37975.fb2 El Hombre Que Amaba A Los Perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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Román Pávlovich sonrió, como si volviera a la vida, cuando Grigoriev le descifró los caracteres cirílicos y leyó el nombre estampado en el pasaporte: R-O-M-Á-N P-Á-V-L-O-V-I-C-H L-O-P-O-V. El soviético había ido moviendo el índice sobre las letras y el recién bautizado Román, hijo de Pablo, después de sonreír, se mantuvo observando con detenimiento los signos rígidos y distantes, mientras luchaba por grabarlos en su mente. En la foto del pasaporte, tomada en un sótano del edificio que ocupaba la Embajada soviética en Valencia, parecía mayor, como si se hubiera transformado desde la última vez que se vio en un espejo: pero le gustó la cara de Román Pávlovich, más recia, como hecha por la vida agreste del Cáucaso donde, según el documento, había nacido. Entonces Grigoriev extendió la mano, con una tensión exigente, y él le devolvió el pasaporte con la sensación de que se desprendía de un pedazo de su alma.

Desde que aterrizaron en el aeropuerto militar, Román Pávlovich había sentido cómo caía en un mundo impenetrable. El idioma ruso lo había rodeado con la misma densidad que el hedor áspero y oleaginoso exhalado por los oficiales que los habían llevado a una habitación demasiado cerrada, donde Grigoriev sostuvo una breve entrevista con dos de ellos. Ahora, acomodado en el asiento posterior del auto que compartía con Grigoriev, sentía cómo su olfato se limpiaba con el aire tibio que penetraba por la ventanilla y, con la caricia de su idioma, volvía a recuperar cierto equilibrio.

– ¿Estamos muy lejos de Moscú? -preguntó, observando el tupido bosque de pinos que atravesaba la carretera.

– Más cerca que ayer -dijo Grigoriev.

– ¿Y cuándo me llevarás?

– No viniste a hacer turismo -afirmó Grigoriev y él tuvo la certeza de que el tono del hombre se había endurecido, por alguna razón.

Ramón decidió permanecer en silencio. No iba a permitir que nadie le dañara la alegría que lo acompañaba desde que, al regresar a Barcelona, Kotov le anunció que había sido seleccionado para viajar a la patria del socialismo, con la misión de prepararse para luchar por el triunfo de la revolución mundial. Sin ofrecerle más detalles, el asesor le había advertido que serían semanas intensas, durante las cuales se les exigiría el máximo a su cuerpo y su mente.

El bosque de pinos se había hecho más impenetrable cuando, en una curva de la carretera, la monotonía conifera quedó rota por una muralla de hormigón junto a la que rodaron por varios centenares de metros hasta llegar a un portón metálico que se abrió con un chirrido carcelario. Ramón Mercader alertó sus sentidos, dispuesto a captar el más mínimo detalle. Tras el portón, que volvió a cerrarse apenas el auto lo traspuso, corría un sendero estrecho y circular que empezaron a recorrer en sentido opuesto a las manecillas del reloj. A la izquierda, en lo que debía de ser el centro de una gigantesca rotonda, se alzaban más pinos, separados a cada tanto por senderos que, como radios, se perdían hacia el corazón denso del bosque. A la izquierda, delimitadas por cercas metálicas flanqueadas de setos compactos y podados, había unas cabañas de ladrillo, en cuya puerta principal se veían números que seguían un orden recóndito o arbitrario: del 11 se pasaba al 3, luego al 8, al 2, al 7, como si los números hubieran sido voceados por un anunciante de loterías.

El auto se detuvo ante la cabaña 13, y cuando Grigoriev musite un llegamos, Ramón tuvo la convicción de que aquellos guarismos tenían un significado propicio: aquél era el año de su nacimiento. Apenas pusieron pie en tierra, el auto se perdió en la curva de la rotonda y Grigoriev avanzó hacia la cabaña y abrió la puerta, descorriendo cerrojo exterior. Ramón, que solo llevaba un bolso de tela donde le habían permitido echar alguna ropa interior, se apresuró y cruzó el umbral, para que su guía material y espiritual cerrara la puerta tras él.

La sala de la cabaña estaba dispuesta como un aula para un solo alumno, en la que destacaban un pupitre, una mesa con una silla, un pizarrón y un mapamundi desplegado en la pared. Hacia un costado había una mesa baja y, a su alrededor, cuatro butacas forradas en pie Frente a ellas estaban de pie dos hombres uniformados: uno llevaba un traje de reglamento, con grados en los hombros, y el otro un mono de campaña negro, sin distintivos. El oficial se acercó a Grigoriev sonriente, lo abrazó, para luego besarlo en las mejillas y los labios mientras ambos musitaban palabras en ruso. El del traje de campar hizo un saludo marcial a Grigoriev y éste, luego de responderle, le es trecho la mano y le habló algo en aquel idioma pedregoso. Solo entonces el oficial se volvió hacia Ramón y se dirigió a él en francés.

– Bienvenido a nuestra base, camarada Román Pávlovich. Soy el mariscal Koniev, jefe de la instalación, y él -señaló al hombre de negro-es el teniente Karmín, su oficial entrenador. Siéntese, por favor. ¿Un té?

Román Pávlovich sonrió, y ocupó su asiento mientras los otros tres se acomodaban en los restantes.

– ¿Podría ser café, mariscal? -pidió, también en francés.

– ¡Por supuesto!… Teniente, por favor… -Mientras Karmín se retiraba hacia la cocina, el mariscal encendió un cigarrillo y miró a Román Pávlovich-. Esta noche, antes de que le traigan la cena, el teniente Karmín le explicará el reglamento interno, de absoluto y estricto cumplimiento. Le adelanto que no podrá salir de esta cabaña si no es acompañado por su oficial entrenador, por mí o por su oficial operativo, el camarada Grigoriev. Y desde ahora le adelanto que para las faltas de disciplina solo hay una medida: la expulsión.

El mariscal hizo un silencio y, como si estuviera previsto, Karmín regresó con una bandeja de madera sobre la que humeaba una tetera que imponía sus emanaciones al aroma del café. En cuanto lo probó, Román Pávlovich lamentó haber pedido aquel brebaje excesivamente endulzado y claro y pensó si el reglamento le permitiría prepararse él mismo su infusión.

Sin pedirle permiso, Grigoriev y el mariscal comenzaron a hablar en ruso, y Román Pávlovich supuso que ajustaban los detalles de su estancia. El teniente Karmín bebía su té con los ojos clavados en la taza, como si esperara encontrar una serpiente en el fondo. El diálogo se extendió por varios minutos, con Koniev como principal expositor, y terminó cuando Grigoriev le entregó el pasaporte de Román Pávlovich al mariscal, que miró al nuevo alumno.

– Hasta que se decida su nueva identidad, usted será el Soldado 13 -informó lacónico y, con un gesto casi teatral, rasgó el pasaporte, para sobresalto de Ramón, que sintió nítidamente cómo se convertía en un fantasma sin nombre, sin brújula, sin retroceso, como se lo confirmaron las últimas palabras del mariscal-. O no será nadie.

Grigoriev y el Soldado 13 desayunaron en la cocina de la cabaña y éste tuvo la satisfacción de poder prepararse el café. Era un polvo rojizo y sin perfume, del que difícilmente se podría obtener una infusión satisfactoria, aunque colado por él era cuando menos bebible. Grigoriev lo invitó a dar una caminata y abandonaron la cabaña por la puerta trasera. Más allá de unos metros de tierra barrida, se volvía a ver la agobiante presencia del bosque de pinos a través del cual se extendían, hasta unos cien metros de la casa, unas cercas metálicas cubiertas con planchas galvanizadas que separaban los terrenos de las cabañas. Mientras penetraban en el bosque, el Soldado 13 notó que su guía apenas cojeaba.

La noche anterior el teniente Karmín le había explicado el reglamento de la base, que, esencialmente, se reducía a la obediencia más absoluta. Le confirmó que no tendría contacto con nadie que no estuviera autorizado por él y por el mariscal, y le explicó la razón: en un futuro, su vida podría depender de que ninguno de los estudiantes de la escuela hubiese visto jamás su cara y de que él no hubiese visto la de ninguno de ellos. Todos los que entraban en aquel recinto eran hombres de índices de inteligencia excepcionales, y se les exigiría según esa capacidad. El resto de las condiciones de su estancia, por tratarse de un soldado escogido para misiones especiales, se las explicaría el camarada Grigoriev, le dijo, y él no pudo dejar de sentir un flujo de orgullo al saber que era parte de una vendimia seleccionada.

Pero ese día del verano de 1937 el Soldado 13 tendría la verdadera noción de hasta qué punto había cambiado su vida cuando supo cuál iba a ser la importante misión que podría abrirle las puertas del cielo proletario. Grigoriev comenzó esbozándole la situación que se vivía en la URSS y de qué modo los implicaba. Como Ramón sabía, el Partido y el gobierno habían iniciado el año anterior una lucha a muerte contra los trotskistas y oposicionistas que quedaban en el país. Había sido especialmente doloroso descubrir, escasos meses después, cómo un grupo de los más prestigiosos oficiales del Ejército Rojo, entre ellos el mariscal Tujachevsky, se habían aliado con la inteligencia alemana con la intención de dar un golpe de Estado, deponer al camarada Stalin y pactar con los fascistas. Las pruebas halladas eran irrebatibles, y los militares habían sido juzgados y fusilados unas semanas atrás, mientras proseguía la purga de elementos peligrosos del ejército y se completaba la depuración en el Partido. Aquel operativo, continuó, lo había dirigido el camarada Yézhov, comisario de Asuntos Internos, bajo la supervisión directa del camarada Stalin. Ahora bien, dijo Grigoriev, y a pesar de que estaban rodeados solo por coníferas, bajó la voz hasta convertirla en un susurro: desde la caída de Yagoda, el anterior comisario del Interior, acusado de traición y trotskismo, Yézhov había comenzado una cacería dentro de las propias fuerzas secretas, tanto en la contrainteligencia de la NKVD como la inteligencia militar y, por exceso de celo o por su deseo de borrar del mapa a los antiguos oficiales para sustituirlos por sus hombres de confianza, estaba poniendo en riesgo la misma existencia de esos organismos.

– El camarada Stalin lo ha dejado actuar porque piensa que es necesario eliminar a los hombres de Yagoda que pudieran estar ligados a sus actos traidores -Grigoriev detuvo la marcha-. Y nadie mejor que Yézhov para ese trabajo. Pero a la vez le ha quitado de las manos varias direcciones, entre ellas la inteligencia en el exterior, y las ha confiado al camarada Laurenti Beria. Esta base y los planes que en ella se preparan, por ejemplo. Todo irá bien para nosotros mientras se mantenga esa división de funciones, pero si la depuración de Yézhov provoca un enfrentamiento con Beria, que al fin y al cabo es su subordinado, y se lanza hacia nosotros, la vamos a pasar muy, pero muy mal. Aunque lo peor no es eso: lo más grave es que se podrían perder las líneas de trabajo que parten de aquí, entre ellas la nuestra.

– ¿Y por qué el camarada Stalin se arriesga a que ocurra algo así?

– Tiene sus razones, siempre las tiene -dijo Grigoriev y escupió hacia un pino. Mantuvo el silencio durante unos segundos-. Mi situación es especialmente complicada por dos razones: primero porque Yézhov me considera un hombre de la época de Yagoda, aunque entré en la inteligencia mucho antes; segundo, porque soy judío, y es evidente que a él no les gustamos los judíos, como a mucha gente… Por eso es más seguro para mí seguir en España y tratar de hacerme indispensable allá.

Tal vez abrumado por la información que recibía, por las palabras pronunciadas en español o por el efecto benéfico de volver a encontrar debajo del seco Grigoriev al Kotov que conocía o creía conocer, Ramón sintió que volvía a ser él mismo y que el vértigo de novedades y sonidos incomprensibles en medio del cual había vivido durante los últimos días comenzaba a ceder, a pesar de tener la impresión de que estaban colocándolo en el borde de un precipicio donde lo abandonarían sin que se vislumbrara el menor asidero a su alcance.

– ¿Y cuál es la misión para la que nos necesita el camarada Stalin?

– La más importante -hizo una pausa larga, como si pensara-. Por eso estoy obligado a decírtela desde ahora, porque de tu disposición depende que sigamos adelante o no.

– ¿Cuál es? -Ramón no quiso jugar a las adivinanzas. Lo mejor, pensó, era tomar el toro por los cuernos.

– El camarada Stalin piensa que ha llegado el momento… Vamos a preparar la salida de Trotski del mundo.

Ramón no pudo evitar la sacudida. Quiso pensar que había oído mal, pero sabía que había entendido perfectamente y que en ese mismo instante, solo por haber escuchado aquellas palabras de Kotov, su vida había caído en una dimensión extraordinaria.

– ¿Qué quieres decir con preparar? -logró preguntar.

– Empezar a trabajar para ello. Montar un golpe maestro. Por eso tú y otros comunistas españoles estáis aquí.

– ¿Nos vais a preparar para matarlo?

– Los vamos a preparar para muchas cosas.

– ¿Y por qué coño tenemos que ser españoles?

Kotov sonrió y movió con el pie un piñón gigantesco. Le comentó que, en su opinión, los españoles nunca serían buenos agentes secretos. Aunque tenían a su favor una mezcla de temeridad y de crueldad innata que los hacía capaces de matar o morir (ése es un gran mérito) y también eran fanáticos (para este trabajo se necesita una buena dosis de fanatismo), arrastraban el defecto de ser demasiado espontáneos, a veces hasta cordiales y dramáticos, y en el fondo todos eran un poco fanfarrones, y la fanfarronería los hacía ser habladores, y ése resultaba un defecto difícil de erradicar…

– No es muy alentador lo que dices. No entiendo entonces…

– Esta misión es para hombres que hablen el castellano como primera lengua. Ésa es la primera razón. La segunda, que sean capaces de superar cualquier escrúpulo.

Ramón pensó hasta qué punto aquellos defectos y virtudes eran también suyos y concluyó que Kotov tenía una buena dosis de razón, excepto en la fanfarronería.

– Pero la verdadera causa por la que estás aquí es porque creo que tú puedes hacerlo -terminó Kotov.

Ramón miró hacia el bosque. La llama del orgullo se había prendido en su mente, desplazando cualquier otro temor. ¿Qué habría pensado África si hubiese oído aquella conversación? ¿De verdad ella había creído que él era demasiado blando? ¿Qué había visto Kotov en él?

– Dime, Ramón, si fuera necesario, ¿serías capaz de matar a un enemigo de la revolución?

El joven miró a Kotov y éste le sostuvo la mirada.

– Si fuera necesario, claro, lo haría.

El asesor sonrió y su mirada recuperó el brillo que había extraviado en los últimos días. Con un dedo apuntó al pecho de Ramón.

– ¿Te imaginas el honor que representaría ser el escogido para sacar del mundo a esa escoria traidora de Trotski? ¿Sabes que por años y años ese renegado ha estado trabajando para destruir la revolución y que es una rata inmunda que se ha vendido a los alemanes y a los japoneses? ¿Que ha llegado a planificar envenenamientos masivos de obreros soviéticos para sembrar el terror en el país? ¿Que su filosofía aventurerista puede poner en peligro el futuro del proletariado aquí, allá en España, en el mundo entero?

Ramón miró otra vez hacia el bosque. Su mente estaba en blanco, como si todos los conductos de su inteligencia se hubiesen quebrado, pero dijo:

– Lo que no entiendo es por qué se ha esperado hasta ahora para acabar con ese traidor.

– Tú no tienes que entender nada. Ya te lo dije: Stalin tiene sus razones, y nosotros, el deber de la obediencia… Por cierto, ¿cuántas veces has oído en estos dos días la palabra obediencia?

– No sé, varias.

– Y la volverás a oír mil veces, porque es la más importante. Después le siguen fidelidad y discreción. Ésa es la sagrada trinidad y debes grabártela en la frente, porque luego de haber oído lo que te he dicho, como te habrás dado cuenta, para ti solo hay dos caminos: uno va hacia la gloria y el otro hacia un campo de trabajo, donde no tienes la menor idea de lo poco que vale la vida de un pobre tipo que ni siquiera tiene nombre y es considerado un traidor… Arriba, ya deben de estar esperándonos.

Cuando entraron en la cabaña, el mariscal Koniev y Karmín se pusieron de pie y esbozaron saludos militares. Mientras el Soldado 13 se acomodaba en el pupitre, Grigoriev les dijo algo a los dos militares. Entonces Grigoriev y el mariscal ocuparon las butacas del fondo. Karmín, con su traje negro, fue a colocarse frente al pizarrón y pareció rundirse en él. Ramón notó que tenía las manos húmedas y escuchó en su cerebro las últimas palabras de Kotov.

– Soldado 13 -dijo Karmín, en un francés limpio y sureño que le evocó sus días en Dax y Toulouse-, tu mentor nos ha dicho que estás preparado para comenzar el entrenamiento. Pero antes de empezar a trabajar, serás sometido a diversas pruebas físicas y psicológicas para tener un diagnóstico exacto de tu persona. Si los resultados son satisfactorios, como esperamos, comenzarás a recibir clases de historia del partido bolchevique, de política internacional, de marxismo-leninismo y psicología. También te enseñaremos técnicas de supervivencia, de interrogatorio, de lucha cuerpo a cuerpo, y habrá prácticas con diversas armas de fuego y paracaidismo. La parte más importante del entrenamiento, sin embargo, estará en el trabajo con la personalidad. Vas a aprender, ante todo, que ya nunca volverás a ser la persona que fuiste antes de llegar a esta base. Te vamos a limpiar por dentro. Es un trabajo lento y difícil, pero si eres capaz de vencerlo, estarás en condiciones de recibir cualquiera de las personalidades que se decida escoger para la misión. Esa personalidad todavía no está determinada, pero, sea cual fuere, nunca volverás a ser español, ni deberás hablar en español, y mucho menos en catalán. Por lo pronto hablarás en francés y pensarás en francés. Trataremos de que sueñes incluso en francés. Nuestros especialistas te ayudarán en ese empeño pero, repito, tu voluntad es esencial para conseguir el éxito.

El Soldado 13 pensó que las expectativas eran tal vez demasiado elevadas, pero asintió en silencio, pues ya presentía que todo aquel conocimiento podría serle útil para la misión de que le hablara Kotov.

– Bien. Para comenzar, necesitamos que superes una prueba muy sencilla, pero definitiva, pues te va a enseñar muchas cosas. ¡Acompáñame!

Karmín avanzó hacia la salida de atrás y el Soldado 13 lo siguió. Tras ellos fueron Grigoriev y Koniev. La mañana era ahora más cálida y del bosque de pinos llegaba un efluvio perfumado. Sobre una pequeña mesa de madera el Soldado 13 vio tres modelos de puñales de campaña y pensó que lo enseñarían a utilizarlos. De entre los pinos surgieron en ese momento la figura de un militar, vestido como Karmín, que casi arrastraba a un hombre sucio, con el pelo grasiento y vestido con harapos, cuya fetidez se impuso al aroma del bosque.

– Mira bien a ese hombre -dijo Karmín-. Es una escoria, un enemigo del pueblo.

El Soldado 13 apenas miró al indigente cuando, sin que mediaran otras palabras, Karmín gritó:

– ¡Mátalo!

El Soldado 13, sorprendido por el alarido, sintió una doble confusión: ¿la orden era real? ¿Y a quién se la daban, al Soldado 13, a Ramón Mercader o al efímero Román Pávlovich? Pero no tuvo tiempo de pensar más pues Karmín extrajo de su funda la Nagan de reglamento y la amartilló.

– Iób tvoiv mat'! ¿¡Lo liquidas tú o tengo que hacerlo yo!?

El Soldado 13 miró los puñales y tomó uno de hoja corta y ancha que, sin saber por qué, le pareció el más apropiado. ¿Apropiado? ¿Para matar a un enemigo de la revolución?, pensó y sintió que las piernas le temblaban cuando dio el primer paso. Trató de convencerse de que aquello solo podía ser una prueba: llegado el momento, le ordenarían detenerse y sacarían de allí al pordiosero. Avanzó hacia el hombre fétido, en cuyos ojos descubrió un miedo creciente. El hombre dijo algo en ruso que él no pudo entender, aunque percibió como una súplica donde se repetía la palabratovárich, mientras daba uno, dos pasos hacia atrás, con el cuerpo sacudido por un temblor. El Soldado 13 siguió avanzando, con el puñal a la altura de la cadera, esperando oír la orden de detenerse, el mandato que no llegaba, mientras el pordiosero maloliente estaba cada vez más cerca de él.

El Soldado 13 vio el ruego dramático en los ojos del hombre, apenas a un metro y medio de él, y pudo escuchar el silencio. Nada más. En su mente se formó una palabra: obediencia, y una pregunta: ¿blando? La imagen de África pasó como una centella por su cerebro. Entonces dio otro paso, movió el puñal hacia atrás, para impulsarse, y comprendió que el otro era ya incapaz de huir, incluso de retroceder. El terror lo había paralizado y lo había puesto a sudar. ¿Debía matar a un hombre así, a sangre fría, para demostrar su fidelidad a una causa grandiosa? ¿Con esa impiedad había que tratar a los enemigos del pueblo en la tierra de la justicia? ¿Qué tenía que ver aquello con las traiciones de Trotski, con los desmanes de los fascistas españoles? No, se dijo, la orden llegaría, lo detendrían, todos se reirían, y movió unos centímetros más el puñal hasta colocarlo en la posición de ataque. Y ya no lo pensó: lanzó el brazo armado en busca del vientre del pordiosero y descubrió, en ese instante, que era el Soldado 13, que Ramón Mercader se había esfumado, que él estaba cumpliendo con el primer principio sagrado: la obediencia. El puñal siguió su viaje en persecución de la vida del hombre indefenso, paralizado por el terror, y cuando estaba a punto de hundirse en el vientre, sobre el que se habían cruzado las manos del hombre en un intento de protegerse, aquellas mismas manos se movieron a una velocidad inconcebible, desviaron el curso del acero y el Soldado 13 recibió una fortísima patada en el mentón, que lo lanzó de espaldas, inconsciente.

En unas pocas semanas, el Soldado 13 comenzó a percibir una mutación en los colores de su conciencia. Mientras las clases teóricas iban llenando su cerebro de razones filosóficas, históricas y políticas para hacer inquebrantable su fe, las sesiones con los psicólogos iban drenando su mente de los lastres de experiencias, recuerdos, temores e ilusiones forjadas a lo largo de una vida y de un pasado de los cuales se desprendía como si lo fueran desollando. Le asombraba comprobar cómo su historia personal comenzaba a ser una nube borrosa, y que incluso acontecimientos recientes, como las últimas recomendaciones que le hiciera Kotov antes de partir de regreso a España, parecían tan difuminadas que a veces se preguntaba si no las habría vivido en otra existencia, remota y turbia.

En esos meses fue cuando realmente Ramón empezó a dejar de ser Ramón, y solo volvería a serlo cuando el hombre en que lo convertirían se asfixiaba y, para salvarlo, debía salir a flote el viejo Ramón Mercader. O siempre que le ordenaban sacarlo a tomar sol. Pero ya nunc volvió a ser el mismo Ramón Mercader del Rio…

El hombre que en su pasado nebuloso había adoptado con su romanticismo juvenil y con las arengas de África los ideales comunistas empezó ahora a asumir una fe científicamente sustentada, cuya materialización era la nueva sociedad soviética, donde al fin el hombre había alcanzado el grado máximo de su dignidad. La lucha revolucionaria, intuitiva y desordenada que había desplegado contra la oligarquía, la burguesía, el fascismo y los traidores, se concretó con nueva coherencia y fundamentos en la necesidad histórica de la lucha del proletariado por materializar la utopía de la igualdad y en la misión del Partido de dirigir esa gran contienda. Aprendió que si aquella lucha por momentos podía parecer despiadada, siempre era justa. En las raíces cada una de estas ideas asomaban las teorías y prácticas estalinista la sabiduría y la mirada estratégica del camarada Stalin, el Secretario General que se alzaba sobre la historia, al frente de los proletarios de mundo, como genial heredero de Marx, Engels y Lenin. La convicción de que el futuro de la humanidad pertenecía al socialismo se convirtió en su credo; y aprendió que, para que la Unión Soviética alcanzase futuro, cualquier sacrificio, cualquier acto estaba históricamente justificado y no era admisible la más mínima disidencia. En ese punto añadieron a sus estudios las lecciones de odio clasista y, visualizando esos enemigos de clase, sus convicciones se volvieron más sólidas.

Llegó octubre y las temperaturas empezaron a bajar. Karmín anunció que, sin dejar las sesiones teóricas y los encuentros con los psicólogos, iniciarían los entrenamientos físicos. El Soldado 13 tuvo la esperanza de que al fin saldría de los límites de la base y tal vez poder ver con sus ojos parte de la realidad luminosa del país de los Soviet Sin embargo, salvo las dos semanas en que se trasladaron a los montes Urales para someterlo a pruebas de resistencia en condiciones tremas (de las cuales regresó con seis kilos menos pero con el orgullo de haber sido felicitado por Karmín), el resto del adiestramiento realizó en los bosques de Malájovka. Allí incorporó las técnicas tiro con fusil, pistola y ametralladora, las habilidades de lucha con puna con espada y con hacha, los recursos de la defensa personal utilizando solo manos y pies, y le enseñaron cómo ser preciso en el lanzamiento de granadas, el arte del escalamiento de paredes y de los procesos demolición. Vencido el primer ciclo, se empeñaron en el aprendiz je de las maneras de eliminar a uno o más enemigos con las diversa armas que dominaba, identificando primero los puntos débiles en defensa de los contrarios y luego los rincones de su anatomía donde se conseguían los efectos deseados con la mayor eficiencia. Los enemigos con los que se entrenaba, especialistas en los diversos modos de agresión, siempre fueron calificados de perros trotskistas, renegados trotskistas, traidores trotskistas, hasta conseguir que la mención del adjetivo provocara un derrame hormonal.

El Soldado 13 recordaría como el momento más álgido de su reconversión y entrenamiento cuando lo enseñaron a resistir los métodos psicológicos de tortura e interrogatorio, en los que incluyeron, para buscar el realismo necesario, agresiones físicas destinadas a demostrarle la increíble inventiva humana para infligir modos de sufrimiento en sus semejantes. La esencia de aquel aprendizaje, sin embargo, no era solo la adquisición de la capacidad de callar, sino y, sobre todo, de no dejarse manipular por los interrogadores, de cortar cualquier puente de entendimiento que pudiera abrir un canal hacia sus debilidades y, más aún, conseguir que los interrogadores creyeran historias que pudieran confundirlos y alejarlos de la verdad. Le demostraron que era mucho más difícil guardar un secreto que sonsacárselo a alguien, y lo adiestraron en juegos psicológicos rebuscados, como la evocación de sueños o el reflejo de supuestas obsesiones enfermizas.

Cuando a finales de noviembre Grigoriev reapareció en la base, el Soldado 13 ya era, hasta donde los entrenadores podían garantizarlo, un hombre de mármol, convencido de la necesidad de cumplir cualquier misión que se le ordenase, forjado para resistir en silencio diversos asedios, dotado de un odio visceral contra los enemigos trotskistas y apto para ser convertido en la persona que le asignaran. La satisfacción de sus instructores era ostensible, pues el diamante en bruto encontrado por Grigoriev parecía ser una piedra maravillosa, brillante por todas sus aristas: la política, la filosófica, la lingüística, la física, la psicológica, y había sido blindada con la mejor de las corazas, porque era un hombre capaz de guardar silencio, de explotar su odio, de no sentir compasión y de morir por la causa. Una máquina obediente y despiadada.

Aquella tarde, el Soldado 13 vestía un uniforme negro similar al de su entrenador personal, pero diseñado para las temperaturas invernales. Grigoriev, acompañado por el mariscal Koniev, entró en la cabaña, lo saludó con un gesto marcial y, sin quitarse ninguna de las piezas con que se protegía del frío, atravesó la estancia en busca de la salida posterior. A una orden de Karmín, el Soldado 13 lo siguió y, al acceder al patio nevado, estuvo a punto de sonreír al ver sobre una pequeña mesa tres puñales similares a los que le ofrecieran el día de su iniciación. El Soldado 13 comprendió de inmediato lo que se esperaba de él y, cuando vio que el instructor empujaba desde el bosque al hombre vestido con harapos, sacudido por el frío y el miedo, se dispuso a darle la lección que ahora, estaba seguro, era capaz de regalarle.

– ¡Soldado 13! -dijo Karmín-, ya lo sabes… Frente a ti hay un perro trotskista enemigo del pueblo. ¡Mátalo!

El Soldado 13 escogió el puñal de campaña del ejército inglés. Apenas lo aferró, sintió cómo su piel se calentaba hasta no percibir el frío, mientras sus músculos se convertían en una prolongación de la hoja de acero y sus pies en serpientes que reptaban hacia la víctima. El hombre rogaba y Karmín, unos metros detrás de él, tuvo la gentileza de traducirle: jura que es inocente, que no ha conspirado, dice que odia a Trotski, a Zinóviev, a Kámenev y a todos los traidores a la clase obrera, insiste en que su padrecito es el camarada Stalin, y pide por favor que se haga justicia proletaria con él. ¿Crees algo de todo eso? El Soldado 13 negó con la cabeza y siguió avanzando hacia el hombre cuyos temblores parecían tan auténticos como la súplica de piedad prendida de su mirada. En ese instante creyó descubrir una estrategia diferente en el perro suplicante que clamaba con los brazos abiertos, sin retroceder, como si se hubiera fundido en la nieve. Cuando movió el puñal para buscar impulso, realizó un rápido juego de manos y cambió el agarre. No dirigiría su ataque al abdomen, sino al cuello, para que el supuesto pordiosero pudiera desviar el movimiento de la hoja de acero pero no impedir que él lo golpeara entonces con toda sus fuerzas en las entrepiernas, primero, y, una vez de rodillas, clavarle el talón en la barbilla, con un medio giro de sus piernas.

El Soldado 13 contuvo la respiración, dispuesto al ataque. Dejó su mirada en los ojos de la presunta víctima y, con un arco cerrado, proyectó el brazo desde su costado derecho, buscando la yugular del hombre cuyos ojos no perdieron la expresión de terror hasta que el puñal se le clavó en el cuello y, un segundo después, lanzó un estertor de sangre que escapó por su boca y fue a dar en el pecho del uniforme negro y acolchado de su verdugo. El Soldado 13 sintió en el hombro el peso muerto del hombre, sostenido por el puñal, hasta que vio cómo se derrumbaba y dejaba libre el acero dentado, del que cayeron unas gotas más de sangre sobre la nieve ya enrojecida. El Soldado 13 nunca recordaría si en algún momento había sentido frío.

Mientras el auto avanzaba y la densidad del bosque decrecía, Grigoriev evocaba los tiempos de su llegada a Moscú, en los días caóticos y violentos previos al triunfo de Octubre. Sin dejar de escuchar, el Soldado 13 pensó que, apenas cuatro meses antes, al joven Ramón que lo había habitado le habría encantado visitar el Moscú rojo de la revolución, el sitio de peregrinación de todos los comunistas del mundo. Pero él había extraviado la curiosidad y ahora cumplía el trámite con la misma disciplina y falta de pasión con que hubiera acatado una orden, aun cuando sus sentidos estaban alertas y, a la vez que procesaban las palabras de su mentor, grababan en su mente los detalles del recorrido con la meticulosidad del profesional.

Grigoriev y el mariscal Koniev le habían comentado que se haría una pausa en sus entrenamientos. Por sus excelentes resultados, se le había concedido aquel permiso para que disfrutara de un fin de semana en la capital. Muy pronto el Soldado 13 comprendería que le permitían salir de la base con otras intenciones.

La nieve persistente de los últimos días cubría plazas y edificios, cúpulas y parques, y el río Moscova era un espejo sinuoso. Tan pronto empezaron el recorrido, Ramón sintió que penetraba en una ciudad con aires de villa feudal y espacios suprahumanos, que le provocaba una sensación de incongruencia entre su realidad y sus pretensiones, una imposibilidad de definición que solo le revelaría su origen muchos años después, cuando comprendió que, a pesar de su grandeza y prepotencia, la capital soviética seguía siendo un territorio en conflicto, el cruce de dos mundos que allí perdían sus contornos: Occidente y Oriente, cristianismo y ortodoxia, lo europeo y lo bizantino, que se desnaturalizaban y daban lugar a algo diferente, definitiva y esencialmente moscovita. La plaza Roja fue, como esperaba, la primera parada, y, al atravesarla, su dimensión se le antojó más inabarcable de lo que las fotos de los desfiles habían fraguado en su imaginación. Aunque las cúpulas acebolladas y coloridas de San Basilio lo sorprendieron por sus formas y colores, en realidad le resultaron exóticas e indescifrables, como si le hablaran en ruso o en algún otro idioma oriental; las rojas murallas y torres del Kremlin, en cambio, le parecieron más cercanas, adecuadas a la ancestral grandeza del país. Con un pase especial pudieron ahorrarse la fila que, con aquella temperatura de menos doce grados y entre ofrendas florales petrificadas por la congelación, hombres, mujeres y niños, llegados de todas partes de la URSS y del mundo, hacían en respetuoso silencio para pasar unos escasos minutos ante el cadáver momificado del creador del Estado soviético. La emoción que esperaba sentir al penetrar en aquel mausoleo entre faraónico y helénico se le extravió, pues le costó asimilar, a través de un cristal cuyos reflejos descomponían el rostro de la momia en planos mal montados, las emanaciones de la grandeza del hombre que había conseguido materializar el sueño más preciado y esquivo de la humanidad: la sociedad de los iguales.

Con otra autorización, minuciosamente revisada por los custodios, avanzaron hacia la Puerta de la Trinidad, por la que atravesaron las murallas del Kremlin, contra las que habían paleado la nieve. Mientras lo conducía por las calles interiores hacia la plaza de la Catedral, Grigoriev le mostró los sitios donde habían hecho modificaciones tras demoler unas viejas capillas de los tiempos de los primeros zares y casi detuvo la marcha para señalarle, a la menor distancia posible, los ventanales de las oficinas administrativas desde las cuales se dirigía el país más grande de la Tierra.

– ¿Ahí trabaja el camarada Stalin?

– Una parte del día -le respondió Grigoriev-. Y hasta hace unos años tuvo su departamento allí -e indicó el viejo edificio del Senado, levantado en tiempos de Catalina la Grande-. Desde que se suicidó su esposa, dejó esas habitaciones y siempre duerme en su dacha de Kúntsevo. Allí le gusta resolver los asuntos más importantes, pues casi siempre trabaja toda la madrugada. Duerme muy poco y trabaja mucho, pero es fuerte como un toro.

Cuando abandonaron el recinto amurallado, bordearon los gigantescos almacenes Gum a los que acudían gentes de toda la ciudad con la esperanza, muchas veces defraudada, de darle una sorpresa a sus estómagos. Frente al Museo de Historia tomaron la vieja calle Nikolskaya, rebautizada 25 de Octubre, para ascender la cuesta hacia la plazoleta donde imperaba la estatua de Félix Dzerzhinski, tras la cual se levantaba el edificio más temido de la nación.

– Voilà la Lubyanka -le señaló Grigoriev.

El Soldado 13 sabía la historia de aquella edificación y se dedicó a contemplarla en silencio. La antigua casa de seguros, ocre y adusta, había recibido hacía veinte años a los hombres que, convertidos en apocalípticos azotes proletarios en la tierra, habían asumido la responsabilidad de defender con cualesquiera métodos la revolución asediada por sus enemigos internos y externos. Solo de mirar el edificio, tan denso que parecía encajado en la tierra y por cuya acera no transitaba nadie, se sentía la fuerza emanante de la impiedad más real: la que, como voluntad de un dios inapelable, decide sobre la vida y la muerte, sin necesidad de protocolos, por encima de toda ley social. El Soldado 13 sabía que detrás de aquellas paredes se manejaba su propio destino y que, de algún modo, él se había convertido en un ladrillo más en aquel magnífico edificio que, desde la oscuridad, tanto había hecho por la supervivencia de la revolución. El poder avasallante de la

Lubyanka sería muy pronto su poder, pensó, cuando descubrió que se equivocaba: aquél ya era su poder, y lo había sentido en la mano que días antes sostuviera un puñal inglés.

– Como ves, la gente evita pasar por aquí -dijo Grigoriev e hizo una pausa-. Ésta es la plaza del miedo. Es un miedo que hemos cultivado con esmero, un miedo necesario. Se cuentan muchas historias de la Lubyanka, casi todas terribles. ¿Y sabes qué? La mayoría son ciertas. Los burgueses utilizan muy bien el miedo, y nosotros tuvimos que aprenderlo y ejercitarlo: sin miedo no se puede gobernar ni empujar a un país hacia el futuro.

– El proletariado tiene derecho a defenderse, de la forma que sea -dijo el Soldado 13 y Grigoriev sonrió.

– Veo que te han atiborrado de consignas. Ahórratelas conmigo.

Sin cojear apenas, Grigoriev lo condujo hacia el bulevar de los teatros y entraron en la calle Petrovka, donde el Soldado 13 encontró una vida palpitante que contrastaba con la soledad sideral de la Lubyanka. Su mentor le había dicho que buscarían un sitio adecuado para comer algo y conversar, a salvo de indiscretos. Ante un edificio de aire modernista, que al Soldado 13 le resultó lejanamente familiar y barcelonés, un hombre, al pie de una escalera que descendía desde la acera hacia un sótano, combatía el frío marchando sin moverse del sitio. El Soldado 13 tuvo la certeza de que el hombre los esperaba, pues los observó con insistencia mientras marchaba: un brazo se movía al compás, y la mano del otro brazo, cruzado sobre el pecho en una extraña posición, movía dos dedos inquietos, a la altura de la solapa. Al pasar a su lado, Grigoriev farfulló unniet, y bajaron al semisótano, cuyas claraboyas quedaban a la altura de la acera, y penetraron en lo que, con dificultad, el Soldado 13 hubiera calificado como una cervecería. Acodados a unas mesas altas, sin sillas a su alrededor, varios racimos de hombres y mujeres hablaban a gritos mientras bebían grandes sorbos de un líquido con olor a lúpulo al que añadían chorros generosos de los botellines de vodka que llevaban en cualquiera de los muchos bolsillos de sus abrigos. Sin dejar de hablar ni de beber, todos comían con avidez pequeñas lonchas de arenque ahumado sobre una rodaja de pan negro y unas tiras de carne oscura de alguna especie de pescado seco al que golpeaban varias veces contra la mesa para facilitar la extracción de los filetes, que deglutían casi sin masticar. El tufo del pescado, el hedor de la cerveza curada, el humo de aquel insufrible tabaco ruso llamado majorka y la fetidez de los sudores bajo los abrigos que hedían a piel de carnero húmeda resultó una atmósfera demasiado agresiva y el Soldado 13, preparado para resistir las agresiones más diversas, le rogó que buscaran algún otro lugar. Grigoriev sonrió, comprensivo.

– Sí, esto requiere un entrenamiento especial. La verdad es que al pueblo escogido por la providencia de la historia le hace falta más agua y jabón, ¿no?

Cuando salieron, el hombre de los dos dedos sobre la solapa continuaba su ejercicio, pero esta vez ni siquiera los miró. Mientras volvían al bulevar de los teatros, Grigoriev al fin le develó el misterio del solitario marchante: era un bebedor que buscaba otros dos compañeros con los que compartir unos vasos deyorsh, la mezcla de vodka y cerveza que todos bebían en el sótano.

– Los rusos son grandes bebedores, pero son bebedores competitivos. Hay dos cosas que no les gustan: la cerveza que no esté cargada con vodka, pues les parece que es un gasto de tiempo y dinero, y no tener puntos de referencia en la cantidad de bebida que tragan: por eso beben acompañados y compiten entre ellos. Y ese camarada, ya viste sus dos dedos, está buscando un par de compañeros para la faena…

Luego de andar unas cuadras, otra vez en dirección al Kremlin, entraron en la plaza del Manezh, y Grigoriev, deteniéndolo por un brazo, le pidió que observara el edificio monumental erigido frente a ellos. Sobre la entrada principal, el Soldado 13 encontró una identificación en cirílico que logró leer: Hotel Moscú. Contempló el bloque de mampostería, de varias plantas (diez, doce, pues su estructura hacía difícil saberlo), con una columnata soportando un techo adosado que se proyectaba hacia el frente, y de inmediato percibió una extraña falta de equilibrio.

– ¿Lo ves? -dijo Grigoriev y agregó-: Es el primer gran hotel construido por el poder soviético. Un triunfo de la arquitectura socialista.

El Soldado 13 asintió y permaneció en silencio, como le habían enseñado. El edificio le parecía monstruoso, un adefesio caído del cielo y encajado a la fuerza en una plaza con cuyo espíritu contrastaba dolorosamente. Lo más insólito era que las dos mitades de la construcción, que se abrían a partir del cuerpo central precedido por la fachada, eran asimétricas. Una tenía columnas adosadas y otra no; los pisos superiores de la torre izquierda tenían ventanas arqueadas, mientras que las de la torre derecha lucían estrictas y cuadradas; las cornisas de uno y otro bloque corrían a alturas diferentes, en una incompatible contraposición de proporciones y estilos que producían un efecto desconcertante, capaz de reafirmar la primera sensación de fealdad agresiva.

– Es horrible -susurró.

– Ahora te explico qué pasó -lo conminó su guía y traspusieron las puertas del hotel donde, gracias a una identificación esgrimida ante el portero, pudieron penetrar. Después de la cuidadosa prospección de Grigoriev, se acomodaron en una mesa de un bar desolado, que olía a bar y solo remotamente a pescado seco, y donde el Soldado 13 descubrió que, tras mostrar otra credencial (Grigoriev parecía tener todas las que se pedían en Moscú), era posible incluso beber vino francés y comer lonchas de salmón noruego y ternera estofada.

– ¿Por qué construyeron así el edificio? -quiso saber el Soldado 13.

– Calma, muchacho, eso te lo cuento después -dijo Grigoriev y bebió de un golpe su trago de vodka y volvió a rellenar el vaso con la pequeña botella de boca ancha que el camarada mesero había dejado al alcance de su mano-. Hace tres días estuve en una reunión muy, muy secreta, en la dacha de Kúntsevo. Como te concierne directamente, voy a decirte parte de lo que se habló allí. Tú sabes que si lo que te conté en Barcelona valía tu vida, y lo que has visto y aprendido en Malájovka vale, además de la tuya, las vidas de África, de Caridad y de tus hermanos, lo que te voy a decir ahora no tiene precio. Y te recuerdo que si antes no tenías retroceso, ahora tu única opción es avanzar y callarte la boca, con todo el mundo y para siempre.

El Soldado 13 escuchó las palabras de Grigoriev y percibió cómo lo recorría un reflujo de satisfacción. No tenía miedo ni le importaba que para él no hubiera vías de escape que no fueran hacia delante, pues ni el miedo ni el escape en otro sentido cabían ya en su mente.

– Puedes hablar -dijo y apartó la copa de vino tras beber un sorbo.

Grigoriev prefirió beber otro trago de vodka antes de entrar en materia: el camarada Stalin en persona le había conferido el honor de responsabilizarlo del operativo contra el renegado Trotski y le había dado la orden de ponerlo en marcha. En la reunión de Kúntsevo solo habían participado el camarada Stalin y el vicecomisario Beria y él. Habían comenzado por discutir la situación interna del Comisariado de Interiores y Beria le había dado la seguridad de que Yézhov no intervendría en esa operación. Es más, había agregado, los días de ese enano enloquecido estaban contados y ahora era él, Beria, quien estaba al frente de todas las operaciones especiales que Yézhov, con su manía persecutoria, hubiera frenado o incluso desmontado. Pero la operación Trotski nacía en ese instante, limpia y sin pasado, y Grigoriev la construiría por un camino paralelo al de todas las estructuras establecidas, con la discreción necesaria no solo para llevarla a cabo con éxito, sino también con el efecto propagandístico que necesitaban.

Al oír las últimas palabras de Beria, el camarada Stalin pareció despertar de un letargo y levantó una mano para pedir silencio, contaba Grigoriev. Durante la conversación había ido probando algunos sorbos de su copa de vino georgiano mezclado conlodidzy, un tipo de limonada también traída de Georgia: según le explicó a Grigoriev, bebía aquel compuesto con la autorización de los médicos, pues se había demostrado que la mezcla de esas dos bebidas ancestrales estimulaba la circulación y relajaba los músculos. Como bien decía el camarada Beria, comenzó el Jefe, la cacería del traidor degenerado y fascista había empezado. Él, personalmente, había decidido que Grigoriev fuese el director in situ de la operación, pero el camarada Beria debía recibir de Grigoriev partes semanales y, si era preciso, partes diarios, de los que él sería puesto al corriente siempre que fuera necesario y, de manera obligatoria, una vez cada quince días. Grigoriev, como oficial operativo a cargo de la misión, tendría un superior directo dentro del Comisariado, un agente que solo respondería ante Beria, y con el cual Grigoriev debía discutir todas las cuestiones de logística, aunque ya le adelantaba que tendría a su disposición los medios económicos y humanos necesarios, pues acabar con ese gran traidor se consideraba una prioridad del Estado soviético, más aún, una necesidad para el futuro del comunismo internacional. El plan, que debía prepararse con sumo cuidado, tendría que cumplir algunas condiciones importantes: la primera, que no fuese posible encontrar una pista capaz de ligar a cualquier organismo soviético con la operación; la segunda, que la acción final solo se ejecutase cuando él, personalmente, él, recalcó, diera la orden; y luego venían otras, como que el mejor lugar para concretar el plan era México y que, de ser posible, los ejecutores fueran mexicanos y españoles o, en su defecto, hombres de los servicios secretos del Komintern, aunque Beria, Grigoriev y el oficial operativo (aún no hemos decidido quién, había susurrado Beria) tenían que organizar varias alternativas que, también él, personalmente, aprobaría. Grigoriev trabajaría sin preocuparse por efectos colaterales tales como una posible crisis con el gobierno del imbécil de Cárdenas, pues llegado el caso lo harían tragarse la prepotencia con que se comportó cuando él había protestado por el asilo concedido al renegado. Países más consolidados, como Francia, Noruega o Dinamarca, habían caído de rodillas cuando se atrevieron a desafiarlo y él se había visto obligado a apretar ciertos tornillos.

– Entonces me explicó por qué había llegado el momento de idear el plan pero no de ejecutarlo. La esencia de todo es la guerra, el comienzo de la guerra y los caminos que siga -dijo Grigoriev y volvió a servirse vodka, aunque no lo bebió-. La guerra va a empezar en cualquier momento…

– ¿Y por qué debo saber yo todo esto? -preguntó el Soldado 13, estupefacto por el peso que ejercía sobre sus hombros lo que había escuchado.

Grigoriev parecía ahora más distendido y bebió vodka.

– En una semana tenemos que decidir quién serás. Nos sobran mexicanos y españoles y necesitamos más franceses, norteamericanos. Vamos a crear varios grupos operativos independientes, y puedes estar seguro de que de tu existencia solamente sabremos cuatro personas en la Tierra: Stalin, Beria, el oficial operativo y yo.

– ¿Estás pensado que sea yo quien cumpla la misión?

– Vas a estar en la línea del frente, aunque todavía no sé en qué lugar… Pero como vas a trabajar conmigo, prefiero que desde ahora sepas lo que se espera de ti, llegado el caso… La experiencia me dice que alguien que sabe bien lo que hace y por qué lo hace, trabaja mejor.

El Soldado 13 guardó silencio mientras Grigoriev probaba el salmón. Fuera, la tarde se había convertido en noche y se veía un pedazo de la calle Ojotni Riad, mal iluminada y casi desierta.

– Stalin me dijo algo más… -comenzó Grigoriev y levantó la mano para pedir otrachekushka de vodka. Cuando el mesero se retiró, miró a su discípulo-. Esta misión no admite el fracaso. Si fallo, lo pago con mis pelotas.

– ¿Te lo dijo así?

– El camarada Stalin suele ser un hombre muy directo. Y le puede molestar muchísimo que no cumplan bien sus órdenes… Para que me entiendas: lo que viste fuera de este hotel es un monumento a la obediencia que él exige y espera… Oye bien esto, te puede enseñar mucho: cuando él decidió que se le debía dar una imagen nueva a Moscú, escogió este lugar para que se construyera un hotel donde se alojarían sus visitantes más distinguidos. A partir de sus sugerencias, pidió que le presentaran dos proyectos diferentes. Como él piensa que Moscú debe comenzar a convertirse en la capital de la arquitectura proletaria, tiene sus ideas al respecto. Se las comentó al proyectista Schúsev y a los arquitectos Saveliev y Stapran y les encargó los planos con la seguridad de que ellos sabrían interpretar lo que él tenía en mente. Los arquitectos temblaron al oír lo que Stalin les pedía y proyectaron, cada uno por su lado, lo que creyeron que podían ser las ideas del Jefe. Pero cuando Schúsev le presentó los dos proyectos, él no pudo verlos de inmediato, tenía otros problemas, y no se sabe por qué, a la semana siguiente los planos volvieron a manos del proyectista Schúsev… autorizados los dos por el camarada Stalin. ¿Cómo era posible?, se preguntaron. ¿Quería dos hoteles, o quería los dos proyectos, o había firmado los dos por error? La única solución era preguntarle al camarada Stalin si se había equivocado, pero… ¿quién se atrevía a molestarlo en sus vacaciones en Sochi? Además, el Secretario General nunca se confunde. Entonces Schúsev se iluminó, como el genio que es: realizarían los dos proyectos en un solo edificio, una mitad según el de Saveliev y la otra siguiendo el de Stapran… Así nació este engendro, y Schúsev, Saveliev y Stapran lograron salir airosos. El edificio es absurdo, un horror estético, pero existe y cumple con las ideas y la decisión del camarada Stalin. Yo aprendí la lección, y espero que tú también seas capaz de entenderla. ¡Salud, Soldado 13! -dijo y bebió hasta el fondo su vaso de vodka.

Kotov debía morir, anunció Grigoriev. Lamentaba dejar al Soldado 13 en aquel momento preciso, quizás el más bello en su proceso de renacimiento, pero debía volver a España para comenzar a preparar los funerales de su otro yo. Uno nace, otro se va, es la dialéctica de la vida, y le explicó que, antes de dedicarse en cuerpo y alma a la nueva misión, debía transferir sus responsabilidades en España a otros cámaradas; el traspaso solo podía hacerse sobre el terreno y en un tiempo quizás dilatado por la situación de la guerra: aunque los nacionales habían ganado territorio, la zona industrial y más poblada del país seguía en manos republicanas, y mientras la conservaran podían aspirar a la victoria. Al oír ese comentario, el Soldado 13 sintió la artera mordida de la nostalgia, pero logró contener los deseos de Ramón y se abstuvo de hacer una sola pregunta. Lo que no pudo evitar fue que la mención de la guerra y la inminente partida de Kotov afectaran a su todavía doloroso apego a lo que hasta poco antes habían sido su guerra, su patria y sus amores. Solo la conciencia de que ya nada de aquello le pertenecía ni volvería a pertenecerle, al menos de la misma manera, y el orgullo de saber que ahora formaba parte de un grupo selecto, situado en el corazón de la lucha por el futuro del socialismo, lo salvaron de aquel titubeo. Él vivía para la fe, la obediencia y el odio: si no se lo ordenaban, el resto no existía. África incluida. África sobre todo.

Karmín y el grupo de psicólogos continuó trabajando con él, y el Soldado 13 supo dominar su ansiedad por la demora de la anunciada concreción de una nueva personalidad. Sabía que estaba en manos de los especialistas más capaces y, confiado en la experiencia de aquellos maestros de la supervivencia y la transformación, se empeñó con más ahínco en su adiestramiento.

Ya en la segunda semana de diciembre, luego de un día monótono en el que solo recibió en la cabaña la visita de la mujer hierática encargada de la limpieza y de traerle la comida, se presentaron ante él dos hombres con aspectos y modales diferentes a todos con los que había tratado desde su llegada a la base. Uno dijo llamarse Cicerón y el otro Josefino. La primera impresión que daban era la de ser un dúo cómico de vodevil: ambos vestían del mismo modo desmañado, tenían en sus miradas una dureza profunda y ensayada, y hablaban un francés perfecto pero con un dejo que el Soldado 13 no logró ubicar. Casi a dos voces le dijeron que su misión era convertirlo en un belga llamado Jacques Mornard. ¿Qué le parecía el nombre? El Soldado 13 sintió cómo se llenaba de orgullo y satisfacción. Finalmente dejaba de ser un alumno para convertirse en un agente. Jacques Mornard, repitió en su mente, mientras Cicerón extraía del maletín que lo acompañaba una carpeta y varios libros, que colocó sobre la mesa rodeada de butacones.

– Vas a aprenderte de memoria la vida de Jacques Mornard -dijo, y movió la carpeta hacia el Soldado 13-. Después léete los libros, tienen información sobre Bélgica que también tienes que incorporar.

El llamado Josefino, que había permanecido de pie, tomó la palabra.

– Escribe los detalles que te gustaría incorporarle a Mornard, los que creas que deben formar parte de su personalidad o de su historia. Lo que te entregamos es como el esqueleto que usarás a partir de ahora. Los músculos y la sangre se los incorporamos después.

– ¿Por qué belga y no francés? -se atrevió a preguntar el todavía Soldado 13-. Yo viví en Francia varios años…

– Lo sabemos -dijo Josefino-, pero tu pasado ya no existe y nunca más existirá. Debes ser un hombre totalmente nuevo.

– El Hombre Nuevo -dijo Cicerón, y el Soldado 13 creyó advertir una pizca de ironía-. Desde ahora debes pensar en ti mismo como Jacques Mornard. De la solidez de tu convencimiento de ser Jacques Mornard depende el éxito de tu conversión y, más aún, depende tu vida. Pero tómalo con calma… -dijo, mientras se ponía de pie. Los dos hombres se alejaron con una sonrisa, sin que mediara despedida alguna.

Durante aquella semana de lecturas y reflexiones, Jacques Mornard disfrutó de la sensación descrita por Josefino: era como si su cuerpo, hasta ahora vacío, fuera cobrando forma y completando su estructura. Volver a tener unos padres, un hermano, una ciudad natal, una escuela donde había estudiado y practicado deportes, crearon el sostén sobre el cual se insertaron sus gustos básicos, sus viejas preferencias de joven burgués, y hasta sus más remotos recuerdos. Como cualquier persona, había asistido con su padre y su hermano a muchos partidos de fútbol y se había hecho seguidor de un club, tenía su cafetería preferida en Bruselas, sus ideas sobre valones y flamencos, había tenido novias y un hobby que se convirtió en profesión: la fotografía. No militaba en ningún partido ni tenía opiniones políticas definidas, pero rechazaba el fascismo, pues le resultaba, cuando menos, antiestético. Sabía de la actuación y el destino histórico de Liev Trotski lo que cualquier persona culta, pero toda aquella disputa eran asuntos de comunistas y a él no le incumbían. Hablaba el francés y el inglés, pero no dominaba el flamenco ni el valón, pues había crecido fuera de Bélgica, y tampoco conocía el ruso, aunque sí entendía el español por los varios viajes que había hecho a España antes de la guerra. De su familia de diplomáticos, dueños de cierta fortuna, recibiría con frecuencia sumas que le permitirían vivir con desahogo y, si fuese necesario, con tendencia al derroche. Sería un burguesito común y corriente, un poco fanfarrón, siempre dispuesto a divertirse y, en general, despreocupado de la vida.

Jacques Mornard comprendió lo importante que había resultado el trabajo que los psicólogos habían realizado con él. A su viejo conocido Ramón no le hubiera gustado ser como Jacques; ni siquiera le habría interesado tener amistad con él. Entre la levedad intelectual que ahora asumía y la pasión política del catalán y su rechazo militante a los modos de vida burgueses se abría un abismo que le hubiera resultado imposible salvar sin la radical limpieza de su conciencia ni el duro adiestramiento al que lo habían sometido.

Cuando Josefino y Cicerón regresaron, Jacques Mornard sentía que se había llenado hasta la mitad de su capacidad. El trabajo que a partir de ese momento emprendieron aquellos instructores fue el de demiurgos platónicos: unos verdaderos creadores. Hablaban de Jacques como si lo hubiesen conocido de toda la vida y le implantaban recuerdos, ideas, modos de reaccionar ante determinadas situaciones, respuestas a las preguntas más simples y más complejas. Resultó un proceso lento, de repeticiones sucesivas, interrumpido a veces para dejar que las informaciones se empozaran en el subconsciente de Jacques, quien recibía entonces al profesor de fotografía empeñado en iniciarlo en el misterio de las cámaras (Jacques se enamoró de la Leica, pero además aprendió a usar la pesada Speed Graphic, la preferida de los fotógrafos de prensa), de las lentes, la evaluación de la luz y los secretos del trabajo en el laboratorio con los químicos y equipos de impresión; y después al logopeda, que lo dotaba de modismos, entonaciones y suaves erres belgas; al optometrista, quien lo proveyó de las gafas que usaría desde entonces; a Karmín, que, cuando Jacques llegaba al borde de la fatiga intelectual, lo sacaba a la nieve y a doce, quince grados bajo cero, le trabajaba cada músculo del cuerpo con una intensidad y una sabiduría capaces de devolverlo a la cabana físicamente agotado pero con la mente despejada, lista para la sesión del día siguiente.

Cuando Grigoriev regresó a Malájovka, hacia finales de enero, Jacques Mornard era un hombre casi completo. El asesor le contó que no había logrado concluir sus trabajos en España y, sin que Jacques se lo preguntara, le explicó que la situación de la guerra era todo lo complicada y desesperada que cabía esperar, aunque nada hacía presumir un desenlace cercano. El gobierno republicano confiaba en poder resistir hasta que el conflicto quedara fundido a la inminente guerra europea y se convirtieran en parte activa del gran bloque antifascista; así, su situación sería similar a la de las orgullosas democracias que le habían vuelto la espalda con el pretexto de la no intervención. Pero lo más importante, le dijo Grigoriev, era que también había tenido tiempo para tender los primeros cables de la nueva operación. Por eso, dispuesto a ajustar los conductos, saldría en breve hacia Nueva York y México, donde debía sostener algunos encuentros importantes. Antes, sin embargo, quería trabajar personalmente con su nueva criatura.

La presencia de su mentor alentó a Jacques Mornard. El momento de salir del útero de la base de entrenamiento se acercaba y, orientado por el asesor, se comenzaron a dar los retoques finales al belga. Un peluquero trabajó con su nuevo corte de pelo, un sastre preparó un ropero indispensable que se completaría cuando viajara a Occidente, y añadieron a su perfil la afición por los coches deportivos, cuyas marcas y características tuvo que estudiar, así como la historia del automovilismo europeo. Su conocimiento previo de la gastronomía francesa y de los modales en la mesa adquiridos en la École Hôtelière de Toulouse les ahorraron aquellas disciplinas, aunque le inculcaron la afición por ciertos platos belgas. A propuesta del propio Jacques, se le añadió a su carácter la debilidad por los perros. Aquella pasión remota de Ramón Mercader, ubicada en un lugar de su conciencia ajeno a los razonamientos, era compatible con el carácter y la educación de Jacques, y sus maestros se la permitieron. Los labradores de la infancia cambiaron sus nombres deSantiago y Cuba por Adán y Eva, y poder sentir amor por los perros hizo que Mornard se encontrase más a gusto consigo mismo.

Antes de marchar a América, Grigoriev decidió llevarlo de nuevo a Moscú, donde se comportaría públicamente como un curioso periodista belga de visita en la meca del comunismo. El asesor se encargaría de comprobar por sí mismo la solidez de la nueva personalidad, y durante los días en que compartieron los ratos libres de Grigoriev, Jacques estuvo todo el tiempo a prueba, respondiendo a las preguntas más diversas y mostrando las reacciones más acordes con su nueva personalidad.

Disfrutando de su libertad (sabía que a lo lejos un ojo lo calibraba) Jacques fue más allá del anillo de los bulevares que encerraba a la ciudad prerrevolucionaria y se adentró en los barrios proletarios, donde su presencia casi provocaba estampidas de los alarmados vecinos y donde encontró una grisura homogénea y férrea capaz de removerlo. Sabía que aquellos hombres, casi todos emigrados de los campos durante los tiempos difíciles de la colectivización de la tierra, vivían alojados en espacios mínimos y mal calentados (las llamadas komunalkas), a veces sin agua corriente. Enfundados en abrigos del mismo corte y color, ya gastados por los inviernos, apenas comían de las monótonas y escasas ofertas de los desabastecidos mercados y combatían el tedio y el agotamiento con dosis fulminantes de vodka. Pero aquellos hombres también eran, como él, soldados de la lucha por el futuro, cuyo sacrificio presente constituía la única garantía de que la humanidad del porvenir gozaría de la verdadera libertad. La vida de aquellos habitantes de Moscú (despreciados por los verdaderos moscovitas) y la suya (sí, él que vestía ropas de telas calurosas llegadas de Occidente y se alimentaba con manjares esfumados hasta de los sueños de aquellos proletarios) estaban en el mismo camino, en el mismo frente de batalla. Solo que mientras la responsabilidad de éstos resultaba cotidiana y humilde, la suya debía ser oscura y, llegado el momento, cruel, pero igualmente necesaria. Aquél era el precio que el presente les cobraba a los hombres de hoy por la luz del mañana.

Una de aquellas tardes, sentados en un banco del recién inaugurado parque Gorki, frente al helado río Moscova, Grigoriev y Mornard contemplaban a los muchachos que, en improvisados trineos, se deslizaban sobre la capa de hielo, felices y ajenos a los grandes dolores de la vida.

– Luchamos por ellos, Jacques -dijo Grigoriev y el belga sintió una profundidad sincera en la voz de su mentor-. Y es una lucha dura.

– Lo sé, y por eso estoy aquí. Pero me gustaría que supieran que soy como ellos, y no un capitalista de mierda.

Grigoriev asintió y, tras un silencio, habló con la vista fija en el río.

– Imagínate una carrera de caballos -dijo, rascándose el mentón-. Así vamos a trabajar… Todos saldrán a la vez, pero unos se acercarán a la meta antes que otros. Las condiciones del terreno, las oportunidades, las capacidades de cada uno van a influir, pero la orden que reciba el jinete decidirá quién va primero hacia el objetivo. Si ése lo alcanza, se termina el trabajo. Si falla, le corresponde avanzar a otro.

– ¿Qué número es el mío?

– Tú serás mi as en la manga, muchacho. Vas a trabajar siempre conmigo, directamente conmigo. De momento estarás al final de la fila, pero eso no quiere decir que seas el último. Quiere decir que serás la carta más segura, y no te arriesgaré hasta que no quede más remedio.

– ¿Y por qué no salgo primero y listo?

– Por muchas razones que no puedo explicarte ahora, o quizás nunca. Solo entiende que es así.

Jacques Mornard asintió y encendió uno de los cigarrillos franceses que ahora fumaba y que, días atrás, le provocaban carrasperas y toses.

– Tú vas a ser mi obra maestra -siguió Grigoriev-. Voy a construir para ti una verdadera partida de ajedrez. Vamos a empezar a jugar pensando desde el principio en la movida veinte, en la treinta, en el jaque mate. Será un reto intelectual, algo realmente hermoso -el hombre parecía soñar cuando se movió y se colocó de frente a Jacques-. Hay una sola cosa que me preocupa…

– ¿Mi obediencia, mi silencio?

Grigoriev sonrió, negando.

– Me preocupa saber si, llegado el momento del jaque mate, Jacques Mornard no va a flaquear. Sé que Ramón y el Soldado 13 no flaquearían. Pero Jacques… Es una misión que puede llegar a ser muy difícil, tal vez haya que pensar no solo en matar, sino también en morir…

Jacques lanzó el cigarrillo y meditó unos instantes.

– Es extraño -comenzó-. Jacques Mornard me ocupa casi por completo, pero hay espacios adonde no puede llegar. Mi odio y mi furia están intactos, mi fe es la misma. Y esas cosas no van a derretirse. Sé lo que estoy haciendo y me siento orgulloso. También sé que nunca podré expresar ese orgullo, pero eso mismo me hace más fuerte. Si me llega el momento, seré la razón del proletariado, el odio de los oprimidos. Y lo haré por ellos -y señaló hacia los niños que jugaban-. Puedes estar tranquilo. Jacques es un infeliz. Pero Ramón siempre estará dispuesto a todo. También a morir…

Jacques Mornard poseía una capacidad peculiar para enfrentarse al tiempo. Había interiorizado que cada acción debe ejecutarse en el momento preciso y que la ansiedad por precipitar los acontecimientos era algo ajeno a su carácter y su misión: su tiempo tenía dimensiones históricas, corría por encima de los plazos humanos y sus medidas brotaban de la necesidad filosófica. Varios años después se preguntaría si aquella capacidad que vino a salvarlo de estancamientos, abstenciones y tedios cotidianos no le habría sido inculcada con toda alevosía, previendo lo necesaria que le sería para resistir en silencio y con cordura los largos años de su confinamiento.

Desde que Grigoriev partiera y él regresara al régimen de la base de Malájovka, sin una idea precisa de las semanas o meses que tendría que esperar para ponerse en movimiento, se enfrascó en la tarea de pulir las aristas visibles y hasta ocultas de su nueva identidad. En compañía de Josefino y Cicerón, solía dar largas caminatas por el bosque, repitiendo las historias de su familia y de su propia vida, mientras con la Leica iba buscando composiciones sugerentes, luces expresivas, enfoques atrevidos. Dedicó muchas horas a la lectura de periódicos y al estudio de planos de ciudades y guías turísticas belgas, hasta sentirse capaz de caminar sin extraviarse por Bruselas o Lieja. Se puso al día sobre la enrevesada situación política en Francia y estudió la historia reciente de México. Aquel tiempo, que en otra época lo habría exasperado, ahora le fluía apacible, sin traumas.

En los periódicos franceses que habían comenzado a entregarle, había leído cómo la fiscalía soviética preparaba la instrucción del caso contra veintiún antiguos miembros del Partido y ex funcionarios del Estado, acusados de graves delitos que iban de la traición a la patria al comportamiento antibolchevique, pasando por el asesinato. Los nombres más mencionados eran los de Nikolái Bujarin y Alexéi Ríkov, antiguos líderes de la llamada Oposición de Derechas dentro del Partido; el de Guénrij Yagoda, destituido comisario de Interiores a cuyo cargo había estado la investigación para los anteriores procesos de 1936 y 1937; y el de Christian Rakovsky, el más tozudo de los opositores trotskistas. En el banquillo también estarían embajadores y hasta médicos, como el doctor Levin, médico personal de Lenin y Stalin desde la revolución, acusado de haber envenenado, entre otros, a Gorki y a su hijo Max, cumpliendo órdenes de Yagoda. Todo el país sabía que los acusados llevaban largos meses detenidos y su juicio era inminente. Sin embargo, Jacques Mornard no pudo dejar de alarmarse ante la certeza de hasta qué punto los delitos de aquellos hombres, como los de los traidores juzgados en 1936 y 1937, habían puesto en peligro la existencia misma del país en el cual habían ocupado los más altos cargos y contra el cual habían trabajado, según lo leído, desde los mismos inicios del proceso revolucionario. Todos ellos, coaligados con el oportunista Trotski, eran la esencia misma de la más solapada traición, de la felonía mayúscula.

Una noticia leída en aquellos periódicos lo sorprendió aún más que el anuncio del proceso. Se hablaba de la muerte en París de Liev Sedov, el hijo y colaborador más cercano de Trotski, y se comentaban las extrañas circunstancias del suceso, que estaba siendo investigado por la policía local. Jacques Mornard tuvo la convicción de que aquella muerte, justo cuando se echaban a andar los mecanismos para acabar con el viejo traidor, no podía ser obra de la casualidad o de la naturaleza, y cuando al fin Grigoriev regresó a Malájovka, se atrevió a buscar la confirmación de sus sospechas.

– ¿Crees que pudimos haber sido nosotros? -Grigoriev suspiró de cansancio mientras se acomodaba en un butacón de la cabaña.

– Sería muy extraño que no, digo yo.

– Sí, sería extraño. Pero las casualidades existen, mi querido Jacques, las complicaciones postoperatorias son frecuentes… ¿Por qué íbamos a arriesgarnos a matar a ese infeliz que ya estaba medio muerto y vivía como un indigente en París, tratando de encontrar unos seguidores que no aparecían? ¿Para alarmar al viejo y ponernos las cosas más difíciles?…

Jacques pensó unos instantes, y se atrevió preguntar algo que los demiurgos no habían logrado borrarle de la mente.

– ¿Y por qué mataron a Andreu Nin?

– Porque era un traidor, y eso tú lo sabes -dijo Grigoriev, de corrido.

– ¿No lo mataron porque no habló?

El otro sonrió, ahora desganadamente. Se le veía agotado.

– Olvídate de eso. Vamos, recoge tus cosas. Nos mudamos a Moscú.

El piso franco donde se alojaron estaba en las inmediaciones de la plaza de las Tres Estaciones, sobre la calle Groholsky, muy cerca del Jardín Botánico. Era una vieja casona de tres niveles que había pertenecido a un exportador de té, cuya familia, diezmada por la diáspora y los rigores de la nueva vida, había sido hacinada en la planta baja. Grigoriev y Jacques ocuparon un departamento con baño propio en el segundo piso, y solo entonces el mentor le comunicó que partirían hacia París en unos días.

El 2 de marzo Jacques siguió por la radio las informaciones sobre la apertura de la primera sesión del Consejo Militar del Tribunal Supremo de la Unión Soviética. Según los reportes, había alrededor de quinientas personas en la sala, y su centro de atención era el envejecido y balbuciente Bujarin. El fiscal Vishinsky presentó los cargos, ya conocidos por todos: los acusados, coaligados con el ausente Liev Davídovich Trotski y su difunto hijo y lugarteniente, Liev Sedov, no solo eran asesinos, terroristas y espías, sino que habían sido agentes contrarrevolucionarios desde el comienzo de la revolución y aun antes. Ya en 1918, Trotski y sus cómplices habían conspirado para asesinar a Lenin, así como a Stalin y al primer presidente soviético, Sverdlov. En poder de la fiscalía obraban declaraciones probatorias de cómo Trotski se había convertido en agente alemán en 1921 y de la Inteligencia Británica en 1926, al igual que algunos de sus compañeros de conspiración allí presentes. En su degradación traidora, la última escala había sido vender información a los servicios secretos polacos y conspirar, con algunos de los acusados, para provocar envenenamientos masivos de ciudadanos soviéticos, afortunadamente impedidos por la actuación de los insomnes guardianes de la NKVD.

Como Grigoriev entraba y salía del departamento, sin dar explicaciones a Jacques, éste decidió aprovechar el tiempo dando largas caminatas por Moscú, y por doquier el belga encontró una ciudad conmovida e indignada. Durante aquellos días de terribles revelaciones, la gente hasta parecía menos preocupada por la pésima calidad del pan o la falta de zapatos y se les veía felices de saber que sus dirigentes habían conseguido desarmar otra conspiración restauradora y prometían más castigos. La indignación del pueblo crecía a medida que los acusados iban admitiendo delitos cada vez más espeluznantes. Pero el asombro llegó a su climax cuando Bujarin admitió la monstruosidad de sus crímenes y se reconoció responsable, política y legalmente, de promover el derrotismo y de planear actos de sabotaje (aun cuando personalmente, aclaró, él no intervino en la preparación de ninguna acción concreta y negaba su participación en los actos de terrorismo y sabotaje más siniestros). Lo evidente era que Bujarin había finalizado su alegato del modo en que solo podía hacerlo un traidor: «Arrodillado frente al Partido y el país», dijo, «espero vuestro veredicto». Jacques advirtió que la intervención de Bujarin ofrecía una gran concentración de maldades presentes y pasadas, casi inconcebibles en un hombre que, hasta dos años antes, se movía en las altas esferas del Partido. Mas esa noche en las cervecerías, las calles, los vagones del metro, en las colas y entre los borrachos que pululaban en el triángulo sórdido de las tres estaciones (Leningrado, Kazan y Jaroslav), Jacques escuchó una y otra vez las mismas palabras: «Bujarin ha confesado», y la misma conclusión: «Ahora sí lo van a fusilar».

Cuando a la mañana siguiente Grigoriev le anunció que le tenía un regalo, Jacques pensó que había llegado el momento de la partida.

– Hoy vamos a ver el juicio -le dijo, para la mayor sorpresa del otro, y agregó-: Yagoda sube al estrado.

Eran poco más de las ocho cuando salieron a la superficie en la estación de Ojotni Riad y se dirigieron a la Casa de los Sindicatos. En el bulevar de los teatros, en la plaza donde se alzaba el teatro Bolshói y frente al hotel Metropol ya se había organizado una manifestación y la gente pedía con gritos y cartelones la muerte de los traidores antibolcheviques y trotskistas. La indignación era vehemente pero no caótica, y Jacques comprobó que los grupos estaban organizados por sindicatos, fábricas, escuelas, y que las consignas procedían de los editoriales delPravda.

A través del cordón de milicianos colocado en la boca de la calle Pushkinskaya, lograron abrirse paso hasta el edificio donde, antes de la victoria de Octubre, se había solazado la indolente aristocracia rusa. Subieron la escalinata, derroche de mármoles, bronces y vidrios, en busca del histórico Salón de las Columnas donde habían desgranado sus partituras los genios de la música rusa y bailado los grandes personajes del siglo anterior. Gracias a la revolución el recinto había cambiado su destino, como todo el país: en él los bolcheviques habían lanzado muchos de sus discursos revolucionarios, e incluso entre los veintiocho magníficos soportes de madera forrados de mármol, a los que el salón debía su nombre, se había velado el cadáver de Lenin antes de ser trasladado al primer mausoleo donde reposó; también allí se habían celebrado los juicios de agosto de 1936 y febrero de 1937 que habían comenzado y continuado la dolorosa pero necesaria purga de un partido, un Estado, un gobierno dispuestos a no detenerse ni siquiera ante la historia para poder gestar la nueva Historia.

En conmovido silencio, Jacques ocupó la silla que le indicó Grigoriev. Funcionarios del Partido, líderes del Komsomol, dirigentes del Komintern, diplomáticos extranjeros y periodistas acreditados llenaban el salón cuando, a las nueve en punto, hicieron su entrada los jueces, los fiscales y, finalmente, los acusados y sus abogados. La tensión del ambiente era malsana, oscura, cuando Jacques Mornard se inclinó hacia su mentor para preguntarle al oído:

– ¿Hoy viene el camarada Stalin?

– El tiene cosas muy importantes que hacer para perder el tiempo oyendo confesar a estos perros traidores.

Cuando Vishinsky llamó a declarar a Guénrij Yagoda, un murmullo recorrió el salón. Jacques Mornard vio ponerse de pie a un hombre más bien pequeño, casi calvo, con un bigote hitleriano que le daba aspecto de hurón. Resultaba difícil reconocer en aquel individuo, incapaz de mantener el control de sus manos, al hombre que por varios años había tenido el poder de decidir sobre la vida y la muerte de tantos ciudadanos y que desde hacía muchos años había escondido a un traidor.

– ¿Estás dispuesto a confesar los delitos de que se te acusa, Guénrij Yagoda? -inquirió Vishinsky, ostensiblemente vuelto hacia el auditorio.

– Sí -dijo de inmediato el reo e hizo una pausa antes de continuar-. Confieso porque he comprendido la perversidad de lo que yo y los demás acusados hemos hecho y porque creo que no debemos dejar el mundo con tan terribles crímenes en la conciencia. Con mi confesión espero prestar un servicio a la hermandad soviética e informar al mundo que el Partido siempre ha tenido la razón y que nosotros, criminales fuera de la ley, hemos estado equivocados.

Vishinsky, satisfecho, comenzó el interrogatorio con preguntas calzadas por la sorna, y cada respuesta de Yagoda provocaba un rumor y hasta algún grito de indignación en la sala. Jacques Mornard, todavía capaz de sorprenderse ante ciertas actitudes rusas, percibió la teatralidad que emanaba de aquellos personajes, de sus palabras, atuendos, gestos y hasta de la escenografía: sus actuaciones le recordaron ciertos retablos de títeres y marionetas de los que había disfrutado en las ciudades del sur de Francia, aquellas puestas en escena en las que, con necesario engolamiento, se contaba la inagotable historia de Roberto el Diablo, de Roldan y de los caballeros de la Tabla Redonda.

Yagoda reconocía haber conspirado para dar un golpe de Estado, en connivencia con los servicios secretos alemanes, ingleses y japoneses; admitía su participación en el complot trotskista para atentar contra la vida de Stalin, en algunos envenenamientos y en el asesinato de Máximo Gorki; aceptaba haber planeado una restauración burguesa en Rusia y, cumpliendo un plan de Trotski, cometido excesos represivos encaminados a crear malestar en el país. Pero cuando Vishinsky, más que contento por la vendimia lograda, le preguntó sobre su papel en el asesinato de Max, el hijo de Gorki, Yagoda no contestó. Vishinsky le exigió una respuesta, pero el reo se mantuvo en silencio. La tensión se hizo densa y la voz del fiscal resonó entre las columnas cuando le gritó al reo que confesara su papel en el asesinato de Max. Desde su silla, en tensión, Jacques advirtió que las manos de Yagoda temblaban de un modo incontrolado cuando, mirando al tribunal, con voz apenas audible, negó haber participado en el asesinato del hijo de Gorki y agregó, con tono de súplica:

– Quiero confesar que he mentido durante la instrucción. No he cometido ninguno de los delitos que se me imputan y que he reconocido. Le pido, camarada fiscal, que no me interrogue sobre los motivos de la mentira. Siempre fui fiel a la Unión Soviética, al Partido y al camarada Stalin, y como comunista no puedo culparme de delitos que no cometí.

Jacques Mornard comprendió que algo demasiado extraño estaba ocurriendo. El rostro de Vishinsky, los de los jueces, las expresiones de los miembros del tribunal y hasta las de los acusados revelaban un desconcierto que, desde el área dedicada al público, se había convertido en un avispero de voces de incredulidad, sorpresa, indignación, cuando por encima de la algarabía se alzó la voz del juez principal que decretaba un receso hasta la tarde.

– ¡Pero qué interesante! -le comentó Grigoriev, excitado-. Vamos a comer, te prometo que esta tarde vas a ver algo que nunca debes olvidar.

Cuando regresaron, Jacques Mornard vio penetrar en el Salón de las Columnas a un Yagoda que parecía haber envejecido diez años en apenas cinco horas. Cuando el juez se lo exigió, el acusado se levantó con dificultad. Su mirada era la de un cadáver.

– ¿Mantiene el acusado su declaración de esta mañana? -quiso saber el juez y Yagoda movió la cabeza negativamente.

– Me reconozco culpable de cuanto se me acusa -dijo y abrió una larga pausa hasta que los aplausos, silbidos y gritos de muerte al perro traidor de numerosos asistentes fueron acallados por el mazo del juez-. No creo necesario repetir la lista de mis delitos y no pretendo atenuar la gravedad de mis crímenes. Pero como sé que las leyes soviéticas no conocen la venganza, pido perdón. Yo me dirijo a ustedes, mis jueces; a ustedes, chequistas, a ti, camarada Stalin, para decir: ¡perdónenme!

– ¡No, no habrá perdón para ti! -gritó en ese instante Vishinsky, sin poder ocultar su satisfacción y su odio-. ¡Vas a morir como un perro! ¡Todos merecen morir como perros!

Grigoriev tocó con el codo a un Jacques demudado y le hizo una seña con la cabeza, poniéndose de pie.

– Ya no hay nada más que ver -le dijo mientras abandonaban el salón.

Jacques Mornard no pudo evitar sentirse confundido. Costaba encontrarles una lógica a las dispares reacciones de Yagoda. Ya en la calle, Grigoriev le pidió al chofer que los trasladaba por la ciudad que los llevara directamente al piso franco. Cuando bajaron, despidió al conductor con la orden de que pasara a recogerlo en un par de horas. En lugar de subir la escalera, Grigoriev le hizo señas a Jacques y salieron al patio del edificio, a través del cual accedieron a una calle por donde, siempre en silencio, avanzaron hacia la congestionada plaza de las Tres Estaciones. Sin detenerse, Grigoriev puso rumbo al estricto edificio de la estación de Leningrado. Casi a codazos entraron en el único local donde servían bebidas alcohólicas y el asesor pidió dos pintas de cerveza.

– ¿Qué te pareció lo que viste?

Jacques Mornard supo de inmediato que la pregunta poseía demasiados trasfondos y su respuesta podía tener algún valor para su futuro.

– ¿Quieres la verdad?

– Espero la verdad -dijo el otro y se sirvió un segundo vaso, que cargó con un chorro del vodka que llevaba en un bolsillo.

– Yagoda no confesó por voluntad propia. Todo sonaba a teatro.

Grigoriev lo miró, pensativo, bebió un gran sorbo delyorsh y, sin apartar la mirada de los ojos de Jacques Mornard, vertió más de la mitad de la chekushka de vodka en su jarra y se lo bebió.

– Yagoda conoce todos los métodos que existen para hacer confesar a alguien. Muchos los inventó él y puedo asegurarte que tenía una gran creatividad. Por supuesto, a él ya le habían aplicado algunos antes del juicio. ¿No te fijaste cómo se le movían los dientes? Quién sabe a qué persona perteneció esa dentadura… Pero el infeliz, en su desvarío, creyó que podía resistir… Hace tres días Krestensky pensó lo mismo y terminó confesándolo todo… A Yézhov no le hicieron falta ni tres horas para convencer a Yagoda de que no es posible resistir si uno es culpable de algo. Solo la inocencia absoluta te puede salvar y, aun así, muchos inocentes son capaces de confesar que crucificaron a Cristo con tal de que los dejen tranquilos y los maten cuanto antes.

– ¿Me estás diciendo que Yagoda es culpable de todo lo que dice el fiscal?

– No sé si de todo, o de casi todo, o nada más de una parte, pero es culpable. Y eso lo hizo débil. Y con esa debilidad no se puede soportar los empeños de mis colegas. Hoy ha sido un buen día para ti, Jacques. Yo quería mostrarte cómo se arrastra un hombre, pero has tenido el privilegio de ver cómo se derrumba y se hunde. Espero que hayas aprendido la lección: nadie resiste. Ni siquiera Yagoda. Tampoco va a resistir Yézhov cuando le toque su turno.

Jacques Mornard se decidió y bebió de un golpe casi toda su pinta de cerveza. Sintió cómo sus pulmones se congestionaban, amenazando asfixiarlo, hasta que sus fosas nasales bufaron como una locomotora que se pone en marcha; todavía tuvo que esperar unos segundos para recuperar el aliento. Aquel aprendizaje podría resultar mucho más arduo, pero había comprobado que el vapor etílico tenía la ventaja de expulsar de su olfato la pestilencia del ambiente.

– ¿Me vas a decir ahora qué pasó con Andreu Nin? -preguntó cuando al fin pudo hablar.

Grigoriev sonrió, mientras negaba con la cabeza.

– Qué tozudo… ¿Qué quieres que te diga? Ese catalán estaba tan loco que no confesó. Le llenó los cojones a todo el mundo y…

– Yo ya sabía que no iba a confesar -dijo y acercó a Grigoriev la jarra de cerveza. Su mentor le dejó caer un chorro de vodka-. Ni aunque lo inundaran de vodka…