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Jacques Mornard sintió que un frío erizamiento le recorría la espalda: Harold Robbins, sonriente, le franqueó el paso luego de estrecharle la mano. Con una bolsa de papel en una mano y vestido como si fuese a una excursión, atravesó el dintel de la fortaleza sin que el guardaespaldas se preocupara por ver qué cargaba en la bolsa. Cuando la puerta de metal plomizo se cerró, Ramón Mercader escuchó cómo la Historia caía postrada a sus pies.
Después del atentado de los mexicanos, había vuelto en dos ocasiones a la casa de Coyoacán para interesarse por el estado de sus moradores. Fue durante la segunda visita cuando le confirmaron que los Rosmer saldrían la tarde del 28 de mayo hacia Francia, desde el puerto de Veracruz y como, casualmente, antes de fin de mes él debía viajar a aquella ciudad por unos negocios, le propuso a Alfred Rosmer, con la venia de Robbins y Schüssler, encargarse de llevarlos, pues así ninguno de los guardaespaldas (dos de ellos seguían retenidos por la policía) tendría que alejarse de la casa, algo que era especialmente peligroso tras lo ocurrido la madrugada del 24.
Las investigaciones policiales habían descartado ya la presunta participación de Diego Rivera en el ataque y, a pesar de que persistían en la hipótesis del autoasalto, la insistencia del renegado en señalar a la policía secreta soviética como autora del atentado mantenía a las autoridades mexicanas en jaque. Con ansiedad Jacques esperaba el regreso de Tom con sus explicaciones y, sobre todo, con las órdenes y ajustes finales para su entrada en acción.
A pesar de que varias personas le habían hablado de lo que existía más allá de los muros, aquella tarde Jacques Mornard se sorprendió al ver la disposición del patio central de la fortaleza. Su primera impresión fue que había entrado en el claustro de un monasterio. A su izquierda, cerca de la tapia, estaban las hileras de las jaulas de los conejos. La parte no asfaltada había sido cubierta de plantas, cactus en su gran mayoría, entre los que aún se veían los efectos de la invasión masiva de unos días antes. La casa principal, a la derecha, era más pequeña y modesta de lo que había imaginado. Tenía las ventanas clausuradas y en sus paredes estaban grabados los impactos de los plomos disparados unos días antes. Junto a una pequeña edificación que identificó como el dormitorio de los guardias, se erguía un árbol desde el cual, presumió, el asaltante de la ametralladora mantuvo el patio bajo fuego. ¿Cómo era posible que aquel asalto hubiese fallado?
Robbins le indicó un banco de madera, mientras avisaba a los Rosmer de su llegada. En la torre principal de vigilancia, desde la que se obtenía una perspectiva privilegiada tanto de la calle como del patio, Otto Schüssler y Jack Cooper conversaban, sin preocuparse demasiado por él, y Jacques se preguntó por qué la ametralladora de la torre no había neutralizado a los asaltantes. Encendió un cigarrillo y, sin hacer ostensible su interés, estudió la estructura de la casa, los metros que separaban el cuarto de trabajo del renegado de la puerta de salida, los senderos del jardín por los cuales un hombre se podía mover menos expuesto al fuego de las torres. Como alguien que aguarda, caminó en busca de la mejor ubicación para observar el conjunto y se volvió cuando escuchó una voz a sus espaldas.
– ¿Qué desea usted?
A pesar de que lo había visto en centenares de fotos y en el paso fugaz del auto, la presencia tangible del exiliado, a unos cuatro, seis metros de él, removió los sentidos de Jacques Mornard: allí estaba, armado con un mazo de hierba, el hombre más peligroso para el futuro de la revolución mundial, el enemigo para cuya muerte él había estado preparándose durante casi tres años. Lo que había comenzado como una confusa conversación en una ladera de la Sierra de Guadarrama finalmente lo había conducido hasta la presencia de una persona condenada a morir desde hacía mucho tiempo y que él, Ramón Mercader, sería el encargado de ejecutar.
– Buenos días, señor -logró decir, mientras trataba de que sus labios formaran una sonrisa-. Soy Frank Jacson, el amigo de Sylvia y…
– Ya, claro -dijo el viejo, asintiendo-. ¿Avisaron a los Rosmer?
– Sí, Robbins…
El exiliado, como si estuviera molesto, se desentendió de él y dio media vuelta para abrir uno de los compartimentos y colocar la hierba fresca en la cesta de donde la tomaban los conejos.
Mientras sentía cómo su conmoción cedía, Jacques le observó la nuca, desguarnecida y fácil de quebrar, como cualquier nuca, aunque el hombre, visto de cerca, le pareció menos envejecido que en las fotos y sin ninguna relación con las caricaturas que lo presentaban como un judío viejo y endeble. A pesar de sus sesenta años, de las tensiones y de los padecimientos físicos, el renegado desprendía firmeza y, a pesar de sus múltiples traiciones a la clase obrera, dignidad. La barba puntiaguda y poblada de canas, el pelo ensortijado, la nariz afiladamente judía, y, sobre todo, los ojos penetrantes detrás de las gafas, desprendían una fuerza eléctrica. Era cierto lo que muchos decían: parecía más un águila que un hombre, pensó Jacques, que permaneció inmóvil, con la bolsa de papel en su mano. ¿Y si hubiera llevado un revólver consigo?
– La hierba debe estar fresca -dijo el renegado en ese momento, sin volverse-. Los conejos son animales fuertes, pero a la vez delicados. Si la hierba está seca les enferma el estómago, y si está mojada les produce sarna.
Jacques asintió, y solo entonces se dio cuenta de que le costaba hablar. El viejo había comenzado a quitarse los guantes de faena con que se protegía las manos y los colocó sobre el techo de las conejeras.
– Pero es que se les va a hacer tarde -dijo y avanzó hacia la casa. Cuando pasó, apenas a un metro de él, Jacques sintió el olor a jabón que desprendía su pelo, tal vez necesitado de un recorte. Si hubiese estirado el brazo, habría podido tomarlo por el cuello. Pero se sentía paralizado y respiró aliviado cuando el hombre se alejó de él y dijo-: Bueno, ahí están.
Marguerite Rosmer y Natalia Sedova salían al patio por la puerta que, según le había contado Sylvia, conducía al comedor, y hacia la cual se dirigió el exiliado. Las mujeres cruzaron saludos con Jacques, y Natalia le preguntó si deseaba tomar una taza de té, que él aceptó. Cuando Natalia se dio media vuelta, Jacques la detuvo, al tiempo en que hurgaba en la bolsa de papel.
– Madame Trotski…, esto es para usted -dijo y le alargó una caja atada con una cinta malva que formaba algo parecido a una flor.
Natalia lo miró y sonrió. Tomó el paquete y comenzó a abrirlo.
– Bombones…, pero…
– Es un placer, madame Trotski.
– Por favor, Jacson, puede llamarme Natalia.
Jacques también sonrió, asintiendo.
– ¿Madame Natalia le parece bien?
– Si insiste… -aceptó ella.
– ¿Sieva no está…? También le he traído algo -explicó, alzando la bolsa.
– Enseguida se lo mando -dijo ella y se dirigió al comedor.
El muchacho demoró un par de minutos en salir, y se limpiaba la boca mientras avanzaba. Sin darle tiempo a saludarlo, Jacques le alargó la bolsa. Sieva rasgó el papel en que venía la caja de cartón de la cual, al fin, extrajo un avión en miniatura.
– Como me dijiste que te gustaban los aviones…
El rostro de Sieva brillaba de alegría y Marguerite, a su lado, sonrió por la felicidad del muchacho.
– Gracias, señor Jacson. No tenía que molestarse.
– No es ninguna molestia, Sieva… Oye, ¿y dónde estáAzteca!
– En el comedor. El abuelo lo ha acostumbrado a comer pan mojado en leche y ahora le está dando de comer.
Marguerite se disculpó, quedaban cosas por recoger y se hacía tarde. Con Sieva y el recién incorporadoAzteca, el visitante recorrió el área de las conejeras, hasta que vio salir de la casa a Alfred Rosmer y, tras él, al renegado. Sus nervios comenzaban a apaciguarse y la certeza de que podía entrar en aquel santuario, cumplir su misión, y salir diciendo adiós a los vigilantes de la torre terminaron de calmarlo. Jacques estrechó la mano de Rosmer y lo tranquilizó: tenían tiempo suficiente para llegar a la hora prevista a Veracruz. Natalia salió entonces con la taza de té y Jacques se lo agradeció. El renegado observaba a todos, pero solo volvió a hablar cuando se sentó en el banco de madera.
– Me ha dicho Sylvia que es usted belga -dijo, concentrándose en Jacques.
– Sí, aunque he vivido mucho tiempo en Francia.
– ¿Y prefiere el té al café? Jacques sonrió, movió la cabeza.
– En realidad, prefiero el café, pero como me han ofrecido té… El renegado sonrió.
– ¿Y cómo es esa historia de que ahora se llama Jacson? Sylvia me dijo algo, pero con tantas cosas en la cabeza…
Jacques observó queAzteca regresaba desde las conejeras y chasqueó los dedos para atraerlo, pero el animal pasó de largo y buscó acomodo entre las piernas del anciano, que mecánicamente comenzó a rascarle la cabeza y tras las orejas.
– Tengo un pasaporte falso, a nombre de Frank Jacson, ingeniero canadiense. Era la única manera de salir de Europa después de la movilización general. No tengo intenciones de dejarme matar en una guerra que no es mía.
El exiliado asintió y él continuó:
– Sylvia no quería que viniera aquí por ese pasaporte. En realidad, estoy ilegal en México y ella piensa que eso podría perjudicarle a usted.
– Yo creo que ya nada me perjudica -aseguró el exiliado-. Después de lo que pasó aquí hace unos días, cada mañana cuando me levanto pienso que estoy viviendo un día extra. La próxima vez Stalin no va a fallar.
– No hables así, Liev Davídovich -intervino Rosmer.
– Todos esos muros y esos vigilantes son pura escenografía, amigo Alfred. Si no nos mataron la otra noche fue por un milagro o sabe Stalin por qué razón. Pero fue el penúltimo capítulo de esta cacería, de eso estoy seguro.
Jacques se abstuvo de intervenir. Con la puntera del zapato movió unas pequeñas piedras que sobresalían en la grava. Sabía que el renegado tenía razón, pero lo inquietaba la tranquilidad con que expresaba aquel convencimiento.
Los dos hombres hablaron de la situación en Francia, cuya caída en manos del ejército alemán les parecía inminente, y el renegado trató de convencer al otro de que no se marchara. Rosmer insistió en que ahora, más que nunca, debía volver.
– Me estoy volviendo un viejo egoísta -dijo el exiliado, como si estuviera concentrado solo en las caricias que le prodigaba al perro-. Es que no quiero que se vayan. Cada vez estoy más solo, sin amigos, sin camaradas, sin familia… Stalin se los ha llevado a todos.
Ramón se negó a escucharlo y trató de concentrarse a su vez en su odio y en la nuca del anciano, pero se sorprendió al descubrir que lo rondaba un equívoco sentimiento de comprensión. Sospechó que llevaba demasiados meses bajo la piel de Jacques Mornard y que usar aquel disfraz por mucho más tiempo podía ser peligroso.
El silencio de Tom se convirtió en un manto denso que aplastó la voluntad de Ramón. Llevaba más de dos semanas sin tener una sola noticia, sin recibir ninguna orden. A medida que transcurrían los días de inactividad, empezó a temer con más insistencia que, después del fracaso de los asaltantes mexicanos, el operativo se hubiese pospuesto, incluso suspendido. Encerrado en la cabana del campo de turistas, se sumió en las más diversas elucubraciones, convenciéndose de que estaba en condiciones para cumplir su misión y que ya nada podría interponérsele, luego de haber conseguido la parte más complicada de su trabajo: penetrar en el santuario trotskista. Sabía que podía y debía vencer sus nervios, de hecho había logrado mantenerlos bajo dominio frente al renegado, aunque le habían jugado una mala pasada cuando salió de la fortaleza de Coyoacán y la tensión disminuyó: confundió en un par de ocasiones el camino hacia Veracruz, lo que había provocado la pregunta de Natalia Sedova sobre si viajaba o no con frecuencia hasta aquella ciudad.
– Es que tengo la cabeza como ida -había dicho, casi con toda sinceridad-. A mí no me interesa demasiado la política, pero el señor Trotski tiene algo… Sylvia ya me lo había dicho.
– Te tocó el soplo de Trotski en la nuca -había comentado Alfred Rosmer y, sonriente, le habló sobre las manifestaciones de aquel ensalmo paralizador y del modo en que había afectado, por ejemplo, a un hombre tan curtido y seguro de sí mismo como André Bretón.
El 10 de junio, cuando levantó el teléfono y escuchó la voz de su mentor, Ramón sintió que las manos casi le temblaban mientras recibía la orden de salir en un par de días hacia Nueva York. ¿Qué ocurría?
– ¿Viajo con todas mis cosas? -preguntó.
– Solo las necesarias. Conserva la cabana. Madame Roberts irá por ti al aeropuerto -dijo Tom y colgó, sin despedirse.
Si le ordenaban dejar sus pertenencias, significaba que el operativo seguía en marcha: de inmediato su estado de ánimo cambió y, mientras separaba la ropa que enviaría a la tintorería, extrajo de la maleta que conservaba cerrada con llave el piolet de alpinista. Lo tomó en sus manos, volvió a sopesarlo, dio tres o cuatro golpes en el aire y se convenció de que podía ser un arma ideal. Solo le complicaba el movimiento hacia abajo la longitud del mango, que le impedía una torsión libre de la muñeca en el momento del golpe, pero un corte en la madera resolvería esa dificultad. El problema era qué hacer con él durante su estancia en Nueva York. Dejarlo en la cabaña, a merced de la curiosidad de las mujeres de la limpieza, resultaba peligroso, y decidió buscarle un escondrijo. Aunque en cualquier tienda de artículos deportivos podía comprar uno similar, Ramón sentía que aquel piolet era el suyo.
La mañana del 12, previo acuerdo con Harold Robbins, tomó el Buick y se dirigió a Coyoacán. Como uno de los autos de la casa había sufrido varios golpes cuando los asaltantes mexicanos huyeron en ellos, Jacques había decidido dejarles el suyo el tiempo que él estuviera en Nueva York, para que pudieran utilizarlo si se presentaba cualquier emergencia. Con su valija en el maletero, pasó por las oficinas del campo, entregó sus llaves y pagó por adelantado el resto de junio. A un par de kilómetros del campo, se desvió por un camino de tierra que había recorrido en otras ocasiones, y entre unas piedras porosas dispuestas a un lado del sendero ocultó el piolet.
Tal como habían acordado, Jack Cooper lo esperaba para acompañarlo al aeropuerto y volver a Coyoacán con el Buick. Todos los guardias, con excepción de Hansen, en ese momento destinado a la torre principal, salieron a la calle para despedirse: Jacson esperaba volver cuanto antes, pues todo parecía indicar que, gracias a la guerra, el señor Lubeck tenía entre manos unos prometedores negocios en el país. Esa noche, cuando comenzaba a oscurecer, el avión en que viajaba el canadiense Frank Jacson tomó pista en Nueva York.
Ramón no recordaba la última vez que un reencuentro con Caridad le provocara alegría. Su madre, vestida con la elegancia que correspondía a la señora Roberts, lo recibió con el beso inquietante de siempre y Ramón supo que había estado tomando algún coñac. Roberts los esperaba a las nueve en un restaurante de Manhattan, muy cerca de Central Park, dijo Caridad y de inmediato le anunció que todo estaba a punto de ponerse en marcha.
– Tengo miedo, Ramón -dijo la mujer, refugiándose en el catalán que, difícilmente, podría entender el taxista con pinta de irlandés.
– ¿Miedo de qué, Caridad?
– Miedo por ti.
– ¿Cuántas probabilidades cree Tom que tengo de salir?
– Él te dirá que el ochenta por ciento. Pero Tom sabe que apenas tienes el treinta por ciento. Te querrá convencer de lo contrario, pero a mí no puede engañarme. Te van a matar…
– ¿Y ahora caes en la cuenta de eso?
Ramón pensó en las palabras de su madre. Sabía que era tan capaz de decirle la verdad como de mentirle para hacerlo desistir y, a su extraña manera, protegerlo y controlarlo. Pero si ella misma lo había empujado en aquella dirección, ¿por qué intentaba disuadirlo ahora, cuando sabía que el retroceso era ya imposible? Ramón se convenció de que nunca entendería cabalmente las paradojas de su madre.
– Yo sé que conseguiré salir -dijo Ramón-. He estado allí y podré salir si tengo apoyo. Preocúpate por garantizarme eso, lo demás déjamelo a mí.
– No podría soportar que te mataran -dijo entonces Caridad y desvió la vista hacia las vidrieras iluminadas de la Quinta Avenida, en las que, con machacona frecuencia, se exhibían banderas norteamericanas. Aquellas banderas y los uniformados que se veían cada tanto eran los únicos signos evidentes de la guerra, tan lejana para los neoyorquinos.
– ¿De verdad alguno de nosotros te importa tanto? -quizás por la certeza de que muy pronto podía morir, Ramón se sentía mezquino y poderoso-. Nunca me lo hubiera imaginado. ¿Ya no piensas que la causa está por encima de todo, incluida la familia? ¿Estás flaqueando?…
Dejaron la maleta en el hotel de la avenida Lexington y Caridad lo invitó a caminar hasta el restaurante, apenas a siete u ocho bloques de distancia. La noche de junio era agradablemente fresca y él se colocó la gabardina en el brazo. Caridad caminaba tan cerca de él que sus hombros se rozaban con frecuencia y les hacía difícil mirarse mientras hablaban.
– A veces pienso que nunca debí meterte en esto -dijo ella.
– ¿Vas a decirme de una vez qué diantres te pasa ahora?
– Ya te lo he dicho, carajo, tengo miedo.
– ¡Quién lo iba a imaginar! -dijo Ramón con ironía y se mantuvo unos instantes en silencio.
– No seas imbécil, Ramón. Piensa un poco. ¿O no te parece raro que los mexicanos que organizaron todo ese tiroteo no pudieran matar a nadie?
Ramón pensó que aquellas palabras tenían un sentido que desde el día del asalto lo había alarmado, pero prefirió no involucrar a Caridad con sus dudas respecto a lo ocurrido aquella madrugada.
Labrasserie tenía un aire auténtico y le recordó a Ramón el local donde, dos años antes, se habían reunido con George Mink en París. Roberts lo recibió con un abrazo, como a un viejo y querido amigo. Fiel a su costumbre, indujo a Caridad y Ramón a probar los platos que consideraba más atractivos y escogió el vino, un Cháteau Lafite-Rothschild de 1936, de mucho cuerpo, con un bouquet delicado, que dejaba en el paladar un remoto sabor a violetas que le trajo a Ramón recuerdos de una vida sepultada. Roberts advirtió que durante aquella cena no se hablaría de trabajo, pero les resultó difícil evadirse del tema que los unía. Según las últimas noticias, los alemanes estaban a las puertas de París, donde coronarían el paseo de sus tanques y sus tropas por las campiñas francesas. Los soviéticos, afirmó Roberts, no se iban a quedar cruzados de brazos y se preparaban para completar el blindaje de sus fronteras con la ocupación de las repúblicas bálticas. Eso era la guerra, dijo.
A la mañana siguiente, Roberts pasó por el hotel de Frank Jacson y viajaron hasta Coney Island. El hombre prefería que Caridad no estuviese presente y Ramón se lo agradeció. Frente al mar, sobre el que volaban unas gaviotas, Roberts se abrió el cuello de la camisa y dejó que sus nalgas corrieran por la madera del banco. Parecía que el único motivo de la excursión fuera su eterna avidez por beberse el sol.
– ¿Por qué antes de irte no me llamaste ni me dijiste nada?
– Muchacho, no tienes ni idea de lo que he pasado en estos días.
El fracaso del asalto de los mexicanos los había obligado a evacuar a varias personas que participaron en la preparación del golpe, entre ellas a Griguliévich y a Felipe. Más tarde tuvo que preparar un informe detallado, enviarlo a Moscú y esperar nuevas instrucciones.
– ¿Te imaginas a Stalin muy, muy molesto? ¿Pidiendo sangre, corazones, cabezas y cojones, incluidos los tuyos, quiero decir, los míos? -dijo y bajó la mano hasta las entrepiernas, como para comprobar que sus testículos aún estaban allí-. Tenía que convencerlo de que el fracaso no había sido culpa nuestra y de que, en cualquier caso, el revuelo político no nos perjudica.
– ¿Y por qué fallaron esos imbéciles?
Roberts apartó la mirada del sol y enfocó a Ramón.
– Porque son unos tontos y además unos cobardes. Lo hicieron todo con miedo. Se emborracharon antes de entrar en la casa. Se creyeron que aquello era una película de charros y que se resolvía con muchos tiros. Felipe trató de poner orden, pero él solo no podía con todos aquellos animales ebrios y asustados. Fue un desastre. Ni siquiera pudieron quemar los papeles del viejo. El que se suponía que dirigía la acción a última hora dijo que los esperaba fuera, y el que tenía la orden de entrar en la casa y rematar al Pato fue de los primeros en salir corriendo cuando oyó que encendían el motor de un auto. Cuando Felipe quiso encargarse, por poco lo matan ellos mismos. Cruzaron el fuego y nadie se pudo acercar a la casa.
– ¿Y Sheldon?
– Hizo su parte, no tiene culpa por el fallo de los otros… Vamos a sacarlo de México en cuanto sea posible. Es el único que sabe más cosas de la cuenta y no podemos arriesgarnos a que la policía le eche el guante. -Roberts hizo un largo silencio. Encendió un cigarrillo-. Ahora te toca a ti, Ramón. Si no lo consigues, ni tú ni yo vamos a encontrar un puto lugar en el mundo donde escondernos. ¿Puedo confiar en ti?
Ramón recordó su conversación de la noche anterior con Caridad y el sentimiento de superioridad que lo acompañó todo el tiempo.
– ¿Qué tanto por ciento de probabilidades de salir me das?
Roberts pensó. Miraba al mar y fumaba.
– Treinta por ciento -dijo-. Si lo haces todo bien, creo que cincuenta. Voy a ser sincero contigo, porque te lo mereces y necesito que sepas lo que vas a hacer y a lo que te arriesgas. Si haces las cosas como debes, tienes ese cincuenta por ciento de salir por tus pies de esa casa. Si no, pueden pasarte dos cosas: que te maten allí mismo o que te entreguen a la policía. Si te entregan, vas a la cárcel, pero puedes contar con todo nuestro apoyo, hasta el final. Tendrás los mejores abogados y vamos a trabajar por sacarte de cualquier forma. Te doy mi palabra. Te pregunto otra vez: ¿puedo confiar en ti?
El mar de Coney Island es diferente al del Empordá. Uno es Atlántico abierto, surcado por grandes corrientes, y el otro es el cálido y apacible Mediterráneo, pensó Ramón y concluyó que prefería las playas del Empordá. Observando la costa y las gaviotas inquietas, dijo:
– Esta arena parece sucia -y agregó-: Sí. Y claro que vamos a hacerlo.
Con el ramo de rosas en las manos, Jacques Mornard cayó en la cuenta de que, en toda su vida, Ramón jamás le había comprado flores a ninguna mujer. Sintió un poco de pena por él, por los compromisos y las luchas a los que su tiempo lo había empujado, robándole la levedad de la juventud y muchos de los malabares inquietantes del amor. Resultaba cuando menos triste que Jacques viajara en un taxi, con aquel esplendoroso ramo de flores, precisamente para obsequiárselo a una mujer a la cual utilizaba como una marioneta y con la que debía hacer el amor con los ojos cerrados y una misión de muerte agazapada tras cada caricia. Recordó a las mujeres con las que Ramón se había enredado en su primera juventud: solían ser tan ajenas a los detalles y gestos románticos como él, casi todas militantes furibundas. Su gran amor, África, tampoco le hubiera permitido aquella delicadeza que habría calificado de decadente y lo habría hecho parecer aún más blando. Tal vez Lena, la de los ojos tristes… Jacques Mornard, conociendo la encrucijada del destino a la que se acercaba Ramón, lamentaba que éste jamás se hubiera enfrentado a aquellos improperios de África, con tal de tener el ridículo pero amable recuerdo de haberle comprado al menos una rosa, una dalia, un clavel de los que perfumaban algunos puestos de flores de unas Ramblas cada día más lejanas. ¿Volvería a caminar alguna vez por esos espacios del recuerdo?
Dos días habían invertido en discutir los diferentes planes que Tom y él iban concibiendo. Ramón tuvo la certeza de que las diversas variantes se complicaban con la insistencia de Tom en aumentar las posibilidades de escape de su pupilo. Desde el inicio coincidieron en que sacar un revólver y pegarle un tiro en la frente al renegado era una solución expedita pero descartable. Igual la de degollarlo ante aquellas conejeras donde el Pato se embebía. Ramón se preguntaba, mientras iban desechando opciones o considerando otras para revisarlas con más detenimiento, qué movía a Tom, de cuyas últimas intenciones nunca podía estar seguro, a complicar la operación para que él saliera con vida del atentado. ¿Lo querían vivo para silenciarlo una vez cumplida la misión? ¿Era posible imaginar que se hubiese creado un lazo afectivo entre ellos? ¿O acaso temían que flaqueara y confesara el elevado origen de la orden de ejecución y por eso le buscaban vías de escape? Las figuras de las cartas puestas sobre la mesa, y las que con toda seguridad permanecían escondidas, se atropellaban en su cabeza, mientras Tom debatía con él cómo concretarían el trabajo. Algo más había quedado claro: el veneno, que podía garantizar la huida, también resultaba prácticamente imposible de utilizar, al menos en un plazo de tiempo breve y teniendo en cuenta la escasa intimidad que Jacques podía alcanzar con el condenado. Quedaban sobre el tapete los métodos más violentos pero silenciosos: el estrangulamiento o la herida de arma blanca. De estas dos salidas, por su rapidez, Tom prefería la segunda. Para la ejecución con puñal, sin embargo, tenían que conseguir lo que a todas luces se presentaba como la mayor dificultad: un encuentro en solitario entre el renegado y Jacques Mornard. De la eficacia con que lo apuñalara dependía que el treinta por ciento de posibilidades de escape subiera más allá del cincuenta, incluso del sesenta, calculaban, como jugadores de poker. ¿Y el piolet?, propuso Ramón. Tom movió la cabeza, sin decidirse a aceptar pero sin rechazar la opción: aunque le gustaba, debía admitirlo, por el simbolismo que encerraba su uso. Era cruel, violento, vengativo: una fusión mortífera de la hoz y el martillo, dijo. ¿Podría entrar en la casa armado con un piolet? En cualquier caso, si una vez consumado el acto, Ramón lograba poner un pie en la calle, las opciones de salvarse llegaban al ochenta por ciento; y si abordaba el auto y lo ponía en movimiento, Tom le garantizaba el escape, para el cual tenía previstas diversas rutas y destinos: por aire, por mar, por tierra; hacia Guatemala, hacia Estados Unidos, hacia Cuba, donde ya tenían sitios seguros para él. Ahora Tom se pondría en movimiento para ajustar detalles, y Jacques volvería a México, en una semana, con Sylvia del brazo, y se alojaría nuevamente en el hotel Montejo.
El 27 de junio, cuando aterrizaron en México, Jacques y Sylvia se toparon con la noticia del hallazgo, dos días antes, del cadáver de Bob Sheldon en una estancia abandonada en el desierto de Los Leones. Los cronistas, citando al jefe de la policía secreta Sánchez Salazar, decían que el norteamericano había muerto de dos balazos en la cabeza y su cadáver había sido enterrado en cal viva bajo el suelo de la misma cabaña donde, presumiblemente, pudieron estar escondidos los asaltantes de la casa del revolucionario exiliado. Apenas leída la noticia, Jacques sintió una fuerte conmoción. La orden de matarlo ¿habría partido de Tom o de alguno de sus hombres, o habría sido iniciativa de los mexicanos? ¿El silencio de Sheldon era más importante que su vida? ¿Tom habría tratado de engañarlo diciéndole que iban a sacar a Sheldon, pero pensando que el cuerpo nunca sería encontrado?
Esa noche, mientras Sylvia dormía, Jacques bajó a la calle y caminó por el paseo de la Reforma. La ciudad se movía a esas horas a un ritmo sosegado, pero en el interior del hombre bullían las dudas. La muerte de Sheldon se prestaba a muchas lecturas, pero la más evidente era que el hecho de saber demasiado podía convertirse en un contrabando peligroso. Y él, precisamente él, era quien más sabía. Pensó que si esa misma noche iba a Coyoacán y rescataba su Buick y a la mañana siguiente tomaba el dinero puesto a su nombre en el banco, quizás podría esfumarse para siempre en una aldea de campesinos en El Salvador, en un pueblito de pescadores hondureño, con papeles casi legales comprados a muy bajo precio. Tal vez de ese modo salvaría su vida, pero ¿era aquélla una vida a la que valía la pena aspirar cuando la puerta de la historia estaba al alcance de sus manos? Tom no había podido mentirle, Tom le explicaría lo ocurrido, Tom lo había moldeado durante años para aquella misión y no tenía sentido que arriesgara su gloria y hasta su vida con una decisión que podía poner sobre aviso a su carta de triunfo. Pero ninguna de aquellas conclusiones, tan meridianas, logró espantar el fantasma de la duda que, sibilino, se había instalado en la mente de Ramón Mercader.
Jacques Mornard luchó por recuperar su rutina y, sobre todo, la fortaleza que le propiciaba Ramón. Cada mañana se despedía de Sylvia con la excusa de que se dirigía a las oficinas que decía haber abierto en una suite del edificio Ermita, donde en realidad solo tenía un buzón al cual, según habían acordado, Tom le enviaría las nuevas instrucciones. Dos y hasta tres veces al día revisaba el buzón y en cada ocasión salía de allí frustrado por no encontrar nuevos mensajes. El resto del día lo dedicaba a vagar por la ciudad, pero su ánimo le reclamaba una soledad que vino a encontrar entre los árboles del bosque de Chapultepec.
En varias ocasiones acompañó a Sylvia a la fortaleza del renegado, sin expresar una sola vez el deseo de trasponer nuevamente la puerta blindada. En la calle, recostado a su Buick, solía tener largas charlas con alguno de los guardaespaldas. El que con más frecuencia salía a verlo era el joven Jack Cooper, siempre interesado en los secretos de las operaciones bursátiles a las que se dedicaba el mundano Jacques Mornard. De manera casi imperceptible, en sus charlas se fueron filtrando temas como el de la guerra europea, la anexión soviética de las repúblicas bálticas, la necesidad de que Estados Unidos al fin entrara en la guerra al lado de sus aliados británicos. A Jacques le parecía casi enternecedora la fe de aquellos jóvenes en las prédicas de su ídolo enclaustrado y hasta le gustaba oírlos hablar sobre la necesidad de fortalecer la IV Internacional para promover una conciencia obrera respecto a las opciones de la revolución mundial. Para demostrar una incipiente simpatía hacia la causa política de sus amigos, les propuso que le comentaran a su jefe su disposición a realizar algunas operaciones en la bolsa que, con sus informaciones y experiencia, podían generar importantes ganancias que ayudaran económicamente a la Internacional trotskista.
Cuando el 18 de julio se anunció que treinta miembros del Partido Comunista habían sido detenidos como sospechosos de participar en el atentado contra el exiliado, Jacques supo con certeza que en los próximos días se decidirían las fechas de su suerte. Por eso no le extrañó, a la mañana siguiente, hallar una nota en su buzón, sin firma: «Ya que te gustan tanto los bosques, ¿paseamos hoy a las cuatro de la tarde?».
A las tres, Jacques se había acomodado bajo la fronda de los ci-preses de Chapultepec, mandados a plantar ochenta años atrás por la efímera emperatriz Carlota. Desde aquel punto se veía el sendero que conducía hacia el prepotente palacio veraniego del emperador Maximiliano y el camino descendente hacia el paseo de la Reforma. La duda instalada en su mente se había convertido en ansiedad y tuvo que recurrir a lo que había aprendido en Malájovka su antepasado, el Soldado 13, para recuperar el control de sí mismo y sentirse listo para la conversación.
A las cuatro en punto divisó a Tom. Vestía una camisa blanca, de cuello estrecho, por el que asomaba un ridículo pañuelo de lunares. Desde el sendero le hizo una seña y Jacques se puso en marcha.
– Tuvieron que matarlo -dijo, sin que mediara saludo alguno, con la vista dirigida hacia la curva del camino. Ramón permaneció en silencio y dispuso todas las alarmas de su mente-. Le fallaron los nervios, se puso agresivo, quería que lo sacaran de México, amenazó con ir a la policía y decir que lo habían raptado… Los mexicanos estaban desesperados y no lo pensaron demasiado. Si te hace falta, puedo darte mi palabra de que no tuvimos nada que ver. Desde un inicio te dije que el americano podía ser eficiente, aunque no era de fiar, pero de ahí a usarlo y luego matarlo…
Ramón meditó unos instantes.
– No tienes que darme tu palabra, te creo -dijo, y descubrió cuánto deseaba pronunciar aquella frase, y que hacerlo le procuraba un patente alivio.
– No podemos esperar más. Mientras los mexicanos se acusan unos a otros y la policía busca al judío francés, nosotros vamos a terminar esta mierda.
– ¿Cuándo?
– Moscú pide que cuanto antes. La campaña de Hitler en Europa ha sido una excursión campestre y está envalentonado, se cree invencible.
Ramón miró hacia los cipreses. La exigencia de Tom retumbaba en su estómago. El tiempo de la espera y las estrategias había terminado y comenzaba el de la realidad: y sintió de inmediato que debía arrastrar una carga difícil y pesada. ¿Conseguiría moverla, después de tanto clamar por aquel honor?
– ¿Cuál es el plan? -logró preguntar.
– Tienes que ver una o dos veces más al Pato. Tú sabrás cómo hacer. En esos encuentros vas a comenzar a cortejarlo. La idea es que piense que te puede convertir al trotskismo. Sin exagerar, hazlo sentir que tú lo admiras. Vamos a explotar su vanidad y su obsesión por sumar seguidores. Cuando se dé la oportunidad, le dices que quieres escribir algo sobre la situación mundial, algo que se te haya ocurrido conversando con él. Vamos a preparar un artículo que lo obligue a trabajar contigo. La idea es que puedas estar solo con él en su estudio. Si lo consigues, lo demás es fácil.
– ¿Crees que querrá recibirme a mí solo?
– Tienes que conseguirlo. Tus posibilidades de escapar serán mucho mayores. Ese día vas a ir preparado para dos acciones: la de liquidarlo y la de usar un arma para huir si fuera necesario.
– ¿Con cuántas cosas debo entrar?
– La pistola por si la necesitas. El puñal para él.
Ramón pensó unos instantes.
– El puñal me obligaría a taparle la boca, a agarrarlo por el pelo… Prefiero el piolet. Un solo golpe y salgo…
– ¿No quieres tocarlo? -sonrió Tom.
– Prefiero el piolet -replicó Ramón, evasivo.
– Está bien, está bien… -aceptó el otro-. Ese día Caridad y yo estaremos contigo. En cuanto pongas un pie en la calle y salgas en tu carro, yo me encargo de lo demás. ¿Confías en mí?
Él no respondió y Tom se desató el pañuelo del cuello y se secó los carrillos.
– Vamos a prepararte una carta para que la dejes caer cuando salgas. Serás un trotskista desencantado que ha comprendido que su ídolo no es más que un títere que, por regresar al poder, incluso está dispuesto a ponerse a las órdenes de Hitler…
Ramón se sintió confundido y Tom se percató de que algo no funcionaba bien. Tomándolo por la barbilla lo obligó a volverse y a mirarlo a los ojos: Ramón vio que tenían un brillo excitado.
– Muchacho, estamos cada vez más cerca… Vamos a ser nosotros, tú y yo, los dueños de la gloria. Tenemos que impedir que ese perro hijo de perra se confabule con los nazis. Piensa siempre que estás trabajando para la historia, vas a ejecutar al peor de los traidores, y recuerda que muchos hombres en el mundo necesitan de tu sacrificio. El valor, el odio y la fe de Ramón Mercader tienen que sostenerte. Y si no puedes escapar, confío en tu obediencia y en tu silencio. Ya no es tu vida ni la mía las que estarían en juego, sino el futuro de la revolución y de la Unión Soviética.
Desde los ojos, más que desde las palabras de su mentor, Ramón recibió el mensaje que necesitaba. Las dudas y los temores de los últimos días comenzaron a esfumarse, como si aquella mirada los evaporara, mientras sentía cómo su vida se acercaba a una culminación estrepitosa.
La puerta del destino se abrió con la llave de una idea de Natalia Sedova: los Trotski querían agradecer a Jacson sus atenciones hacia los Rosmer y sus frecuentes regalos a Sieva y por ello los invitaban a él y a Sylvia a tomar el té. Propusieron la fecha del 29 de julio, a las cuatro de la tarde, si el novio de Sylvia no estaba demasiado complicado con su trabajo. En la habitación del Montejo, Jacques revisó la pequeña libreta donde anotaba sus citas de negocios y le dijo a Sylvia que llamara a Natalia: estarían encantados de acudir. El rostro de la joven brilló de excitación y de inmediato corrió hacia el teléfono para confirmar la cita.
El 29, a las cuatro en punto de la tarde, el Buick se detuvo ante la fortaleza de Coyoacán. Jacques se había puesto un traje veraniego, de color crema claro, y Sylvia, a pesar del sol y el calor, había insistido en vestir de negro: estaba nerviosa y feliz, y había gastado una hora ante el espejo, en la ardua lucha por embellecer su rostro.
Jack Cooper los saludó desde la torre de vigilancia y Jacson bromeó con él. Le daría una propina si le cuidaba el auto, le dijo. Los policías mexicanos les sonrieron y el cabo Zacarías Osorio, el más veterano entre los encargados de la vigilancia exterior, casi les hizo una pequeña reverencia a los recién llegados. Harold Robbins les abrió la puerta y, mientras conversaban, los guió hasta los muebles de hierro forjado que Natalia había hecho colocar en el patio, a la sombra de los árboles.
Cuando la anfitriona salió, los saludó afectuosamente y el joven le entregó la caja de bombones que le había comprado. Supo que Sieva, al regresar del colegio, había ido a pescar al río y que Azteca, como siempre, había ido con él.
– Liev Davídovich les pide disculpas -comentó Natalia Sedova-. Se ha presentado una urgencia y está dictando un trabajo que debe enviar mañana. Dentro de un rato viene a saludarlos.
Jacques sonrió y descubrió que se sentía aliviado. No le molestaba que el ritmo de la penetración fuese lento, aun cuando sabía que Tom necesitaba que actuara lo antes posible.
Después de que la sirvienta mexicana colocara el té y las galletas sobre la mesa (¿sería ella la camarada del Partido infiltrada en la casa?), Natalia les contó que estaban preocupados por la falta de noticias de los Rosmer. Con los nazis en París, la situación de los amigos era muy comprometida, y muchas veces temía que pudiera ocurrir lo peor. Jacques asentía, con su timidez habitual, y, tras un silencio que amenazaba hacerse infinito, comentó algo sobre el tiempo.
– Parece que este verano va a ser muy caliente, ¿no? Me imagino que usted -dijo a Natalia- y el señor Trotski prefieren el frío.
– Cuando uno se va haciendo viejo, el calor es una bendición. Y hemos pasado tanto frío en nuestras vidas que este clima es un regalo.
– Entonces, ¿no les gustaría volver a Rusia?
– Lo que nos gusta o no nos gusta hace mucho que no decide nada. Llevamos once años dando vueltas por el mundo, sin saber cuánto tiempo podremos estar en un sitio y ni siquiera si vamos a despertarnos al día siguiente -indicó hacia las paredes donde habían quedado las marcas de los disparos-. Es muy triste que un hombre como Liev Davídovich, que no ha hecho otra cosa en su vida que luchar por los que no poseen nada, tenga que vivir huyendo y escondiéndose como un criminal…
Jacques hizo un gesto de asentimiento y, cuando levantó la vista, sintió un corrientazo: el Pato había abandonado la casa. Primero, su sombra, luego, su figura se hicieron visibles.
– Muchas gracias por venir, Jacson. Hola, pequeña Sylvia.
Jacques se puso de pie, con el sombrero en las manos, dudando de si debía o no dar un paso y extender su mano derecha. El exiliado, que parecía distraído, se dirigió hacia donde estaba Natalia y el trance quedó resuelto.
– Les pido mil disculpas, lamento no poder acompañarlos. Es que debo terminar hoy mismo un artículo… ¿Me sirves té, Natushka?
Mientras Natalia se lo servía, el hombre miró hacia su jardín y sonrió.
– He logrado salvar casi todos los cactus. Tengo algunas especies muy raras. Esos salvajes por poco acaban con ellos.
– ¿Por fin van a hacer nuevas obras? -Sylvia intervino, mientras el anfitrión bebía los primeros sorbos de su té.
– Natasha insiste, pero yo no me decido. Si quieren volver a entrar, son capaces de volar una pared…
– Yo nunca pensaría en otro ataque igual -dijo Jacques y todos lo miraron.
– ¿Qué pensaría usted, Jacson? -el viejo rompió el silencio.
– No sé…, un hombre solo. Usted mismo lo ha escrito, la NKVD tiene asesinos profesionales…
El renegado lo miró con intensidad, la taza suspendida a la altura del mentón, y Ramón se preguntó por qué había dicho aquello. ¿Tenía miedo? ¿Quería que algo lo detuviera?, pensó, y siempre se dio la misma respuesta: no. Lo había hecho porque le gustaba usar aquella potestad de jugar con los destinos ya escritos.
El renegado, después de beber un sorbo de té, al fin dejó su taza sobre la mesa y asintió.
– Tiene usted razón, Jacson. Un hombre así podría ser imparable.
– Por favor, Liovnochek -intervino Natalia, tratando de desviar la tétrica conversación.
– Querida, no podemos hacer como el avestruz -dijo, sonrió y observó a su visitante-. No fume tanto, Jacson. Cuide esa juventud maravillosa que tiene -y haciendo un gesto de adiós con la mano tomó el sendero que conducía al comedor y desde allí agregó-: No lo dejes fumar, Sylvia, que no todos los días se encuentra un hombre tan buen mozo. ¿Me disculpan? ¡Buenas tardes!…
El rostro de Sylvia enrojeció y Jacques sonrió, también apenado. Apagó el cigarrillo y miró hacia Natalia, que parecía divertida.
Ya menos tenso, Jacques Mornard contó varias historias de su familia belga, suscitadas por el recuerdo de su padre, fumador de puros habanos. Natalia habló del primer exilio de Liev Davídovich en París y de cómo se conocieron, y los tres sonrieron al evocar la salida del exiliado cuando le confesó que París estaba bien, pero que Odesa era mucho más hermosa.
– El señor Trotski debería descansar más -comentó Jacques cuando la conversación decaía-. Trabaja demasiado.
– Él no es una persona normal… -Natalia miró hacia la casa antes de continuar-. Además, vivimos de lo que le pagan los periódicos. A eso hemos llegado -terminó, y su voz denotaba nostalgia y tristeza.
Cuando cayó la tarde, Jacson y Sylvia se despidieron. Natalia volvió a disculpar a su esposo y prometió buscar un momento oportuno para otro encuentro. Eran tan pocos los amigos que les quedaban, tan pocos los que recibían, y ella estaría encantada de volver a tenerlos en la casa, eso sí, con Liev Davídovich amarrado a una silla, dijo, y estrechó la mano de Jacson y besó dos veces las mejillas de Sylvia.
Al regresar al hotel, Jacques se encontró con que míster Roberts lo había llamado y le rogaba que se comunicara con él urgentemente. Desde la habitación pidió un número de Nueva York y el propio Roberts le respondió.
– Soy Jacques, míster Roberts.
– ¿Estás solo?
– No. Dígame.
– Ven mañana. Te espero a las ocho en el bar del hotel Pennsylvania.
– Sí, dígale al señor Lubeck que vuelo mañana… Muchas gracias, míster Roberts.
Sonriente se volvió hacia Sylvia y le dijo:
– Nos vamos unos días a Nueva York. Lubeck paga.
La estancia en Nueva York resultó breve y tuvo fines precisos: el tiempo de los preparativos había terminado y Moscú exigía que la operación se llevase a cabo cuanto antes, teniendo en cuenta el rumbo de una guerra que le había permitido a Hitler dominar Europa casi sin disparar. La mayor novedad fue que el señor Roberts le regaló una nueva gabardina que tenía tres bolsillos interiores de muy curioso diseño.
El 7 de agosto, Jacques y Sylvia se instalaron otra vez en el hotel Montejo, y a la mañana siguiente el joven salió, con el pretexto de que debía ver a los contratistas encargados de la remodelación de las oficinas. Al volante del Buick, tomó la dirección del campo de turistas y buscó el camino sin asfaltar que había recorrido unas semanas antes. El túmulo de piedras porosas donde había dejado caer el piolet estaba a la derecha del sendero, y mientras se adentraba por el camino se preguntó si no se habría confundido de lugar: según sus cálculos, las piedras estaban a dos, tres minutos de la carretera, y ya había avanzado más de cinco y no aparecían. Pensó en retroceder y verificar que era el camino correcto, aunque estaba seguro de que lo era. La ansiedad comenzó a dominarlo y, para calmarse, se dijo que en cualquier tienda de la ciudad podría comprar un piolet similar. Pero no encontrar aquel preciso piolet le parecía un presagio nefasto. ¿Dónde estarían las putas piedras? Siguió adelante y, cuando se había decidido a regresar, descubrió el túmulo y respiró aliviado. Subió sobre las piedras y vio el brillo metálico. Cuando logró sacar el piolet y tenerlo entre sus manos, sintió que algo visceral lo unía a aquella puya de acero: el acto de sostenerlo le daba confianza y seguridad.
De vuelta a la ciudad, detuvo el auto frente a una carpintería de la colonia Roma y le pidió al encargado que aserrara unas seis pulgadas al mango de madera del piolet. El hombre lo miró extrañado y él le explicó que se sentía más seguro escalando con un mango más corto. Lienza en mano, el hombre midió las seis pulgadas que le había indicado Ramón, hizo la marca con un lápiz y se lo devolvió para que comprobara si con esa medida le resultaba cómodo. Ramón tomó el piolet e hizo un gesto, como si fuese a clavarlo en una roca sobre su cabeza.
– No, todavía es demasiado largo. Córtelo por aquí -y le indicó el sitio.
El encargado de la carpintería se encogió de hombros, se dirigió a una sierra y serró la madera. Con una lija le pulió los bordes y se lo entregó a Ramón.
– ¿Cuánto es?
– No es nada, señor.
Ramón metió la mano en el bolsillo y sacó dos pesos. -Es mucho, señor.
– Mi jefe paga. Y gracias -se despidió.
– Escalar con ese mango tan corto es peligroso, señor. Si se resbala…
– No se preocupe, camarada -dijo y levantó el piolet a la altura de sus ojos-. Ahora parece una cruz, ¿verdad? -y sin esperar respuesta caminó hasta la esquina donde había dejado el Buick, fuera de la vista del carpintero.
Tomó la dirección de Chapultepec y se adentró en el bosque. Del maletero del auto extrajo la bolsa donde guardaba la gabardina de color caqui que Tom le entregara en Nueva York y dejó caer en ella el piolet. Caminó entre los árboles, hasta encontrar un sitio donde supuso que nadie lo vería y se puso la gabardina. En el lado izquierdo, más abajo de la cintura, habían cosido una funda larga y estrecha, casi con forma de puñal. A la altura del estómago, de ese mismo lado, un bolsillo más pequeño advertía de su propósito: un revólver de mediano calibre. Del lado derecho, en la línea de la axila, estaba la tercera funda, de forma triangular, con el ángulo más estrecho abajo. Ramón acomodó el piolet en ese bolsillo y comprobó que, con el mango recortado, se hundía más de lo que consideraba cómodo para una rápida extracción. Verificó, sin embargo, que si mantenía las manos cruzadas sobre el abdomen, su propio brazo derecho ocultaba el bulto de la herramienta, y eso era lo más importante. Se colocó la gabardina en el antebrazo y observó que la profundidad de la bolsa evitaba cualquier deslizamiento. Hizo varias pruebas y concluyó que si el renegado estaba de espaldas, él podía sacar el piolet en apenas diez segundos, sin dejar de mirar a su objetivo.
Ramón dobló el impermeable sobre el brazo cuando se acercó al auto. Durante toda la mañana apenas se había acordado de Jacques Mornard, y aquel olvido lo preocupó. Para atravesar todas las barreras que se levantaban entre las puertas de la fortaleza de Coyoacán y el instante en que extraería el piolet, necesitaba de la presencia íntegra del belga, de sus comentarios torpes, de su timidez, de su sonrisa insulsa. Porque Jacques era el único capaz de conducir a Ramón ante el momento más grandioso de su vida.
Cuando se encontraron en Moscú, casi treinta años después, y hablaron de lo que había ocurrido en aquellos días y de lo que sucedió en adelante, Ramón le preguntó a su mentor si había concebido aquella concatenación perfecta de hechos o si la casualidad había trabajado en su favor. El hombre le aseguró, con la mayor seriedad, que lo había planificado todo, pero que el demonio había estado colaborando con ellos: cada detalle esbozado dos, tres años antes, se había perfilado y encajaría de una manera tan perfecta que nadie, salvo un plan infernal, pudo haberlo dispuesto así, porque al final los hechos se sucedieron como si aquel piolet, el brazo de Ramón y la vida de Trotski se hubieran estado atrayendo como imanes…
El martes 13 de agosto, Sylvia al fin decidió afrontar el trance de ir a Coyoacán y comunicarle a Liev Davídovich unos importantes mensajes que había recibido durante su estancia en Nueva York. Dos horas después, la mujer salió de la casa con una sonrisa en los labios. Jacques, que la esperaba en la calle, había conversado a ratos con casi todos los guardaespaldas, mostrando una locuacidad que solo unos días después les resultó significativa a aquellos hombres para los cuales Frank Jacson era una presencia inocua. Incluso había quedado con Jack Cooper para cenar el martes siguiente, cuando su esposa, Jenny, hubiera llegado de Estados Unidos. Jacson invitaba, por supuesto, y se encargaría de escoger un restaurante que resultara del agrado de Jenny.
Sylvia tenía razones para sentirse feliz. En realidad, sus relaciones con el renegado pasaban por un período de crisis, motivada por su decantación hacia el nuevo grupo político que Burnham y Shachtman, antiguos camaradas de Liev Davídovich, habían formado en Estados Unidos. Sin embargo, el viejo, tan sensible a las escisiones, más aún en medio de una coyuntura en la que necesitaba de todos sus simpatizantes, no parecía disgustado con ella y, luego de oír lo que Sylvia había hablado con Shachtman en Nueva York, le había pedido que volviera en dos días, con su novio, para tomar el té, pues quería disculparse por no haberlo atendido durante la anterior visita.
– Creo que le has caído bien -dijo ella, mientras salían de la pedregosa avenida Viena y doblaban por Morelos.
– ¿Quieres que te diga algo? -Jacques sonrió-. Yo pensaba que el viejo era un tipo orgulloso y prepotente. Pero desde que lo conocí, creo que es una gran persona. Y, la verdad, no sé cómo se te ha ocurrido aliarte con Burnham y Shachtman.
– Tú no entiendes de estas cosas, querido. La política es complicada…
– Pero las fidelidades son muy sencillas, Sylvia -dijo y apretó el acelerador-. Y, por favor, no me digas de qué entiendo y de qué no entiendo.
A la mañana siguiente Jacques se trasladó hacia Shirley Court, donde nuevamente se habían alojado Tom y Caridad. Su madre lo recibió con un beso y lo invitó al café recién hecho, pero él lo rechazó. Se sentía alterado y solo quería consultarle a su mentor la estrategia que seguirían al día siguiente. Cuando Tom salió del baño, envuelto en una bata, los tres ocuparon las butacas de la pequeña sala. Viendo cómo Tom y Caridad bebían café, Ramón percibió que entre ellos comenzaba a abrirse una distancia, invisible aunque para él muy tangible: la que hay entre la primera línea y la seguridad de la comandancia.
– Vas a provocar una discusión sobre ese tema de Burnham y Shachtman -dijo Tom cuando terminó de oír a su pupilo-. Te pondrás de parte del Pato, en contra de Sylvia. Lo que más quiere oír él es que esos disidentes son unos traidores, y vas a complacerlo. En algún momento dile que quieres escribir sobre esa escisión y sobre lo que ocurre en Francia con la ocupación nazi.
– El sabe que a Jacson no le interesa la política.
– Pero a él le interesa tanto que te volverá a abrir la puerta de su casa. Además, está tan solo que si tú escribes algo a favor suyo, te va a recibir de nuevo. Y ése será nuestro momento. Tienes que ser cauteloso, pero a la vez vas a parecer decidido.
– Sylvia puede verlo extraño…
– Esa imbécil no ve nada -le aseguró Tom-. Si todo funciona bien, en dos o tres días vuelves a Coyoacán con el artículo…
Caridad seguía el diálogo en silencio, pero su atención se centraba en Ramón. Le resultaba evidente que el entusiasmo y la seguridad de Tom chocaban con la tibieza patente de su hijo.
– Voy a vestirme -dijo Tom-. Quiero que practiques con el revólver Star que vas a llevar el día de la fiesta.
Caridad se sirvió más café y Ramón se decidió a beber una taza. Entonces la mujer se inclinó hacia delante y, mientras vertía el café, susurró:
– Quiero hablar contigo. Esta noche. En el hotel Gillow, a las ocho.
Él la miró, pero los ojos de Caridad estaban fijos en la acción de servir el café y de tenderle la taza.
Tom pudo comprobar que las habilidades del Soldado 13 seguían intactas. En el bosquecito de la zona de San Ángel donde hicieron las prácticas, el joven disparó a blancos difíciles y hacía tres dianas de cada cuatro disparos, a pesar de la tensión que lo dominaba. Tom le hablaba sin cesar de lo que ocurriría una vez cometido el atentado. La vía más expedita de escape sería a través de Cuba, donde Ramón podría confundirse con los miles de españoles que pululaban por La Habana y por Santiago. En la isla lo esperaría una pareja de agentes, con dinero y conexiones para garantizar sus necesidades y protección. Tal vez él, y sobre todo Caridad, que adoraba el país donde había nacido, también caerían por allí y los tres juntos atravesarían el Atlántico. La seguridad de Tom, cuyos pronósticos y planes solían cumplirse con asombrosa regularidad, espantó las dudas y los temores de Ramón, hasta casi convencerlo de que el escape era más que factible.
El hotel Gillow, en las inmediaciones del Zócalo, era un edificio colonial que en su origen había servido de albergue a las monjas destinadas a la vecina iglesia de la Profesa. Al mediodía solían almorzar en su restaurante muchos de los" empleados que trabajaban en las oficinas del gobierno. En la noche, en cambio, era el sitio donde buscavidas de éxito y prostitutas de lujo se llenaban el estómago antes de salir a las faenas nocturnas. Tenía un vasto salón, una luz discreta y muchas mesas, cubiertas con manteles de cuadros. Apenas penetró en el local, Ramón recordó la tarde de júbilo y victoria cuando, de la mano de África, había entrado en un viejo café de Madrid para reencontrarse con Caridad. Ahora pudo descubrir a la mujer en una mesa arrinconada, fumando con la cabeza inclinada. Ramón movió la silla y fue como si Caridad despertara de un letargo.
– Menos mal que has llegado. Le he dicho a Kotov que iba al cine, así que no tenemos demasiado tiempo y hay mucho de que hablar… Llama al mozo.
Cuando el mesero se acercó, Caridad hizo el pedido: una botella de coñac, dos vasos, dos botellas de agua carbonatada de Tehuacán y, después, que los dejaran tranquilos.
– ¿Y para comer? -se extrañó el mesero.
– Que nos dejen tranquilos… -repitió la mujer y lo miró intensamente.
Ramón esperó en silencio a que el mesero trajera el pedido y se alejara.
– ¿A qué se debe tanto misterio?
– Estás a punto de hacer algo muy grande y muy peligroso. Aunque a ti no te importe lo que yo piense, me siento responsable de lo que vas a hacer y de lo que te pueda pasar, y quiero decirte algunas cosas.
Caridad sirvió dos vasos con el agua gaseada y otros dos con el coñac. Levantó un poco su licor, lo olió unos segundos y bebió un trago largo.
– Tómate por lo menos ése -empujó el coñac hacia Ramón-, te vendrá bien.
Ramón miró el vaso pero no lo tocó.
– Voy a empezar por el final -dijo ella, mientras encendía un cigarrillo-. Si te meten preso, removeré cielo y tierra para sacarte. Aunque tenga que volar la puta cárcel. Cuenta con eso. Lo único que te pido a cambio es que no falles cuando tengas al viejo delante, y que, si te atrapan, nunca digas por qué lo has hecho ni quién te lo ha ordenado. Si flaqueas, entonces no podré ayudarte, y tampoco Kotov, porque de tu silencio depende su vida y creo que la mía, por no hablar de la tuya.
– ¿Eso es lo que te importa?, ¿que te pueda complicar la existencia? -Ramón disfrutó de la posibilidad de herirla.
– No te voy a negar que me interesa, pero, créeme, no es lo más importante. Lo que tienes la posibilidad de hacer puede cambiar el mundo, y eso sí es importante -Caridad bebió otro sorbo-. Y este mundo de mierda necesita muchos cambios, tú lo sabes -observó unos segundos el vaso intacto de Ramón-. De tu silencio depende tu vida. Mira lo que le pasó al Sheldon ése…
– Lo mataron los mexicanos -dijo Ramón.
– Eso dice Kotov… y no nos queda más remedio que creerle.
– Yo le creo, Caridad.
– Me alegro por ti -dijo ella y vertió más coñac en su vaso, pero no bebió-. Escucha bien lo que voy a contarte. A lo mejor después entiendes por qué estamos en este restaurante, contando las horas que te faltan para matar a un hombre.
En algún momento de la conversación, Ramón bajó de un golpe su vaso de coñac y, sin tener idea de cuándo lo rellenó, volvió a beber, a sorbos cortos, mientras sentía cómo se le removían las entrañas. Lo que menos esperaba escuchar era la historia de las humillaciones y degradaciones a las que Caridad había sido sometida por su atildado y burgués marido, Pau Mercader. Aunque Ramón ya sabía retazos de aquella historia, esta vez su madre entró en los detalles más escabrosos, y le habló de las visitas a burdeles donde su marido la obligaba a presenciar descarnadas fornicaciones, el modo en que la había inducido a probar la droga para después lanzarla a una cama donde un mozo de alquiler la penetraba mientras su marido penetraba al mozo, las golpizas que le propinaba cuando ella se negaba a tener sexo anal, las amenazas, al fin concretadas, de separarla de sus hijos y de la vida civilizada, confinándola en un manicomio donde estuvieron a punto de enloquecerla y donde, para no morir de sed, varias veces tuvo que beber sus propios orines. Aquéllas fueron las experiencias por las que debió pasar en su santificado matrimonio burgués, y el odio fue una semilla que le clavaron en el centro del alma, como un puñal caliente, que apenas aliviaba su ardor cuando ella podía dirigir ese odio contra los que sostenían una moral mezquina que permitía a un ser abyecto y enfermo como Pau Mercader ser considerado un hombre respetable. Desde entonces Caridad se había vengado con las armas que tuvo a su alcance y, más de una vez, al regresar a Barcelona tras el triunfo electoral de la izquierda republicana, pasó noches en vela frente al departamento oscuro de la calle Ample donde para esa época ya vivía el marido. La idea de subir las escaleras y reventarle el cerebro con los seis disparos de la Browning que siempre llevaba en la cintura se convirtió en una obsesión, y si no lo hizo no fue por miedo ni por piedad: fue porque comprendió que saberlo pobre, convertido en un empleado de otros hombres que podían humillarlo y explotarlo, era el mayor castigo que Pau Mercader podía recibir, y mejor si duraba muchos años.
Mientras la escuchaba, Ramón sintió cómo comenzaba a esfumarse la superioridad humana y política que desde hacía un tiempo sentía sobre su madre. Recordó el turbio episodio del envenenamiento en el restaurante de Toulouse y el intento de suicidio del que él y su hermano Jorge la habían salvado. Aquel ser destrozado y lleno de odio que era su madre empezaba a armarse como un rompecabezas al que, incluso, parecían sobrarle piezas.
– Si soy una comunista defectuosa, Ramón, es por todo eso -siguió Caridad tras servirle un tercer trago a su hijo y beber ella un cuarto, quinto, ¿sexto?-. Mi odio nunca me permitirá trabajar para construir la nueva sociedad. Pero es la mejor arma para destruir esta otra sociedad, y por eso os he convertido a todos vosotros, mis hijos, en lo que sois: los hijos del odio. Mañana, pasado mañana, dentro de dos días, cuando estés frente al hombre al que tienes que matar, recuerda que es mi enemigo y también el tuyo. Que todo lo que dice sobre la igualdad y el proletariado es pura mentira y lo único que quiere es el poder. El poder para degradar a las personas, para dominarlas, para hacerlas que se arrastren y sientan miedo, para joderlas por el culo, que es con lo que más disfrutan los que gozan del poder. Y cuando le revientes la cabeza a ese hijo de puta, piensa que tu brazo es también el mío: yo estaré allí, apoyándote, y somos fuertes porque el odio es invencible. ¡Tómate ese trago, coño! Agarra al mundo por los cojones y ponlo de rodillas. Y métete esto en la mollera: no tengas piedad, porque nadie la tendrá contigo. Jamás. Y cuando estés jodido, no admitas la compasión: ¡nadie tiene que compadecerte!, tú eres más fuerte, tú eres invencible, ¡tú eres mi hijo,collons!