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Misereatur vestri omnipotens Deus, et dimissis peccatis vestris… Las palabras salieron ligeras como burbujas de jabón de los labios fruncidos del reverendo Gusewski, tomaron todos los colores del arco iris, se balancearon un momento en el aire, indecisas al desprenderse de la caña invisible, subieron finalmente, reflejaron las ventanas, el altar y la Virgen; te reflejaron a ti a mí a todo, y explotaron sin dolor así que la Bendición empezó a su vez a, desprender burbujas: Indulgentiam, absolutionem et remissionem peccatorum vestrorum…
Pero en cuanto el Amén de los siete u ocho feligreses hubo hecho estallar también estas nuevas bolas aladas, Gusewski levantó la Hostia, infló con los labios perfectamente en círculo la mayor de las burbujas, que tembló por un momento como asustada en la corriente de aire, y la desprendió con la punta de su lengua carmesí: fue subiendo, subiendo, y finalmente cayó cerca del segundo banco frente al altar de la Virgen y se desvaneció sin ruido: Ecce Agnus Dei… Mahlke fue el primero en arrodillarse en el banco de la comunión, aun antes de haberse repetido por tres veces el "Señor yo no soy digno de que tú ingreses en mi morada".
Y no había yo terminado todavía de guiar al reverendo Gusewski hasta el pie de las gradas y hacia el banco, cuando ya él echaba la cabeza para atrás, ponía su cara, que el desvelo de la noche anterior hacía más larga, paralela al techo de cemento enjalbegado de la capilla, y se separaba los labios con la punta de la lengua.
Era el momento en que el sacerdote esbozaba arriba de él, con la hostia que le estaba destinada, la pequeña y breve señal de la cruz: su cara sudaba.
El rocío brillaba en sus poros y empezaba a correr.
No se había afeitado: los cañones de su barba hendían las perlas. Los ojos se le salían como si estuvieran cociéndose. Es posible que el negro de la guerrera de cazador de tanques realzara la palidez de su cara. Tenía la lengua espesa, pero no tragaba.
El objeto aquél de hierro que había de recompensar el garrapateo infantil y el tachado de tantos tanques rusos formaba la cruz sobre el botón superior del cuello de su camisa y permanecía indiferente.
Sólo cuando el reverendo Gusewski depositó la hostia sobre la lengua de Mahlke y éste recibió la frágil oblea, tuviste que tragar; el metal siguió el movimiento. Celebremos los tres una vez más y para siempre el sacramento: tú estás arrodillado y yo detrás, a cubierto. El sudor te agranda los poros.
El reverendo deposita la hostia sobre tu lengua sucia. Hace sólo un instante, los tres nos juntábamos todavía en una misma palabra, pero ahora un mecanismo tira de tu lengua.
Los labios se vuelven a juntar. Tu deglución sigue su curso, y al ver que el gran objeto reproduce el movimiento sé que el Gran Mahlke abandonará la capilla de Santa María fortalecido, que su sudor se secará; y si inmediatamente después tu cara brillaba húmeda todavía, era por la lluvia.
Fuera delante de la capilla, lloviznaba. En la seca sacristía dijo Gusewski:
– Estará afuera esperando. Tal vez deberíamos invitarlo a entrar, pero…
Y yo dije:
– No se preocupe usted, reverendo, yo me ocuparé de él.
Gusewski, con las manos en las bolsitas de lavanda del armario:
– Supongo que no hará ninguna tontería. Lo dejé con sus vestiduras, sin ofrecerme a ayudarlo.
– Será mejor que se las quite usted mismo, reverendo.
– Pero a Mahlke, cuando lo tuve delante de mí, empapado en su uniforme, le dije:
– Idiota, ¿qué haces aquí parado? Apresúrate a llegar cuanto antes al cuartel de tu unidad en Hochstriess. Inventa cualquier cosa para explicar tu retraso. Yo no quiero complicaciones.
Con estas palabras hubiera debido dejarlo, pero me quedé, y me mojé. La lluvia une. Lo intenté con buenas razones:
– No te van a comer por ello. Puedes, decir que le pasó algo a tu madre o a tu tía. Hice una pausa.
Mahlke asentía con la cabeza, dejaba de vez en cuando pender su mandíbula inferior y se reía sin motivo. De pronto se soltó:
– Fue fantástico lo de anoche con la pequeña Pokriefke. Nunca lo hubiera creído. Es totalmente distinta de lo que aparenta. Así que te lo confieso honradamente: es por ella por lo que no quiero volver. Al fin, ya he hecho mi parte, ¿o no? Presentaré una solicitud. Pueden trasladarme a Gross Boschpol como instructor, si quieren. Ahora les toca a otros. No es que tenga miedo, no; lo que pasa es que ya estoy harto. ¿Comprendes? No me dejé enredar y lo apreté:
– Así que a causa de la Pokriefke, ¿eh? Pues has de saber que ella conduce la línea 2 a Oliva, y no la 5. Eso lo sabe aquí todo el mundo. Lo que tú tienes es miedo; eso sí lo comprendo. Se empeñaba en que había habido algo entre ellos:
– Sí, con Tula, te lo aseguro. Y fue en su casa, en la Elsenstrasse; a la madre le tiene sin cuidado. Pero tienes razón, estoy harto. Y tal vez sea cierto que tengo miedo. Lo tenía hace un momento, antes de la misa. Pero ahora ya pasó.
– Y yo que pensaba que no creías en Dios y en todo eso.
– Eso nada tiene que ver.
– Bueno, olvidémoslo. Y ahora ¿qué?
– Tal vez podríamos ver con Störtebeker y sus muchachos. Tú los conoces, ¿verdad?
– No, querido. Con la banda ya no quiero tener nada que ver. Empiezas con el meñique y luego… Mejor se lo hubieras pedido a la Pokriefke, si es que estuviste en su casa…
– Pero entiéndelo, es evidente que no me puedo dejar ver en la Osterzeile. Si a estas horas no están allí ya, es seguro que no tardarán mucho, ¿no podría quedarme un par de días en vuestro sótano?
Tampoco con esto quise tener nada que ver:
– Escóndete en cualquier otro sitio. Tenéis parientes en el campo, ¿no?, o bien en casa de la Pokriefke, o en el cobertizo de la ebanistería de su tío… o en el bote.
La palabra surtió su efecto. Cierto que Mahlke dijo todavía:
– ¿Con este cochino tiempo? -pero, en realidad, ya todo estaba decidido: por más que yo me negara obstinadamente y con abundantes razones a acompañarlo al bote y hablara a mi vez del cochino tiempo, es evidente que ya empezaba a vislumbrarse que tendría que hacerlo: la lluvia une.
Tardamos más de una hora en hacer el viaje de Neuschottland a Schellmühl y regreso, y luego otra vez el largo Posadowskiweg arriba. Nos resguardamos un par de veces por lo menos bajo las columnas anunciadoras, llenas siempre todo alrededor de los mismos carteles contra el robo de carbón y el despilfarro, y proseguimos luego la carrera.
Desde la entrada principal del Hospital Municipal para Mujeres percibimos ya el escenario familiar: detrás del terraplén del tren y de los copudos castaños se asomaban el tejado de dos vertientes y el campanario del Instituto, el cual, pese a los años, seguía manteniéndose incólume; pero él no miraba hacia allí, o veía otra cosa.
Luego esperamos media hora, con tres o cuatro alumnos de la escuela pública, bajo el techo sonoro, de lámina, de la caseta de la parada de la Reichsholonie.
Los muchachos practicaban el boxeo y se empujaban unos a otros fuera del banco. Mahlke les volvía la espalda, pero de nada le sirvió.
Dos de ellos se nos acercaron con los cuadernos abiertos y dijeron algo en dialecto cerrado, y yo les pregunté:
– ¿Es que no tenéis escuela?
– Sí, pero sólo a las nueve, si es que vamos.
– Está bien, pero daos prisa.
Mahlke escribió en la última página de ambos cuadernos y en la primera línea de arriba, a la izquierda, su nombre y grado. Pero los muchachos no se dieron por satisfechos, sino que querían que anotara también el número exacto de los tanques destruidos, y Mahlke condescendió: escribió, como si llenara giros postales, primero en cifras y luego con letras, y con mi pluma hubo de repetir el verso en otros dos cuadernos más. Estaba ya a punto de tomarle la pluma cuando uno de los muchachos quiso saber todavía:
– ¿En dónde los voló usted, en Byelogrado o en Zhitomir?
Mahlke hubiera debido asentir simplemente con la cabeza y nos habrían dejado en paz. Pero en lugar de eso susurró con voz empañada:
– No, muchachos, la mayoría de ellos en la región de Kovel-Brody-Brezany. Y en abril, cuando desbaratamos el Primer Ejército Motorizado junto a Buczacz. Tuve que volver a destornillar mi pluma, porque los muchachos querían tenerlo todo por escrito, y silbaron para que vinieran a la caseta otros dos escolares que estaban afuera, bajo la lluvia. Seguía sirviendo de escritorio la misma espalda de muchacho.
Su dueño quería enderezarse y presentar también su cuaderno, pero los demás no lo dejaron: alguien tenía que sacrificarse. Y Mahlke, con escritura cada vez más temblorosa -aparte de que volvía a salirle el sudor por los poros-, hubo de escribir Kovel y Brody-Brezany, Cerkassy y Buczacz. Era un disparadero de preguntas de aquellas relucientes caras pringosas:
– ¿Estuvo usted también en Krivoi Rog?
Todas las bocas abiertas. En todas faltaban dientes. Los ojos, del abuelo paterno. Las orejas, en cambio, de la madre. Pero todos con sus agujeros de la nariz.
– Y ¿adónde lo van a transferir ahora?
– No seas tonto, ¿no sabes que eso no lo puede decir? ¿Por qué preguntas?
– Apuesto a que va a tomar parte en la invasión.
– No, a éste lo guardan para después de la guerra.
– Pregúntale si ha estado también en el CG del Führer.
– ¿Estuviste, tío?
– Idiota, ¿no ves que es un suboficial?
– ¿No lleva usted de casualidad alguna foto suya encima?
– Es que las coleccionamos, ¿sabe usted?
– ¿Cuánto tiempo tiene usted todavía de licencia?
– Sí, ¿cuánto tiempo?
– ¿Estará aquí mañana todavía?
– ¿O cuándo termina su licencia?
Mahlke se abrió paso por entre las mochilas. Mi pluma se quedó en la caseta. Carrera de resistencia en pleno diluvio.
Hombro con hombro saltando charcos: la lluvia une. Sólo pasado el Estadio nos deshicimos de ellos.
Siguieron gritando todavía por algún tiempo y no fueron a la escuela. Todavía a la fecha tratan de devolverme la pluma.
Entre los huertos suburbanos atrás de Neuschottland tratamos de recobrar el aliento.
Yo estaba furioso y mi cólera iba en aumento. Con índice acusador señalé la maldita golosina, y Mahlke se la quitó rápidamente del cuello. También ella pendía, corno antes el destornillador, de una cordonera. Mahlke me la quiso dar, pero decliné:
– No, gracias: ¡para lo que sirve!
Sin embargo, no arrojó el hierro a los matorrales; tenía un bolsillo en la parte trasera del pantalón. ¿Cómo iba a salir de allí? Las grosellas estaban verdes; Mahlke empezó a cogerlas con las dos manos.
Mi pretexto buscaba palabras. El comía y escupía los pellejos.
– Espérame aquí como media hora. No tienes más remedio que llevarte algunas provisiones, porque si no, no vas a poder aguantar mucho en el bote.
Si Mahlke hubiera dicho: "Bueno, pero vuelve", es seguro que yo me habría escabullido. Pero sólo dijo que sí con la cabeza. Con los diez dedos siguió cosechando por entre las tablas del vallado en las matas, y con la boca llena forzó mi lealtad: la lluvia une.
Abrió la tía de Mahlke. Qué bueno que su madre no estuviera en casa. Cierto que yo hubiera podido juntar algunos comestibles en la mía. Pero me dije: ¿para qué tiene él a su familia? Por otra parte, sentía cierta curiosidad en relación con la tía. Pero me llevé una decepción. Parapetada tras su delantal, no hizo ninguna pregunta. A través de las puertas abiertas olía allí a algo que embotaba los dientes: en casa de Mahlke cocían ruibarbo.
– Es que estamos organizando una pequeña fiesta en honor de Joaquín, ¿sabe? De beber tenemos bastante, pero, en caso que tuviéramos apetito…
Sin decir más se fue a buscar a la cocina dos latas de carne de cerdo de a kilo, y trajo también un abrelatas.
Pero no era el mismo que Mahlke había subido del bote cuando encontró las ancas de rana en la despensa del barco. Mientras ella buscaba y ponderaba lo que mejor podría llevarme -los Mahlke tenían siempre los armarios repletos, ya que, con sus parientes en el campo, sólo necesitaban abrir la boca- sentía yo que me flaqueaban las piernas en el corredor y contemplaba aquella foto apaisada que mostraba al padre de Mahlke y al fogonero Labuda.
La caldera no estaba encendida. Al volver la tía con una red para provisiones y papel de periódico para las latas, dijo:
– Y si queréis comer de la carne de cerdo, conviene que la calentéis primero un poquitín, porque si no es demasiado fuerte y os va a dar dolor de barriga.
Suponiendo que al despedirme hubiera preguntado si había ido alguien por allí preguntando por Joaquín, la respuesta habría sido negativa. Pero no pregunté nada, y ya en la puerta dije simplemente:
– Joaquín les envía muchos saludos -pese a que Mahlke no me hubiera encargado saludo alguno, ni siquiera para su madre.
Tampoco él mostró la menor curiosidad cuando de regreso volví a toparme con su uniforme, bajo la misma lluvia. Colgué la red de una de las estacas de la valla y me froté los dedos estrangulados. El seguía devorando las grosellas verdes, obligándome, lo mismo que su tía, a preocuparme por su bienestar físico:
– ¡Te vas a estropear el estómago con eso!
Pero Mahlke, después que hube dicho: "Vámonos", arrebató todavía tres puñados a las matas goteantes, se las metió en los bolsillos y, mientras dábamos un gran rodeo en torno a Neuschottland y las calles entre el Wolfsweg y el Bärenweg, siguió escupiendo los pellejos duros. Y seguía tragando grosellas cuando estábamos ya en la plataforma trasera del remolque y dejábamos atrás en la lluvia, a mano izquierda, el Puerto Aéreo. Me irritaba con sus grosellas.
Por otra parte, la lluvia amainaba. El gris del cielo se hizo lechoso, y me daban ganas de bajar y de dejarlo plantado con ellas. Pero me limité a decir:
– En tu casa habían ido ya dos veces a preguntar por ti. Unos de paisano.
– ¿Ah, sí? -Siguió escupiendo pellejos sobre los listones del piso de la plataforma.- Y mi madre, ¿sospecha algo?
– Tu madre no estaba, sólo vi a tu tía.
– Habría ido de compras.
– Lo dudo.
– Entonces estaría en casa de los Schielkes para ayudarlos a planchar.
– Por desgracia, tampoco estaba allí.
– ¿Quieres unas grosellas?
– La fueron a buscar y se la llevaron a Hochstriess.
No quería decírtelo. Sólo poco antes de llegar a Brösen se le acabaron las grosellas, pero él seguía buscando en los bolsillos empapados cuando caminábamos ya por la playa, donde la lluvia había marcado su impronta. Y cuando el Gran Mahlke oyó el chapaleo del agua en la playa y sus ojos vieron el Báltico con el bote a manera de telón lejano y las sombras de algunos barcos en la rada, dijo: "No puedo nadar" al tiempo que yo me quitaba los zapatos y el pantalón. El horizonte trazaba una línea recta en sus pupilas.
– No me vengas ahora con bromas de mal gusto.
– No, en serio, tengo dolor de vientre. ¡Condenadas grosellas!
Me puse a echar pestes y a buscar y a maldecir, y acabé hallando en el bolsillo de mi chaqueta un marco y algunas monedas. Con ello corrí a Brösen y alquilé una barca al viejo Kreft por un par de horas. No fue ni mucho menos tan fácil como aquí se dice por más que Kreft sólo hizo unas cuantas preguntas y me ayudó él mismo a empujar la barca. Cuando llegué a la playa, Mahlke se estaba revolcando en la arena, con todo y su uniforme de cazador de tanques. Tuve que darle de puntapiés para que se levantara. Temblaba, sudaba y se apretaba los dos puños en el hueco del vientre; con todo, todavía me cuesta trabajo creer que su dolor de vientre fuera cierto, no obstante las grosellas verdes en su estómago en ayunas.
– ¿Por qué no vas detrás de las dunas? ¿Qué esperas? ¡Anda!
Se fue encorvado, arrastrando los pies, y desapareció detrás del matorral. Tal vez hubiera podido ver su gorra, pero no aparté la vista del rompeolas, aunque el mar estaba desierto. Volvió encorvado todavía, pero me ayudó a poner la barca a flote. Lo hice sentarse a la popa, le puse la red con las latas de conservas sobre las rodillas, y el abrelatas, envuelto en el papel de periódico, en las manos. Cuando el agua se fue oscureciendo pasado el primer banco de arena y luego el segundo, le dije:
– Ahora puedes remar un poco tú también.
El Gran Mahlke ni siquiera sacudió la cabeza; seguía encorvado en su asiento, agarrándose con fuerza al abrelatas envuelto y mirando a través de mí, pues estábamos sentados el uno frente al otro. Aunque desde entonces no he vuelto jamás a poner los pies en un bote de remos, aún seguimos así sentados uno frente a otro: y sus dedos se agitan nerviosos.
El cuello sin nada alrededor, pero la gorra bien derecha. De los pliegues de su uniforme se escurre algo de arena. No llueve, pero le perlea la frente.
Todos y cada uno de sus músculos, rígidos. Los ojos como para vaciárselos con una cuchara. ¿Con quién ha cambiado la nariz? Le tiemblan las rodillas.
No hay gato alguno en el mar, y sin embargo el ratón está asustado. Y eso que no hacía frío. Solamente cuando las nubes se partían y el sol se filtraba por los huecos la superficie apenas ondulante se llenaba aquí y allá de escalofríos que asaltaban también nuestra barca. "Rema tú un poco, para que entres en calor." La respuesta de la popa era un castañetear de dientes, y palabras entrecortadas que llegaban al mundo entre gemidos periódicos:…"de qué le sirve a uno.
Si alguien me hubiera prevenido. Por semejantes tonterías. Y sin embargo mi conferencia hubiera estado realmente bien. Hubiera empezado con la descripción del sistema de puntería, luego las granadas perforantes, los motores Maybach y demás.
De artillero, tenía que salir cada dos por tres, inclusive bajo el fuego, para apretar los pernos. Pero no hubiera hablado sólo de mí. También de mi padre y de Labuda. Brevemente del accidente ferroviario de Dirschau.
Y cómo por la abnegación de mi padre. Y que en mi puesto de artillero pensaba siempre en mi padre.
Murió sin los auxilios cuando. Gracias también por los cirios. Oh, siempre pura. La que en tu resplandor inmaculado. Llena de gracia. Sí, señor. Porque lo demostró desde mi primera entrada en campaña al norte de Kursk. Y en medio de la confusión, cuando el contraataque junto a Orel.
Y como en agosto la Virgen en el Vorskla. Todos se burlaban de mí y hasta llegaron a convencer al capellán de la División. Pero luego logramos estabilizar el frente.
Lástima que me trasladaran al sector central. De no haber sido así, lo de Jarkov no habría sido tan rápido. Y no tardó en aparecérseme de nuevo junto a Korosten, cuando el 59° Cuerpo.
Y nunca llevaba al Niño, sino siempre la foto. Ésta, ¿sabe usted, señor director? La tenemos colgando en nuestro corredor junto a la bolsa de los cepillos. Y no la mantenía a la altura del pecho, sino más abajo.
Muy claramente percibía yo en ella la locomotora. Necesitaba sólo apuntar entre mi padre y Labuda. Cuatrocientos. Tiro directo.
Ya lo viste tú, Pilenz, doy siempre entre la torre y la bañera. Para ventilarlos. No, señor director, no me ha hablado. Pero, si he de decir la verdad, conmigo no tiene ninguna necesidad de hablar. ¿Pruebas? Le digo que tenía la foto.
O bien en matemáticas. Cuando usted explica y parte del hecho de que las paralelas se cortan en el infinito, resulta de ello, no puede usted negarlo, algo así como trascendencia. Y así fue también en el dispositivo de defensa junto a Kasatin.
El tercer día de Navidad, por más señas. Venía de la izquierda, en dirección al bosquecillo a velocidad de marcha treinta y cinco.
Sólo necesitaba apuntar, apuntar y apuntar. A la izquierda, Pilenz, nos estamos desviando del bote". Durante su conferencia, sólo castañeteada al principio pero esbozada luego con dientes controlados, Mahlke se las arreglaba para vigilar el curso de nuestra barca y para imponer mediante su dicción un ritmo que me tenía la frente bañada en sudor, en tanto que sus poros se secaban y cesaban.
Ni durante el tiempo de un solo golpe de remos estuve seguro de si arriba de las superestructuras del puente que se iba agrandando veía él o no algo más que las gaviotas habituales. Antes de que atracáramos, había recuperado su tranquilidad, jugaba distraídamente con el abrelatas sin papel y no se quejaba de dolor de vientre.
Subió al bote antes que yo, y cuando hube amarrado la barca, empezó a manipular alrededor de su cuello: la gran golosina del bolsillo trasero volvió arriba a su sitio. Frotación de manos, irrupción solar, estirar de miembros.
Mahlke iba de un lado a otro de la cubierta como en una toma de posesión, canturreaba para sí un fragmento de letanía, saludaba con la mano a las gaviotas de arriba y hacía el papel del tío jovial que después de una ausencia prolongada y aventurera viene a vernos, trayéndonos a sí mismo de regalo y dispuesto a celebrar el acontecimiento:
– ¡Hola, niños, los años no pasan por vosotros!
Me costaba trabajo seguirle la corriente:
– ¡Anda, acaba de una vez! El viejo Kreft sólo me ha alquilado la barca por hora y media.
Mahlke encontró en seguida el tono objetivo:
– Está bien, está bien. No hay que retener a los viajeros. Por lo demás, ¿ves aquel buque? Sí, el que está al lado del buque tanque, ese tan bajo. Me juego cualquier cosa a que es sueco. Pues ése es el que vamos a abordar esta noche en cuanto oscurezca, para que lo sepas. Procura estar aquí hacia las nueve. Bien puedo pedirte eso, ¿verdad?
Por supuesto, la visibilidad era mala y no había manera de distinguir la nacionalidad del carguero. Mahlke empezó a desvestirse con parsimonia y hablando al mismo tiempo por los codos. Cosas sin importancia: un poco de Tula Pokriefke: "¡Vaya pieza! ¡Palabra!". Chismes a propósito del reverendo Gusewski: "Dicen que trafica en el mercado negro, y con los paños del altar, o, por lo menos con los correspondientes cupones. Le han enviado un inspector de la Oficina de Economía".
A continuación algún chiste acerca de su tía: "Pero hay que decir en su favor, por lo menos, que siempre se llevó bien con mi padre, ya de niños, cuando los dos vivían en el campo". Y acto seguido el viejo cuento de la locomotora: "Y a propósito, podrías darte otra vuelta por la Osterzeile y traerte la foto, con el marco o sin él. Pero mejor déjala. Es mucho lastre".
Estaba allí con el calzón rojo de gimnasta que constituía un pedazo de tradición de nuestro Instituto. El uniforme lo había plegado cuidadosamente, formando con él el lío reglamentario y estibándolo detrás de la bitácora, su sitio habitual. Las botas en orden una al lado de otra, como a la hora de acostar se. Le pregunté:
– ¿Lo tienes todo, las latas? No te olvides del abridor.
Se hizo pasar la cruz del lado derecho al izquierdo y siguió disparatando desenfrenadamente toda clase de sandeces escolares, sin olvidar el antiguo jueguecito:
– ¿Cuál es el tonelaje del acorazado argentino Moreno? ¿Su velocidad en nudos? ¿Grueso del blindaje? ¿Año de construcción? ¿Cuándo fue transformado? ¿Cuántas piezas de quince coma dos tiene el Vittorio Veneto?
Contestábale yo de mala gana, y, sin embargo, contento al ver que no se me habían olvidado todavía las respuestas.
– ¿Vas a llevarte las dos latas a la vez?
– Veremos.
– No te dejes el abrelatas, ahí está.
– Eso se llama amor de madre.
– Está bien, pero si yo fuera tú me iría bajando de una vez a la bodega.
– De acuerdo. Aunque todo estará seguramente bien enmohecido abajo,
– Ni que te fueras a pasar el invierno.
– Lo principal es que el infiernillo funcione; alcohol no ha de faltar.
– Y si yo fuera tú, no tiraría esa cosa. Tal vez puedas venderla allá como recuerdo. Nunca se sabe.
Mahlke se lanzó el objeto de una mano a la otra. Y al alejarse sobre el puente, buscando la escotilla pasito a paso, iba balanceándose juguetonamente con las dos manos, pese a que la red con las dos latas le estrangulaba el brazo derecho.
Sus rodillas levantaban pequeñas olas. Una nueva irrupción del sol hacía que sus tendones y la columna vertebral proyectaran una sombra hacia la izquierda.
– Serán ya como las diez y media pasadas.
– Ni está esto tan frío como suponía.
– Suele ser siempre así después de la lluvia.
– El agua debe estar a diecisiete y el aire a diecinueve.
Más adelante de la boya de entrada había una draga en el canal. Se la veía trabajando, aunque el ruido sólo fuera ilusorio, ya que el viento iba en sentido contrario. También era ilusorio el ratón de Mahlke, porque cuando encontró con los pies el borde de la escotilla, sólo seguía mostrándome la espalda. Vuelve siempre a aguijonearme el oído la misma machacona pregunta: "¿Dijo algo más antes de bajar?"
De lo único que estoy seguro a medias es de aquella mirada de soslayo hacia el puente, por encima del hombro izquierdo. Se agachó un momento para mojarse, tiñendo de rojo oscuro el rojo-bandera del calzón de gimnasta, y con la derecha agarró fuertemente la red con las dos latas… pero, ¿y la golosina? No le colgaba del cuello, de eso estoy seguro. ¿La arrojaría sin que yo me diera cuenta? ¿Qué pez me la devolverá? ¿Dijo algo más por encima del hombro? ¿Hacia las gaviotas? ¿O hacia la playa y los barcos de la rada? ¿Maldijo a los roedores? No creo haber oído que dijeras: "¡Bueno, pues, hasta la noche!"
Se zambulló de cabeza cargado con dos latas de conservas: la espalda y el trasero siguieron al cogote. Un pie blanco dio una patada en el vacío. El agua arriba de la escotilla reanudó el juego habitual de su breve ondular.
En esto quité el pie del abrelatas. El abrelatas y yo nos quedamos atrás. ¡Si hubiera saltado a la barca y lo hubiera dejado, diciéndome: "Bah, ya se las compondrá sin él!" Pero me quedé, conté los segundos, dejé que la draga adelante de la boya de entrada llevara la cuenta con su noria, y también con mi angustia: treinta y dos, treinta y tres segundos herrumbrosos. Treinta y seis, treinta y siete segundos subiendo barro.
Cuarenta y uno, cuarenta y dos segundos mal aceitados; durante cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho segundos hizo la draga lo que pudo, con sus cubos que subían, se volcaban y volvían a bajar al agua; iba ahondando el canal de la entrada del puerto de Neufahrwasser y me ayudaba a mí a medir el tiempo. Mahlke debía de haber llegado a su meta y haberse introducido con las latas de conservas, sin abrelatas y con o sin aquella golosina que combinaba el dulzor con la amargura, en la antigua cabina del dragaminas polaco Rybitwa. No habíamos convenido señal alguna, pero bien pudiste haber dado algunos golpes.
Una vez y luego otra vez dejé que la draga contara por mí treinta segundos. Según todas las previsiones humanas, o como se diga, él había de… Las gaviotas me irritaban. Cortaban figuras en el aire, entre el bote y el cielo. Pero cuando sin motivo legible alguno las gaviotas dieron vuelta de repente y se alejaron, entonces me irritaron las gaviotas ausentes. Y empecé a golpear la cubierta del puente, primero con mis tacones y luego con las botas de Mahlke: saltaba en plaquitas la herrumbre, y a cada golpe se desmoronaba y se agitaba algo de los calcáreos excrementos de gaviota. Pilenz, con el abrelatas en el puño martilleante, gritaba:
– ¡Vuelve! ¡Vuelve! Te has olvidado el abrelatas, el abrelatas… -Pausas entre golpes y llamadas precipitadas, y luego rítmicamente acompasadas.
Desgraciadamente no conocía el sistema Morse, y sólo se me ocurría martillear dos-tres, dos-tres. Me enronquecía gritando:
– ¡A-bre-la-tas! ¡A-bre -la-tas! Desde aquel viernes sé lo que es el silencio. El silencio se produce cuando las gaviotas dan la vuelta y se van. Nada es capaz de provocar mayor sensación de silencio que una draga trabajando, cuando el viento se lleva en sentido contrario su estrépito de hierro.
Pero el mayor silencio lo produce Joaquín Mahlke, al no contestar a mi ruido. Así, pues, remé de regreso. Pero antes de remar, lancé el abrelatas en dirección de la draga, a la que sin embargo no atiné.
Así, pues, arrojé el abrelatas, remé de regreso, devolví la barca al pescador Kreft, tuve que pagar treinta pfennigs extra y dije:
– Es posible que vuelva al anochecer y vuelva a necesitar la barca.
Así, pues, arrojé, remé, devolví, pagué extra, me propuse volver, me senté en el tranvía y me fui, como suele decirse, a casa. Así, pues, después de todo no fui directamente a casa, sino que toqué el timbre en la Osterzeile, no formulé pregunta alguna, pero dejé que me entregaran la locomotora con el marco, ya que les había dicho a él y al pescador Kreft: "Es posible que vuelva al anochecer…" Así, pues, cuando llegué a casa con la foto apaisada, mi madre acababa de preparar la comida.
Comía con nosotros uno de los directivos del sindicato de la fábrica de vagones de ferrocarril. No había pescado, y además había para mí, al lado de mi plato, una carta de la comandancia del distrito militar. Así, pues, leí, leí y releí mi orden de incorporación. Mi madre empezó a llorar, poniendo en situación embarazosa al señor del sindicato.
– Pero si sólo me voy el domingo por la noche -dije, y a continuación, sin preocuparme por aquel señor-:
– ¿Sabes dónde están los binoculares de papá?
Con los binoculares, pues, y con la foto apaisada, me fui el domingo por la mañana, y no aquella misma noche como se había convenido (la niebla habría dificultado la visibilidad, y además había empezado de nuevo a llover), a Brösen, y busqué el sitio más alto entre las dunas de la playa poblada de pinos: el lugar delante del Monumento del Soldado. Subí al peldaño más alto de la plataforma del monumento (detrás de mí se erguía el obelisco que soportaba la bola dorada oxidada por la lluvia) y me estuve con los binoculares ante los ojos más de media hora, si no fueron tres cuartos.
Sólo cuando todo empezó a hacérseme borroso me los quité de los ojos y volvía la mirada hacia las matas de escaramujo. Así, pues, nada se movía en el bote. Se veían claramente dos botas vacías. Y revoloteando sobre la herrumbre algunas gaviotas, que de vez en cuando se posaban y llenaban de polvo la cubierta y los zapatos, pero, ¿qué más daban ya las gaviotas?
En la rada se veían los mismos buques de la víspera, pero no había ningún sueco entre ellos, ni tampoco ningún neutral. La draga apenas había cambiado de lugar. El tiempo prometía mejorar. Regresé a casa, Mi madre me ayudó a hacer la maleta de cartón.
Así, pues, hice la maleta: la foto apaisada la había sacado del marco y, como tú no la reclamaste, la puse abajo de todo. Sobre tu padre, el señor Labuda y la locomotora de tu padre, que no estaba bajo presión, apilé mi ropa interior, las baratijas usuales y mi diario, que luego se me perdió en Cottbus junto con la foto y las cartas. ¿Quién me escribiría ahora un buen final?
Porque lo que empezó con el gato y el ratón me atormenta hoy en forma de garza crestada en charcos rodeados de juncos. Y si rehuyo la naturaleza, son las películas documentales las que me muestran esas hábiles aves acuáticas. O bien las actualidades cinematográficas me deparan intentos de sacar a flote cargueros hundidos en el Rin, o trabajos subacuáticos en el puerto de Hamburgo: hay que hacer saltar los fortines de hormigón al lado de los astilleros de Howaldt, hay que dragar las minas aéreas.
Bajan unos hombres con cascos relucientes ligeramente abollados y vuelven a subir: se tienden brazos hacia ellos, se desatornillan la escafandra y se quitan el casco.
Pero no es nunca el Gran Mahlke el que enciende un cigarrillo en la pantalla centelleante: siempre son otros los que fuman.
Si viene algún circo a la ciudad, tiene asegurada mi entrada. Los conozco prácticamente todos, he hablado con este y con el otro payaso, en privado y detrás de los carros vivienda; pero estos señores suelen estar de mal humor y pretenden no haber oído nada acerca de uno de sus colegas llamado Mahlke. ¿Necesito añadir que en octubre del cincuenta y nueve fui a Regensburgo, a la asamblea de aquellos supervivientes que como tú habían conseguido la Cruz de Caballero?
No me dejaron entrar. Dentro tocaba o descansaba alternativamente una banda del Ejército Federal.
Durante una de las pausas te hice llamar desde el tablado de la banda por el teniente que mandaba el personal de guardia: "¡Se llama a la entrada al suboficial Mahlke!"
Pero tú no quisiste salir a la superficie.