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Era un taxi viejísimo que olía como si acabara de vomitar alguien dentro. Siempre me toca uno de ésos cuando voy a algún sitio de noche. Pero más deprimente aún era que las calles estuvieran tan tristes y solitarias a pesar de ser sábado. Apenas se veía a nadie. De vez en cuando cruzaban un hombre y una mujer cogidos por la cintura, o una pandilla de tíos riéndose como hienas de algo que apuesto la cabeza a que no tenía la menor gracia. Nueva York es terrible cuando alguien se ríe de noche. La carcajada se oye a millas y millas de distancia y le hace sentirse a uno aún más triste y deprimido. En el fondo, lo que me hubiera gustado habría sido ir a casa un rato y charlar con Phoebe. Pero, en fin, como les iba diciendo, al poco de subir al taxi, el taxista empezó a darme un poco de conversación. Se llamaba Howitz y era mucho más simpático que el anterior. Por eso se me ocurrió que a lo mejor él sabía lo de los patos.
– Oiga, Howitz -le dije-. ¿Pasa usted mucho junto al lago de Central Park?
– ¿Qué?
– El lago, ya sabe. Ese lago pequeño que hay cerca de Central South Park. Donde están los patos. Ya sabe.
– Sí. ¿Qué pasa con ese lago?
– ¿Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando allí? Sobre todo en la primavera. ¿Sabe usted por casualidad adonde van en invierno?
– Adonde va, ¿quién?
– Los patos. ¿Lo sabe usted por casualidad? ¿Viene alguien a llevárselos a alguna parte en un camión, o se van ellos por su cuenta al sur, o qué hacen?
El tal Howitz volvió la cabeza en redondo para mirarme. Tenía muy poca paciencia, pero no era mala persona.
– ¿Cómo quiere que lo sepa? -me dijo-. ¿Cómo quiere que sepa yo una estupidez semejante?
– Bueno, no se enfade usted por eso -le dije.
– ¿Quién se enfada? Nadie se enfada.
Decidí que si iba a tomarse las cosas tan a pecho, mejor era no hablar. Pero fue él quien sacó de nuevo la conversación. Volvió otra vez la cabeza en redondo y me dijo:
– Los peces son los que no se van a ninguna parte. Los peces se quedan en el lago. Esos sí que no se mueven.
– Pero los peces son diferentes. Lo de los peces es distinto. Yo hablaba de los patos -le dije.
– ¿Cómo que es distinto? No veo por qué tiene que ser distinto -dijo Howitz. Hablaba siempre como si estuviera muy enfadado por algo- No irá usted a decirme que el invierno es mejor para los peces que para los patos, ¿no? A ver si pensamos un poco…
Me callé durante un buen rato. Luego le dije:
– Bueno, ¿y qué hacen los peces cuando el lago se hiela y la gente se pone a patinar encima y todo?
Se volvió otra vez a mirarme:
– ¿Cómo que qué hacen? Se quedan donde están. ¿No te fastidia?
– No pueden seguir como si nada. Es imposible.
– ¿Quién sigue como si nada? Nadie sigue como si nada -dijo Howitz. El tío estaba tan enfadado que me dio miedo de que estrellara el taxi contra una farola-. Viven dentro del hielo, ¿no te fastidia? Es por la naturaleza que tienen ellos. Se quedan helados en la postura que sea para todo el invierno.
– Sí, ¿eh? Y, ¿cómo comen entonces? Si el lago está helado no pueden andar buscando comida ni nada.
– ¿Que cómo comen? Pues por el cuerpo. Pero, vamos, parece mentira… Se alimentan a través del cuerpo, de algas y todas esas mierdas que hay en el hielo. Tienen los poros esos abiertos todo el tiempo. Es la naturaleza que tienen ellos. ¿No entiende? -se volvió ciento ochenta grados para mirarme.
– Ya -le dije. Estaba seguro de que íbamos a pegarnos el trastazo. Además se lo tomaba de un modo que así no había forma de discutir con él-. ¿Quiere usted parar en alguna parte y tomar una copa conmigo? -le dije.
No me contestó. Supongo que seguía pensando en los peces, así que le repetí la pregunta. Era un tío bastante decente. La verdad es que era la mar de divertido hablar con él.
– No tengo tiempo para copitas, amigo -me dijo-. Además, ¿cuántos años tiene usted? ¿No debería estar ya en la cama?
– No estoy cansado.
Cuando me dejó a la puerta de Ernie y le pagué, aún insistió en lo de los peces. Se notaba que se le había quedado grabado:
– Oiga -me dijo-, si fuéramos peces, la madre naturaleza cuidaría de nosotros. No creerá usted que se mueren todos en cuanto llega el invierno, ¿no?
– No, pero…
– ¡Pues entonces! -dijo Howitz, y se largó como un murciélago huyendo del infierno. Era el tío más susceptible que he conocido en mi vida. A lo más mínimo se ponía hecho un energúmeno.
A pesar de ser tan tarde, Ernie estaba de bote en bote. Casi todos los que había allí eran chicos de los últimos cursos de secundaria y primeros de universidad. Todos los colegios del mundo dan las vacaciones antes que los colegios adonde voy yo. Estaba tan lleno que apenas pude dejar el abrigo en el guardarropa, pero nadie hablaba porque estaba tocando Ernie. Cuando el tío ponía las manos encima del teclado se callaba todo el mundo como si estuvieran en misa. Tampoco era para tanto. Había tres parejas esperando a que les dieran mesa y los seis se mataban por ponerse de puntillas y estirar el cuello para poder ver a Ernie. Habían colocado un enorme espejo delante del piano y un gran foco dirigido a él para que todo el mundo pudiera verle la cara mientras tocaba. Los dedos no se le veían, pero la cara, eso sí. ¿A quién le importaría la cara? No estoy seguro de qué canción era la que tocaba cuando entré, pero fuera la que fuese la estaba destrozando. En cuanto llegaba a una nota alta empezaba a hacer unos arpegios y unas florituras que daban asco. No se imaginan cómo le aplaudieron cuando acabó. Entraban ganas de vomitar. Se volvían locos. Eran el mismo tipo de cretinos que en el cine se ríen como condenados por cosas que no tienen la menor gracia. Les aseguro que si fuera pianista o actor de cine o algo así, me reventaría que esos imbéciles me consideraran maravilloso. Hasta me molestaría que me aplaudiesen. La gente siempre aplaude cuando no debe. Si yo fuera pianista, creo que tocaría dentro de un armario. Pero, como iba diciendo, cuando acabó de tocar y todos se pusieron a aplaudirle como locos, Ernie se volvió y, sin levantarse del taburete, hizo una reverencia falsísima, como muy humilde. Como si además de tocar el piano como nadie fuera un tío sensacional. Tratándose como se trataba de un snob de primera categoría, la cosa resultaba bastante hipócrita. Pero, en cierto modo, hasta me dio lástima porque creo que él ya no sabe siquiera cuándo toca bien y cuándo no. Y me parece que no es culpa suya del todo. En parte es culpa de esos cretinos que le aplauden como energúmenos. Esa gente es capaz de confundir a cualquiera. Pero, como les iba diciendo, aquello me deprimió tanto que estuve a punto de recoger mi abrigo y volverme al hotel, pero era pronto y no tenía ganas de estar solo.
Al final me dieron una mesa infame pegada a la pared y justo detrás de un poste tremendo que no dejaba ver nada. Era una de esas mesitas tan arrinconadas que si la gente de la mesa de al lado no se levanta para dejarte pasar -y nunca lo hacen- tienes que trepar prácticamente a la silla. Pedí un whisky con soda, que es mi bebida favorita además de los daiquiris bien helados. En Ernie está siempre tan oscuro que serían capaces de servir un whisky a un niño de seis años. Además, allí a nadie le importa un comino la edad que tengas. Puedes inyectarte heroína si te da la gana sin que nadie te diga una palabra.
Estaba rodeado de cretinos. En serio. En la mesa de la izquierda, casi encima de mis rodillas, había una pareja con una pinta un poco rara. Eran de mi edad o quizá un poco mayores. Tenía gracia. Se les notaba en seguida que bebían muy despacio la consumición mínima para no tener que pedir otra cosa. Como no tenía nada que hacer, escuché un rato lo que decían. El le hablaba a la chica de un partido de fútbol que había visto aquella misma tarde. Se lo contó con pelos y señales, hasta la última jugada, de verdad. Era el tío más plomo que he oído en mi vida. A su pareja se le notaba que le importaba un rábano el partido, pero como la pobre era tan fea no le quedaba más remedio que tragárselo quieras que no. Las chicas feas de verdad las pasan moradas, las pobres. Me dan mucha pena. A veces no puedo ni mirarlas, sobre todo cuando están con un cretino que les está encajando el rollo de un partido de fútbol. A mi derecha, la conversación era peor todavía. Había un tío al que se le notaba en seguida que era de Yale, vestido con un traje de franela gris y un chaleco de esos amariconados con muchos cuadritos. Todos los cabrones esos de las universidades buenas del Este se parecen unos a otros como gotas de agua. Mi padre quiere que vaya a Yale o a Princeton, pero les juro que prefiero morirme antes que ir a un antro de ésos. Lo que me faltaba. Pero, como les decía, el tipo de Yale iba con una chica guapísima. ¡Jo! ¡Qué guapa era la tía! Pero no se imaginan la conversación que se traían. Para empezar, estaban los dos un poco curdas. El la metía mano por debajo de la mesa al mismo tiempo que le hablaba de un chico de su residencia que se había tomado un frasco entero de aspirinas y casi se había suicidado. La chica repetía: «¡Qué horror! ¡Qué terrible! No, aquí no, cariño. Aquí no, por favor… ¡Qué horror!» ¿Se imaginan a alguien metiendo mano a una chica y contándole un suicidio al mismo tiempo? Era para morirse de risa. De pronto empecé a sentirme como un imbécil sentado allí solo en medio de todo el mundo. No había otra cosa que hacer que fumar y beber. Luego llamé al camarero para que le dijera a Ernie que si quería tomar una copa conmigo, que no se olvidara de decirle que era hermano de D.B. No creo que le dijera nada. Los camareros nunca dan ningún recado a nadie.
De repente se me acercó una chica y me dijo: -¡Holden Caulfield!-. Se llamaba Lillian Simmons y mi hermano D.B. había salido con ella una temporada. Tenía unas tetas de aquí a Lima.
– Hola -le dije. Naturalmente traté de ponerme en pie, pero en aquella mesa no había forma de levantarse. Iba con un oficial de marina que parecía que se había tragado el sable.
– ¡Qué maravilloso verte! -dijo Lillian. ¡Qué tía más falsa!- ¿Cómo está tu hermano? -eso era lo que en realidad quería saber.
– Muy bien. Está en Hollywood.
– ¿En Hollywood? ¡Qué maravilla! ¿Y qué hace?
– No sé. Escribir -le dije. No tenía ganas de hablarle de eso. Se le notaba que le parecía el no va más eso de que D.B. estuviera en Hollywood. A todo el mundo se lo parece. Sobre todo a la gente que no ha leído sus cuentos. A mí en cambio me pone negro.
– ¡Qué maravilla! -dijo Lillian. Luego me presentó al oficial de marina. Se llamaba Comandante Blop o algo así, y era uno de esos tíos que consideran una mariconada no partirle a uno hasta el último dedo cuando le dan la mano. ¡Dios mío, cómo me revientan esas cosas!
– ¿Estás solo, cariño? -me preguntó la tal Lillian. Había cortado el paso por ese pasillo, pero se le notaba que era de las que les gusta bloquear el tráfico. Había un camarero esperando a que se apartara, pero ella no se dio ni cuenta. Se notaba que al camarero le caía gorda, que al oficial de marina le caía gorda, que a mí me caía gorda, a todos. En el fondo daba un poco de lástima.
– ¿Estás solo? -volvió a preguntarme. Yo seguía de pie y ni siquiera se molestó en decirme que me sentara. Era de las que les gusta tenerle a uno de pie horas enteras-. ¿Verdad que es guapísimo? -le dijo al oficial de marina-. Holden, cada día estás más guapo.
El oficial de marina le dijo que a ver si acababa de una vez, que estaba bloqueando el tráfico.
– Vente con nosotros, Holden -dijo Lillian-. Tráete tu vaso.
– Me iba en este momento -le dije-. He quedado con un amigo.
Se le notaba que quería quedar bien conmigo para que luego yo se lo contara a D.B.
– Está bien, desagradecido. Como tú quieras. Cuando veas a tu hermano, dile que le odio.
Al final se fue. El oficial de marina y yo nos dijimos que estábamos encantados de habernos conocido, que es una cosa que me fastidia muchísimo. Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de haberlas conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo que si uno quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de esas.
Después de repetirle a Lillian que tenía que ver a un amigo, no me quedaba más remedio que largarme. No podía quedarme a ver si, por alguna casualidad, Ernie tocaba algo pasablemente. Pero cualquier cosa antes que quedarme allí en la mesa de la tal Lillian y el comandante de marina a aburrirme como una ostra. Así que me fui. Mientras me ponía el abrigo sentí una rabia terrible. La gente siempre le fastidia a uno las cosas.