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Ramón Mercader estaba convencido de que París era la ciudad más fatua del mundo y que los franceses y su gobierno socialista estaban traicionando a España, negándole el apoyo salvador que la República pedía a gritos. Pero se sintió satisfecho cuando Tom le abrió la puerta del departamento del último piso de la calle Léopold Robert y descubrió cómo desde las ventanas del ala norte podía ver el bulevar Montparnasse mientras desde el balcón, mirando al sur, se entreveía el bulevar Raspail, a la altura del Café des Arts.
– Está muy bien, ¿no? -comentó Tom, mientras le entregaba las llaves-. Céntrico y discreto, muy burgués pero un poco bohemio, como te corresponde.
– A Jacques Mornard le gusta -admitió, y observó las mesas y estantes de madera, desangelados por la falta de adornos, las paredes vacías donde debía colgar algunas fotos-. Él tiene que empezar a hacerlo suyo.
– Tienes tiempo para aclimatarte. Dos o tres meses, creo.
Jacques encendió un cigarrillo y recorrió la habitación, el cubículo del retrete, el cuarto de baño y la pequeña cocina donde una puerta acristalada dejaba ver el balcón de servicio que daba al patio interior del edificio. Regresó a la sala con un platillo de café que haría las veces de cenicero hasta tanto adquiriese los enseres necesarios, más afines a sü personalidad. En ese instante lo invadió una sensación desconocida, pues desde que Caridad comenzara sus fugas, más de diez años atrás, él nunca había vuelto a tener nada parecido a lo que los burgueses se empeñan en llamar un hogar.
– Me voy a mi hotel -dijo Tom, lanzando un bostezo-. ¿Vas a descansar?
– Necesito comprar algo de comer. Leche, café…
– Muy bien. Nos vemos esta noche. A las ocho, delante de lafontaine Saint Michel. Te tengo una sorpresa -y, con más dificultad que otras veces, se puso de pie.
– ¿Cuándo me vas a contar lo que te pasó en esa pierna?
Tom sonrió y abandonó el piso.
Jacques abrió su única maleta. Sacó las camisas y el traje de cachemir inglés y los tendió sobre una butaca, para que se airearan y recobraran su forma. Bajó a la calle y cruzó el bulevar Montparnasse para entrar en la Closerie des Lilas, casi vacío a media mañana. Pidió un vaso de leche caliente, un croissant y una taza de café. Empleó su mejor acento belga y recordó que no era necesario exagerar. En cualquier caso, tendría tiempo para limar aquellos defectos menores, se dijo, mientras dejaba caer en el bolsillo de su chaqueta el cenicero de la mesa vecina, grabado con el nombre del café.
Antes de deshacerse de Grigoriev, su mentor le había explicado que durante su viaje a Nueva York había puesto en marcha el sinuoso pero casi seguro camino de Jacques Mornard hacia el renegado Liev Trotski: a Ramón le pareció tan rebuscado e improbable que llegó a pensar si todo aquello no era una ficción. Grigoriev le había contado cómo bajo la identidad de míster Andrew Roberts había entrado en contacto con Louis Budenz, el director delDaily Worker. En otras ocasiones Budenz había colaborado con los servicios secretos soviéticos, y ahora Roberts necesitaba de él algo tan simple y tan difícil como que le enviara a París a una joven llamada Sylvia Ageloff, miembro activa de los círculos trotskistas norteamericanos, hermana de otras dos fanáticas, que, incluso, habían trabajado muy cerca del exiliado. Por supuesto, no le comentó para qué requería a Sylvia en Francia, y aunque Budenz solo conocería de la necesidad de mover a la trotskista, Roberts le recalcó que todo debía hacerse con la mayor discreción y creyó suficiente advertencia recordarle que, de aquella petición, nadie salvo ellos dos sabía una palabra. Louis Budenz se había comprometido a darle respuesta cuanto antes.
Esa noche, cuando abandonó el autobús y pasó ante el Odéon rumbo a lafontaine Saint Michel, Jacques Mornard sintió cómo penetraba en el corazón de una ciudad en efervescencia. Para los parisinos la guerra que se vivía del otro lado de los Pirineos y la que se anunciaba en el horizonte europeo estaban tan lejanas como el planeta Marte. La nuit parisienne mantenía su animación y, mientras esperaba junto a la fuente, Jacques se sintió rodeado de vida.
Tal vez el instinto o una llamada telúrica de la sangre lo hizo volverse: de inmediato la descubrió entre la gente, mientras se acercaba del brazo de Tom. Notó cómo su nueva identidad se removía con la sola presencia de aquel alarido que respondía al nombre de Caridad del Río. Cuando la mujer estuvo frente a él, sonriente y orgullosa, vestida con una elegancia que ahora le resultaba incongruente (aquellos zapatos de taco alto y piel de cocodrilo, por Dios), y susurró en catalán un«Mare meva, quin home més ben plantat!», él adivinó lo que venía: ella lo tomó por el cuello y lo besó en la mejilla, con la precisión malévola capaz de ubicarle el calor de su saliva en la comisura de los labios. Aunque Jacques Mornard trató de mantenerse a flote, Caridad había soltado las amarras de un Ramón que seguía emergiendo de sus profundidades arrastrado por aquel invencible sabor de anís.
A sugerencia de Tom, que esa noche no cojeaba en absoluto, buscaron labrasserie Le Balzar, en la calle Des Ecoles, donde alguien los estaría esperando. Caridad avanzaba entre los dos hombres, satisfecha, y Ramón decidió no volver a flaquear, al menos de manera evidente y delante de Tom. Quería preguntar por el pequeño Luis, a quien suponía todavía en París, y por Montse, que en algún momento le había comentado su intención de viajar a Francia. ¿Sabría Caridad algo de África, de la pequeña Lenina?
Al entrar en labrasserie un hombre con el cráneo rapado y brillante se puso de pie y los recién llegados, precedidos por Tom, avanzaron hacia la mesa que ocupaba. Después de estrecharle la mano al hombre, Tom los presentó, hablando en francés:
– Nuestra camarada Caridad. Este es George Mink -y volviéndose hacia su pupilo-: Jacques, George será tu contacto en París.
– Bienvenido, monsieur Mornard. Le deseo una agradable estancia en la ciudad.
Mientras bebían los aperitivos, a instancias de Tom, Caridad comentó cómo estaban las cosas en España, unos pocos días antes. Según ella, el Ejército Popular seguía mostrando debilidades, achacables a una causa concreta: el sabotaje enemigo. Mink, como si no entendiera, comentó que ya aplastados los trotskistas y los anarquistas, no se explicaba a qué enemigos se refería, y ella saltó: a los incapaces que todavía nos gobiernan.
– El ejército está ahora armado por los soviéticos y dirigido en un ochenta por ciento por oficiales comunistas -subrayó Caridad, mirando directamente a Tom-, pero aun así seguimos perdiendo batallas y los fascistas han llegado al Mediterráneo; han partido en dos la península. La única explicación es que al corazón de la República le falta la pureza ideológica necesaria para ganar la guerra. En España hacen falta más purgas.
– Pobre España -dijo Tom y de momento Jacques no supo a qué se refería-. Ya hay asesores soviéticos hasta en los baños públicos, y los comunistas españoles son los que halan la cadena. Si prácticamente controlamos el ejército, la inteligencia, la policía, la propaganda, ¿a quiénes van a purgar ahora?
– A los traidores. Ya nos quitamos de arriba a Indalecio Prieto. Todo el tiempo estuvo haciéndonos la guerra. Se pasaba el día diciendo que los comunistas somos como autómatas que obedecemos las órdenes del comité del Partido. Era peor que cualquier quintacolumnista…
– A veces Prieto me parecía un iluminado -dijo Tom, con un suspiro-. Nunca había visto un ministro de la Guerra más convencido de que no iba a ganar la guerra… Pero el verdadero problema es que ustedes, los comunistas españoles, no saben ganar. ¿Te has oído cómo hablas, Caridad? Pareces un puñetero editorial de periódico. Ahora todos hablan así… ¿Y quién va a pagar el desastre de España? Pues nosotros: Pedro, Orlov, yo y los demás jefes de los asesores. Pero la verdad es que nos estamos cansando de oírlos hablar y hablar y tener que empujarlos todos los días.
Jacques Mornard había sentido el latigazo en la espalda de Ramón. Con razón o sin ella, los golpes siempre iban a caer sobre las cabezas españolas, pensó, pero se mantuvo en silencio.
– No sé qué clase de comunistas son ustedes -siguió Tom, como si drenara un viejo resentimiento-. Dejan que otros les digan qué deben hacer y que los traten como a niños. Los lobos del Komintern siguen cortando el pastel. ¿Y por qué lo hacen? Porque ustedes no se deciden a mandarlos a la mierda y a hacer las cosas como deben.
– Y si los mandamos a la mierda -comenzó Ramón, sin lograr contenerse en aquel instante- a ellos y a vosotros, ¿con qué nos enfrentamos a las unidades italianas y a la aviación alemana? Sabes que dependemos de vosotros, que no tenemos alternativa…
Tom miró directamente a los ojos de su pupilo. Era una mirada penetrante y fácil de decodificar.
– ¿Qué te pasa, Jacques? Te veo alterado…, un hombre como tú…
Jacques Mornard percibió la intención punzante de aquel tono de voz y sintió que lo embargaba la impotencia, pero hizo un último esfuerzo por salvar su dignidad.
– Es que siempre somos los culpables…
– Nadie ha dicho eso -el tono de Tom había cambiado-. Casi desde la nada han avanzado hasta donde están, hoy son el partido más influyente en el bando republicano, y siempre van a contar con nuestro apoyo. Pero tienen que madurar de una vez.
– ¿Cuándo vuelves a España? -preguntó Mink aprovechando el momento de distensión, y Tom suspiró.
– En dos días. Preparo las cosas aquí y me vuelvo a ir. Yézhov insiste en que siga trabajando con Orlov. Pero me cuesta tener la mente en dos asuntos… Tengo una sola cabeza y me la estoy jugando en dos partes.
Caridad lo miró y, con una cautela impropia en ella, comentó:
– Entre la gente se rumorea que los asesores nos están dejando a nuestra suerte. Hasta se habla de la mala voluntad de algunos…
– Los que dicen eso son unos ingratos… Yo quiero irme porque tengo otra misión. He sudado sangre en España y he puesto mi pellejo delante de los tanques italianos en Madrid cuando nadie daba una peseta por la ciudad… -Tom bebió una copa del vino que habían servido y miró el mantel, de un blanco refulgente, como si buscara la mácula inexistente-. Nadie puede decir que quiera abandonarlos…
El silencio se estancó sobre la mesa y Mink se lanzó sobre él, mientras rellenaba su copa vacía.
– Yo sé que lo de España duele, pero nosotros tenemos otros problemitas, como el de escoger los platos, ¿no? Les recomiendo lachoucroute alsaciana, las salchichas que trae son de primera. Aunque yo me decanto por el cassoulet, me encanta el pato…
Antes de que Tom volviera a ponerse la piel de Kotov y regresara a España, Jacques recibió un consejo que en realidad era una orden: debía borrar España y su guerra de la cabeza. Para Jacques Mornard lo que ocurría al sur de los Pirineos solo serían noticias leídas en los periódicos. Ramón no podía permitir que aquella pasión aflorara y resquebrajara su identidad, ni siquiera en los círculos más íntimos, y, como medida preventiva, Tom le prohibió ver o hablar con Caridad hasta que él lo autorizase. La sutil maquinaria que había echado a andar hacía inadmisible la existencia de esa clase de deslices sentimentales y patrióticos: Ramón Mercader había demostrado ser capaz de colocarse por encima de esas debilidades y sus pasiones no debían salir de la oscuridad hasta que no fueran convocadas por una causa mayor, quizás la misma causa mayor.
George Mink, con su fachada de hijo de ucranianos emigrados a Francia en los días de la guerra civil rusa, se encargó desde entonces de ubicar a Jacques en el mundo parisino que le correspondía. Frecuentaron durante semanas los locales de la bohemia de la Rive Gauche, el hipódromo donde Jacques practicó sus conocimientos teóricos sobre las apuestas, recorrió las calles históricas y ahora degradadas de
Le Marais, intimó con las coristas del Moulin Rouge invitándolas a champán y recorrió al timón las calles de París aprendidas de los planos estudiados en Malájovka. Como si visitase un santuario, George lo llevó al Gemy's Club, donde Louis Leplée presentaba su gran descubrimiento, laMôme Piaf, una mujercita volátil y un tanto desgreñada que, con una voz enorme, entonaba canciones llenas de frases comunes y de metáforas atrevidas que, sin embargo, dejaron impávido y aburrido al belga. Con Jacques al volante visitaron Bruselas y Lieja, los fabulosos castillos de la cuenca del Loira y entrenaron el paladar del joven con los chocolates belgas, los vinos y quesos franceses, los rotundos platos normandos y los sutiles aromas de la cocina provenzal. El departamento de la calle Léopold Robert tomó un aspecto aburguesado e informal y Jacques se vistió con el arte de unos sastres judíos alemanes recién instalados en Le Marais, y llegó a tener en su guardarropa doce sombreros. Todo el tiempo se mantuvieron alejados de los círculos políticos franceses, del mundo de los emigrados rusos y de los cenáculos de los republicanos españoles, donde pululaban los espías de todos los servicios secretos del planeta, como si hubiesen sido convocados a una convención general del mundo de las tinieblas.
Cuando Tom regresó, a principios de junio, observó con satisfacción cómo su criatura rozaba la perfección y se sintió satisfecho de haber sabido descubrir en un primitivo comunista catalán aquel diamante que pulía como la joya más exquisita. Cumplida su estancia en España, Tom había vuelto a Nueva York, para saber que la línea de Sylvia Ageloff había sido activada y comenzaría a correr durante el mes de julio, cuando la muchacha, profesora dehigh school, tomara sus vacaciones de verano y, gracias al entusiasmo y la generosidad económica de su vieja amiga Ruby Weil, emprendiera el viaje de sus sueños a París. Sin decirle quién era la persona fotografiada, Tom le entregó a Jacques un retrato de Ruby Weil y vio que los ojos del joven se iluminaban.
– No está nada mal -admitió.
Tom sonrió y, sin hacer comentarios, le entregó una segunda foto donde se veía a una mujer cercana a los treinta, con gafas de aro redondo y cristales gruesos, el rostro delgado cubierto de pecas y el pelo lacio, caído sin gracia, por el que asomaban las puntas de las orejas.
– No todos los vinos son de Burdeos, Jacques… -dijo Tom, sin dejar de sonreír-. Ésta es Sylvia Ageloff, tu liebre. Bien cocinada, va y hasta sabe bien.
Para suavizar la conmoción, Tom le contó que también había estado en México, donde otras líneas de la operación ya se habían puesto en marcha. Mientras los hombres del Komintern le habían asignado al Partido Comunista la misión de exaltar los ánimos populares en contra de la presencia del renegado en el país, cuatro agentes, todos españoles, habían sido sembrados en la capital para llevar a cabo la operación si se daba la orden y si sus posibilidades de éxito se consideraban reales.
– Quizás estés viviendo las mejores vacaciones de tu vida, en París, lejos de la guerra, con dinero para gastar a manos llenas. Si tienes que roer este hueso -golpeó con la uña el rostro fotografiado de Sylvia Ageloff, y sonrió-, y si al final no te toca encargarte del trabajo, te haremos un buen descuento en tus deudas.
Jacques pensó que había sacrificios peores, y con ese consuelo se dispuso a esperar la llegada de la mujer que, si la suerte le correspondía, sería su conducto hacia el remoto Coyoacán y, tal vez, hacia la historia.
Desde comienzos de julio, Tom y Mink se habían esfumado y aquellos días de espera del momento cero, apaciblemente veraniegos, fueron para Jacques Mornard unas jornadas lentas, ensombrecidas por la crisis galopante que vivía la coalición del gobierno del Frente Popular en Francia, pero, sobre todo, por las cada vez peores noticias que iban llegando desde España, donde había comenzado la evacuación de voluntarios de las Brigadas Internacionales sin que el Ejército Popular, a pesar de la intrépida campaña del Ebro, lograra hacer retroceder a las tropas franquistas y consiguiera expulsarlas de la franja que habían abierto hasta el Mediterráneo. Los residuos del Ramón aún palpitantes en Jacques no podían dejar de enervarse ante aquellos fracasos, pero su disciplina había logrado mantenerlo alejado de los sitios donde se reunían los voluntarios evacuados, antes de partir de regreso a sus respectivos países. A Ramón le habría gustado escuchar sus historias, respirar su ambiente.
El día 15 de julio, sin que Jacques lo esperara, un Tom pálido y alterado había ido a verlo al departamento de la calle Léopold Robert. Sin saludarlo siquiera, le dijo que se había presentado una grave contingencia: todo parecía indicar que Orlov, el jefe de los asesores de la inteligencia soviética en España, había desertado. En aquel instante, por primera vez Jacques vería un resquicio de debilidad en aquel hombre al que tanto admiraba por su aplomo ante cualquier circunstancia. Pero muy pronto entendió las dimensiones del desastre que lo atormentaba.
– Estamos detrás de él, pero el cabrón conoce todos los métodos y cómo hacer las cosas. Sabemos que está en Francia, quizás aquí mismo, en París, y la verdad es que creo que se nos va a escapar.
– ¿Estáis seguros de que ha desertado?
– No tenía otra alternativa.
– ¿Y no era un hombre de confianza?
– Tanto, que conoce toda la red de espionaje soviético en Europa.
Jacques sintió una sacudida.
– ¿También sabe de mí?
– No -lo tranquilizó Tom-. Tú estás fuera de su alcance. Pero los camaradas que están en México no. No te imaginas lo que sabe Orlov. Como dicen en España, el puñetero nos dejó con el culo al aire… Es un desastre.
– Te juro que no lo entiendo: ¿Orlov era un traidor?
Tom encendió un cigarrillo, como si necesitara aquella pausa.
– No, no lo creo, y eso es lo peor. Lo obligaron a desertar. Lo que pasó ahora fue que el loco de Yézhov le mandó un telegrama a Orlov diciéndole que debía venir a París, tomar un auto de la embajada y presentarse en Amberes para abordar un barco donde celebraría una reunión muy importante con un enviado suyo. Orlov ni siquiera tenía que ser demasiado inteligente para olerse que si se presentaba iba a terminar fusilado, como Antónov-Ovseienko y los otros asesores que Yézhov mandó a buscar. El día 11 salió de España y se esfumó.
Jacques Mornard sintió que la cabeza le daba vueltas. Algo demasiado enfermizo y descabellado estaba sucediendo y, por lo que le decía Tom, las consecuencias podían ser imprevisibles.
– Si Beria y el camarada Stalin no paran a Yézhov, todo se va a ir a la mierda.
– ¿Y por qué no lo paran de una vez, coño? -se exaltó Jacques.
– ¡Porque Stalin no quiere, carajo! -gritó Tom, tirando al suelo el cigarrillo-. ¡Porque él no quiere!
Tom se puso de pie. La furia que lo dominaba era desconocida para Jacques, que permaneció en silencio hasta que el otro, recuperado el control, volvió a hablar.
– Tu plan sigue en pie. Orlov ni siquiera sabe que existes y ésa es nuestra garantía. Ahora es más importante que nunca que lo hagas todo bien. Mientras no sepamos dónde está Orlov y qué información va a soltar, estamos en el aire. Por lo pronto hemos puesto en cuarentena a tres de los camaradas que están en México y hemos sacado definitivamente al otro… Orlov conocía personalmente a ese agente. Él mismo lo recomendó para algún trabajo de máxima responsabilidad.
Jacques siguió callado. Sabía que Tom necesitaba descargar todas esas tensiones, y lo hacía frente a él porque confiaba en su discreción y requería más que nunca de su inteligencia.
– Voy a decirte algo de lo que te ibas a enterar en algún momento, y ya no tiene sentido que no sepas. Ese agente que sacamos de México es una mujer y trabajaba con el nombre de Patria. Llegado el momento, de haber sido necesario, ella y tú habrían trabajado juntos…
Ramón se sobresaltó. ¿Sería posible que un disparate de Yézhov lo hubiera privado de algo tan hermoso con lo que ni siquiera habría podido soñar?
– ¿Estás hablando de…?
– África de las Heras. Cuando tú llegaste a Malájovka, ella estaba en la cabaña 9. Salió de allí dos meses antes que tú. Orlov no sabe dónde está, pero él la conoce y no podemos arriesgarla. Es demasiado valiosa.
Ramón Mercader se puso de pie y fue hasta el ventanal desde donde se veía el bulevar Montparnasse. Estaba cayendo la tarde y los cafés, con sus mesas al sol, se habrían llenado de parroquianos, despreocupados y apacibles, que hablarían de grandes y pequeñas cosas de sus vidas, tal vez anodinas pero propias. Saber que durante semanas había tenido a África a treinta metros de él sin que les permitieran verse no resultaba una noticia reconfortante. Era una mutilación, otra más, de las muchas que había tenido que sufrir para llegar al punto oscuro de su vida en que se hallaba: sin pasado, sin presente, con un futuro en el que dependería de las decisiones de otros, de los rumbos intangibles de la historia. Ramón se volvió y miró a Tom, que, con la cabeza baja, volvía a fumar.
– Vete tranquilo. Yo me encargo de que mis cosas sigan su rumbo. No te voy a fallar… ¿Y ella está bien?
Tras el mostrador del bar estaba el espejo más largo, impoluto y preciso que Ramón Mercader recordaría en su vida. Fue su espejo de referencia, con el que compararía todos los demás espejos del mundo, el espejo donde tantas veces hubiera querido verse, especialmente la gélida mañana moscovita de 1968 en que, sintiendo el dolor abrasivo en su mano derecha y observando su reflejo en los nuevos cristales del mausoleo del dios de los proletarios del mundo, vislumbró el vacío que acechaba a su vida de tinieblas: entonces pensó que si hubiera estado frente al espejo mágico del Ritz, seguramente se habría visto, como en aquellas tardes de 1938, cuando era Jacques Mornard y andaba con su fe y su salud intactas, luciendo un traje de muselina o un dril crujiente por el almidón, henchido de orgullo al saberse en el centro del combate por el gran futuro de los hombres.
Antes de partir, Tom le había explicado, con su habitual meticulosidad para programar el futuro, cómo transcurriría aquel primer encuentro con Sylvia Ageloff y Ruby Weil: la tarde del 19 de julio, Jacques se toparía con las mujeres en el bar del hotel Ritz, donde Ruby y Sylvia entrarían acompañadas por la librera Gertrude Allison, para que él, aprovechando su relación de cliente de Allison, fuera presentado a las turistas y las invitara a una copa. En ese instante Sylvia caería en la mira del fusil del belga; a partir de ese momento, el modo en que la presa sería abatida solo dependería de las habilidades y del pulso sin nervios de Jacques Mornard.
Pero aquella tarde, acodado frente a un gintonic apenas bautizado con ginebra, otra vez pensaba que tal vez el brusco cambio de actitud de África, cuando se separaron en Barcelona, no tuviera nada que ver con otros hombres y solo se hubiera debido a órdenes de cortar con sus antiguas relaciones antes de enrolarse en su nueva misión. Aliviado por aquella idea, contempló a través del espejo la entrada bulliciosa y sonriente de cuatro mujeres. Reconoció a Allison, a la rubia Ruby Weil, y se dijo que la joven alta debía de ser Marie Crapeau, una francesa amiga de la librera. Enfocó entonces a la pecosa con gafas, de piel lechosa, que escondía su delgadez extrema bajo una saya ancha de pliegues y una blusa de vuelos, y sintió cómo rebotaba en el vidrio perfecto la abrumadora fealdad de Sylvia Ageloff. Las vio sentarse a una mesa y decidió que debía voltearse para observar, como los otros parroquianos, a las mujeres que llegaban con tal alboroto. Comprendió que en ese instante Jacques Mornard iba a alcanzar su mayoría de edad.
Gertrude Allison dio un grito de auténtica sorpresa:
– ¡Pero miren quién está ahí!… ¡Hola, Jacques!
Sonriente, con su copa en la mano, se acercó a las mujeres dejando que su encanto personal, su elegancia y su perfume se desplegaran y comenzaran su trabajo. Gertrude hizo las presentaciones y cuando él estrechó la mano de Sylvia tuvo la sensación de tocar un pájaro diminuto y endeble. Gertrude Allison le explicó quiénes eran sus dos amigas norteamericanas, de visita en París, y lo conminó a sentarse. Él no quería interrumpir la fiesta, pero a tanta insistencia… con la condición de que le aceptaran la invitación a un trago.
– Jacques es fotógrafo -explicó Gertrude-. ¿Sigues trabajando paraCe Soir?
– Siempre que me piden algo -dijo, sin darse importancia.
Gertrude se volvió hacia las mujeres y explicó:
– Es de los afortunados que no necesitan trabajar para vivir.
– No tanto -matizó él, modesto.
– Pero déjame decirte que acá las amigas -señaló a Sylvia y Ruby-prefieren a los machos obreros, bien sudados y peludos… Ellas son marxistas, leninistas y varios «istas» más…
– Trotskista -Sylvia apenas sonrió, pero no pudo contenerse-. Yo soy trotskista -repitió y Jacques recibió en sus oídos la voz cálida pero cortante de la mujer.
– En la ducha canta «La Internacional» -concluyó Gertrude Allison y todos, incluida Sylvia, sonrieron distendidos.
– Las felicito -dijo, haciendo evidente su desinterés-. Me encantan las personas que creen en algo. Pero a mí la política… -y apoyó la frase con un encogimiento de hombros-. Me interesan más las canciones en la ducha…
El mantel estaba puesto y Jacques se encargó de ordenar los platos y repartir los cubiertos. Media hora después, cuando Gertrude y Marie se marcharon, él decidió acompañar un rato más a las turistas y, al despedirse, quedaron citados para ir al hipódromo, donde él tenía que hacer fotos de las carreras al día siguiente. Y si ellas no tenían otros compromisos, se brindaba a mostrarles París la nuit una vez terminado el trabajo.
El encanto de Jacques Mornard, su manera espléndida de gastar el dinero, su auto, su conocimiento de la noche parisina y aquel departamento con aire bohemio a un costado del bulevar Montparnasse, donde cerraron la noche bebiendo una copa de oporto, resultó irresistible, sobre todo para alguien como Sylvia Ageloff, que además no entendía por qué a la hora de repartir coqueteos aquel joven (que obviamente no llegaba a los veintiocho años que confesaba) pareciera preferirla a ella, y no a Ruby Weil.
A la mañana siguiente, una llamada de Tom sacó a Jacques de la cama y quedaron para comer en La Coupole. Mientras bebían un aperitivo, Jacques le contó que todo marchaba según lo previsto y lo único que le restaba hacer era pedirle a Sylvia Ageloff que se bajara las bragas. Para que todo funcionara de manera más eficiente, lo mejor sería alejar a Ruby de París, y Tom le dijo que George se encargaría.
– Ahora vamos a comer algo, no sé cuándo pueda volver a sentarme a una mesa -Tom colocó los cigarrillos junto al cenicero-. Orlov apareció.
Jacques esperó. Sabía que Tom le diría solo lo que pudiese.
– Está en Montreal, pidiendo una visa para entrar en Estados Unidos. Cuando pasó por París descubrió que teníamos vigilancia en la Embajada estadounidense y se fue a la canadiense. Tenía encima más pasaportes que una oficina consular y todos eran muy buenos…, yo mismo se los había conseguido.
– ¿Y cómo supieron que estaba en Canadá?
El camarero llegó y ordenaron los platos.
– Orlov es el hijo de puta más hijo de puta que se ha inventado en el mundo -la voz de Tom era una mezcla de rabia y admiración-. Nada más llegar le mandó una comunicación al camarada Stalin con copia a Yézhov. Propone un trato: si no se toman represalias contra su madre y su suegra, que viven en la URSS, él entregará a los servicios secretos americanos un poco de carnaza y se guardará lo gordo. Y lo que él sabe es muy, muy gordo. Nos puede destrozar el trabajo de años. Pero si le pasa algo a una de esas mujeres, a su esposa, a sus hijos o a él, un abogado se va a encargar de hacer pública una declaración con todo lo que sabe y que ya está en la bóveda de un banco de Nueva York.
– ¿Y qué dicen en Moscú? ¿Creen que él cumplirá el trato?
– No sé qué dicen allá, pero yo pienso que sí. Él sabe que podemos hacerles muy difícil la vida a su madre y a su suegra, y a él podemos encontrarlo donde se meta. ¿Sabes qué? Por culpa de Yézhov hemos perdido al demonio más inteligente y cínico que teníamos. Creo que Beria está por pactar con él.
– ¿Y las operaciones en México?
– Toda la operación se mantiene en cuarentena, hasta ver cómo se asientan las cosas. El camarada Stalin me pidió que, mientras tanto, me instalara en España y tratara de arreglar el desastre que dejó Orlov.
– ¿Qué hago entonces?
– Tú sigues siendo la gran esperanza blanca. Ya empezó la partida de ajedrez y las aperturas suelen ser decisivas… e irrepetibles. Tienes toda mi confianza, Jacques. Ocúpate de Sylvia. Nosotros nos encargamos de lo demás.
Sylvia Ageloff cataba la desnudez de Jacques Mornard y pensaba que estaba viviendo en medio de un cuento de hadas. Sabía que pensar de ese modo resultaba terriblemente cursi, pero le era imposible asumirlo de otro modo. Si aquel joven, hijo de diplomáticos, refinado, culto, bello y mundano no era el mismísimo príncipe azul, ¿qué otra cosa podía ser? La pasión con que Jacques le despertó los resortes oxidados de su libido la habían lanzado más allá de todos los éxtasis imaginables, al punto de aceptar la condición de abstenerse de hablar de política, el monotema de su vida de militante sin amor.
Los días de paseos por París, Chartres y las riberas del Loira; el fin de semana en Bruselas, donde Jacques le mostró los lugares de su niñez, aunque se negó (para pasajera molestia de Sylvia) a llevarla a la casa paterna; la comprensión infinita del amante, que aceptó conducirla a Barbizon para que ella viera, al borde mismo del bosque de Fon-tainebleau, la casa llamada «Ker Monique» que tres años atrás habitara su idolatrado Liev Davídovich, todo eso se complementó con noches en los restaurantes más lujosos y los cafés más concurridos, donde se reunía la bohemia intelectual parisina (en el Café de Flore, Jacques le mostró a una arrobada Sylvia la mesa alrededor de la cual bebían y discutían Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Simone de Beauvoir y otros de los jóvenes que se hacían llamar existencialistas; en el Gemy's Club la hizo escuchar a Édith Piaf a dos mesas de Maurice Chevalier), y, sobre todo, con las madrugadas en que la virilidad de Jacques Mornard se le clavaba en el centro de la vida, y que la convirtieron, a las pocas semanas, en una marioneta cuyos movimientos nacían y morían en los dedos del hombre.
Una sola preocupación había acompañado a Sylvia durante aquellos días de gloria. Apenas llegada a París, a mediados de julio, se había producido una conmoción en los círculos trotskistas por la desaparición de Rudolf Klement, uno de los más cercanos ayudantes de Trotski y secretario ejecutivo de la planeada IV Internacional comunista. Desde México el exiliado había enviado una protesta a la policía francesa, pues la carta en la que Klement decía renunciar a la Internacional y al trotskismo era, según él, una burda patraña de los servicios de inteligencia soviéticos. Por eso, cuando el 26 de agosto el cadáver descuartizado de Klement fue hallado en una orilla del Sena, Sylvia Ageloff cayó en un estado de depresión del que solo saldría para asistir, como traductora, a la reunión fundacional de la Internacional trotskista en Périgny, en las afueras de París.
En una de sus fugaces apariciones, Tom le aconsejó a Jacques que apoyara sentimental y políticamente a Sylvia, para terminar de fraguar su dominio sobre ella.
– Hay un problema -dijo Jacques, mirando las aguas del Sena que habían bañado el cadáver de Klement-. Sylvia tiene que volver a suhigh school en octubre. ¿Qué es mejor, dejarla ir o retenerla?.
– Orlov ya está en Estados Unidos y parece que va a cumplir con su parte del trato. Pero Beria tiene detenidas las operaciones especiales hasta que saquen del camino a Yézhov. Creo que lo mejor es que la retengas aquí y afiances tu posición. ¿Es difícil? -Jacques sonrió y negó con la cabeza mientras lanzaba su colilla al río-. Para que Sylvia esté tranquila, le vamos a conseguir algún trabajo. Es mejor si se mantiene ocupada y gana unos francos.
– No te preocupes, Sylvia no nos causará problemas.
Tom observó a Jacques Mornard y sonrió.
– Tú eres mi campeón… Y te mereces una historia que te debo hace tiempo. ¿Nos tomamos un vodka?
Atravesaron la plaza del Chátelet en busca de la calle Rivoli, donde unos judíos polacos habían montado un restaurante especializado en platoskosher, ucranianos y bielorrusos, servidos con una abundancia capaz de espantar a sus competidores franceses. Escanciado el vodka, Tom sugirió a Jacques que le dejara pedir por él, y el joven aceptó. Luego de beber dos tragos devastadores, Tom encendió uno de sus cigarrillos.
– ¿Me vas a decir cómo te quedaste cojo?
– Y dos o tres cosas más… A ver, la cojera se la debo a un cosaco del ejército blanco de Denikin. Me dio un sablazo en la pantorrilla y me cercenó los tendones. Eso fue en 1920, cuando yo era el jefe de la Cheka en Bashkina. Los médicos pensaban que no iba a caminar más, pero a los seis meses apenas me quedaba esta cojera intermitente que me ves… Hacía un año que yo había dejado el Partido Socialista Revolucionario y me había hecho miembro del Bolchevique, aunque desde que comenzó la guerra civil estaba enrolado en el Ejército Rojo, siempre con la idea de que me pasaran a la Cheka. ¿Sabes por qué? Pues porque un amigo que había entrado en la Cheka me deslumbró con lo que me contó: eran el azote de dios, no tenían ley, y les daban dos pares de botas al año, cigarrillos, una bolsa de embutidos. Hasta tenían automóviles para trabajar. Cuando pude entrar vi que era verdad: ¡a los chequistas nos daban patente de corso y zapatos buenos! Pero no creas que fue fácil ascender, y tampoco pienses que te voy a contar las cosas que hice para lograr mis primeros grados y estar al año de jefe en una ciudad… Cuando terminó la guerra me llevaron a Moscú, para que pasara la escuela militar, y cuando salí me llamaron del Departamento de Extranjeros. El caso es que en 1926 estaba trabajando en China, con Chiang Kai-Shek. Cuando se produjo el golpe contra los comunistas en Shangai, los asesores soviéticos caímos en desgracia y empezaron a matarnos como a perros rabiosos. Metieron en una cárcel a mi jefe, Mijaíl Borodin, y a otros compañeros, acusados de ser «enemigos del pueblo chino», y los estaban torturando para más tarde matarlos. Yo logré rescatarlos y sacarlos del país, pero tuve que volver a Shangai para evitar que esos hijos de puta arrasaran con todo el consulado soviético… Aquello me costó caro. Los hombres de Chiang Kai-Shek me dieron tantos golpes que me dejaron por muerto.Bliat'!… Tuve la suerte de que un amigo chino me recogiera: viajé veintidós días en un carretón, cubierto con paja, hasta que más muerto que vivo me dejaron en la frontera… Por rescatar a Borodin y a los otros me dieron la Orden de la Bandera Roja… que, por cierto, ahora debería devolver, porque acaban de fusilar a Borodin tras acusarlo de ser «enemigo del pueblo soviético» -Tom sonrió con tristeza y apuró el vodka-. Apenas me repuse, me mandaron aquí, para que empezara a penetrar en lo que debía ser mi destino: Occidente. Entonces pasó algo que quizás ya sospechas…
– Conociste a Caridad -dijo Ramón, que en algún momento del diálogo había extraviado a Jacques Mornard.
– Ella era una mujer distinta. Tenía siete años más que yo, pero aunque lo negara, se rebelara, se revolcara por el suelo, se veía que tenía clase. Me gustó y empezamos una relación.
– Que todavía sigue.
– Aja. En esa época ella estaba como perdida, aunque ya simpatizaba con los comunistas de Maurice Thorez. Y yo estaba trabajando con ellos…
– ¿Por ti se afilió al Partido?
– Se hubiera afiliado de cualquier modo. Caridad necesitaba cambiar su vida, pedía a gritos una ideología que la centrara.
– ¿Caridad es una colaboradora o trabaja con vosotros?
– Desde 1930 colaboraba con nosotros, pero entró en plantilla en 1934, y su primer trabajo lo hizo en Asturias, cuando la sublevación de los mineros… Eso te aclarará muchas cosas sobre ella que a lo mejor antes no entendías.
El joven asintió, tratando de reubicar ciertos recuerdos de las actuaciones de Caridad.
– Por eso regresó a España cuando ganó el Frente Popular. Y por eso está aquí, en París… ¿O porque es tu amante?
– En España trabajaba para nosotros y ahora está aquí porque va a sernos muy útil en esta operación y porque las cosas allá van a ir de mal en peor… La República se está cayendo a pedazos. En unos días Negrín va a proponer la salida de los brigadistas internacionales para dar un golpe de efecto. El todavía cree que Gran Bretaña y Francia los pueden apoyar, y que con esa ayuda hasta pueden ganar la guerra. Pero
Gran Bretaña y Francia se cagan de miedo y le están haciendo la corte a Hitler y no van a apostar un céntimo por ustedes. Disculpa que toque el tema, pero debo decírtelo para que no te hagas ilusiones: esa guerra está perdida. Nunca van a lograr resistir hasta que empiece una guerra europea, como quiere Negrín.
– ¿Y vosotros ya no vais a darle más ayuda?
– Ya no es un problema de armas, aunque no tenemos para andar desperdiciándolas. Toda Europa les va a negar la sal y el agua. Y dentro de la República se ha jodido la moral. Cuando Franco se decida a ir sobre Barcelona, todo se termina…
Ramón percibió sinceridad en las palabras de Tom. Pero se negó a darle el gusto de que pudiera reprenderlo por discutir sobre el destino de su país. Sentía cómo la furia de siempre lo atenazaba y prefirió tocarlo por otro flanco.
– Tú tienes una mujer en Moscú, ¿verdad?
Tom sonrió.
– Una no, dos…
– ¿Y a mí me escogiste porque soy hijo de Caridad? El asesor guardó silencio unos segundos.
– ¿Me vas a creer si te digo que no?… Desde la primera vez que te vi supe que eras alguien especial. Hace años que te observo… Y siempre tuve una corazonada contigo. Por eso, cuando Orlov recibió la orden de que debíamos buscar españoles con condiciones para trabajar en acciones secretas, enseguida pensé que tú eras la mejor pieza que yo podía entregar. Pero algo me advirtió que no debía hablarle ni a Orlov ni a los demás de ti. Ahora sé por qué: tú vales demasiado para entregarte en manos de cualquiera…
Ramón no supo si sentirse halagado u ofendido por haber sido escogido como un semental. Además, a pesar de lo que decía el hombre, la sombra de Caridad seguía oscureciendo el fondo de aquella historia. Pero la posibilidad de estar por méritos propios más cerca del epicentro de un gran acontecimiento le provocaba una ardiente satisfacción.
– Si puedes, dime algo más, solo para saber…
– Mientras menos sepas, mejor.
– Es que… ¿alguna vez me vas a decir tu verdadero nombre?
Tom sonrió, y terminó de tragar una de las empanadas que les sirvieron como entrantes y bebió más vodka, mirando fijamente al joven.
– ¿Qué es un nombre, Jacques? ¿O ahora eres Ramón?… Esos perros que a ti te gustan tanto tienen nombre, ¿y qué? Siguen siendo perros. Ayer fui Grigoriev, antes era Kotov, ahora soy Tom aquí y
Roberts en Nueva York. ¿Sabes cómo me dicen en la Lubyanka?… Leonid Alexándrovich. Me puse ese nombre para que no supieran el mío, porque se iban a dar cuenta de que soy judío, y los judíos no gustamos a mucha gente en Rusia… Soy el mismo y soy diferente en cada momento. Soy todos y soy ninguno, porque soy uno más, pequeñísimo, en la lucha por un sueño. Una persona y un nombre no son nada… Mira, hay algo muy importante que me enseñaron nada más entrar en la Cheka: el hombre es relegable, sustituible. El individuo no es una unidad irrepetible, sino un concepto que se suma y forma la masa, que sí es real. Pero el hombre en cuanto individuo no es sagrado y, por tanto, es prescindible. Por eso hemos arremetido contra todas las religiones, especialmente el cristianismo, que dice esa tontería de que el hombre está hecho a semejanza de Dios. Eso nos permite ser impíos, deshacernos de la compasión que engendra toda piedad: el pecado no existe. ¿Sabes lo que eso significa?… Es mejor que ni tú ni yo tengamos un nombre verdadero y que nos olvidemos de que alguna vez tuvimos uno. ¿Iván, Fiódor, Leonid? Es la misma mierda, es nada.Nomina odiosa sunt. Importa el sueño, no el hombre, y menos aún el nombre. Nadie es importante, todos somos prescindibles… Y si tú llegas a tocar la gloria revolucionaria, lo harás sin tener un nombre real. Quizás nunca más lo tengas. Pero serás una parte formidable del sueño más grande que ha tenido la humanidad -y levantando su vaso de vodka, brindó-: ¡Salud para los innombrables!
Apenas abrió la puerta, tuvo el presentimiento de que se había producido alguna desgracia. Pensó en el joven Luis; incluso, en una orden que cancelaba la operación y hasta la vida de Jacques Mornard. Hacía seis meses que no la veía y había disfrutado de aquella distancia. Solo sintió un alivio cuando Caridad le sonrió, como si hubiesen compartido la mesa la noche anterior. Ella se colocó el cigarrillo en la comisura, mientras le observaba el torso desnudo y recién duchado.
– Malaguanyada bellesa! -dijo en catalán, al tiempo que acariciaba la tetilla de su hijo, cubierto solo con una toalla, y pasaba al interior del departamento.
Ramón no pudo evitar que se le erizara la piel y, con toda la delicadeza que le permitieron su rabia y su debilidad, alejó la mano caliente de Caridad.
– ¿Qué haces aquí? ¿No habíamos quedado en que no…? -sin pensarlo él también había hablado en catalán.
– Él me mandó. Yo sé mejor que tú lo que se puede y no se puede hacer.
Caridad había cambiado en los meses transcurridos desde su único encuentro en París. Era como si hubiese dado una voltereta hacia el pasado y sepultado la imagen de combatiente republicana, andrógina y con cartuchera, que se había paseado por Barcelona y que todavía arrastraba al llegar a París, a pesar de la ropa ajustada y los zapatos de piel de cocodrilo. Ahora vestía con la informalidad elegante de una burguesa bohemia, su pelo se había aclarado y las ondas tenían formas precisas; llevaba maquillaje en el rostro, las uñas crecidas, y olía a esencias caras. Volvía a dominar a su antojo los zapatos de taco alto y hasta fumaba con otros movimientos. A Jacques le fue posible ver en Caridad los últimos destellos de la Caridad que Ramón había conocido muchos años atrás, antes de la caída que la llevó a la depresión y el intento de suicidio.
– ¿Cómo te va con tu lagartija trotskista? -siguió hablando en catalán, mientras se quitaba elfoulard de seda que le cubría el cuello y los hombros. Con movimientos medidos se acomodó en uno de los butacones de piel, frente a la ventana por cuyos cristales se veían las copas de los árboles ya ocres del bulevar Raspad.
– Como me debe ir -dijo y entró al cuarto en busca de una bata de satín.
– Haz café, por favor.
Sin responder fue a la cocina y dispuso la infusión que él mismo se debía.
– ¿Qué quiere Tom? -preguntó desde la cocina.
– Tom tiene que quedarse en España y me mandó…
– ¿Y qué pasa con George?
– Está en Moscú.
– ¿Yézhov lo mandó buscar? -Ramón se asomó hacia el salón y vio a Caridad con un cigarrillo en una mano y el mechero en la otra, la mirada fija en la ventana, como si se dirigiera a los vidrios.
– Yézhov ya no va a mandar buscar a nadie. Lo han apartado del juego. Ahora Beria es quien manda.
– ¿Cuándo fue eso? -Ramón dio un paso hacia el salón, la atención dividida entre la ebullición del café y lo que le informaba Caridad.
– Hace una semana. Tom me pidió que viniera a decírtelo, porque las cosas se pueden poner en marcha en cualquier momento. En cuanto Beria limpie la mierda de Yézhov y el camarada Stalin dé la orden, nos pondremos en movimiento. Cuando Mink regrese sabremos más…
Ramón sintió cómo sus músculos se tonificaban. Era la mejor noticia que podía recibir.
– ¿Te han dicho algo de Orlov?
– Está en Washington, cantando como una cupletista. Todavía representa un peligro para muchas cosas, pero no para la nuestra. Al final no fue por él que sacamos de México a los otros camaradas que ya estaban allá.
– ¿Los españoles?
Caridad dio fuego al cigarrillo antes de responder.
– Sí. Con Yézhov cayeron casi todos los que llevaban la red de Nueva York y México. Un desastre…
Ramón Mercader trató de ubicarse en el nuevo rompecabezas de traiciones, deserciones, pugnas y peligros reales o ficticios, y, como solía ocurrirle, se sintió extraviado. Las razones últimas de las decisiones de Moscú eran demasiado intrincadas, y quizás ni el propio Tom podría saber todos los intersticios de aquellas cacerías. Solo se reafirmaba en la necesidad, tan repetida por Tom, de la discreción como mejor vacuna para ponerse a salvo de las traiciones. Pero en el fárrago de tensiones en juego, percibió con mayor nitidez lo que su mentor había calificado como el ascenso del valor de sus acciones. Fue una sensación contradictoria, de temor a la responsabilidad y júbilo por saberse más cerca de la gran misión. Retiró el café del fuego y se dispuso a servirlo.
– ¿Y Tom? ¿Va a seguir en España? -preguntó en francés.
– Por ahora sí -siguió ella en catalán-. Allí ya no hay mucho que hacer, pero él tiene que quedarse hasta el final. Negrín se pelea con él, pero no puede vivir sin él… El ejército republicano sigue reculando. España está perdida, Ramón.
– ¡No me digas eso, coño! -gritó, otra vez en francés, y el café se le derramó sobre uno de los platillos-. ¡Y no hables más en catalán!
Caridad no rechistó y él esperó a calmarse. No sabía si eran las noticias de España y la incertidumbre que añadían al destino de Luis, que varias semanas atrás había cruzado la frontera para unirse al ejército republicano, o simplemente la malévola insistencia de su madre en revolverle el pasado y provocar la difuminación de Jacques Mornard. Terminó de servir el café y entró en el salón llevando las tazas sobre una bandeja. Se sentó frente a ella, cuidando que no se le abriera bata.
– ¿Qué piensa Tom que va a ocurrir?
– Los franquistas van a por Cataluña -respondió ella, ahora en castellano-, y él cree que no van a poder detenerlos. Desde que estos franceses maricones y esos ingleses de mierda firmaron ese pacto con Hitler y Mussolini, no solo se jodio Checoslovaquia, también nosotros nos jodimos: ya nadie puede ayudarnos…Estem ben fotuts, noi. T'asseguro que estem ben fotuts…
– ¿Y qué van a hacer los soviéticos?
– No pueden hacer nada. Si se meten en España, empezará una guerra que ahora mismo sería el fin de la Unión Soviética…
Ramón escuchó el razonamiento de Caridad. De alguna manera coincidía con ella, pero le resultaba doloroso comprobar que los soviéticos se replegaban mientras Hitler se tragaba a Checoslovaquia y daba cada vez más apoyo a Franco. Tal vez la táctica soviética de consentir el sacrificio de la República era la única posible, pero no dejaba de ser cruel. El Partido, al menos, la había aceptado, y la misma Pasionaria había dicho que si la República tenía que perderse, se perdería: lo que no podía comprometerse era el destino de la URSS, la gran patria de los comunistas… Pero ¿qué iba a pasar con aquellos hombres, comunistas o simples republicanos, que habían luchado, obedecido y creído durante dos años y medio para nada? ¿Los dejarían a merced de los franquistas? ¿Qué pasaría con los catalanes cuando Franco tomara Barcelona? ¿Dónde estaría combatiendo ahora el joven Luis? Ramón prefirió no preguntar en voz alta. Observó cómo Caridad terminaba su café y devolvía la taza a la bandeja. Entonces él se inclinó y probó el suyo. Se había enfriado.
– Tom no quiere que hable de España. A Jacques no le interesa España -trató de recomponerse.
– Jacques lee los periódicos, ¿no? ¿Y qué va a decirle a su novia trotskista cuando ella le suelte que Stalin va a pactar con Hitler, igual que los franceses y los ingleses? Porque eso es lo que esa sabandija renegada está escribiendo en su boletín de los cojones.
– Jacques le dirá lo mismo: que cambie de tema, ése no es su problema.
Caridad lo miró con aquella intensidad verde y punzante que él siempre había temido tanto.
– Ten cuidado. Esa mujer es una fanática, y Trotski es su dios.
Jacques sonrió. Tenía una carta para vencer a Caridad.
– Te equivocas. Yo soy su dios, y Trotski, si acaso, es su profeta.
– Te has vuelto irónico y sutil, muchacho -dijo ella, sonriente.
Caridad se puso de pie y comenzó a colocarse el foulard sobre los hombros. Ramón sintió tantos deseos de que se quedara como de que se fuera. Volver a hablar en catalán había sido como visitar una región de sí mismo clausurada, a la que no hubiera querido entrar aunque, una vez dentro, le provocaba una sensación de cómoda pertenencia.
Además, sabía que ella estaba en contacto con Montse y sobre todo con el pequeño Luis, y quizás hasta supiera algo de África. Pero ahora menos que nunca podía inclinarse ante ella y mostrar sus debilidades: era la primera vez que se había sentido realmente superior a ella y no quería malgastar esa sensación.
La visita de Caridad le dejó lleno de expectativas con respecto a las órdenes que podían llegar de Moscú, pero también el sabor amargo ante el destino decretado del sueño republicano que, por más que se esforzara, Jacques Mornard no conseguía apartar de la mente de Ramón Mercader. Por eso, aquella tarde de principios de diciembre tuvo que recurrir a toda su disciplina para hundir en el fondo de sí mismo las pasiones de Ramón cuando Sylvia le pidió que la acompañara a ver a unos camaradas norteamericanos que habían peleado en España, formando parte de las tropas internacionales evacuadas por el gobierno de la República, y que ahora estaban en París.
– ¿Y qué tengo yo que ver con esa gente? -dijo, evidenciando su molestia por la proposición.
Sylvia, extrañada y quizás hasta ofendida, intentó convencerlo.
– Esa gente estaba luchando contra el fascismo, Jacques. Aunque hay muchas cosas de las que yo no pienso igual que algunos de ellos, los respeto y los admiro. La mayoría de ellos no sabía ni marchar cuando se fueron a España, pero han sido capaces de pelear por todos nosotros.
– Yo no les he pedido que lucharan por mí -logró decir él.
– Ni ellos te lo preguntaron. Pero ellos saben que en España se deciden muchas cosas, que el auge del fascismo es un problema de todos: también tuyo.
El invierno se había adelantado y el aire era cortante. Jacques la tomó del brazo y la hizo entrar en un café. Ocuparon una mesa apartada y, antes de que el camarero se acercara, Jacques gritó:
– ¡Dos cafés! -y enfocó a Sylvia-. ¿En qué habíamos quedado?
La muchacha se quitó las gafas, empañadas por el cambio de temperatura, y frotó los cristales con el borde de la saya. En ese instante Jacques descubrió que sentía miedo de sí mismo: ¿cómo podía ser tan fea, tan tonta, tan imbécil para decirle a él por quién peleaba cada cual? ¿Cuánto podría resistir al lado de un ser que en aquel instante le repugnaba?
– Perdóname, mi amor. No quise…
– No lo parece.
– Es que de verdad es importante. En España se decide mucho otra vez Stalin deja que Hitler y los fascistas se salgan con la suya. Stalin nunca quiso ni permitió que los españoles hicieran la revolución que los habría salvado y…
– ¿De qué estás hablando? -Jacques preguntó y de inmediato comprendió que había cometido un error.
Sencillamente a Jacques no podía importarle de qué estaba hablando Sylvia y se impuso recuperar su control. Ni aquellas acusaciones infames ni la fealdad de Sylvia Ageloff iban a poder con él. Les sirvieron los cafés y la pausa lo ayudó a terminar de recomponerse.
– Sylvia, si quieres vete a ver a esos salvadores de la humanidad y a hablar con ellos de Stalin y de tu querido Trotski. Estás en tu derecho. Pero a mí no me involucres. Es que no me interesa. ¿Puedes entenderlo de una puta vez?
La mujer se encogió sobre sí misma y se sumió en un largo silencio; al fin él bebió un sorbo de café. Dos meses antes, la incontrolable insistencia de Sylvia en hablar de política había provocado la primera discusión seria de la pareja. Aquella tarde Jacques la había acompañado a la villa del trotskista Alfred Rosmer, en Périgny, para que la muchacha participara como secretaria en la reunión que, según ella misma, había sido el aborto más que el nacimiento de la Internacional trotskista. Mientras regresaban a París, luego de doblegarla y hacerle prometer que no volvería a hablarle de aquellos temas, Jacques había aprovechado la coyuntura para intentar que renunciara a regresar a Nueva York en el inicio del nuevo curso escolar y para dejarle caer -fue como si colocara una soga al cuello de Sylvia- la posibilidad de comprometerse formalmente. Pero la pasión política ahora había vuelto a traicionar a Sylvia que, temerosa por la reacción de su amante, murmuró:
– Sí, mi amor. Te agradezco que me dejes ir. Pero si no quieres, no voy.
Jacques sonrió. Las aguas volvían a su nivel. Su preeminencia quedaba restablecida y comprendió que podía ser muy cruel con aquel ser desvalido. Es más, le satisfacía serlo. Un componente maligno de su personalidad se revelaba en aquella relación y descubría el gozo que le provocaba la posibilidad de doblegar voluntades, de generar miedo, de ejercer poder sobre otras personas hasta hacerlas reptar ante sí. ¿Tendría algún día la ocasión de ejercer aquel dominio sobre Caridad?, pensó y se dijo que, aun cuando no tuviera nombre ni patria, era un hombre dotado de odio, fe y, además, de un poder, y lo iba a utilizar siempre que le fuese posible.
– Claro que quiero que vayas, si eso te complace -dijo satisfecho, magnánimo-. Yo tengo que hacer unas compras para mandarles a mis padres algún regalo por Navidad. ¿Qué te gustaría que te regalara a ti?
Sylvia se distendió. Lo miró y en sus ojos miopes había gratitud y amor.
– No te preocupes por mí, querido.
– Ya veré con qué te sorprendo -dijo y le tomó la mano sobre la mesa y la obligó a inclinarse hacia él, para darle un beso en los labios.
Jacques sintió cómo la mujer se removía de emoción y se dijo que debía de administrar con cuidado su poder: un día podía matarla con una sobredosis.
Menos de dos años después, Ramón Mercader entendería que las pruebas de fortaleza psíquica a las que se vio sometido durante las amargas semanas finales de 1938 y las primeras de 1939 no pasaron de ser un ensayo grotesco de las experiencias que vivió en el momento más crítico de su vida, y que le exigieron hasta la última molécula de su capacidad de resistencia para impedir el quiebre total.
Aunque las noticias que a lo largo de diciembre llegaban de España iban dibujando las proporciones del desastre, Jacques Mornard consiguió mantener la imagen de su aséptica distancia política. Con mayor vehemencia evitó que ante él se discutiera de política y, en alguna ocasión, llegó a abandonar una reunión donde los presentes se empeñaban en revolcarse en aquellos temas desagradables y tontos de la guerra, el fascismo y la política francesa.
En la soledad de su departamento, sin embargo, leía todos los artículos de prensa que le revelaran algo sobre la situación en España y escuchaba los noticiarios de radio como si buscara una luz de esperanza en medio de las tinieblas. Pero cada noticia era una cuchillada en el corazón de sus ilusiones. Entonces daba rienda suelta a su rabia contenida, a su impotencia, y lanzaba maldiciones, patadas a los muebles, juramentos de venganza. Aquellos desahogos, casi histéricos, lo dejaban agotado y le mostraron la debilidad de Jacques Mornard ante las pasiones de Ramón, pero le reafirmaron en su desprecio a todo lo que oliera a fascismo, burguesía y traición a los ideales del proletariado. Sus ocultos deseos de cambiar su piel por la de su hermano Luis, que seguía peleando con los restos del Ejército Popular en medio del caos y de las veleidades de los políticos españoles, se convirtieron en una obsesión, y se juró que cuando le llegara el momento de actuar contra los enemigos sería implacable y despiadado, como los enemigos de su sueño lo estaban siendo con aquel intento de fundar un mundo más justo.
La falta de noticias de Tom se sumaba a sus incertidumbres. Temía por el destino del asesor, tan propenso a involucrarse y transgredir los límites. Si lo mataban o lo hacían prisionero en España todo el esfuerzo realizado y la estructura montada podía venirse abajo, como ya había ocurrido con otras líneas operativas. Entre sus preocupaciones también contaba el hecho de que el plazo para el regreso de Sylvia se iba agotando. La joven debía reincorporarse a su trabajo en la segunda semana de febrero y habían fijado el día primero como fecha de partida. Aunque Jacques sabía que un poco de presión podía disuadirla, sentía que convivir más tiempo con Sylvia requeriría un esfuerzo para el cual no estaba preparado y temía que la melosidad de la mujer pudiera hacerlo explotar en cualquier momento.
La reaparición de George Mink, en la segunda semana de enero, trajo un poco de alivio para la ansiedad de Jacques Mornard. El recién llegado lo citó en el cementerio de Montparnasse y Jacques pensó que nunca entendería por completo a los soviéticos: la noche anterior había nevado sin piedad y ése debía de ser el día más frío de aquel invierno.
Como habían acordado, Mink lo esperaba junto a la tumba del príncipe D'Achery, duque de San Donnino, y madame Viez, en la séptima división de la Avenida del Oeste. La nieve había formado una capa de hielo compacto sobre la que se debía andar con cuidado. El cementerio, como era de esperar, estaba desierto, y al ver la figura oscura de Mink en medio del paisaje blanco, flanqueado por los dos leones que hacían singular el mausoleo del príncipe, Jacques se dijo que nada podía resultar más sospechoso que un encuentro en aquel sitio, con aquel clima.
– Buen día, amigo Jacques.
– ¿Buen día? ¿No te gustaría tomar un café en un sitio caliente?
– Es que me encantan los cementerios, ¿sabes? Desde hace años vivo en un mundo donde no se sabe quién es quién, qué es verdad y qué es mentira, y menos aún hasta cuándo estarás vivo… y aquí por lo menos uno se siente rodeado de una gran certeza, la mayor certeza… Además, esto de hoy no es frío, frío de verdad…
– Por favor, George. ¿Tiene que ser aquí?
– ¿Sabías que cuando Trotski y Natalia Sedova se conocieron, solían venir aquí para leer a Baudelaire frente a su tumba?
– ¿Aunque hiciera este frío de mierda?
– La tumba de Baudelaire está por allí. ¿Quieres verla?
Abandonaron el cementerio helado y caminaron hasta la plaza Denfert Rochereau, donde alguna vez Jacques había tomado un café. Incluso en el interior del local que escogieron Jacques conservó su abrigo, pues ahora sentía que el frío le nacía desde dentro.
Mink había regresado hacía cuatro días, cargado de órdenes que Beria le había dado personalmente. Además, tal como esperaba, en la Embajada de París también tenían orientaciones enviadas por Tom desde España.
– ¿Qué se sabe de Tom? Los franceses están amenazando con cerrar la frontera.
– Para Tom eso no es problema. Él siempre sale.
– ¿Cuáles son las órdenes? ¿Qué tengo que hacer? ¿Sylvia debe irse?
– Déjala ir. Pero con una argolla en la nariz. Prométele matrimonio.
Jacques respiró aliviado al recibir aquella autorización.
– ¿Y qué le digo? ¿Que iré yo a verla, que venga ella en el verano…?
– No le asegures nada. Dile que le avisarás de tu decisión por carta. La orden de Moscú puede llegar mañana o en seis meses, y hay que estar listos para ese momento. Cuando Tom regrese, él organizará las cosas. Beria quiere que desde ahora se ocupe solo de este trabajo. Órdenes de Stalin. Por cierto, él mismo le puso nombre a la operación:Utka.
– ¿Utka?
– Utka, pato… Y cualquier método será bueno para cazarlo: envenenamiento de la comida o del agua, explosión en la casa o en el coche, estrangulamiento, puñalada en la espalda, golpe en la cabeza, disparo en la nuca -Mink tomó aire y concluyó-: No se ha descartado ni siquiera el ataque de un grupo armado o una bomba lanzada desde el aire.
Jacques se preguntó en qué cuadrante de aquel tablero le tocaría colocarse a él. Era evidente que al fin algo comenzaba a tomar forma, aunque se le escapaban las razones de la lentitud con que se movía la operación.
– ¿Qué se dijo en Moscú cuando derribaron a Yézhov?
Mink sonrió y bebió de su té.
– Nada. En Moscú no se habla de esas cosas. La gente le tenía tanto miedo a Yézhov que no se van a curar en largo rato.
Jacques miró hacia la plaza. Le daba pereza volver a enfrentar el frío para regresar a su departamento, donde Sylvia lo esperaba. Comprendió que necesitaba acción. En aquel preciso momento, ¿por dónde andaría África?, ¿qué estaría haciendo su hermano Luis?, ¿en qué aventuras se habría metido Tom? Él no tenía otra alternativa que esperar, inactivo, jugando al enamorado que no desea la partida de la amada.
– ¿Cuándo volveremos a vernos?
– Si no hay nada nuevo, cuando regrese Tom. Si tienes algo urgente que consultarme, ve a buscarme al cementerio. Siempre voy por allí.
Durante los días previos a la partida de Sylvia, Jacques se comportó de un modo que hubiera admirado a Josefino y a Cicerón, sus profesores de Malájovka. Imponiéndose a su desánimo y a los deseos de estar lejos de aquella farsa, explotó al máximo el alivio que le reportaba desembarazarse de la mujer y se desvivió en atenciones, la colmó de regalos para ella y para sus hermanas, y tuvo la entereza de hacerle el amor cada día, hasta que una Sylvia extasiada y satisfecha regresó a Nueva York. Jacques había cumplido con su trabajo y se sintió feliz por el espacio de libertad recuperado.
De España, en cambio, solo le llegaban los estertores dolorosos de la guerra. La caída de Barcelona parecía ser el acto final, y los reportes de que Franco había entrado en una ciudad que lo vitoreaba llenaron de amargura a Ramón Mercader. Desde finales de enero los periódicos franceses recogían, con diversos grados de alarma, la noticia de la desbandada de combatientes, oficiales, políticos y gentes desesperadas y temerosas de represalias que se habían lanzado a cruzar la frontera. Ya se hablaba de cientos de miles de personas, hambrientas y sin recursos, que desbordarían las capacidades logísticas de las fuerzas del orden y la posibilidad de acogida francesas. Algunos políticos, en el colmo del cinismo, reconocían que tal vez hubiese sido mejor ayudarlos a ganar la guerra que verse obligados ahora a recibirlos, alimentarlos y vestirlos, quién sabía por cuánto tiempo. Los periódicos de la derecha, mientras tanto, gritaban su solución: que los enviaran a las colonias. Gente así era lo que hacía falta en la Guyana, en el Congo y Senegal.
Alterado por las pasiones de Ramón, Jacques Mornard percibió que necesitaba romper su inercia, aun al precio de quebrar la disciplina. Sabía a lo que se arriesgaba por desobedecer las órdenes estrictas de permanecer lejos de todo lo que oliera a España, pero la furia y la desesperación lo superaban. Además, Tom seguía sin aparecer y, si aparecía, no tenía por qué enterarse: el 6 de febrero tomó su auto, sus cámaras fotográficas y su credencial de periodista y puso proa a Le Perthus, el cruce fronterizo donde se hallaba la mayor concentración de refugiados.
Al mediodía del 8, cuando el periodista belga Jacques Mornard logró llegar al punto más cercano a la frontera que le permitieron alcanzar los oficiales del ejército y la policía francesa, lo recibió el hedor maligno de la derrota. Comprobó que, desde el promontorio donde se hallaban los reporteros de prensa, no podría reconocerlo ninguna de las personas que, ya en territorio francés, eran conducidas como rebaños por los soldados senegaleses, encargados de vigilar y controlar a los refugiados. La escena resultó más patética de lo que su imaginación le hubiera permitido concebir. Una marea humana, cubierta con mantas harapientas, viajando sobre unos pocos autos o arracimados en carretones destartalados tirados por caballos famélicos, o simplemente a pie, arrastrando maletas y bultos donde atesoraban todas las pertenencias de sus vidas, aceptaban en silencio las órdenes para ellos incomprensibles, gritadas en francés y acentuadas con gestos conminatorios y porras amenazantes. Aquéllas eran personas lanzadas a un éxodo de proporciones bíblicas, empujadas solo por la voluntad de sobrevivir, seres cargados con una enorme lista de frustraciones y pérdidas patentes en unas miradas de las que incluso se había esfumado la dignidad. Jacques sabía que muchos de aquellos hombres y mujeres eran quienes habían cantado y bailado las victorias republicanas, los que por los más diversos motivos se habían colocado tras las barricadas que periódicamente se armaron en Barcelona, los mismos que habían soñado con la victoria, la revolución, la democracia, la justicia, y habían practicado en muchas ocasiones la violencia revolucionaria de un modo despiadado. Ahora la derrota los rebajaba a la condición de parias sin un sueño al cual aferrarse. Muchos vestían los uniformes del Ejército Popular y, ya entregadas sus armas, acataban en silencio las órdenes de los senegaleses (Reculez!, reculez!, insistían los africanos, gozando su pedazo de poder), sin importarles mantener un mínimo de compostura en el desastre. Jacques supo por un corresponsal británico, recién llegado de Figueres, que la mayoría de los niños que escapaban de España venían enfermos de pulmonía y muchos de ellos morirían si no recibían atención médica inmediata. Pero la única orden que tenían los franceses era la de incautar todas las armas y conducir a los refugiados, grandes y pequeños, a unos campamentos, cercados con alambre de espino, donde permanecerían hasta que se decidiera la suerte de cada uno de ellos. Una sensación de asfixia había comenzado a dominarlo y no se sorprendió cuando el llanto le nubló la mirada. Dio media vuelta y se alejó, tratando de tranquilizarse. Pensó, intentó pensar, se obligó a pensar que aquélla era una derrota previsible pero no definitiva. Que las revoluciones también debían aceptar sus reveses y prepararse para el próximo asalto. Que el sacrificio de aquellos seres desvalidos, y el de los que -como su hermano Pablo- habían muerto durante aquellos casi tres años de guerra, apenas representaba una ofrenda mínima ante el altar de una historia que, al final, los reivindicaría con la gloriosa victoria del proletariado mundial. El futuro y la lucha constituían la única esperanza en aquel momento de frustración. Pero descubrió que las consignas no lo aliviaban y que desde un momento imprecisable de aquella tarde lacerante había extraviado a Jacques Mornard en algún recodo de su conciencia y vuelto a ser, plena y profundamente, Ramón Mercader del Río, el comunista español, y le satisfizo saber que al menos Ramón tenía una alta misión que cumplir en aquel mundo despiadado, férreamente dividido entre revolucionarios y fascistas, entre explotados y explotadores, y que escenas como aquélla, lejos de mellarlo, lo fortalecían: su odio se hacía más compacto, blindado y total. ¡Soy Ramón Mercader y estoy lleno de odio!, gritó para sus adentros. Cuando se volvió, para ver por última vez el rostro mezquino de una debacle que lo apuntalaba en sus convicciones, sintió cómo sus cámaras fotográficas se movían y recordó que el tonto de Jacques Mornard se había olvidado de tomar una sola imagen del naufragio. Fue en ese instante cuando un periodista francés, casi con asco, pronunció aquellas palabras que le cambiarían la forma de su sonrisa:
– ¡Qué vergüenza! ¡No fueron capaces de ganar y ahora vienen a esconderse aquí!
El golpe que le propinó Ramón fue brutal. De los cuatro dientes que le arrancó, dos cayeron sobre la tierra húmeda y dos se perdieron en el estómago del desafortunado periodista, que seguramente se preguntaría, por el resto de su vida, qué cosa terrible había dicho para provocar la furia de aquel loco desatado que, para colmos, había desaparecido como un soplo de viento.