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IX

La Escuela Superior Horst Wessel se llamaba antes de la guerra Instituto Técnico Kronprinz Wilhelm y olía tanto a rancio como la nuestra.

El edificio, construido en 1912, creo, y que sólo exteriormente se veía más simpático que nuestra caja de ladrillo, estaba situado al sur del suburbio, al pie del bosque de Jaschkental, de modo que al reanudarse las clases en el otoño el camino de Mahlke para ir a la escuela y el mío no coincidían en ningún punto.

Pero tampoco durante las vacaciones de verano se oyó nada de él – un verano sin Mahlke-, porque, al parecer, se había inscrito en un campamento de habilitación para la defensa, en donde se le ofrecía la posibilidad de un entrenamiento premilitar como operador de radiotelegrafía.

No exhibió su piel tostada ni en Brösen ni en los baños de Glettkau. Como no tenía objeto buscarlo en la capilla de Santa María, el reverendo Gusewski hubo de quedarse durante todo el tiempo de las vacaciones sin uno de sus más asiduos monaguillos, ya que el monaguillo Pilenz se decía para sí: sin Mahlke, no hay misa.

Los que quedábamos seguíamos yendo de vez en cuando al bote, pero sin entusiasmo. Hotten Sonntag trató en vano de hallar el acceso a la cabina de radio.

También entre los de cuarto se hablaba de la bohardilla fantástica y extravagantemente equipada en el interior de las estructuras del puente.

Un tipo con los ojos muy juntos, al que los muchachos llamaban con aire sumiso Störtebeker, buceaba infatigablemente.

El primo de Tula Pokriefke, un pequeñajo de lo más esquelético, vino una o dos veces al bote, pero no buceó nunca.

De pensamiento o de palabra, traté de trabar conversación con él acerca de Tula, porque Tula me gustaba. Pero también a él lo había enredado con su lana deshilachada y su indisoluble olor a cola de carpintero, lo mismo que -¿con qué sería? -a mí. -Váyase a freír espárragos -me dijo (o habría podido decirme) el primo.

Tula no venía al bote, sino que permanecía en los baños, pero había terminado definitivamente con Hotten Sonntag. Cierto que en dos ocasiones fui con ella al cine, lo cual no me sirvió de nada, porque ella iba al cine con cualquiera. Decían que se había enamorado de aquel Störtebeker, aunque en vano, porque éste estaba enamorado a su vez de nuestro bote y buscaba obstinadamente el acceso a la bohardilla de Mahlke.

A punto de terminarse las vacaciones rumoreóse mucho que sus esfuerzos se habían visto coronados por el éxito. Lo cierto es que nadie tenía pruebas, ya que no subió ningún disco enmohecido ni pluma alguna de la blanca lechuza.

No obstante lo cual, los rumores persistieron. Y cuando cosa de dos años y medio después fue detenida aquella banda juvenil tan misteriosa que se decía capitaneada por Störtebeker, parece ser que en el curso del proceso se habló reiteradamente de nuestro bote y del escondrijo en el interior de las estructuras del puente. Pero para entonces yo estaba ya en el ejército y sólo me enteré a medias, porque hasta el final, y mientras el correo colaboró, el reverendo Gusewski no dejó de escribirme cartas, mitad de padre espiritual, mitad de amigo.

Y en una de las últimas cartas de enero del cuarenta y cinco, cuando ya las fuerzas rusas se acercaban a Elbing, decía algo acerca de un asalto escandaloso que la banda en cuestión, llamada de los Curtidores, se había permitido contra la iglesia del Sagrado Corazón, en la que oficiaba el reverendo Wiehnke.

Al muchacho Störtebeker se lo mencionaba en la carta por su verdadero apellido, y creo asimismo haber leído algo a propósito de un niño de tres años, al que la banda cuidaba a manera de talismán o de mascota. A veces dudo de si en la última o la penúltima carta de Gusewski -el bulto se me perdió juntamente con mi diario en Cottbus- se hablaba o no también de aquel bote que a principios de las vacaciones de verano del cuarenta y dos pudo celebrar su día cumbre, por más que fuera luego perdiendo brillo durante las mismas; porque hasta el presente dicho verano se me antoja insípido, ya que Mahlke no estaba (¿podía haber verano sin Mahlke?) Y no es que nos desesperáramos por el hecho de no tenerlo más.

Al revés, yo mismo me sentía feliz por haberme desprendido de él, por no tener que ir tras él continuamente. Pero, ¿por qué sería que apenas reanudadas las clases me presenté ante el reverendo Gusewski para ofrecerle de nuevo mis servicios de monaguillo?

Detrás de sus lentes, los ojos del reverendo se llenaron de arrugas de satisfacción, pero en el acto se desarrugaron, detrás de los mismos lentes, y la cara se le estiró cuando, como sin darle importancia y al cepillarle la sotana -estábamos sentados en la sacristía-, le pregunté por Joaquín Mahlke.

Con voz sosegada y llevándose una mano a los lentes, declaró:

– Por supuesto, sigue siendo uno de nuestros feligreses más asiduos y no falta a misa un solo domingo; sin embargo, ha estado durante cuatro semanas en uno de esos campamentos llamados de habilitación para la defensa; de todos modos, no quisiera tener que pensar que sea Mahlke la única causa de que desee usted volver a servir ante el altar.

Dígame la verdad, Pilenz.

Dábase el caso que apenas dos semanas antes habíamos recibido en casa la noticia de que mi hermano Klaus había caído con el grado de suboficial en el sector del Kuban, así que fue su muerte la que indiqué como motivo de la reanudación de mis servicios ante el altar. El reverendo Gusewski pareció creerme, o se esforzó por creernos a mí y a mi devoción renovada.

Así como no puedo recordar los detalles de la cara de Hotten Sonntag o la de Winter, recuerdo perfectamente, en cambio, que el reverendo Gusewski tenía un pelo crespo espeso, negro y con raras canas; la caspa le orlaba constantemente el cuello de la sotana.

Impecablemente afeitado, su tonsura emitía un reflejo azulado. Determinaban su olor una combinación de aceite de abedul y de jabón Palmolive. A veces fumaba cigarrillos turcos en una boquilla de ámbar de talla complicada. Pasaba por progresista, y en la sacristía solía jugar pingpong con los monaguillos y también con los muchachos que se preparaban para la primera comunión.

Toda su ropa blanca, el humeral y el alba, se la hacía almidonar exageradamente por una tal señora Tolkmit, o bien, cuando la anciana estaba enferma, por monaguillos aventajados, entre los que solía contarme yo mismo.

Con sus propias manos fijaba unas bolsitas de lavanda -con lo que al propio tiempo les confería peso- a todo manípulo, estola o casulla, lo mismo si yacían en cajones que si los tenía colgando en los armarios.

Cuando tendría yo aproximadamente trece años, me deslizó en una ocasión su fina mano lampiña espalda abajo, por debajo de la camisa, desde el cogote hasta la cintura de mi calzón de gimnasta, volviéndola luego a subir, porque el calzón no tenía tira elástica extensible y yo me lo ataba por delante con unos cordones cosidos al mismo. No atribuí mayor importancia al intento, sobre todo por cuanto el reverendo Gusewski, con su manera de ser amistosa y a ratos juvenil, contaba con mi simpatía.

Aún hoy lo recuerdo con cierto afecto irónico, de modo que ni una palabra más a propósito de inocentes manoseos ocasionales que, en definitiva, tampoco buscaban más que mi alma católica.

Total, un cura como tantos otros; mantenía a la disposición de su comunidad obrera, poco adicta por lo demás a la lectura, una biblioteca de libros seleccionados; no era excesivamente celoso, creía con ciertas restricciones -así por ejemplo a propósito de la Asunción de la Virgen- y daba a todas las palabras un mismo tono de serena unción, ya sea que hablara, trascendiendo lo corporal, de la sangre de Jesucristo, o del pingpong en la sacristía.

Lo que me pareció ridículo de su parte fue que ya a principios de los años cuarenta presentara una solicitud para cambiarse el apellido y que, apenas transcurrido un año, se llamara y se hiciera llamar Gusewing: reverendo Gusewing. Sin embargo, esta moda de germanizar los apellidos que sonaban a polaco y terminaban en ki o ke o a -como Formella- tuvo muchos adeptos en aquellos días; y así, un Lewandowski se convertía en Lengnisch; el señor Olczewski, nuestro carnicero, resultó ser el maestro carnicero Ohlwein, y los padres de Jürgen Kupka quisieron llamarse Kupkat en prusiano oriental, sólo que, váyase a saber por qué, su solicitud fue rechazada.

Es posible que conforme al modelo de aquel Saulo que se con virtió en Paulo, cierto Gusewski quisiera convertirse en Gusewing; pero sea como fuere, en este escrito el reverendo Gusewski sigue siendo Gusewski; porque tú, ¡oh Joaquín Mahlke!, no te hiciste cambiar el nombre.

El primer día que volví a ayudar en la misa temprana después de las vacaciones, volví a verlo. Lo encontré cambiado.

Acabadas las oraciones al pie del altar -Gusewski estaba del lado de la Epístola ocupado en el Introito- lo descubrí en el segundo banco, delante del altar de la Virgen. Pero sólo entre la lectura de la Epístola y el Gradual, y sobre todo durante la lectura del Evangelio, fue cuando tuve oportunidad de examinar su aspecto. Si bien su pelo seguía partido por el centro y había sido fijado con el agua de azúcar habitual, lo llevaba ahora en un largo de cerilla más largo.

Rígido y confiado, bajábale a manera de un tejado de dos vertientes por sobre las orejas: hubiera podido hacer de Cristo. Juntaba las manos libremente, o sea sin apoyar los codos, aproximadamente a la altura de la frente, dejando al descubierto por debajo del tejado de aquéllas la vista de un cuello que, desnudo e indefenso, lo mostraba todo; porque el cuello de la camisa lo llevaba doblado a la Schiller sobre la chaqueta: nada de corbatín, de borlas, de apéndices, destornillador o cualquier otra pieza de su abundante arsenal.

El único animal heráldico sobre campo libre era aquel inquieto ratón que él albergaba en lugar de nuez bajo la piel: aquel ratón que un día atrajera al gato y me tentara a mí a ponerle el gato en el cuello.

Esto aparte, podían verse en el trayecto entre la nuez y la barbilla algunos vestigios encostrados de cortes de navaja. Por poco hubiera llegado yo tarde con la campanilla para el Sanctus. En el banco de la comunión su actitud fue menos estudiada. Bajó las manos hasta más abajo de la clavícula, y le olía la boca como si en su interior estuviera hirviendo a fuego lento un pote con coles de Saboya.

Apenas hubo recibido la hostia, me llamó la atención otra novedad: el camino de retorno de la barandilla de la comunión a su lugar en la segunda hilera de los bancos, aquel camino silencioso que en otros tiempos Mahlke había seguido como los demás comulgantes sin ningún rodeo, lo interrumpió ahora y lo alargó, dirigiéndose primero lentamente y con paso zancudo hacia el centro del altar de la Virgen, en donde cayó de hinojos, escogiendo para ello no el piso de linóleo, sino una velluda alfombra que empezaba directamente ante las gradas del altar.

Levantó las manos juntas hasta la altura de los ojos, y luego al nivel de la raya, más arriba todavía, tendiéndolas ya en actitud suplicante hacia aquella gran figura de yeso de tamaño más que natural, la cual, sin niño y como Virgen de Vírgenes, se erguía sobre un cuarto de luna plateado, dejaba caer de las espaldas hasta los tobillos un manto azul de Prusia tachonado de estrellas, juntaba en su regazo aplanado unas manos de dedos alargados, y con unos ojos de vidrio ligeramente saltones miraba al techo de lo que en su día fuera gimnasio.

Cuando Mahlke volvió a levantarse, primero una rodilla y luego la otra, y volvió a juntar las manos por delante del cuello a la Schiller, la alfombra había impreso en sus rótulas un burdo dibujo encarnado.

También al reverendo Gusewski le habían llamado la atención algunos detalles de las nuevas maneras de Mahlke. No porque yo le preguntase nada, sino espontáneamente y oprimido, como si quisiera quitarse un peso de encima o compartirlo con otro, empezó a hablar del excesivo celo piadoso de Mahlke, del peligroso apego a las formas externas y de la preocupación que le tenía inquieto desde hacía ya algún tiempo.

El culto de Mahlke a la Virgen rayaba, decía, en idolatría pagana, fuera cual fuera la aflicción interior que lo llevara al pie del altar. Me esperaba frente a la salida de la sacristía. Poco faltó para que el susto me hiciera volverme atrás; pero ya él me había tomado del brazo, reía abiertamente y empezó a charlar.

Él, que antes fuera tan taciturno de por sí, hablaba ahora del tiempo, del veranillo de San Martín, del oro deshilándose en el aire. De pronto, bruscamente, pero sin bajar la voz y en el mismo tono de charla, empezó a contar:

– Me he presentado como voluntario.

Yo mismo me pregunto dónde tengo la cabeza. Ya sabes lo que pienso de todas esas bobadas: militarismo, jugar a la guerra, y esa exaltación de las virtudes bélicas. Adivina en qué arma.

Nada de eso. La Luftwaffe hace tiempo ya que no cuenta. No me hagas reír: ¡Paracaidista! Sólo te quedan los submarinos. ¡Exactamente! Esa es la única arma que brinda todavía posibilidades, por más que en una de esas cestas me habré de sentir como un niño y que, por mi parte, preferiría hacer algo útil, o incluso algo cómico.

Recordarás sin duda que en un tiempo quise ser payaso. Lo que no se le ocurre a un mocoso! Aunque no estoy seguro, después de todo, de que sea tan mal oficio. Y no creas, no me va tan mal. Sí, ya sabemos lo que es la escuela. ¡La de cosas que hicimos! ¿Te acuerdas?

Al principio me costaba trabajo acostumbrarme; creía que se trataba de una especie de enfermedad, y sin embargo todo es perfectamente normal. He conocido gente, o por lo menos la he visto, que las tiene mayores todavía, pero no se preocupan.

Todo empezó entonces con aquello del gato, ¿te acuerdas? Estábamos tendidos en la Plaza Henrich Ehler. Creo que se trataba de un juego de pelota. Yo dormía, o dormitaba, y el animal gris ¿o era negro? vio mi cuello y brincó, o fue que uno de vosotros, tal vez Schilling, muy propio de él, cogió al gato… Bueno, no hablemos más de ello. No, no he vuelto al bote.

¿Störtebeker? Sí, algo he oído. Que lo haga, que lo haga. Al fin que el bote no es mío, ¿no? Bueno, a ver qué día vienes por casa. No fue sino hasta el tercer domingo de Adviento, y después de que durante todo el año Mahlke hubo hecho de mí el más asiduo de los monaguillos, cuando me resolví a aceptar su invitación.

Hasta el Adviento tuve que servir solo, porque el reverendo Gusewski no lograba encontrar otro monaguillo. En realidad, yo me proponía visitar a Mahlke ya el primer domingo de Adviento y llevarle el cirio, pero la distribución se retrasó, con lo que no pudo colocarlo ante el altar de la Virgen hasta el segundo domingo. Cuando me dijo: "¿Puedes conseguirme alguno? Gusewski no los suelta", le dije: "Voy a ver". Y le procuré una de aquellas velas largas, pálidas como los retoños de las patatas, tan escasas durante la guerra, sino que por haber muerto mi hermano en campaña, nuestra familia tenía derecho al artículo racionado.

Y me fui a pie a la Oficina de Economía, obtuve el cupón después de haber presentado el acta de defunción, tomé luego el tranvía hasta Oliva, donde estaba la tienda que las distribuía, no las había en aquel momento, hice el viaje dos veces más, y no pude entregártela hasta el segundo Adviento; entonces te vi arrodillarte con el cirio ante el altar, tal como me lo esperaba.

En tanto que durante el Adviento Gusewski y yo vestíamos de morado, a ti el pescuezo se te salía del cuello blanco de la camisa, que el abrigo vuelto y arreglado del malogrado conductor de locomotora no alcanzaba a cubrir, sobre todo por cuanto tú -otra innovación- no llevabas ni bufanda ni imperdible. Y el segundo y tercer domingo de Adviento -día este último en que me había propuesto tomarle la palabra y visitarlo-, Mahlke se arrodilló, rígido y por mucho tiempo, sobre la burda alfombra.

Su mirada vidriosa, que no quería pestañear -o que pestañeaba así que estaba yo ocupado en el altar-, apuntaba por encima de la vela votiva al vientre de la Madre de Dios.

Con las dos manos pero sin que los pulgares cruzados le tocaran la frente, había formado ante ésta y sus pensamientos un techo puntiagudo. Y yo pensé: "Hoy sí voy. Voy y lo miro bien. A éste me lo escudriño yo a fondo.

Sí, a fondo. Porque ahí dentro hay algo. Además, me ha invitado". Por corta que fuera la Osterzeile, las casitas unifamiliares con sus emparrados vacíos junto a las fachadas burdamente revocadas y el plantado regular de los árboles a lo largo de las aceras, me desanimaban y fatigaban, pese a que nuestra Westerzeile olía y respiraba igual y marcaba las estaciones del año con los mismos liliputienses jardines frontales.

Y aún hoy, cuando salgo del establecimiento del Kolpinghaus, lo que ocurre raramente, para visitar a conocidos o amigos en Stockum o Lohnhausen entre el Puerto Aéreo y el Cementerio Norte, y paso por calles de nuevas colonias que se repiten de un número a otro y de un tilo al siguiente en forma análoga e igualmente fatigante y desalentadora, creo ir todavía a la casa de la madre y la tía de Mahlke, a tu casa, la del Gran Mahlke.

La campanilla está pegada a la puerta de una valla que, de tan baja, se dejaría salvar con sólo alzar un pie, y aun sin gran esfuerzo. Unos pocos pasos por el jardín del frente, invernal pero sin nieve, con sus rosales envueltos con costales para protegerlos del frío. Unos bancales sin plantas, decorados con conchas del Báltico, enteras unas y rotas otras. La rana de zarzal, de cerámica y del tamaño de un conejo sentado, sobre una losa irregular de mármol cuyos bordes están rodeados de tierra, la cual, desmoronada o encostrada, los recubre por lugares.

Y en el bancal de enfrente, del otro lado del estrecho sendero que junto con mis pensamientos me hace dar los pocos pasos que separan la puerta del jardín de las tres gradas de ladrillo cocido frente a la puerta de arco redondo embarnizada de ocre de la casita, se yergue al nivel de la rana de zarzal un palo casi vertical, del alto de un hombre que soporta una pajarera en forma de cabaña alpina: mientras traspongo entre bancal y bancal unos siete u ocho pasos, los gorriones siguen comiendo tranquilamente su alpiste.

Cabría suponer que la colonia ha de oler fresca, limpia, arenosa y conforme a la estación. Pues no. La Osterzeile, la Westerzeile y el Bärenweg, es más, todo el Langfuhr y toda la Prusia Oriental, o más aun, toda Alemania, olía en aquellos años de guerra a cebolla, a cebolla cocida al vapor en margarina; pero no quiero precisar demasiado: olía a cebolla cocida, acabada de cortar, pese a que las cebollas fueran raras y difíciles de conseguir, y pese a que, en conexión con un discurso del Mariscal Göring, quien en la radio había dicho algo a propósito de la escasez de las cebollas, se hicieran acerca de éstas unos chistes que circulaban en el Langfuhr, en la Prusia Oriental y en toda Alemania.

Tal vez por ello debería yo untar superficialmente mi máquina de escribir con jugo de cebolla, para comunicarnos a ella y a mí una idea de aquel olor a cebolla que en aquellos años infestaba a la Alemania entera, a la Prusia Oriental, al Langfuhr, la Osterzeile y la Westerzeile, arrebatándole predominio al olor a cadáver.

De un solo paso salvé las tres gradas de ladrillo cocido, y me disponía ya a agarrar el picaporte cuando la puerta se abrió desde dentro. La abrió Mahlke, que llevaba su cuello a la Schiller y unas zapatillas de fieltro. Parecía haberse rehecho la raya central unos momentos antes, tieso y en mechones recién peinados, el pelo, ni claro ni oscuro, le bajaba oblicuamente hacia atrás y aguantaba todavía; pero al despedirme, cosa de una hora más tarde, caíale ya, le trepidaba cuando hablaba sobre las grandes orejas rubicundas.

Nos sentamos en la parte de atrás, que recibía la luz a través de los cristales de la veranda. Hubo pastel, hecho según alguna receta de guerra: pastel de patata en el que predominaba el gusto a esencia de rosa, que recordaba al mazapán. Y a continuación ciruelas en conserva, de gusto normal, ya que habían madurado durante el otoño en el jardín de Mahlke: podía verse el árbol, sin hojas y con el tronco pintado de blanco, por el cristal a mano izquierda de la veranda.

Se me señaló mi lugar: quedé sentado en una de las cabeceras de la mesa, con vista hacia fuera, frente a Mahlke, que tenía la veranda detrás. A mi izquierda, iluminada lateralmente de modo que su cabello gris formaba rizos plateados, la tía de Mahlke; a mi derecha, iluminado su lado derecho pero con menor brillo por llevar el peinado más tieso. la madre de Mahlke. También los bordes de las orejas de él y el vello que los cubría, así como las puntas de sus trémulos mechones quebradizos, se dibujaban a la fría luz invernal, fría a pesar de que el cuarto estaba sobrecalentado.

Más que blanca brillaba la parte superior de su cuello a la Schiller, que le caía ampliamente sobre los hombros y se hacía gris hacia abajo: el pescuezo de Mahlke quedaba aplanado en la sombra. Las dos mujeres, huesudas, que habían nacido y crecido en el campo y no sabían bien qué hacer con las manos, hablaban mucho, pero nunca a la vez y siempre dirigiéndose a Joaquín Mahlke, inclusive cuando me hablaban a mí y me preguntaban por el estado de salud de mi madre.

A través de él, que hacía las veces de intérprete, las dos me dieron el pésame:

– Así que también su hermano Klaus se queda allá para siempre. Sólo lo conocía de vista, pero, qué mozo tan apuesto!

Mahlke dirigía la conversación con suavidad y firmeza a la vez. Las preguntas demasiado personales -mientras mi padre enviaba cartas desde el frente de Grecia, mi madre mantenía relaciones íntimas principalmente con suboficiales-, ese género de preguntas Mahlke las desviaba:

– Déjalo, tía.

En tiempos como éstos, en que todo está más o menos subvertido, ¿quién podría erigirse en juez? Además, eso no te concierne, mamá. Si papá viviera todavía, no le gustaría y no podrías hablar así.

Las dos mujeres le obedecían, a él o a aquel conductor de locomotora que él conjuraba discretamente y al que hacía imponer silencio así que madre y tía empezaban con los chismes.

También los comentarios sobre el frente -las dos confundían los teatros de operaciones de Rusia con los de África del Norte y decían El Alamein allí donde se trataba del Mar de Azov- arreglábaselas Mahlke, sin alzar la voz ni irritarse nunca, para enderezarlas por los cauces geográficos correctos:

– No, tía, esa batalla naval tuvo lugar en Guadalcanal y no en Carelia.

Sin embargo, la tía había dado la pauta, y nos enredamos todos en conjeturas acerca de los portaaviones japoneses y norteamericanos que habían participado y tal vez se habían hundido en Guadalcanal. Mahlke opinaba que unidades como el Hornet y el Wasp, cuyas quillas sólo habían sido puestas en 1939, lo mismo que el Ranger, habrían entrado entretanto en servicio y debían haber participado en el encuentro, porque lo que era el Saratoga o el Lexington, o tal vez ambos, podían considerarse como borrados ya de las listas de la flota.

Más incertidumbre imperaba todavía a propósito de los dos mayores portaaviones japoneses, el Akagi y el Kaga, este último decididamente demasiado lento. Mahlke sostenía puntos de vista atrevidos, diciendo que en el futuro sólo habría batallas entre portaaviones y que, por consiguiente, ya no valía la pena construir acorazados; porque el futuro, si es que volvía a haber otra guerra, era de las unidades ligeras y de los portaaviones. Y lo documentaba en detalle.

Las dos mujeres estaban pasmadas, y así que hubo recitado mecánicamente los nombres de los esploratori italianos, la tía dio con sus manos huesudas unas palmadas fuertes y resonantes; había en su entusiasmo algo de juvenil, y al hacerse en la estancia el silencio que siguió a su aplauso, empezó a juguetear con su pelo tratando de ocultar su confusión.

De la Escuela Superior Horst Wessel no se dijo ni una palabra. Casi me parece recordar que mientras nos levantábamos Mahlke aludió riendo a su antigua pesadilla -así la llamó- a propósito de su cuello, y volvió a repetir -con lo que madre y tía se unieron a nuestra risa- el cuento del gato: esta vez era Jürgen Kupka quien le ponía el animal en la garganta.

¡Si sólo supiera quién inventó la historia: si él, o yo, o el que aquí escribe! En todo caso -y de esto sí estoy seguro-, cuando me despedía de las dos mujeres, su madre me envolvió dos pedacitos del pastel de patata en papel de estraza.

En el corredor, al pie de la escalera que conducía al piso superior y a su bohardilla, Mahlke me explicó una foto que colgaba de la pared, al lado de la bolsa para los cepillos.

El largo de la foto apaisada lo llenaba una locomotora con su ténder de aspecto bastante moderno, de los que fueron Ferrocarriles Polacos: las letras PKP se distinguían claramente en dos lugares.

Delante de la máquina, diminutos pero dominantes, había dos hombres con los brazos cruzados. Y el Gran Mahlke dijo:

– Mi padre y el fogonero Labuda, poco antes del accidente en que perecieron en 1934 cerca de Dirschau.

Mi padre pudo evitar la catástrofe y recibió, con carácter póstumo, una medalla.