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Esta novela quizás comenzó a escribirse en el mes de octubre de 1989, mientras, sin que mucha gente aún lo sospechara, el Muro de Berlín se inclinaba peligrosamente, hasta que comenzó a precipitarse y se deshizo, apenas unas semanas después.
Entonces yo acababa de cumplir los treinta y cuatro años y hacía el que sería mi primer viaje a México. Como estaba convencido de que Coyoacán era un lugar muy distante del centro, conseguí que Ramón Arencibia, un amigo cubano-mexicano dueño del automóvil más feo del DF, me llevara a visitar la casa donde vivió y murió León Trotski. A pesar del casi absoluto desconocimiento que yo tenía (como cualquier cubano de mi generación) de las peripecias vitales y las ideas del ex dirigente bolchevique, y, por tanto, no podía ser ni siquiera alguien cercano al trotskismo, creo que la conmoción puramente humana que me produjo recorrer aquel sitio, convertido en museo desde hacía varios años y en un verdadero monumento a la zozobra, el miedo y la victoria del odio desde que lo habitaran los Trotski, fue la semilla de la cual, cumplida una larguísima incubación, nació la idea de escribir esta novela.
Al enfrentarme a su concepción, más de quince años después, ya en el siglo XXI, muerta y enterrada la URSS, quise utilizar la historia del asesinato de Trotski para reflexionar sobre la perversión de la gran utopía del siglo XX, ese proceso en el que muchos invirtieron sus esperanzas y tantos hemos perdido sueños, años y hasta sangre y vida. Por eso me atuve con toda la fidelidad posible (recuérdese que se trata de una novela, a pesar de la agobiante presencia de la Historia en cada una de sus páginas) a los episodios y la cronología de la vida de León Trotski en los años en que fue deportado, acosado y finalmente asesinado, y traté de rescatar lo que conocemos con toda certeza (en realidad muy poco) de la vida o de las vidas de Ramón Mercader, construida(s) en buena parte sobre el filo de la especulación a partir de lo verificable y de lo histórica y contextualmente posible. Este ejercicio entre realidad verificable y ficción es válido tanto para el caso de Mercader como para el de otros muchos personajes reales que aparecen en el relato novelesco -repito: novelesco- y por tanto organizado de acuerdo con las libertades y exigencias de la ficción.
Entre el propósito de escribir esta novela y el ejercicio mismo de la escritura mediaron años de pensar, leer, investigar, discutir y, sobre todo, penetrar con asombro y horror al menos en una parte de la verdad de una historia ejemplar del siglo XX y de las biografías de esos personajes turbios pero reales que aparecen en el libro. En ese dilatado proceso, me resultó imprescindible la cooperación, el conocimiento, las experiencias y las investigaciones previas de muchas personas que, en algunos casos, incluso compartieron conmigo sus vivencias y hasta sus incertidumbres sobre una historia las más de las veces sepultada o pervertida por los líderes que durante setenta años fueron los dueños del poder y, por supuesto, de la Historia.
Como siempre, entre la escritura y la publicación de lo escrito requeriría la ayuda que varios amigos me prestarían en la búsqueda de información y, sobre todo, con las lecturas de las diversas versiones a través de las cuales fui delineando la novela, y con las discusiones de sus contenidos y soluciones literarias, un intercambio que poco a poco me permitiría ajustar desde la puntuación y las perspectivas narrativas hasta las visiones históricas y filosóficas que manejo en las más de quinientas páginas de este libro.
Por eso quiero expresar mi enorme gratitud a todos los que, de un modo u otro, en una etapa u otra, con su paciencia, su conocimiento o su sentido común, o simplemente detrás de un timón (como el amigo Ramón Arencibia), me ayudaron a concebir, perfilar, escribir y reescribir muchas veces esta novela. En España me dieron su apoyo inestimable Javier Rioyo, José Luis López Linares, Jaime Botella, Felipe Hernández Cava, Luis Plantier, Xabier Ei-zaguirre, Emilia Anglada y mi vieja amiga, claro que cubana, Lourdes Gómez. Moscú nunca se me hubiera revelado sin la generosa y dispuesta colaboración de Víctor Andresco, Miguel Bas, Alexander Kazachkov (Shura), Tatiana Pigariova, Jorge Martí y Mirta Karcick. En Francia fueron mis soportes Elisa Rabelo y Francois Crozade y mi querida editora Anne Marie Métailié. El buen amigo Johnny Andersen fue mi guía para los pasos daneses de Trotski. Agradezco las lecturas, los valiosísimos aportes bibliográficos y la inteligencia de mis amigos mexicanos Miguel Díaz Reynoso y Gerardo Arreóla, quizás los más entusiastas soportes de este proyecto, y del investigador peruano Gabriel García Higueras y el amigo argentino Darío Alessandro. Desde Canadá e Inglaterra me dieron su apoyo los profesores-amigos John Kirk y Steve Wilkinson. Y entre mis muchos colaboradores cubanos (o casi cubanos en algún caso) no puedo dejar de mencionar al librero Barbarito, a Dalia Acosta, Helena Núñez, Stanislav Verbov, Alex Fleites, Fernando Rodríguez, Estela Navarro, Juan Manuel Tabío, José Luis Ferrer (del otro lado del charco), Leonel Maza, Harold Gratmages, el doctor Fermín y el doctor Azcue, Lourdes Torres, Arturo Arango y Rafael Acosta.
Como siempre sucede en mis últimos libros, quiero dar testimonio de un agradecimiento muy especial, por su trabajo, pasión, confianza y paciencia, a mis editores españoles, Beatriz de Moura, Antonio López Lamadrid y sobre todo Juan Cerezo, que registró el libro palabra por palabra con una inteligencia, una dedicación y un amor de los que ya pocos editores tienen y menos editores practican. Igual mi gratitud para Ana Estevan, que se ocupó de editar el texto. No olvido, tampoco, la entusiasta y perspicaz lectura de Madame Anne Marie Métailié…
Por último, creo que jamás podré agradecer en todo su valor el trabajo «estajanovista» de mis más fieles y persistentes lectoras. Elena Zayas, en París, y Vivian Lechuga, acá en La Habana, que prácticamente esribieron conmigo la novela.
Y, como no puede dejar de ser, tengo que dejar constancia escrita de mi mejor y más compacto agradecimiento a mi Lucía, que se metió dentro de ll historia y me ayudó como nadie, y me dio las mejores ideas, pero que, sobre todo, me soportó estos cinco años de tristezas, alegrías, dudas y miedos (¿recuerdan a Iván?), en que dediqué mañanas, tardes, noches y madrugadas a gestar, dar forma y sacarme de dentro esta historia ejemplar de amor, de locura y de muerte que, espero, aporte algo sobre cómo y por qué se pervirtió la utopía e, incluso, provoque compasión.
Leonardo Padura Fuentes,
siempre en Mantilla, verano de 2009