión, caso de transformarse en dura severidad.
– Sin duda -continuó Marco Aurelio- se trata de un hecho prodigioso, a juzgar por lo que señala el tribuno y más si tenemos en cuenta que tú eres cristiano…
La última frase quedó colgando de los labios del césar como si esperara que su interlocutor la recogiera, pero Valerio guardó silencio.
– Yo sí creo en los dioses -dijo el césar-. Creo además que deben ser honrados. No se trata sólo de que buena parte de nuestra existencia se encuentre en sus manos. Por supuesto que es así, pero además resulta que debemos no poco a su benevolencia. Les rendimos culto, les ofrecemos sacrificios, los honramos no sólo para congraciarnos su voluntad, como pretende la gente carente de instrucción, sino también para manifestarles una más que debida gratitud, gratitud que, por lo visto, tú pasas por alto.
Una vez más, Marco Aurelio estaba impulsando a Valerio a intervenir, a dar una respuesta, a manifestar lo que creía. Sin embargo, el centurión se mantuvo callado.
– ¿Sabes que puedo ordenar tu ejecución ahora mismo por el mero hecho de ser cristiano? -preguntó el césar sin elevar su voz lo más mínimo.
– Lo sé, domine -respondió Valerio.
– ¿Y no te importa?
– La autoridad sobre la vida y la muerte la posee únicamente el que tiene las llaves de la muerte y del Hades -contestó el centurión-. Si decidieras quitarme la vida, él me la devolvería.
Marco Aurelio se llevó la mano al mentón y se acarició con el índice el espacio de la barba colocado bajo el labio inferior. La visión que tenían los cristianos de la muerte le resultaba intolerable, incluso irritante. No era similar a la serenidad de los estoicos que él se esforzaba por alcanzar ni tampoco al valor cívico de que tan pródigos ejemplos habían dado espartanos, atenienses o romanos. No, se trataba de algo muy diferente, de una mezcla de irresponsabilidad y de confianza en una existencia ultraterrena que le desagradaba profundamente. Por supuesto, él también creía que el espíritu seguía viviendo tras la muerte del cuerpo, pero estaba convencido de que esa existencia no se prolongaba mucho. Durante un tiempo -limitado como todo lo humano- aquella alma volaría hacia las alturas, se acercaría a las grandes luces y a los astros brillantes para luego, en un chisporroteo, desaparecer para siempre. De la nada había venido en algún momento y a la nada regresaría, al fin y a la postre.
– ¿De verdad crees lo que dices? -preguntó el césar, pero en sus palabras no había el menor atisbo de burla ni de animadversión.
– Sí, domine -respondió Valerio.
– ¿Y también crees que un esclavo es igual a un hombre libre?
– Sí, domine -contestó el centurión-, de la misma sangre y de la misma carne. Los esclavos se duelen como nosotros, se alegran como nosotros y tienen temores y motivos de gozo semejantes a los nuestros.
Sí, quizá fuera así, pensó el césar. A fin de cuentas, Platón había seguido siendo Platón en la época de su esclavitud, y Séneca, el consejero de otro césar, había indicado que también los esclavos eran hombres. También era verdad que no por eso los había puesto en libertad…
– Así que no diferencias entre esclavo y libre. Tampoco lo harás entre hombre y mujer ni entre bárbaro y romano…
– Todos hemos nacido -respondió Valerio-, todos hemos de morir y todos compareceremos ante el juicio del único Dios.
– Del único dios… -repitió el césar como si se hubiera convertido en un eco cansado y triste de aquellas palabras.
Marco Aurelio apartó la mirada del centurión y la dirigió hacia la entrada de su tienda. Se hallaba casi cerrada, pero no tanto como para no permitirle la visión de algunos legionarios que se afanaban por cumplir con su deber, aquel deber que, ejecutado con diligencia, garantizaba la pervivencia del imperio.
– ¿Cuánto tiempo llevas sirviendo en las legiones? -preguntó el césar saliendo de su breve silencio.
Valerio respondió con una cifra escueta.
– ¿Has tenido alguna mención honorífica en este tiempo?
– Dos, domine. La última por mi participación en la campaña de los partos.
– Ya veo -dijo el césar-. ¿Crees que tu labor en la defensa del imperio ha cumplido con alguna utilidad? Déjame más bien que te lo pregunte de otra manera. Tú no tienes inconveniente alguno en ver a esclavos, a bárbaros, a mujeres como seres semejantes a un ciudadano romano. Imagina que esos bárbaros invadieran un día el imperio y lo arrasaran. Sé que es difícil de imaginar, pero piensa en ello. En el pasado, ha sucedido con otros grandes imp erios como el de Ciro el persa o el del macedonio Alejandro. Si eso sucediera, ¿qué sería de toda la belleza creada por Roma a lo largo de casi mil años de existencia? ¿Qué perduraría de Virgilio, de Horacio, de Julio César, de Séneca y de tantos otros? ¿Qué quedaría en pie de la libertad? ¿Puedes tú decírmelo, centurión?
Valerio miró al césar mientras de lo más profundo de su corazón brotaba una oración dirigida al único Dios verdadero, una plegaria que suplicaba sabiduría y sensatez, una petición para responder lo más adecuado en un momento que no volvería a repetirse jamás.
– Si un día, en el porvenir -comenzó a decir Valerio en tono pausado-, el imperio desapareciera, si dejara de existir, seríamos nosotros, los cristianos, los que conservaríamos la lengua, la cultura, la sabiduría de Roma. Lo haríamos, pero sumando a todo ello la misericordia, la compasión y la caridad, esas virtudes que nos impulsan a atender a los enfermos que no son de los nuestros, que nos llevan a recoger a los niños abandonados y que nos hacen ver en cualquier hombre o mujer un semejante.
El cesar frunció el ceño al escuchar las palabras del centurión, pero no lo interrumpió.
– Los cristianos, domine -continuó Valerio-, aunque muchos se empeñen en negarlo, sólo desean el bien del imperio. Nos perseguís, pero oramos por ti, por los senadores y los cónsules para que gobernéis de la mejor manera y tengamos paz y prosperidad. Mentís sobre nosotros, pero pronunciamos bendiciones porque sabemos que el bien del imperio es también nuestro bien. Nos detenéis y dais muerte, pero no tomamos las armas contra vosotros ni se nos ocurre desobedecer la ley. Esperamos en los cielos un Reino mejor, no hecho por manos humanas, inconmovible, pero serviremos en éste con lealtad y justicia mientras nos quede aliento.
Marco Aurelio se frotó los ojos con los dedos de la mano derecha. Se sentía cansado y, al escuchar aquellas palabras, no había podido evitar el percibirse envejecido, marchito, vacío. De repente, había experimentado una sensación de vértigo, de malestar, de debilidad. Era como si toda la solidez que había deseado inyectar al imperio durante años, que le había llevado a casi dos décadas de campañas contra los bárbaros, que le había obligado a reprimir conjuras y conspiraciones, se le revelara ahora frágil y quebradiza. Sí, frágil y quebradiza y, lo peor de todo, estéril e inútil.
– Retírate, centurión -dijo al fin como si emergiera de un sueño pesado y doloroso-. A su tiempo se te informará de lo que se considere pertinente.
A Minucio Fundano. Recibí una carta que me dirigió su excelencia Serennio Graniano, tu predecesor. Pienso que el asunto no debería quedar sin investigar, y que hay que evitar que se acose a los hombres y que se ayude la bajeza de los delatores. Si los funcionarios de las provincias pueden sustentar una acusación sólida contra los cristianos de tal manera que tenga que sustanciarse ante los tribunales, que lo hagan, pero que sea eso lo que los motive y no las opiniones o las habladurías. Porque lo verdaderamente correcto es que si recibes una acusación examines el asunto. Por lo tanto, si alguien los acusa, y demuestra que están actuando de manera ilegal, decide el asunto conforme a la naturaleza del delito, pero, por Hércules, si alguien te trae un asunto con el objeto de aprovecharse de la denuncia, investígalo rigurosamente y procura imponer penas que sean las adecuadas para el delito.
Marco Aurelio acabó la lectura del texto de su antecesor y apartó la mirada. Se llevó la mano derecha al mentón y, por un instante, comenzó a juguetear con los rizos de la barba. En ocasiones, se había preguntado si la decisión de los filósofos griegos de no rasurarse se debía simplemente a la posibilidad que les proporcionaba de encontrar algo con lo que entretener los dedos mientras meditaban y reflexionaban. La decisión que debía adoptar exigía sopesar todo de la mejor manera, es decir, de la forma más justa. Había que actuar precisamente como había pensado en tantas ocasiones antes, de tal manera que beneficiara a la sociedad y luego pudiera seguir llevando a cabo otros cometidos.
Después de lo sucedido en el territorio de los bárbaros y, sobre todo, después de la conversación con aquel centurión peculiar que respondía al nombre de Valerio, ¿qué debía hacer con los cristianos? Había buscado contestación a su pregunta indagando sobre cómo habían actuado antes que él otros emperadores, pero la respuesta no había sido unánime. Claudio los había expulsado de
Roma, pero, fundamentalmente, porque le molestaba la manera en que discutían con los judíos acerca de si su fundador, Jesús, era o no el ungido, un personaje al que esperaban como rey del mundo. Al parecer, el tal Jesús se había comportado en el momento de su muerte con una notable dignidad -quizá excesiva-, pero no había actuado como un rey. Nerón, el sucesor de Claudio, había sido mucho más drástico. Les había culpado del incendio de Roma -una acusación falsa con toda certeza- y los había sometido a castigos terribles. Lo peor, no obstante, no era eso. Lo más grave era que Nerón había decidido que una simple creencia era un delito. Por supuesto, Augusto y Tiberio la habían tomado con los magos, pero no porque creyeran en esto o aquello, sino porque sus predicciones podían alentar acciones ilícitas. Si alguien convincente vaticina que el emperador va a ser apuñalado dentro de seis meses, lo más seguro es que acaben sumándose los que desean cumplir por su propia mano lo escrito en las estrellas. Pero los cristianos… no, los cristianos no eran gente de ese tipo.
Después de Nerón, sin duda, habían pasado momentos difíciles. El precedente imperial permitía detenerlos, arrastrarlos ante un tribunal y ejecutarlos si se negaban a rendir culto al césar o realizar alguna otra ceremonia piadosa. No era difícil darse cuenta de que no habrían sido pocos los delatores que hicieran carrera con ellos.
Marco Aurelio retorció el gesto y apartó la mano de la barba. Odiaba a los delatores. Sí, ésa era la palabra. Odio. Eran una gentuza que vivía de la carroña. Como los buitres. Miraban a un lado y a otro para encontrar a alguien sospechoso al que denunciar para luego obtener beneficios. Más tarde o más temprano habría que situarlos fuera de la ley, declararlos ilícitos, excluirlos de la vida pública. No podía permitirse que en un cuerpo sano como deseaba que fuera el imperio, se asentaran esos parásitos miserables. Claro que de eso tendría que ocuparse otro día. Ahora la prioridad inmediata eran los cristianos.
Hasta donde sabía, Trajano había sido el primero en poner límites a la persecución. No la había impedido, ni se le había pasado por la cabeza eximirlos. Sin embargo, como el gran gobernante que había sido, se había inclinado por la moderación cuando Plinio le había escrito desde Asia pidiéndole instrucciones. Por lo que el mismo Plinio informaba, se reunían los domingos, leían de sus libros sagrados, cantaban himnos al tal Cristo como si fuera dios y luego tomaban una comida sencilla. Gente así no podía ser dañina, pero tampoco era de recibo pasar por alto lo que habían hecho los emperadores anteriores. Trajano decidió, por lo tanto, que no se buscara a los cristianos ni se les persiguiera. No tenía sentido perder el tiempo yendo tras gente que no molestaba a nadie. Tampoco debían aceptarse denuncias anónimas. Sólo si las pruebas eran sólidas, si el delator estaba dispuesto a dar la cara ante el tribunal, debía juzgarse el caso. Pero aun en esa tesitura, había que ofrecer al acusado alguna vía de salida. Si estaba dispuesto a quemar una pizca de incienso en honor del emperador, se le pondría en libertad sin cargos. Si no era así… bueno, entonces, sólo entonces, habría que castigar al infractor.
Por lo que acababa de leer, Adriano también se había ocupado del tema en una dirección que parecía bastante obvia y que, sobre todo, recordaba las instrucciones que Trajano le había dado a Plinio. Nada de delatores, nada de castigos por rumores, nada de forzar la situación o de buscarlos. Aunque, eso sí, caso de demostrarse la acusación, sólo cabía el castigo más riguroso.
El castigo más riguroso… ¿Podría cambiarse esa directriz? ¿Existía alguna posibilidad de tolerar que aquella gente creyera y, a la vez, pudiera respirar? Quizá. A decir verdad, lo que Valerio le había dicho era cierto. Hasta donde sabía, los cristianos nunca se habían opuesto al césar, rezaban por el éxito de su gobierno y de sus armas, obedecían meticulosamente las leyes e incluso algunos, como ese centurión, podían ser excelentes soldados. Volvió a llevarse la diestra al mentón y durante unos instantes se tironeó suavemente como si así pudiera contribuir a que salieran las ideas que tanto necesitaba.
No le costó mucho. Respiró hondo y tendió la mano al cálamo que dormitaba sobre su escritorio de soldado. Probó con la yema del dedo índice su textura y concedió que estaba magníficamente afilado. Lo mojó en el tintero y comenzó a escribir. En griego, por supuesto. Podía justificar el empleo de esa lengua refiriéndose al destinatario, pero la verdad era que la utilizaba porque le parecía muy superior al latín, porque era la de los grandes filósofos y, sobre todo, porque la amaba de una manera más entrañable de lo que había querido nunca a una mujer. Bien, adelante…
Autokrátor Kaisar Márkos Aurélios Antoninos Sebastós, Armenios, arjiereus méguistos… Sí, el inicio no estaba mal. El emperador y césar, Marco Aurelio Antonio, Augusto, arménico, sumo pontífice… Ya tenía el encabezamiento. Había que proseguir. ¿Qué venía después? Sí, ya, sí, eso era.
… sumo pontífice, tribuno por decimoquinta vez, cónsul por tercera vez, al concilio de Asia, saludos. Sé que los dioses también se ocupan de que tales hombres no pasen desapercibidos, porque lo cierto es que se ocupan de castigar a aquellos que no desean adorarlos como vosotros lo hacéis. Pero vosotros actuáis de manera tumultuosa y de esa manera los confirmáis en la creencia que tienen al acusarlos de ateos, y de esa manera, cuando se les acusa, prefieren la muerte aparente a la vida, todo ello por causa de su dios. Por lo tanto, acaban siendo vencedores porque sacrifican sus vidas antes que obedecer y hacer lo que les ordenáis…
Sin soltar el cálamo, Marco Aurelio repasó el texto dos veces antes de continuar la redacción. Sí, de momento, parecía que iba bien. Primero, había mencionado la voluntad de los dioses de castigar a los que se negaban a adorarlos; luego, la disposición de los cristianos a morir antes que doblegarse y, finalmente, la manera en que esa conducta los colocaba en una excelente situación filosófica. Había que remachar ese aspecto, pero ¿cómo?
De esa manera, los cristianos logran… No, los cristianos no lograban nada salvo que los ejecutaran. ¿O quizá sí?
Mientras que vosotros descuidáis a los dioses y la adoración de los inmortales, ellos cada vez confían más en su dios. Y entonces, cuando los cristianos lo adoran, os irritáis y los perseguís a muerte. Sí, de esta manera quedaba mejor. No eran piadosos y encima la tomaban con los cristianos por serlo. Bien, sigamos.
Y muchos de los gobernadores provinciales escribieron a nuestro divino padre en el pasado en favor de esa gente, y les respondió que no debían verse molestados a menos que pareciera que estaban conspirando contra el gobierno de Roma. También a mí me enviaron informes sobre esos hombres, y les respondí de acuerdo con la opinión de mi padre. Pero si alguien persiste en adoptar alguna acción contra cualquiera de esas personas, sobre la base de que es cristiano, que el acusado quede liberado del cargo…
Marco Aurelio volvió a detenerse. Sabía de sobra que acababa de introducir una modificación sustancial en las acciones de los emperadores anteriores y, sin embargo, no estaba seguro de que hubiera quedado garantizada la aplicación jurídica del cambio. Quede liberado del cargo… pero… pero ¿cómo si seguía vigente lo que había decidido Trajano o el mismo Adriano? Volvió a tirarse de la barba, pero esta vez lo hizo con suavidad, con sosiego, casi con delectación. De repente, un brillo fugaz se reflejó en las pupilas del emperador. Fue un instante, un suspiro, un abrir y cerrar de ojos, pero dejó de manifiesto que aquel espíritu interior en el que tanto creía el emperador no le había fallado en esta ocasión.
Quede liberado del cargo, incluso si parece que es culpable, pero el acusador sea castigado.
Depositó ahora el cálamo sobre la mesa y volvió a releer el texto. Tuvo la sensación entonces de que había conseguido lo que pretendía aunado con todo lo que amaba y respetaba. La autoridad del imperio se reafirmaba, el ejemplo de los mayores era objeto de consideración, los cristianos eran protegidos de los abusos, los delatores eran amenazados con la pena que merecían y… y, sí, aquel centurión llamado optio era librado de cualquier peligro. Descargarlo de servicio sería todavía más fácil.
Volvió a mojar el cálamo en el tintero y escribió:
El emperador y césar, Marco Aurelio Antonio, Augusto, arménico, sumo pontífice, al tribuno Cornelio, saludos. Tal y como le habías ordenado, compareció ante mí el centurión Valerio. Examiné con diligencia su declaración así como el estado en que se encuentra por la especial condición que me referiste en tu última misiva. Tras sopesar todos los hechos, he llegado a la decisión de que se proceda a su licenciamiento inmediato a pesar de no haber cumplido con el tiempo reglamentario de servicio. La razón para ello es que, conforme a las leyes de nuestros mayores, ha sido objeto de tres menciones honoríficas. Dos se produjeron en el pasado y la tercera se la otorgo yo ahora con ocasión de su valor en esta campaña. Ordeno también que, con carácter inmediato, se le entreguen las cantidades que le adeuda el ejército. Todo ello deberá ser cumplimentado antes de que concluya el próximo mes.
Vale.
Sí, de esta manera quedaba solucionado todo. Con justicia, porque el que perpetra una injusticia la comete, en primer lugar, contra sí mismo.
Depositó el cálamo sobre la mesa y entonces, inesperadamente, le asaltó una pregunta: ¿en qué se gastaría el centurión tanto dinero?
Te gusta, kyrie? -preguntó el artesano con una mezcla de satisfacción y de temor. No era para menos. Estaba convencido de que había conseguido un trabajo perfecto, pero nunca se podía saber con aquellos nuevos ricos.
El hombre que le había encargado la obra pasó la diestra por la estela de piedra. Sí, era suave, pulida, majestuosa. Se sentía satisfecho. El texto tampoco estaba mal:
Arnufis, perito en lo sagrado de Egipto, y Terencio Prisco a la Diosa manifiesta.
La diosa Isis podría darse por satisfecha. No sólo la honraba. Es que además uno de sus adoradores más preclaros -en otras palabras, él- había, al fin y a la postre, triunfado. Desde luego, aquel bendito episodio de la lluvia y los rayos había significado un cambio definitivo en su vida. Definitivo e irreversible. La prueba estaba en cómo aquel tonto de Terencio Prisco había aceptado pagar la estela y que su nombre figurara, sin embargo, detrás del suyo. Se había asido de la mano de la For tuna y no estaba dispuesto ya a soltarla. No, jamás, para eso había descendido hasta él montada en aquel fuego del cielo.
Cornelio manda saludos muy cordiales a su padre y dominus. Pido sobre todo que te encuentres sano y bien; y que todo te vaya bien a ti y a mi madre y a mis dos hermanos menores. Doy gracias al dios óptimo y máximo por conservarme la vida cuando estuve en peligro en la tierra de los bárbaros.
Te pido, querido padre, que me envíes unas líneas, lo primero, para saber cómo te encuentras tú y mi madre y mis hermanos; y, en segundo lugar, para que bese tu mano por haberme educado bien.
Quiero que sepas, amado padre, que nada más llegar al castra de Carnuntum, el césar me recibió con grandes muestras de afecto e incluso me entregó una recompensa en oro y todo me va bien. De la misma manera, me ha honrado con un ascenso y pienso que, por su benevolencia, me espera una carrera gloriosa en nuestras legiones. Todo eso lo debo al fuego que cayó del cielo, pero de eso te hablaré cumplidamente en otra ocasión.
Te adjunto un retrato que me ha pintado un griego.
Todos dicen que es bueno.
Hago votos por vuestra buena salud.
Vale.
Rode salió del agua. Sobre su cuerpo, llevaba una túnica blanca, empapada completamente porque, tan sólo un momento antes, había sido sumergida por completo en aquella corriente que simbolizaba una nueva vida.
Contempló con una sonrisa al grupo de personas que la miraba. En todos los rostros, le pareció contemplar el reflejo del aprecio, del cariño, del amor. A decir verdad, sentía que todos la contemplaban como siempre hubiera deseado ser contemplada, aunque no lo hubiera sabido hasta poco antes. Ya no era una esclava, ya no era una meretrix, ya no pertenecía a un amo que disponía de ella con la misma soltura con que hubiera dispuesto de una gallina o de un odre de vino. Era libre y lo era en todos los sentidos. Porque habían pagado el precio de su emancipación, porque le habían enseñado la Verdad -sí, la Verdad existía- y porque esa Verdad la había liberado.
Buscó entre los participantes en aquella reunión a Valerio. Sí, allí estaba. También él sonreía e incluso hubiera dicho que sus ojos brillaban por las lágrimas. Sin embargo, no eran lágrimas de pesar ni de pena, sino de gozo y gratitud.
Pronto, serían marido y mujer. Muy pronto, porque ahora el pueblo de él era su pueblo y su Dios, el único Dios verdadero, también era el Dios de ella. Es verdad que no contaban con una sola moneda, que todo había ido a parar a las manos codiciosas de su amo, que Valerio ni siquiera disponía de la posibilidad de regresar al ejército en el que había servido durante tantos años. Pero nada de aquello le importaba lo más mínimo. Por primera vez en su vida era feliz, sentía paz, abrigaba una dicha en su interior que hubiera sido incapaz de describir. Todo ello se lo debía a Aquel que había enviado, de la manera más inesperada y prodigiosa, el fuego del cielo.
<a l:href="#_ftnref14">[14]</a> ¿Dónde estoy? (N. del A.)
<a l:href="#_ftnref15">[15]</a> ¡Enemigos! ¡Enemigos! (N. del A.)
<a l:href="#_ftnref16">[16]</a> Diosa manifiesta, diosa refulgente. (N. del A.)