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Cuando salí estaba empezando a amanecer. Hacía mucho frío pero me vino bien porque estaba sudando. No tenía ni idea de dónde meterme. No quería ir a un hotel y gastarme todo el dinero que me había dado Phoebe, así que me fui andando hasta Lexington y allí tomé el metro a la estación de Grand Central. Tenía las maletas en esa consigna y pensé que podría dormir un poco en esa horrible sala de espera donde hay un montón de bancos. Y eso es lo que hice. Al principio no estuvo tan mal porque como no había mucha gente pude echarme todo lo largo que era en un banco. Pero prefiero no hablarles de aquello. No fue nada agradable. No se les ocurra intentarlo nunca, de verdad. No saben lo deprimente que es.
Dormí sólo hasta las nueve porque a esa hora empezaron a entrar miles de personas y tuve que poner los pies en el suelo. Como así no podía seguir durmiendo, acabé sentándome. Me seguía doliendo la cabeza y ahora mucho más fuerte. Creo que nunca en mi vida me había sentido tan deprimido.
Sin querer empecé a pensar en el señor Antolini y en qué le diría a su mujer cuando ella le preguntara por qué no había dormido allí. No me preocupé mucho porque sabía que era un tío inteligente y se le ocurriría alguna explicación. Le diría que me había ido a mi casa o algo así. Eso no era problema. Lo que sí me preocupaba era haberme despertado y haberme encontrado al señor Antolini acariciándome la cabeza. Me pregunté si me habría equivocado al pensar que era marica. A lo mejor simplemente le gustaba acariciar cabezas de tíos dormidos. ¿Cómo se puede saber esas cosas con seguridad? Es imposible. Hasta llegué a pensar que a lo mejor debía haber recogido las maletas y haber vuelto a su casa como le había dicho. Pensé que aunque fuera marica de verdad, lo cierto es que se había portado muy bien conmigo. No le había importado nada que le hubiera llamado a media noche y hasta me había dicho que fuera inmediatamente si quería. Pensé que se había molestado en darme todas esas explicaciones acerca de cómo averiguar qué tamaño tienes de inteligencia, y pensé también que fue el único que se acercó a James Castle cuando estaba muerto. Pensé en todas estas cosas, y cuanto más pensaba, más me deprimía. Quizá debía haber vuelto a su casa. Quizá me había acariciado la cabeza sólo porque le apetecía. Pero cuantas más vueltas le daba en la cabeza a todo aquel asunto, peor me sentía. Me dolían muchísimo los ojos. Me escocían de no dormir. Y para colmo estaba cogiendo un catarro y no llevaba pañuelo. Tenía unos cuantos en la maleta, pero no me apetecía abrirla en medio de toda aquella gente. Alguien se había dejado una revista en el banco de al lado, así que me puse a ojearla a ver si con eso dejaba de pensar en el señor Antolini y en muchas otras cosas. Pero el artículo que empecé a leer me deprimió aún más. Hablaba de hormonas. Te decía cómo tenías que tener la cara y los ojos y todo lo demás cuando las hormonas te funcionaban bien, y yo no respondía para nada a la descripción. Era igualito, en cambio, al tipo que según el artículo tenía unas hormonas horribles, así que de pronto empecé a preocuparme por las dichosas hormonas. Luego me puse a leer otro artículo sobre cómo descubrir si tienes cáncer. Decía que si te sale una pupa en los labios y tarda mucho en curarse es probablemente señal de que lo tienes. Precisamente hacía dos semanas que tenía una calentura que no se secaba, así que inmediatamente me imaginé que tenía cáncer. Aquella revistita era como para levantarle la moral a cualquiera. Dejé de leer y salí a dar un paseo. Estaba seguro de que me quedaban como dos meses de vida. De verdad. Completamente seguro de ello. Y la idea no me produjo precisamente una alegría desbordante.
Parecía como si fuera a empezar a llover de un momento a otro, pero aun así me fui a dar un paseo. Iría a desayunar. No tenía mucha hambre, pero pensé que tenía que comer algo que tuviera unas cuantas vitaminas. Así que crucé la Quinta Avenida y eché a andar hacia donde están los restaurantes baratos porque no quería gastar mucho dinero.
Mientras caminaba pasé junto a dos tíos que descargaban de un camión un enorme árbol de Navidad. Uno le gritaba al otro: «¡Cuidado! ¡Que se cae el muy hijoputa! ¡Agárralo bien!»
¡Vaya manera de hablar de un árbol de Navidad! Como, a pesar de todo, tenía gracia, solté la carcajada. No pude hacer nada peor porque en el momento en que me eché a reír me entraron unas ganas horribles de vomitar. De verdad. Hasta devolví un poco, pero luego se me pasó. No entiendo por qué fue. No había comido nada que hubiera podido sentarme mal y además tengo un estómago bastante fuerte. Pero, como les decía, se me pasó y decidí tomar algo. Entré en un bar con pinta de barato y pedí un café y un par de donuts, pero no pude con ellos. Cuando uno está muy deprimido le resulta dificilísimo tragar. Pero por suerte el camarero era un tipo muy amable y se los volvió a llevar sin cobrármelos ni nada. Me tomé el café bebido y luego volví a la Quinta Avenida.
Era lunes, faltaban muy pocos días para Navidad y todas las tiendas estaban abiertas. Daba gusto pasear por allí. Había un ambiente muy navideño con todos esos Santa Claus tan cochambrosos que te encontrabas en todas las esquinas y las mujeres del Ejército de Salvación, esas que no se pintan ni nada, todos tocando campanillas. Miré a ver si encontraba a las monjas que había conocido el día anterior, pero no las vi. Ya me lo imaginaba porque me habían dicho que venían a Nueva York a enseñar, así que dejé de buscarlas. Pero, como les decía, se notaba mucho que era época de Navidad. Había millones de niños subiendo y bajando de autobuses y entrando y saliendo de tiendas con sus madres. Eché de menos a Phoebe. Ya no es tan pequeña como para volverse loca en el departamento de juguetes, pero le gusta pasear por ahí y ver a la gente. Dos años antes la había llevado de compras conmigo por esas fechas y lo pasamos estupendamente. Creo que fuimos a Bloomingdale's. Entramos en el departamento de zapatería e hicimos como si ella -¡qué Phoebe ésa!- hubiera querido comprarse unas botas de las que tienen miles de agujeros para pasar los cordones. Volvimos loco al dependiente. Phoebe se probó como veinte pares y el pobre hombre tuvo que abrochárselas todas. Le hicimos una buena faena, pero Phoebe se divirtió como loca. Al final compramos un par de mocasines y lo cargamos a la cuenta de mamá. El empleado estuvo muy amable. Creo que se dio cuenta de que estábamos tomándole el pelo, porque Phoebe acaba siempre soltando el trapo.
Pero, como les decía, me recorrí toda la Quinta Avenida sin corbata ni nada. De pronto empezó a pasarme una cosa horrible. Cada vez que iba a cruzar una calle y bajaba el bordillo de la acera, me entraba la sensación de que no iba a llegar al otro lado. Me parecía que iba a hundirme, a hundirme, y que nadie volvería a verme jamás. ¡Jo! ¡No me asusté poco! No se imaginan. Empecé a sudar como un condenado hasta que se me empapó toda la camisa y la ropa interior y todo.
Luego me pasó otra cosa. Cuando llegaba al final de cada manzana me ponía a hablar con mi hermano muerto y le decía: «Allie, no me dejes desaparecer. No dejes que desaparezca. Por favor, Allie.» Y cuando acababa de cruzar la calle, le daba las gracias. Cuando llegaba a la esquina siguiente, volvía a hacer lo mismo. Pero seguí andando. Creo que tenía miedo de detenerme, pero si quieren que les diga la verdad, no me acuerdo muy bien. Sé que no paré hasta que llegué a la calle sesenta y tantos, pasado el Zoo y todo. Allí me senté en un banco. Apenas podía respirar y sudaba como un loco. Me pasé sin moverme como una hora, y al final decidí irme de Nueva. York. Decidí no volver jamás a casa ni a ningún otro colegio. Decidí despedirme de Phoebe, decirle adiós, devolverle el dinero que me había prestado, y marcharme al Oeste haciendo autostop. Iría al túnel Holland, pararía un coche, y luego a otro, y a otro, y a otro, y en pocos días llegaría a un lugar donde haría sol y mucho calor y nadie me conocería. Buscaría un empleo. Pensé que encontraría trabajo en una gasolinera poniendo a los coches aceite y gasolina. Pero la verdad es que no me importaba qué clase de trabajo fuera con tal de que nadie me conociera y yo no conociera a nadie. Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida. Pensarían que era un pobre hombre y me dejarían en paz. Yo les llenaría los depósitos de gasolina, ellos me pagarían, y con el dinero me construiría una cabaña en algún sitio y pasaría allí el resto de mi vida. La levantaría cerca del bosque, pero no entre los árboles, porque quería ver el sol todo el tiempo. Me haría la comida, y luego, si me daba la gana de casarme, conocería a una chica guapísima que sería también sordomuda y nos casaríamos. Vendría a vivir a la cabaña conmigo y si quería decirme algo tendría que escribirlo como todo el mundo. Si llegábamos a tener hijos, los esconderíamos en alguna parte. Compraríamos un montón de libros y les enseñaríamos a leer y escribir nosotros solos.
Pensando en todo aquello me puse contentísimo. De verdad. Sabía que eso de hacerme pasar por sordomudo era imposible, pero aun así, me gustaba imaginármelo. Lo que sí decidí con toda seguridad fue lo de irme al Oeste. Pero antes tenía que despedirme de Phoebe. Crucé la calle a todo correr -por poco me atropellan-, entré en una papelería y compré un bloc y un lápiz. Pensé que le escribiría una nota diciéndole dónde podíamos encontrarnos para despedirnos y para que yo pudiera devolverle el dinero que me había prestado. Llevaría la nota al colegio y se la daría a alguien de la oficina para que se la entregaran. Estaba demasiado nervioso para escribirla en la tienda, así que me guardé el bloc y el lápiz en el bolsillo y empecé a andar a toda prisa hacia el colegio. Fui casi corriendo porque quería que recibiera el recado antes de que se fuera a comer a casa. No me quedaba mucho tiempo.
Naturalmente sabía dónde estaba el colegio porque había ido de pequeño. Cuando entré sentí una sensación rara. Creí que no iba a recordar cómo era por dentro, pero me acordaba perfectamente. Estaba exactamente igual que cuando yo estudiaba allí. El mismo patio interior, bastante oscuro, con una especie de jaulas alrededor de las farolas para que no se rompieran las bombillas si les daban con la pelota. Los mismos círculos blancos pintados en el suelo para juegos y cosas así, y las mismas cestas de baloncesto sin la red, sólo los maderos y los aros.
No había nadie, probablemente porque estaban todos en clase y aún no era la hora de comer. No vi más que a un niño negro. Del bolsillo trasero del pantalón le asomaba uno de esos pases de madera que llevábamos también nosotros y que demostraban que tenía uno permiso para ir al baño.
Seguía sudando, pero no tanto como antes. Me acerqué a las escaleras, me senté en el primer escalón y saqué el bloc y el lápiz que había comprado. Olía igual que cuando yo era pequeño, como si alguien acabara de mearse allí. Las escaleras de los colegios siempre huelen así. Pero, como les decía, me senté y escribí una nota:
Querida Phoebe,
no puedo esperar hasta el miércoles, así que me voy esta tarde al Oeste en auto-stop. Ven si puedes a la puerta del museo de arte a las doce y cuarto. Te devolveré tu dinero de Navidad. No he gastado mucho. Con mucho cariño,
Holden
El colegio estaba muy cerca del museo y Phoebe tenía que pasar por delante para ir a casa, así que estaba seguro de que la vería.
Cuando acabé, me fui a la oficina del director para ver si alguien podía llevarle la nota a su clase. La doblé como diez veces para que no la leyeran. En un colegio no se puede fiar uno de nadie. Pensé que se la darían porque era su hermano.
Mientras subía las escaleras creí que iba a vomitar otra vez, pero no. Me senté un segundo y me recuperé bastante. Pero mientras estaba sentado vi una cosa que me puso negro. Alguien había escrito J… en la pared. Me puse furiosísimo. Pensé en Phoebe y en los otros niños de su edad que lo verían y se preguntarían qué quería decir aquello. Siempre habría alguno que se lo explicaría de la peor manera posible, claro, y todos pensarían en eso y hasta se preocuparían durante un par de días. Me entraron ganas de matar al que lo había escrito. Tenía que haber sido un pervertido que había entrado por la noche en el colegio a mear o algo así, y lo había escrito en la pared. Me imaginé que le pillaba con las manos en la masa y que le aplastaba la cabeza contra los peldaños de piedra hasta dejarle muerto todo ensangrentado. Pero sabía que no tenía valor para hacer una cosa así. Lo sabía y eso me deprimió aún más. La verdad es que ni siquiera tenía valor para borrarlo con la mano. Me dio miedo de que me sorprendiera un profesor y se creyera que lo había escrito yo. Al final lo borré y luego subí a las oficinas. El director no estaba, pero sentada a la máquina de escribir había una viejecita que debía tener como cien años. Le expliqué que era hermano de Phoebe Caulfield de la 4B-1 y le dije que por favor le entregara la nota, que era muy importante porque mi madre estaba enferma y me había encargado que llevara a Phoebe a comer a una cafetería. La viejecita estuvo muy amable. Llamó a otra ancianita de la oficina de al lado y le dio la nota para que se la llevara a mi hermana. Luego la que tenía como cien años y yo hablamos un buen rato. Era muy simpática. Cuando le dije que había estudiado allí me preguntó que adonde iba ahora y le contesté que a Pencey. Me dijo que era muy buen colegio. Aunque hubiera querido hacerlo, no habría tenido fuerzas suficientes para abrirle los ojos. Además si quería creer que Pencey era muy buen colegio que lo creyera. De todos modos es dificilísimo hacer cambiar de opinión a una ancianita que tiene ya como un siglo. Les gusta seguir pensando las mismas cosas de antes. Al cabo de un buen rato me fui. Tuvo gracia. Al salir la viejecita me gritó «Buena suerte» con el mismo tono con que me lo había dicho Spencer cuando me largué de Pencey. ¡Dios mío! ¡Cómo me fastidia que me digan «Buena suerte» cuando me voy de alguna parte! Es de lo más deprimente.
Bajé por una escalera diferente y vi otro J… en la pared. Quise borrarlo con la mano también, pero en este caso lo habían grabado con una navaja o algo así. No había forma de quitarlo. De todos modos, aunque dedicara uno a eso un millón de años, nunca sería capaz de borrar todos los J… del mundo. Sería imposible.
Miré el reloj del patio. Eran las doce menos veinte. Aún me quedaba mucho tiempo por matar antes de ver a Phoebe, pero, como no tenía otro sitio adonde ir, me fui al museo de todos modos. Pensé parar en una cabina de teléfonos para llamar a Jane Gallaher antes de salir para el Oeste, pero no estaba en vena.
Mientras esperaba a Phoebe dentro del vestíbulo del museo, se me acercaron dos niños a preguntarme si sabía dónde estaban las momias. El más pequeño, el que me había hablado, llevaba la bragueta abierta. Cuando se lo dije se la abrochó sin moverse de donde estaba. No se molestó ni en esconderse detrás de una columna ni nada. Me hizo muchísima gracia. Me habría reído, pero tuve miedo de vomitar otra vez, así que me contuve.
– ¿Dónde están las momias, oiga? -repitió el niño-. ¿Lo sabe?
Me dio por tomarles el pelo un rato.
– ¿Las momias? ¿Qué es eso? -le pregunté.
– Ya sabe, las momias. Esos tíos que están muertos. Los que meten en tundas y todo eso.
¡Qué risa! Quería decir tumbas.
– ¿Cómo es que no estáis en el colegio? -le pregunté.
– Hoy no hay colegio -dijo el que hablaba siempre. Estoy seguro de que mentía descaradamente, el muy sinvergüenza. Como no tenía nada que hacer hasta que llegara Phoebe, les ayudé a buscar las momias. ¡Jo! Antes sabía exactamente dónde estaban, pero hacía años que no entraba en aquel museo.
– ¿Os interesan mucho las momias? -les dije.
– Sí.
– ¿No sabe hablar tu amigo?
– No es mi amigo. Es mi hermano.
– ¿No sabe hablar? -miré al que estaba callado-. ¿No sabes?
– Sí -me dijo-, pero no tengo ganas.
Al final averiguamos dónde estaban las momias.
– ¿Sabéis cómo enterraban los egipcios a los muertos? -pregunté a uno de los niños.
– No.
Pues deberíais saberlo porque es muy importante. Los envolvían en una especie de vendas empapadas en un líquido secreto. Así es como podían pasarse miles de años en sus tumbas sin que se les pudriera la cara ni nada. Nadie sabe qué líquido era ése. Ni siquiera los científicos modernos.
Para llegar adonde estaban las momias había que pasar por una especie de pasadizo. Una de las paredes estaba hecha con piedras que habían traído de la tumba de un faraón. La verdad es que daba bastante miedo y aquellos dos valientes no las tenían todas consigo. Se arrimaban a mí lo más que podían y el que no despegaba los labios iba prácticamente colgado de mi manga.
– Vámonos de aquí -le dijo de pronto a su hermano-. Yo ya las he visto. Venga, vámonos.
Se volvió y salió corriendo.
– Es de un cobarde que no vea -dijo el otro-. Adiós.
Y se fue corriendo también. Me quedé solo en la tumba. En cierto modo me gustó. Se estaba allí la mar de tranquilo. De pronto no se imaginan lo que vi en la pared. Otro J… Estaba escrito con una especie de lápiz rojo justo debajo del cristal que cubría las piedras del faraón.
Eso es lo malo. Que no hay forma de dar con un sitio tranquilo porque no existe. Cuando te crees que por fin lo has encontrado, te encuentras con que alguien ha escrito un J… en la pared. De verdad les digo que cuando me muera y me entierren en un cementerio y me pongan encima una lápida que diga Holden Caulfield y los años de mi nacimiento y de mi muerte, debajo alguien escribirá la dichosa palabrita.
Cuando salí de donde estaban las momias, tuve que ir al baño. Tenía diarrea. Aquello no me importó mucho, pero ocurrió algo más. Cuando ya me iba, poco antes de llegar a la puerta, no me desmayé de milagro. Tuve suerte porque podía haber dado con la cabeza en el suelo y haberme matado, pero caí de costado. Me salvé por un pelo. Al rato me sentí mejor. De verdad. Me dolía un poco el brazo de la caída, pero ya no estaba tan mareado.
Eran como las doce y diez, así que volví a la puerta a esperar a Phoebe. Pensé que quizá fuera aquélla la última vez que la veía. A Phoebe o a cualquiera de mi familia. Supongo que volvería a verles algún día, pero dentro de muchos años. Regresaría a casa cuando tuviera como treinta y cinco o así. Alguien se pondría enfermo y querría verme antes de morir. Eso sería lo único que podría hacerme abandonar mi cabaña. Me imaginé cómo sería mi vuelta. Sabía que mi madre se pondría muy nerviosa y empezaría a llorar y a suplicarme que no me fuera, pero yo no la haría caso. Estaría de lo más sereno. Primero la tranquilizaría y luego me acercaría a la mesita que hay al fondo del salón donde están los cigarrillos, sacaría uno y lo encendería así como muy frío y despegado. Les diría que podían ir a visitarme, pero no insistiría mucho. A Phoebe sí la dejaría venir a verme en verano, en Navidad, en Pascua. D.B. podría venir también si necesitaba un sitio bonito y tranquilo donde trabajar, pero en mi cabaña no le dejaría escribir guiones de cine. Sólo cuentos y libros. A todos los que vinieran a visitarme les pondría una condición. No hacer nada que no fuera sincero. Si no, tendrían que irse a otra parte. De pronto miré el reloj que había en el guardarropa y vi que era la una menos veinticinco. Empecé a temer que la viejecita del colegio no le hubiera dado la nota a Phoebe. Quizá la otra la había dicho que la quemara o algo así. No saben el susto que me llevé. Quería ver a Phoebe antes de echarme al camino. Tenía que devolverle su dinero y despedirme y todo eso.
Al final la vi venir a través de los cristales de la puerta. Era imposible no reconocerla porque llevaba mi gorra de caza puesta. Salí y bajé la escalinata de piedra para salirle al encuentro. Lo que no podía entender era por qué llevaba una maleta. Cruzaba la Quinta Avenida arrastrándola porque apenas podía con ella.
Cuando me acerqué me di cuenta de que era una mía vieja que usaba cuando estudiaba en Whooton. No comprendía qué hacía allí con ella.
– Hola -me dijo cuando llegó a mi lado. Jadeaba de haber ido arrastrando aquel trasto.
– Creí que no venías -le contesté-. ¿Qué diablos llevas ahí? No necesito nada. Voy a irme con lo puesto. No pienso recoger ni lo que tengo en la estación. ¿Qué has metido ahí dentro?
Dejó la maleta en el suelo.
– Mi ropa -dijo-. Voy contigo. ¿Puedo? ¿Verdad que me dejas?
– ¿Qué? -le dije. Casi me caí al suelo cuando me lo dijo. Se lo juro. Me dio tal mareo que creí que iba a desmayarme otra vez.
– Bajé en el ascensor de servicio para que Charlene no me viera. No pesa nada. Sólo llevo dos vestidos, y mis mocasines y unas cuantas cosas de ésas. Mira. No pesa, de verdad. Cógela, ya verás… ¿Puedo ir contigo, Holden? ¿Puedo? ¡Por favor!
– No. ¡Y cállate!
Creía que iba a desmayarme. No quería decirle que se callara, pero es que de verdad pensé que me iba al suelo.
– ¿Por qué no? Holden por favor, no te molestaré nada, sólo iré contigo. Si no quieres no llevaré ni la ropa. Cogeré sólo…
– No cogerás nada porque no vas a venir. Voy a ir solo, así que cállate de una vez.
– Por favor, Holden. Por favor, déjame ir. No notarás siquiera que…
– No vas. Y a callar. Dame esa maleta -le dije. Se la quité de la mano y estuve a punto de darle una bofetada. Empezó a llorar-. Creí que querías salir en la función del colegio. Creía que querías ser Benedict Arnold -le dije de muy malos modos-. ¿Qué quieres? ¿No salir en la función?
Phoebe lloró más fuerte. De pronto quise hacerla llorar hasta que se le secaran las lágrimas. Casi la odiaba. Creo que, sobre todo, porque si se venía conmigo no saldría en esa representación.
– Vamos -le dije. Subí otra vez la escalinata del museo.
Dejaría aquella absurda maleta en el guardarropa y ella podría recogerla cuando saliera a las tres del colegio. No podía ir a la clase cargada con ella.
– Venga, vámonos.
No quiso subir las escaleras. Se negaba a ir conmigo. Subí solo, dejé la maleta y volví a bajar. Estaba esperándome en la acera, pero me volvió la espalda cuando me acerqué a ella. A veces es capaz de hacer cosas así.
– No me voy a ninguna parte. He cambiado de opinión, así que deja de llorar -le dije. Lo gracioso es que Phoebe ya no lloraba pero se lo grité igual-. Vamos, te acompañaré al colegio. Venga. Vas a negar tarde.
No me contestó siquiera. Quise darle la mano, pero no me dejó. Seguía sin mirarme.
– ¿Tomaste algo? -le pregunté. ¿Has comido ya?
No despegó los labios. Se quitó la gorra de caza -la que yo le había dado-, y me la tiró a la cara. Luego me volvió la espalda otra vez. Yo no dije nada. Recogí la gorra y me la metí en el bolsillo.
– Vamos. Te llevaré al colegio. -No pienso volver al colegio.
Cuando me dijo aquello no supe qué contestarle. Me quedé sin saber qué decir unos minutos, parado en medio de la calle.
– Tienes que volver. ¿Quieres salir en esa función, o no? ¿Quieres ser Benedict Arnold, o no?
– No.
– Claro que sí. Claro que quieres. Venga, vámonos de aquí -le dije-. En primer lugar no me voy a ninguna parte, ya te lo he dicho. En cuanto te deje en el colegio voy a volver a casa. Primero me acercaré a la estación y de allí me iré directamente…
– He dicho que no vuelvo al colegio. Tú puedes hacer lo que te dé la gana, pero yo no vuelvo allí. Así que cállate ya.
Era la primera vez que me decía que me callara. Dicho por ella sonaba horrible. ¡Dios mío! Peor que una palabrota. Seguía sin mirarme y cada vez que le ponía la mano en el hombro o algo así, se apartaba.
– Oye, ¿quieres que vayamos a dar un paseo? -le pregunté-. ¿Quieres que vayamos hasta el zoológico? Si te dejo no ir al colegio y dar en cambio un paseo conmigo, ¿no harás más tonterías?
No quiso contestarme, así que volví a decírselo:
– Si te dejo no ir a clase esta tarde, ¿no harás tonterías? ¿Irás mañana al colegio como una buena chica?
– No lo sé -me dijo. Luego echó a correr y cruzó la calle sin mirar siquiera si venía algún coche. A veces se pone como loca.
No corrí tras ella. Sabía que me seguiría, así que eché a andar por la acera del parque mientras ella iba por la de enfrente. Se notaba que me miraba con el rabillo del ojo y sin volver la cabeza para ver por dónde iba. Así fuimos hasta el zoológico. Lo único que me preocupaba es que a veces pasaba un autobús de dos pisos que me tapaba el lado opuesto de la calle y no me dejaba ver a Phoebe. Pero cuando llegamos, grité:
– ¡Voy a entrar al zoológico! ¡Ven!
No volvió la cabeza, pero sabía que me había oído, y cuando empecé a bajar los escalones me volví y vi que estaba cruzando la calle para seguirme.
El zoológico estaba bastante desanimado porque hacía un día muy malo, pero en torno al estanque de las focas se habían reunido unas cuantas personas. Pasaba por allí sin detenerme cuando vi a Phoebe que fingía mirar cómo daban de comer a los animales -había un tío echándoles pescado-, así que volví atrás. Pensé que aquélla era buena ocasión para alcanzarla. Me acerqué, me paré detrás de ella y le puse las manos en los hombros, pero Phoebe dobló un poco las rodillas y se hizo a un lado. Ya les he dicho que cuando le da por ahí, se pone bastante descarada. Se quedó mirando cómo daban de comer a las focas y yo de pie tras ella. No volví a tocarla porque sabía que si lo hacía se marcharía. Los críos tienen sus cosas. Hay que andarse con mucho cuidado cuando uno trata con ellos.
Cuando se cansó del estanque de las focas, echó a andar si no a mi lado, tampoco muy lejos de mí. Íbamos más o menos uno por cada extremo de la acera. No era la situación ideal, pero era mejor que caminar a una milla de distancia como antes. Subimos la colinita del zoológico y nos paramos en lo alto, donde están los osos. Pero allí no había mucho que ver. Sólo estaba fuera uno de ellos, el polar. El otro, el marrón, estaba metido en su cuevecita dichosa y no le daba la gana de salir. No se le veía más que el trasero. A mi lado había un crío de pie con un sombrero de vaquero que le tapaba hasta las orejas. No hacía más que decir a su padre: «¡Hazle salir, papá! ¡Hazle salir!» Miré a Phoebe pero no quiso reírse. A los niños se les nota en seguida cuándo están enfadados en que no quieren reírse.
Dejamos de mirar a los osos, salimos del zoológico, cruzamos la callecita del parque, y nos metimos en uno de esos túneles que siempre huelen a pis. Era el camino del tiovivo. Phoebe seguía sin querer hablarme, pero por lo menos ahora iba a mi lado. La cogí por el cinturón del abrigo, pero me dijo:
– Las manos en los bolsillos, si no te importa.
Aún estaba enfadada, pero no tanto como antes. Habíamos llegado muy cerca del tiovivo y ya se oía esa musiquilla que toca siempre. En ese momento sonaba «¡Oh, Marie!», la misma canción que cuando yo era pequeño, como cincuenta años antes. Eso es lo bonito que tienen los tiovivos, que siempre tocan la misma música.
– Creí que lo cerraban en invierno -me dijo Phoebe. Era la primera vez que abría la boca. Probablemente se le había olvidado que estaba enfadada conmigo.
– A lo mejor lo han abierto porque es Navidad -le dije.
No me contestó. Debía haberse acordado del enfado.
– ¿Quieres subir? -le dije. Pensé que le gustaría. Cuando era muy pequeñita y venía al parque con Allie y conmigo, le volvía loca montar en el tiovivo. No había forma de bajarla de allí.
– Ya soy muy mayor -dijo. Pensé que no iba a decir nada, pero me contestó.
– No es verdad. ¡Venga! Te esperaré. ¡Anda! -le dije. Habíamos llegado. Subidos en el tiovivo había unos cuantos niños, la mayoría muy chicos, mientras que en los bancos de alrededor esperaban unos cuantos padres. Me acerqué a la ventanilla donde vendían los tickets y compré uno para Phoebe. Luego se lo di. Estaba de pie justo a mi lado.
– Toma -le dije-. Espera un momento. Aquí tienes el resto de tu dinero.
Quise darle lo que me quedaba, pero ella no me dejó.
– No, guárdalo tú. Guárdamelo -me dijo. Luego añadió-, por favor.
Me da mucha pena cuando alguien me dice «por favor», quiero decir alguien como Phoebe. Me deprimió muchísimo. Volví a meterme el dinero en el bolsillo.
– ¿No vas a montar tú también? -me preguntó. Me miraba con una expresión bastante rara. Se le notaba que ya no estaba enfadada conmigo.
– Quizá a la próxima. Esta te miraré -le dije-. ¿Tienes tu ticket?
– Sí.
– Entonces, ve. Yo te espero en ese banco. Te estaré mirando.
Me senté y ella subió al tiovivo. Dio la vuelta a toda la plataforma y al final se montó en un caballo marrón muy grande y bastante tronado. Luego el tiovivo se puso en marcha y la vi girar y girar. En esa vuelta habían subido sólo como cinco o seis niños y la música era «Smoke Gets in Your Eyes». El soniquete del aparato ese le daba a la canción un aire muy gracioso, como de jazz. Todos los críos trataban de estirar los brazos para tocar la anilla dorada del premio y Phoebe también. Me dio miedo que se cayera del caballo, pero no le dije nada. A los niños hay que tratarles así. Cuando se empeñan en hacer una cosa, es mejor dejarles. Si se caen que se caigan, pero no es bueno decirles nada.
Cuando el tiovivo paró se bajó del caballo y vino a decirme:
– Esta vez te toca a ti.
– No. Prefiero verte montar -le dije. Le di más dinero-. Toma, saca unos cuantos tickets.
Lo cogió.
– Ya no estoy enfadada contigo -dijo.
– Lo sé. Date prisa. Va a empezar otra vez.
De pronto, sin previo aviso, me dio un beso. Extendió la mano y me dijo:
– Llueve. Está empezando a chispear.
– Lo sé.
Luego hizo una cosa que me hizo mucha gracia. Me metió la mano en el bolsillo del abrigo, sacó la gorra de caza, y me la puso.
– ¿No la quieres tú? -le dije.
– Te la presto un rato.
– Bueno. Ahora date prisa. Vas a perderte esta vuelta. Te quitarán tu caballo.
Pero no se movió.
– ¿Es cierto lo que dijiste antes? ¿Que ya no vas a ninguna parte? ¿Irás a casa desde aquí? -me preguntó.
– Sí -le dije. Y era verdad. No mentía. Pensaba ir desde allí-. Pero date prisa. Ya empieza a moverse.
Salió corriendo, compró su ticket y subió al tiovivo justo a tiempo. Luego dio la vuelta otra vez a toda la plataforma hasta que llegó a su caballo. Se subió a él, me saludó con la mano, y yo le devolví el saludo. ¡Jo! ¡De pronto empezó a llover a cántaros! Un diluvio, se lo juro. Todos los padres y madres se refugiaron bajo el alero del tiovivo para no calarse hasta los huesos, pero yo aún me quedé sentado en el banco un buen rato. Me empapé bien, sobre todo el cuello y los pantalones. En cierto modo la gorra de caza me protegía bastante, pero aun así me mojé. No me importó. De pronto me sentía feliz viendo a Phoebe girar y girar. Si quieren que les diga la verdad, me sentí tan contento que estuve a punto de gritar. No sé por qué. Sólo porque estaba tan guapa con su abrigo azul dando vueltas y vueltas sin parar. ¡Cuánto me habría gustado que la hubieran visto así!