37968.fb2 El guardi?n de la aurora - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Sofía tenía los ojos hundidos, húmedos y de color verde oscuro, como sombras sobre un lago profundo, y desde el mismo momento en el que nació, empezó a mirar lo que la rodeaba como si todo la sorprendiera. Nupi dijo que, más que mirar asombrada, lo que hacía era vigilar en secreto y, cuatro días después, cuando ya resultaba seguro que mi hermana pudiera salir de casa de acuerdo con la tradición judía, la anciana cocinera se la llevó a ver a Jaidev, el santón que limpiaba la cera de las orejas con un alambre fino, para descubrir quién había sido mi hermana en una vida anterior.

Yo adoraba a Jaidev porque tenía las mejillas enjutas y los mechones de pelo negro le llegaban hasta la cintura. Solía sentarse como un Buda cuando íbamos a verlo, con las manos tostadas por el sol sobre sus huesudas rodillas. Siempre estaba cubierto por una especie de polvo blanco porque solía revolcarse por la tierra seca, como los elefantes hacen para limpiarse.

Cuando sus ojos se abrieron a través de esa costra blanca, se mostraron animados en un secreto y vivo fuego negro.

– ¡Nupi viene con el maestro Ti! -exclamó mientras extendía los brazos para saludarnos.

– ¿Y quién es esta pequeña chapatti? -preguntó antes de sacarle la lengua al bebé, que movió los brazos y las piernas a modo de respuesta.

Él sabía a lo que íbamos; aceptó nuestras monedas y luego extendió los dedos de Sofía como una estrella de mar. Le cayó polvo de la cabeza cuando la levantó de repente para mirarnos con sorpresa.

– ¡Una brahmán! -exclamó.

Se inclinó para verla mejor y cayó en trance para descubrir que había sido una princesa hindú secuestrada por un califa musulmán hacía más de quinientos años.

– Fue preciosa y muy lista, y pudo volver a casa al final -nos dijo. Levantó las manos en un gesto aleccionador antes de continuar-. Ésa es la razón por la que la pequeña Sofía siempre está mirando a su alrededor.

Nupi quedó complacida con ese veredicto, por lo que le dio otra moneda de cobre como propina.

– Y todo el mundo la quería -nos dijo cuando ya nos íbamos.

Mi padre resopló cuando Nupi le contó lo que Jaidev había dicho. Le dijo a nuestra cocinera que la pequeña miraba a su alrededor todo el tiempo porque aprendía todo lo que la rodeaba: las cosas importantes, como que necesitaba dormir y abrazos, y las pequeñas cosas también, como que el arroz se pegaba cuando lo aplastaba con los dedos y las «extrañas creencias de algunos miembros de la casa».

Nupi se enfadó cuando se refirió a ella con ese último comentario y a partir de entonces hablaría irónicamente de sus «extrañas creencias» siempre que mostraba su certeza respecto a algún tema, ya fuera importante o una nimiedad. Pero yo sé muy bien que la crítica de papá en el fondo le gustó, porque significaba que él la consideraba parte de la familia.

«Todo está fuera de mí, y aun así entra en mí cuando lo miro o lo toco.»

Eso es lo que a mí me parecía que pensaba Sofía cuando observaba el mundo, porque eso es lo que yo pensaba cuando la miraba a ella y aún no sabía cuál era la diferencia entre ella y yo; no desde un punto de vista adulto, con unos límites claros a mi alrededor.

A veces chillaba de felicidad cuando veía un pinzón alzando el vuelo desde la valla de madera de nuestra veranda, o cuando algún insecto de patas largas sobrevolaba por encima de un charco del jardín. Papá dijo que yo había sido igual. A mí me encantaba que nos pareciéramos tanto y me abrazaba a ese conocimiento cuando me sentía solo. Los dos éramos hijos de mamá y papá, y eso no podría cambiarlo nadie.

Unos dieciocho meses después de la muerte de mamá, cuando Sofía tenía dos años, su interés cambió y pasó a querer llevarse a la boca todo cuanto veía y oía.

Una noche plácida, mientras papá me enseñaba las constelaciones, le dije a Sofía que las estrellas eran deliciosas y le hice creer que me las comía. Ella hizo el mismo gesto que yo, como si pudiera coger las estrellas y llevárselas a la boca.

El enorme placer de verme imitado por primera vez me estremeció, pero también me hizo sentir cierta inseguridad: aún no sabía qué hacer con el poder que tenía sobre mi hermana y quizá jamás llegaría a saberlo. Nupi me sorprendió cuando me animó a jugar con ella.

– Al menos no tendré que preocuparme más que por la luz de las estrellas cuando le limpie el culito -se rió.

Hice muchas cosas para Sofía cuando creció: ramitas atadas con cordel para hacer casitas sobre pilotes, piedras amontonadas para construir antiguas fortificaciones que ella pudiera derrumbar, coronas, espadas y sombreros de papel maché. Las marionetas de sombras con formas animales se convirtieron en mi especialidad, se me daba muy bien recortarlas a partir de una hoja de papel cuando tenía siete años. Quería que se convirtiera en una niña fuerte y despierta; probablemente también quería que se convirtiera en un chico. Empecé a lanzarle mi pelota de cuero antes de que fuera capaz de caminar y, una vez, con los pinceles de papá, le pinté la cara de color azul, como la de Krishna. Pensé que a Nupi le encantaría, pero me dijo que me pondría a caldo si me atrevía a repetir tal estupidez. Nupi tenía los ojos más intimidatorios que he conocido. Por lo demás tenía un aspecto débil, y sólo le quedaban dos dientes deteriorados y amarillentos abajo y tres arriba, pero estoy seguro de que practicaba esa mirada paralizante para sorprender a sus víctimas. Los sabañones que tenía en los nudillos seguro que le provocaban dolor cuando llovía, pero sus manos eran como tornillos de banco de carpintero. Nadie osaba hacerla enfadar, salvo papá.

Aprendí todos los proverbios locales gracias a Nupi.

– Bhaanshira zari aayla, al trapo le ha salido de repente un hilo de seda -solía decir en konkaní cuando a Sofía o a mí nos quedaban pequeños los pantalones-. Cada grano de arena de la playa tiene su lugar -nos decía cuando nos atrevíamos a cuestionar el valor de una tarea que aparentemente carecía de sentido.

Si nos daba una buena noticia, solía añadir: «Aunque ya sabemos que a Kali le llegará su hora» -ya que, en su opinión, los buenos tiempos sólo tentaban a la diosa de la destrucción a coger su espada. Mi expresión favorita, no obstante, era «Los guardianes del alba conocen la noche mejor que nadie». Nupi la utilizaba siempre que mi familia afrontaba dificultades, y generalmente significaba que la esperanza nos hacía sentir las épocas de oscuridad con una mayor intensidad. En ese sentido, era algo como «Sólo los que conocen la tristeza valoran la felicidad…». Cuando me hice mayor también me di cuenta de que podía utilizarla para decir que la gente que protegía a los demás a menudo se enfrentaba a los peores peligros.

Su gran enemigo era el estreñimiento, por lo que siempre estaba comiendo semillas de hinojo para compensar lo que ella llamaba su vientre «demoníaco». Podía pasarse horas hablando de su malestar, describiendo con riguroso detalle los esfuerzos que realizaba para obtener un resultado satisfactorio. Sofía y yo aprendimos a desviar la conversación rogándole que nos contara historias sobre los gandharvas y las apsaras, los espíritus hindúes de los bosques y los ríos.

«En tiempos de Rama, nació un espíritu capaz de ver el futuro, cuyo nombre era Tiago…»

Nupi siempre nos incluía a Sofía y a mí en sus cuentos. Ya de mayor, me di cuenta de que lo hacía porque quería asegurarse de que sobreviviríamos intactos a la muerte de mi madre, de que nuestras vidas -y las historias- tuvieran continuidad en el futuro. Yo sentía devoción por ella, me encantaba escuchar su delicada voz contando historias, pero también solía temer en secreto la manera con la que sus ojos me vigilaban.

– Al parecer pasamos por alto el amor cuando nos llega desde los lugares más obvios -me dijo papá una vez que me enfadé con Nupi, pero en realidad no entendí lo que quiso decir hasta que fui casi un adulto.

Lo que más llevaba en secreto a ojos de mi padre y de Nupi era que, después de los temporales de lluvias, solía subir con Sofía las escaleras del patio hasta el tejado, desde donde observábamos los arrozales. Eran como espejos líquidos en un valle color esmeralda y en ellos trabajaban las mujeres y los niños de Ramnath, el pueblo más cercano a nuestra casa. Solíamos fingir que podíamos ver el océano, que se encontraba a casi diecisiete kilómetros hacia el oeste. Le hablaba de que papá había tomado un barco desde Constantinopla hasta la India antes de que nosotros naciéramos y de que, antes de que eso sucediera, su familia había abandonado Portugal porque el rey Manuel y otros hombres malvados no les permitían vivir libremente como judíos.

Sofía y yo dormíamos juntos a menudo, yo la acogía cerca de mi barriga como si se tratara de un regalo que me habían hecho. Cuando papá estaba triste, nos llevaba a su cama gruñendo, fingiendo que él era el califa que la había secuestrado en esa vida anterior y que ahora volvíamos a ser sus prisioneros.

La peor época fue cuando mi hermana se ponía a chillar de hambre en plena noche. Podía ponerse muy nerviosa y testaruda, por lo que papá y el ama de cría, Kiran, a menudo tenían que pasearla en brazos durante una hora hasta que conseguían que tomara un poco de leche. A veces yo los relevaba e -imitando lo que les había visto hacer- le ponía la punta del pulgar en la boca de vez en cuando para ver si estaba lista.

El rostro de Kiran se volvía increíblemente amable cuando acercaba a Sofía a su pecho. La joven ama de cría parecía tener el poder de una diosa: sobre el fuego, la tierra, el aire y el agua, sobre la vida y la muerte. Dejaba que su cabellera negra cayera como una cortina sobre el bebé para crear un solo mundo para las dos. Kiran tenía los ojos grandes y el cuello largo y esbelto. Llevaba pulseras de plata en los tobillos y en los brazos, por lo que tintineaba como un cascabel cuando se movía. Me asombraba su belleza y lo distinta que era de mi familia. Cuando me hice mayor mi padre me dijo que yo siempre le estaba pidiendo que me dejara tocar una cicatriz en forma de «V» que tenía en la frente. Su padre se la había hecho con un cuchillo en plena borrachera.

Kiran le juró a Durga Devi que jamás volvería a casa con él y mantuvo su palabra. Nos dejó cuando mi hermana tenía dos años y medio y, con una carta de recomendación que mi padre dirigió al sultán, se marchó hacia Bijapur con todo cuanto tenía, incluidos dos saris de seda que habían sido de mi madre, metido dentro de un hatillo. Nunca volvimos a verla.

Siempre sentí celos de la unidad que formaban Kiran y mi hermana, y a menudo las observaba desde la entrada mientras reflexionaba acerca de la vida y la muerte. Si hubiese podido alimentar a mi hermana con mi propio cuerpo, lo habría hecho. Y creo que habría sido mucho mejor si la leche hubiese sido de su hermano. ¿Quién podía quererla tanto como yo?

Quizá fue esto lo que me convirtió en un niño extraño. Ahora me doy cuenta de por qué los amigos europeos de mi padre, y especialmente mi tía María, de vez en cuando se reían a mi costa, me ponían corazones dorados con filigranas a la altura de las orejas y se preguntaban en voz alta si no habría sido más feliz si hubiese nacido niña. Yo odiaba cuando se mostraban tan irónicos y se reían de mí, y a veces llegué a pelearme con sus hijos. Aunque era algo pequeño para mi edad, tenía un carácter muy decidido, y un nudillo despellejado o una rodilla arañada sólo conseguían que les pegase más fuerte. Si me peleaba, papá me castigaba encerrándome en mi habitación, pero yo jamás me mostraba arrepentido.

– ¡Sólo pararé si se acaban todas esas historias sobre Sofía y yo! -solía gritarle desde dentro de la habitación.

A veces mi ira entristecía tanto a papá que se sentaba con la cabeza apoyada en las dos manos y no decía nada durante horas, ni siquiera si me acercaba a él y me acurrucaba entre sus brazos. De este modo aprendí, poco a poco, a ser más amable con él.

Es terrible ese momento crucial en el que comprendemos que podemos herir seriamente a nuestros padres. A veces desearía haber tardado un poco más en aprenderlo.

Ni nuestros vecinos hindúes ni mis compañeros de juegos de Ramnath se burlaron jamás de la ferviente lealtad que le profesaba a mi hermana, lo que creo que constituyó el motivo por el que siempre me he sentido mejor con los indios que con los europeos. Los indios no creían que la ternura que sentía por ella mermara mi masculinidad. Tampoco pensaban que esa rareza fuera una maldición o algo que debieran temer como hacían a veces los cristianos o los judíos. Ellos interpretaban esa devoción tan poco habitual como una bendición, no necesariamente comprendida, pero que tenía su lugar en el universo-jardín, cuyo señor era Vishnu.

Después de que Kira se marchara, nuestra casa pasó a ser de repente demasiado grande y demasiado fría para mí. Los rincones más confortantes parecieron endurecerse y las puertas parecían estar siempre a la espera de un visitante que jamás vendría. Durante varias semanas seguidas, recorrí la casa de habitación en habitación pensando que me había convertido en un intruso. Odiaba incluso mi propia cama, las almohadas que había convertido en una costa rocosa cuando jugaba a batallas navales encima de las sábanas, el hueco sombrío del lado norte de la biblioteca de papá, donde solía leer mis libros cuando hacía demasiado calor en el resto de la casa. Me metí en la cabeza que quería un segundo piso con unas escaleras. Ya ni siquiera recuerdo por qué. Quizá necesitaba un nuevo lugar para volver a empezar.

Una tarde, después de que papá se negara a construir la escalera una vez más, Nupi se me llevó llorando hasta la cocina. Cuando le expliqué lo que sucedía, me ordenó que me sentara.

– ¿Para qué? -pregunté.

– ¿Cuándo empezarás a obedecerme sin que tengamos que montar una escena?

Se había preparado un plato de dal caliente y con su cucharón de hierro me puso un poco en una hoja de banana, luego se sirvió una ración aún más pequeña para ella. Puso su viejo taburete de madera ante la mesa, a la que habíamos dado una mano de pintura amarilla recientemente, y me ordenó que hiciera lo mismo con la silla de mimbre donde apoyaba la escoba.

– ¿Quieres que coma contigo? -pregunté.

Ella miró primero a su alrededor, luego por encima de mi hombro. Incluso levantó el gran caldero, que ocultaba debajo un trozo de jabón negruzco.

– No veo a nadie más aquí -dijo-. O sea, que sólo puedes ser tú.

Por primera vez en nuestras vidas comimos juntos. Una flor de hibisco blanca de nuestro jardín asomaba por encima del borde de la jarra agrietada de barro cocido que había entre nosotros.

– Las flores son bonitas -me comentó cuando alargué la mano para tocarla. Aprendí que se trataba de un postulado esencial de su manual para la vida-. Y a tu madre le gustaría saber que estás comiendo bien -añadió.

Mientras nos comíamos el dal, Nupi me pisó los pies descalzos un par de veces para que alzara la vista, ya que últimamente tendía a perderme en mis reflexiones. Me dijo que no debía dejarme ni una sola lenteja o se lo contaría a mi padre, lo que no dejaba de tener gracia, ya que se pasaba el día diciendo que papá me consentía demasiado. Al ver que yo no sonreía, me miró muy seria y me dijo que podía comer con ella en la cocina siempre que me sintiera mal.

– ¿De veras?

– Nunca bromeo cuando se trata de comida -respondió, lo cual no dejaba de ser cierto.

A veces pienso que ese ofrecimiento tan simple que me hizo Nupi aquel día me salvó la vida, porque realmente comí con ella -y a menudo- durante los años siguientes. Y siempre he asociado el sabor del dal de esa primera vez con ese tipo de cariño que siempre está allí cuando lo necesitas. Sofía me diría mucho más tarde que a ella también le pasaba, por lo que supongo que Nupi también la invitó a ella sin que yo lo supiera.

Ojalá hubiera hecho algo a cambio por nuestra vieja cocinera ese día; podría haber recogido una cesta de orquídeas violetas, esas a las que llamábamos «bigotes de gato», para su altar dedicado a Ganesha, o simplemente podría haberla abrazado. Aún no me daba cuenta de que todo por lo que rezaba -y lo que más quería en la vida- era que mi hermana y yo no muriésemos jóvenes. Pero eso era, por supuesto, una garantía -y un don- que nadie jamás podría darle.

A lo largo de mi infancia, los momentos más felices fueron por la mañana. Nupi se levantaba al amanecer para prepararnos chapatti, que yo solía comerme con coco rallado y azúcar de palma, y en invierno freía fríjoles verdes con ajo y hojas de albahaca. Mi padre y yo nos sentábamos ante la enorme mesa de piedra caliza que teníamos en el patio y acompañábamos el desayuno con té negro mientras me mostraba los dibujos que hacía para el sultán. En ocasiones, Nupi también les echaba una ojeada por encima de nuestros hombros, aunque tenía la molesta y ruidosa costumbre de chupar nueces de betel y papá no hacía más que mandarla a hacer recados para mantenerla alejada. Después de eso, leíamos juntos la Torá y yo recibía mi clase de dibujo, que podía continuar hasta mediodía, ya que yo debía convertirme en un ilustrador de manuscritos, como él, cuando me hiciera mayor.

En los dibujos que hice de papá durante esa época, sus ojos aparecían cansados y preocupados. Me sorprende que nunca me hubiera dado cuenta de que su preocupación estuviera tan concentrada en el pequeño artista que lo estaba dibujando con tanto cuidado. Cuánta confianza en el ojo vigilante de Dios debió de haber perdido después de enterrar a mamá.

De un modo vago, yo también empecé a comprender que el dibujo era lo que devolvería al mundo el estado anterior a la enfermedad de mi madre. Cuando tenía un cálamo en la mano sentía que no estaba exento de poder y que el mundo había sido creado para mí. Todo niño tiene derecho a la ingenuidad, por supuesto, pero me pregunto -si pudiera viajar en el tiempo- si querría prevenirme a mí mismo de ese optimismo entusiasta. En cualquier caso, dudo de que me hubiera escuchado a mí mismo unos años mayor, ya que -pese a haber presenciado la muerte de mamá y de haber tenido que despedirme con lágrimas en los ojos del ama de cría de Sofía, Kiran- por aquel entonces no era propio de mí dudar de la bondad del mundo.

A veces, cuando se sentía solo, papá me pedía que lo acompañase por la casa. Entonces yo le daba la mano e íbamos a ver a Sofía. Si estaba durmiendo, le dábamos un beso en la mejilla o le acariciábamos el pelo, rubio y suave. Después salíamos al patio, pasábamos junto a las plantas de albahaca de Nupi y entrábamos en la cocina. La observábamos mientras avivaba el fuego o pelaba vainas de tamarindo para hacer su famosa crema y le preguntábamos qué tenía pensado para el almuerzo. Finalmente íbamos hasta la biblioteca de papá, donde tenía su mesa de trabajo. Apenas hablábamos durante esas excursiones domésticas pero, una vez sentados, él cogía algún volumen encuadernado en piel de poesía portuguesa y me lo leía mientras yo escuchaba sentado sobre su regazo.

También solía recitarme poesía después de arroparme por la noche. Leía a la luz de una sola vela que siempre tenía en un pequeño cuenco de cerámica junto a mi cama. Nunca he visto una luz como aquélla. Era más suave y más cálida, hacía que cualquier cosa que me dijera en mi habitación sonara como el más íntimo de los secretos.

Una vez al año, durante la noche sagrada antes del Yom Kipur, nuestro día de expiación, papá me permitía ver el suntuoso manuscrito ilustrado que había escrito, unos sesenta años atrás, mi renombrado bisabuelo, Berequías Zarco, un poderoso cabalista de Lisboa que había sido obligado a convertirse al cristianismo en 1497. Guardábamos ese tesoro de incalculable valor, titulado El espejo sangrante, en un cajón secreto que estaba en el fondo del armario de papá, envuelto en una bolsa de terciopelo negro bordada con las iniciales «BZ» en hilo de plata. Me encantaba pasar las yemas de los dedos por encima de la magnífica ilustración de la cubierta: un pavo real que mostraba con descaro sus plumas iridiscentes de color verde, púrpura y azul a lo largo del título, trabajado sobre una lámina de oro tan pulida que podía ver mi propio reflejo.

– Mi abuelo quería que todo aquel que mirase este libro pudiera verse en él -me contó mi padre en más de una ocasión.

Yo solía creer que nuestro ilustre ancestro debió de ser un cabalista tan mágico que debía de estar mirándome en ese mismo instante desde dentro del manuscrito.

El espejo sangrante contaba una masacre que tuvo lugar en Lisboa, en 1506, en la que dos mil judíos conversos -los llamados nuevos cristianos- fueron asesinados por una multitud instigada por la Iglesia para después ser quemados en la plaza principal de la ciudad. A papá le habían puesto el nombre de Berequías y creo que lo interpretaba como una obligación que se le había asignado, porque después de leerme la descripción que su abuelo había hecho del pogromo, siempre me decía lo mismo:

– Y por eso Portugal debe permanecer para siempre en el pasado. Jamás pondrás ni un solo dedo del pie en ese país, Ti.

Para gratificarme de algún modo por mi amor por los secretos, a veces se llevaba un dedo a los labios y decía:

– Y en ningún caso, incluso si te amenazan de muerte, debes contarle a nadie que no sea de la familia que tenemos una copia de este manuscrito.

Una mañana de invierno, sorprendí a papá llorando en la cama, desnudo, temblando de frío, con los postigos completamente abiertos. Me desesperaba cuando lloraba. Supongo que en el fondo yo sabía que no podía hacer nada por mitigar sus lágrimas. Parecía que amenazaban mi existencia porque me recordaban que nos movíamos en mundos diferentes y, aunque yo podía visitar su universo adulto, jamás podía quedarme en él. Esa vez me contó que había soñado que mi madre se había quedado encerrada fuera de la casa y que no paraba de llamarlo. Me abrazaba mientras hablaba como si estuviéramos compartiendo un naufragio. ¿Habría sido más feliz en Bijapur o en Calicut, donde habría encontrado compañía? Siempre dijo que no quería tener que volver a empezar de nuevo en otro lugar, pero al final fue Nupi quien me contó la verdad. Un día, después de que le repitiera lo que papá me había dicho, levantó la vista de las cucharas de madera que estaba alineando sobre la mesa y me dejó allí clavado, con una expresión de asombro.

– ¿Es que no sabes que no quiere alejaros de esta casa, donde vuestra madre aún está presente?

Una vez, después de ayudar a papá a cortar un tocón podrido de higuera en la parte trasera del jardín, vi que entrecerraba los ojos hacia el resplandeciente sol de la tarde.

– Ti -me dijo-, a menudo me preguntas sobre lo que le gustaba a tu madre, y siempre me olvido de mencionar lo más obvio. Tu madre se abría como una flor ante los rayos del sol. Tu hermana lo ha heredado de ella.

Entonces entendí el dibujo que papá había hecho de mamá después de su muerte y que siempre tenía colgado en la cabecera de su cama. En él, mamá aparecía de rodillas dentro de una caverna de nubes oscuras, y de ella surgían rayos dorados como los del sol al amanecer.