37968.fb2
Me pasó por la cabeza la posibilidad de ir a Benali y llevarme a mi hijo, pero la aldea estaba en territorio portugués y sería más seguro para mí -al menos de momento- atravesar la frontera hacia tierras controladas por el sultán de Bijapur. Más adelante, cuando tuviera un plan, podría volver a buscar a Kama, y suplicarle a Tejal que viniera con nosotros.
Caminé hacia el sur, más allá del Colegio de San Pablo y de las murallas de la ciudad. No tenía ninguna duda de que debía escapar, pero eso tampoco me preocupaba. El crimen que había cometido brillaba en mi mente, radiante como un mito o un sueño y, mientras caminaba, la húmeda luz del sol y el azul del cielo parecía que entraban en mi interior. Si una persona puede caer -igual que elevarse- de un estado de éxtasis, yo iba a conseguirlo.
Encontré nuestra granja en un estado deplorable. En el salón habían crecido bambúes y hierbas de la altura de un hombre a partir del lodo que había entrado a causa de las lluvias del monzón. No había ni rastro del mayordomo que mis tíos habían contratado.
El techo había cedido encima de mi dormitorio, que parecía habitado por al menos un mono barbudo; la pequeña criatura levantó la cabeza como si yo fuera un enemigo largamente esperado, me miró con recelo y cuando entré desapareció chillando a través de la ventana rota. En la habitación de papá vi que alguien había robado el dibujo que él había colgado en la pared del fondo de su habitación, en el que aparecía mi madre brillando como el sol dentro de una caverna de nubes oscuras. También se habían llevado los dibujos que siempre había guardado en su escritorio. Los libros estaban cubiertos de moho. Faltaba la cama de Sofía y también la estatua de Shiva.
«Así es como debe ser», pensé. Nuestra casa no podía haber quedado intacta habiendo muerto toda mi familia.
Cuando crucé el patio lleno de maleza para llegar a la cocina, encontré un cuenco de dal encima de la mesa de madera de Nupi. Había ajos ensortijados colgados del techo. Una docena de limas dulces y dos granos de nuez moscada en una cesta de mimbre. Me senté en un taburete y esperé. Me envolvería con sus brazos. Arreglaríamos la casa. Tardaríamos meses, pero jamás volvería a marcharme de casa.
Cuando empecé a sentirme cansado, puse el taburete cerca de la puerta y me dormí con la espalda apoyada en la pared. Una mujer a la que no había visto jamás me despertó cuando se ponía el sol. Tenía el pelo largo y gris, y un tenue bigote, y llevaba un sari amarillo descolorido lleno de manchas. No le pregunté de dónde había salido. No me importaba.
– ¿Has visto a Nupi, la mujer que solía vivir aquí? -le pregunté.
– Dicen que está siempre mendigando delante del templo de Ponda.
Era demasiado tarde para ir andando hasta allí. Decidí que caminaría hasta la aldea más próxima, Ramnath. El barbero, Kahi, me dejó dormir en el suelo de su casa. Varias personas a las que había conocido cuando era pequeño vinieron a verme por la mañana y me trajeron fruta y verdura. Se me había roto una tira de las sandalias en el camino desde Goa y un guarnicionero al que no conocía me la arregló. Nadie había visto a Jaidev, el santón, desde hacía años. Un día, simplemente se marchó del pueblo diciendo que se iba a morir en las aguas del Ganges.
Encontré a Nupi sentada delante del templo de Ponda, vestida con harapos. Estaba comiendo de un cuenco de madera. Cogía el arroz con la mano y se lo llevaba a la boca, completamente desdentada. Cuando me vio, hizo cuanto pudo por levantarse. Estaba encorvada y contrahecha, como si se le hubieran roto los huesos varias veces, pero la cara se le iluminó de alegría al verme.
Corrí hacia ella y la abracé mientras ella se limitaba a gemir. Nos sentamos juntos para poder vernos los ojos. No sé lo que ella vio en los míos, pero en los suyos encontré a Sofía y a mi padre, y las puestas de sol que veíamos desde nuestra veranda, incluso pude ver a mi madre en su lecho de muerte.
Con las manos me recorrió la cara como si estuviera esculpiéndome en su memoria, sin duda me comparaba con el aspecto que recordaba de mí. Le devolví las pulseras.
Ninguno de los dos dijo nada. Le besé las manos enjutas y hundí la cara en su espeso pelo canoso, que conservaba el olor que recordaba de mi infancia.
Al cabo de un rato me pidió que la ayudara a levantarse otra vez y se alisó el sari harapiento con mucho cuidado.
– No pude quedarme en la granja después de que muriera Sofía. Lo intenté, pero… -Negó con la cabeza con aire de culpabilidad-. Estuve vagando durante años. Sólo hace un año que volví a estar por aquí. Lo siento, Ti.
– No importa. Hiciste lo que pudiste. Nupi, tu hermana está muy preocupada por ti. Debes ir a verla.
– ¿Has estado en Benali?
– Sí, fui a ver a Tejal. Se casó con otro hombre. No pudo esperarme.
La anciana cocinera me mostró una sonrisa nostálgica.
– Kali ha usado todas sus armas contra nosotros, ¿no es así?
– Sí.
– Pero aún podemos estar juntos. Eso tiene que significar algo.
– Puede que sí.
Me apretó el pecho con la mano para asegurarse de que era real y entonces me sentí culpable por primera vez por lo que había hecho, fue una sensación tan fugaz como un golpe de tambor. Luego desapareció.
Nos fuimos a casa. La habitación de Sofía no estaba en tan mal estado, y los aldeanos nos dieron lechos de yute para dormir. Nupi recogió un coco que había caído y dio dos vueltas a mi alrededor para mantenerme alejado de los hechizos, tal como era costumbre en el lugar. Los mosquitos fueron terribles esa noche, y la luna brilló tan intensa que apenas pude dormir. Pensaba en muchas cosas, pero sobre todo me alegraba de estar vivo. Estaba convencido de que podría volver a empezar.
Dejamos que la anciana que vivía en nuestra cocina se quedara con nosotros. Se llamaba Charu, y era la viuda de un pocero que había abandonado la aldea por alguna razón que no nos atrevimos a preguntar. Por la mañana, Charu nos preparó chapatti, pero Nupi creyó que no eran lo suficientemente buenos para mí, por lo que hizo dos más con sus propias manos. Me los comí con una papaya madura del huerto. Nupi me miraba y me mostraba su sonrisa desdentada. Estoy seguro de que pensaba que lo peor ya había pasado.
Después del desayuno, la anciana cocinera me dijo que tenía un motivo secreto por el que había querido volver a la granja enseguida y sacó un dibujo que había escondido detrás de la estantería de mi padre. Nos sentamos juntos en la veranda para contemplarlo. Era un dibujo micrográfico de una delicada mano, cuyos contornos estaban dibujados con letras hebreas. Cuando lo cubrí con mi propia mano me di cuenta, por la forma y el tamaño, de que era la mano de mi hermana. Las palabras aún eran legibles. En cada dedo del dibujo se leía:
Dejadme, lloraré amargamente; no os afanéis por consolarme de la destrucción de la hija de mi pueblo.
Era una cita de Isaías. No entendía por qué Sofía me la había dejado como último regalo, pero cuando se lo traduje a Nupi, la anciana bajó la cabeza de golpe.
– Sofía intentó esperarte, pero no pudo aguantarlo más.
– No lo entiendo.
– Ya veo que Wadi no te lo contó.
– ¿Contarme qué?
– No creo que debamos hablar de estas cosas ahora que ya estás en casa. No, no…, tenemos que arreglar la casa. Luego irás a visitar al sultán y…
Intentó ponerse de pie, pero la obligué a sentarse otra vez.
– Nupi, dime todo lo que sepas.
– Hay piedras que sólo parecen pulidas cuando están en el río. Cuando las sacamos y las miramos de cerca…
– ¡Por favor, no me vengas con acertijos! Dímelo claramente.
– Tu hermana me dijo que cuando se convirtió al cristianismo…
– ¿Se convirtió?
– Sí.
– Pero ¿por qué?
– Para casarse con Wadi. Dijo que era necesario.
– ¿Cuándo?
– No estoy segura, pero debió de ser… Debió de haber sido antes de que arrestaran a tu padre.
– Continúa.
– Tu tía María le dijo que tenía que llevarle una ofrenda a un cura de Goa para que le permitieran la conversión.
– ¿Qué tipo de ofrenda?
Nupi se encogió de hombros.
– Ti, yo no sé nada sobre cristianismo. Sofía se limitó a decirme que debía llevarle algo al cura que demostrara que ya no le rezaba al dios judío, que demostrara que tu padre ya no controlaba las creencias de su hija. Por eso…
Mientras Nupi hablaba, era como si se juntaran las piezas del pasado en un orden que se me había ocultado hasta entonces. Entonces comprendí por qué el inquisidor no me había preguntado nada sobre mi hermana.
– Les dio el manuscrito de mi bisabuelo -la interrumpí.
– Sí. Se lo llevó en uno de sus viajes a Goa, en secreto. Se lo dio a Wadi para que él se lo llevara al cura, aquel que tu tía conocía tan bien. No sé cómo se llamaba.
– El padre Antonio.
Una noche, desde mi ventana vi a Wadi y Sofía hablando justo delante de la puerta de la casa de mi tío, y llevaban algo en una cartera de piel, me dijeron que era un libro de texto… Mi hermana incluso se puso un vestido elegante para la ocasión.
– ¡La tía María la engañó! -dije acaloradamente-. ¡Y Wadi también! ¡Fueron ellos!
– Oh, Ti, aún hay tantas cosas que no entiendes sobre tu hermana. Llevar el manuscrito fue idea de Sofía. Tu tía ni siquiera lo quería en casa, pero Sofía insistió. Estaba enfadada con tu padre porque no quería darle su bendición para que se casara con Wadi… Estaba tan, tan enfadada… Y también contigo, porque tenías a Tejal. Y por otras cosas. Quería…
– ¿Otras cosas? -la interrumpí.
– Quería una dote. Tu padre ni siquiera pensaba en ello. Al menos, ella creyó que no. Le dio a la ama de cría, Kiran, dos de los saris de tu madre. ¿Recuerdas?
– Sí.
– Eso le hizo pensar a tu hermana que tu padre había olvidado todas sus necesidades respecto al matrimonio. Oh, estaba tan preocupada, esa pobre niña. También creía tener un aspecto extraño. Era tan tímida… ¿Recuerdas? Pensaba que su dote tenía que ser impresionante. Por eso robó las dos pulseras de plata de mi hermana cuando estuvimos en Benali.
– No me di cuenta de que se las había cogido.
No me lo dijo hasta justo antes de casarse, cuando me las devolvió. Puede que cogiera más cosas también: no tengo manera de saberlo. Le devolví las pulseras a Ajira y le dije que las había puesto con mis cosas por accidente cuando nos marchamos a casa, que tantos años después las había encontrado. Ti, ¿recuerdas cuando Sofía guardaba cuentas, conchas, incluso ese horrible collar de alhelíes que Wadi había ganado y que te había regalado?
– ¿Sabías todo eso?
Nupi me miró como si fuera evidente.
– ¿Cómo querías que no lo supiese? Dentro de su joven cabeza, Sofía se estaba preparando para casarse.
– ¡Papá se lo habría dado todo!
– El miedo es como el monzón. -La anciana movió las manos delante de los ojos como si una densa lluvia le impidiera ver-. Cada vez tenía más ganas de hacerle daño a tu padre, de crearle heridas profundas.
– Aun así, no me creo que nos traicionara.
– Ti, debía casarse. ¿No lo entiendes? No era diferente de ti y de Tejal. La juventud comete siempre los mismos errores. Nada cambia. ¿Realmente crees que era tan distinta de ti?
– ¿Estaba embarazada?
Nupi asintió de manera vergonzosa.
– ¿Y tú la ayudaste…, la ayudaste con ello cuando papá se mostró intransigente?
– Sí, fuimos a Ponda y le di un té con flores de hibisco. Eso le hizo perder lo que llevaba dentro, pero era peligroso. Por eso enfermó. -Sonrió-. Estuve a punto de matar a esa chiquilla.
Recordé que Sofía lo preparó todo para que yo pudiera dormir con Tejal en su habitación. Estaba intentando que yo cometiera el mismo error que ella. Y fui tan tonto que se salió con la suya…, aunque, por supuesto, la culpa fue sólo mía.
Nupi suspiró profundamente.
– Estoy segura de que no pretendía provocar la muerte de tu padre, pero sí quiso causarle problemas. Ti, tu hermana creía estar escuchando a Hanuman, pero era Kali la que le susurraba al oído por las noches. Cuando tu padre murió, lo entendió, entendió que jamás podría perdonarse haber escuchado a Kali. En el corazón de esa chica había una pena tan grande… Un dolor sin fondo. Luego te arrestaron a ti… -Nupi juntó las manos como si estuviera a punto de ponerse a rezar-. Entonces todo acabó para ella. Intentó esperarte, Ti, pero no pudo. Me dijo que te pidiera perdón. -Nupi se arrodilló para besarme los pies, pero yo no lo permití y la obligué a levantarse-. Por favor -dijo a la vez que empezaba a llorar-, le prometí que te rogaría que la perdonaras, debo hacerlo.
Esa misma tarde dejé a Nupi en la granja y me escabullí entre las matas mientras ella barría el estudio de mi padre. Le pedí a Charu que le dijera que sabría por qué no me quedaba con ella si hablaba con mi tío o mi tía.
– Y dile que no me espere, porque no volveré jamás -añadí-. Y que perdono a mi hermana.
Entonces comprendí hasta qué punto Sofía había deseado salir de su propia piel. Habría hecho lo que fuera por cambiar mi vida por la del más humilde de los parias.
Me dirigí hacia Bijapur, mendigando arroz y fruta por el camino. Mi piel se volvió oscura y áspera, y el pelo y la barba me daban un aspecto salvaje. Dos semanas después, un anciano que me dio cobijo cuando se puso a llover me dijo que mis ojos parecían turquesas incrustadas en carbón. Yo llevaba sólo un taparrabos y bebía el agua de los arroyos junto a los bueyes. A menudo me ponía el botellín de veneno en la boca. Sólo me sentía en paz cuando caminaba.
Después de la puesta del sol, la oscuridad parecía que surgía del suelo y de las charcas que me rodeaban como el agua de las mareas. Gonzalo y Ana venían a sentarse conmigo mientras me preparaba para dormir y me inundaban de preguntas acusadoras para las que ya no tenía respuestas. A veces, tras ellos podía oír a Nupi cantando tranquilamente para sí misma mientras descascaraba cocos. Tenía la esperanza de que hubiera un sitio especial en el infierno para los asesinos de enamorados. De lo contrario, ¿qué sentido tenía la vida?
Cuando llegué a Bijapur, le dije al sultán que mi padre, antes de morir, me había dicho que fuera a verlo. El anciano monarca hizo que me bañaran y me cortaran el pelo y la barba, y me puso a trabajar. Durante dieciséis años he permanecido a su servicio creando libros de oraciones y coranes para sus cortesanas y esposas.
Cada día estaba formado por sombras del color de la tinta seca, por todo lo que había llegado a suceder y que no podría deshacerse. Cuando pregunté por Kiran, el ama de cría de Sofía, me dijeron que había muerto víctima de la peste dos años antes de mi llegada. Me quedé en Bijapur porque el sultán era la mayor esperanza para la India de acabar con el control de los portugueses sobre Goa, y aproveché cualquier oportunidad que se me presentaba para alentarlo a formar un frente unido con los otros principados. Ésa ha sido mi única esperanza verdadera todos estos años, aunque ya no creo que pueda conseguirse nada. Me he dado cuenta de que los príncipes y reyes indios -tanto hindúes como musulmanes- se consideran tan superiores a los europeos que la presencia de los portugueses en su subcontinente sólo les molesta por su sentido de la perfección y por su vanidad. Ven a esos advenedizos simplemente como un crecimiento antiestético.
Tardé muchos años en ver claramente la imagen distorsionada de lo que había hecho, pero por entonces comprenderlo no me parecía que sirviera de nada. Cuando no estaba trabajando en mi pequeño hogar, salía a pasear por el campo. Intentaba ir siempre solo, quería evitar hacerle daño a nadie más en la medida de lo posible durante los años que me quedaban de vida. La mayoría de la gente creía que había hecho un voto de silencio.
Cuando llevaba un año al servicio del sultán, supe que Wadi había sido ejecutado y que su cabeza había sido expuesta sobre un poste del muelle. Fue como si me dijeran que la luna no volvería a salir jamás por las noches. Me desmayé por primera vez en mi vida.
Más adelante, supe que el padre Carlos había sido asesinado por un compañero de celda en la prisión Galé de Lisboa. La noticia me preocupó sólo brevemente, ya que sabía que habría matado a muchos más jainistas e hindúes si hubiera podido. El Analfabeto y Jácome Morais, los otros dos hombres a los que había implicado con mis cartas, sobrevivieron a muchos años de encarcelación y volvían a vivir en Goa.
Después de la terrible muerte de su amado hijo, mi tía había partido con sus penas hacia Lisboa. Mi tío Isaac vivía con Antonia en Diu, adonde había desplazado la mayoría de sus intereses económicos.
El sultán tenía espías en territorio portugués que le pasaban información sobre él regularmente.
Escribí a Sara para disculparme por haberla implicado en mis planes, pero nunca volví a saber nada más de ella. Pensaba en mi hijo a menudo y siempre le estuve agradecido a Tejal por haberlo mantenido alejado de mí. Me aferraba a ese pequeña parte buena de mi vida: no se lo había quitado a Tejal. Era la única cosa sobre la que podía pensar que me daba derecho a vivir.
Resulta que había otra razón más por la que nunca había tomado el veneno del frasquito, pero aún no sabía cuál era…
Cuando cumplí los cuarenta y cuatro, un viejo conocido de un amigo mío, el párroco anglicano Benedict Gray, visitó Bijapur. Yo le había escrito a Gray una sola vez después de abandonar Goa, para pedirle que me perdonara por haberlo utilizado, por eso supo dónde encontrarme. El individuo, cuyo nombre era Nicholas Gonzaga Wood, era inglés de nacimiento y propietario de un pequeño teatro de Madrid, el país de origen de su madre. Estaba de viaje por la India, el sueño de su vida. Nos conocimos durante un almuerzo en palacio. Era bajo y fornido, tenía la piel oscura de su madre y su aroma a aceite de oliva me trajo muchos recuerdos de Lisboa. Después del postre, Wood me preguntó cómo había acabado en Bijapur, y empecé a contarle una versión reducida de mi vida. Lentamente, consiguió soltarme la lengua con sus preguntas. No le oculté nada sobre mi traición. Incluso le mencioné la estatuilla de esteatita de Sarasvati que robé en una tienda hindú cuando mi padre me pidió que lo envenenara. En ocasiones me pareció que fue con ese acto y en ese preciso instante cuando abandoné el sendero que siempre había seguido… y que jamás volví a encontrar.
Cuando hube acabado me dijo que, aparte de su dimensión trágica, era una historia muy buena, pero que debería modificarse si algún día tenía que llevarse a escena.
– El arte es diferente de la vida -me explicó-. En ese caso, tendríamos que dejar de lado su infancia con Wadi y sus traiciones, y situar la historia más cerca de España.
– En cualquier caso, no es más que una historia; no hay público que quiera oírla -dije con desdén-. Además, si se elimina mi infancia, nadie sería capaz de entender cómo llegó a suceder todo; y hasta qué punto mi familia acabó en la más ruin miseria.
– ¡Pero sólo tenemos dos horas en escena! Deberíamos dar con algo más simple para narrar el desprecio que usted sentía por Wadi. Que no le gustaba el trabajo que le había dado, por ejemplo. Eso es lo que le dijo a Gonzalo. En cualquier caso, puedo asegurarle que comprender lo intrincado de la historia no es importante para un trabajador que quiere que el dinero que paga por ir al teatro valga la pena. Lo que sí es importante -añadió señalándome con el dedo- es que usted tendría que ser el villano.
– Eso, Senhor Wood, es exactamente lo que le he estado contando.
– Desde el principio, quiero decir.
– Pero ¿por qué?
– Porque el judío es usted.
El Senhor Wood me dejó agotado con sus preguntas. Lo acompañé en una pequeña visita por el palacio y luego lo dejé en manos de un escolta que le mostraría la ciudad.
– Oiga, Senhor Zarco, ¿por qué no escribe sus memorias? -me sugirió cuando se despedía de mí al notar que me había alterado-. Al menos podrá contarlo usted del modo que prefiera.
Me pareció una idea absurda, pero unos días después de que partiera cogí el cálamo y la tinta. Trabajar en ello me proporcionaba un extraño sentimiento de justicia. Más tarde, comprendí que había estado esperando para dar voz a mi historia desde que el Gran Inquisidor me dijo por primera vez el acertijo sobre cómo un libro puede continuar hablando a los lectores mucho después de haberlo acabado. Después de todo, poner la historia sobre el papel era la única manera que tenía de contar todo lo que había ocurrido desde la tumba. Y era algo -quizá lo único- que podía hacer por el mundo para compensar todo el mal que había hecho.
El Gran Inquisidor jamás habría imaginado que podría ayudarme de ese modo. Parecía lo correcto, además.
Durante estos últimos meses, mientras escribía sobre Sofía, Wadi, Tejal, papá y Phanishwar desde mi escritorio, he sido capaz de ver más allá de mí mismo, en las mazmorras de Goa, Lisboa, y cien ciudades más de Asia, Europa y América. He visto cómo los hombres y las mujeres de esos lugares languidecían en nombre de Cristo, Mahoma y Krishna. Ojalá pudiera ofrecerles más detalles, pero esto es todo lo que tengo.
Pronto cerraréis la cubierta de este manuscrito, me dejaréis encerrado dentro y seguiréis con vuestra vida, como debe ser, pero quizá pensaréis en estos prisioneros -y en mí- de vez en cuando. Mientras saco el último dibujo de mi hermana y lo contemplo a la luz de una sola vela, puede que incluso podáis sentir la cálida brisa que entra por mi ventana de Bijapur, que trae el aroma de las flores de tamarindo. ¿Veis cómo pongo la mano sobre el contorno de los dedos que Sofía dibujó hace tanto tiempo? Rezo por que así sea, y por muchas otras cosas:
Por que Ana, Gonzalo, papá, Sofía, Wadi y todos los muertos descansen en paz.
Por que Phanishwar haya tenido una buena reencarnación.
Por que Nupi haya perdonado a su ahijado.
Por que mi hijo no haya aprendido nada de mí y que Tejal haya sido feliz.
Luego cogeré mi cruz plateada y saldré a la veranda para ver la puesta de sol. Intentaré encontrar algo del coraje de papá pero, por favor, si me veis temblar no me lo tengáis en cuenta. Al fin y al cabo, ya sabéis que no soy muy valiente y en cualquier caso no es fácil acabar una historia, incluso una como ésta, en la que represento el papel de villano.
Tiago Zarco
Bijapur, 14 de mayo de 1616